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martes, 18 de noviembre de 2008

LA TEORIA DE LAS MASCOTAS DE L.T. .STEPHEN KING

LA TEORIA DE LAS MASCOTAS DE L.T. .STEPHEN KING
LA TEORÍA DE LAS MASCOTAS DE L.T.


Mi amigo L.T. casi nunca habla sobre cómo su esposa desapareció, o de que ella probablemente
este muerta, simplemente otra víctima del Hombre del Hacha, pero a le gusta contar
la historia de cómo le dejó. Lo hace poniendo los ojos en blanco, como si dijera “ella me engaño,
muchachos, mucho, y como Dios manda”. A veces cuenta la historia a un grupo de
hombres sentados en uno de los muelles de carga detrás de la fabrica mientras comen sus
almuerzos, él también toma el almuerzo, el que se prepara él mismo – ninguna Lulubelle ha
vuelto a casa para hacerlo en estos tiempos. Normalmente ríe cuando cuenta la historia,
que siempre termina con la Teoría de las Mascotas de L.T. Demonios, yo normalmente me
río. Es una historia divertida, incluso si sabes como termina. Pero ninguno de nosotros lo
sabe, no completamente.
“Fiché a las cuatro, como siempre”, decía L.T., “entonces fui a Deb´s Den a tomar un par de
cervezas, como la mayoría de los días. Jugué una partida al pinball, y me fui a casa. Fue en
ese momento cuando las cosas dejaron de ser como habitualmente. Cuando una persona se
levanta por la mañana, no tiene la mas mínima idea de cuánto puede haber cambiado su
vida cuando descansa la cabeza por la noche. ‘Él no sabe el día o la hora’, dice la Biblia. Yo
creo que este verso en particular es sobre el final, pero es apropiado para cualquier cosa,
chicos. Cualquier cosa en el mundo. Nunca sabes cuando vas a hacer saltar la trampa”.
“Cuando giré hacia el camino de entrada vi que la puerta del garaje estaba abierta y que el
pequeño Subaru que trajo al matrimonio no estaba, pero esto no me pareció extraño en el
momento. Ella siempre estaba yendo a algún sitio – un rastrillo o algún otro sitio – y dejando
la maldita puerta del garaje abierta. Yo se lo decía, ‘Lulu, si sigues haciendo esto el tiempo
suficiente, a la larga alguien lo aprovechara. Vendrá y se llevara un rastrillo o una bolsa
de musgo. Demonios, incluso un Adventista del Séptimo Día recién salido de la escuela
haciendo su ronda para ganarse una insignia robaría si pones la suficiente tentación en su
camino, y es el peor tipo de persona para tentar, porque ellos la sienten más que el resto de
nosotros’. De todas maneras, ella siempre decía ‘Mejoraré, L.T., lo intentare, de cualquier
modo, realmente lo haré, cariño’. Y lo hacía bien, hasta que reincidía de vez en cuando como
cualquier pecador”.
“Aparque pegado a un lado para que ella pudiera meter el coche dentro cuando llegara de
donde fuera, pero cerré la puerta del garaje. Luego me dirigí a la cocina. Comprobé el buzón,
pero estaba vacío, el correo estaba dentro, en el aparador, así que ella debía haberse ido
después de las once, porque no llega al menos hasta entonces. El cartero, quiero decir”.
“Bien, Lucy estaba junto a la puerta, maullando como lo hacen los Siameses –me encanta
ese maullido, creo que es algo bonito, pero Lulu siempre lo ha odiado, quizá porque suena
como el llanto de un niño y ella no quiere tener nada que ver con niños. ‘¿Qué haría con
una alfombra de piel de mono1?’ solía decir”.
“Lucy esperando en la puerta tampoco era nada fuera de lo normal. Esa gata me quería.
Todavía lo hace. Ahora tiene dos años. La adquirimos al principio del último año que estuvimos
casados. Ya vale de dar rodeos. Parece imposible creer que Lulu se fuera hace un año,
y eso que solo estuvimos juntos tres. Pero Lulubelle era del tipo que impresionan. Lulubelle
tenía lo que yo llamo calidad de estrella. ¿Sabes a quién me recordaba siempre? A Lucille
Ball. Ahora que lo pienso, creo que esa fue la razón por la que llame Lucy a la gata, aunque
no recuerdo haber pensado en ello en aquel momento. Podría haber sido lo que llaman una
asociación subconsciente. Ella entraba en una habitación –Lulubelle, quiero decir, no la
gata – y la iluminaba de alguna manera. Una persona como esa, cuando se ha ido apenas
puedes creerlo, y te quedas esperando a que vuelva.
“Mientras tanto, aquí esta la gata. Su nombre era Lucy, para empezar, pero Lulubelle odiaba
la forma en que actuaba, tanto que empezó a llamarla Screwlucy2, y cosas de ese tipo. Lucy
1 La expresión original para “alfombra de piel de mono” es rugmonkey. No he sido capaz de
encontrar una traducción adecuada, así que si alguien es capaz de hacerlo, lo cambiare (N.
del T.)
2 Screw significa arruinar o estropear algo, así que la traducción literal sería algo Ali como
Fastidiolucy o Jodelucy. (N. del T.)

no estaba loca, creo, solo quería ser amada. Quería ser amada mas que cualquier otra mascota
que yo haya tenido en mi vida, y he tenido unas cuantas”.
“De modo que entré en casa y cogí a la gata y le acaricie un poco y ella subió a mi hombro y
se sentó allí, ronroneando y hablando en el lenguaje siamés. Comprobé el correo que estaba
en el aparador, tire las facturas a la papelera, y fui al frigorífico a por algo de comer para
Lucy. Siempre guardo una lata abierta de comida para gatos ahí, con un trozo de papel de
aluminio encima. Evita que Lucy se excite y clave sus garras en mi hombro cuando oye el
abrelatas. Los gatos son inteligentes, ya sabéis, mucho mas listos que los perros. También
son diferentes en otras cosas. Puede ser que la mayor división en el mundo no sea hombres
y mujeres, sino gente a la que le gusta los gatos y gente a la que le gusta los perros. ¿Alguno
de vosotros, empaquetadores de cerdo, ha pensado en eso alguna vez?”.
“Lulu protestaba como el demonio por tener una lata abierta de comida para gatos en el
frigorífico, aun cuando tuviera un trozo de papel de aluminio encima, decía que eso provocaba
que todo supiera como atún rancio, pero yo nunca cedí en eso. En la mayoría de las
cosas deje que se saliera con la suya, pero ese asunto de la lata de comida para gatos era
una de las cosas en las que defendí mis derechos. De todas maneras, no tenía nada que ver
con la lata de comida para gatos. Tenía que ver con la gata. A ella no le gustaba Lucy, eso
era todo. Lucy era su gata, pero a ella no le gustaba”.
“De modo que fui al frigorífico y vi que había una nota en él, sujeto con uno de los imanes
con forma de vegetal. Era de Lulubelle. Mas o menos como lo recuerdo, decía algo así:
“ ’Querido L.T. – Te estoy abandonando, cariño. A menos que llegues temprano a casa, me
habré ido hace tiempo cuando leas esta nota. No creo que llegues temprano a casa, no has
llegado temprano a casa en todo el tiempo que llevamos casados, pero al menos sé que leerás
esto nada mas vuelvas a casa, porque lo primero que haces siempre al regresar no es
venir a verme y decir “Hola cariño, estoy en casa” y darme un beso, sino ir al frigorífico y
sacar lo que sea que quede en la ultima asquerosa lata de Calo3 que pusieras ahí y dar de
comer a Screwlucy. Al menos sé que no irás arriba y te darás un susto al ver que mi foto de
La Ultima cena de Elvis no está, y mi mitad del armario este casi vacío y pienses que ha
venido un ladrón al que le gusta la ropa de mujer (al menos alguien a quien solo le importa
lo que hay debajo de ella)’. ”
“ ’Yo me enfado contigo algunas veces, cariño, pero sigo pensando que eres dulce y cariñoso
y amable, tú serás siempre mi pequeño bizcochito de sirope de arce, no importa donde nos
lleven los caminos. Es solo que he decidido que no estaba hecha para ser la esposa de un
envasador de Spam4. Esto no lo digo de una forma presuntuosa. Incluso llame a la Línea
Psicológica la semana pasada, he meditado esta decisión, permaneciendo despierta noche
tras noche (oyéndote roncar, chico, no quiero herir tus sentimientos pero siempre tienes un
ronquido en ti), y me dieron este consejo: “Una cuchara rota puede ser un tenedor”. Al principio
no lo entendí, pero no me di por vencida. No soy lista como algunas personas (o como
creen algunas personas que son), pero trabajo en las cosas. Mi madre solía decir que el mejor
molino muele despacio pero sumamente fino, y yo lo molí cono un molinillo de pimienta
en un restaurante chino, pensando por la noche, mientras roncabas y soñabas sin dudas,
en cuantos morros de cerdo podías meter en una lata de Spam. Y entendí el refrán, porque
la forma en que una cuchara rota puede llegar a convertirse en tenedor es una bonita cosa
en la que pensar. Porque el tenedor tiene puntas. Y estas puntas pueden separarse, tal como
tu y yo debemos separarnos, pero siguen teniendo el mismo mango. Así estamos. Somos
seres humanos, L.T., capaces de amarnos y respetarnos. Fíjate en todas las peleas que
hemos tenido sobre Frank y Screwlucy, y a pesar de eso normalmente nos las arreglamos
para entendernos. Pero el momento me ha llegado para probar suerte por caminos diferentes
a los tuyos, y meterme en el gran río de la vida con un punto de vista diferente al tuyo.
Además, echo de menos a mi madre’. ”
3 Marca de comida para gatos.
4 Marca comercial. Carne troceada, normalmente cerdo, compacta y en barra. Algo así como
la mortadela o el chopped. (N. del T.)

