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jueves, 14 de agosto de 2008

TERROR -- LA PLANTA V -- STEPHEN KING


STEPHEN
KING
La Planta V


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DE LAS INCURSIONES DE TRIPAS DE HIERRO HECKSLER
1 Abr 81
0600 hrs
Pk Ave So NYC
La ciudad fue exitosamente ocupada. Objetivo a la vista. No en este instante por
supuesto. Mi ubicación actual=callejón detrás del Mercado Smiler's, esquina Pk y 32. El
lugar de trabajo del Judío Señalado casi enfrente de mi campamento. Me hice llamar
"Guitarra Loca Gertie" y funcionó a las mil maravillas. Sin pistolas pero sí con un buen
cuchillo en mi bolsa plástica #1 de "persona sin hogar". Ayer por la tarde a las 1730
horas se presentaron 2 de los apóstoles del Anticristo que trabajan en Zenith, la casa de
Satanás. Uno (su nombre en clave es ROGER DODGER) entró en el mercado. Por el
olor compró ajo. Aparentemente para mejorar su vida sexual, ¡¡JA!! El otro (su nombre
en clave es JOHN EL BAUTISTA) lo esperó afuera. Detrás mío. Pude haberlo matado
sin inconvenientes. De una rápida cuchillada. Yugular y carótida. Vieja maniobra
comando. Este perro viejo recuerda todos sus trucos viejos. No lo hice, por supuesto.
Debo esperar al Judío Señalado. Si los otros permanecen fuera de mi camino, podrán
vivir. Si no lo hacen, seguro que morirán. Nada de prisioneros. El BAUTISTA me dio
dos dólares. ¡Amarrete! El mejor plan aún parece ser esperar hasta el fin de semana (o
sea 4-5 de abr) y entonces infiltrarse en el edificio. Permanecer dentro hasta la mañana
del lunes (o sea abr 6). Desde ya el J.S. puede llegar mucho antes pero los cobardes
viajan en manadas. Al final, su carne será mía, ¡JA! "Las playas son arenosas, algunas
orillas son rocosas, y yo voy a reventar, a un Mockie Señalado". Más sueños de
CARLOS (su nombre en clave es EL SUDACA SEÑALADO). Creo que está más cerca.
Preferiría tener una foto. Debo ser precavido. La guitarra y la peluca=buenos refuerzos.
EL DÍA DEL GENERAL en lugar de EL DÍA DEL CHACAL, ¡¡JA!! La guitarra
necesita cuerdas nuevas. Aún toco bien y todavía canto "como un pájaro en un árbol".
Conseguí supositorios. Me liberé del peso. Puedo pensar más claro a pesar de las
transmisiones mata-cerebros.
Ahora debo jugar al juego de esperar.
No es la primera vez.
Cambio y fuera.
Del The New York Times, 1 de abril de 1981
Página B-1, Informe Nacional,
MUEREN SIETE PERSONAS TRAS
ESTRELLARSE AVIÓN EN R.I.
Por James Whitney
Especial para The Times
CENTRAL FALLS, RHODE ISLAND:
Un aeroplano Cessna 404 Titan
propiedad de Líneas Aéreas Ocean State
se estrelló ayer por la tarde luego de
despegar de Barker Field, en la pequeña
ciudad de Rhode Island, resultando
muertos ambos pilotos y los cinco
pasajeros. Desde 1977, las Líneas
Aéreas Ocean State han estado
realizando vuelos de transbordo a
LaGuardia, en la Ciudad de New York.
El OCA Flight 14 llevaba volando
menos de dos minutos cuando se estrelló
en un terreno vacío a sólo cuatrocientos
metros del punto de despegue. Un
testigo dijo que justo antes de
estrellarse, el avión cayó en picada hacia
un depósito, errándole al tejado por muy
poco.
"Si algo tiene que salir mal seguro
que va a salir mal," dijo Myron Howe,
que estaba arrancando hierbas entre las
dos pistas de aterrizaje de Barker Field
cuando ocurrió el accidente. "Logró
subir y luego intentó regresar. Escuché
que fallaba un motor, y después el otro.
Vi que ambos propulsores estaban
muertos. Le erró al depósito y al camino
de acceso, pero después le entró duro."
Los informes preliminares no señalan
problemas de mantenimiento con el
C404, que es propulsado por dos
turbinas de 375 caballos de fuerza. El
modelo tiene un excelente record de
seguridad, y el avión que se estrelló
tenía menos de 9000 horas de vuelo,
según el Presidente de las Líneas Aéreas
Ocean State, el señor George Ferguson.
Los oficiales del Escuadrón Aeronáutico
Civil (EAC) y la Administración Federal
de Aviación (AFA) han emprendido
juntos una investigación de la caída.
Las víctimas del accidente, los
primeros en los cuatro años de historia
de Ocean State, fueron John Chesterton,
el piloto, y Avery Goldstein, el copiloto,
ambos de Pawtucket. Robert Weiner,
Tina Barfield, y Dallas Mayr fueron
identificados como tres de los cinco
pasajeros del avión caído. En cuanto a
las identidades de los otros dos, de los
que se cree que eran un matrimonio,
sigue pendiente la notificación de
parientes cercanos.
Normalmente, las Líneas Aéreas
Ocean State son usadas por pasajeros
que enlazan con las aerolíneas más
grandes que operan fuera del
Aeropuerto LaGuardia. Según el señor
Ferguson, LAOS ha suspendido las
operaciones por lo menos hasta el fin de
la semana y quizás por más tiempo.
"Estoy devastado por lo que pasó," dijo.
"He volado esa nave en particular
muchas veces, y habría jurado que no
había un avión más seguro en los cielos,
ya sea grande o pequeño. El lunes lo
volé hasta Boston, y todo anduvo bien.
No tengo ni idea de qué pudo causar que
ambos motores se detuvieran de la
forma en que lo hicieron. Uno, quizá,
pero no ambos."
Del diario de John Kenton
1 de abril de 1981
Hay una vieja maldición china que dice: "Puedes vivir en tiempos interesantes." Me
parece que debe de estar dirigida especialmente a las personas que llevan diarios (y si
siguen la resolución de Roger, ese número pronto aumentará a tres: Bill Gelb, Sandra
Jackson, y Herb "Dáme El Mundo Y Déjame Manejarlo" Porter). Anoche estuve sentado
aquí, en mi pequeña oficina hogareña —que en realidad no es más que un rincón de la
cocina a la que le he agregado un estante y una lámpara— aporreando las teclas de mi
máquina de escribir durante casi cinco horas. Esta noche no será tan larga; entre otras
cosas, tengo un manuscrito para leer. Y voy a leerlo, creo. La docena o así de páginas que
terminé en mi camino a casa me han convencido de que éste es el que he estado
buscando desde el principio, incluso sin saberlo realmente.
Pero al menos una persona de mis recientes conocidos no lo leerá. Ni aunque fuera
tan bueno como Grandes Esperanzas. (No es que fuera a serlo; tengo que recordarme a
cada momento que trabajo en Zenith House, no en Random House.) Pobre mujer. No sé
si ella nos dijo la estricta verdad sobre eso de querer hacer un Buen Giro, pero aunque
nos haya mentido, nadie merece morir así, cayendo desde el cielo y pulverizándose hasta
morir dentro de un tubo de acero ardiente.
Hoy fui al trabajo más temprano todavía, con la idea de inspeccionar el cuarto del
correo. La OUIJA dice que deje de perder el tiempo, me aseguró ella. El que usted está
buscando se encuentra en la caja púrpura en el estante del fondo. Casi en la esquina.
Quería revisar ese rincón incluso antes de tomarme el café. Y también echarle otra
mirada a Zenith la hiedra, mientras me encontrara allí.
Al principio pensé que esta vez le había ganado a Roger, porque no se escuchaba el
clack-clack de su máquina de escribir. Pero la luz estaba encendida, y cuando espié por la
puerta abierta de su oficina, allí estaba, sentado detrás del escritorio y mirando hacia la
calle.
—Buen día, jefe —saludé. Pensé que estaría listo para empezar el día, pero tan sólo
estaba allí sentado en una semi depresión, pálido y desaliñado, como si se hubiera pasado
la noche entera agitándose y volviéndose de un lado para el otro.
—Te dije que no le dieras dinero —me dijo sin dejar de mirar la ventana.
Me acerqué y miré para afuera. La vieja señora con la guitarra, la de salvaje pelo
blanco y el cartel que decía aquello de permitirle a Jesús crecer en tu corazón, estaba allí
de nuevo, delante de Smiler's. Al menos no podía oír lo que cantaba. Con eso era
suficiente.
—Parece que tuviste una noche difícil —dije yo.
—La mañana fue más dura. ¿Viste el Times?
Para decir verdad, lo había hecho, aunque nada más que la primera plana. Estaba el
acostumbrado informe sobre la condición de Reagan, el acostumbrado material sobre la
inquietud en el medio este, la acostumbrada historia de corrupción-en-el-gobierno, y el
acostumbrado consejo de pie de página de apoyo a la Fundación Aire Fresco. Nada que
captara tu atención de inmediato. No obstante, sentí que se me erizaban un poco los
cabellos de la nuca.
El Times yacía plegado en la mitad de SALIDAS del cesto de
ENTRADAS/SALIDAS de Roger. Lo tomé.
—La primera página de la sección B —me indicó, mirando todavía por la ventana.
A la vagabunda, probablemente... ¿o a lo que podría llamarse una hembra de la especie
de los vagabundetos?
Busqué el Informe Nacional y vi una foto de un aeroplano —o lo que quedaba de él,
mejor dicho— en un campo de malezas repleto de partes de la máquina. Al fondo, tras un
cerco para ciclones y tontos, se veía un grupo de personas de pie.
—¿Barfield? —pregunté.
—Barfield —asintió Roger.
—¡Cristo!
—Cristo no tiene nada que ver con esto.
Miré el artículo sin leerlo realmente, tan sólo buscando su nombre. Y allí estaba:
Tina Barfield de Central Falls, fuente de aquel viejo adagio "si juegas con cuchillos
demasiado tiempo, tarde o temprano alguien va a cortarse." O quemarse vivo en un
Cessna Titan, podría haber agregado.
—Dijo que estaría a salvo de Carlos si hacía un Buen Giro genuino —comentó
Roger—. Esto podría llevar a la conclusión que lo que ella hizo fue justo lo contrario.
—Le creí cuando nos contó todo —dije. Considero que dijo la verdad, pero aunque
no lo hiciera, no quería que Roger decidiera eliminar la hiedra que crecía en el armario
de Riddley por lo que le había sucedido a Tina Barfield. Asustado como estaba, no quise
que hiciera una cosa así. Entonces comprendí —o quizá intuí— que no era eso lo que
Roger tenía en mente, así que me relajé un poco.
—En realidad, yo también le creí —confesó—. Al menos estaba intentando hacer un
Buen Giro.
—Quizá no lo hizo a tiempo —agregué.
Él asintió.
—Quizá eso fue lo que pasó. Leí la historia corta que mencionó, mientra venía para
acá; la de Jerome Bixby.
—'Es una Buena Vida.'
—Exacto. Para cuando llevaba leídas dos páginas, la reconocí como la base de un
famoso episodio de La Dimensión Desconocida protagonizado por Billy Mumy. ¿Qué
rayos habrá pasado con Billy Mumy?
Me importaba una mierda qué le había pasado a Billy Mumy, pero pensé que sería
ser una mala idea decírselo a Roger.
—La historia trata sobre un muchacho que es un super psíquico. Destruye el mundo
entero, aparentemente, con excepción de su pequeño círculo de amigos y parientes. Toma
a esas personas de rehén, matándolas cuando se atreven a contradecirlo de alguna
manera.
Recordé el episodio. El chico no le había arrancado el corazón a nadie ni había
hecho que se estrellara ningún avión, pero sí había transformado a un personaje —a su
hermano mayor o tal vez a un vecino— en uno de esos muñecos con resorte dentro de
una caja. Y cuando hizo un lío, simplemente lo envió bien lejos, y para siempre.
—Basándose en eso, te puedes imaginar cómo debe de haber sido vivir con Carlos
—agregó Roger.
—¿Qué vamos a hacer, Roger?
Entonces se volvió desde la ventana y me miró fijamente. Parecía asustado —yo
también lo estaba— pero también decidido. Lo respeté por eso. Y me respeté a mí
mismo, también.
Creo.
—Si podemos, vamos a lograr que Zenith House produzca intereses rentables —dijo
—, y después vamos a estrujar unos nueve galones de tinta negra sobre el ojo de Harlow
Enders. Yo no sé si esa planta es o no una versión moderna del árbol de las habichuelas
de Jack, pero si llega a serlo, vamos a escalarlo y conseguiremos el arpa dorada, el ganso
dorado, y todos los doblones de oro que nos podamos llevar. ¿De acuerdo?
Extendí la mano.
—De acuerdo, jefe.
Él me la estrechó. No suelo tener muchos buenos momentos antes de las nueve de la
mañana, al menos en mi vida de adulto, pero ése fue uno de ellos.
—Incluso vamos a ser cuidadosos —me advirtió—. ¿También estás de acuerdo?
—Por supuesto.
Nos quedamos hablando un rato más. Yo quería ir a visitar a Zenith; Roger sugirió
que esperáramos a Bill, a Herb, y a Sandra, y que luego vayamos juntos. LaShonda
Evans llegó antes que lo hicieran ellos, quejándose de que el área de recepción olía
extraño. Roger estuvo de acuerdo, sugiriendo que podría ser el moho de la alfombra, y
autorizó un pequeño gasto de dinero para comprar una lata de Glade, que podía
adquirirse en Smiler's, cruzando la calle. También le propuso que dejara solos a los
editores durante el próximo par de meses; iban a estar todos trabajando muy duro, dijo,
tratando de mantener las expectativas de la compañía dueña. Él no le dijo "las poco
realistas expectativas," pero ciertas personas pueden cerrar un buen trato sin recurrir a
otra cosa que no sea un firme tono de voz, y Roger es uno de ellos.
—No es mi política faltar a la discreción, señor Wade —dijo ella, de pie en la puerta
de la oficina de Roger y hablando con gran dignidad—. Usted es normal... y lo mismo
digo de usted, señor Kenton... la mayor parte del tiempo...
Se lo agradecí. He descubierto que luego de que tu chica te abandona por algún
simplón de la Costa Oeste que probablemente domine Tai Chi, hasta los cumplidos
dudosos te suenan bien.
—...pero esos otros tres juegan para el bando de los raros.
Y dicho eso, LaShonda se marchó. Imagino que tenía llamadas que hacer, algunas
de las cuales incluso podrían tener que ver con el negocio de la publicación. Roger me
miró, divertido, y se acomodó el cabello desarreglado.
—No sabía de qué era el olor —dijo.
—No creo que LaShonda se pase mucho tiempo en la cocina.
—Dudo que lo hicieras si fueras como LaShonda —me dijo Roger—. En la única
ocasión que hueles el ajo es cuando el mozo te trae tu Camarón Mediterráneo.
—Y mientras tanto —agregué— tenemos el Glade. Y el tufo del ajo se habrá ido
pronto, de todas formas. A menos que, por supuesto, seas un sabueso o una planta
doméstica sobrenatural.
Nos miramos durante un instante, y luego reímos a carcajadas. Quizá sólo porque
Tina Barfield estaba muerta y nosotros vivos. Suena horrible, lo sé, pero el día mejoró a
partir de ese punto; tanto, al menos, que puedo asegurarlo.
Roger había dejado unas pequeñas notas en los escritorios de Herb, Sandra y Bill.
Para las nueve y media estábamos todos reunidos en la oficina de Roger, que es el doble
del cuarto de conferencias de la editorial. Roger comenzó diciendo que pensaba que tanto
Herb como Sandra habían sido ayudados en sus inspiraciones, y sin más preámbulo que
ese, les contó la historia de nuestro viaje a Rhode Island. Colaboré tanto como pude.
Ambos tratamos de expresar cuán extraña había sido nuestra visita al invernadero, cuán
fuera de este mundo, y creo que los tres entendieron la mayor parte de la historia. Sin
embargo, cuando llegamos a Norville Keen, creo que ni Roger ni yo pudimos explicar el
punto.
Bill y Herb estaban sentados lado a lado en el suelo, como lo hacen a menudo
durante nuestras conferencias editoriales, tomando café, y les vi intercambiar una de esas
miradas en las que los globos del ojo girando hacia el techo juegan un papel esencial.
Pensé en insistir en esa parte, pero no lo hice. Si puedo, imitaré la sabiduría de Norville
Keen: "No puedes creer en un zombie, a menos que hayas visto a ese zombie."
Roger terminó el asunto dándole a Bill la sección B del día del The New York Times.
Esperamos hasta que se completó la ronda.
—Oh, pobre mujer —dijo Sandra. Se había acomodado en su sillón de oficina y
estaba sentada en él con las rodillas rigurosamente juntas. Nada de sentarse en el suelo
como la niñita del señor y la señora Jackson—. Nunca vuelo a menos que me vea
obligada a hacerlo. Es mucho más peligroso de lo que dicen.
—Esto es una cagada —dijo Bill—. Quiero decir, te aprecio, Roger, pero de verdad
es una cagada. Has estado presionado —tú también, John, especialmente desde que te
enteraste de lo de tu novia— y, muchachos, me parece que... no lo sé... dejaron volar la
imaginación.
Roger asintió como si no hubiera esperado otra cosa. Se volvió hacia Herb.
—¿Tú qué opinas? —le preguntó.
Herb se puso de pie y tiró del cinturón en esa manera tan suya de yo-me-hago-cargode-
todo.
—Creo que tendremos que ir a echar un vistazo a esa famosa hiedra.
—Yo también —dijo Sandra.
—No se lo estarán creyendo ¿no? —cuestionó Bill Gelb. Parecía tanto divertido
como alarmado—. Quiero decir, aún no marquemos el 1-800-HISTERIA-EN-MASA, ¿de
acuerdo?
—Ni creo ni dejo de creerlo —dijo Sandra—. No con seguridad. Todo lo que sé es
que tuve mi idea del libro de chistes luego de haber estado allí. Después de que olí a
galletitas cocinándose. ¿Y por qué olería el cuarto del conserje como la cocina de mi
abuela?
—Tal vez por la misma razón que hace que el área de recepción huela a ajo —dijo
Bill—. Porque estos tipos han estado bromeando. —Abrí la boca para decir que en el
cubículo de Riddley, el día anterior a que Roger y yo hiciéramos nuestro viaje a Central
Falls, Sandra había sentido olor a galletas y Herb a tostadas y mermelada, pero antes de
que pudiera hacerlo, Bill preguntó: —¿Y qué hay de la planta, Sandy? ¿Viste a una
hiedra creciendo por allí?
—No, pero no encendí la luz —respondió ella—. Yo sólo asomé la cabeza, y
entonces... no lo sé... me asusté un poco. Como si hubiera algo espectral.
—Era espectral a pesar del olor de las galletitas de la abuela, o debido a él? —
preguntó Bill,como si fuera un fiscal de una serie de televisión zamarreando a algún
desgraciado testigo de la defensa.
Sandra lo miró altaneramente y no dijo nada. Herb intentó tomarla de la mano, pero
ella la puso fuera de su alcance.
Me puse de pie.
—Basta de charla. ¿Por qué describir a un invitado cuando tú mismo puedes ver a
ese invitado?
Bill me miró como si yo me hubiera vuelto loco.
—¿Qué cosa?
—Creo que, a su propia e inigualable manera, John está intentando decir que hay
que verlo para creerlo —dijo Roger—. Vamos a echar un vistazo. ¿Y puedo sugerirles
que mantengan quietas las manos? No es que esté pensando en mordeduras —no las
nuestras, de todas formas— pero me parece que lo más sensato es que seamos
cuidadosos.
Me pareció un condenado buen consejo. Mientras Roger nos conducía por el pasillo,
dejando atrás nuestras oficinas como una pequeña tropa, me encontré recordando las
últimas palabras del general conejo en el libro La Colina de Watership de Richard
Adams: "¡Vuelvan, tontos! ¡Vuelvan! ¡Los perros no son peligrosos!"
Cuando llegamos al lugar donde el pasillo gira hacia la izquierda, habló Bill:
—Eh, deténganse, sólo un maldito minuto.—Parecía bastante inseguro. Y también
un poco impresionado, quizá.
—¿Qué pasa, William? —preguntó Herb, todo inocencia—. ¿Hueles algo rico?
—Palomitas de maíz —respondió. Sus manos estaban aferradas entre sí.
—¿Huelen bien? —preguntó Roger suavemente.
Bill suspiró. Sus manos se abrieron... y de repente los ojos se le llenaron de
lágrimas.
—Huele como El Nórdica —dijo—. El Teatro Nórdica, en Freeport, Maine. Es
adonde solíamos ir a ver la función cuando era chico, en Gates Falls. Lo abrían sólo los
fines de semana, y siempre había función doble. En el techo había grandes ventiladores
de madera que giraban durante la función... whush, whush, whush... y las palomitas de
maíz siempre estaban frescas. Palomitas de maíz frescas con auténtica mantequilla en
una simple bolsa marrón. Para mí ése siempre fue el olor de los sueños. Yo sólo... ¿esto
es una broma? Porque si lo es, díganmelo ahora mismo.
