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martes, 6 de noviembre de 2007

EL GRAN INQUISIDOR // FEDOR DOSTOIEWSKI

EL GRAN INQUISIDOR
FEDOR DOSTOIEWSKI

Han pasado ya quince siglos desde que Cristo dijo: "No tardaré en volver. El día y la hora, nadie, ni el propio Hijo, las sabe". Tales fueron sus palabras al desparecer, y la Humanidad le espera siempre con la misma fe, o acaso con fe más ardiente aún que hace quince siglos. Pero el Diablo no duerme; la duda comienza a corromper a la Humanidad, a deslizarse en la tradición de los milagros. En el Norte de Germania ha nacido una herejía terrible, que, precisamente, niega los milagros. Los fieles, sin embargo, creen con más fe en ellos. Se espera a Cristo, se quiere sufrir y morir como Él... Y he aquí que la Humanidad ha rogado tanto por espacio de tantos siglos, ha gritado tanto "¡Señor, dignaos, aparecérosnos!", que Él ha querido, en su misericordia inagotable, bajar a la tierra.
Y he aquí que ha querido mostrarse, al menos un instante, a la multitud desgraciada, al pueblo sumido en el pecado, pero que le ama con amor de niño. El lugar de la acción es Sevilla; la época, la de la Inquisición, la de los cotidianos soberbios autos de fe, de terribles heresiarcas, ad majorem Dei gloriam.
No se trata de la venida prometida para la consumación de los siglos, de la aparición súbita de Cristo en todo el brillo de su gloria y su divinidad, "como un relámpago que brilla del Ocaso al Oriente". No, hoy sólo ha querido hacerles a sus hijos una visita, y ha escogido el lugar y la hora en que llamean las hogueras. Ha vuelto a tomar la forma humana que revistió, hace quince siglos, por espacio de treinta años.
Aparece entre las cenizas de las hogueras, donde la víspera, el cardenal gran inquisidor, en presencia del rey, los magnates, los caballeros, los altos dignatarios de la Iglesia, las más encantadoras damas de la corte, el pueblo en masa, quemó a cien herejes. Cristo avanza hacia la multitud, callado, modesto, sin tratar de llamar la atención, pero todos le reconocen.
El pueblo, impelido por un irresistible impulso, se agolpa a su paso y le sigue. Él, lento, una sonrisa de piedad en los labios, continúa avanzando. El amor abrasa su alma; de sus ojos fluyen la Luz, la Ciencia, la Fuerza, en rayos ardientes, que inflaman de amor a los hombres. Él les tiende los brazos, les bendice. De Él, de sus ropas, emana una virtud curativa. Un viejo, ciego de nacimiento, sale a su encuentro y grita: "¡Señor, cúrame para que pueda verte!" Una escama se desprende de sus ojos, y ve. El pueblo derrama lágrimas de alegría y besa la tierra que Él pisa. Los niños tiran flores a sus pies y cantan Hosanna, y el pueblo exclama: "¡Es Él! ¡Tiene que ser Él! ¡No puede ser otro que Él!"
Cristo se detiene en el atrio de la catedral. Se oyen lamentos; unos jóvenes llevan en hombros a un pequeño ataúd blanco, abierto, en el que reposa, sobre flores, el cuerpo de una niña de diecisiete años, hija de un personaje de la ciudad.
–¡Él resucitará a tu hija! –le grita el pueblo a la desconsolada madre.
El sacerdote que ha salido a recibir el ataúd mira, con asombro, al desconocido y frunce el ceño.
Pero la madre profiere:
–¡Si eres Tú, resucita a mi hija!
Y se posterna ante Él. Se detiene el cortejo, los jóvenes dejan el ataúd sobre las losas. Él lo contempla, compasivo, y de nuevo pronuncia el Talipha kumi (Levántate, muchacha).
La muerta se incorpora, abre los ojos, se sonríe, mira sorprendida en torno suyo, sin soltar el ramo de rosas blancas que su madre había colocado entre sus manos. El pueblo, lleno de estupor, clama, llora.
En el mismo momento en que se detiene el cortejo, aparece en la plaza el cardenal gran inquisidor. Es un viejo de noventa años, alto, erguido, de una ascética delgadez. En sus ojos hundidos fulgura una llama que los años no han apagado. Ahora no luce los aparatosos ropajes de la víspera; el magnífico traje con que asistió a la cremación de los enemigos de la Iglesia ha sido reemplazado por un tosco hábito de fraile.
Sus siniestros colaboradores y los esbirros del Santo Oficio le siguen a respetuosa distancia. El cortejo fúnebre detenido, la muchedumbre agolpada ante la catedral le inquietan, y espía desde lejos. Lo ve todo: el ataúd a los pies del desconocido, la resurrección de la muerta... Sus espesas cejas blancas se fruncen, se aviva, fatídico, el brillo de sus ojos.
–¡Prendedle!– les ordena a sus esbirros, señalando a Cristo.
Y es tal su poder, tal la medrosa sumisión del pueblo ante él, que la multitud se aparta, al punto, silenciosa, y los esbirros prenden a Cristo y se lo llevan. Como un solo hombre, el pueblo se inclina al paso del anciano y recibe su bendición. Los esbirros conducen al preso a la cárcel del Santo Oficio y le encierran en una angosta y oscura celda. Muere el día, y una noche de luna una noche española, cálida y olorosa a limoneros y laureles, le sucede. De pronto, en las tinieblas se abre la férrea puerta del calabozo y penetra el gran inquisidor en persona solo, alumbrándose con una linterna. La puerta se cierra tras él. El anciano se detiene a pocos pasos del umbral y, sin hablar palabra, contempla, durante cerca de dos minutos, al preso. Luego, avanza lenta mente, deja la linterna sobre la mesa y pregunta:
–¿Eres Tú, en efecto?