(No puedo decir seguro si todo estas cosas realmente estaban en la nota que L.T. encontró
en su frigorífico; no parece totalmente posible, debo admitirlo, pero –los hombres que escuchaban
su historia estarían acurrucándose en el pasillo en este punto o alrededor del muelle
de carga-, al menos suena a Lucibelle, eso puedo asegurarlo).
“ ’Te lo ruego, no intentes seguirme, L.T., y aunque estaré en casa de MI madre y sé que
tienes el numero, apreciaría que no llamaras y esperaras a que yo te llame. En su momento
lo haré, pero mientras tanto tengo un montón de cosas en las que pensar, y aunque esté en
el buen camino, todavía estoy hecha un lío. Supongo que finalmente te pediré el divorcio, y
creo que es justo decírtelo. Nunca he sido una persona que ofrezca falsas esperanzas, siendo
partidaria de que es mejor decir la verdad y ahuyentar al diablo. Por favor, recuerda que
lo que hago lo hago por amor, no por odio o resentimiento. Y por favor, recuerda lo que me
dijeron y que ahora te digo yo: una cuchara rota puede ser un tenedor disfrazado. Con todo
cariño,
Lulubelle Simms’. “
L.T. hacia una pausa aquí, dejándoles digerir el que ella se había despedido con su nombre
de soltera, y dando a sus ojos unos de esos giros patentados por L.T. DeWitt. Luego les contaba
la postdata que ella puso en la nota:
“ ‘Me llevo a Frank conmigo y te dejo a Screwlucy. Pienso que probablemente esto es lo querrías.
Con cariño, Lulu’.”
Si la familia DeWitt era un tenedor, Screwlucy y Frank eran las otras dos puntas en él. Si no
fuera un tenedor (y hablando para mi mismo, siempre he tenido la sensación de que el matrimonio
es mas parecido a un cuchillo –del tipo mas peligroso con dos filos afilados), se
podría decir que Screwlucy y Frank eran lo que resumía todo lo que iba mal en el matrimonio
de L.T. y Lulubelle. Porque, pensad en ello –aunque Lulubelle compró a Frank para L.T.
(en el primer aniversario de boda) y L.T. compro a Lucy, que pronto seria Screwlucy, para
Lulubelle (segundo aniversario de boda), cada uno acabó con la mascota del otro cuando
Lulu abandonó el matrimonio.
“Ella me compró ese perro porque a mí me gustaba el que salía en Frasier”, decía L.T. La
raza del perro era terrier, pero no recuerdo ahora como se llama ese tipo. Jack algo. ¿Jack
Sprat?, ¿Jack Robinson?, ¿Jack Shit5?. ¿Sabéis cómo una cosa como esa se te queda en la
punta de la lengua?”.
Alguien le dijo que el perro de Frasier era un terrier Jack Russel y L.T. asintió con la cabeza
enérgicamente.
“¡Eso es!, exclamó. “¡Seguro!. ¡Exactamente!. Eso es lo que Frank era, correcto, un terrier
Jack Rusell. Pero ¿quieres saber la fría y dura verdad?. Dentro de una hora se me olvidará
otra vez, estará en mi cerebro, pero como algo bajo de una piedra. Dentro de una hora me
estaré diciendo a mí mismo ‘¿qué dijo ese tipo que era Frank?. ¿Un terrier Jack Handle?.
¿Un terrier Jack Rabbit?. Es algo así, sé que es algo así..’. Etcétera. ¿Por qué?. Creo que es
porque yo odiaba tanto a ese pequeño jodido. Esa rata ladradora. Esa maquina de mierda
con piel. Lo odiaba desde la primera vez que puse los ojos en él. Ya. No está y estoy contento.
¿Y queréis saber por qué?. Frank sentía lo mismo por mi. Fue odio a primera vista”.
“¿Sabéis cómo algunos hombres entrenan a sus perros para que les lleven las zapatillas?.
Frank no me traía las zapatillas, pero vomitaba en ellas. Sí. La primera vez que lo hizo, metí
en eso el pie derecho. Fue como meter el pie en tapioca caliente con grumos extra grandes
en ella. Aunque no lo vi, mi teoría es que esperó fuera del dormitorio hasta que vio que llegaba
–jodidamente escondido mas allá de la puerta del dormitorio– entonces entró, descargó
en mi zapatilla derecha y se escondió debajo de la cama para ver la diversión. Deduje esto
basándome en que todavía estaba caliente. Puñetero perro. El mejor amigo del hombre, y
una mierda. Quise mandarlo a la perrera, con correa y todo, pero a Lulu le dio una mierda
de ataque. La tendríais que haber visto cuando llego a la cocina y me pilló intentando hacerle
al perro un lavado de estomago”.
5 Jack Mierda (N. del T.)
“ ‘Si llevas a Frank a la perrera, también podrías hacerlo conmigo’, dijo, empezando a llorar.
‘Eso es lo que quieres hacer con él, y eso es lo que quieres hacerme. Cariño, todo lo que somos
para ti es una molestia de la que te gustaría deshacerte. Esa es la dura realidad’. Quiero
decir, oh mis sangrantes almorranas, sin parar”.
“ ‘Ha vomitado en mis zapatillas’, dije”.
“ ‘El perro vomitó en sus zapatillas así que le corten la cabeza’, dijo ella. ‘¡Oh, pastelillo de
azúcar, si solo pudieras oírte!’
“ ‘Hey’, dije, ‘intenta meter tu pie desnudo en una zapatilla llena de vómito de perro y verás
como te gusta’. Poniéndola furiosa, ya sabéis.
“Excepto que poner furiosa a Lulu nunca era nada bueno. La mayoría de las veces, si tú
tenías un rey, ella tenía un as. Si tú tenías un as, ella tenía un triunfo. Además, la mujer
era jodidamente exagerada. Si algo pasaba y yo me enfadaba, ella se ponía furiosa. Si yo me
ponía furioso, ella enloquecía. Si yo en enloquecía, ella se ponía en la jodida Alerta Roja Defcon
I y vaciaba los silos de misiles. Estoy hablando de arrasar la Tierra. Normalmente no
merecía la pena. Pero normalmente cuando nos peleábamos, yo lo olvidaba.
“Ella continuó ‘Oh, cariño. Has metido tu piececito en un poco de vómito’. Intenté intervenir,
explicarle que no era cierto, que un poco de vomito es como un poco de saliva, un regurgitado
no tiene esos grandes trozos flotando, pero ella no me dejó decir palabra. Para entonces,
ella había pasado al carril de adelantamiento, todo adelante y lista para dar una lección”.
“ ‘Deja que te diga algo, cariño’, empezó, ‘unas pocas babas en tus zapatillas es algo menor.
Tío, escúchame. Intenta ser una mujer algún día, ¿vale?. Intenta ser quien siempre termina
apoyándose en esa pequeña parte de tu espalda donde tienes una espinilla, o quien va al
baño en mitad de la noche y el tipo ha dejado la maldita tapa subida y te caes y chapoteas
en ese agua fría. Un poco de buceo a medianoche. Tampoco ha tirado de la cadena, los
hombres piensan que el Hada de la Orina viene a eso de las dos de la mañana y se ocupa de
todo, y ahí estas, pringada de meado, y entonces te das cuenta de que tus pies también están
en eso, estas chapoteando en Porquería de Limón porque aunque los tíos piensan que
son Dick el tirador con eso, la mayoría no aciertan una mierda, borrachos o sobrios acaban
pringando todo el maldito suelo alrededor del retrete antes de que empiecen a acertar. Toda
mi vida he vivido con eso, cariño –un padre, cuatro hermanos, un ex-marido, aparte de algunas
aventurillas que no vienen al caso a estas alturas– y tú estas dispuesto a mandar al
pobre Frank a la cámara de gas porque sólo una vez ha echado unas cuantas babas en tus
zapatillas’. ”
“ ‘Mí zapatilla de piel’, le dije, pero eso solo fue una pequeña andanada por encima de mi
hombro. Una cosa acerca de la vida con Lulu, y mas vale que me creáis, yo siempre sabia
cuando había sido vencido. Cuando perdía, era jodidamente decisivo. Una cosa que seguro
no iba a decirle nunca es que estaba seguro de que el perro había vomitado en mis zapatillas
a propósito, de la misma forma que se meaba en mi ropa interior a propósito si me olvidaba
de ponerla en el cesto de la ropa sucia antes de irme a trabajar. Ella podía dejarse las
bragas y las medias esparcidas desde el infierno a Harvard –y lo hacia– pero si yo me dejaba
un par de calcetines de deporte en una esquina, volvía a casa y me encontraba con que el
maldito terrier Jack Shit les había dado una ducha de limonada. Pero, ¿se lo dije?. Me
habría concertado hora con un psiquiatra. Lo habría hecho aunque supiera que era cierto.
Porque ella se habría dado cuenta de que hablaba en serio, y no quería hacerlo. Ella quería
a Frank, sabeéis, y Frank la quería. Eran como Romeo y Julieta o Rocky y Adrian”.
“Frank solía venir a su sillón cuando estábamos viendo la tele, se tumbaba en el suelo a su
lado, y apoyaba el hocico en su zapato. Simplemente se quedaba echado ahí toda la noche,
mirándola, todo sentimiento y amor, con su trasero apuntado en mi dirección, así que si
tenía que echar un pequeño gas, yo me beneficiaria de todo. Él la quería y ella le quería.
¿Por qué?. Dios lo sabe. El amor es un misterio para todo el mundo menos para los poetas,
creo, y nadie en su sano juicio puede entender nada de lo que escriben sobre eso. Yo no creo
que la mayoría de ellos puedan entenderse a sí mismos en las pocas ocasiones en que se
levantan de la cama y huelen el café”.
“Pero Lulubelle no me regaló ese perro para poder tenerlo ella, dejemos las cosas claras. Yo
sé que hay gente que hace cosas como esas –un tipo le regala a su mujer un viaje a Miami
porque él quiere ir, o una esposa le regala a su marido un NordicTrack6 porque piensa que
él debe hacer algo con su barriga– pero esto no fue ese tipo de regalo. Al principio nosotros
nos amábamos; yo sé que la amaba, y apostaría mi vida a que ella también. No, ella me
compró ese perro porque yo siempre me reía mucho con el que salía en Frasier. Ella quiso
hacerme feliz, eso es todo. No sabia que Frank iba a quedar encantado con ella, o ella con
él, no mas que lo que sabia que el perro iba a odiarme lo suficiente como para que vomitar
en mis zapatillas o mordisquear la parte de abajo de las sabanas de mi lado de la cama fuera
el punto culminante de su día”.
L.T. miraría a los hombres sonrientes, sin sonreír, pero haría su conocido giro de ojos, y
reirían otra vez. Yo también, cómo no, a pesar de que yo sabia lo del Hombre del Hacha.
“A mí nunca me habían odiado”, decía, “ningún hombre o animal, y esto me inquietó bastante.
Me sorprendió mucho tiempo. Intente hacer amistad con Frank –primero por mí, luego
por aquella que me lo regaló– pero no funcionó. Por lo que sé, él pudo intentar hacerse
amigo mío, ¿cómo puedo explicarlo?. Si lo hizo, tampoco funcionó. Algún tiempo después leí
–creo que en ‘Dear Abby’– que una mascota es el peor regalo que puedes hacerle a alguien, y
estoy de acuerdo. Quiero decir, a no ser que te guste el animal y tú le gustes al animal, pensad
en qué significa esa clase de regalo. Significa: ‘cariño, te doy este maravilloso regalo, es
una máquina que come por un lado y caga por el otro, funcionará durante quince años,
tómalo o déjalo, felices jodidas Navidades’. ¿Qué es lo único que pensarías después de eso,
aparte de no? ¿Sabéis lo que quiero decir?”
“Creo que lo hicimos lo mejor que pudimos. Frank y yo. Después de todo, a pesar de que
nos odiábamos mutuamente, ambos amábamos a Lulubelle. Por eso, creo, que aunque a
veces me gruñía si me sentaba cerca de ella en el sofá mientras ponían Murphy Brown o
una película o algo, nunca me mordió. Sin embargo, eso me volvía loco. Simplemente su
jodida caradura, esa pequeña bolsa de pelo y ojos tenía la osadía de gruñirme. ‘Escúchale’,
decía yo, ‘me está gruñendo’. ”
“Ella acariciaba su cabeza de una forma en la que casi nunca acariciaba la mía, a no ser
que hubiera bebido un poco, y decía que realmente era la versión canina de un ronroneo.
Por cosas como esa él era feliz estando con nosotros, pasando una tranquila tarde en casa.
Os diré una cosa, sin embargo, nunca intenté acariciarle cuando ella no estaba cerca. Le di
de comer en ocasiones, y nunca le di una patada (aunque estuve tentado algunas veces,
sería un mentiroso si dijera algo distinto), pero nunca intenté acariciarle. Creo que hubiera
intentado morderme, y entonces la hubiéramos tenido. Casi como dos tipos viviendo con la
misma chica guapa. Menage a trois es como se le llama en el Foro Penthouse. Ambos la
amábamos y ella nos amaba a los dos, pero el tiempo pasa, empecé a darme cuenta de que
la proporción estaba cambiando y ella empezaba a querer a Frank un poco más que a mí.
Quizá porque nunca le replicaba y nunca vomitaba en sus zapatillas y con Frank la maldita
tapa del váter nunca era un problema, porque él lo hacía fuera. A menos que, por supuesto,
me hubiera dejado un par de calzoncillos en una esquina o debajo de la cama”.
En este punto L.T. probablemente terminaría el café helado de su termo, haría crujir los
nudillos, o ambas cosas. Era su manera de decir que el primer acto había terminado y el
Acto Segundo estaba a punto de empezar.
“Así que un día, un sábado, Lulu y yo estábamos en el centro comercial. Simplemente paseando,
como la gente suele hacer. Ya sabéis. Y llegamos a Pet Notions, cerca de J.C. Penney,
y había una multitud frente al escaparate. ‘Oh, vamos a mirar’, dijo Lulu, así que fuimos
y nos abrimos paso hasta la parte delantera”.
“Era un árbol falso con ramas desnudas y falsa hierba – Astroturf7 por todos lados. Y ahí
estaban unos gatitos Siameses, media docena persiguiéndose unos a otros, subiendo al árbol,
golpeándose las orejas”.
“ ‘Oh, ¿no son una monada?’, dijo Lulu, ‘¿Oh, no son los bebes más graciosos?. ¡Mira, cariño,
mira! “.
6 Nombre comercial. Máquina de ejercicios para practicar esquí de fondo. (N. del T.)
7 Marca comercial. Césped artificial. (N. del T.)