—No es una broma —le aseguré—. Yo siento olor a café. De marca Five O'Clock, y
con más fuerza que nunca. ¿Sandra, todavía hueles las galletas?
Ella me miró con ojos soñadores, y justo entonces entendí por qué Herb está tan
rotundamente perdido por ella (sí, todos nosotros lo sabemos; creo que incluso Riddley y
LaShonda lo saben; la única que ni se enteró es la propia Sandra). Porque ella era bonita.
—No —dijo—, huelo a Shalimar. Fue el primer perfume que tuve en mi vida. Mi tía
Coretta me lo regaló para mi cumpleaños, cuando cumplí los doce. —Entonces miró a
Bill, y sonrió cálidamente—. Así es como huelen los sueños para mí. A perfume
Shalimar.
—¿Herb? —pregunté.
Durante un minuto pensé que no iba a decir nada; estaba decepcionado por la forma
en que ella miraba a Bill. Pero luego debió haber decidido que esto era un poco más
importante que su interés por Sandra.
—Hoy no se siente como tostadas y mermelada —dijo—. Hoy huele a automóvil
nuevo. Para mí ése es el mejor aroma del mundo. Desde que tenía diecisiete años y no me
podía permitir el lujo de tener uno, y supongo que todavía deben oler así.
Sandra dijo: —Todavía no puedes permitirte el lujo de tener uno.
Herb suspiró, encogiéndose de hombros.
—Sí, pero... recién encerado... con el cuero nuevo...
Me volví hacia Roger.
—¿Qué pasa con... —Entonces me detuve. Bill sólo estaba añorando, pero Roger
Wade lloraba sin reservas. Las lágrimas le corrían por el rostro en dos silenciosos
arroyos.
—El jardín de mi madre, cuando era muy pequeño —musitó con una voz espesa y
ahogada—. Cómo quería esa fragancia. Y cómo la quise a ella.
Sandra le pasó un brazo por los hombros y le dio un pequeño abrazo. Roger se secó
los ojos con una manga e intentó sonreir. Lo hizo bastante bien, demasiado, tratándose de
alguien que recuerda a su querida madre muerta.
Ahora Bill avanzó a la cabeza del grupo. Yo dejé que lo haga. Lo seguimos a la
vuelta del pasillo hasta la puerta a la izquierda de la fuente de agua, en la que se leía
CONSERJE. La abrió, empezó a decir algo astuto —que podría haber sido Salgan,
salgan, dondequiera que estén— y luego se detuvo. Sus manos subieron en un
involuntario gesto de protección, y después cayeron de nuevo.
—Sagrado Jesús, levántate en la mañana —susurró, y el resto de nosotros nos
apiñamos a su alrededor.
Tal como anoté ayer en este diario, el armario de Riddley se había transformado en
una selva, salvo que ayer no sabía cómo era exactamente una selva. Sé que debe sonar
extraño luego de mi gira al invernadero de Tina Barfield, en Central Falls, pero es cierto.
Riddley ya no volvería a tirar los dados allí con Bill Gelb, eso puedo asegurarlo. El
cuarto era ahora una masa densamente condensada de brillantes hojas verdes y de vides
enredadas que subían desde el suelo hasta el techo. En su interior todavía se alcanzaba a
ver algunos destellos de metal y madera —el balde trapeador, el mango de una escoba—
pero eso era todo. Los estantes están sepultados. Las luces fluorescentes del techo casi no
pueden verse. Los olores que nos asaltaron, aunque agradables, eran casi predominantes.
Y entonces sobrevino un suspiro. Todos lo oímos. Como una especie de susurrante y
exhalada bienvenida.
Una avalancha de hojas y tallos cayó a nuestros pies y se extendió por el suelo.
Varios zarcillos serpentearon sobre el linóleo. La velocidad con la que sucedió fue
atemorizante. Si pestañeabas te lo perdías, como pudo haber dicho mi padre. Sandra
gritó, y cuando Herb le pasó los brazos sobre los hombros, a ella no pareció molestarle en
lo más mínimo.
Bill se adelantó y movió una pierna hacia atrás, con la evidente intención de darle de
puntapiés a las veloces y serpenteantes ramas que salían del armario del conserje. O lo
intentó. Roger lo tomó del hombro.
—¡No lo hagas! ¡Déjala tranquila! —le gritó— ¡No quiere lastimarnos! ¿No puedes
sentirlo? ¿No te lo dice el olor?
Bill se detuvo, así que supongo que lo sintió. Contemplamos cómo varios zarcillos
de hiedra subían por la pared del corredor. Uno de ellos comenzó a explorar los lados de
acero gris de la fuente de agua, y cuando esta noche abandoné la oficina, la fuente estaba
profundamente enterrada bajo el follaje. Pareciera como si, de ahora en más, aquéllos de
nosotros que quisiéramos tomar agua durante el transcurso del día, íbamos a tener que ir
a comprar Evian a lo de Smiler's.
Sandra se puso en cuclillas y extendió una mano, de la forma en que uno podría
ofrecerle la mano a un perro desconocido para que la olfateara. No me gustó verla
haciendo eso, no mientras estuviera tan cerca de la verde avalancha que dejamos salir del
armario del conserje. Bajo su sombra, por así decirlo. Tendí la mano para tirar de Sandra
hacia atrás, pero Roger me detuvo. Tenía una curiosa sonrisita en su rostro.
—Déjala —me dijo.
Un zarcillo tan grueso como una rama se separó del casi sólido grupo de masa verde
y pasó a través de la puerta. Palpitando, se extendió hacia Sandra, pareciendo olfatear su
camino hasta ella. Se deslizó alrededor de su muñeca y ella abrió la boca. Herb comenzó
a adelantarse y Roger lo hizo volver atrás de un tirón.
—¡Déjala sola! ¡Está todo bien! —le dijo.
—¿Puedes jurarlo?
Los labios de Roger se apretaron tanto que casi desaparecieron.
—No —respondió con una vocecita—. Pero lo creo.
—Todo está bien —dijo Sandra, soñadoramente. Observaba cómo el zarcillo le
resbalaba delicadamente por el brazo desnudo en una espiral verde y marrón, como
acariciándole la piel desnuda mientras lo hacía. Se veía como algún tipo de serpiente
exótica—. Dice que es un amigo.
—Eso es lo que los conquistadores le dijeron a los indios —agregó Bill, friamente.
—Dice que me ama —afirmó ella, ahora sonando casi en éxtasis. Contemplamos
cómo el extremo del movedizo zarcillo se deslizaba bajo la corta manga de su blusa. Una
pequeña hoja verde cercana a la punta se metió por debajo y alzó un poco la tela. Era
como ver en acción a un nuevo tipo de fakir hindú, un encantador de plantas en lugar de
un encantador de serpientes—. Dice que nos ama a todos. Y dice... —Otro zarcillo
serpenteó flojamente alrededor de una de sus rodillas, y enseguida se le deslizó
tiernamente por la pantorilla, como un rollo flojo.
—Dice que uno de nosotros está perdido —dijo Herb. Miré alrededor y vi que los
zapatos de Herb habían desaparecido. Estaba parado sobre la hiedra, hundido hasta los
tobillos.
Roger y yo caminamos hasta la puerta del armario y nos quedamos allí, con las hojas
rozándonos las pecheras de nuestras chaquetas. Pensé en qué fácil le resultaría a esa cosa
agarrarnos de las corbatas. Un par de buenos tirones, y listo: dos editores estrangulados
con sus propias corbatas. Entonces varios rollos de hiedra se enroscaron alrededor de mis
muñecas como si fueran pulseras desabrochadas, y todos esos paranoicos y temerosos
pensamientos me abandonaron.
Ahora, sentado en el escritorio de mi apartamento y aporreando mi vieja máquina de
escribir (fumando una vez más como un horno, lamento decirlo), no logro recordar
exactamente qué fue lo que pasó después... excepto que fue cálido y reconfortante y algo
más que agradable. Fue encantador, como tomar un baño caluroso cuando te duele la
espalda, o como sorber cubitos de hielo cuando tienes la boca caliente y la garganta seca.
No sé qué es lo que habría visto un intruso. Probablemente no demasiado, si Tina
Barfield dijo la verdad cuando contó que nadie podría verla salvo nosotros; el intruso
probablemente sólo hubiera visto a cinco editores ligeramente desaliñados, cuatro de
ellos del lado de los juveniles (y a Herb, quien rondando los cincuenta, parecería joven
en una mesa de conferencias en una editorial más respetable, donde las edades de la
mayoría de los editores estarían entre los sesenta y cinco y la muerte), parados alrededor
de la puerta del armario del conserje.
Lo que nosotros vimos fue eso. A la planta. Zenith la hiedra común. Ahora se había
extendido (y relajado) alrededor nuestro, tanteando con sus zarcillos a lo largo del
corredor y trepando por las paredes con sus rizomas, tan ávida y juguetona como un
potro al que dejan salir del establo en una cálida mañana de mayo. Tenía atrapados los
dos brazos de Sandra, tenía mis muñecas, y tenía a Bill y a Herb por los pies. A Roger le
había crecido un verde y flojo collar, y no parecía angustiado en absoluto por eso.
Lo vimos y lo experimentamos. Tanto al hecho físico como al tranquilizante efecto
mental de su presencia. El que lo experimentemos de la misma manera nos unió de una
forma que nos convirtió en un coro mental pequeño pero perfecto. Y sí, lo que digo es
exactamente lo que parezco estar diciendo, ya que mientras estuvimos de pie bajo el
poder de todos esos delgados pero resistentes zarcillos, compartimos un eslabón
telepático. Vimos en cada mente y corazón de los demás. No sé por qué eso me tendría
que parecer tan asombroso después de todo lo que había sucedido —sin ir más lejos, ayer
vi a un hombre muerto leyendo un periódico— pero lo cierto es que me lo parece.
Zenith había preguntado por Riddley. Parecía tener un interés especial en el hombre
que la había aceptado, le había dado un lugar en el que poder crecer, y el agua suficiente
para permitirle un frágil simulacro de vida. Él (¿ella? ¿eso?) nos aseguró en nuestro coro
de voces que Riddley estaba bien, que Riddley estaba lejos pero que regresaría pronto.
La planta parecía satisfecha. Los zarcillos que sostenían nuestros brazos y piernas (por
no mencionar el cuello de Roger) se aflojaron. Algunos cayeron al suelo, otros
simplemente se retiraron.
—Vamos —dijo Roger en voz muy baja—. Salgamos de aquí.
Pero durante un momento nos quedamos allí parados, mirando maravillados. Pensé
en lo que nos dijera Tina Barfield, aquello de que le diéramos a la planta una buena
ducha de DDT cuando termináramos con ella, una vez que ya hubiéramos conseguido lo
que necesitáramos de ella, y por un instante realmente me alegré de que la mujer
estuviera muerta. La perra de corazón frío se merecía estar muerta, pensé. El hecho de
hablar de matar algo que era tan poderoso e incluso tan obviamente dócil y amistoso...
dejando la razón de lado, es algo enfermizo.
—De acuerdo —dijo Sandra por fin—. Vamos, muchachos.
—No puedo creerlo —dijo Bill—. Lo veo pero no lo creo.
Salvo que todos sabíamos que lo creía. Lo habíamos visto y sentido en su mente.
—¿Qué hacemos con la puerta? —preguntó Herb—. ¿La dejamos abierta o cerrada?
—No te atrevas a cerrarla —dijo Sandra, indignada—. Si lo hicieras le cortarías
algunas de sus ramitas.
Herb cruzó la puerta y miró a Bill.
—¿Estás convencido, O Doubting Thomas?
—Sabes que lo estoy —dijo Bill—. No sigas insistiendo, ¿de acuerdo?
—Nadie va a insistir —dijo Roger bruscamente—. Tenemos cosas más importantes
que hacer. Ahora vengan.
Nos llevó de nuevo hacia la Editorial, alisándose la corbata y acomodándosela bajo
el cinturón mientras se iba. Yo me detuve solo una vez, en la curva del corredor, y miré
hacia atrás. Estaba convencido de que se habría ido, de que toda la situación había sido
algún tipo de alucinación de los cinco sentidos, pero sin embargo seguía allí, una verde
inundación de hojas y un enredado montón pardusco de vides flexibles, una buena
cantidad de ellas arrastrándose ahora por la pared.
—Asombroso —susurró Herb a mi lado.
—Sí —reconocí.
—¿Y toda esa historia de lo que ocurrió en Rhode Island? ¿Todo eso es cierto?
—Es todo verdad —asentí.
—Vamos —nos llamó Roger—. Tenemos mucho de qué hablar.
Empecé a moverme, pero entonces Herb me tomó del brazo.
—Casi estoy deseando que el viejo Tripas de Hierro no haya muerto —me dijo—
¿Puedes imaginarte cómo le haría volar la mente una cosa como esta?
No supe qué decirle, pero lo estuve pensando bastante, sobre todo lo que tiene que
ver con la nota de Tina Barfield.
Volvimos a la oficina de Roger, con él detrás de su escritorio, yo en una silla a su
lado, Sandra en su sillón, y Bill y Herb una vez más sentados en la alfombra, con las
piernas estiradas y las espaldas contra la pared.
—¿Alguna pregunta? —consultó Roger, y todos negamos con la cabeza. Quien lea
este diario —alguien ajeno a estos eventos, en otras palabras— no dudaría en encontrarlo
increíble: ¿cómo pudiera ser, en el nombre de Dios, que no haya preguntas? ¿Cómo
pudimos haber evitado perder como mínimo el resto de la mañana especulando sobre el
mundo invisible? ¿O más probablemente el resto del día?
La respuesta es muy simple: debido a la mezcolanza de mentes. Habíamos llegado a
una mutua comprensión que pocas personas pueden lograr. Y también está el pequeño
hecho de que tenemos que salvar un negocio —nuestros cupones de comida, si quieres
rebajarte y llamarlo de esa forma. Rebajarse me parece más fácil desde que Ruth me
pateó; quizás mi meticulosidad sea la próxima en abandonarme. Eso espero, de todas
formas. Te diré algo sobre los legendarios cupones de comida, ya que estoy en el tema.
Te preocupan cuando estás en peligro de perderlos, pero no te pones realmente frenético
hasta que estás en peligro de perderlos y además comprendes que a lo mejor puedes
salvarlos. Si es que, es decir, te mueves con la suficiente rapidez y no te tropiezas. La
fatalidad es una acicate. Nunca antes lo supe, pero ahora sí lo sé.
Y una cosa más sobre aquello de "que no haya preguntas". La gente puede
acostumbrarse casi a cualquier cosa: a la cuadriplegia, a la caída del cabello, al cáncer,
incluso a descubrir que su querida hija única se unió a los Hare Krishnas y actualmente
está en el Stapleton Internacional con un atractivo pijama naranja tratando de convertir a
los viajantes comerciales. Nos adaptamos. Una invisible hiedra telepática es sólo una
cosa más a la que acostumbrarse. Tal vez más tarde nos preocupemos por las
ramificaciones. Pero en ese momento teníamos un par de libros en los que trabajar: Los
Chistes más Enfermos del Mundo y El General del Diablo.
El único de nosotros que tuvo problemas en seguir con el programa era Herb Porter,
y su distracción no tenía nada que ver con Zenith la hiedra común. Al menos no en forma
directa. Continuó lanzándole consternadas miradas de reproche a Sandra, y gracias a la
mezcolanza de mentes, supe por qué. Bill y Roger también lo supieron. Parece que
durante el último medio año o cosa así, el señor Riddley Walker de Bug's Anus,
Alabama, ha estado encerando algo más que los pisos aquí en Zenith House.
—¿Herb? —preguntó Roger—. ¿Estás con nosotros o en cualquier lado?
Herb miró sobresaltado alrededor, como un hombre al que despiertan de un sueño
ligero.—
¿Huh? ¡Sí! ¡Por supuesto!
—No creo que lo estés, no del todo. Y te quiero con nosotros. La cubierta de la
buena de Zenith se ha llenado de terribles filtraciones, en caso de que no lo hayas notado.
Si queremos impedir que se hunda, necesitaremos que todas las manos se pongan a
trabajar en las bombas. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Lo entiendo —dijo Herb tétricamente.
Sandra, entretanto, le echó una mirada que no contenía otra cosa que no sea
perplejidad. Creo que ella sabe lo que Herb sabe (y que todos nosotros sabemos). Ella no
puede entender por qué, en el nombre de Dios, Herb se habría afligido. Los hombres no
entienden a las mujeres, sé que eso es cierto... pero las mujeres no entienden en lo
absoluto a los hombres. Y si lo hicieran, probablemente no tendrían mucho que ver con
nosotros.
—Bien —dijo Roger—, supongo que nos dirás que, al menos, algo estarás haciendo
con el libro del General Hecksler.
Para deleite y asombro de Roger, se había avanzado mucho en la biografía de Tripas
de Hierro, y en un tiempo muy corto. Mientras Roger y yo estábamos en Central Falls,
Herb Porter fue como una pequeña abeja ocupada. No sólo comprometió a Olive Barker
como escritora fantasma de El General del Diablo, sino que consiguió su solemne
promesa de entregar un primer borrador de sesenta mil palabras en sólo tres semanas.
Sería demasiado moderado decir que me quedé sorprendido por esta rápida acción.
En mi experiencia anterior, Herb Porter sólo se movía rápidamente cuando Riddley venía
por el pasillo gritando, "Rosquillas de lo de Dey en la cocinita, y eyas etán muy buenas!
¡Rosquillas de lo de Dey en la cocinita, y eyas etán muy buenas!"
—Tres semanas, hombre, no lo sé —dijo Bill, como dudando—. Aún si dejamos de
lado su ataque de apoplejía, Olive tiene aquel problemita.—Hizo el gesto de tragarse un
manojo de píldoras.
—Ésa es la mejor parte —explicó Herb—. Mademoiselle Barker está limpia, por lo
menos de momento. Va a esas reuniones y todo. Ya sabes que, cuando estaba bien, fue
siempre la más rápida escritora a pedido que tuvimos.
—Y una copiona honesta, también —dije—. Por lo menos solía serlo.
—¿Piensas que puede mantenerse limpia durante tres semanas?
—Lo hará —aseguró Herb de forma severa—. Durante las próximas tres semanas,
seré el asistente personal de Olive Barker. Me llamará tres veces por día. Si llego a oir
tan solo una s arrastrada, me le voy a aparecer con un bombeador de estómagos. Y un
paquete de enemas.
—Oh, por favor —se quejó Sandra, haciendo muecas.
Herb la ignoró.
—Pero eso no es todo. Esperen.
Se lanzó hacia afuera, cruzó el pasillo hacia el glorificado armario que es su oficina
(en una pared tiene una fotografía tamaño póster del General Anthony Hecksler a la que
Herb le tira dardos cuando está aburrido), y regresó con un fajo de papeles. Se veía
extrañamente tímido cuando los puso en las manos de Roger.
En lugar de mirar el manuscrito —porque por supuesto de eso se trataba— Roger
miró a Herb, las cejas levantadas.
Por un momento pensé que Herb estaba sufriendo una reacción alérgica, quizás
como resultado de cierta sensibilidad de la piel a las hojas de la hiedra. Entonces
comprendí que se estaba ruborizando. Lo vi, pero la idea todavía me parece extraña,
como pensar en Clint Eastwood sollozando en el regazo de su mamá.
—Es mi informe sobre el asunto de Veinte Flores Psíquicas de Jardín —dijo Herb
—. Me parece que es bastante bueno, de verdad. Solamente un treinta por ciento es
realmente verídico; nunca agarré a Tripas de Hierro ni lo puse de rodillas cuando se
presentó aquí amenazando con un cuchillo, por ejemplo...
Bastante cierto, pensé, si se tiene en cuenta que Hecksler nunca se presentó aquí,
por lo que sabemos, ni una sola vez.
—... aunque le hace bien a la narración. Yo... estaba inspirado. —Herb bajó el
rostro por un instante, como si la idea de la inspiración lo sacudiera de un modo
vergonzoso. Entonces levantó la cabeza de nuevo y echó una mirada alrededor,
mirándonos desvergonzadamente—. Por otro lado, el maldito chiflado está muerto, y no
espero tener problemas por el lado de su hermana, sobre todo si la traemos a la tienda
para ayudar con el libro y le pasamos un par de cientos para su... bien, llámenlo ayuda
creativa. —Roger estaba pasando las hojas que Herb le había entregado, ignorando este
desborde de verborragia.
—Herb —se asombró—. Hay... por lo que más quieras, hay treinta y ocho páginas
aquí. Eso significa cerca de diez mil palabras. ¿Cuándo las escribiste?
—Anoche —respondió, mirando hacia el piso de nuevo. Sus mejillas estaban más
encendidas que nunca—. Te lo dije, estaba inspirado.