Pero, sin esperar la respuesta prosigue
–No hables, calla. ¿Qué podías decirme? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste. ¿Porqué has venido a molestarnos? … Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que mañana mismo... No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; sea quien seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresura, a una señal mía, a echar leña al fuego. Quizá nada de esto te sorprenda... Y el anciano, mudo y pensativo sigue mirando al preso, acechando la expresión de su rostro, serena y suave. –El Espíritu terrible e inteligente – añade, tras una larga pausa –, el Espíritu de la negación y de la nada, te habló en el desierto, y la Escrituras atestiguan que te "tentó". No puede concebirse nada más profundo que lo que se te dijo e aquellas tres preguntas o, para emplear el lenguaje de la Escritura, en aquellas tres "tentaciones". ¡Si ha habido algún milagro auténtico, evidente, ha sido el de las tres tentaciones! ¡El hecho de que tales preguntas hayan podido brotar de unos labios, es ya, por sí solo, un milagro! Supongamos que hubieran sido borradas del libro, que hubiera que inventarlas, que forjárselas de nuevo. Supongamos que, con ese objeto, se reuniesen todos los sabios de la tierra, los hombres de Estado, los príncipes de la Iglesia, los filósofos, los poetas, y que se les dijese: "Inventad tres preguntas que no sólo correspondan a la grandeza del momento, sino que contengan, en su triple interrogación, toda la historia de la Humanidad futura", ¿crees que esa asamblea de todas las grandes inteligencias terrestres podría forjarse algo tan alto, tan formidable como las tres preguntas del inteligente y poderoso Espíritu? Esas tres preguntas, por sí solas, demuestran que quien te habló aquel día no era un espíritu humano, contingente, sino el Espíritu Eterno, Absoluto. Toda la historia ulterior de la Humanidad está predicha y condensada en ellas; son las tres formas en que se concretan todas las contradicciones de la historia de nuestra especie. Esto, entonces, aún no era evidente, el porvenir era aún desconocido; pero han pasado quince siglos y vemos que todo estaba previsto en la Triple Interrogación, que es nuestra historia. ¿Quién tenía razón, di? ¿Tú o quien te interrogó?...
Si no el texto, el sentido de la primera pregunta es el siguiente: "Quieres presentarte al mundo con las manos vacías, anunciándoles a los hombres una libertad que su tontería y su maldad naturales no lo permiten comprender, una liberad espantosa, ¡pues para el hombre y para la sociedad no ha habido nunca nada tan espantoso como la libertad!, cuando, si convirtieses en panes todas esas piedras peladas esparcidas ante tu vista, verías a la Humanidad correr, en pos de ti, como un rebaño, agradecida, sumisa, temerosa tan sólo de que tu mano depusiera su ademán taumatúrgico y los panes se tornasen piedras." Pero tú no quisiste privar al hombre de su libertad y repeliste la tentación; te horrorizaba la idea de comprar con panes la obediencia de la Humanidad, y contestaste que "no so1o de pan vive el hombre", sin saber que el espíritu de la tierra, reclamando el pan de la tierra, había de alzarse contra ti, combatirte y vencerte, y que todos le seguirían, gritando: "¡Nos ha dado el fuego del cielo!" Pasarán siglos y la Humanidad proclamará, por boca de sus sabios, que no hay crímenes y, por consiguiente, no hay pecado; que so1o hay hambrientos. "Dales pan si quieres que sean virtuosos." Esa será la divisa de los que se alzarán contra ti, el lema que inscribirán en su bandera; y tu templo será derribado y, en su lugar, se erigirá una nueva Torre de Babel, no más firme que la primera, el esfuerzo de cuya erección y mil años de sufrimientos podías haberles ahorrado a los hombres. Pues volverán a nosotros, al cabo de mil años de trabajo y dolor, y nos buscarán en los subterráneos, en las catacumbas donde estaremos escondidos – huyendo aún de la persecución, del martirio –, para gritarnos: "¡Pan! ¡Los que nos habían prometido el fuego del cielo no nos lo han dado!" Y nosotros acabaremos su Babel, dándoles pan, lo único de que tendrán necesidad. Y se lo daremos en tu nombre. Sabemos mentir. Sin nosotros, se morirían de hambre. Su ciencia no les mantendría. Mientras gocen de libertad les faltará el pan; pero acabarán por poner su libertad a nuestros pies, clamando: "¡Cadenas y pan!" Comprenderán que la libertad no es compatible con una justa repartición del pan terrestre entre todos los hombres, dado que nunca – ¡nunca! – sabrán repartírselo. Se convencerán también de que son indignos de la libertad; débiles, viciosos, necios, indómitos. Tú les prometiste el pan del cielo. ¿Crees que puede ofrecerse ese pan, en vez del de la tierra, siendo la raza humana lo vil, lo incorregiblemente vil que es? Con tu pan del cielo podrás atraer y seducir a miles de almas, a docenas de miles, pero ¿y los millones y las decenas de millones no bastante fuertes para preferir el pan del cielo al pan de la tierra? ¿Acaso eres tan sólo el Dios de los grandes? Los demás, esos granos de arena del mar; los demás, que son débiles, pero que te aman, ¿no son a tus ojos sino viles instrumentos en manos de los grandes?... Nosotros amamos a esos pobres seres, que acabarán, a pesar de su condición viciosa y rebelde, por dejarse dominar. Nos admirarán, seremos sus dioses, una vez sobre nuestros hombros la carga de su libertad, una vez que hayamos aceptado el cetro que – ¡tanto será el miedo que la libertad acabará por inspirarles! – nos ofrecerán. Y reinaremos en tu nombre, sin dejarte acercar a nosotros. Esta impostura, esta necesaria mentira, constituirá nuestra cruz.