“ ‘Estoy mirando’, dije, y lo que estaba pensando es que acababa de encontrar lo que yo
quería para Lulu por nuestro aniversario. Y fue un alivio. Yo quería que fuera algo extra
especial, algo que la asombrara, porque las cosas habían estado un poco escasas de intensidad
entre nosotros durante el último año. Yo pensé en Frank, pero no estaba muy preocupado
por él, gatos y perros siempre pelean en los dibujos animados, pero en la vida real
normalmente se entienden, esa ha sido mi experiencia. Habitualmente se entienden mejor
que algunas personas. Especialmente cuando hace frío en el exterior”.
“Para hacer una larga historia un poco mas corta: compré uno y se lo regalé por nuestro
aniversario. Le puse un collar de terciopelo, y una pequeña tarjeta debajo. ‘¡HOLA, soy LUCY!
–decía la tarjeta- ¡De parte de L.T. con cariño! ¡Feliz segundo aniversario!’ ”
“Probablemente sabréis lo que voy a contaros ahora, ¿no?. Seguro. Es como con el maldito
Frank el terrier otra vez, solo que al revés. Al principio yo estaba feliz como un cerdo en la
mierda con Frank, y Lulubelle estaba feliz como una cerda en la mierda con Lucy, al principio.
Acercando su cabeza a la suya, hablándole como a un niño, ‘Oh cosita, o cosita linda,
pequeñita’, y así una vez y otra. Hasta que Lucy soltó un maullido y golpeó la punta de la
nariz de Lulubelle. Con las uñas fuera, claro. Entonces corrió y se escondió bajo la mesa de
la cocina. Lulu se lo tomó a risa, como si fuera la cosa más graciosa que le hubiera pasado
nunca, y tan mono como cualquier cosa que un gatito pudiera hacer, pero pude ver que
estaba cabreada”.
“Justo entonces Frank llegó. Había estado durmiendo arriba, en nuestra habitación –a los
pies del lado de la cama de ella- porque Lulu soltó un pequeño chillido cuando la gatita le
arañó la nariz, así que bajó a ver qué era ese lío”.
“Observó a Lucy bajo la mesa y enseguida se dirigió a ella, olfateando el linóleo donde había
estado”.
“Detenlos, cariño, detenlos, L.T., se van a pelear’, decía Lulubelle. ‘Frank la matará’. ”
“Dejémoslos solos un minuto, dije. Veamos que pasa. Lucy se arqueó de la forma en que lo
hacen los gatos, pero se mantuvo en el sitio, viéndole llegar. Lulu empezó a avanzar, intentando
ponerse en medio a pesar de lo que yo había dicho (obedecer no era precisamente uno
de los puntos fuertes de Lulu), pero yo la cogí de la muñeca y la sujeté en su espalda. Es
mejor dejar que lo solucionen entre ellos. Siempre es mejor. Es más rápido”.
“Bien, Frank fue al borde de la mesa, metió la nariz debajo, y empezó ese gruñido en su garganta.
‘Déjame ir, L.T. Tengo que cogerla’, decía Lulubelle, ‘Frank le está gruñendo’. ”
“No, no lo hace, dije, solo está ronroneando. Lo reconozco de todas las veces que me ha ronroneado”.
“Ella me echó una mirada que podría haber hecho hervir agua, pero no dijo nada. Las únicas
veces en los tres años que estuvimos casados en que ella no tenía la última palabra, era
siempre acerca de Frank y Screwlucy. Extraño pero cierto. En cualquier otro tema, Lulu
podía liarme. Pero cuando era sobre las macotas, parecía que se quedara sin poder reaccionar.
Solía volverla loca”.
“Frank introdujo la cabeza bajo la mesa un poco más, y Lucy le golpeó la nariz de la misma
forma que había arañado la de Lulubelle –solo que cuando golpeó a Frank, lo hizo sin sacar
las uñas. Pensé que Frank iría a por ella, pero no lo hizo. Soltó una especie de gritito, y
apartó la vista. No asustado, mas como si estuviera pensando, ‘Oh, vale, así que esto es lo
que pasaba’. Se fue al salón y se tumbó frente a la TV”.
“Y esta fue la única confrontación que hubo entre ellos. Dividieron el territorio mucho mejor
de lo que Lulu y yo lo hicimos el último año que pasamos juntos, cuando las cosas se pusieron
mal; el dormitorio pertenecía a Frank y Lulu, la cocina me pertenecía a mí y a Lucy –
solo a partir de Navidad, Lulubelle empezó a llamarla Screwlucy– y el salón era terreno neutral”..
“Los cuatro pasamos un montón de tardes ahí el último año, Screwlucy en mis rodillas,
Frank con el hocico en los zapatos de Lulu, los humanos en el sillón, Lulubelle leyendo un
libro y yo viendo la Rueda de la Fortuna o Estilo de vida de los Ricos y Famosos, al que Lulubelle
siempre llamaba “Estilo de vida de los Ricos y Topless”.
“La gata no tenía nada que hacer con ella, no desde el día uno. Frank, de vez en cuando
tenía la idea de que Frank estaba finalmente intentando entenderse conmigo. Al final, su
naturaleza siempre intentaba obtener lo mejor de él aunque mordiera mis zapatillas o agujereara
mis calzoncillos, pero de vez en cuando parecía que hacía un esfuerzo. Lamía mi mano,
quizá me sonreía. Normalmente si yo tenía un plato de algo, él quería un bocado”.
“Sin embargo, los gatos son diferentes. Un gato nunca buscara tu favor a no ser que le convenga
a sus intereses el hacerlo. Un gato no puede ser hipócrita. Si hubiera mas predicadores
que fueran como gatos, este volvería a ser un país religioso otra vez. Si le gustas a un
gato, lo sabes. Si no, también lo sabes. A Screwlucy nunca le gustó Lulu, ni un poquito, y lo
dejó claro desde el principio. Si me estaba preparando para darle de comer, Lucy se restregaba
contra mis piernas, maullando, mientras le servía la comida en el plato. Si Lulu la alimentaba,
Lucy se sentaba al otro lado de la cocina, junto al frigorífico, mirándola. Y no se
acercaba al plato hasta que Lulu se marchaba. Esto volvía loca a Lulu. ‘Esta gata cree que
es la Reina de Saba’, decía. Por entonces, había renunciado a hablarle como a un bebe.
También había renunciado a coger a Lucy. Si lo hacía, conseguía un arañazo en la muñeca
la mayoría de las veces.
“Vale, yo intentaba fingir que me gustaba Frank y Lulu intentaba fingir que le gustaba Lucy,
pero Lulu dejó de fingirlo mucho antes que yo. Yo creo que es porque ninguna de las dos, la
gata o la mujer, resisten ser unas hipócritas. No creo que Lucy fuera la una razón por la que
Lulu me abandonó repentinamente, sé que no –pero estoy seguro de que Lucy ayudó a que
Lulubelle tomara su decisión final. Las mascotas pueden vivir mucho tiempo, ya sabéis. Así
que el regalo que le hice para nuestro segundo aniversario fue la gota que colmó el vaso.
¡Contádselo a ‘Dear Abby’!
“La charla de la gata era lo peor, en lo que concernía a Lulu. No podía soportarlo. Una noche
Lulu me dijo ‘Si esa gata no deja de aullar, L.T., creo que le voy a lanzar una enciclopedia’. ”
“ ‘No está aullando’, le dije, ‘está charlando’.
“ ‘Bien’, dijo Lulu, ‘Me gustaría que dejara de charlar’.”
“Y justo entonces, Lucy salto en mis rodillas y se calló. Siempre lo hacía, excepto por un
bajo ronroneo, subiendo por su garganta. Le rasqué entre las orejas como le gustaba, y sucedió
que levanté la mirada. Lulu bajó la vista a su libro, pero antes de que lo hiciera, lo que
vi fue autentico odio. No a mí. A Screwlucy. ¿Lanzarle una enciclopedia?. Parecía como si
quisiera meter a la gata entre dos enciclopedias y aplastarla hasta la muerte.”
Algunas veces Lulu llegaba a la cocina y cogía a la gata de la mesa y la echaba fuera. Yo le
preguntaba si alguna vez me había visto echar a Frank de la cama de esa manera –él se
tumbaba, ya sabéis, siempre en su lado, y dejaba esas asquerosas pelotillas de pelo blanco.
Cuando yo decía eso, Lulu me sonreía. Sus dientes se veían, al menos. ‘Si lo intentas alguna
vez, te encontrarás con uno o dos dedos menos, probablemente’, respondía.”
“A veces Lucy realmente era Screwlucy. Los gatos tienen un humor variable, y algunas veces
se ponen frenéticos, cualquiera que haya tenido alguno podría decíroslo. Sus ojos se agrandan
y brillan, sus colas se estiran, empiezan a correr alrededor de la casa; a veces se encabritan
sobre las patas traseras y manotean, boxeando al aire, como si estuvieran luchando
con algo que ellos pueden ver pero los humanos no. Lucy se puso de ese humor una noche
cuando tenía un año –no pudo ser mas de tres semanas antes del día que llegué a casa y
descubrí que Lulubelle se había ido.”
“Bueno, Lucy salió lanzada de la cocina, hizo una especie de carrera deslizándose por el
suelo de madera, saltó sobre Frank, y fue subiendo por las cortinas del salón, zarpa sobre
zarpa. Dejando unos buenos agujeros en ellas, con trozos colgando. Entonces se sentó en la
barra, mirando la habitación con sus grandes y salvajes ojos azules y la punta del rabo moviéndose
de acá para allá.”
“Frank sólo se sobresaltó un poco y luego volvió a apoyar el hocico en el zapato de Lulubelle,
pero la gata le dio un susto del demonio a Lulubelle, que estaba concentrada en su libro, y
cuando levantó la vista hacia la gata, pude ver ese absoluto odio en sus ojos otra vez.”
“ ‘Vale’, dijo, ‘ya está bien. Se acabó. Vamos a encontrar una buena casa para esa zorra de
ojos azules, y si no fuéramos capaces de encontrar una casa para una Siamesa de pura raza,
la llevaremos a un refugio de animales. Ya he tenido bastante.’ ”
“ ‘¿Qué quieres decir?, le pregunté”
“ ‘¿Estás ciego?’, preguntó. ‘Mira lo que ha hecho a mis cortinas. ¡Están llenas de agujeros!’