Sandra y Bill parecían impresionados, aunque no tanto como lo estaba yo. Hasta
donde sé, sólo Thomas Wolfe era un hombre de diez mil palabras por día. Por cierto que
opaca mis lastimosos claqueteos en esta Olivetti. Y cuando Roger hojeó las páginas de
nuevo, vi menos de una docena de borrones y tachaduras. Dios, debe haber estado
realmente inspirado.
—Esto es extraordinario, Herb —dijo Roger, y no había ninguna duda de la
sinceridad de su voz—. Si está bien escrito —y basándome en tus memos y resúmenes
tengo razones para pensar que será asi— éste va a ser el corazón del libro. —Herb se
ruborizó nuevamente, aunque me parece que esta vez de placer.
Sandra estaba mirando su manuscrito.
—Herb, piensas que pudiste escribirlo tan rápido... quiero decir, crees que tiene algo
que ver con.... ya sabes...
—Seguramente —dijo Bill—. Tiene que estar relacionado. ¿No lo crees, Herb?
Yo podía notar cómo luchaba Herb para obtener todo el prestigio por las diez mil
palabras que iban a formar el nudo dramático de El General del Diablo, y entonces (juro
que es verdad) pude percibir que sus pensamientos se dirigían hacia la planta, a la
espectacular viveza que desplegó cuando Bill Gelb abrió la puerta de repente y se
desparramó fuera del armario.
—Por supuesto que fue la planta —admitió—. Quiero decir, tiene que haber sido.
Nunca he escrito algo tan bueno en mi vida.
Y pude imaginarme quién iba a ser el héroe de la obra, pero mantuve la boca
cerrada. En ese tema, al menos. En otro, creí prudente abrirla.
—En la carta que me envió Tina Barfield —intervine— decía que cuando nos
enteráramos de la muerte de Carlos, no lo creyéramos. Luego agregó, 'Como la del
General.' Se los repito: 'Como la del General.'
—Eso es pura mierda —dijo Herb, aunque parecía intranquilo, y mucho del color
huyó de sus mejillas—. El tipo se arrastró por un maldito horno de gas y se aplicó un
funeral vikingo. Los polis encontraron sus dientes de oro, cada uno de ellos grabado con
el número 7, por el 7º Regimiento. Y por si eso fuera poco, también encontraron el
encendedor que le dio Douglas MacArthur. Él nunca lo habría abandonado. Nunca.
—De modo que quizá esté muerto —dijo Bill—. Según Roger y John, este tal Keen
también estaba muerto, aunque todavía seguía lo suficientemente vivo como para leer los
avisos de autos usados en el periódico.
—Sin embargo, el señor Keen sólo tenía el corazón colgándole del pecho —dijo
Herb. Habló casi con indiferencia, como si tener el corazón colgando del pecho fuera
aproximamente lo mismo que arrancarse una uña con la tapa del baúl del auto—. De
tripas de Hierro no quedó nada, salvo cenizas, dientes, y unos montoncitos de huesos.
—Sin embargo, está ese asunto del tulpa —le recordó Roger. Todos nos sentamos
alrededor y discutimos ese tema con una calma absoluta, como si se tratara de la trama
del más reciente libro de bichos gigantes de Anthony LaScorbia.
—¿Qué es un tulpa exactamente? —preguntó Bill.
—No lo sé —dijo Roger—, pero lo sabré mañana.
—¿Lo sabrás?
—Sí. Porque esta noche, antes de que te marches a casa, vas a investigar el asunto
en la Biblioteca Pública de New York.
Bill gimió.
—¡Roger, eso no es justo! Si hay un tulpa de tipo militar allá afuera, es el tulpa de
Herb.
—A pesar de eso, esta investigación en particular te pertenece —le aseguró Roger, y
le echó una severa mirada a Bill—. A Sandra se le ocurrió el libro de chistes y a Herb el
libro del chiflado. Me debes una inspiración. Y mientras tanto, espero que me investigues
el maravilloso mundo de los tulpas.
—¿Y qué hay con él? —preguntó Bill, enfurruñado. Y me señaló a mí.
—John también tiene un proyecto —le respondió Roger—. ¿No es así, John?
—En eso estoy —repliqué, recordándome de nuevo no irme a casa sin sumergirme
en la polvorienta atmósfera del cuarto del correo, al menos una vez más. Según Tina, lo
que yo había estado buscando estaba en una caja purpúra, en el estante del fondo, y casi
en la esquina.
No, no según Tina.
Según la OUIJA.
—Es hora de ir a trabajar —dijo Roger—, pero quiero hacerles tres sugerencias
antes de dejarlos en libertad. La primera es que se mantengan alejados del armario del
conserje, sin importar cuán atraídos hacia él puedan sentirse. Si el impulso se vuelve
irresistible, hagan lo que hacen los adictos: llamen a alguien que tenga el mismo
problema para hablar sobre eso hasta que pase el impulso. ¿De acuerdo?
Sus ojos nos barrieron: Sandra sentada una vez más, tan pulcra y remilgada como
una novata en su primera reunión social de mujeres; Herb y Bill lado a lado en el suelo,
el señor Stout y el señor Narrow. Roger me miró por último a mí. Ninguno de nosotros
dijo nada en voz alta, pero Roger igual nos oyó. Así es como están las cosas en Zenith
House. Es asombroso, y la mayor parte del mundo sin duda lo encontraría
abrumadoramente increíble, pero así están. Para bien o para mal. Y como lo que él oyó
era lo que quería escuchar, Roger asintió y se echó hacia atrás en su sillón, algo más
aliviado.
—Segunda sugerencia. Pueden sentir la necesidad de contarle a alguien fuera de esta
oficina lo que ha ocurrido aquí... lo que está ocurriendo. Les suplico con todo mi corazón
que no lo hagan.
No tiene por qué preocuparse. No lo haremos, ninguno de nosotros. Es por una
cuestión de simple naturaleza humana el querer confiar un gran y maravilloso secreto a
quien consideras un amigo íntimo, pero éste no es el caso. Y no necesité de la telepatía
para saberlo; lo vi en sus ojos. Y recordé algo bastante desagradable de mi niñez. Había
un chico que vivía en mi misma calle, que de ningún modo podía considerarse uno de los
más simpaticos del mundo; se llamaba Tommy Flannagan. Era flaco como un riel. Tenía
una hermana, tal vez uno o dos años menor, que era bastante molesta. Y a veces él la
perseguía hasta hacerla llorar, gritándole ¡Tragona, tragona, tra-tra-tra-gona! No sé si la
pobre Jenny Flannagan era una tragona o no, pero lo que sí sé es que eso es lo que
parecíamos nosotros cinco: un grupo de editores tragones sentados en la oficina de Roger
Wade.
Esa mirada me obsesiona, porque estoy seguro de que también estaba en mi cara. La
planta te hace sentir bien. Emana olores agradables. Su toque no es ni viscoso, ni
repulsivo; se siente como una caricia. Una caricia que ofrece vida. Ahora, sentado aquí,
con los ojos entrecerrados luego de otro largo día (y todavía tengo algo para leer, si es
que alguna vez llego a terminar esta entrada), desearía poder sentirla de nuevo. Sé que
me daría fuerzas y me reanimaría. Y ya que estamos, algunas drogas también te hacen
sentir bien, ¿no es así? Incluso mientras te están matando, te hacen sentir mejor. Quizá no
tenga sentido, quizá sea una reminiscencia puritana, como una memoria racial, o quizá
no. En realidad no lo sé. Y de momento, supongo que no interesa. Todavía...
Tragona, tragona, tra-tra-tra-gona.
En la oficina hubo un momento de silencio y luego Sandra dijo:
—Nadie va desperdiciar los frijoles, Roger.
Bill:
—Tampoco se trata nada más que de salvar nuestros empleos en este piojoso molino
de pulpa.
Herb:
—Queremos tratar a ese imbécil de Enders tan mal como lo hizo contigo, Roger.
Créenos.
—De acuerdo —dijo Roger—. Lo que me lleva a la última sugerencia. John ha
estado llevando un diario personal.
Yo casi salté de mi asiento y empecé a preguntarme cómo lo supo —no se lo había
contado—, pero comprendí que ya no necesitaba hacerlo. Gracias a Zenith, de allí de la
región de Riddley Walker, ahora sabemos mucho sobre cada uno de los otros. Más de lo
aconsejable, probablemente.
—Es una buena idea —prosiguió Roger—. Les sugiero que todos comiencen a
llevar diarios.
—Si realmente vamos a trabajar en la producción de un nuevo grupo de libros, no
voy a tener tiempo ni para lavarme el pelo —refunfuñó Sandra. Como si hubiera
sido puesta a cargo de la corrección de un manuscrito recientemente descubierto de
James Joyce en lugar de Los Chistes Más Enfermos del Mundo.
—Sin embargo, les aconsejo encarecidamente que encuentren tiempo para eso —
advirtió Roger—. Escribirlos puede llegar a ser innecesario si las cosas resultan tal como
lo esperamos, pero podrían llegar a ser inestimables si no... bueno, digamos que no
tenemos una idea demasiado clara de con qué fuerzas estamos jugando aquí.
—Él que toma a un tigre por la cola no se atreve a soltarla —agregó Bill. Lo
dijo en una especie de murmullo malvado.
—Tonterías —dijo Sandra—. Es sólo una planta. Y es buena. Lo sentí muy
intensamente.
—Muchas personas creyeron que Adolf Hitler era tan sólo una abejita —le dije, con
lo que me gané una cortante mirada de la señorita.
—Sigo volviendo a lo que dijo Barfield, aquello de que la planta necesita sangre
para ponerse realmente en marcha —dijo Roger—. La sangre del mal o la sangre de la
locura. En realidad no lo entiendo, y no me gusta nada. La idea de que estemos
cultivando una parra vampiro en el armario del conserje...
—Y no sólo en el armario del conserje —agregué yo, ganándome fieras miradas de
Sandra, de Herb, y de Bill, quien más que confundido se veía inquieto.
—Hasta el momento no probó sangre de ningún tipo, eso es todo —dijo Roger—.
Por ahora las cosas están sucediendo según nuestros propósitos —se aclaró la garganta
—. Creo que estamos jugando con explosivos de alto riesgo aquí, señores, y en un caso
así, llevar un registro puede llegar a ser conveniente. Notas y apuntes es todo lo que les
estoy pidiendo.
—Es probable que si alguna vez llegaran a leerse esos diarios en la corte nos hagan
terminar en Oak Cove —dijo Herb—. Allí terminó el chiflado de Tripas de Hierro, por si
alguno lo olvidó.
—Es preferible Oak Cove que Attica —dije yo.
—Eso es alentador, John —dijo Sandra—. Es muy alentador.
—No te preocupes, cariño —dijo Bill, extendiendo la mano y palmeándole un
tobillo—. Me parece que a las damas las envían a Ossining.
—Sí —dijo ella—. Donde puedo descubrir las delicias de un tonto amor con un
jovencito de ciento treinta kilos.
—Ya está bien, suficiente —soltó Roger con impaciencia—. Es una precaución,
nada más. En realidad no hay ningún costado oculto en esto. No si andamos con cuidado.
No fue hasta entonces que comprendí cuán desesperadamente Roger quiere que
Zenith House se recupere, ahora que tiene la oportunidad. Cuánto desea salvar su
reputación, ahora que existe la indudable oportunidad de salvarla. Otra vez recordé a
aquel general conejo gritando, "¡Vuelvan, necios! ¡Los perros no son peligrosos!"
Opino que, en los días y semanas por venir, Roger Wade se mantendrá alerta. Los
demás también. Y yo, por supuesto.
Tal vez yo más que todos.
—Creo que estoy preparado para unas pequeñas vacaciones en Oak Cove, de todas
formas —bromeó Bill—. Siento como si estuviera leyéndoles las mentes, muchachos, y
eso me está volviendo loco.
Nadie dijo nada. Nadie necesitó decirlo.
Querido diario, pasemos al siguiente punto.
Me pasé el resto del día reanudando mi existencia más o menos normal. Eliminé una
larga y aburrida escena de una fiesta nocturna en la última novela de Viento Flotante de
Olive y, atento a la difunta Tina Barfield, admití una escena de sexo rudo que
ciertamente era rudo (en un momento dado un objeto inanimado es colocado en un
dudoso lugar con dudosos y extasiantes resultados). Rastreé a una consejera culinaria a
través de la Biblioteca Pública de New York, y accedió, por la suma de cuatrocientos
dólares (un lujo que apenas podemos permitirnos) a indagar entre las recetas de Tu
Nuevo Libro de Cocina Astral, de Janet Freestone-Love, para tratar de cerciorarme de
que no hay nada venenoso allí. Habitualmente, los libros de cocina son máquinas de
hacer dinero, incluso los malos, pero poca gente fuera de este loco negocio entiende que
también pueden ser peligrosos; la jodes en algunos ingredientes y las personas pueden
morirse. Parece absurdo, pero pasa. Fui a almorzar con Jinky Carstairs, quien está
novelando la obra de lesbo-vampiros de mierda con la que estamos atrancados
(hamburguesas en Hamburguesas Cielo, como ya he dicho) y luego del trabajo tomé un
trago con Rodney Slavinksy, que escribe los westerns de Coldeye Denton bajo el
seudónimo de Bart I. Straight. Los Coldeyes no lograron gran cosa en el mercado
americano, pero por alguna razón encontraron su público en Francia, Alemania, y Japón.
Nosotros tenemos esos derechos. Tragón, tragón.
Antes de la reunión con Rodney —que es un cowboy gay, compadre— volví al
cuarto del correo, y para llegar allí tuve que caminar sobre un retorcido tapete de ramas y
tallos de hiedra. Todavía se puede pasar sin verte obligado a pisar ninguna, por lo que
estoy agradecido. Lo último que necesitaba a las tres de la tarde era el dolorido grito de
una hiedra psíquica sufriendo un mal caso de aplastamiento de los dedos del pie.
En su mayor parte, Zenith parece estar creciendo por la pared, a ambos lados del
cubículo del conserje, creando un complejo modelo de verdes y marrones, a través del
que se asoma, en agradables modelos geométricos, el empapelado color crema de la
pared. Aunque en esta ocasión no le escuché suspirar, podría jurar que le oí respirando,
calurosa, profunda y placenteramente, justo por debajo del límite de la capacidad
auditiva. Y de nuevo había un aroma, esta vez no a café pero sí a madreselva. Ese olor
también me produce cariñosos recuerdos de la niñez; tienen que ver con la biblioteca
donde pasé muchas horas felices, cuando era chico. Y cuando caminé a su lado, un ramal
de hiedra se extendió y me tocó la mejilla. Y no fue nada más que un toque. Fue una
caricia. Una gran cosa que he descubierto acerca de llevar un diario: si en otra parte no lo
soy, sí puedo ser sincero aquí, y en este caso lo suficientemente sincero como para
reconocer que ese frondoso contacto me hizo pensar en Ruth, que me tocaba justo de esa
manera.
Me quedé absolutamente tranquilo mientras ese delicado tallo se deslizaba por mi
sien, me exploraba una ceja, y luego se retiraba. Antes de que lo hiciera, tuve un
pensamiento muy claro, y sé positivamente que vino de Zenith en lugar de mi propia
mente:
Encuentra la caja púrpura.
La encontré, exactamente donde Barfield —o su tabla Ouija— dijo que estaría, en el
estante del fondo, casi en la esquina, detrás de un par de enormes mailers atiborrados de
cartas. Es el tipo de caja en la que viene el papel para mecanografiar de mediana calidad.
El que la envió —un tal James Saltworthy de Queens— lo único que hizo fue cerrar la
caja con cinta y colocar una calcomanía de envío sobre el logotipo de RAGLAND
BOND. Su dirección está ubicada en la esquina superior izquierda, en otra calcomanía.
Me resulta sorprendente que los del correo aceptaran semejante paquete y lo enviaran
aquí, pero lo hicieron, y ahora es todo mío. Sentado en el suelo del cuarto del correo,
oliendo a polvo y a madreselva, rompí la cinta y levanté la tapa de la caja. Dentro había
una copia de unas aproximadamente cuatrocientas páginas, según estimo, debajo de un
título que decía:
EL ÚLTIMO SOBREVIVIENTE
Por James Saltworthy
Y en la esquina inferior:
Derechos Norteamericanos en venta
Agente literario: Yo mismo
Aprox. 195,000 palabras
También había una carta, dirigida de esta forma: AL EDITOR, O A
QUIENQUIERA QUE DEVUELVA ESTAS COSAS AL LUGAR DE DONDE
PROCEDEN. Al igual que hice con la carta de Tina Barfield, la he agregado aquí. No
voy a criticarla ni analizarla, y probablemente no haya ninguna razón para hacerlo, en
absoluto. Los escritores que han estado intentando publicar sus libros por un largo
periodo de tiempo —cinco años, a veces diez, y una vez en toda mi experiencia quince
años completos que abarcaron diez novelas inéditas, tres de ellas muy extensas—
comparten un tono similar que podría describir como una delgada chaqueta de cínica
autocompasión extendida sobre un charco de desesperación creciente y, en muchos
casos, histeria. En mi imaginación, que probablemente sea demasiado gráfica, estos tipos
siempre se parecen a mineros que de algún modo lograron sobrevivir a un terrible
hundimiento, gente que está atrapada en la oscuridad y gritando ¿Hay alguien allá
afuera? ¿Por favor, hay alguien allí? ¿Pueden oírme?
Lo que pensé cuando devolví la carta al sobre fue que si alguna vez hubo un nombre
que sonara como perteneciente a un escritor, ese nombre era James Saltworthy. Mi
siguiente pensamiento consistió simplemente en devolver la caja a su lugar y abandonar
cualquier cosa que estuviera bajo la página del título, ya fuera buena o mala, hasta llegar
a casa. Pero hay una pequeña Pandora en la mayoría de nosotros, creo, y no podía resistir
echarle un vistazo. Y antes de que lo comprendiera, ya estaba leyendo las primeras ocho
o nueve páginas. Se lee tan fácil, tan naturalmente. No puede ser tan bueno como parece
serlo, lo sé, o no estaría aquí. Y hay una parte de mí que todavía me susurra al oído que
no puede ser cierto. Él es su propio agente, y los escritores que hacen eso son como
abogados defendiéndose a sí mismos: tienen a tontos como clientes.
Las páginas que leí eran lo bastante buenas como para que estuviera impaciente por
leer el resto desde que salí de la oficina; mi mente sigue volviendo a Tracy Nordstrom, el
encantador psicópata que aparentemente va a ser el personaje principal de Saltworthy.
Hay una guerra desarrollándose en mi cabeza; a un lado los ejércitos de la Esperanza, los
del Cinismo en el otro. Presiento que este conflicto va a resolverse en las dos horas que
median entre ahora y la medianoche, cuando lo termine de leer. Pero antes de abandonar
la silla de la máquina de escribir en la cocina para ir a mi silla de lectura en la sala de mi
departamento, debo agregar algo más. Cuando me puse de pie con la caja púrpura de
Saltworthy bajo el brazo, noté que Zenith la hiedra común había atravesado la pared
entre el armario del conserje y la sala de correo, al menos en tres docenas de lugares. Hay
diez estantes de acero montados en esa pared, simples cosas grises utilitarias que ahora
están vacías por completo; los limpié en mi orgía de trabajo post-Ruth, sin encontrar
nada ni remotamente publicable. En la mayoría de los casos no se trata de incompetencia
—son narraciones aburridas y de prosas torpes— sino de un sincero analfabetismo. No
uno sino varios de los manuscritos que llenaron esos estantes grises se garabatearon con
lápiz.
Pero dejemos eso de lado. Lo importante aquí es tan sólo que pueda ver esa pared,
porque las pilas mezcladas de cajas, de bolsas y mailers, han desaparecido. Ahora el
empapelado color crema está perforado por una galaxia de estrellas verdes. En muchos
casos las puntas de las ramas de la hiedra recién han empezado a penetrar, pero en otros,
los largos y frágiles enramados ya se deslizaron a través de ella. Están creciendo a lo
largo de los vacíos estantes de acero, encontrándose, retorciéndose, subiendo,
descendiendo. En otras palabras, marcando el nuevo territorio. La mayoría de las hojas
todavía están herméticamente plegadas, como criaturas durmiendo, pero algunas ya han
empezado a abrirse. Tengo la fuerte sospecha de que dentro de una o dos semanas, un
mes a lo sumo, la sala del correo va a estar tan repleta de Zenith como lo está ahora el
cubículo de Riddley.
Lo que me lleva a una pregunta divertida aunque absolutamente válida: ¿dónde
vamos a poner a Riddley cuándo regrese? ¿Y qué será, exactamente, lo que él haga?
Es suficiente. Es la hora de ver qué es lo que hay en la caja de James Saltworthy.