Como ves, la primera de las tres preguntas encerraba el secreto del mundo. ¡Y tú la desdeñaste! Ponías la libertad por encima de todo, cuando, si hubieras consentido en tornar panes las piedras del desierto, hubieras satisfecho el eterno y unánime deseo de la Humanidad; le hubieras dado un amo. El más vivo afán del hombre libre es encontrar un ser ante quien inclinarse. Pero quiere inclinarse ante una fuerza incontestable, que pueda reunir a todos los hombres en una comunión de respeto; quiere que el objeto de su culto lo sea de un culto universal; quiere una religión común. Y esa necesidad de la comunidad en la adoración es, desde el principio de los siglos, el mayor tormento individual y colectivo del género humano. Por realizar esa quimera, los hombres se exterminan. Cada pueblo se ha creado un dios y le ha dicho a su vecino: "¡Adora a mi dios o te mato!" Y así ocurrirá hasta el fin del mundo; los dioses podrán desaparecer de la tierra, mas la Humanidad hará de nuevo por los ídolos lo que ha hecho por los dioses. Tú no ignorabas ese secreto fundamental de la naturaleza humana y, no obstante, rechazaste la única bandera que te hubiera asegurado la sumisión de todos los hombres: la bandera del pan terrestre; la rechazaste en nombre del pan celestial y de la libertad, y en nombre de la libertad seguiste obrando hasta tu muerte. No hay, te repito, un afán más vivo en el hombre que encontrar en quien delegar la libertad de que nace dotada tan miserable criatura. Sin embargo, para obtener la ofrenda de la libertad de los hombres, hay que darles la paz de la conciencia. El hombre se hubiera inclinado ante ti si le hubieras dado pan, porque el pan es una cosa incontestable; pero si, al mismo tiempo, otro se hubiera adueñado de la conciencia humana, el hombre hubiera dejado tu pan para seguirle. En eso, tenías razón; el secreto de la existencia humana consiste en la razón, en el motivo de la vida. Si el hombre no acierta a explicarse por qué debe vivir preferirá morir a continuar esta existencia sin objeto conocido, aunque disponga de una inmensa provisión de pan. Pero ¿de qué te sirvió el conocer esa verdad? En vez de coartar la libertad humana, le quitaste diques, olvidando, sin duda, que a la libertad de elegir entre el bien y el mal el hombre prefiere la paz, aunque sea la de la muerte. Nada tan caro para el hombre como el libre albedrío, y nada, también, que le haga sufrir tanto. Y, en vez de formar tu doctrina de principios sólidos que pudieran pacificar definitivamente la conciencia humana, la formaste de cuanto hay de extraordinario, vago, conjetural, de cuanto traspasa los límites de las fuerzas del hombre, a quien, ¡tú que diste la vida por él!, diríase que no amabas. Al quitarle diques a su libertad, introdujiste en el alma humana nuevos elementos de dolor. Querías ser amado con un libre amor, libremente seguido. Abolida la dura ley antigua, el hombre debía, sin trabas, sin más guía que tu ejemplo, elegir entre el bien y el mal. ¿,No se te alcanzaba que acabarías por desacatar incluso tu ejemplo y tu verdad, abrumado bajo la terrible carga de la libre elección, y que gritaría: "Si Él hubiera poseído la verdad, no hubiera dejado a sus hijos sumidos en una perplejidad tan horrible, envueltos en tales tinieblas?" Tú mismo preparaste tu ruina: no culpes a nadie. Si hubieras escuchado lo que se te proponía... Hay sobre la tierra tres únicas fuerzas capaces de someter para siempre la conciencia de esos seres débiles e indómitos – haciéndoles felices – : el milagro, el misterio y la autoridad. Y tú no quisiste valerte de ninguna. El Espíritu terrible te llevó a la almena del templo y te dijo: "¿Quieres saber si eres el Hijo de Dios? Déjate caer abajo, porque escrito está que los ángeles tomarte han en las manos." Tú rechazaste la proposición, no te dejaste caer. Demostraste con ello el sublime orgullo de un dios; ¡pero los hombres, esos seres débiles, impotentes, no son dioses! Sabías que, sólo con intentar precipitarte, hubieras perdido la fe en tu Padre, y el gran Tentador hubiera visto, regocijadísimo, estrellarse tu cuerpo en la tierra que habías venido a salvar. Mas, dime, ¿hay muchos seres semejantes a ti? ¿Pudiste pensar un solo instante que los hombres serían capaces de comprender tu resistencia a aquella tentación? La naturaleza humana no es bastante fuerte para prescindir del milagro y contentarse con la libre elección del corazón, en esos instantes terribles en que las preguntas vitales exigen una respuesta. Sabías que tu heroico silencio sería perpetuado en los libros y resonaría en lo más remoto de los tiempos, en los más apartados rincones del mundo. Y esperabas que el hombre te imitaría y prescindiría de los milagros, como un dios, siendo así que, en su necesidad de milagros, los inventa y se inclina ante los prodigios de los magos y los encantamientos de los hechiceros, aunque sea hereje o ateo.