“ ‘Si quieres ver cortinas con agujeros’, le dije, ‘¿por qué no subes y miras los que hay en mi
lado de la cama?. Los bajos están hechos harapos. Porque él los mastica.’ ”
“ ‘Eso es diferente’, dijo, chillándome. ‘Es diferente y lo sabes’ ”
“Bien, no iba a dejar pasar esa mentira. De ninguna manera iba a dejar pasar esa mentira.
‘La única razón por la que crees que es diferente es porque te gusta el perro que me regalaste
y no te gusta la gata que yo te regalé’, dije. ‘Pero te diré una cosa, Señora DeWitt: si llevas
a la gata a un refugio el martes por arañar las cortinas, te garantizo que el miércoles llevaré
al perro a la perrera por mascar los bajos de la cama. ¿Lo entiendes?’ ”
“Ella me miró y empezó a llorar. Me lanzó el libro y me llamó hijo de puta. Mezquino hijo de
puta. Intenté sujetarla, hacer que se quedara el tiempo suficiente para intentar disculparme
–si había forma de disculparme sin echarme atrás, lo cual no quería hacer esta vez- pero
ella se desasió y corrió a la habitación. Frank corrió tras ella. Subieron las escaleras y la
puerta del dormitorio se cerró de golpe.”
“Le di media hora o así para que se tranquilizara, y subí las escaleras. La puerta del dormitorio
todavía estaba cerrada, y cuando empecé a abrirla, chocó contra Frank. Puede moverlo,
pero fue un trabajo lento con él deslizándose sobre el suelo, y también fue una labor ruidosa.
Estaba gruñendo. Y quiero decir gruñendo, amigos míos; no era un jodido ronroneo.
Si hubiera entrado, creo que hubiera hecho su mejor intento de arrancarme mi virilidad.
Dormí en el sofá esa noche. Por primera vez.”
“Un mes mas tarde, me guste o no, ella se había ido”.
Si L.T. había sincronizado bien su historia (la mayoría de las veces lo hacía; la practica conduce
a la perfección), la campana que indicaba la vuelta al trabajo de la Planta de Carne
Procesada W.S. Hepperton de Ames, Iowa, sonaría justo entonces, librándole de cualquier
pregunta de los nuevos hombres (los obreros antiguos sabían... sabían que no se debía preguntar)
sobre si L.T. y Lulubelle se reconciliaron, o si sabía donde estaba ella, o –la pregunta
del millón- si ella y Frank todavía seguían juntos. No había nada como la campana de
vuelta al trabajo para cerrar al público preguntas más delicadas sobre la vida.
“Bien”, solía decir L.T., guardando su termo y levantándose y estirándose, “todo esto me
llevó a crear lo que llamo la Teoría de las Mascotas de L.T. DeWitt”.
Ellos le miraban expectantes, como hice yo la primera vez que le oí usar la gran frase, pero
ellos siempre tendrían un sentimiento de decepción, como lo tenía yo siempre; una historia
tan buena merecería un mejor final, pero L.T. nunca lo cambiaba.
“Si tu perro y tu gato se llevan mejor que tú y tu mujer”, decía, “lo mejor es que esperes llegar
a casa alguna noche y encontrar una nota de Querido John en la puerta de tu frigorífico”.
Contaba mucho esta historia, como ya he dicho, y una noche cuando vino a mi casa a cenar,
se la contó a mi mujer y a su hermana. Mi esposa invitó a Holly, que se había divorciado
hacía casi dos años, de forma que chicos y chicas estuvieran igualados. Estoy seguro que
fue por eso, porque a Roslyn nunca le gustó L.T. DeWitt. A la mayoría de la gente le gustaba,
mucha gente se entregaba a él como las manos se entregan al agua caliente, pero Roslyn
nunca ha sido como la mayoría de la gente. A ella tampoco le gustó nunca la historia de la
nota en el frigorífico y las mascotas –puedo asegurar que no le gustaba, a pesar de que sonreía
en las partes adecuadas. Holly... mierda, no lo sé. Nunca he sido capaz de saber que
piensa esa chica. Principalmente solo se sentó allí con las manos en el regazo, sonriendo
como la Mona Lisa. Fue culpa mía esa vez, sin embargo, lo admito. L.T. no quería contarla,
pero le incité a hacerlo porque estaba todo tan callado alrededor de la mesa, solo el ruido de
la plata y el tintineo de los vasos, y podía sentir la antipatía de mi esposa hacia L.T. Parecía
desprenderse en oleadas. Y si L.T. era capaz de sentir la pequeña aversión del terrier Jack
Russel, probablemente sería capaz de sentir a mi esposa haciendo lo mismo. De todos modos,
eso es lo que yo imaginaba.
Así que la contó, principalmente para agradarme, supongo, e hizo girar sus ojos en las partes
adecuadas, como si dijera “Dios mío, me engañó totalmente, ¿verdad?” y mi mujer sonrió
aquí y allí –me sonaba tan falso como el dinero del Monopoly- y Holly sonreía con su pequeña
sonrisa de Mona Lisa con los ojos bajos. Aparte de eso la cena fue bien, y cuando terminó
L.T. le dijo a Roslyn que le estaba agradecido por “una excelentemente interesante comida”
(signifique eso lo que signifique) y ella le dijo que viniera cuando quisiera, que estaríamos
muy contentos de volver a verle en casa. Era una mentira por su parte, pero dudo que
haya habido una cena en la historia del mundo en la que unas cuantas mentiras no hayan
sido contadas. Así que todo fue bien, al menos hasta que le llevé en coche a su casa. L.T.
comenzó a hablar de que en una semana o así haría un año desde que Lulubelle se había
ido, su cuarto aniversario, que significa flores si estás anticuado, o electrodomésticos si eres
más moderno. Entonces contó cómo la madre de Lulubelle –por cuya casa Lulubelle nunca
apareció- iba a colocar una lápida con el nombre de Lulubelle en el cementerio local. “La Sr.
Simms dice que debemos considerarla como muerta”, dijo L.T., y luego empezó a chillar.
Tuve tal sobresalto que casi me salgo de la maldita carretera.
Gritó tan alto que empecé a asustarme, empecé a temerme que todo ese dolor reprimido
pudiera matarle con una apoplejía o porque se le reventara una vena o algo. Se balanceaba
adelante y atrás en el asiento y apretó las manos contra el salpicadero. Era como si hubiera
un tornado suelto dentro de él. Finalmente me hice a un lado de la carretera y empecé a
palmearle el hombro. Podía sentir el calor de su piel incluso a través de la camisa, tan caliente
como si se estuviera asando.
“Vamos, L.T.”, dije. “Ya es suficiente”.
“La echo de menos”, dijo con una voz tan llena de lágrimas que apenas entendía que estaba
diciendo. Tan jodidamente de menos. Llego a casa y no hay nadie aparte de la gata, maullando
y maullando, y pronto yo también estoy llorando, los dos llorando mientras le lleno el
plato con la maldita porquería que come”.
Giró su llorosa y congestionada cara hacia mí. Mirarle era mas de lo que podía soportar,
pero lo hice, sentía que tenía que hacerlo. Después de todo, ¿quien le había llevado a contar
la historia de Lucy y Frank y el frigorífico esa noche?. No había sido Mike Wallace, o Dan
Rather, eso seguro. Así que le miré. No llegué a abrazarle, por si acaso el tornado de alguna
manera saltaba de él a mí, pero seguí palmeándole el brazo.
“Creo que ella está viva en alguna parte, eso es lo que creo”, dijo. Su voz todavía sonaba
espesa y vacilante, pero también había un lastimoso pequeño intento de desafío en ella. No
me estaba contando lo que creía, sino lo que quería creer. Estoy bastante seguro de eso.
“Bien”, dije, “puedes creer eso. No hay leyes que lo prohíban, ¿verdad?. Y no es como si
hubieran encontrado su cuerpo, o algo así.”
“Me gusta pensar que está por ahí, en Nevada, cantando en el hotel de algún pequeño casino”,
dijo. “No en Las Vegas o en Reno, no podría hacerlo en una gran ciudad, pero en Winnemucca
o Ely estoy seguro de que podría conseguirlo. Algún lugar como esos. Ella simplemente
vería un cartel de SE NECESITA CANTANTE y renunciaría a la idea de ir a casa de su
madre. Demonios, intentarlo no cuesta una mierda, es lo que Lu solía decir. Y ella sabía
cantar, ya sabes. No sé si alguna vez la oíste, pero sabía. No se si era magnifica, pero era
buena. La primera vez que la vi, estaba cantando en el salón del Hotel Marriott. En Columbus,
Ohio, allí estaba. O, otra posibilidad...”.
Vaciló, luego continuó en voz baja.
“La prostitución es legal en Nevada, ya lo sabes”. No en todas las ciudades, pero en la mayoría.
Ella podría estar trabajando en alguno de esas caravanas Green Lantern o el Mustang
Ranch. Montones de mujeres tienen una vena de prostituta en ellas. Lu la tenía. No quiero
decir que se lanzara a ello, o lo hubiera hablado conmigo, así que no puedo decir como lo sé,
pero lo sé. Ella... si, ella Paró, con la mirada perdida, quizá imaginando a Lulubelle en una cama en la habitación
trasera de un prostíbulo de Nevada, Lulubelle no llevaría nada mas que las medias, chupando
la polla tiesa de algún vaquero desconocido mientras desde otra habitación llega el
sonido de Steve Earle and the Dukes cantando “Six Days on the Road” o una TV dando
Hollywood Squares. Lulubelle prostituyéndose pero no muerta, el coche al lado de la carretera
–el pequeño Subaru que ella llevó a la boda- sin nada en la mirada. De la forma en que
la mirada de un animal, aparentemente atento, normalmente no significa nada.
“Puedo creerlo si quiero”, dijo, secándose los hinchados ojos con las muñecas.
“Seguro”, dije. “Apuesta por ello, L.T”. Preguntándome si los sonrientes hombres que oían su
historia mientras se comían la comida podrían imaginar a este L.T., este tembloroso hombre
con las mejillas pálidas y los ojos enrojecidos y la piel caliente.
“Diablos”, dijo, “lo creo”. Vaciló, y luego dijo otra vez: “lo creo”.
Cuando volví a casa, Roslyn estaba en la cama con un libro en la mano y la manta subida
hasta el pecho. Holly se había ido a casa mientras yo llevaba a L.T. a la suya. Roslyn estaba
de mal humor, y averigüé por qué muy pronto. La mujer detrás de la sonrisa de Mona Lisa
le había cogido cariño a mi amigo. Totalmente loca por él, quizás. Y no cabía duda de que mi
mujer no lo aprobaba.
“¿Cómo perdió el carné de conducir?” preguntó, y antes de que pudiera responder: “Bebiendo,
¿no?”.
“Bebiendo, si” Me senté en mi lado de la cama y me quité los zapatos. “Pero hace casi seis
meses, y si se mantiene limpio otros dos meses, lo recuperará. Creo que lo conseguirá. Va a
Alcohólicos Anónimos, lo sabes”.
Mi mujer gruñó, claramente no impresionada. Me quité la camisa, olí los sobacos, la colgué
en el armario. Solo la había usado una o dos horas, solamente para cenar.
“¿Sabes?”, dijo mi mujer, “creo que es una pena que la policía no le investigara mas a fondo
después de que su esposa desapareciera”.
“Le hicieron algunas preguntas”, dije, “pero solo para obtener la máxima información posible.
Nunca hubo ninguna duda de que lo hiciera, Ros. Nunca fue sospechoso de ello”.
“Oh, estás muy seguro”.
“En realidad, lo estoy. Sé algunas cosas. Lulubelle llamó a su madre desde un hotel al este
de Colorado el día que se fue, y volvió a llamarla desde Salt Lake City el día siguiente. Por
entonces ella estaba bien. Fue en días laborales, y L.T. estaba en la fábrica. También estaba
en la fábrica el día que encontraron su coche aparcado en una carretera comarcal cerca de
Caliente. A no ser que pueda transportarse mágicamente de lugar en lugar en un abrir y
cerrar de ojos, no pudo matarla. Además, no podría. La amaba.”
Ella gruñó. Era ese odioso sonido de escepticismo que hacía a veces. Incluso después de
treinta años de matrimonio, ese sonido todavía hace que quiera volverme y gritarle que pare,
que se vaya a la mierda o que saque los pies del tiesto, cualquiera de las dos, que diga lo
que tenga que decir o que se quede callada. Esta vez pensé en contarle cómo L.T. había llorado;
cómo estaba que parecía que tuviera un ciclón dentro de él, llorando desconsoladamente
por todo lo que no había podido retener. Pensé hacerlo, pero no lo hice. Las mujeres
no se fían de las lágrimas de los hombres. Pueden decir algo distinto, pero en el fondo no se
creen las lágrimas de los hombres.
“Quizá deberías llamar a la policía”, dije. “Ofréceles un poco de tu experta ayuda. Indícales
lo que han pasado por alto, como Angela Lansbury en Murder, She Wrote8”
Metí las piernas en la cama. Ella apagó la luz. Permanecimos tendidos en la oscuridad.
Cuando habló otra vez, su tono era más amable.
“No me gusta. Eso es todo. No me gusta y nunca lo hará”.
8 En España “Se ha escrito un crimen” (N. del T.)
“Sí”, dije. “Creo que eso lo aclara”.
“Y no me gusta la forma en que miraba a Holly”
Lo que significaba, tal y como averigüé finalmente, que no le gustaba la forma en que Holly
le miraba a él. Cuando no estaba mirando a su plato, claro.
“Preferiría que no volvieras a invitarle a cenar”, dijo.
Permanecí en silencio. Era tarde, Estaba cansado. Había sido un día duro, una tarde dura,
y estaba cansado. Lo último que quería era tener una discusión con mi esposa estando cansado
y ella preocupada. Era el tipo de discusión que podía llevarte a pasar la noche en el
sofá. Y la única forma de parar una discusión como esa es estar callado. En el matrimonio,
las palabras son como lluvia. Y la tierra del matrimonio está llena de cauces secos y arroyos
que pueden convertirse en torrentes en un abrir y cerrar de ojos. Los terapeutas creen en el
diálogo, pero la mayoría de ellos son divorciados o maricones. El silencio es el mejor amigo
del matrimonio.
Silencio.
Al cabo de un rato, mi mejor amigo giró hacia su lado, lejos de mí al lugar al que ella iba
cuando finalmente daba por terminado el día. Permanecí despierto largo rato, pensando en
un polvoriento coche pequeño, quizá una vez fue blanco, caído en una zanja junto a una
carretera comarcal en el desierto de Nevada, no demasiado lejos de Caliente. La puerta del
conductor permanentemente abierta, el retrovisor arrancado de su enganche y caído en el
suelo, el asiento delantero empapado de sangre y marcada con las huellas de los animales
que han venido a investigar, quizá a probarla.
Había un hombre –creen que era un hombre, normalmente lo es- que había descuartizado a
cinco mujeres en aquella parte del mundo, cinco en tres años, la mayoría durante la época
en que L.T. había vivido con Lulubelle. Cuatro de las mujeres estaban de paso. De alguna
manera debió conseguir que pararan, las arrastró fuera de sus coches, las violó, las descuartizó
con un hacha, abandonándolas uno o dos desvíos mas allá para los buitres y los
cuervos y las comadrejas. La quinta víctima fue la esposa de un anciano ranchero. La policía
llama a este asesino el Hombre del Hacha. Cuando escribo esto, el Hombre del Hacha
todavía no ha sido detenido. No ha vuelto a matar; si Cynthia Lulubelle Simms DeWitt fue la
sexta victima del Hombre del Hacha, también fue la última, al menos por ahora. Todavía
hay algunas dudas, sin embargo, sobre si fue o no la sexta víctima. Si no en la mayoría de
las mentes, esa duda existe en la mente de L.T. que todavía se permite tener esperanza.
La sangre del asiento no era sangre humana, ¿sabéis?; a la Unidad Forense del Estado de
Nevada le llevó menos de cinco horas determinarlo. El trabajador de rancho que encontró el
Subaru de Lulubelle vio una nube de pájaros a media milla, y cuando llegó no encontró una
mujer descuartizada, sino un perro descuartizado. Poco quedaba aparte de huesos y dientes;
depredadores y carroñeros habían tenido su día, y no había demasiada carne de un
terrier Jack Russell con lo que empezar. No cabe duda de que el Hombre del Hacha encontró
a Frank; el destino de Lulubelle es probable, pero está lejos de ser seguro.
Quizá, pensé, ella está viva. Cantando “Tie a Yellow Ribbon” en The Jailhouse en Ely o “Take
a Message to Michael” en The Rose of Santa Fe en Hawthorne. Vestida con un conjunto de
tres piezas. Hombres viejos intentando parecer jóvenes con chalecos rojos y negras corbatas
de lazo. O quizá esté aplastando vaqueros de GM9 en Austin o Wendover –doblándolos hacia
delante hasta que sus pechos se aplasten contra sus muslos, bajo un calendario en el que
aparecen tulipanes en Holanda; sujetando pares y pares de nalgas flácidas en sus manos y
pensando en qué ver en la TV esa noche, cuando termine su turno. Quizá ella aparcó a un
lado de la carretera y se fue caminando. La gente hace eso. Lo sé, y probablemente vosotros
también. Algunas veces la gente dice “a la mierda” y se marcha. Quizá ella dejó a Frank
atrás, pensando que alguien llegaría y le daría un buen hogar, sólo que fue el Hombre del
Hacha el que llegó, y...
9 GM Cowboys. Debe ser algo así como globos con forma de vaquero. No estoy seguro, así
que si alguien lo sabe, que avise (N. del T.)

Pero no. Conocía a Lulubelle, y aunque me vaya la vida no puedo verla abandonado un perro
que probablemente se ase hasta la muerte o muera de hambre en el yermo. Especialmente
un perro que amaba de la manera en que amaba a Frank. No, L.T. no exageraba sobre
eso, yo los había visto juntos, y lo sabía.
Ella todavía podría estar viva en alguna parte. Técnicamente hablando, al menos. L.T. está
en lo cierto sobre eso. Solo porque yo no puedo imaginar una situación que lleve a ese coche
con la puerta permanente abierta y el retrovisor caído en el suelo y el perro muerto y picoteado
por los cuervos dos desvíos mas allá, solo porque no puedo imaginar una situación
que lleve desde ese lugar cerca de Caliente a algún otro lugar donde Lulubelle Simms cante
o cosa o haga mamadas a los camioneros, fuera de peligro y de incógnito, bien, eso no significa
que dicha situación no exista. Como le dije a L.T., no es como si hubieran encontrado
su cuerpo, sólo encontraron su coche, y los restos del perro cerca del coche. Lulubelle podría
estar en cualquier parte. Podéis estar seguros de eso.
No podía dormir y estaba sediento. Me levanté, fui al baño, y saque los cepillos de dientes
del vaso en el que los guardamos cerca del lavabo. Llené el vaso de agua. Luego me senté
sobre la tapa del váter y bebí el agua y pensé en el sonido que hacen los gatos Siameses, ese
extraño aullido, cómo suena bien si te gustan, cómo debe sonar cuando llegas a casa.