2 de abril de 1981
Querido Dios. Oh mi Dios querido. Me siento como alguien que arrojó la línea de
pescar en un pequeño arroyo rural y enganchó a Moby Dick. Incluso llegué a marcar los
primeros cinco dígitos del número de Roger Wade antes de darme cuenta de que son las
malditas dos de la mañana. Tendrá que esperar, pero no sé cómo haré para esperar. Me
siento a punto de explotar. Nombres y títulos de libros continúan dando vueltas por mi
cabeza. El Desnudo y el Muerto, de Norman Mailer. El Condado de Raintree, de Ross
Lockridge. Peyton Place, de Grace Metalious. El Padrino, de Mario Puzo. El Exorcista,
de William Peter Blatty. Tiburón, de Peter Benchley. Diferentes clases de libros,
diferentes tipos de escritores, algunos buenos, otros sólo competentes, pero todos ellos
creadores de una especie de relámpago embotellado, de historias que millones de
personas no pueden dejar de leer. El Último Sobreviviente de Saltworthy encaja
perfectamente en ese grupo. No tengo ninguna maldita duda al respecto. No creo que
haya encontrado una Obra Maestra, pero sé que he encontrado La Próxima Gran Cosa.
Si dejamos que esto se nos escape, me voy a pegar un tiro.
No.
Caminaré hasta el armario de Riddley y le pediré a Zenith que me estrangule.
Dios mío, qué libro increíble. Qué historia increíble.
19 de febrero de 1981
Redacción y/o Personal de correo
Zenith House
490 Park Avenue South
New York, NY 10017
AL EDITOR, O A QUIENQUIERA QUE DEVUELVA ESTAS COSAS AL
LUGAR DE DONDE PROCEDEN,
Mi nombre es James Saltworthy, y soy el autor del albatros adjunto. Cuando escribí
la novela El Último Sobreviviente, en 1977, estaba ambientada cinco años en el futuro, ¡y
por Dios que ahora el futuro ya casi está aquí! Me resulta un poco gracioso. Esta novela,
que fue revisada por mi esposa y mi departamento de dirección (enseño 5º grado de
inglés en Nuestra Señora de la Esperanza, en Queens), fue enviada a un total de veintitrés
editores. Probablemente no debería estar contándole esto, pero ya que Zenith House es la
parada final de este manuscrito en lo que ha sido un largo y extremadamente lento paseo
en tren hacia ninguna parte, he decidido "dejar que siga cayendo," como solíamos decir
por allá por los sexi años sesenta, cuando todos creíamos que teníamos en nuestro
interior como mínimo una gran novela.
Puedo suponer que en algunas de las casas editoriales que El Último Sobreviviente
visitó —como una especie de inoportuno pariente político del que tienes que librarte lo
antes posible— realmente fue leído (parcialmente leído podría ser una mejor manera de
describirlo). De Doubleday llegó la respuesta "Estamos buscando una ficción más
optimista." ¡Animo! De Lippincott: "La escritura es buena, los personajes son
desagradables, la narración francamente increíble." ¡Mazel tov! De Putnam vino aquel
viejo favorito: "Nosotros ya no aceptamos material que llegue sin un agente literario".
¡Hurra! Agentes; el primero que tuve se me murió; tenía ochenta y un años y estaba senil.
El segundo era un estafador. El tercero me dijo que amaba mi novela, y luego ofreció
venderme algún Amway.
Estoy adjuntando 5 dólares para la estampilla de retorno. Si usted quiere utilizarlos
para devolverme la historia luego de no haber podido terminar de leerla, está bien. Si
quiere usarlos para comprarse un par de cervezas, todo lo que puedo decirle es ¡Alegría!
¡Mazel tov! ¡Hurra! Mientras tanto, advierto que Rosemary Rogers, John Saul, y John
Jakes siguen vendiendo mucho, así que supongo que la literatura americana está andando
bien y marchando valientemente hacia el siglo 21. ¿Quién necesita a Saltworthy?
Me pregunto si se podrá hacer algo de dinero escribiendo manuales de enseñanza.
Por cierto que no se hace demasiado enseñando a alumnos de quinto, cuando algunos
portan sevillanas y venden drogas a la vuelta de la esquina. Supongo que ellos no le
creerían eso a Doubleday, ¿no es así?
Cordialmente,
Jim Saltworthy
73 Aberdeen Road
Queens, New York 11432
Del Contestador Automático de la Oficina de Roger Wade, 2 de abril de 1981
3:42 A.M.: Hola, usted se ha comunicado con Roger Wade en Zenith House. En
este momento no puedo tomar su llamada. Si se trata de facturas o de contabilidad,
tiene que llamar a Andrew Lang de la Corporación Apex de América. El número es
212-555-9191. Pregunte por la División Publicaciones. Si quiere dejarme un
mensaje, espere la señal. Gracias.
Roger, soy John, tu viejo compañero de safari de Central Falls. Te estoy llamando a
las cuatro de la mañana del 2 de abril. Hoy no iré a trabajar. Acabo de terminar de leer el
más increíblemente jodido libro de mi vida. Dios santo, jefe, siento como si alguien me
hubiera atado al cerebro en un maldito trineo con cohetes. Tendremos que ser muy
astutos; el libro tendrá que ser de tapa dura, un verdadero lanzamiento con pitos y
maracas y, como sabes, Apex no tiene ninguna casa que publique en tapa dura. Como la
mayoría de las compañías que irrumpen en el negocio del libro, no tienen ni idea de nada.
Pero nosotros estamos en una situación mejor. Nosotros tenemos una maldita pista.
¿Quién crees que pueda ser la mejor editorial en tapa dura? ¿Y en cual confías? Si
perdemos los derechos de bolsillo de este libro durante el proceso de conseguirle un
editor de tapa dura a Saltworthy, me mataré. Yo
3:45 A.M.: Hola, usted se ha comunicado con Roger Wade en Zenith House. En
este momento no puedo tomar su llamada. Si se trata de facturas o de contabilidad,
tiene que llamar a Andrew Lang de la Corporación Apex de América. El número es
212-555-9191. Pregunte por la División Publicaciones. Si quiere dejarme un
mensaje, espere la señal. Gracias.
John el charlatán, hasta en la maldita máquina contestadora, ¿no, Roger? Ni siquiera
puedo recordar de qué te estaba hablando. Es que estoy mareado. Me voy a la cama. No
sé si lograré dormirme. Si no puedo, quizá vaya a trabajar, de todas formas.
¡Probablemente en mis putos pijamas! [Risas] Si no, lo primero que haga el viernes será
un Informe del Manuscrito, ¿está bien? Por favor no dejes que la caguemos, Roger. Por
favor. Bien, me voy a acostar.
3:48 A.M.: Hola, usted se ha comunicado con Roger Wade en Zenith House. En
este momento no puedo tomar su llamada. Si se trata de facturas o de contabilidad,
tiene que llamar a Andrew Lang de la Corporación Apex de América. El número es
212-555-9191. Pregunte por la División Publicaciones. Si quiere dejarme un
mensaje, espere la señal. Gracias.
Jesús, Roger. Nada espera hasta leer a este hijo de puta. Tan solo espera.
3:50 A.M.: Hola, usted se ha comunicado con Roger Wade en Zenith House. En
este momento no puedo tomar su llamada. Si se trata de facturas o de contabilidad,
tiene que llamar a Andrew Lang de la Corporación Apex de América. El número es
212-555-9191. Pregunte por la División Publicaciones. Si quiere dejarme un
mensaje, espere la señal. Gracias.
Si alguien llegara a hacerle algo a esa planta, se muere. ¿Me captas? El muy
maldito... se muere.
ZENITH HOUSE, INFORME DEL MANUSCRITO
EDITOR: John Kenton
FECHA: 3 de abril de 1981
TÍTULO DEL MANUSCRITO: El Último Sobreviviente
NOMBRE DEL AUTOR: James Saltworthy
FICCIÓN/NO FICCIÓN: F
ILUSTRACIONES: N
AGENTE: Ninguno
DERECHOS OFRECIDOS: El autor ofrece los norteamericanos, pero no sabe de qué
está hablando.
RESUMEN: Esta novela se sitúa en el año 1982, pero fue escrita originalmente en 1977.
Para mantener la intención del escritor, el tiempo tendría que ser cambiado por lo menos
a 1986, 1987, o a cinco años desde el momento de su publicación.
La premisa básica es insólita y excitante. Una cadena televisiva que no anda
demasiado bien con las mediciones de rating (el autor la llama EUA, Emisora Unida de
América, pero se parece a la CBS) propone una extraordinara idea para un show de
juegos. Se dejan veintiséis personas en una isla desierta, donde deben sobrevivir durante
seis meses. Tres camarógrafos especializados están entre los competidores. De hecho,
cada competidor tiene un "trabajo" en la isla, y los camarógrafos tienen que entrenarlos
en el uso del equipo. Otros rivales son "granjeros," "pescadores," "cazadores," y así
sucesivamente. La idea es que cada semana y durante veintiséis, los oponentes
agrupados deben elegir por votación a la persona que abandone la isla. El primer
desterrado gana un dólar. El segundo gana diez. El tercero gana cien. El cuarto gana
quinientos. Y el último sobreviviente se lleva nada más que un millón. Sé que esta idea
suena poco creíble, pero Saltworthy realmente nos hace creer que semejante programa
podría estar en el aire algún día, si una red se encontrara lo suficientemente desesperada
por los ratings (y si tuviera el suficiente mal gusto, pero en las cadenas de TV eso nunca
ha sido un problema).
Lo que hace brillante a la historia es la delineación de personajes que Saltworthy
imagina. Los espectadores de la tele ven a los oponentes de formas muy simples —la
Joven Madre Buena, el Atleta Alegre, el Viejo Insociable, la Viuda Cruel Pero Religiosa.
Por debajo, sin embargo, ellos son sumamente complejos. Y uno de ellos, un joven y
atractivo camionero llamado Tracy Nordstrom, es en realidad un peligroso psicópata
quien es capaz de hacer cualquier cosa con tal de ganarse el millón de dólares. En una
escena intensamente organizada a comienzos del libro, él le envenena la comida al Viejo
Insociable, sustituyendo hongos alucinógenos por los inofensivos que recogió una de las
granjeras, una dulce ex-hippie que está angustiada porque comprendió su error y que
luego intenta suicidarse (cosa que la red oculta, ya que El Último Sobreviviente se ha
vuelto un hit monstruoso). Irónicamente, Nordstrom es el más aceptado de los oponentes,
tanto por todos los demás de la isla como por la gran audiencia televisiva. (Saltworthy
logró que este lector creyera que semejante show pudiera volverse una obsesión
nacional.)
Sólo una persona, Sally Stamos (la Joven Madre Buena), sospecha cuán maligno es
Tracy Nordstrom en realidad. Con el tiempo Nordstrom comprende que ella está en su
contra, y se propone silenciarla. ¿Podrá Sally convencer a los demás sobre lo que está
sucediendo? ¿Volverá ella alguna vez con sus hijos?
Saltworthy elabora el suspenso como un auténtico profesional, y ya no pude
abandonar el libro... ni volver las páginas con la suficiente velocidad. La novela finaliza
con una gran tormenta que logra lo que hasta entonces no había sido más que una cínica
ilusión de la TV: los oponentes están aislados de todo, auténticos náufragos en lugar de
fingidos. Lo que tenemos aquí es un híbrido de muy buena calidad entre Y Entonces No
Hubo Nadie y El Señor de las Moscas. No quiero agregar la conclusión en este resumen;
necesita ser leído y saboreado en la vívida prosa del autor. Sólo déjame decirte que es tan
chocante que todos los editores que lo leyeron hasta ahora soltaron el libro como si fuera
una patata caliente. Pero funciona, y creo que el público americano que pudo aceptar los
horrores sobrenaturales de El Bebé de Rosemary y los criminales de El Padrino lo
recibirá con los brazos abiertos, lo recomendará a sus amigos, y hablará sobre él durante
años.
RECOMENDACIÓN EDITORIAL: Tenemos que publicarlo. Es la mejor y más
comercial novela inédita que alguna vez haya tenido el placer de leer. Si hay un libro que
podría poner a una editorial en carrera, es éste.
John Kenton
de EL LIBRO SAGRADO DE CARLOS
SAGRADO MES DE ABRA (Entrada #77)
El momento casi ha llegado. Las estrellas y los planetas están casi alineados,
alabado sea Demeter. BIEN, puesto que mi tiempo es corto. Me deshice de la perra
traidora de la Barfield, el hechizo funcionó y el avión cayó. Ya no tengo problemas por
ese lado, alabado sea Abbalah, pero al final ella igual me traicionó. La perra ladrona
tomó mi Talismán (en realidad era un Pico de Búho). He buscado por todas partes pero
mi Pico desapareció. Apostaba a que ella lo tenía en el bolsillo cuando el avión se
estrelló. ¡Quemado! ¡¡Nada más que CENIZAS!! Con mi Protección desaparecida, mi
Tiempo es corto. No importa, de todas formas ya estoy harto de ser Carlos. Llegó el
momento de la fase siguiente pero primero me libraré de Soretito Kenton. ¡Yo
REALMENTE te enseñaré qué SIGNIFICA el rechazo, so Judas! Deja que la planta
cuide del resto de ellos cuando llegue la Sangre Inocente.
He estado por los alrededores del barrio donde trabaja Kenton. Son casi todos
edificios de oficinas, excepto por el pequeño mercado que está cruzando la calle. Hay
una vagabunda vieja y loca afuera. Una Mujer con una Guitarra. La toca casi tan mal
como Soretito Kenton revisa libros. ¡Ja! Pensé en utilizarla, como Sangre Inocente, pero
también es Loca, así que no sirve. "No puedes trabajar la madera si la madera no trabaja"
como me decía el señor Keen. Un hombre sabio a su manera.
Se ven unos pocos "regulares" más en la calle. Un tipo que vende relojes y
chucherías en una mesa plegable. No significa un problema, pero el fin de semana sería
lo más conveniente. Encontraré una manera de entrar, lo más adecuado será hacerme
pasar por alguien que esté "haciendo algunas horas extras". Subiré furtivamente a sus
oficinas y abandonaré la farsa cuando ellos se despidan hasta el lunes por la mañana.
Planeo cortarle la garganta a Soretito Kenton con el Sagrado Cuchillo de los Sacrificios.
Si es posible, le arrancaré el corazón. Cuando su sangre fluya por mis manos podré morir
feliz, alabado sea Abbalah, alabado sea Demeter. ¡Salvo que no moriré! Sólo me
desplazaré hasta el siguiente nivel de existencia.
¡VEN GRAN DEMETER!
¡VEN VERDE!
SAGRADO MES DE ABRA (Entrada #78)
Debo tener cuidado con una cosa. Continúo teniendo sueños sobre "El General".
Quién es "El General." Por qué él piensa en los supositorios. Por qué él piensa en el Jugo
Señalado. Qué es el Jugo Señalado. Quizás una bebida sagrada como la perdición del
grosellero o leche de nuez moscada. No lo sé. Siento peligro. Entretanto he encontrado
un hotel barato a unos 3 bloques de Z.H. Ya no puedo esperar. 1. Podría llamar la
atención. 2. No puedo seguir soportando a la Vagabunda que toca la Guitarra. Alguien
debería enroscarle la guitarra alrededor del cuello. Muchacho, toca como la mismísima
mierda. ¡Quizá sea John Kenton disfrazado! Jaaaa jaaaaa jaaaa.
El fin de semana casi está aquí. Las sentencias y tribunales ya casi han llegado.
Kenton, cabeza de mierda, usted pagará por rechazarme el libro y por enviar a la Policía
a por mí.
Quién es "El General." Quién será.
No interesa. El fin de semana casi está aquí.
¡VEN VERDE!
Del Diario de Sandra Jackson
3 de abril de 1981
No he llevado un diario desde que era una chica de once años, cuando tenía pechos
como chichones de mosquito y una vida amorosa que consistía en suspirar por Paul
Newman y Robert Redford con mis amigas Elaine y Phyllis, pero aquí va. Voy a pasar a
escribir sobre la planta, ya que estoy segura de que John y Roger habrán tratado el tema
de manera bastante completa (habiendo leído algunos de los memos de John,
probablemente DEMASIADO completa). Mucho de lo que TENGO que decir, por lo
menos en esta entrada, es de naturaleza personal, por no decir de naturaleza sexual. ¡Ya
no soy esa niñita, como puedes ver! Durante mucho tiempo estuve pensando duramente
sobre si debo anotar esto, hasta que finalmente dije "¡por qué no!" En todo caso,
probablemente nunca lo lea nadie excepto yo, y aun cuando alguien lo lea, ¿con eso qué?
¿Se supone que deba avergonzarme por mi sexualidad en general, o por mi atracción por
el mortalmente guapo Riddley Walker en particular? Creo que por ninguno de los dos
casos. Soy una mujer moderna, me escucho rugir, y no veo ninguna razón para estar
avergonzada de a. mi intelecto b. mis ambiciones de trabajo (que van mucho más allá que
el agujero del culo conocido como Zenith House, créeme) o c. mi sexualidad. Verás, no
tengo miedo de mi sexualidad; no de hablar sobre ella, y ciertamente tampoco de
confesar mucho más que el ocasional paseo por el parque. Todo esto se lo dije ayer a
Herb Porter cuando me enfrentó. El solo recordarlo me fastidia (pero también me hace
reír, tengo que reconocerlo). Como si él tuviera el DERECHO de enfrentarme. Yo ser
Tarzan, tú Jane, y éste ser cinturón de castidad.
Herb entró en mi oficina a eso de las diez y cuarto, sin pedir permiso, cerró la
puerta, y simplemente se quedó allí de pie, mirándome ceñudo.
—Entra, Herb —dije yo—, y por qué no cierras la puerta para que podamos hablar
en privado.
No intentó ni siquiera la insinuación de una sonrisa. Él sólo siguió mirándome
malhumorado. Pienso que se suponía que yo debía sentirme aterrada. Por cierto que Herb
Porter es lo bastante grande como para aterrar; él debe medir un metro noventa y pesar
unos cien kilos, y debido a su color oscuro (ayer por la mañana estaba tan rojo como el
costado de un camión de bomberos, y no estoy exagerando ni un poquito), me preocupa
un poco su presión sanguínea y su corazón. También habla fuerte, aunque yo andaba por
los alrededores cuando comenzó a llegar el correo de odio del General Hecksler, y esas
cartas acobardaron a Herb. De la misma forma se comportó el miércoles, cuando John
sugirió que, contrario a todas las evidencias, el General Hecksler AÚN puede estar vivo.
—Te has estado revolcando con Riddley —denunció Herb. Probablemente debía
suponerse que eso sonara como la acusación de un profeta del Viejo Testamento, pero
surgió en un inexpresivo graznido seco. Se quedó parado junto a la puerta, abriendo y
cerrando las manos. Con su traje verde y la cara roja, parecía un anuncio navideño en el
infierno—. ¡Te has estado revolcando con el maldito CONSERJE!
La semana pasada eso habría bastado para sacarme de mis casillas, pero las cosas
han cambiado por aquí desde entonces. Creo que tomará algo de tiempo acostumbrarse al
Nuevo Orden. De lo que estoy hablando es de TELEPATÍA, mi estimado y pequeño
diario. Por supuesto. PES. Percepción Extra Sensorial. Definitivamente. LECTURA DE
LA MENTE. No hay ninguna duda. En otras palabras, supe lo que Herb tenía en mente
desde el instante en que cruzó la puerta, y eso anuló el alcance del susto.
—¿Por qué no me cuentas el resto? —pregunté.
—No tengo ni idea de qué estás hablando. —Ya estaba hablando con aquel
fanfarroneo marca Herb Porter.
—Sí que la tienes —le aseguré—. El hecho de que esté jodiendo con el conserje te
molesta mucho menos que el hecho de que esté jodiendo con el conserje NEGRO. Un
GUAPO conserje negro.
Esos fueron los primeros jodiendo. Ya los tenía en marcha. Debería sentirme
avergonzada al decirte cuánto lo disfruté, diario, pero no lo estoy.
—El hecho es, Herbert —dije yo— que lo hace como un semental. Semejante
equipo no es propiedad única de los negros, al contrario de lo que piensan los bulos
racistas, pero algunos hombres, blancos o negros, saben usar lo que Dios y la genética les
ha dado. Riddley lo hace. Y ameniza una barabaridad un pesado día en este basurero,
créeme.
—¡No puedes... ¡No puedo... ¡Él no es... —Luego siguió balbuceando. Pero, gracias
al mencionado Nuevo Orden en la vieja Zenith House, ya no hay más frases a medias por
aquí. Para mejor o para peor, cada pensamiento se termina. Lo que yo no podía oír con
mis oídos podía escucharlo en mi mente.
¡No puedes. . . HACER ESTO!
¡No puedo . . . PERMITIRLO!
¡Él no es . . . UNA PERSONA COMO NOSOTROS!
Como si Herb Porter, el Republicano Enfurecido, fuera MI tipo de persona. (Lo es,
por supuesto, de algunas formas importantes: a. es un editor b. ama los libros c. está
compartiendo la extraña experiencia de Vivir Con La Hiedra.)
—Herb —dije.
—¿Qué pasa si te pescas una enfermedad? —expuso Herb—. ¿Qué pasa si le habla a
sus amigos de tí, cuándo están sentados bebiéndose sus CIs?