Cuando te dijeron, por mofa: "¡Baja de la cruz y creeremos en ti!", no bajaste. Entonces, tampoco quisiste someter al hombre con el milagro, porque lo que deseaba de él era una creencia libre, no violentada por el prestigio de lo maravilloso; un amor espontáneo, no los transportes serviles de un esclavo aterrorizado. En esta ocasión, como en todas, obraste inspirándote en una idea del hombre demasiado elevada: ¡es esclavo, aunque haya sido creado rebelde! Han pasado quince siglos: ve y juzga. ¿A quién has elevado hasta ti? El hombre, créeme, es más débil y más vil de lo que tú pensabas. ¿Puede, acaso, hacer lo que tú hiciste? Le estimas demasiado y sientes por él demasiado poca piedad; le has exigido demasiado, tú que le amas más que a ti mismo. Debías estimarle menos y exigirle menos. Es débil y cobarde. El que hoy se subleve en todas partes contra nuestra autoridad y se enorgullezca de ello, no significa nada. Sus bravatas son hijas de una vanidad de escolar. Los hombres son siempre unos chiquillos: se sublevan contra el profesor y le echan del aula; pero la revuelta tendrá un término y les costará cara a los revoltosos. No importa que derriben templos y ensangrienten la tierra: tarde o temprano, comprenderán la inutilidad de una rebelión que no son capaces de sostener. Verterán estúpidas lágrimas; pero, al cabo, comprenderán que el que les ha creado rebeldes les ha hecho objeto de una burla y lo gritarán, desesperados. Y esta blasfemia acrecerá su miseria, pues la naturaleza humana, demasiado mezquina para soportar la blasfemia, se encarga ella misma de castigarla.
La inquietud, la duda, la desgracia: he aquí el lote de los hombres por quienes diste tu sangre. Tu profeta dice que, en su visión simbólica, vio a todos los partícipes de la primera resurrección y que eran doce mil por cada generación. Su número no es corto, si se considera que supone una naturaleza más que humana el llevar tu cruz, el vivir largos años en el desierto, alimentándose de raíces y langostas; y puedes, en verdad, enorgullecerte de esos hijos de la libertad, del libre amor, estar satisfechos del voluntario y magnífico sacrificio de sí mismos, hecho en tu nombre. Pero no olvides que se trata só1o de algunos miles y, más que de hombres, de dioses. ¿Y el resto de la Humanidad? ¿Qué culpa tienen los demás, los débiles humanos, de no poseer la fuerza sobrenatural de los fuertes? ¿Qué culpa tiene el alma feble de no poder soportar el peso de algunos dones terribles? ¿Acaso viniste tan sólo por los elegidos? Si es así, lo importante no es la libertad ni el amor, sino el misterio, el impenetrable misterio. Y nosotros tenemos derecho a predicarles a los hombres que deben someterse a él sin razonar, aun contra los dictados de su conciencia. Y eso es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra; la hemos basado en el "milagro", el "misterio" y la "autoridad". Y los hombres se han congratulado de verse de nuevo conducidos como un rebaño y libres, por fin, del don funesto que tantos sufrimientos les ha causado. Di, ¿hemos hecho bien? ¿Se nos puede acusar de no amar a la Humanidad? ¿No somos nosotros los únicos que tenemos conciencia de su flaqueza; nosotros que, en atención a su fragilidad, la hemos autorizado hasta para pecar, con tal que nos pida permiso? ¿Por qué callas? ¿Por qué te limitas a mirarme con tus dulces y penetrantes ojos? ¡No te amo y no quiero tu amor; prefiero tu cólera! ¿Y para qué ocultarte nada? Sé a quién le hablo. Conoces lo que voy a decirte, lo leo en tus ojos... Quizá quieras oír precisamente de mi boca nuestro secreto. Oye, pues: no estamos contigo, estamos con Él... ; nuestro secreto es ése. Hace mucho tiempo – ¡ocho siglos! – que no estamos contigo, sino con Él. Hace ocho siglos que recibimos de Él el don que tú, cuando te tentó por tercera vez mostrándote todos los reinos de la tierra, rechazaste indignado; nosotros aceptamos y, dueños de Roma y la espada de César, nos declaramos los amos del mundo. Sin embargo, nuestra conquista no ha acabado aún, está todavía en su etapa inicial, falta mucho para verla concluida; la tierra ha de sufrir aún durante mucho tiempo; pero nosotros conseguiremos nuestro objeto, seremos el César y, entonces, nos preocuparemos de la felicidad universal. Tú también pudiste haber tomado la espada de César; ¿por qué rechazaste tal don? Aceptándole, hubieras satisfecho todos los anhelos de los hombres sobre la tierra, les hubieras dado un amo, un depositario de su conciencia y, a la vez, un ser en torno a quien unirse, formando un inmenso hormiguero, ya que la necesidad de la unión universal es otro de los tres supremos tormentos de la Humanidad. La Humanidad siempre ha tendido a la unidad mundial. Cuanto más grandes y gloriosos, más sienten los pueblos ese anhelo. Los grandes conquistadores, los Tamerlan, los Gengis Kan que recorren la tierra como un huracán devastador, obedecen, de un modo inconsciente, a esa necesidad. Tomando la púrpura de César, hubieras fundado el imperio universal, que hubiera sido la paz del mundo. Pues, ¿quién debe reinar sobre los hombres sino el que es dueño de sus conciencias y tiene su pan en las manos?