FIN

miércoles, 12 de noviembre de 2008

SLIDE DARK

SLIDE DARK





miércoles, 8 de octubre de 2008

EL DIABLO ESTABA ENFERMO -- BRUCE ELLIOT

EL DIABLO ESTABA ENFERMO -- BRUCE ELLIOT
EL DIABLO ESTABA ENFERMO
Bruce Elliot

_
Habían transcurrido evos desde que un paciente violento de verdad atravesó por la
fuerza el umbral del Asilo de Cuerdos, Había pasado tanto tiempo, que el ojo del
observador ya no se detenía para leer las palabras fundidas en el duradero cristometal
que figuraba en la entrada. Antaño un desafío a lo desconocido, el tiempo las había
convertido en una frase típica: “Un malvado no es más que un héroe enfermo". La
autenticidad de tal divisa era probada, ya no merecía consideraci6n. Pero las palabras
permanecieron allí... hasta el día en el que Acleptos tomó el cincel para cambiar dos de
ellas.
Todo comenzó porque hallar un tema inédito para una tesis se había hecho más difícil
que graduarse. Acleptos descubrió, después de ardua investigación, tres temas que
creyó podrían ser aceptados por la Máquina como originales.
Tragó saliva al presentar la lista al ojo omnisciente del computador. Decía: Sedimento
activado y qué hacían los antiguos con él. La Caída de la democracia y por qué se
produjo. Diablos, demonios y demonología:
La Máquina contestó casi al punto: "En el año 4357 Jac Bard escribió la última palabra
sobre sedimento activado. Doscientos años más tarde el último elemento desconocido
con relación a la caída de la democracia fue analizado detalladamente por el historiador
Hermios".
Hubo una breve pausa. Acleptos contuvo la respiración. Si el último había sido ya
estudiado, necesitaría otros veinte años de trabajo para hallar más posibles temas. La
Máquina respondió: "Hay dos aspectos de los demonios que hasta ahora nadie me ha
propuesto. Consiste en si son reales o imaginables, y si son reales, lo que son. Si son
imaginarios, cómo se producen".
Acleptos sintió que su interior se inundaba de una nueva vida y esperanza. Enderezó
sus hombros y se alejó de la: Máquina. Por fin, después de tantos años tenía una
oportunidad. Por supuesto _y el pensamiento le hizo dudar_, por supuesto, era
probable que no consiguiera arrojar nueva luz sobre tal problema. Pero ya disponía de
algo con qué trabajar. Los años pasados en las enormes bibliotecas, y todo el trabajo
efectuado en casi todos los campos del saber humano, habían producido al fin algún
resultado.
Una década atrás, la última vez que presentó una lista a la Máquina, había creído
encontrar un tema cuando descubrió referencias, en la sala de documentos antiguos,
sobre alguien conocido bajo el nombre de Dios. Lo que le había llamado la atención
había sido la letra "D" mayúscula aplicada al nombre. Pero la Máquina le había
proporcionado una gran cantidad de detalles sobre aquel tema, terminando con un
texto escrito hacía unos mil años y en el que se demostraba la inexistencia de tal ser.
Esta tesis, así creía la Máquina, había acabado con todas las futuras especulaciones
sobre el tema.
Por simple curiosidad, Acleptos había comprobado la referencia y se mostró conforme
como siempre, con el dictamen de la Máquina.
Había sido en verdad un golpe de genio pensar en la antitesis de Dios, decidió Acleptos
sonriendo para sí. Ahora podría seguir adelante. Realizaría sus investigaciones, se
graduaría, y entonces... entonces ya no habría nada que le detuviese. Podría
abandonar la Tierra y dar su próximo paso. Echó la cabeza hacia atrás para contemplar
las estrellas. Aquel era el camino a seguir. Se permanecía atado a la Tierra hasta
efectuar alguna investigación original, pero una vez terminada el derecho autorizaba
emigrar adonde se quisiera.
Había un planeta más allá de Alfa Centauro, que ella había elegido. Y le había
prometido esperarle por mucho tiempo que pasara. Acleptos no se sintió tan deprimido
en su vida como el día que la Máquina aprobó la tesis de ella. Durante largo tiempo
tuvo la impresión de haberla perdido para siempre. Pero ahora los años ya no parecían
interminables. Su investigación había dado resultado.
Silbando alegremente penetró en el archivo y comenzó a trabajar. Oprimiendo el botón
que mostraba las letras d-i-a y d-e-m-o, esperó a que el intrincado sistema de relés
ejecutase su función. Con un suave zumbido resbalaron por el tubo neumático los
carretes adecuados.
Tres semanas más tarde decidió que poseía más conocimientos sobre diablos,
demonios y "otras bestias de piernas largas que vagan durante la noche" que cualquier
otro habitante de la tierra. Acleptos movió la cabeza pensativo. ¡Pensar que el hombre
había descendido tan bajo como para creer en tales cosas!
Se vio obligado a trabajar horas extraordinarias en la máquina de traducir. Todo cuanto
había encontrado estaba escrito en latín. ¡Y pensar, también, que durante todos sus
años de estudio jamás había oído hablar de aquella lengua!
¡Qué basura! Acleptos se indignaba al descubrir la existencia de una época en la que el
homo sapiens había creído en tales tonterías. Increíble, pero aquello ocurrió
muchísimos años antes. Se encogió de hombros. Llegó el momento de ponerse a
trabajar sobre el problema básico. Su más íntimo amigo, Ttom, entró en el laboratorio
de investigación. Ni siquiera le había hecho una visita. ¡Ni tampoco le había
comunicado su éxito!
_¿Qué...?
Ttom examinó de una ojeada la impecable estancia verde. Sobre la mesa de cristal, un
cocodrilo disecado le miraba fijamente. Descansando contra su escamosa piel había
vasijas de vidrio de diferentes formas y rodeaban al saurio cajas, bandejas con polvillo.
Sobre la pared una máquina del tiempo anunció:
_...Esta noche habrá luna llena, y...
Acleptos la apagó.
_¡Llegas oportunamente! _exclamó con alegría.
_¿Para qué?
Tras esta pregunta el rostro de Ttom se sonrojó como el de un niño y exclamó a
continuación:
_¡Lo has conseguido! ¡Has encontrado un tema!...¡Acleptos... me alegro tanto!
_Gracias.
Y acto seguido Acleptos se vio obligado a preguntar a su vez:
_¿y tú?
_Todavía nada...
Pero Ttom se sentía demasiado contento por el éxito de su amigo que volvió a
preguntar:
_¿Y se puede saber qué has encontrado?
-Diablos y demonios _respondió Acleptos, iniciando de nuevo la mezcla de unos
cuantos polvos.
_¿Qué es eso?
_Una superstición primitiva. Mi trabajo consiste en averiguar si fueron reales o sólo una
palabra para designar a los malvados o enfermos... o lo que los antiguos denominaban
con estas palabras.
_¿Cómo piensas hacerlo? ¿Qué son todas esas cosas que tienes ahí? _preguntó
Ttom, señalando los objetos que había sobre la mesa.
-Voy a seguir las fórmulas anotadas en unos viejos manuscritos y observar qué sucede.
Acleptos había trabajado mucho para reunir todos los extraños objetos que el
manuscrito mencionaba. Y miró hacia la mesa y vio que tenia cuanto necesitaba.
Aquella misma noche, con la luna llena...
_Muchos elementos intervienen en el proceso de "conjurar demonios". Si quieres
esperar, quizá lo encuentres interesante.
_Naturalmente. No tengo nada que hacer. Pensé que había tropezado con algo
nuevo..., y lo de siempre, alguien se me había adelantado ya. Acleptos, ¿qué sucederá
cuando ya no queden más campos de saber humano, cuando no haya temas que
tratar, ni nada sobre lo que escribir?
_¡Yo me hacía esa misma pregunta hasta que descubrí a los demonios! Pero creo que
eso tardará en ocurrir y que la Máquina habrá tomado ya sus medidas.
_Estoy empezando a creer que ya ha llegado el momento. Acleptos, ¡eres el único que
ha encontrado un tema en cinco años!
Y al pronunciar estas últimas palabras, Ttom trató de esconder una nota de amargura.
_Sé lo que diría la Máquina, Ttom. _le respondió Acleptos_. Diría que si yo he
descubierto un tema también puedes hacerlo tú.
Al tiempo que hablaba, Acleptos vertió un liquido rojo en una probeta y luego añadió
cierta cantidad de polvillo violeta.
Ttom gruñó:
_Supongo que tienes razón. Sin embargo, olvidemos mis problemas. ¿Qué sucede
ahora?
_Nada hasta la medianoche. Cuando la luna esté llena, pronunciaré ciertas palabras,
encenderé estas cosas que hay aquí _en el manuscrito las llaman velas_ y aguardaré
la aparición de un diablo o un demonio.
Ambos se echaron a reír.
A medianoche, todavía sonriente, Ttom, tomó asiento al borde de un dibujo peculiar
que Acleptos había trazado en el suelo. Se llamaba pentáculo. Acleptos había colocado
una vela negra en cada uno de sus ángulos. También había quemado ciertos productos
químicos, pronunciando unas frases que Ttom ni siquiera trató de entender.
Al principio fue divertido. A medida que pasaba el tiempo, los dos hombres se
impacientaron. Nada sucedía. Acleptos dejó de pronunciar sus extrañas frases y dijo:
_Bien, ya conozco la respuesta a la primera pregunta de la Máquina. Los demonios son
imaginarios y no reales.
Y entonces fue cuando sucedió.
Se extendió por la estancia un olor mucho más intenso que el de los productos
químicos. Luego se produjo una especie de gris luminosidad cerca del dibujo trazado
en el suelo.
Acleptos gritó:
_¡Ttom, lo olvidé! Los antiguos libros dicen que es preciso permanecer dentro del
pentáculo para protegerse... de lo que sea.
Poniéndose en pie de un salto, Ttom se acercó precipitadamente al pentáculo. Pero
antes de lograrlo, la cosa se había hecho ya sólida. Alzó sus cerrados párpados y
cuando sus ojos se fijaron en él, vio tanta malevolencia concentrada en aquella mirada
que Ttom sintió algo que jamás había experimentado antes. Sólo gracias a sus
numerosas y variadas lecturas supo que tal sensación se denominaba antiguamente
miedo.
La cosa dijo:
_Por fin.
Hasta su voz era enervante. Acleptos estaba aturdido. Había realizado el experimento
porque era el sistema lógico de investigación, pero nunca imaginó que tal experimento
llegase a tener éxito.
La cosa se frotó unos extraños dedos que mostraban muchas falanges, y dijo:
_Miles de años, esperando... esperando en la obscuridad la llamada que nunca
llegaba. Al principio creí que El había vencido..., pero entonces yo habría dejado de