—Herb —dije.
—¿Y qué pasa si tiene el hábito de la droga? ¿O amigos delincuentes? ¿Y si...
Y hubo algo de dulzura al final de esa frase, algo que hizo que el corazón se me
derritiera un poco. Para ser un Republicano racista, Herb Porter no es realmente un mal
tipo.
¿Y si . . . ES MALO PARA TÍ?
Así fue como acabó la última frase, y después de eso Herb solo se quedó allí de pie
con los hombros caídos, mirándome.
—Ven aquí —le dije, dándole unas palmaditas al sillón que está detrás de mi
escritorio. Yo tenía para revisar alrededor de mil millones de chistes podridos sobre
bebés muertos, sobre monjas ninfómanas, y sobre europeos estúpidos ("Anuncio del
Servicio Público Polaco: ¡Son las diez! ¿Sabe usted que hora es?"), pero en ese momento
me sentí muy cerca de Herb. Sé cuán extraño puede parecerle esto a John, que
probablemente cree que Herb Porter es de otro mundo (del Planeta Reagan), pero Herb
no lo es. Herb Porter no es más que un jodido Terrícola.
¿Sabes qué pienso en realidad? Creo que la telepatía lo cambia todo.
Absolutamente TODO.
—Escúchame —le aclaré—. Lo primero que quiero decirte es que es más probable
que Riddley se pezque algo de mí que yo de él. Según mi opinión, él es la persona más
saludable de esta oficina. Por cierto que está en forma. La segundo es que él es como
nosotros más de lo que tú piensas. Está trabajando en un libro. Lo sé porque un día vi
uno de sus anotadores. Estaba en su escritorio, y lo espié.
—¡Imposible! —exclamó Herb—. ¡La idea del CONSERJE escribiendo un
LIBRO... sobre todo el conserje de ESTE LUGAR... !
—La tercera cosa es que dudo muchísimo que él se siente a beber sus CIs con sus
amigos. Riddley tiene un maravilloso departamentito en Dobbs Ferry, una vez tuve el
privilegio de estar allí, y no creo que en ese barrio sean muchos los que se emborrachen.
—A mí me parece que la dirección de Riddley en Dobbs Ferry es una ficción por
conveniencia —dijo Herb con su más pomposa voz de oh-querida-parecería-que-tengoun-
palo-en-el-culo—. Si te llevó a algún lugar de allí, dudo muchísimo que se tratara de
SU lugar. En cuanto al supuesto libro, ¿cómo empezaría una novela de Riddley Walker?
¿' Vente pa'cá, que quiero conta'te una i'toria?'
Si bien aquello fue extremamente desagradable, lo dijo con muy poca malicia.
Gracias a Zenith, cuya consoladora atmósfera tiene saturadas completamente nuestras
oficinas, supe que lo que Herb realmente sentía entonces era una aturdida sorpresa... e
insuficiencia. Creo que su mente subconsciente ha sido consciente durante mucho tiempo
de que hay más en Riddley de lo que se ve a simple vista. Además tengo razones para
creer que Herb y la insuficiencia van juntos, como el caballo y el carro, como dice la
canción. Al menos hasta ayer. Ésa es la parte a la que estoy llegando.
—La última cosa es esta —le dije (tan suavemente como pude)—. Si Riddley es
malo conmigo, tendré que arreglarlo con él. Y puedo hacerlo. Lo he hecho antes. Ya no
soy una niña, Herb. Soy una mujer adulta. —Y luego agregué:— También sé que has
estado entrando aquí cuando estoy en otra parte y has estado olfateando el asiento de mi
sillón. Realmente creo que esto tiene que terminar, ¿no te parece?
Todo el color desapareció de su rostro, y por un momento creí que iba a desmayarse.
Tengo la impresión de que la telepatía pudo haberlo salvado. Así como supe que él
entraría para acusarme, él supo —aunque con sólo unos pocos segundos de
anticipación— que ahora soy consciente de su pequeña manía. De modo que lo que dije
no fue como si se le precipitara desde un cielo azul totalmente despejado.
Empezó a jadear de nuevo, un poco de color le volvió a la cara... y luego
simplemente se marchitó. Eso hizo que me sintiera mal por él. Cuando los tipos como
Herb Porter se marchitan, no resultan una vista agradable. Imagina una medusa
abandonada sobre la playa.
—Lo siento —dijo, y se volvió para irse—. Lo siento mucho. Hace un tiempo que sé
que tengo... ciertos problemas. Supongo que es hora de buscar ayuda profesional.
Mientras tanto me mantendré alejado de tu camino tanto como sea posible, y te
agradecería que te mantengas fuera del mío.
—Herb —lo llamé.
Él tenía una mano en el tirador de la puerta. No salió, pero tampoco se dio vuelta.
Percibí tanto esperanza como miedo. Dios sabe que él también lo percibió, viniendo de
mí.
—Herb —lo llamé de nuevo.
Nada. El pobre Herb simplemente se quedó allí con los hombros hundidos casi hasta
las orejas, y yo con la certeza de que intentaba duramente no llorar. Las personas que se
ganan la vida leyendo y escribiendo pueden ser muchas cosas, pero ninguna de ellas es
ser inmune a la verguenza.
—Date vuelta —le dije.
Herb permaneció de pie durante un interminable momento, preparándose para la
prueba, y luego hizo lo que le pedí. En lugar de llorar o ponerse pálido, le habían
aparecido tres manchas tan brillantes que parecían rouge, una en cada mejilla y otra
corriéndole por la frente en una gruesa línea.
—Tenemos mucho trabajo para hacer por aquí —dije— y el que pase esto entre
nosotros no ayudará. —Le estaba hablando con mi voz más tranquila y razonable, pero
estaría mintiendo si no dijera que también sentía una cosquillas de excitación
agradablemente sucias en el estómago. Tengo cierta idea de lo que Riddley piensa de mí,
y aun cuando no esté completamente en lo cierto, tampoco está absolutamente
equivocado; admito que tengo ciertos caprichos bastante bajos. Bien, ¿y qué hay con
eso? Algunas personas comen tripas durante el desayuno. Y todo lo que puedo hacer es
remitirme a los hechos. Uno de ellos es este: algo en Sandra Georgette Jackson s
interesó por Herb lo suficiente como para inspirar varias expediciones secretas de
olfatear asientos. Y eso me ha encendido. Hasta ayer nunca pensé en mí como alguien del
tipo Eula Varner, pero...
—¿De qué estás hablando? —preguntó Herb ásperamente, aunque esas manchas de
rojo se estaban extendiendo, desvaneciéndole la palidez. Él sabía perfectamente de qué
estaba hablando. Bien podíamos estar llevando carteles alrededor de nuestros cuellos que
dijeran ¡CUIDADO! ¡TELEPATÍA TRABAJANDO!
—Creo que necesitamos llegar más allá que esto —dije—. De eso es de lo que estoy
hablando. Si sirve de ayuda el que tengas algo conmigo, entonces estoy dispuesta.
—¿Algo así como ingresar a uno nuevo en el equipo, eh? —dijo. Estaba intentando
sonar sarcástico e indecente, pero no me engañó. Y él supo que no me había engañado.
Todo me resultaba delicioso, en una extraña forma.
—Llámalo whatcha wanna —dije—, pero si estás leyendo mi mente tan claramente
como yo estoy leyendo la tuya, sabes que éso no es todo. Estoy... digamos que estoy
interesada. Me siento aventurera.
Todavía intentando sonar indecente, Herb dijo:
—Digamos que tienes ciertos apetitos, ¿no? Jugar al camionero y la autostopista con
Riddley, por ejemplo. O molestar al charlatán de tu compañero Herb Porter.
—Herb —le dije— ¿piensas quedarte allí hablando durante el resto del día, o
quieres hacer algo?
—Es tan solo que tengo cierto problema —dijo Herb. Se mordisqueaba el labio
inferior, y noté que estaba bañado en sudor. Yo estaba encantada. ¿Crees que eso sea
muy malo?—. Se trata de un problema que afecta a los hombres de todo las edades y de
todos los estilos de vida. Es...
—¿Es más grande que una caja de pan, Herb? —dije con mi tono más tímido.
—Bromea todo lo que quieras —dijo Herb malhumoradamente—. Las mujeres
pueden hacerlo, porque tan sólo tienen que quedarse allí quietas y tomarlo. Hemingway
tenía mucha razón.
—Sí, cuando les llega la Dolencia del Pito Flácido, un buen número de eruditos
literarios parecen creer que Papa escribió el libro —dije, ahora en mi tono más perverso.
Herb, sin embargo, no me prestó atención. No creo que haya hablado sobre la impotencia
en toda su vida (los Auténticos Hombres no lo hacen), pero aquí estaba, fuera del armario
y bien vestido de gala para una noche en el pueblo.
—Este pequeño problema, del que tantas mujeres parecen pensar que es divertido,
me ha arruinado la vida —dijo Herb—. Arruinó mi matrimonio, en primer lugar.
Yo pensé: no sabía que estabas casado, y su pensamiento regresó en seguida,
llenando mi cabeza en un instante: Fue hace mucho tiempo, antes de que terminara en
este agujero de mierda.
Nos miramos fijamente, bien grandes los ojos.
—Guau —dijo él.
—Sí —dije—. Sigue, Herb. Y aun cuando no esté hablando en nombre de todas las
mujeres, ésta en particular nunca en su vida se ha burlado de la impotencia.
Herb continuó, un poco más tranquilo.
—Lisa me dejó cuando yo tenía veinticuatro años, porque no podía satisfacerla
como mujer. Nunca la odié por eso; ella dio lo mejor de sí durante dos años. No debe
haber sido nada fácil. Desde entonces, creo que lo he logrado... ya sabes, unas... quizá
tres veces. —Pensé en aquello y mi mente flaqueó. Herb afirma tener cuarenta y tres,
pero gracias a nuestro PES hiedra-inducida, sé que tiene cuarenta y ocho años. Su esposa
lo abandonó en busca de pastizales más verdes (y de penes más tiesos) media vida atrás.
Si él sólo tuvo tres relaciones sexuales exitosas desde entonces, eso significa que
consiguió ponerla cada vez que Neptuno le da una vuelta al sol. Ay, querido, querido,
querido.
—Hay una buena razón médica para esto —dijo él, con mucha seriedad—. De los
diez años a los quince —mis años de desarrollo sexual— fui repartidor de diarios, y...
—¿Ser un diariero te hizo impotente? —pregunté.
—¿Podrías estar callada durante un minuto?
Hice el gesto de una cremallera cerrándome los labios y me acomodé en mi sillón.
Disfruto de una buena historia tanto como cualquiera; casi no he visto tantos en Zenith
House.
—Yo tenía una bicicleta Raleigh de tres velocidades —comenzó Herb—. Al
principio estaba todo bien, y entonces, un día mientras estaba estacionada detrás de la
escuela, algún agujero del culo vino y le sacó el asiento. —Herb hizo una pausa,
dramáticamente—. Ese agujero del culo me arruinó la vida.
Tal cual, pensé yo.
—Aunque —continuó Herb —el miserable de mi padre también tendría que cargar
con parte de la culpa.
Suficiente culpa como para andar repartiendo, pensé. Todos consiguen ayuda salvo
uno.
—Escuché eso —dijo ásperamente.
—Estoy segura de que lo hiciste —dije yo—. Sólo continúa con tu historia.
—La bicicleta estaba evidentemente arruinada, pero ¿acaso me compró ese
miserable una nueva?
—No —respondí—. En lugar de una nueva bicicleta, el miserable te consiguió un
asiento nuevo.
—Así es —dijo Herb, en este punto demasiado inmerso en su propia narración como
para comprender que yo estaba robando todas sus mejores líneas directamente de su
cabeza. Lo cierto es que Herb ha estado contándose esta historia durante muchos años.
Para él, Mi Papá Arruinó Mi Vida Sexual es algo tan cierto como Los Demócratas
Estropearon la Economía y Liberen A Los Adictos Y Termina El Problema De La Droga
En América—. La tienda de bicicletas no tenía un asiento de Raleigh, y ¿podía mi padre
aguardar a que llegara uno? Oh no. Yo tenía diarios para entregar. Además, el asiento sin
marca que el tipo le mostró era diez dólares más barato que el repuesto de Raleigh del
catálogo. Por supuesto, también era mucho más pequeño. De hecho, era un asiento de
bicicleta para pigmeos. Este pequeño triángulo cubierto de vinilo que se te clavaba justo
hasta... bien...
—Justo hasta el fondo —le dije, queriendo ser útil (también queriendo volver a
trabajar en algún momento antes del cuatro de julio).
—Así es —dijo—. Justo hasta el fondo. Durante casi cinco años rodé por Danbury,
Connecticut, con ese maldito asiento de bicicleta pigmea clavándose en la región más
delicada del cuerpo de un joven muchacho. Y mírame ahora. —Herb levantó los brazos y
luego los dejó caer, como para indicar en qué lastimosa y arruinada criatura se había
convertido. Lo cual es bastante cómico, cuando uno considera el tamaño que tiene—. En
la actualidad mi idea de una experiencia física significativa con una mujer consiste en
bajar al Landing Strip, donde le podría poner un billete de cinco dólares en la tanga a una
bailarina.
—Herb —dije—. ¿Logras ponerla dura cuando haces eso?
Él se envaró, y yo vi una cosa interesante: Herb tenía una condenadamente buena
justo entonces. ¡Hubba, hubba!
—Ésa es una asquerosa pregunta personal, Sandra —dijo con un tono de voz grave y
pesado—. Demasiado personal.
—¿Logras ponerla dura cuando te masturbas?
—Déjame contarte un secretito —dijo—. Hay jugadores de básquetbol que pueden
lanzar desde el centro de la cancha, hacer nada más que red hasta que termina la práctica
y suena el timbre. Pero luego cada tiro es un ladrillazo.
—Herb —dije yo—, déjame contarte un secretito. La historia del asiento de
bicicleta ha estado dando vueltas desde que se inventaron las bicicletas. Antes de eso
eran las paperas, o quizá una mirada de reojo de la bruja del pueblo. Y no necesito
telepatía para conocer la respuesta a las preguntas que he estado haciendo. Tengo ojos.
—Y los dejé caer justo en la zona debajo de su cinturón. Para entonces parecía que
tuviera una media de buen tamaño escondida allí.
—No dura mucho —me dijo, y en ese instante pareció tan triste que yo también me
sentí triste. Los hombres son criaturas frágiles, y cuando lo entiendes, descubres que son
como auténticos animales en una jaula de vidrio—. Una vez que comienza la acción, el
Sr. Johnson prefiere ver la vida desde el último escalón. Donde nadie llama la atención y
nadie lo saluda.
—Estás atrapado en un círculo vicioso —dije—. Todos los hombres que sufren de
impotencia crónica lo están. No puedes levantarla porque tienes miedo de no ser capaz de
hacerlo, y tienes miedo de no ser capaz porque...
—Gracias, Betty Freidan —interrumpió—. Lo que pasa es que hay una gran
cantidad de causas físicas de impotencia. Probablemente algún día haya una píldora que
solucione el problema.
—Probablemente algún día haya Holiday Inns en la luna —dije yo—. Y mientras
tanto, ¿no te gustaría hacer algo un poco más interesante que olfatear el asiento de mi
sillón?
Él me miró desdichadamente.
—Sandra —dijo, sin ningún rastro de su acostumbrado fanfarroneo—, no puedo.
Simplemente no puedo. Lo he hecho bastantes veces —he intentado hacerlo, mejor dicho
— como para saber lo que sucede.
Entonces me vino la inspiración... aunque no creo que haya que darle el crédito a él.
Las cosas han cambiado por aquí. Nunca pensé que me alegraría llegar a la oficina, pero
creo que durante el resto del año vendré corriendo en ropa interior con tal de llegar
temprano. Porque las cosas han cambiado por aquí. Destellos que nunca hasta el
momento imaginé me han dominado la mente (y otras partes, también)
—Herb —le ordené—. Quiero que vayas al cubículo de Riddley. Quiero que te
quedes allí y que mires la planta. Y más importante aún, quiero que hagas cuatro o cinco
inhalaciones muy profundas; aspirándolas bien, hasta el fondo de tus pulmones. Quiero
que efectivamente huelas esos olores tan agradables. Y luego vuelve aquí en seguida.
Miró inquieto a través del cristal de mi puerta. John y Bill estaban allí afuera,
hablando en el pasillo. Bill vio a Herb y le hizo un pequeño ademán.
—Sandra, si fuéramos a tener sexo, no me puedo ni imaginar que tu oficina fuera un
lugar...
—Deja que yo me ocupe de eso —dije—. Tan sólo vete allí, y haz unas profundas
inspiraciones. Y luego regresa. ¿Lo harás?
Él lo pensó, y luego asintió renuentemente. Empezó a abrir la puerta, luego miró
atrás.
—Valoro que te preocupes por mí —dijo—, y más aún si se tiene en cuenta que te
hice pasar semejante momento. Solo quería decírtelo.
Pensé en decirle que la generosidad no forma una parte demasiado importante de la
naturaleza de Sandra Jackson —mi motor ya se estaba recalentando para ese entonces—
y decidí que probablemente él ya lo sabía.
—Sólo véte —le dije—. No tenemos todo el día.
Cuando se hubo ido, saqué mi bloc y garrapateé una nota en él: "El cuarto de
señoras del sexto piso suele estar desierto a esta hora del día. Estaré allí los próximos
veinte minutos o así con la falda levantada y la bombacha baja. Un hombre de firme
corazón (o algo firme) podría acopmpañarme". Hice una pausa, luego agregé: "Un
hombre de mediana inteligencia como así de firme corazón podría echar esta nota al
canasto antes de partir hacia el sexto piso."
Subí al seis, donde el baño de mujeres casi siempre está vacío (se me cruzó por la
mente que quizás hoy por hoy no haya ninguna empleada en ese piso del 490 de Park
Avenue South), entré en el excusado del fondo, y me quité ciertas prendas. Entonces
esperé, no muy segura de lo que pudiera pasar a continuación. Y eso es lo que quiero
decir. El alcance de cualquier telepatía que pudiera haber en las oficinas del quinto piso
de Zenith House es aún más corto que el de una estación de FM universitaria.
Pasaron cinco minutos, luego siete. Cuando ya me había convencido de que él no
vendría, rechinó la puerta al abrirse, muy cautelosamente, y una voz muy anti-Porter
susurró:
—¿Sandra?
—Ven aquí, al último —dije yo —y apresúrate.
Llegó y abrió la puerta del excusado. Decir que parecía entusiasmado sería
subestimarlo. Y ya no parecía como si tuviera una media abultándole la parte delantera
de los pantalones. Para entonces se veía más bien como un martillo de albañil de buen
tamaño.
—Gee —le dije, extendiendo la mano para tocarlo—, a lo mejor el efecto de aquel
asiento de bicicleta finalmente se te pasó.
Él empezó a tironear de su cinturón. Se le escapaba entre los dedos. Resultaba un
poco cómico, pero también muy dulce. Le aparté las manos y lo hice yo misma.
—Rápido —jadeó—. Oh, rápido. Antes de que se me baje.
—Este muchacho no se va a ninguna parte —dije, aunque en realidad tenía en mente
cierto sitio de almacenaje a corto plazo—. Relájate.
—Fue la planta —dijo—. El olor... oh Dios mío, el olor... aromatizado y oscuro, de
algún modo... de la misma forma en que siempre imaginé que olerían los campos en
aquel condado sobre el que escribió Faulkner, el del nombre que nadie puede
pronunciar... ¡oh Sandra, por Cristo, la siento como si fuera un tronco!
—Cállate e intercambiemos los lugares —dije—. Tú te sientas y yo...
—Al diablo con eso —dijo, y me alzó. Él es fuerte —mucho más fuerte de lo que
hubiera imaginado— y practicamente antes de que supiera lo que estaba pasando, ya
estábamos en carrera.
En cuanto a carreras de este tipo, no fue ni la más larga ni la más rápida en la que
alguna vez haya participado, pero no estuvo nada mal, sobre todo considerando que Herb
Porter la puso por última vez para la época de la renuncia de Nixon, si es que no me
mintió. Cuando finalmente me la puso, había lágrimas en sus mejillas. Y no sólo eso:
antes de salir él: a. me agradeció y b. me besó. Yo no soy muy apegada a los ideales
románticos, soy más del estilo Dorothy Parker ("las muchachas buenas van al cielo, las
muchachas malas van a todos lados"), pero la ternura me cautiva. El hombre que se
marchó delante mío (haciendo una pausa en la puerta y comprobando ambos caminos
antes de salir) parecía muy diferente del hombre que vino furtivamente a mi oficina con
un lastre en las pelotas y una astilla en el hombro. Ése es el tipo de juicio que sólo el
tiempo puede confirmar, y yo sé muy bien que, por lo general, luego del sexo los
hombres se convierten exactamente en los mismos hombres que eran antes del sexo, pero
tengo esperanzas en Herb. Y nunca quise cambiarle la vida; todo lo que pretendí fue
apartar de entre nosotros tanta mierda como pudiera, para que podamos trabajar como un
equipo. Hasta esta semana, nunca entendí cuánto quería a este trabajo. Cuánto deseaba
que este trabajo fuera un éxito. Si chupársela a aquellos cuatro tipos de Times Square al
mediodía contribuyera a que eso sucediera, iría corriendo hasta Game Day en la calle 53
y me compraría un par de rodilleras.