Tomamos la espada de César y, al hacerlo, rompimos contigo y nos unimos a Él. Aún habrá siglos de libertinaje intelectual, de pedantería y de antropofagia –los hombres, luego de erigir, sin nosotros, su Torre de Babel, se entregarán a la antropofagia–; pero la bestia acabará por arrastrarse hasta nuestros pies, los lamerá y los regará con lágrimas de sangre. Y nosotros nos sentaremos sobre la bestia y levantaremos una copa en la que se leerá la palabra "Misterio". Y entonces, sólo entonces, empezará para los hombres el reinado de la paz y de la dicha. Tú temes de tus elegidos, pero son una minoría: nosotros les daremos el reino y la calma a todos. Y aun de esa minoría, aun de entre esos "fuertes" llamados a ser de los elegidos, ¡cuántos han acabado y acabarán por cansarse de esperar, cuántos han empleado y emplearán contra ti las fuerzas de su espíritu y el ardor de su corazón en uso de la libertad de que te son deudores! Nosotros les daremos a todos la felicidad, concluiremos con las revueltas y matanzas originadas por la libertad. Les convenceremos de que no serán verdaderamente libres, sino cuando nos hayan confiado su libertad. ¿Mentiremos? ¡No! Y bien sabrán ellos que no les engañamos, cansados de las dudas y de los terrores que la libertad lleva consigo. La independencia, el libre pensamiento y la ciencia llegarán a sumirles en tales tinieblas, a espantarlos con tales prodigios, a cansarlos con tales exigencias, que los menos suaves y dóciles se suicidarán; otros, también indóciles, pero débiles y violentos, se asesinarán, y otros –los más–, rebaño de cobardes y de miserables, gritarán a nuestros pies: "¡Sí, tenéis razón! Sólo vosotros poseéis su secreto y volvemos a vosotros! ¡Salvadnos de nosotros mismos!"
No se les ocultará que el pan –obtenido con su propio trabajo, sin milagro alguno– que reciben de nosotros se lo tomamos antes nosotros a ellos para repartírselo, y que no convertimos las piedras en panes. Pero, en verdad, más que el pan en sí, lo que les satisfará es que nosotros se lo demos. Pues verán que, si no convertimos las piedras en partes, tampoco los panes se convierten, vuelto el hombre a nosotros, en piedras. ¡Comprenderán, al cabo, el valor de la sumisión! Y mientras no lo comprendan, padecerán. ¿Quién, dime, quién ha puesto más de su parte para que dejen de padecer? ¿Quién ha dividido el rebaño y le ha dispersado por extraviados andurriales? Las ovejas se reunirán de nuevo, el rebaño volverá a la obediencia y ya nada le dividirá ni lo dispersará. Nosotros, entonces, les daremos a los hombres una felicidad en armonía con su débil naturaleza, una felicidad compuesta de pan y humildad. Sí, les predicaremos la humildad – no, como Tú, el orgullo. Les probaremos que son débiles niños, pero que la felicidad de los niños tiene particulares encantos. Se tornarán tímidos, no nos perderán nunca de vista y se estrecharán contra nosotros como polluelos que buscan el abrigo del ala materna. Nos temerán y nos admirarán. Les enorgullecerá el pensar la energía y el genio que habremos necesitado para domar a tanto rebelde. Les asustará nuestra cólera, y sus ojos, como los de los niños y los de las mujeres, serán fuentes de lágrimas. ¡Pero conque facilidad, a un gesto nuestro, pasarán del llanto a la risa, a la suave alegría de los niños! Les obligaremos, ¿qué duda cabe?, a trabajar; pero los organizaremos, para sus horas de ocio, una vida semejante a los juegos de los niños, mezcla de canciones, coros inocentes y danzas. Hasta les permitiremos pecar – ¡su naturaleza es tan flaca!–. Y, como les permitiremos pecar, nos amarán con un amor sencillo, infantil. Les diremos que todo pecado cometido con nuestro permiso será perdonado, y lo haremos por amor, pues, de sus pecados, el castigo será para nosotros y el placer para ellos. Y nos adorarán como a bienhechores. Nos lo dirán todo y, según su grado de obediencia, les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres o sus amantes y les consentiremos o no les consentiremos tener hijos. Y nos obedecerán, muy contentos. Nos someterán los más penosos secretos de su conciencia, y nosotros decidiremos en todo y por todo; y ellos acatarán, alegres, nuestras sentencias, pues les ahorrarán el cruel trabajo de elegir y de determinarse libremente.
Todos los millones de seres humanos serán así, felices, salvo unos cien mil, salvo nosotros, los depositarios del secreto. Porque nosotros seremos desgraciados. Los felices se contarán por miles de millones, y habrá cien mil mártires del conocimiento, exclusivo y maldito, del bien y del mal. Morirán en paz, pronunciando tu nombre, y, más allá de la tumba, sólo verán la oscuridad de la muerte. Sin embargo, nos lo callaremos; embaucaremos a los hombres, por su bien, con la promesa de una eterna recompensa en el cielo, a sabiendas de que, si hay otro mundo, no ha sido, de seguro, creado para ellos. Se vaticina que volverás, rodeado de tus elegidos, y que vencerás; tus héroes sólo podrán envanecerse de haberse salvado a sí mismos, mientras que nosotros habremos salvado al mundo entero. Se dice que la fornicadora, sentada sobre la bestia y con la "copa del misterio" en las manos, será afrentada y que los débiles se sublevarán por vez postrera, desgarrarán su púrpura y desnudarán su cuerpo impuro. Pero yo me levantaré entonces y te mostraré los miles de millones de seres felices que no han conocido el pecado. Y nosotros que, por su bien, habremos asumido el peso de sus culpas, nos alzaremos ante ti, diciendo: "¡Júzganos, si puedes y te atreves!" No te temo. Yo también he estado en el desierto; yo también me he alimentado de langostas y raíces; yo también he bendecido la libertad que les diste a los hombres y he soñado con ser del número de los fuertes. Pero he renunciado a ese sueño, he renunciado a tu locura para sumarme al grupo de los que corrigen tu obra. He dejado a los orgullosos para acudir en socorro de los humildes.