existir.
Encogió sus escamosos hombros y abrió más los ojos rojizos. Eran fascinantes. Las
extrañas pupilas cambiaban constantemente de color. Miró primero a Acleptos y luego
a Ttom y dijo:
_Así que nada ha cambiado. Los adeptos y el sacrificio, como siempre.
La cosa cloqueó en un terrible estertor. Luego añadió:
_¿Qué recompensa deseas a cambio? _preguntó mirando a Acleptos.
La cosa no esperó respuesta. Volvió a frotarse los largos dedos. El sonido resultante
fue lo único que se oyó en la estancia. La cosa miró a Acleptos y dijo:
_Ya veo, nada ha cambiado. Una mujer. Muy bien, aquí está.
La cosa hizo una serie de gestos en el aire y antes de que Acleptos pudiese aclarar la
garganta para negar, ella ya estaba allí. Parecía atemorizada. Sus cabellos eran lo más
hermoso que Acleptos hubiese visto en su vida. Y también su cuerpo. Estaba desnuda,
como él había imaginado, puesto que el planeta elegido por ella era cálido. Pero no
había vergüenza en su actitud. Sólo temor.
_¡Envíala de nuevo allí! ¿Cómo te atreves a arrastrarla por el espacio interestelar?
¡Estúpido! ¡Podías haberla matado!
Acleptos ya no temía la cosa. El único pánico que experimentaba era por su amada.
La mujer desapareció con la misma rapidez que se había presentado:
La cosa gruñó:
_No sabía que la amabas. Creí que era únicamente el sexo lo que deseabas..., ¿acaso
quieres oro? Todos codician oro...
Y una vez más hizo extraños gestos en el aire.
Acleptos comprendió que la situación se estaba haciendo ridícula. Aclaró la garganta y
dijo:
_¡Basta!
La cosa se detuvo en su trabajo, y de ser capaz de exteriorizar alguna emoción, ésta
habría sido la sorpresa. Luego preguntó:
_¿Ahora qué? ¿Cómo conseguiré oro para ti si me interrumpes?
Acleptos estaba indignado. La indignación al igual que el temor que la había Precedido,
era una nueva emoción para él. Respondió:
_No te muevas. Soy el amo y tú el esclavo.
Aquellas palabras estaban en las indicaciones que había leído. Ignoraba el significado
de ambas palabras, pero el libro ponía mucho. énfasis en ellas.
La cosa mantuvo inmóvil su cabeza, pero sus ojos observaron con deseo el cuerpo de
Ttom.
Dominando su nueva emoci6n, Acleptos dijo:
_No pareces comprender. No deseo oro...
Ttom dijo:
_Recuerdo esa palabra en mis lecturas. Los antiguos solían cambiarlo por plomo o por
algún metal valioso que fuera parecido.
Acleptos prosiguió:
_Y, desde luego, no quiero que ella regrese de Alfa Centauro.
_¡Poder! _exclamó la cosa sonriendo_. Eso nunca falla. Cuando son demasiado viejos
para el sexo y demasiado ricos para el oro, siempre desean poder.
Y sus manos comenzaron a moverse nuevamente.
_¡Alto! -gritó Acleptos por primera vez en su vida.
La cosa se paralizó.
Acleptos indicó:
_No hagas eso otra vez. ¡Me molesta! No quiero poder y no me digas lo que es porque
no me interesa. Ahora, no te muevas de ahí y contesta algunas preguntas.
_La cosa pareció encogerse un poco, y preguntó casi con timidez:
_Pero..., ¿para qué me has llamado? Si no quieres nada de mí, tampoco puedo aceptar
nada de ti...
La cosa abrió los ojos y los clavó en Ttom, mientras con la punta de la lengua
humedecía sus escamosos labios.
_Quiero alguna información. ¿Cuánto tiempo vivís... los demonios?
_¿Vivir... ? Siempre, por supuesto.
_¿Y cuál es vuestra función?
_Tentar al hombre para apartarle de la senda del bien.
Las palabras surgían velozmente de labios de la cosa, pero Acleptos no acababa de
entenderlas del todo. Sin embargo, quedaban grabadas para volver a escucharlas más
tarde y darles algún sentido.
_¿Por qué deseáis hacer eso? _interrogó Acleptos.
El demonio le miró como si dudase de su estado mental. Respondió:
_Para que el hombre disponga libremente de su voluntad, desde luego. Debe escoger
entre el bien y el mal.
_¿Qué significan esas palabras... el bien y el mal?
El demonio tomó asiento sobre sus talones sin prestar la menor atención a las espuelas
que se hundían en sus propias posaderas. Volvió a contestar:
_Todos estos años sentado en la oscuridad, y que ahora me llamen para esto...
Agitó la cabeza y de pronto pareció adoptar una especie de decisión. Se puso en pie y
luego, se lanzó sobre Ttom.
Acleptos alzó el arma especial y oprimió el botón. La extraña criatura se paralizó de
modo instantáneo para caer al suelo boca abajo.
Ttom tragó saliva y dijo:
---Creí que nunca ibas a usarla. Llamaré al Asilo de Cuerdos para que se lleven a esta
pobre criatura enferma.
Asintiendo con un movimiento de cabeza, Acleptos dijo:
_Esto es mucho más interesante de lo que había supuesto.
Luego tomó asiento, pensativo, hasta que llegó el ambu-bus. Era la primera llamada
urgente que el Asilo recibía desde hacía un siglo, pero los dispositivos funcionaron
perfectamente.
Ttom y Acleptos observaron cómo los robots recogían a la cosa y la alzaban en sus
brazos de metal. Después les siguieron hasta que colocaron la cosa en el ambu-bus,
que partió velozmente hacia el Asilo.
A medio camino, Acleptos habló por primera vez:
_¿Te das cuenta de la ironía que hay en todo esto? _preguntó.
_¿A qué te refieres?
Ttom todavía contemplaba a la cosa, que yacía como si estuviese muerta.
_Los diablos, ¿te das cuenta de lo que son? No son más que seres con otra dimensión.
De alguna manera, en alguna época, un ser humano, en épocas muy remotas, utilizó
las matemáticas, para superar la barrera de las dimensiones. Sin saber que hacía,
envuelto en plena superstici6n, pensó que los sortilegios constituían una llamada,
cuando el dibujo, el calor de las velas y las palabras misteriosas, se combinan en una
clave que abría esa otra dimensión.
_Bien, parece razonable. ¿Dónde está la ironía?
Acleptos parecía a punto de llorar. Respondió:
_¿No comprendes? La humanidad luchaba por salir de las tinieblas, cuando siempre
sus hermanos ignorados e inmortales podían conquistar el espacio simplemente
colocando sus manos en el. punto preciso. El hombre, ciego por sus creencias
supersticiosas, fue incapaz de aprender nada de estos "diablos". Pero la peor ironía es
que los "diablos" no podían ayudar al hombre porque eran deficientes mentales...
Ttom asintió con un movimiento de cabeza.
_Una raza casi imbécil y de talento increíble vivía cerca de nosotros y nunca lo
supimos. La. Máquina tiene razón. Tenemos mucho que aprender. Me equivocaba
cuando dije que todo era ya conocido.
Tal vez el arma usada no se hallaba a punto o el diablo poseía formidables poderes de
recuperación, pero el caso es que al apearse del ambu-bus la extraña criatura
despertó. Empezó a gritar, cuando los robots intentaron que traspasasen el umbral del
Asilo de Cuerdos.
Se debatió de tal manera que incluso las cintas de metal que animaban a los robots se
tensaron. Acleptos vio como las manos de la criatura comenzaban a moverse como
antes.
Gritó a los androides que le retenían:
_¡Sujetarle las manos!
Las manos metálicas se plegaron sobre los largos dedos que se retorcían y la cosa
dejó de luchar. Se abrió una puerta y uno de los doctores le dirigió hacia ellos.
Dijo:
_¿Qué es eso?
Mientras Acleptos se lo explicaba, Ttom pasó un dedo suavemente sobre las palabras
que formaban la divisa de la puerta. Vela las palabras, sus dedos las sentían, pero las
había visto demasiadas veces. No quedaron grabadas en su mente.
Cuando Acleptos terminó, el doctor dijo:
_Entiendo. Bien, lo arreglaremos inmediatamente. ¡Será curioso hacer recuperar el
sentido común a otra criatura dimensional!
Acleptos preguntó:
_Cree usted que está enfermo o que se trata de un estúpido?
_El doctor sonrió.
_Enfermo. Estoy seguro. Ningún ser sano se hubiese comportado de ese modo. ¿Le
gustaría verlo?
_Desde luego. Siento un gran interés.
Acleptos tomó por un brazo a Ttom y añadió:
_...Imagínate, si logramos curarle, significará la Comunicación con toda una raza de
criaturas. ¿No es maravilloso?
_Acleptos _murmuró Ttom con tono preocupado_, hay algo que no hemos tenido en
cuenta. En todas mis lecturas, en todos los datos de que disponemos sobre el universo
y sus extrañas criaturas, nunca hallé nada referente a la inmortalidad. ¿Has pensado
en esto?
_Naturalmente, pero eso es otra prueba de la razón que tiene la Máquina al asegurar
que no lo conocemos todo. ¡Es tan emocionante! Me cuesta trabajo esperar a
contárselo. ¿No será una sorpresa para ella saber que no fue un sueño su presencia
en mi laboratorio, sino .que realmente estuvo allí, atravesando el espacio y el tiempo
junto a una criatura enferma que ha vivido siempre?
En la sala de operaciones no había escalpelos, esponjas, ni grapas. El doctor extendió
a la cosa sobre la mesa. Los androides la sostuvieron por las manos..El doctor tomó un
instrumento. Una luz intermitente surgió de sus lentes en forma de S. El doctor bañó la
cosa con la luz y luego dijo:
_Sólo será un momento. Es decir, si da resultado. De lo contrario habrá que tomar
otras muchas medidas.
Súbitamente su voz se quebró. Acleptos retrocedió de la mesa hasta que su espalda
tocó la pared. Ttom abrió la boca, asombrado. Únicamente los robots permanecieron
impasibles.
Pues la cosa estaba cambiando. En los lugares donde llegaba la luz caían las
escamas.
El doctor ordenó a los robots:
_¡Dejadla libre!
Al hacerlo así la criatura se alzó en todo su esplendor. Una luz dorada iluminaba su
dulce rostro. Se acercó hasta la ventana y la sonrisa que esbozaron sus labios era
como una despedida. Subió un momento al alféizar y se detuvo unos segundos antes
de extender unas enormes alas blancas.
Luego murmuró:
_Pax vobiscum.
Las alas se agitaron y se fue, envuelto en serenidad.
Esa fue la razón de que Acleptos cambiara las palabras de la divisa que campeaba en
la entrada del Asilo de Cuerdos. Ahora decían:
Un diablo no es más que un ángel enfermo
La máquina se ha detenido, por supuesto. Su razón de ser y su fuerza era la
infalibilidad. Y estaba equivocada sobre la tesis relativa a la existencia de Dios con una
D mayúscula.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