Me pasé el resto del día trabajando en el libro de chistes. Qué sucio en su concepto,
qué escabroso en su ejecución... y qué éxito va a ser en una Norteamérica que todavía
desea la pena de muerte y que cree en secreto (no todos, pero apostaría a que un
importante número de ciudadanos) que Hitler tuvo una buena idea con las eugenesias. No
escasean estos asquerosos tipos de espíritu malvado, pero lo verdaderamente raro es
cuántos chistes estoy inventando yo misma. ¿Qué cosa es roja y blanca y tiene problemas
para doblar las esquinas? Un bebé con una jabalina atravesada en la cabeza.
¿Qué cosa es pequeña, marrón, y crepita? Un bebé en una sartén.
Una pequeña se despierta en el hospital y dice, "¡Doctor! ¡No puedo sentir mis
piernas!" a lo que el doctor contesta, "Eso es normal en los casos en que amputamos los
brazos."
Estoy siendo grosera por mi propia inventiva. La pregunta es, ¿es mía? ¿O estoy
recibiendo estas ideas del mismo lugar donde Herb Porter hizo su nuevo alquiler de vida
sexual?
No importa. El fin de semana ya casi está aquí. Aparentemente va a ser caluroso, y
si es así voy a irme a Cony Island con mi sobrina favorita, en nuestro rito anual de
primavera. Un par de días alejada de este lugar puede ayudar a poner todas los asuntos en
perspectiva. Y tengo la deuda con Riddley la semana próxima. Espero poder consolarlo
en este momento de duelo tanto como me sea posible.
Escribir un diario personal me recuerda lo que el viejo Doc Henry dijo luego de
darme la inyección antitetánica cuando tenía diez años: "¿Viste, Sandra, que no era tan
terrible?"
Para nada. Para nada.
de la oficina del editor en jefe
A: John
FECHA 3/4/81
MENSAJE: En cuanto terminé de leer tu Informe del Manuscrito hice dos llamadas. La
primera fue a ese astuto joven empresario y magnífico tipo, Harlow Enders. Le arrojé un
globo de prueba, comentándole sobre un posible libro de tapa dura editado por Zenith
House, y a pesar de usar una frase que pensé que atraería su presunta imaginación (si te
lo estás preguntando, fue "El Suceso de la Publicación"), él en seguida me lo tiró abajo.
La razón que planteó fue que no tenemos la infraestructura necesaria para publicar en
tapa dura, ni en Zenith ni en el inmenso mundo de Apex Corporation, aunque ambos
sabemos bien de qué se trata. El auténtico problema es la falta de confianza. Bien,
perfecto, okay.
La segunda llamada fue a Alan Williams, el editor en jefe de Viking Press. Williams
es uno de los mejores en el mercado, y ahorra tu sucia ("¿Entonces cómo lo conoces?")
pregunta. La respuesta es: del torneo de pelota-paleta del New York Health Club, donde
los dioses del azar nos reunió hace tres años. Desde entonces jugamos de vez en cuando.
Alan dice que si la novela de Saltworthy es tan buena como aseguras que lo es, entonces
quizás podamos cerrar un trato de tapa blanda-a-dura, con Viking lanzando la versión en
tapa dura y Zenith la de bolsillo. Sé que no es precisamente lo que pretendíamos, John,
pero considéralo de la siguiente manera: ¿alguna vez en tu vida creiste que podría llegar
el día en que publicaríamos la edición de bolsillo de un libro de Viking Press? ¿El
pequeño Zenith? Y en cuanto al cínico señor Saltworthy, creo que se podría decir que le
ha cambiado la suerte, y con creces. Podríamos haberle girado 20,000 dólares, y eso sólo
si hubiéramos logrado subir entusiástamente a Enders a bordo. Con Viking como
compañero, somos capaces de anotarle a este tipo un adelanto de 100,000 dólares. Ése es
mi sueldo de casi cuatro años.
Williams quiere ver el manuscrito. Tan pronto como sea posible. Llévale tú mismo
una copia a sus oficinas de Madison Avenue. Pónle un título que diga algo como LA
ÚLTIMA ESTACIÓN, por John Oceanby. Discúlpame por tanta capa y espada, pero
Williams cree que es necesario, y yo también.
Roger
PD: Hazme una copia para que pueda llevármelo a casa para leerlo durante el fin de
semana, ¿de acuerdo?
memorándum de oficina
A: Roger
DE: John
REF: "LA ÚLTIMA ESTACIÓN," por "John Oceanby"
¿Quiere decir que pusiste todo esto en movimiento sin leer el libro? Eso me quita la
respiración.
John
de la oficina del editor en jefe
A: John
FECHA: 3/4/81
MENSAJE: Eres mi hombre, John. Puede que de vez en cuando hayamos tenido nuestras
diferencias, pero nunca, ni una sola vez, he dudado de tu juicio editorial. Si dices que
éste es el libro, entonces lo es. Con respecto a eso, la hiedra no hace la diferencia. Eres
mi hombre. Y aunque probablemente no necesite decírtelo, lo haré: nada de contactar a
James Saltworthy hasta que tengamos noticias de Alan Williams. ¿Estamos?
Roger
memorándum de oficina
A: Roger
DE: John
REF: Voto de confianza
Decir que estoy conmovido por tu confianza en mí no lo describe adecuadamte, jefe.
Sobre todo después de la metida de pata con Detweiller. Lo cierto es que estoy sentado
aquí en mi escritorio y fastidiosamente cerca de lloriquear sobre el papel secante. Todo
será como tú dices. Mis labios están sellados.
John
PD: ¿Sabías, no, que Saltworthy ya le debe haber enviado el libro a Viking?
de la oficina del editor en jefe
A: John
FECHA: 3/4/81
MENSAJE: Primero, nada de andar lloriqueando sobre el secante; los secantes cuestan
dinero, y, como ya sabes, ahora todos los gastos deben remitirse a la compañía semana a
semana (si necesitáramos otra señal de que El Final Se Acerca, por cierto que ésa lo es).
Llora en tu cesto... o vete al antiguo cuarto de Riddley y riega a la planta con tus
agradecidas lágrimas.
(Sí, sé perfectamente bien que nadie le está prestando la más mínima atención a mi
firme recomendación de que nos mantengamos alejados de la hiedra. Supongo que podría
ponerlo por escrito, pero no sería más que una pérdida de tinta. Especialmente si se tiene
en cuenta que yo mismo he estado allí una o dos veces, respirando profundamente y
obteniendo inspiración.)
Segundo, ¿cómo puedes llamar al asunto de Detweiller una metida de pata,
considerando cómo resultaron las cosas? Harlow Enders y Apex no tienen forma de saber
que estamos preparados para doblar la esquina hacia un glorioso futuro, ¡pero nosotros sí
lo sabemos!
Tercero, Alan Williams registró los archivos allí. El Último Sobreviviente
supuestamente fue leído (o examinado, o quizás sólo lo cambiaron del sobre en el que
llegó al que lo devolvieron) y rechazado en noviembre de 1978. El editor que lo rechazó
fue un tal George Flynn, que dejó la editorial hace un año para poner su propio negocio
de impresión en Brooklyn. Según AW, y lo cito, "George Flynn tenía las antenas
editoriales de un nabo."
Cuarto, no le des el manuscrito a LaShonda. Haz tú mismo las copias, y recuerda lo
del título falso.
Quinto (estoy dispuesto a un quinto, créeme), por favor no más memos, por lo
menos hasta la tarde. Se que dije "todo por escrito" de aquí en adelante, pero me está
empezando a doler la cabeza. Recibí uno de Bill que ni siquiera he mirado.
Roger
memorándum de oficina
A: Roger
DE: Bill Gelb
REF: Posible Bestseller
Nos pediste ideas, y se me acaba de ocurrir una que podría servir, jefe. Me cruzé
hasta lo de Smiler's hoy a la mañana temprano (una advertencia: esa estúpida mujer con
la guitarra todavía está enfrente; espero que si llega a rehabilitarse e institucionalizarse,
el juez la envíe a una escuela de música) y revisé su stand de libros de bolsillo. Lo tiene
bastante bien surtido (es decir, muchos Libros de Bolsillo, Signets, Avons, Bantams, y
nada de Zeniths Houses, excepto por un polvoriento ejemplar de Viento Flotante que
publicamos hace 2 años). Conté cinco libros de no ficción, que trataban sobre los aliens
y/o platillos voladores, y seis sobre las inversiones en el mercado accionario de la Era
Reagan. Mi idea es: supongamos que combinamos ambos temas.
En esencia, el concepto es el siguiente: un accionista es raptado por pequeños
hombrecitos grises, al que primero le leen las ondas cerebrales, le extraen sangre de sus
cavidades nasales, y le sondean el ano; material standard, en otras palabras: si-estás-allí
te-hacen-eso. Pero luego, para recompensarlo por las molestias, ellos le brindan
información accionaria basada en su conocimiento seguro del mercado, obtenido en
viajes al futuro más rápidos que la luz. La mayor parte sería material zen como "Nunca
construyas tu túmulo con ladrillos viejos" o "Las estrellas antiguas ofrecen la mejor
navegación." Toda esta mierda estaría condimentada, sin embargo, con algunos consejos
más prácticos como "Nunca vendas bajo en un mercado en alza" y "A la larga, el poder y
las pequeñas acciones siempre suben." Podríamos llamarlo Inversión Alienígena. Sé que
al principio la idea parece un poco chiflada, pero ¿quién habría imaginado que pudiera
existir un exitoso bestseller llamado El Zen y el Arte del Mantenimiento de las
Motocicletas?
Incluso tengo un escritor en mente: Dawson Postlewaite, más conocido como Nick
Hardaway, el mismísimo Macho Man. El mercado accionario es el hobby de Dawson
(mierda, es su manía, que lo mantiene pobre y por esa razón en nuestro establo) y creo
que hasta lo haría gratis.
¿Qué te parece? Y siéntete libre de decirme que estoy chiflado, si eso es lo que
piensas.
Bill
de la oficina del editor en jefe
A: Bill Gelb
FECHA: 3/4/81
MENSAJE: No creo que estés chiflado. No más que el resto de nosotros, en definitiva. Y
es un gran título, es casi un tómalo-y-échale-un-vistazo garantizado en un stand de libros
de bolsillo. Por el momento, Inversión Alienígena tiene luz verde. Casi puedo ver en la
tapa una fotografía de la Bolsa de Valores con un extraterrestre en el medio, disparando
rayos cósmicos (verdes, como el color del dinero) desde sus grandes ojos negros. Pon a
trabajar en seguida a Postlewaite. Sé que tiene fecha límite para Fresno Firestorm, pero
veré que consiga la prórroga necesaria.
R.
¡MIENTRAS ESTABAS FUERA!
Llamada de Riddley Walker
Para Roger Wade
Fecha 3 de abril de 1981
Hora 12:35 PM
MENSAJE Riddley volverá el miércoles o el jueves de la semana próxima. Solucionar
los asuntos de su madre le tomó mucho más tiempo del que pensaba; tiene dificultades
con su hermano y hermana. Especialmente con la hermana. Le pide que riegue usted la
planta pero que no le diga a J. Kenton que está haciéndolo. Dice "la hiedra hace q'el
muchacho se ponga mucho nervioso." Signifique lo que signifique.
Mensaje tomado por LaShonda
Del Diario Personal Grabado de Roger Wade, Cassette 1
Hoy es viernes tres de abril. Por la tarde. Bill Gelb ha propuesto una idea. Y es muy
buena, para colmo. No me sorprende. Dado todo lo que está pasando, el esplendor que
tenemos por aquí casi es una conclusión previsible. Cuando volví del almuerzo... con
Alan Williams... qué tipo macanudo es, y no lo digo porque me haya invitado a Onde's,
un lugar que arruinaría mi magra cuenta de gastos del mes... pero en fin, cuando volví
observé una cosa divertida. Bill Gelb estaba sentado en su oficina con los dados rodando
sobre el escritorio. Estaba demasiado concentrado como para notar mi presencia. Los
hacía rodar, anotaba algo en uno de esos blocs legales en miniatura, luego los hacía rodar
de nuevo, y luego otra anotación. Desde ya, todos nosotros sabemos que él tira los dados
con Riddley en cada oportunidad en que puede hacerlo, pero Riddley está en Alabama y
no regresará hasta mediados de la semana próxima. ¿Así que para qué lo estaría
haciendo? ¿Para no perder la práctica? ¿Estaría probando algún nuevo método? Todos
los jugadores tienen sus propios métodos, ¿no? Sólo el diablo lo sabe. Él tuvo una gran
idea... Inversión Alienígena... y que merece un poco de tiempo del editor excéntrico.
Herb Porter se ha pasado todo el día con una sonrisa grande y tonta en el rostro. Está
siendo realmente agradable con la gente. ¿A qué, en el nombre de Dios, puede deberse?
Como si yo no lo supiera, niuck-niuck-niuck.
Pero no interesan ni Bill ni Herb. Tampoco importan los muslos calientes de Sandra.
Tengo otra cosa más interesante en la que reflexionar. Cuando volví del almuerzo había
un aviso rosa de los de MIENTRAS ESTABAS FUERA sobre mi escritorio. Riddley
llamó y LaShonda tomó el mensaje. Dice que no regresará hasta el próximo miércoles
por lo menos, porque solucionar los asuntos de su madre le está llevando mucho más
tiempo del que supuso. Pero ésa no es la parte interesante. LaShonda escribió, y yo la
cito, "Tiene dificultades con su hermano y hermana. Especialmente con la hermana". ¿Es
posible que Riddley le contara eso? Ellos nunca parecieron particularmente amigables,
de hecho siempre he tenido la impresión de que LaShonda considera que Riddley está
muy por debajo de ella, quizá porque cree en el acento de Amos'n Andy... a pesar de que
es un poco dificil de tragar. Aunque más que nada creo que se debe a que él viene a
trabajar con su desgastado guardapolvo gris y ella siempre se presenta vestida como para
un nueve... y algunos días como para un diez.
No, no creo que Riddley le contara algo sobre tener problemas con sus hermano y
hermana. Creo que L. simplemente... lo supo. Zenith no llega hasta el área de recepción;
hasta ahora el ajo parece estar funcionando y la planta se está extendiendo
principalmente en la otra dirección... hacia el extremo del pasillo y la ventana que mira
hacia el pozo del edificio... aunque su influencia puede haber alcanzado el área de
recepción.
Creo que LaShonda le leyó la mente. Se la leyó a través de dos mil quinientos
kilómetros de comunicación telefónica. E incluso sin saberlo. Tal vez esté equivocado
pero...
No, no estoy equivocado.
Porque le estoy leyendo la mente, y lo sé.
[Pausa de cinco segundos en la cinta]
Uauu, Jesús.
Jesucristo, esto es grande.
Ésto es jodidamente grande.
Del Diario de Bill Gelb
3/4/81
Aunque esta noche esté en mi departamento, mi mente ya está pensando en
Paramus, New Jersey, en la noche de mañana. Allí los sábados hay una partida de poker
que dura toda la noche, con apuestas bastante altas, vinculada con la Hermandad Italiana,
si es que entiendes lo que quiero decir. Por lo que oído, el juego es de Ginelli (pertenece
al grupo de la mafia que es dueño de Four Fathers, a dos manzanas de aquí). Sólo he
pasado por allí un par de veces y perdí hasta la camisa en ambas ocasiones (y pagué,
también; con los señores italianos no se jode), aunque tengo el presentimiento de que
esta vez las cosas van a cambiar.
Hoy, en mi oficina, luego de que R.W. le diera el visto bueno a mi idea del libro
(Inversión Alienígena va a vender 3 millones de copias por lo menos, no me preguntes
cómo lo sé pero así es), saqué mis dados del cajón del escritorio donde los guardo y
empecé a tirarlos. Al principio apenas le prestaba atención a lo que hacía, pero luego lo
estudié algo más de cerca y, mierda santa, no pude creer lo que estaba viendo. Me
conseguí un block de contaduría y anoté los cuarenta resultados de cuarenta tiradas.
Treinta y cuatro sietes.
Seis onces.
Ningún ojo de serpiente, ni un solo vagón. Ni siquiera un solo punto.
Ensayé el mismo experimento aquí en casa (de hecho, tan pronto como atravesé la
puerta), no muy seguro de que funcionara porque la telepatía no se extiende más allá del
quinto piso del 490 Park. Lo cierto es que puedes sentir como se agota cada vez que bajas
(o subes) en el ascensor. Se escurre como agua vaciéndose por un fregadero, y te deja
una sensación de tristeza.
Sin embargo, esta noche, tirando cuarenta veces los dados en la mesa de mi cocina
salieron veinte sietes, seis onces, y catorce "puntos"; en otras palabras, combinaciones
que suman tres, cuatro, cinco, seis, ocho, nueve, y diez. Ningún ojo de serpiente. Ningún
vagón. La suerte no es tan poderosa lejos de la oficina, pero veinte sietes y seis onces son
bastante asombrosos. Lo más sorprendente de todo es que no me salió crap ni una sola
vez, ni en el 490, ni tampoco aquí en casa.
¿Andaré así de bien con las cinco cartas cuando esté del otro lado del Hudson, o
mucho mejor todavía?
Sólo hay una forma de averiguarlo, nene. Esperar hasta mañana por la noche.
Apenas puedo creer lo que está pasando, pero no existe la más mínima duda de que
realmente está sucediendo. Roger sugirió que nos mantengamos apartados de la planta, y
eso sí que fue una broma. Lo mismo podría haber insinuado que la marea no sube, o que
Harlow Enders no es un pelotudo. (Enders es un fanático de Robert Goulet. Lo único que
tienes que hacer para saberlo es observarlo).
Me encontré vagando hacia el armario de Riddley una o dos veces por hora, durante
todo el día, tan sólo para tomarme un buen respiro aclarador de cerebro. A veces huele
como palomitas de maíz (el Teatro Nordica, donde me toqué por primera vez... no le
conté esa parte a los demás aunque, dadas las actuales circunstancias, estoy seguro de
que ya deben saberlo), otras veces huele a césped recién cortado, otras como Aceite
Wildroot Crème, que es lo que yo siempre quería que el barbero me aplicara en el pelo
como toque final cuando no era más que un muchacho. En varias ocasiones los demás ya
estaban allí cuando yo llegaba y, justo antes de irnos, todos nos volvíamos al mismo
tiempo, parados lado a lado y respirando profundamente, acumulando esos agradables
aromas —y buenas ideas, tal vez— para el fin de semana. Supongo que le habríamos
parecido alegres a un intruso, como una caricatura muda del New Yorker
(¿necesitaríamos palabras para ser graciosos? Creo que no), pero créeme, allí no había
nada divertido. Nada atemorizante, tampoco. Era agradable, eso es todo. Lisa y
llanamente agradable.
¿Es adictivo aspirar a Zenith? Supongo que debe serlo, pero no se siente como una
adicción dura o esclavizante ("esclavizante" puede ser una palabra desacertada, pero es la
única que se me ocurre). No es como el hábito del cigarrillo, por ejemplo, o la afición a
la marihuana. La gente dice que la marihuana no es adictiva, pero luego de mi primer año
en Bates lo entendí mejor; esa mierda casi hizo que me suspendan. Pero repito, esto no
es lo mismo. No parezco extrañarla cuando estoy lejos de ella, como lo estoy ahora (al
menos no todavía). Y en el trabajo tengo la indescriptible sensación de ser uno con mis
compañeros. No sé si llamarlo telepatía, exactamente (Herb y Sandra lo hacen, John y
Roger parecen un poco menos seguros). Se parece más a cantar en armonía, o a caminar
juntos en un desfile, paseando a paso tendido. (No marchando, sin embargo, no se siente
tan organizado.) Y aunque tanto John como Roger, Sandra, y Herb se fueron por caminos
separados por el fin de semana y estaremos todos lejos de la planta, aún me siento en
contacto con ellos, como si pudiera extender la mano y conectarme si realmente lo
quisiera. O si lo necesitara.
Ahora el cuarto del correo está casi completamente vacío de manuscritos, lo cual es
algo condenadamente bueno porque ahora está casi completamente saturado de Zenith. Z
también se ha desparramado por las paredes del corredor, aunque mucho más densamente
en dirección sur, es decir hacia el pozo y la parte trasera del edificio. Para la otra
dirección enroscó sus amistosos (nosotros asumimos que son amistosos) zarcillos
alrededor de las puertas de Sandra y de John, que está ubicada enfrente de la de ella, pero
hasta allí fue lo más lejos que había progresado a las cuatro de la tarde, que fue cuando
me marché. Parece razonable asumir que la Barfield tenía razón cuando dijo que el ajo y
el hedor —al que nosotros, meros humanos, no podemos soportar durante demasiado
tiempo— lo retrasaría, al menos en aquella dirección. Al sur del armario del conserje y
del cuarto del correo, sin embargo, el corredor está camino a convertirse un sendero
selvático. Hay Z por las paredes (está ocultando las cubiertas de libros enmarcadas, lo
cual es todo un alivio), y también hay enormes manojos de Z-hojas colgantes. También
ha producido varias Z-flores azul oscuro que tienen su propio y agradable olor. Se parece
a la cera ardiente (un olor que asocio con las velas de las calabazas de Hallowen de mi
juventud). Nunca he visto flores creciendo en una hiedra, pero ¿qué puedo saber yo sobre
plantas? La respuesta es no demasiado.