Lo que te digo se realizará; nuestro imperio será un hecho.
Y te repito que mañana, a una señal mía, verás a un rebaño sumiso echar leña a la hoguera donde te haré morir, por haber venido a perturbarnos. ¿Quién más digno que Tú de la hoguera? Mañana te quemaré. Dixi.
El inquisidor calla. Espera unos instantes la respuesta del preso. Aquel silencio le turba. El preso le ha oído, sin dejar de mirarle a los ojos, con una mirada fija y dulce, decidido evidentemente a no contestar nada. El anciano hubiera querido oír de sus labios una palabra, aunque hubiera sido la más amarga, la más terrible. Y he aquí que el preso se le acerca en silencio y da un beso en sus labios exangües de nonagenario. ¡A eso se reduce su respuesta! El anciano se estremece, sus labios tiemblan; se dirige a la puerta, la abre y dice: "¡Vete y no vuelvas nunca... , nunca! Y le deja salir a las tinieblas de la ciudad. El preso se aleja.

domingo, 4 de noviembre de 2007

LA METAMORFOSIS // FRANZ KAFKA

LA METAMORFOSIS. Franz Kafka

Capítulo I

Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se
encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto". Estaba tumbado sobre su
espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre
abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya
protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo.
Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le
vibraban desamparadas ante los ojos. «¿Qué me ha ocurrido?», pensó. No era un sueño.
Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía
tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas.
Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños
desempaquetados – Samsa era viajante de comercio –, estaba colgado aquel cuadro, que
hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado.
Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa” de piel, que estaba allí,
sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el
cual había desaparecido su antebrazo.
La mirada de Gregor se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso se oían
caer gotas de lluvia sobre la chapa del alfeizar de la ventana – le ponía muy
melancólico.
«¿Qué pasaría – pensó – si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»
Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del
lado derecho, pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado.
Aunque se lanzase con mu cha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a
ba lancear sobre la espalda.
Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las patas que pataleaban, y
sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el costado un dolor leve y sordo
que antes nunca había sentido. «iDios mío!», pensó.
«iQué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los esfuerzos
profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la ciudad, y además se
me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la
comida mala y a deshora, una relación humana constantemente cambiante, nunca
duradera, que jamás llega a ser cordial.
¡Que se vaya todo al diablo!» Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se
desli zó lentamente más cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la
cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos
pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una
pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos. Se deslizó de
nuevo a su posición inicial.
«Esto de levantarse pronto», pensó, «le hace a uno desvariar. El hombre tiene que
dormir. Otros viajantes viven como pachás”. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana
vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos señores
todavía están sentados tomando el desayuno.
Eso podría intentar yo con mi jefe, en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe,
por lo demás, si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres,
ya me habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho
mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una extraña
costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar hacia abajo con el
empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse mucho.
Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero
suficiente para pagar las deudas que mis padres tienen con él – puedo tardar todavía
entre cinco y seis años – lo hago con toda seguridad. Entonces habrá llegado el gran
momento, ahora, por lo pronto, tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco», y
miró hacia el despertador que hacía tictac sobre el armario. «¡Dios del cielo!», pensó.
Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había
pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. ¿Es que no habría sonado el
despertador?» Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro,
seguro que también había sonado. Sí, pero... Cera posible seguir durmiendo tan
tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco había dormido
tranquilo, pero quizá tanto más profundamente. ¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente
tren salía a las siete, para cogerlo tendría que haberse dado una prisa loca, el muestrario
todavía no estaba empaquetado, y él mismo no se encontraba especialmente espabilado
y ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe,
porque el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo
que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué
pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y
sospechoso, porque Gregor no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco
años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico del seguro, haría
reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones
remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres totalmente sanos,
pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de razón?