TERROR ONIRICO -- EL SABUESO -- HOWARD P. LOVECRAFT

TERROR ONIRICO -- EL SABUESO -- HOWARD P. LOVECRAFT
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EL SABUESO
H. P. Lovecraft
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En mis torturados oídos resuenan incesantemente un chirrido y un aleteo de pesadilla, y un breve ladrido lejano como el de un gigantesco sabueso. No es un sueño... y temo que ni siquiera sea locura, ya que son muchas las cosas que me han sucedido para que pueda permitirme esas misericordiosas dudas.
St. John es un cadáver destrozado; únicamente yo sé por qué, y la índole de mi conocimiento es tal que estoy a punto de saltarme la tapa de los sesos por miedo a ser destrozado del mismo modo. En los oscuros e interminables pasillos de la horrible fantasía vagabundea Némesis, la diosa de la venganza negra y disforme que me conduce a aniquilarme a mí mismo.
¡Que perdone el cielo la locura y la morbosidad que atrajeron sobre nosotros tan monstruosa suerte! Hartos ya con los tópicos de un mundo prosaico, donde incluso los placeres del romance y de la aventura pierden rápidamente su atractivo, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos los movimientos estéticos e intelectuales que prometían terminar con nuestro insoportable aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas fueron nuestros en su época, pero cada nueva moda quedaba vaciada demasiado pronto de su atrayente novedad.
Nos apoyamos en la sombría filosofía de los decadentes, y a ella nos dedicamos aumentando paulatinamente la profundidad y el diabolismo de nuestras penetraciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en hacerse pesados, hasta que finalmente no quedó ante nosotros más camino que el de los estímulos directos provocados por anormales experiencias y aventuras «personales». Aquella espantosa necesidad de emociones nos condujo eventualmente por el detestable sendero que incluso en mi actual estado de desesperación menciono con vergüenza y timidez: el odioso sendero de los saqueadores de tumbas.
No puedo revelar los detalles de nuestras impresionantes expediciones, ni catalogar siquiera en parte el valor de los trofeos que adornaban el anónimo museo que preparamos en la enorme casa donde vivíamos St. John y yo, solos y sin criados. Nuestro museo era un lugar sacrílego, increíble, donde con el gusto satánico de neuróticos «dilettanti» habíamos reunido un universo de terror y de putrefacción para excitar nuestras viciosas sensibilidades. Era una estancia secreta, subterránea, donde unos enormes demonios alados esculpidos en basalto y ónice vomitaban por sus bocas abiertas una extraña luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías ocultas hacían llegar hasta nosotros los olores que nuestro estado de ánimo apetecía: a veces el aroma de pálidos lirios fúnebres, a veces el narcótico incienso de unos funerales en un imaginario templo
oriental, y a veces —¡cómo me estremezco al recordarlo!— la espantosa fetidez de una tumba descubierta.
Alrededor de las paredes de aquella repulsiva estancia había féretros de antiguas momias alternando con hermosos cadáveres que tenían una apariencia de vida, perfectamente embalsamados por el arte del moderno taxidermista, y con lápidas mortuorias arrancadas de los cementerios más antiguos del mundo. Aquí y allá, unas hornacinas contenían cráneos de todas las formas, y cabezas conservadas en diversas fases de descomposición. Allí podían encontrarse las podridas y calvas coronillas de famosos nobles, y las tiernas cabecitas doradas de niños recién enterrados.
Había allí estatuas y cuadros, todos de temas perversos y algunos realizados por St. John y por mí mismo. Un portafolio cerrado, encuadernado con piel humana curtida, contenía ciertos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no se había atrevido a publicar. Había allí nauseabundos instrumentos musicales, de cuerda, de metal y de viento, en los cuales St. John y yo producíamos a veces disonancias de exquisita morbosidad y diabólica lividez; y en una multitud de armarios de caoba reposaba la más increíble colección de objetos sepulcrales nunca reunidos por la locura y perversión humanas. Acerca de esa colección debo guardar un especial silencio. Afortunadamente, tuve el valor de destruirla mucho antes de pensar en destruirme a mí mismo.
Las expediciones, en el curso de las cuales recogíamos nuestros nefandos tesoros, eran siempre memorables acontecimientos desde el punto de vista artístico. No éramos vulgares vampiros, sino que trabajábamos únicamente bajo determinadas condiciones de humor, paisaje, medio ambiente, tiempo, estación del año y claridad lunar. Aquellos pasatiempos eran para nosotros la forma más exquisita de expresión estética, y concedíamos a sus detalles un minucioso cuidado técnico. Una hora inadecuada, un pobre efecto de luz o una torpe manipulación del húmedo césped, destruían para nosotros la extasiante sensación que acompañaba a la exhumación de algún ominoso secreto de la tierra. Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y condiciones excitantes era febril e insaciable. St. John abría siempre la marcha, y fue él quien descubrió el maldito lugar que acarreó sobre nosotros una espantosa e inevitable fatalidad.
¿Qué desdichado destino nos atrajo hasta aquel horrible cementerio holandés? Creo que fue el oscuro rumor, la leyenda acerca de alguien que llevaba enterrado allí cinco siglos, alguien que en su época fue un saqueador de tumbas y había robado un valioso objeto del sepulcro de un poderoso. Recuerdo la escena en aquellos momentos finales: la pálida luna otoñal sobre las tumbas, proyectando sombras alargadas y horribles; los grotescos árboles, cuyas ramas descendían tristemente hasta unirse con el descuidado césped y las estropeadas losas; las legiones de murciélagos que volaban contra la luna; la antigua capilla cubierta de hiedra y apuntando con un dedo espectral al pálido cielo; los fosforescentes insectos que danzaban como fuegos fatuos bajo las tejas de un alejado rincón; los olores a moho, a vegetación y a cosas menos explicables que se mezclaban débilmente con la brisa nocturna procedente de lejanos mares y pantanos; y, lo peor de todo, el triste aullido de algún gigantesco sabueso al cual no podíamos ver
ni situar de un modo concreto. Al oírlo nos estremecimos, recordando las leyendas de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de localizar había sido encontrado hacía siglos en aquel mismo lugar, destrozado por las zarpas y los colmillos de un execrable animal.
Recuerdo cómo excavamos la tumba del vampiro con nuestras azadas, y cómo nos estremecimos ante el cuadro de nosotros mismos, la tumba, la pálida luna vigilante, las horribles sombras, los grotescos árboles, los murciélagos, la antigua capilla, los danzantes fuegos fatuos, los nauseabundos olores, la gimiente brisa nocturna y el extraño aullido cuya existencia objetiva apenas podíamos estar seguros.
Luego, nuestros azadones chocaron contra una sustancia dura, y no tardamos en descubrir una enmohecida caja de forma oblonga. Era increíblemente recia, pero tan vieja que finalmente conseguimos abrirla y regalar nuestros ojos con su contenido.
Mucho —sorprendentemente mucho— era lo que quedaba del cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque aplastado en algunos lugares por las mandíbulas de la cosa que le había producido la muerte, se mantenía unido con asombrosa firmeza, y nos inclinamos sobre el descarnado cráneo con sus largos dientes y sus cuencas vacías en las cuales habían brillado unos ojos con una fiebre semejante a la nuestra. En el ataúd había un amuleto de exótico diseño que, al parecer, estuvo colgado del cuello del durmiente. Representaba a un sabueso alado, o a una esfinge con un rostro semicanino, y estaba exquisitamente tallado al antiguo gusto oriental en un pequeño trozo de jade verde. La expresión de sus rasgos era sumamente repulsiva, sugeridora de muerte, de bestialidad y de odio. Alrededor de la base llevaba una inscripción en unos caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y en el fondo, como un sello de fábrica, aparecía grabado un grotesco y formidable cráneo.
En cuanto echamos la vista encima al amuleto supimos que debíamos poseerlo; que aquel tesoro era evidentemente nuestro botín. Aun en el caso que nos hubiera resultado completamente desconocido lo hubiéramos deseado, pero al mirarlo de más cerca nos dimos cuenta que nos parecía algo familiar. En realidad, era ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores cuerdos y equilibrados, pero nosotros reconocimos en el amuleto la cosa sugerida en el prohibido Necronomicon del árabe loco Adbul Alhazred; el horrible símbolo del culto de los devoradores de cadáveres de la inaccesible Leng, en el Asia Central. No nos costó ningún trabajo localizar los siniestros rasgos descritos por el antiguo demonólogo árabe; unos rasgos extraídos de alguna oscura manifestación sobrenatural de las almas de aquellos que fueron vejados y devorados después de muertos.
Apoderándonos del objeto de jade verde, dirigimos una última mirada al cavernoso cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal como la habíamos encontrado. Mientras nos marchábamos apresuradamente del horrible lugar, con el amuleto robado en el bolsillo de St. John, nos pareció ver que los murciélagos descendían en tropel hacía la tumba que acabábamos de
profanar, como si buscaran en ella algún repugnante alimento. Pero la luna de otoño brillaba muy débilmente, y no pudimos saberlo a ciencia cierta.
Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto holandés para regresar a nuestro hogar, nos pareció oír el leve y lejano aullido de algún gigantesco sabueso. Pero el viento de otoño gemía tristemente, y no pudimos saberlo con seguridad.
Menos de una semana después de nuestro regreso a Inglaterra comenzaron a suceder cosas muy extrañas. St. John y yo vivíamos como reclusos; sin amigos, solos y en unas cuantas habitaciones de una antigua mansión, en una región pantanosa y poco frecuentada; de modo que en nuestra puerta resonaba muy raramente la llamada de un visitante.
Ahora, sin embargo, estábamos preocupados por lo que parecía ser un frecuente roce en medio de la noche, no sólo alrededor de las puertas, sino también alrededor de las ventanas, lo mismo en las de la planta baja que en las de los pisos superiores. En cierta ocasión imaginamos que un cuerpo voluminoso y opaco oscurecía la ventana de la biblioteca cuando la luna brillaba contra ella, y en otra ocasión creímos oír un aleteo no muy lejos de la casa. Una minuciosa investigación no nos permitió descubrir nada, y empezamos a atribuir aquellos hechos a nuestra imaginación, turbada aún por el leve y lejano aullido que nos pareció haber oído en el cementerio holandés. El amuleto de jade reposaba ahora en una hornacina de nuestro museo, y a veces encendíamos una vela extrañamente aromada delante de él. Leímos mucho en el Necronomicon de Alhazred acerca de sus propiedades y acerca de las relaciones de las almas con los objetos que las simbolizan y quedamos desasosegados por lo que leímos.
Luego llegó el terror.
La noche del 24 de septiembre de 19... oí una llamada en la puerta de mi dormitorio. Creyendo que se trataba de St. John le invité a entrar, pero sólo me respondió una espantosa risotada. En el pasillo no había nadie. Cuando desperté a St. John y le conté lo ocurrido, manifestó una absoluta ignorancia del hecho y se mostró tan preocupado como yo. Aquella misma noche, el leve y lejano aullido sobre las soledades pantanosas se convirtió en una espantosa realidad.
Cuatro días más tarde, mientras nos encontrábamos en el museo, oímos un cauteloso arañar en la única puerta que conducía a la escalera secreta de la biblioteca. Nuestra alarma aumentó, ya que, además de nuestro temor a lo desconocido, siempre nos había preocupado la posibilidad que nuestra extraña colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos acercamos a la puerta y la abrimos bruscamente de par en par; se produjo una extraña corriente de aire y oímos, como si se alejara precipitadamente, una rara mezcla de susurros, risitas entre dientes y balbuceos articulados. En aquel momento no tratamos de decidir si estábamos locos, si soñábamos o si nos enfrentábamos con una realidad. De lo único que sí nos dimos cuenta, con la más negra de las aprensiones, fue que los balbuceos aparentemente incorpóreos habían sido proferidos en idioma holandés.
Después de aquello vivimos en medio de un creciente horror, mezclado con cierta fascinación. La mayor parte del tiempo nos ateníamos a la teoría que estábamos enloqueciendo a causa de nuestra vida de excitaciones anormales, pero a veces nos complacía más dramatizar acerca de nosotros mismos y considerarnos víctimas de alguna misteriosa y aplastante fatalidad. Las manifestaciones extrañas eran ahora demasiado frecuentes para ser contadas. Nuestra casa solitaria parecía sorprendentemente viva con la presencia de algún ser maligno cuya naturaleza no podíamos intuir, y cada noche aquel demoníaco aullido llegaba hasta nosotros, cada vez más claro y audible. El 29 de octubre encontramos en la tierra blanda debajo de la ventana de la biblioteca una serie de huellas de pisadas completamente imposibles de describir. Resultaban tan desconcertantes como las bandadas de enormes murciélagos que merodeaban por los alrededores de la casa en número creciente.
El horror alcanzó su culminación el 18 de noviembre, cuando St. John, regresando a casa al oscurecer, procedente de la estación del ferrocarril, fue atacado por algún espantoso animal y murió destrozado. Sus gritos habían llegado hasta la casa y yo me había apresurado a dirigirme al terrible lugar: llegué a tiempo de oír un extraño aleteo y de ver una vaga forma negra siluetada contra la luna que se alzaba en aquel momento.
Mi amigo estaba muriéndose cuando me acerqué a él y no pudo responder a mis preguntas de un modo coherente. Lo único que hizo fue susurrar:
—El amuleto..., aquel maldito amuleto...
Y exhaló el último suspiro, convertido en una masa inerte de carne lacerada.
Lo enterré al día siguiente en uno de nuestros descuidados jardines, y murmuré sobre su cadáver uno de los extraños ritos que él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última frase, oí a lo lejos el débil aullido de algún gigantesco sabueso. La luna estaba alta, pero no me atreví a mirarla. Y cuando vi sobre el marjal una ancha y nebulosa sombra que volaba de otero en otero, cerré los ojos y me dejé caer al suelo, boca abajo. No sé el tiempo que pasé en aquella posición. Sólo recuerdo que me dirigí temblando hacia la casa y me prosterné delante del amuleto de jade verde.
Temeroso de vivir solo en la antigua mansión, al día siguiente me marché a Londres, llevándome el amuleto, después de quemar y enterrar el resto de la impía colección del museo. Pero al cabo de tres noches oí de nuevo el aullido, y antes de una semana comencé a notar unos extraños ojos fijos en mí en cuanto oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el Victoria Embankment, vi que una sombra negra oscurecía uno de los reflejos de las lámparas en el agua. Sopló un viento más fuerte que la brisa nocturna y, en aquel momento, supe que lo que había atacado a St. John no tardaría en atacarme a mí.
Al día siguiente empaqueté cuidadosamente el amuleto de jade verde y embarqué hacia Holanda. Ignoraba lo que podía ganar devolviendo el objeto a su silencioso y durmiente propietario; pero me sentía obligado a intentarlo todo con tal de desvanecer la amenaza que pesaba sobre mi cabeza. Lo que pudiera ser el
sabueso, y los motivos para que me hubiera perseguido, eran preguntas todavía vagas; pero yo había oído por primera vez el aullido en aquel antiguo cementerio, y todos los acontecimientos subsiguientes, incluido el moribundo susurro de St. John, habían servido para relacionar la maldición con el robo del amuleto. En consecuencia, me hundí en los abismos de la desesperación cuando, en una posada de Rotterdam, descubrí que los ladrones me habían despojado de aquel único medio de salvación.
Aquella noche, el aullido fue más audible, y por la mañana leí en el periódico un espantoso suceso acaecido en el barrio más pobre de la ciudad. En una miserable vivienda habitada por unos ladrones, toda una familia había sido despedazada por un animal desconocido que no dejó ningún rastro. Los vecinos habían oído durante toda la noche un leve, profundo e insistente sonido, semejante al aullido de un gigantesco sabueso.
Al anochecer me dirigí de nuevo al cementerio, donde una pálida luna invernal proyectaba espantosas sombras, y los árboles sin hojas inclinaban tristemente sus ramas hacia la marchita hierba y las estropeadas losas. La capilla cubierta de hiedra apuntaba al cielo un dedo burlón y la brisa nocturna gemía de un modo monótono procedente de helados marjales y frígidos mares. El aullido era ahora muy débil y cesó por completo mientras me acercaba a la tumba que unos meses antes había profanado, ahuyentando a los murciélagos que habían estado volando curiosamente alrededor del sepulcro.
No sé por qué había acudido allí, a menos que fuera para rezar o para murmurar dementes explicaciones y disculpas al tranquilo y blanco esqueleto que reposaba en su interior; pero, cualesquiera que fueran mis motivos, ataqué el suelo medio helado con una desesperación parcialmente mía y parcialmente de una voluntad dominante ajena a mí mismo. La excavación resultó mucho más fácil de lo que había esperado, aunque en un momento determinado me encontré con una extraña interrupción: un esquelético buitre descendió del frío cielo y picoteó frenéticamente en la tierra de la tumba hasta que lo maté con un golpe de azada. Finalmente dejé al descubierto la caja oblonga y saqué la enmohecida tapa.
Aquél fue el último acto racional que realicé.
Ya que en el interior del viejo ataúd, rodeado de enormes y soñolientos murciélagos, se encontraba lo mismo que mi amigo y yo habíamos robado. Pero ahora no estaba limpio y tranquilo como lo habíamos visto entonces, sino cubierto de sangre reseca y de jirones de carne y de pelo, mirándome fijamente con sus cuencas fosforescentes. Sus colmillos ensangrentados brillaban en su boca entreabierta en un rictus burlón, como si se mofara de mi inevitable ruina. Y cuando aquellas mandíbulas dieron paso a un sardónico aullido, semejante al de un gigantesco sabueso, y vi que en sus sucias garras empuñaba el perdido y fatal amuleto de jade verde, eché a correr; gritando estúpidamente, hasta que mis gritos se disolvieron en estallidos de risa histérica.
La locura cabalga a lomos del viento..., garras y colmillos afilados en siglos de cadáveres..., la muerte en una bacanal de murciélagos procedentes de las
ruinas de los templos enterrados de Belial... Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de la descarnada monstruosidad y el maldito aleteo resuena cada vez más cercano, yo me hundo con mi revólver en el olvido, mi único refugio contra lo desconocido.