Hay una ventana reforzada con malla de alambre que mira hacia el pozo del edificio,
y Z también ha empezado a crecer allí, con todas las hojas (y flores) apuntando al sol.
Herb Porter dice que vio cómo una de esas hojas atrapaba a una mosca que se estaba
arrastrando por el vidrio de la ventana. ¿Locura? ¡Indudablemente! Pero: ¿locura
verdadera o falsa? Verdadera, creo, que hace pensar en las desagradables posibilidades
que ofrece el hecho de acercarse para respirar aquellos deliciosos olores. Pero no quiero
preocuparme por eso este fin de semana.
Adonde yo quiero ir este fin de semana es a Paramus.
Quizá con una parada en mi OTB local como buena medida.
Probablemente no debería decirlo, pero ¡Dios! ¡Esto es más divertido que Studio 54!
De los diarios de Riddley Walker
4/4/81
12:35 DE LA NOCHE
A bordo del Silver Meteor
Pregunta: ¿Estuvo Riddley Pearson Walker alguna vez en su vida tan desconcertado,
tan descorazonado, tan agitado, tan absolutamente triste?
Creo que no.
¿Alguna vez Riddley Pearson Walker sufrió una semana más difícil en sus veintiséis
años de vida?
Sin duda que no.
Estoy a bordo del Tren 36 de Amtrak, dirigiéndome a Manhattan con al menos tres
días de anticipación. Nadie sabe que estoy llegando, pero después de todo, ¿a quién le
importa? ¿A Roger Wade? ¿A Kenton, quizás? ¿A mi casero?
Busqué un avión que saliera de B'ama, pero no había asientos disponibles hasta el
domingo. No podía obligarme a permanecer en Blackwater —o en cualquier otra parte al
sur de la línea Mason-Dixon—todo ese tiempo. Por eso viajo en tren. Y por eso es que,
con el sonido de los ronquidos a mi alrededor, y a pesar del movimiento oscilante del
vagón en los rieles, estoy escribiendo este diario. No puedo dormir. Quizás pueda hacerlo
cuando vuelva a Dobbs Ferry en algún momento de esta tarde, pero la tarde parece toda
una eternidad. Recuerdo la narración de presentación de aquella vieja serie de TV, El
Fugitivo. "Richard Kimball mira por la ventana y sólo puede ver la oscuridad," William
Conrad lo decía cada semana. Luego continuaba, "Pero en esa oscuridad, el Destino
mueve su mano colosal." ¿Will, esa mano colosal me controla a mí? No lo creo. No le
temo. A menos que haya un destino en la hiedra de John Kenton, ¿y cómo puede el
destino —o El Destino— habitar en una planta tan pequeña y vulgar? Qué idea loca.
Sólo Dios sabe qué pudo ponerla en mi cabeza.
Mi recibimiento en Blackwater fue calurosa sólo por parte de los McDowells; mi tío
Michael y mi tía Olympia. La hermana Evelyn, la hermana Sophie, la hermana Madeline
(siempre fue mi favorita, lo cual hace que esto me duela tanto), y el hermano Floyd se
comportaron todos fríos, reservados. Hasta la tarde del viernes me dediqué a las
distracciones que brinda el desconsuelo, y nada más. Indudablemente sobrellevamos bien
los dolorosos rituales del entierro. Mamá Walker descansa al lado de mi padre, en el
cementerio del pueblo. En la fracción negra del cementerio del pueblo, ya que allí las
normas de la discriminación se mantienen tan firmes como siempre, no como si existiera
una ley escrita si no como lo que son: las leyes de la costumbre familiar; ni dichas, ni
impresas, pero tan poderosas como las lágrimas y el amor.
Fuera de mi ventana puedo ver una luna llena montada serenamente en el cielo del
sur, una luna como un dólar de plata color panqueque. Así la llamaba Mamá, y esta
noche ha salido sin ella. Por primera vez en sesenta y dos años la luna llena ha salido sin
ella. Estoy aquí sentado, escribiendo, y puedo sentir cómo las lágrimas me resbalan por
las mejillas. ¡Oh Mamá, cuánto lloro por tí! ¡Tal como lo hacía de pequeño, aquel que los
blancuchos llamaban negrito triste, como aquel chico e'toy llorando! ¡Esta noche soy un
verda'ero negro de Stephen Foster! ¡Siuro! ¡Mamá en el helado'lado'lado suelo! ¡Sí
se'ora!
También estoy alejado de mis hermanas y hermano. ¿Dónde me enterrarán, me
pregunto? ¿En qué tierra desconocida?
Sin embargo, logró brotar. Toda la amargura. ¿Y el odio? ¿Fue odio lo que vi en sus
ojos? ¿En los ojos de mi estimada Maddy? ¿La que me llevaba de la mano cuando
íbamos a la escuela, y quien me consolaba cuando los demás me fastidiaban y me
llamaban negro triste o encías tristes o Pequeño Heinie por culpa de aquella vez en
primer grado en que se me cayeron los pantalones? Desearía decir no y no y no, pero mi
corazón me niega ese no. Mi corazón me dice que lo vi. Mi corazón dice sí y sí y sí.
Esta tarde hubo una reunión familiar en la casa, el último acto del tristemente
prosaico drama que comenzó con el ataque cardíaco de Mamá del día 25. Michael y
Olympia fueron los organizadores y anfitriones. Empezó con el café, pero pronto el vino
estuvo circulando en el salón y algo un poco más fuerte en el porche de la parte trasera.
No vi ni a mi hermano ni a ninguna de mis hermanas en la casa, así que fui a ver al
porche. Floyd estaba allí, tomándose un pequeño vasito de whisky y "memoreando" (la
expresión que usaba Mamá cuando hablaba de los recuerdos) con algunos de sus primos,
con Orthina y Gertrude, de su círculo de libros (ambas señoras muy decorosas, pero
indudablemente borrachas), y con Jack Hance, el marido de Evvie. No había señales de la
propia Evvie, ni de Sophie, ni de Madeline.
Anduve buscándolas, preocupado de que no se encontraran bien. Sus voces
finalmente me llegaron desde arriba, desde el cuarto al final del pasillo donde Mamá
durmió sola los últimos doce años, desde que murió Pop. Estaban murmurando; también
se escuchaban suaves risas. Me dirigí hacia allí, con mis pasos amortiguados por la
espesa alfombra del pasillo, teniendo una pequeña "memoración": recordé las amargas
quejas de Mamá sobre esa espesa alfombra y sobre cómo dejaba ver toda la suciedad.
Ella nunca la cambió. Cómo desearía que hubiera podido. Si ellas me hubieran
escuchado llegar —tan sólo el simple sonido de mis pasos aproximándose— todo podría
haber sido diferente. No es tan fácil, por supuesto; la aversión es aversión, el odio es
odio, esas suposiciones son como mínimo cuasi-empíricas, lo sé. Es de mis ilusiones de
lo que estoy hablando. Mis ilusiones en lo concerniente el afecto de mi familia, mis
creencias en lo que ellos pensaban de mí: el valiente Riddley, el graduado de Cornell que
ha soportado una larga serie de trabajos indignos, con el cuerpo en funcionamiento
mientras la mente le permanece libre y despejada y capaz de continuar trabajando en el
Gran Libro, una especie de fin de siecle del Hombre Invisible. ¡Cuan a menudo he
invocado al espíritu de Ralph Ellison! En una oportunidad incluso me atreví a escribirle,
y recibí una amable y alentadora respuesta. Cuelga enmarcada en la pared de mi
departamento, por encima de mi máquina de escribir. Nadie sabe si seré capaz de seguir
adelante después de esto... y no obstante siento que debo seguir. Porque sin el libro, ¿qué
me queda? ¡Na'más qu'el mango de la escoba! ¡La lata de cera Johnson pa'l piso! ¡El
escurridor pa'las ventanas y el cepillo pa'los tualéts! ¡Siuro!
No, el libro tiene que continuar. A pesar de todo, y debido a todo, este libro tiene
que continuar. En un sentido muy real, es todo lo que tengo. Bien. Ya tuvimos suficientes
lloriqueos de bebé. Empecemos.
Ya me he referido a la lectura del testamento y última voluntad de Mamá que se
llevó a cabo el día entre el de su velorio y el de su entierro, y de cómo Law Tidyman, su
amigo de toda la vida, lo registró para poder darlo a conocer en sus propias palabras. En
ese momento me pareció un poco extraño (aunque no lo dije ya que estaba cansado y
sacudido por el dolor, estados de notable semejanza) que Mamá le hubiera pedido a Law
que lo haga, así fuera un viejo amigo o no, en lugar de decírselo a su propio hijo, quien
actualmente es considerado uno de los mejores abogados de cualquier color, al menos en
esta parte de Birmingham. Ahora quizás lo comprendo un poco mejor.
En su testamento, Mamá reveló que quería "que todo el dinero en efectivo, del que
tengo un poco, vaya al Fondo de la Biblioteca de Blackwater. Todos los artículos
negociables, de los que todavía me quedan algunos, deben venderse por mi albacea al
máximo precio aprovechable dentro de los veinte meses siguientes a mi muerte, y todos
los beneficios donados al Fondo Becario de la Escuela Secundaria de Blackwater, con la
condición de que cualquier beca resultante, la que podría llamarse Becas Fortuna Walker
si el Comité resolviera honrarme, debe ser otorgada sin tenerse en cuenta raza o religión,
puesto que durante toda mi vida, yo, Fortuna Walker, he opinado que los Blancos son tan
buenos como los Negros, y que los Católicos son casi tan buenos como los Bautistas del
Sur."
¡Cómo nos reímos entre dientes de ese ejemplo casi perfecto de su ingenio! Pero
esta tarde no hubo risas. Por lo menos, no después de que mis hermanas me miraran
desde la cama, donde estaban sentadas, y me vieran parado en la puerta, angustiado.
Para entonces ya había visto todo lo que necesitaba ver. "Cualquiera que esté un
paso por encima de ser un idiota sabe de qué se trata," como sin duda habría dicho
Mamá; sigo con las memoraciones. Y lo que vi en la alcoba de mi madre muerta quedará
grabado en mi memoria hasta que cesen las propias memoraciones.
Los cajones de su cómoda estaban abiertos, todos. Sus permanencias todavía
seguían en algunos, aunque varias de sus blusas y polleras colgaban por sobre los bordes,
dejando de manifiesto que todo había sido revuelto y manoseado; hasta un idiota podía
notarlo. Pero las cosas que habían estado en los dos cajones del fondo habían sido
extraídas y desparramadas de cualquier modo sobre su alfombra rosada, la que nunca
había mostrado suciedad porque a nada que fuera sucio se le permitía la entrada en ese
tranquilo cuarto. Al menos hasta la tarde pasada, cuando ella ya estuvo muerta y no pudo
impedirlo. Lo que lo hizo peor, lo que hizo que me resultaran tanto piratas como
saqueadores, fue el hecho de que allí estuvieran tirados sus prendas íntimas. La ropa
interior de mi madre muerta, el infierno esparcido para desayuno de sus hijas, que
hicieron que Lear me pareciera amable en comparación.
¿Soy demasiado cruel? ¿Un virtuoso de mí mismo? Ya no lo sé. Lo único que sé es
que mi corazón se desangra y mi cabeza aúlla de confusión. Y sé lo que vi: sus cajones
abiertos, sus combinaciones y bragas y sus impecables fajas Playtex desparramadas por
el suelo. Y ellas en la cama, riendo, con una caja de estaño rojo frente a ellas, sobre el
cobertor; una caja roja con su tapa de Sweetheart Girl separada y puesta a un lado. Había
estado llena de dinero y joyas. Ahora se encontraba vacía y eran sus manos las que
estaban repletas de los billetes y herencias de Mamá. ¿Cuál habría sido el valor? Tal vez
no fuera una gran suma, pero sin duda nada despreciable; algunos de los alfileres y
broches podrían ser cachivaches para vestidos, pero distinguí dos anillos cuyas piedras
eran, según la misma Mamá, de diamantes. Y Mamá no mentía. Uno de ellos era su anillo
de compromiso.
Eso pasó un minuto antes de que me descubrieran. Yo no dije nada; estaba
literalmente mudo de la impresión.
Evelyn, que parece joven a pesar de su pelo gris y de ser la más vieja, tenía las
manos colmadas de viejos billetes de diez y de cinco, olvidados por mi madre con el
correr de los años.
Sophie contaba con sus enérgicos dedos papeles de aspecto oficial que podrían ser
certificados accionarios o depósitos de tesoro, apresurados como los de un cajero de
banco listo para cerrar su caja por el fin de semana.
Y mi hermana más joven, Maddy. Mi ángel guardián de la escuela. Sentada con sus
palmas repletas de perlas (probablemente ilustradas, se lo concedo) y de pendientes y
collares, clasificándolos, tan absorta como un arqueólogo. Eso fue lo que más me hirió.
Ella me abrazó y lloró contra mi cuello cuando bajé del avión. Ahora seleccionaba el
material bueno del falso entre las posesiones de su madre muerta, sonriendo como un
ladrón de joyas tras un robo exitoso.
Todas sonreían sinceramente. Todas reían.
Evvie tomó el dinero y dijo:
—¡Aquí hay más de ocho mil! ¡Cómo va a gritar Jack cuando se lo cuente! Y
apuesto a que no es todo. Apuesto...
Entonces notó que Sophie ya no la miraba, ni sonreía. Evvie volvió la cabeza, y
Madeline también lo hizo. El color abandonó las mejillas de Maddy, dándole un aspecto
aturdido.
—¿Y cómo pensaban dividírselo? —me escuché preguntar con una voz que no
sonaba como la mía, en absoluto—. ¿En tres partes? ¿O Floyd también está metido en
esto?
Y de atrás mío, como si hubiera estado esperando una señal, el mismo Floyd dijo:
—Floyd está metido en esto, hermanito. Oh sí, de verdad. Fue Floyd quien les dijo a
las señoras cómo era esa caja y donde podía estar. La vi el invierno pasado. Se le escapó
a mamá mientras tenía uno de sus arrebatos. Pero tú no sabes nada sobre sus arrebatos,
¿verdad?
Me di vuelta, sobresaltado. Por el olor a whisky en el aliento de Floyd y el matiz
rojo oscuro en los bordes de sus ojos, lo poco que le había visto beber en el porche no
fue lo primero del día. Ni lo tercero, ya que estamos. Me empujó hacia el interior de la
habitación, y le dijo a Sophie (siempre fue su favorita):
—Ewie tiene razón; tiene que haber más. Creo que en esa caja está la mayor parte,
pero no es todo, sin duda.
Se volvió hacia mí y dijo:
—Ella era como una manada de ratas. En eso fue en lo que se convirtió en los
últimos años. O una de las cosas en que se convirtió, en cualquier caso.
—Su testamento... —empecé a decir.
—Su testamento, ¿qué hay con él? —preguntó Sophie. Dejó caer sobre el
cubrecama los papeles que había estado examinando, haciendo un gesto de desprecio con
sus pequeñas manos marrones, como si se desentendiera de todo el asunto—. ¿Te piensas
que tuvimos una oportunidad de hablar con ella sobre eso? Nos dejó afuera. Mira a quién
le hizo preparar su última carta. ¡A Law Tidyman! ¡A ese viejo Tío Tom!
El desprecio con el que lo dijo me sacudió profundamente, no tanto por lo que sentí
si no por el simple hecho de que apenas media hora antes había visto a Sophie y a Evelyn
y al Jack de Evvie riéndose y hablando con Law Tidyman y con Sulla, la mujer de Law.
Se veían como si fueran los mejores amigos.
—No sabes cómo se comportó estos últimos años, Rid —dijo Madeline. Estaba allí
sentada, con toda la falda rebosante con los recuerdos y billetes de su madre, sentada y
defendiendo lo que estaba haciendo: lo que ellos estaban haciendo—. Ella...
—No tuve forma de saber cómo se comportó —dije yo— pero sé condenadamente
bien lo que deseaba. ¿Acaso no estuve allí, con el resto de ustedes, cuando Law leyó su
testamento? ¿No nos sentamos todos en círculo, como en una maldita sesión de
espiritismo? ¿Y no fue eso lo que sucedió, con Mamá comunicándose con nosotros desde
el otro lado de la tumba? ¿No la escuché decir a través de la voz de Law Tidyman que
quería que esto —y señalé al saqueo que estaba sobre la cama— vaya a parar a la
biblioteca del pueblo y al fondo de becas de la escuela secundaria? ¿Y a su nombre, si
fuera posible?
Mi voz se estaba elevando, y yo no podía impedirlo. Porque ahora Floyd estaba
sentado en la cama con ellas, con un brazo rodeando los hombros de Sophie, como para
animarla. Y cuando la mano de Maddy se deslizó en la suya, él la aferró de la forma en
que tomas la mano de una niñita asustada. Para animarla, también. Ellos estaban en la
cama y yo en la puerta, y vi sus ojos y supe que estaban en mi contra. Incluso Maddy
estaba en contra mío. Sobre todo Maddy, al parecer. Mi ángel de la escuela.
—¿Acaso no me vieron, asintiendo porque comprendí lo que quería? Sé que te vi a
ti —a todos ustedes— haciendo el mismo gesto. Ahora me parece como si lo estuviera
soñando. Porque no puede ser que la gente con la que crecí en este punto del mapa
olvidado por Dios se haya convertido en profanadores de cementerio.
La cara de Maddy se contrajo y empezó a llorar. Y me alegró hacerla llorar. Así de
furioso estaba, tan furioso como todavía lo estoy cuando los recuerdo allí sentados, a la
luz de la lámpara. Cuando pienso en la caja de estaño con su tapa de Sweetheart Girl a un
costado, con todo su contenido revuelto. Cuando pienso en sus manos y regazos llenos de
sus pertenencias. En sus ojos llenos de sus objetos. Y en sus corazones, también. No en
ella, pero sí en sus cosas. En lo que quedaba de ella.
—Oh, tú, pequeño y arrogante engreído —dijo Evelyn—. ¡Y siempre lo serás!
Se puso de pie y se pasó las manos por las mejillas, como para limpiarse las
lágrimas... pero no había lágrimas en aquellos ardientes ojos suyos. No esta tarde. Esta
tarde vi a mi hermano y a mis tres hermanas con sus máscaras puestas de lado.
—Ahórrate las acusaciones —dije. Ella nunca me gustó; la auténtica Evelyn, cuyos
ojos estaban tan fijos en el afecto que nunca le tuvo a su hermano pequeño... ni a nadie
que no pensara que las estrellas alterarían sus cursos para observar a Evelyn Walker
Hance recorrer su encantador paso por la vida—. Es difícil señalar con el dedo cuando
tus manos están llenas de bienes robados. Podrías dejar caer tu botín.
—Pero ella tiene razón —dijo Madeline—. Eres un engreído. Te crees superior a
nosotros.
—Maddy, ¿cómo puedes decirme eso? —le pregunté. Los otros no podían
lastimarme, no lo creo, al menos no de a uno; sólo ella podía hacerlo.
—Porque es la verdad. —Ella se soltó de la mano de Floyd, se levantó y me
enfrentó. No creo que pueda olvidar ni una sola de las palabras que me dijo. Más
memoraciones, Dios me ayude.
—Tú estuviste aquí durante el funeral, estuviste aquí durante la lectura de un
testamento, el hijo que nunca fue lo bastante bueno como para escribir; estuviste en el
entierro, estuviste cuando terminó, y estás aquí ahora, viendo cosas que no entiendes y
declarando una disparatada opinión debido a todo lo que no sabes. A las cosas que
pasaron mientras estabas allá arriba en New York, persiguiendo el premio Pulitzer con
una escoba en la mano. Allá en New York, jugando a ser el negro y contándote a tí
mismo cualquier mentira con tal de poder dormir por la noche.
—¡Amén! ¡Así se habla! —exclamó Sophie. Sus ojos también resplandecían. Eran
casi como los ojos de un demonio. ¿Y yo? Yo estaba callado. Aturdido hasta el silencio.
Henchido de esa horrible emoción, que es casi como una muerte, que se siente cuando
finalmente alguien saca los trapos sucios. Cuando finalmente entiendes que la persona
que ves en el espejo no es la que ven los demás.
—¿Y en definitiva, dónde estabas cuando ella murió? ¿Dónde estabas cuando tuvo
los seis o siete ataques cardíacos leves que la llevaron al grande? ¿Dónde estabas cuando
tuvo todos esos ataques pequeños y se volvió mal de la cabeza?