Gregor, a excepción de una modorra realmente superflua des pués del largo sueño, se
encontraba bastante bien e incluso tenía mucha hambre. ¡Mientras reflexionaba sobre
todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar la cama – en este mismo
instante el.despertador daba las siete menos cuarto –, llamaron caute losamente a la
puerta que estaba a la cabecera de su cama. Gregor – dijeron (era la madre) –, son las
siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje? ¡Qué dulce voz! Gregor se asustó, al
contestar, escuchó una voz que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como des de
lo profundo, se mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento
dejaba salir las palabras con clari dad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal
forma que no se sabía si se había oído bien. Gregor querría haber contestado
detalladamente y explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir: – Sí, sí,
gracias madre, ya me levanto. Probablemente a causa de la puerta de madera no se
notaba desde fuera el cambio en la voz de Gregor, porque la madre se tranquilizó con
esta respuesta y se marchó de allí. Pero merced a la breve conversación, los otros
miembros de la familia se habían dado cuenta de que Gregor, en contra de todo lo
esperado, estaba todavía en casa, y ya el padre llamaba suavemen te, pero con el puño, a
una de las puertas laterales. – iGregor, Gregor! – gritó –. ¿Qué ocurre? – tras unos
instantes insistió de nuevo con voz más grave –.¡Gregor, Gregor! Desde la otra puerta
lateral se lamentaba en voz baja la hermana. – Gregor, ¿no te encuentras bien?,
¿necesitas algo? Gregor contestó hacia ambos lados: – Ya estoy preparado – y, con una
pronunciación lo más cuidadosa posible, y haciendo largas pausas entre las palabras, se
esforzó por despojar a su voz de todo lo que pudiese llamar la atención. El padre volvió
a su desayuno, pero la hermana susurró: Gregor, abre, te lo suplico – pero Gregor no
tenía ni la menor intención de abrir, más bien elogió la precaución de ce rrar las puertas
que había adquirido durante sus viajes, y esto incluso en casa. Al principio tenía la
intención de levantarse tranquilamente y, sin ser molestado, vestirse y, sobre todo,
desayunar, y des pués pensar en todo lo demás, porque en la cama, eso ya lo veía, no
llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata. Recordó que ya en varias
ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor, quizá producido por estar mal
tumbado, do lor que al levantarse había resultado ser sólo fruto de su imagi nación, y
tenía curiosidad por ver cómo se iban desvaneciendo paulatinamente sus fantasías de
hoy. No dudaba en absoluto de que el cambio de voz no era otra cosa que el síntoma de
un buen resfriado, la enfermedad profesional de los viajantes. Tirar el cobertor era muy
sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí solo, pero el resto sería difícil,
especial mente porque él era muy ancho. Hubiera necesitado brazos y manos para
incorporarse, pero en su lugar tenía muchas pati tas que, sin interrupción, se hallaban en
el más dispar de los movimientos y que, además, no podía dominar. Si quería do blar
alguna de ellas, entonces era la primera la que se estiraba, y si por fin lograba realizar
con esta pata lo que quería, enton ces todas las demás se movían, como liberadas, con
una agitación grande y dolorosa. «No hay que permanecer en la cama inútilmente», se
decía Gregor. Quería salir de la cama en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo,
pero esta parte inferior que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar
exactamente, demostró ser difícil de mover; el movimiento se producía muy despacio, y
cuando, finalmente, casi furioso, se lanzó hacia adelante con toda su fuerza sin pensar
en las consecuencias, había calculado mal la dirección, se golpeó fuertemente con la
pata trasera de la cama y el dolor punzante que sintió le enseñó que precisa mente la
parte inferior de su cuerpo era quizá en estos momentos la más sensible.
Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo y volvió
la cabeza con cuidado hacia el borde de la cama.
Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo siguió finalmente
con lentitud el giro de la cabeza.
Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera de la cama, le entró
miedo de continuar avanzando de este modo porque, si se dejaba caer en esta posición,
tenía que ocurrir realmente un milagro para que la cabeza no resultase herida, y
precisamente ahora no podía de ningún modo perder la cabeza, prefería quedarse en la
cama.
Pero como, jadeando después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que
antes, y veía sus patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza aún, y no
encontraba posibilidad de poner sosiego y orden a este atropello, se decía otra vez que
de ningún modo podía permanecer en la cama y que lo más sensato era sacrificarlo todo,
si es que con ello existía la más mínima esperanza de liberarse de ella.
Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena,
muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas.
En tales momentos dirigía sus ojos lo más agudamente posible hacia la ventana, pero,
por desgracia, poco optimismo y ánimo se podían sacar del espectáculo de la niebla
matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la estrecha calle.
«Las siete ya», se dijo cuando sonó de nuevo el despertador, «las siete ya y todavía
semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando
débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano.
Pero después se dijo: «Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la
cama del todo, como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén
a preguntar por mí, porque el almacén se abre antes de las siete.» Y entonces, de forma
totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan largo era, hacia fuera de la
cama.
Si se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que pretendía levantar con fuerza en
la caída, permanecería probablemente ilesa. La espalda parecía ser fuerte, seguramente
no le pasaría nada al caer sobre la alfombra.
Lo más difícil, a su modo de ver, era tener cuidado con el ruido que se produciría, y que
posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas, si no temor, al menos
preocupación.
Pero había que intentarlo. Cuando Gregor ya sobresalía a medias de la cama – el nuevo
método era más un juego que un esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones – se
le ocurrió lo fácil que sería si alguien viniese en su ayuda. Dos personas fuertes –
pensaba en su padre y en la criada – hubiesen sido más que suficientes; sólo tendrían
que introducir sus brazos por debajo de su abombada espalda, descascararle así de la
cama, agacharse con el peso, y después solamente tendrían que haber soportado que
diese con cuidado una vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las
patitas adquirirían su razón de ser.
Bueno, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de ver dad pedir ayuda? A
pesar de la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa al concebir tales pensamientos.
Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía
guardar el equilibrio y pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro de
cinco minutos se rían las siete y cuarto, en ese momento sonó el timbre de la puerta de
la calle.
«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras sus
patitas bailaban aún más deprisa.
Du rante un momento todo permaneció en silencio. «No abren», se dijo Gregor,
confundido por alguna absurda .esperanza. Pero entonces, como siempre, la criada se
dirigió, con naturalidad y con paso firme, hacia la puerta y abrió.
