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sábado, 9 de octubre de 2010

La muerte es parte de la vida.



La muerte es parte de la vida.
En cierto sentido, la vida es inmortal. Cada molécula de ácido nucleico de un organismo vivo es una réplica de otra anterior, que a su vez lo es de otra y así sucesivamente, hasta el mismo origen de la vida. Todos los ácidos nucleicos que existen hoy for­man parte de una cadena ininterrumpida que ha resistido durante al menos tres mil millones de años. En teoría, algunas moléculas de ácido nucleico en concreto pueden haber sobrevivido durante eras geológicas, aunque las probabilidades en contra son astro­nómicas.
No obstante, si dejamos de lado las moléculas únicas y nos centramos en los organismos constituidos por muchas células, formadas a su vez por muchas moléculas, todas las formas de vida, por longevas que sean, acaban por morir.
Los seres humanos están en mejor situación que la mayoría de los seres vivos. Los mamíferos normales poseen un corazón que late mil millones de veces hasta que le sobreviene la muerte. Cuanto mayor es el tamaño del mamífero, más lento es el ritmo cardíaco y más larga es su vida. Una musaraña apenas vive un año, mientras que un elefante puede alcanzar los setenta, y algu­nas ballenas de gran tamaño posiblemente hasta los noventa. En cambio, los seres humanos, mucho más pequeños que elefantes y ballenas, pueden alcanzar una edad de 115 años, y poseen un corazón que late hasta cuatro mil millones de veces antes de dete­nerse.
¡Qué sorprendente! ¡Y todavía desconocemos el porqué!
Pero incluso el ser humano acaba por morir, y debemos admitir esa muerte como una necesidad para el bien común de la especie. Si no muriera nadie y siguieran naciendo niños, la Tierra se llenaría rápidamente y, en un puñado de miles de años, lo mismo sucedería con el Universo (en el supuesto de que pudieran diseñarse medios para trasladar fácilmente a los seres humanos a planetas situados en torno a otras estrellas).
No obstante, las personas sueñan con la inmortalidad y podemos sospechar que, si el precio de la inmortalidad fuera la eliminación de nuevos nacimientos, mucha gente lo aceptaría. Quizás optarían por la vida para una generación a costa de la no vida de cualquier generación futura.
Esto no sería sólo egoísmo, sino que representaría la muerte de la especie. Los niños no sólo tienen cerebros jóvenes, sino cerebros nuevos; cerebros y cuerpos que contienen nuevas combinaciones de ácidos nucleicos, capaces de producir cosas nuevas, de razonar, de crear, de solucionar las situaciones de modos diversos a como lo hicieron las generaciones anteriores. Esos niños introducen también nuevas mutaciones que pueden llevar a una posterior evolución.
En resumen, la muerte del individuo significa un cambio –y una vida nueva y mejor– para la especie. Al contrario, la inmortalidad del individuo significa la inmutabilidad de la especie, las mismas mentes siguiendo siempre el mismo camino, la estupefacción y la decadencia irremisible de la especie hasta su extinción.
En cierto modo, esto puede aplicarse al individuo con un ejem­plo de la vida diaria. Mientras vivimos, cambiamos constantemente, y con la edad nos deterioramos. Si nos salvamos de accidentes y enfermedades y alcanzamos la decadencia final de la senilidad, el deterioro llega a tal punto que nos resulta un alivio morir y descan­sar por fin.
¿Cuál es la alternativa? ¡No deteriorarse! ¡No cambiar!
Y, sin embargo, ¿es eso preferible? Vea lo que tiene que decir al respecto Pierce en Invariable.
Isaac Asimov

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