—Oh, estaba en New York —formuló Floyd animadamente—. Empleaba sus bellas
artes fregando los pisos de la oficina editorial de algún blanco.
—Se trata de una investigación —dije con una voz tan baja que apenas pude oírme.
De repente sentí que me iba a desmayar—. Una investigación para el libro.
—Una investigación, eso lo explica —dijo Evelyn con una inclinación, volviendo a
poner el dinero en la caja—. Para eso ella se quedó sin almuerzos durante cuatro años,
para poder pagar tus libros de la escuela. Para que pudieras estudiar el maravilloso
mundo de la ciencia custodial.
—Oh, eres una perra —le dije... como si no hubiera escrito muchas de esas mismas
cosas sobre mi trabajo en Zenith House, no una sino varias veces, en las páginas de este
diario.
—Cállate —soltó Maddy—. Tan sólo cállate y escúchame, fanfarrón. —Lo expresó
con una voz baja y furiosa que nunca antes le había oído, que nunca habría imaginado
que pudiera venir de ella—. Tú, el único de nosotros que sigue soltero y sin niños. El
único con el lujo de ver a una familia a través de esta... esta... no se...
—Esta dorada confusión de la memoria —sugirió Floyd. Tenía una pequeña botella
plateada en el bolsillo de los pantalones. La sacó y se tomó un sorbo. Maddy asintió—.
No tienes la menor idea de lo que necesitamos, ¿no es así? De en qué situación estamos.
Floyd y Sophie tienen chicos que están a punto de ir a la universidad. Los de Evvie ya se
fueron, y tiene facturas pendientes para demostrarlo. Los míos están próximos a ir. Y
sólo tú...
—¿Por qué no le pides a Floyd que te ayude? —le pregunté—. En una carta que
Mamá me escribió me dijo que ganó un cuarto de millón el año pasado. ¿No lo ven...
ninguna de ustedes entienden lo que esto significa? ¡Es como robar centavos ante los
ojos de una muerta! Ella...
Floyd se levantó. Sus ojos tenían una mirada mortal. Levantó un puño apretado.
—Sigue hablando así, Riddie, y te romperé la nariz.
Hubo un momento de tenso silencio, y luego nos llamó desde abajo la tía Olympia,
con la voz alta, jovial y nerviosa.
—¿Chicos y chicas? ¿Todo bien allá arriba?
—Todo bien, tía Olly —le gritó Evelyn. Su voz sonó ligera y descuidada; sus ojos,
que nunca abandonaron los míos, eran despiadados—. Hablando de los viejos tiempos.
Bajamos en un momento. Sigue con lo tuyo ¿si?
—¿Están seguros de que están bien?
Y yo, Dios me asista, sentí el insensato impulso de gritar: ¡No! ¡No estamos bien!
¡Ven aquí! ¡Tú y el tío Michael, suban aquí! ¡Suban aquí y rescátenme! ¡Sálvenme del
beso de las aves de rapiña!
Pero mantuve la boca cerrada, y Evvie cerró la puerta.
Habló Sophie:
—Mamá te escribió todo el tiempo, lo sabíamos, Rid. Siempre fuiste su favorito,
ella te malcrió, sobre todo después de la muerte de Pop, cuando no tuvo en quien
apoyarse. Ten la seguridad de que ella lo comprendió.
—Eso no es cierto —dije.
—Pero lo es —dijo Maddy—. ¿Y sabes qué? La forma que tenía Mamá de ver las
cosas era bastante selectiva. Te habló del dinero que Floyd hizo el año pasado, no tengo
la menor duda, pero dudo que te contara cómo el compañero de Floyd le robó todo a lo
que pudo echarle el guante. Hey, hola, soy Oren Anderson, largándome a la Bahamas con
mi robo del mes.
Me sentía como si fuera una sanguijuela. Miré a Floyd.
—¿Eso es verdad?
Floyd tomó otro sorbito del frasco plateado que había sido de Pop antes de que se lo
apropiara y me sonrió. Fue una mueca horrible. Sus ojos estaban más rojos que nunca y
tenía saliva en los labios. Parecía un hombre al final de una borrachera de un mes de
duración. O al comienzo de una.
—Tan cierto como puede serlo, hermanito —dijo—. Yo estafaba como un
aficionado. Creo que voy a poder escapar de ésta, aunque todavía no es cosa segura. Me
acerqué a ella por un poco de ayuda y me dijo que estaba pelada. Nunca pudo superar
haberte ubicado en Cornell, eso fue lo que me dijo. ¿Te parece que eso que está sobre la
cama es estar sin blanca, hermanito? Ocho mil en efectivo... como mínimo... y el doble
en joyas. Treinta mil en acciones, quizá. Y ella quería donarlo a la biblioteca. —Un gesto
de desprecio le deformó la cara, como un calambre—. Jesús, por favor.
Miré a Evvie.
—Tu marido, Jack.... el negocio de la construcción...
—Jack ha tenido dos años duros —dijo—. Está en problemas. Cada banco en
cincuenta kilómetros a la redonda tiene sus papeles. Sus deudas son todo lo que está
sosteniéndolo. —Aunque se rió, sus ojos parecían asustados—. Sólo hay una cosa más
que no sabías. Randall, el marido de Sophie está algo mejor...
—Nos estamos defendiendo, pero ¿salir adelante? —Sophie también se rió—. No
creo que lo logremos. Floyd nos ayudó siempre que pudo, pero desde que Oren lo
traicionó...
—Esa víbora —dijo Maddy—. Esa maldita víbora.
Yo me volví a Floyd, y señalé la botella.
—Quizá has estado tomando demasiado de eso. Quizá por eso es que no te
preocupaste algo más por tus negocios... cuando todavía tenías un negocio del que
preocuparte.
El puño de Floyd apareció de nuevo. Esta vez me rozó en el mentón. Te lo aciertan
cuando ya casi ni te preocupas más. Ahora ya lo sé.
—Continúa, Floyd. Si hace que te sientas mejor, entonces adelante. Y si te parece
que veinte o incluso cuarenta mil dólares van a alcanzarte para la fianza, entonces no te
detengas. No puedes ser más imbécil.
Floyd echó el puño hacia atrás. Me habría dado duro, pero Maddy se interpuso entre
nosotros. Ella me miró, y yo di vuelta la cara. No pude soportar lo que vi en sus ojos.
—Tú y tus citas —dijo ella suavemente—. Siempre con tus citas citables. Bien, aquí
tienes una, señor Estirado: 'Quien tuvo esposa e hijos le dió rehenes a la fortuna.' Lo dijo
Francis Bacon hace casi trescientos años, y era de gente como nosotros de la que
hablaba, no de alguien como tú. No de tipos a los que les lleva veinte o treinta mil
dólares educarse, para que luego tenga que investigar fregando suelos. ¿Cuánto le
devolviste a tu familia? ¡Yo te diré cuánto! ¡Nada! ¡Y nada! ¡Y nada!
Me gritaba tan de cerca y tan violentamente cada uno de los nada que la saliva le
saltaba de los labios hasta mí.
—Maddy, yo...
—Cállate —me espetó—. Soy yo la que está hablando ahora.
—¡Así se habla! —exclamó Sophie alegremente. Fue una pesadilla, te lo aseguro.
Una pesadilla.
—Me largo de aquí —dije, y empecé a volverme.
Ellos no me lo permitieron. Al igual que en las pesadillas; no te dejan escapar.
Evelyn me agarró de un lado, Floyd del otro.
—No —dijo Evvie, y pude oler la borrachera en su aliento. Del vino que estaban
tomando en la planta baja—. Tienes que escuchar. Por una vez en tu maldita vida, tienes
que escuchar.
—No estuviste aquí cuando se volvió loca, pero nosotros sí —dijo Maddy—. Los
ataques le afectaron la mente. A veces salía a vagabundear por ahí, y teníamos que ir a
buscarla y traerla de vuelta. Una vez lo hizo por la noche y tuvimos a medio pueblo
fuera, buscándola con linternas. Hasta donde puedo decirlo, tú no estabas presente
cuando finalmente la encontramos a las dos de la mañana, acurrucada en la orilla del río,
dormida, con media docena de rollizas viudas negras a no más de tres metros de sus pies
desnudos. Hasta donde yo sé, en ese momento tú estabas en tu departamento de New
York, durmiendo plácidamente.
—Así se habla —dijo Floyd con frialdad. Todos se comportaban como si yo viviera
en el edificio Dakota, en un ático, en lugar de en mi pequeño departamento de Dobbs
Ferry... y mi pequeño departamento es bastante agradable, ¿no? Decididamente
económico, incluso teniendo un sueldo de conserje, para un hombre sin vicios y sin
rehenes para la fortuna.
—A veces se ensuciaba —dijo Maddy—. A veces decía locuras en la iglesia.
Visitaba su círculo de libros y deliraba media hora sobre algún libro que leyó veinte años
atrás. Volvía a la normalidad por un rato... tuvo unos cuantos días buenos hasta los
últimos meses... pero tarde o temprano las locuras empezaban de nuevo, cada vez un
poco peor, y cada vez por más tiempo. Y tú no sabías nada de eso, ¿no?
—¿Cómo saberlo? —pregunté— ¿Cómo iba a enterarme, si nadie me escribió ni me
lo dijo? ¿Ni siquiera una palabra?
Ése fue el único de mis disparos que dio en el blanco. Maddy se ruborizó. Sophie y
Evvie miraron para otro lado, vieron el tesoro esparcido sobre la cama, y luego apartaron
la vista de allí, también.
—¿Habrías venido? —preguntó Floyd con cierta reserva—. ¿Si te hubiéramos
escrito, Riddie, habrías venido?
—Por supuesto —dije yo, y pude oir la horrible falsedad en mi voz. Al igual que
ellos, por supuesto... y la ventaja moral me abandonó. Por esta noche, posiblemente para
bien, hasta donde ellos saben. No dudo que su propia posición moral fuera al menos en
parte una excusa para su censurable conducta. Pero su furia para conmigo era genuina, y
quizás hasta justificada, no lo dudo.
—Por supuesto —dijo, asintiendo y sonriendo ampliamente con su mueca de ojos
rojos—. Por supuesto.
—Cuidamos de ella —dijo Maddy—. Nos unimos y cuidamos de ella. No hubo ni
hospitales ni geriátricos, ni siquiera cuando comenzó a vagar. Tras la aventura de la
ribera me quedé a dormir aquí algunas noches; lo mismo hizo Sophie; lo mismo hicieron
Evelyn y Floyd. Todos salvo tú, Rid. ¿Y cómo nos agradeció? Dejándonos una casa sin
valor, un granero sin valor y cuatro acres de tierra casi sin valor. Todo aquello que
valiera algo —el dinero que podría haber pagar las tarjetas de crédito que Floyd usa en
su negocio y darle a Jack un respiro— nos lo negó. Así que lo incautamos. Y llegas tú,
entra el Astuto Señor Negro del Norte, y nos dice que somos profanadores que roban los
cetavos ante los ojos de una muerta.
—Pero Maddy... ¿no ves que si le quitas lo que no quiso darte, sin importar cuán
lejos o qué segura estés, ni cuánto lo necesites, se lo estás robando? ¿Qué se lo estás
robando a tu propia madre?
—¡Mi madre estaba loca! —me aulló con un chillido musitado. Agitó sus diminutos
puños en el aire, como para expresar su frustración ante el hecho de que yo continúe
fracasando en entender un punto que para ella estaba tan claro... quizás porque había
estado allí, había visto madurar la locura de Mamá, y yo no—. ¡Ella vivió la última parte
de su vida loca y se murió loca! ¡Ese testamento era una locura!
—Nos lo merecemos —dijo Sophie, acariciando la espalda de Maddy y apartándola
suavemente de mí—, así que no nos interesa tu cháchara sobre el robo. Ella pretendió
regalar lo que nos pertenece. No la culpo por eso, estaba loca, pero no va a quedar así.
Riddie, tú simplemente llévate de aquí todos tus ideales de Boy Scout y déjanos terminar
con nuestro asunto.
—Así es —dijo Evvie—. Vete abajo y consíguete un vaso de vino. Si es que los Boy
Scouts toman vino, claro. Diles que bajaremos en seguida.
Miré a Floyd. Él asintió; ya no sonreía. Para entonces nadie sonreía. Las sonrisas
habían terminado.
—Así es, hermanito. Y no me preocupa ese gesto de oh-pobre-de-mí que tienes en la
cara. Metiste la nariz en donde no debías. Si una abeja te la picara, nadie lo notaría, salvo
tú mismo.
A la última que miré fue a Maddy. Como esperanzado. Bueno, con la esperanza en
una mano y la mierda en la otra; hasta un idiota lo sabe.
—Vete —dijo ella—. No soporto mirarte.
Volví abajo como un hombre en un sueño, y cuando tía Olympia me pasó la mano
por el brazo y me preguntó qué era lo que andaba mal allí arriba, le sonreí y le dije nada,
simplemente hablábamos de los viejos tiempos y nos exaltamos un poco. Lo más
distinguido de la familia sureña; al estilo Tennessee Williams. Le dije que me marchaba
al pueblo para conseguir algunas cosas, y cuando tía Olly me preguntó qué cosas —en el
sentido de qué era lo que ella había olvidado, ya que fue ella la que preparó todo para la
última fiesta de Mamá— no le contesté. Simplemente me fui, andando hacia adelante con
esa sonrisita sin expresión en el rostro, y entré en mi automóvil rentado. Básicamente, lo
que hice desde entonces es seguir huyendo. Abandoné algo de ropa y un libro de bolsillo,
y en lo que me concierne, pueden quedarse allí hasta el fin de los tiempos. Y todo el rato
que me he estado moviendo también estuve rememorando lo que vi mientras estaba en su
puerta, inadvertido: los cajones arrancados y la ropa interior esparcida y ellas en la cama
con las manos repletas de sus posesiones y la tapa de la caja de estaño puesta a un lado.
Y todo lo que dijeron pudo haber sido verdad, o parcialmente cierto (creo que las
mentiras más convincentes casi siempre tienen algo de verdad), aunque lo que recuerdo
con más claridad son sus risas, que no pegaban para nada ni con compañeros huyendo, ni
con maridos balanceándose al borde de la ruina, ni con las deudas de la tarjeta de crédito,
selladas con esa horrible tinta de color rojo. Nada que ver con niños que necesitan dinero
para la universidad, tampoco. La amarga suma, en otras palabras, era cero. La risa que oí
de casualidad era la de piratas o trolls que encontraron un tesoro enterrado y están
dividiéndoselo, reunidos bajo la luz de una luna como un dólar de plata color panqueque.
Bajé las escaleras y los escalones del porche trasero y me alejé de ese lugar como un
hombre en un sueño, y aún soy ese soñador, sentado en un tren, manchado con tinta
desde la mano a la muñeca y con varias páginas de garabatos, acaso indescifrables, recién
terminados. Qué absurdo es escribir, qué lastimoso baluarte contra las duras realidades
de este mundo y las amargas verdades del hogar. Qué terrible es decir, "Esto es todo lo
que tengo." Me duele todo: la mano, la muñeca, el brazo, la cabeza, el corazón. Voy
cerrar los ojos y tratar de dormir... o al menos dormitar.
Es la cara de Maddy la que me aterra. La codicia la ha transformado en una extraña.
Una terrible extraña, como uno de esos monstruos femeninos de los mitos griegos. No
hay duda de que soy un presumido, como me llamaron, puedo creerme superior a ellos,
pero nada cambiará lo que vi en sus ojos mientras no sabían que los estaba mirando.
Nada.
Más que mi libro, me parece que lo que anhelo son las simplezas del trabajo; como
el agónico e interminable auto-análisis de Kenton, la divertida obsesión de Gelb por los
dados, la aún más divertida obsesión de Porter con el sillón de la oficina de Sandra
Jackson. No me molestaría volver a hacerlo con ella, protagonizando una de sus
fantasías. Adoro la simplicidad de mi cubículo de conserje, donde todas las cosas son
conocidas, normales, sin sorpresas. Quiero ver si esa pequeña y lastimosa hiedra se sigue
manteniendo viva.
A eso de la medianoche, el Silver Meteor cruzó la línea Mason-Dixon. Ahora mis
hermanas y hermano quedaron del otro lado de esa línea, y eso me alivia. Estoy
impaciente por volver a New York.
Más tarde/8 de la mañana
Dormí durante casi cinco horas. Tengo el cuello duro y siento la espalda como si me
la hubiera pateado una mula, pero en general me siento un poco mejor. Por lo menos
pude tragar un pequeño desayuno. La sensación la tuve al despertar y al acercarme al
coche comedor, y ha permanecido clara. La idea —la intuición— es que si estuviera en la
oficina en lugar de viajando en un tren traqueteante hacia Dobbs Ferry, me sentiría
mucho mejor. Me siento arrastrado hacia allí. Es como si hubiera tenido un sueño sobre
el lugar, uno que no puedo recordar.
Quizá sea la planta: Zenith, la hiedra. Mi subconsciente me dice que entre y riegue a
la pobrecita antes de que se muera de sed.
Bien...¿por qué no?
DE LAS INCURSIONES DE TRIPAS DE HIERRO HECKSLER
4 Abr 81
0600 hrs
Pk Ave So NYC
La hora cero se acerca. Planeo hacer mi entrada en la Casa de Publicaciones de Satanás
de enfrente en 2-3 horas. Me saqué el disfraz de "Guitarra Loca Gertie". Ahora soy un
respetable hombre de negocios con ropa de fin de semana, ¡JA!
Tú cuídate, Judío Señalado. Para el mediodía estaré en tu oficina, esperando.
El lunes a la mañana tu culo será mío.
No tuve más sueños sobre CARLOS. Tal vez se haya marchado. Bien. Algo menos de
qué preocuparse.
de EL LIBRO SAGRADO DE CARLOS
SAGRADO MES DE ABRA (Entrada #79)
Mañana del sábado. En cuanto termine esta entrada, salgo hacia Zenith House de
Kaka-Poop. Tengo en mi poder el "maletín especial" con todos los cuchillos del sagrado
sacrificio. ¡Y encima están "bastante afilados"! Estoy bien vestido, como un hombre de
negocios que pasa un sábado en la ciudad. No debería tener ningún problema en penetrar
en esa casa de ladrones y farsantes.
Me pregunto si Kenton tendrá mi "pequeño presente."
Me pregunto si sabe lo que le está pasando a su novia, o tal vez debería decir exnovia.
¡Qué lástima que él tenga que morir antes de que ella pueda entregarle su
"cosita"!. ¡Sangre inocente! ¡Primero la sangre inocente de ella y de ningún otro!
Ordené matar una virgen y estoy contento.
Espero y confío en estar recluido en la oficina de Kenton para el mediodía de hoy.
Tengo bocadillos suficientes y dos gaseosas junto a mis cuchillos y podré "mantenerme"
hasta el lunes.
No tuve más sueños de "El General" y su Jugo Señalado. Una carga menos en mi
mente.
Y ahora iré a por tí, John Kenton. El traidor de mis ilusiones, el ladrón de mi libro.
¿Por qué esperar que el abbalah haga lo que puedo hacer por mí mismo?
¡VEN GRAN DEMETER!
¡VEN VERDE!
FIN DE LA PLANTA, PARTE CINCO
NOTA DEL AUTOR
Luego de la siguiente parte de esta historia —la parte más extensa de esta historia
—, La Planta volverá a hibernar para que yo pueda seguir trabajando en Black House (la
continuación de El Talismán, escrito en colaboración con Peter Straub). Además necesito
completar el trabajo de dos nuevas novelas (la primera, Dreamcatcher, estará disponible
el próximo marzo en Scribner), y ver si puedo continuar con La Torre Oscura. Y mi
agente insiste en que necesito tomarme un respiro para la traducción y publicación de La
Planta en el extranjero —también en instalaciones, también en Internet— igual que la
publicación americana. A no desesperarse. La última vez que La Planta abrió sus hojas,
la historia permaneció en suspenso durante diecinueve años. Si pudo sobrevivir tanto,
estoy seguro de que podrá sobrevivir uno o dos años más mientras trabajo en otros
proyectos.
La parte 6 es el punto más lógico para detenerse. En un libro impreso tradicional,
sería el final de la primera sección larga (a la que probablemente llamaría “Zenith
Creciente”).
Encontrarán un climax de aquellos, y si bien no todas sus preguntas serán
respondidas —no todavía, al menos— los destinos de varios personajes se resolverán.
Agresivamente.
Permanentemente.
Como forma de agradecimiento a aquellos lectores (los que están entre el 75 y el 80
por ciento) que se subieron al viaje y pagaron sus deudas, La parte 6 de La Planta estará
disponible en forma gratuita. Disfrútenla... pero no se relajen demasiado. Cuando La
Planta vuelva, lo hará una vez más al estilo paga-y-tómalo. Mientras tanto, prepárense
para la parte 6. Creo que van a sorprenderse Tal vez hasta asustarse.
Saludos (y Felices Fiestas),
Stephen King

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