F I N

jueves, 28 de agosto de 2008

CIENCIA -- EL HOMBRE DE MARTE -- GUY DE MAUPASSANT

CIENCIA -- EL HOMBRE DE MARTE -- GUY DE MAUPASSANT
EL HOMBRE DE MARTE

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Estaba trabajando cuando mi criado me anunció:
—Señor, es un hombre que quiere hablar con el señor.
—Hágalo entrar.
De pronto vi a un hombrecillo que saludaba. Tenía aspecto de un enclenque maestro con gafas, cuyo cuerpo endeble no se adhería a ninguna parte de sus ropas demasiado flojas.
Balbuceó:
—Le pido perdón, señor.
Se sentó y continuó:
—Dios mío, señor, estoy demasiado turbado por las gestiones que emprendo. Pero era absolutamente necesario que yo manifestara mis inquietudes a alguien, y no había nadie más que usted..que usted... En fin, me he armado de valor...pero verdaderamente...ya no me atrevo.
—Atrévase pues, Señor.
—Verá, Señor, es que, tan pronto como empiece a hablar usted me tomará por un loco.
—Dios mío, señor, eso dependerá de lo que vaya a contarme.
—Exactamente, señor, lo que voy a decirle es raro. Pero le ruego que considere que no estoy loco, precisamente por esto, yo mismo reconozco lo inusual de mi confidencia.
—Y bien, señor, adelante.
—No señor, no estoy loco, pero tengo ese aspecto propio de los hombres que han reflexionado más que otros y que han franqueado un poco, bien poco, las barreras del pensamiento medio. Piense pues, señor, que nadie piensa en nada en este mundo. Cada uno se ocupa de sus asuntos, de su fortuna, des sus placeres, de su vida en una palabra, o de pequeñas tonterías divertidas como el teatro, la pintura, la música o la política, la más grande de las necedades, o de cuestiones industriales. ¿Quién piensa? ¿Quién? ¡Nadie!¡Oh!¡Me acelero demasiado! Perdón. Vuelvo a mi asunto.
Hace cinco años que yo llegué aquí, señor. Usted no me conoce pero yo le conozco muy bien...Yo nunca me mezclo con la gente que frecuenta la playa o el Casino. Vivo sobre el acantilado, adoro con pasión estos acantilados de Etretat. No conozco otros más bellos, más sanos. Quiero decir sanos para el espíritu. Es una admirable ruta entre el cielo y el mar, un camino de hierba, que discurre sobre esta gran muralla, al borde de la tierra, por encima del océano.
Mis mejores días son aquellos que he pasado tendido sobre una pendiente de hierba, a pleno sol, a cien metros por encima de las olas, soñando.¿Me comprende?
—Sí señor, perfectamente.
—Ahora, ¿me permite hacerle una pregunta?
—Hágala, señor.
—¿Usted cree que los otros planetas estén habitados?
Yo respondí sin dudar y sin parecer sorprendido:
—Ciertamente lo creo.
Se volvió loco de alegría, se levantó, se volvió a sentar, embargado por unas ganas evidentes de estrecharme entre sus brazos y gritó:
—¡Ah, ah!¡Qué suerte!¡Qué alegría!¡Respiro!¿Pero cómo he podido dudar de usted? Un hombre no sería inteligente si no creyera en los mundos habitados. Hace falta ser un tonto, un idiota, un bruto, para suponer que los millares de universos brillan y giran únicamente para divertir y asombrar al hombre, ese insecto estúpido por no comprender que la Tierra no es nada mas que una mota de polvo invisible en medio de la polvareda de los mundos, que todo nuestro sistema entero no está formado mas que por algunas moléculas de vida sideral que muy pronto morirán. Mire la Vía Láctea, ese río de estrellas, y piense que ésta no es nada más que una mancha dentro de la extensión que es el infinito. Piénselo solo durante diez minutos y comprenderá porque nosotros no sabemos nada, no adivinamos nada, no comprendemos nada. Nosotros solo conocemos un punto, no sabemos nada del más allá, nada del exterior, nada de ninguna parte, y creemos, y nos afirmamos.¡Ah!¡ah!¡ah! ¡Si de repente nos fuera revelado el secreto de la gran vida ultraterrestre, qué estupefacción! Pero no...pero no...yo soy una bestia en mi entorno, nosotros no lo comprenderíamos ya que nuestro espíritu no está hecho más que para comprender las cosas de esta tierra; no puede extenderse más lejos, es limitado, como nuestra vida, encadenado a esta bolita que nos lleva, y juzga todo por comparación. Vea, pues, señor, como todo el mundo es ignorante, estrecho y persuadido del poder de nuestra inteligencia, que apenas sobrepasa el instinto de los animales. Nosotros no tenemos ni siquiera la facultad de percibir nuestra imperfección; estamos hechos para saber el precio de la mantequilla y del trigo, y, como mucho, para hablar sobre el valor de los caballos, de los barcos, de los ministros o de los artistas.
Eso es todo. Somos aptos exactamente para cultivar la tierra y servirnos torpemente de lo que está por debajo de ella. Apenas comenzamos a construir máquinas que funcionan, nos asombramos como niños por cada descubrimiento que, desde hace siglos habríamos debido hacer, si hubiéramos sido seres superiores. Estamos todavía rodeados de lo desconocido, incluso en este momento en el que han sido necesarios miles de años de vida inteligente para intuir el concepto de la electricidad. ¿Somos de la misma opinión?.
Yo respondí riendo:
—Sí señor.
—Entonces muy bien. Y bien, señor, ¿alguna vez se ha interesado usted por Marte?
—¿Por Marte?
—Si, por el planeta Marte.
—No, señor.
—¿Me permitiría contarle algunas cosas sobre él?
—Por supuesto, señor, con gran placer.
—Usted sabe, sin duda, que los mundos de nuestro sistema solar, de nuestra pequeña familia se formaron por la condensación en globos de primitivos anillos gaseosos desprendidos unos después de otros de la nebulosa solar
—Sí señor.
—De esto resulta que los planetas más alejados son los más viejos y deben de ser, consecuentemente, los más civilizados. Este es el orden de su nacimiento: Urano, Saturno, Júpiter, Marte, la Tierra, Venus, Mercurio.¿Admite usted que estos planetas estén habitados como la Tierra?
—Evidentemente.¿Por qué creer que la Tierra es una excepción?
—Muy bien. El hombre de Marte, aún siendo más anciano que el de la Tierra....perdón, voy muy deprisa. En primer lugar voy a probarle que Marte está habitado. Marte presenta a nuestros ojos aproximadamente el aspecto que la Tierra debe de presentar a los observadores marcianos. Los océanos allí ocupan menos espacio y están más diseminados. Se les reconoce por su tono negro porque el agua absorbe la luz mientras que los continentes la reflejan. Las modificaciones geográficas sobre este planeta son frecuentes y prueban la actividad vital. Tiene dos estaciones parecidas a las nuestras, con nieve en los polos que vemos aumentar y disminuir siguiendo las épocas del año. Un año es muy largo, seiscientos ochenta y siete días terrestres, es decir seiscientos sesenta y ocho días marcianos, descompuestos como sigue: ciento noventa y uno en primavera, ciento ochenta y uno para verano, ciento cuarenta y nueve para otoño y ciento cuarenta y siete para invierno. Se ven menos nubes que aquí, así que allá debe de hacer más frío y más calor.
Le interrumpí:
—Perdón señor, estando Marte mucho más lejos del Sol que nosotros, debe de hacer siempre más frío, me parece.
Mi extraño visitante gritó con vehemencia:
—¡Error, señor! ¡Error absoluto! Nosotros estamos, nosotros, más lejos del sol en verano que en invierno. Hace más frío sobre la cima del Mont Blanc que en su base. Le remito, por otra parte, a la teoría mecánica del calor de Helmotz y de Schiaparelli. El calor del Sol depende principalmente de la cantidad de vapor de agua que contiene la atmósfera. He aquí por qué: el poder absorbente de una molécula de vapor de agua es dieciséis veces superior a la de una molécula de aire seco, así que el vapor de agua es nuestra fuente de calor; y Marte, teniendo menos nubes, debe de ser al mismo tiempo mucho más caluroso y mucho más frío que la Tierra.
—No lo pongo en duda.
—Muy bien. Ahora, señor, escúcheme con atención. Se lo ruego.
—Es lo que estoy haciendo, señor.
—¿Ha oído usted hablar de los famosos canales descubiertos en 1884 por Schiaparelli?
—Muy poco.
—¡Cómo es posible! Sepa, pues, que en 1884, Marte, encontrándose en oposición y separada de nosotros solo por una distancia de veinticuatro millones de leguas, Schiaparelli, uno de los más eminentes astrónomos de nuestro siglo y uno de los observadores más fiables, descubrió de repente una gran cantidad de líneas negras rectas o quebradas siguiendo formas geométricas constantes, y que unían, a través de los continentes, los mares de Marte! Sí, sí, señor, canales rectilíneos, canales geométricos, de una igual anchura durante todo el recorrido, canales construidos por seres! Sí, señor, la prueba de que Marte está habitado, que allí hay vida, que allí se piensa, que allí se trabaja, que nos observan. ¿Comprende usted? ¿Comprende?
Veinte años más tarde, durante la siguiente alineación volvimos a ver esos canales, más numerosos, sí, señor. Y son gigantescos, su anchura no tiene menos de cien kilómetros.
Yo sonreí respondiendo:
—Cien kilómetros de anchura. Han sido necesarios obreros muy rudos para excavarlos.
—¡Oh señor! ¿Qué dice? ¡Usted ignora que este trabajo es infinitamente más fácil en Marte que en la Tierra puesto que la densidad de sus materiales constitutivos no sobrepasa la sexagésima novena parte de los nuestros! La intensidad de la gravedad allí alcanza a penas la trigésimo séptima parte de la nuestra. ¡Un kilogramo de agua solo pesa 370 gramos!
Me lanzaba estas cifras con tal seguridad, con la confianza típica de comerciante que sabe el valor de un número, que no pude impedir reírme y tenía ganas de preguntarle lo que pesan, en Marte, el azúcar y la mantequilla.
Movió la cabeza.
—Usted se ríe, señor, me toma por estúpido después de tomarme por loco. Pero las cifras que le cito son las que usted encontrará en todas las obras especializadas de astronomía. El diámetro de Marte es casi la mitad más pequeño que el nuestro; su superficie no es más que la veintiseisava centésima parte de la del globo terráqueo; su volumen es seis veces y media más pequeño que el de la Tierra y la velocidad de sus dos satélites prueba que pesa diez veces menos que nosotros. Ahora bien, señor, la intensidad de la fuerza de gravedad, dependiente de la masa y del volumen, es decir, del peso y de la distancia de la superficie al centro, de ello se deduce, indudablemente, un estado de levedad sobre este planeta que convierte la vida en algo diferente, regula de forma desconocida para nosotros las acciones mecánicas y debe de hacer predominar las especies aladas. Sí, señor, el ser Rey de Marte tiene alas.
Vuela, pasa de un continente a otro, se pasea, como un espíritu, alrededor de su universo al cual le ata sin embargo la atmósfera que no puede franquear, aunque...
En fin, señor, ¿se imagina este planeta cubierto de plantas, de árboles y de animales cuyas formas no podemos ni sospechar y habitado por grandes seres alados semejantes a como nos han descrito a los ángeles? Yo los veo revoloteando por encima de las llanuras y de las ciudades en el aire dorado que tienen allá. Ya que, por otra parte, creíamos que la atmósfera de Marte era roja como la nuestra azul, pero es amarilla, señor, de un hermoso amarillo dorado.
¿Se asombra usted ahora de que esas criaturas hayan podido excavar anchos canales de cien kilómetros? Y además, piense únicamente en lo que la ciencia ha hecho aquí desde hace un siglo...desde hace un siglo...y piense que los habitantes de Marte son tal vez superiores a nosotros...
Se calló bruscamente, bajó los ojos, y después murmuró con voz suave:
—Ahora es cuando usted va a tomarme por loco...cuando le diga que yo estuve a punto de verlos...yo...la otra tarde. Usted sabe, o no sabe, que estamos en la estación de las estrellas fugaces. Durante la noche del 18 al 19 principalmente, se ven todos los años en cantidades innombrables; es probable que nosotros pasemos en ese momento a través de los restos de un cometa.
Así que, yo estaba sentado sobre la Mane-Porte, sobre ese enorme saliente del acantilado que se mete un paso sobre el mar y miraba esa lluvia de pequeños mundos sobre mi cabeza. Es más divertido y más hermoso que unos fuegos de artificio, señor. De repente, percibí uno por encima de mi, muy cerca, un globo luminoso, transparente, rodeado de alas inmensas y palpitantes o al menos yo creí ver unas alas en medio de las tinieblas de la noche. Hacía tirabuzones como un pájaro herido, giraba sobre si mismo con un enorme ruido misterioso, parecía que estaba jadeando, muriendo, perdido. Pasó delante de mi. Parecía un monstruoso balón de cristal, lleno de seres enloquecidos, apenas claros, pero agitados como la tripulación de un navío en peligro que ya no se gobierna y navega de ola en ola. Y el curioso globo, habiendo descrito una inmensa curva, fue a desplomarse a lo lejos en medio del mar, donde escuché su profunda caída parecida al ruido de un disparo de cañón.
Todo el mundo, por otra parte, en el país, escuchó este choque formidable que tomaron por un trueno. Solo yo le vi...yo vi...si hubieran caído sobre la costa cerca de mi, habríamos conocido a los habitantes de Marte. No diga ni una palabra, señor, piense, piense largo tiempo y después cuéntelo un día si usted quiere. Sí, yo vi..yo vi..el primer navío aéreo, el primer navío sideral lanzado al infinito por unos seres pensantes...a menos que yo no haya más que asistido simplemente a la muerte de una estrella fugaz capturada por la Tierra. Ya que, usted no ignora, señor, que los planetas cazan a los mundos errantes del espacio como nosotros aquí perseguimos a los vagabundos. La Tierra, que es ligera y débil, no puede detener en su camino más que a los pequeños transeúntes de la inmensidad.
Se levantó, exaltado, delirante, abriendo los brazos para simular la marcha de los astros.
—Los cometas, señor, que vagabundean por las fronteras de la gran nebulosa, de los cuales nosotros somos condensaciones, los cometas, pájaros libres y luminosos, vienen hacia el Sol de las profundidades del infinito. Vienen arrastrando su cola inmensa de luz hacia el astro rey; vienen, aceleran tanto su excéntrico curso que no pueden reunirse con quien les llama; solamente después de haberlo rozado, son relanzados al espacio por la velocidad misma de su caída..
Pero si, en el curso de su viaje prodigioso, han pasado cerca de un poderoso planeta, si han sentido, desviados de su ruta, su influencia irresistible, vuelven entonces a este nuevo amo que los mantiene, en lo sucesivo, cautivos. Su parábola ilimitada se transforma en una curva cerrada y es así como nosotros podemos calcular el regreso periódico de los cometas. Júpiter tiene ocho cautivos. Saturno uno, Neptuno también uno, y su planeta exterior igualmente uno, además de una armada de estrellas fugaces.,..Entonces...entonces..puede que yo haya visto solamente a la Tierra detener a un pequeño mundo errante...
Adiós señor, no me responda nada, reflexione, reflexione y cuente todo esto un día si usted quiere....
Eso es todo. Este chiflado no me pareció tan tonto como un simple rentista.

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