Gregor sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante y ya sabía quién era, el
apoderado en persona. ¿Por qué había sido con denado Gregor a prestar sus servicios en
una empresa en la que al más mínimo descuido se concebía inmediatamente la mayor
sospecha? ¿Es que todos los empleados, sin excepción, eran unos bribones? ¿Es que no
había entre ellos un hombre leal y adicto a quien, simplemente porque no hubiese
aprove chado para el almacén un par de horas de la mañana, se lo co miesen los
remordimientos y francamente no estuviese en condiciones de abandonar la cama? ¿Es
que no era de verdad suficiente mandar a preguntar a un aprendiz – si es que este
«pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y había con ello
que mostrar a toda una familia inocente que la investigación de este sospechoso asunto
solamente podía ser confiada al juicio del apoderado? Y, más como consecuencia de la
irritación a la que le condujeron estos pen samientos que como consecuencia de una
auténtica decisión, se lanzó de la cama con toda su fuerza.
Se produjo un golpe fuerte, pero no fue un auténtico ruido. La caída fue amortigua da
un poco por la alfombra y además la espalda era más elásti ca de lo que Gregor había
pensado; a ello se debió el sonido sordo y poco aparatoso.
Solamente no había mantenido la ca beza con el cuidado necesario y se la había
golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor. – Ahí dentro se ha
caído algo – dijo el apoderado en la ha bitación contigua de la izquierda.
Gregor intentó imaginarse si quizá alguna vez no podría ocurrirle al apoderado algo
parecido a lo que le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la posibilidad.
Pero, como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par de pasos
firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol.
Desde la habitación de la derecha, la hermana, para advertir a Gregor, susurró: Gregor,
el apoderado está aquí. « Ya lo sé», se dijo Gregor para sus adentras, pero no se atrevió
a alzar la voz tan alto que la hermana pudiera haberlo oído.
– Gregor Dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha –, el señor apoderado
ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren.
No sabemos qué debe mos decirle, además desea también hablar personalmente con
tigo, así es que, por favor, abre la puerta.
El señor ya tendrá la bondad de perdonar el desorden en la habitación. – Buenos días,
señor Samsa – interrumpió el apoderado amablemente. – No se encuentra bien – dijo la
madre al apoderado mien tras el padre hablaba ante la puerta –, no se encuentra bien,
créame usted, señor apoderado.
¡Cómo si no iba Gregor a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el
negocio.
A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; aho ra ha estado ocho días en la
ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la mesa y lee
tranqui lamente el periódico o estudia horarios de trenes.
Para él es ya una distracción hacer trabajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o tres
tardes ha tallado un pequeño marco, se asombrará usted de lo bonito que es, está
colgado ahí dentro, en la habita ción; en cuanto abra Gregor lo verá usted enseguida.
Por cier to, que me alegro de que esté usted aquí, señor apoderado, no sotros solos no
habríamos conseguido que Gregor abriese la puerta; es muy testarudo y seguro que no
se encuentra bien a pesar de que lo ha negado esta mañana. – Voy enseguida – dijo
Gregor, lentamente y con precau ción, y no se movió para no perderse una palabra de la
con versación. – De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo dijo el
apoderado –, espero que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte,
que nosotros, los comer ciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos
sencillamente que sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a los
negocios. – Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? – preguntó impaciente
el padre. – No – dijo Gregor. En la habitación de la izquierda se hizo un penoso
silencio, en la habitación de la derecha comenzó a sollozar la hermana.
¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de la
cama y todavía no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se
levantaba y de jaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de perder el trabajo
y porque entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas deudas? Estas
eran, de momento, preocu paciones innecesarias.
Gregor todavía estaba aquí y no pensa ba de ningún modo abandonar a su familia.
De momento ya cía en la alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su
estado hubiese exigido seriamente de él que dejase entrar al apoderado.
Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se encontraría con facilidad
una disculpa apropiada, no podía Gregor ser despedido inmediatamente. Y a Gregor le
parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en lugar de molestarle con lloros
e intentos de persuasión.
Pero la verdad es que era la incertidumbre la que apuraba a los otros y ha cía perdonar
su comportamiento. – Señor Samsa – exclamó entonces el apoderado levantan do la voz
–.¿Qué ocurre? Se atrinchera usted en su habita ción, contesta solamente con sí o no,
preocupa usted grave e inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus
deberes de una forma verdaderamente inaudita.
Hablo aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le exijo seriamente una ex plicación
clara e inmediata. Estoy asombrado, estoy asombra do. Yo le tenía a usted por un
hombre formal y sensato y aho ra de repente parece que quiere usted empezar a hacer
alarde de extravagancias extrañas. El jefe me insinuó esta mañana una posible
explicación a su demora, se refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco
tiempo.
Yo realmente di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser cier ta.
Pero en este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo del todo el deseo de
dar la cara en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en absoluto, la más segura.
En prin cipio tenía la intención de decirle todo esto a solas, pero ya que me hace usted
perder mi tiempo inútilmente no veo la ra zón de que no se enteren también sus señores
padres. Su ren dimiento en los últimos tiempos ha sido muy poco satisfacto rio, cierto
que no es la época del año apropiada para hacer grandes negocios, eso lo reconocemos,
pero una época del año para no hacer negocios no existe, señor Samsa, no debe existir. –
Pero señor apoderado – gritó Gregor fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo demás
–, abro inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me han impedido
levantarme.
Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez despejado. Ahora mismo me
levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia! Todavía no me encuentro tan bien
como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede atacar a una persona una cosa así! Ayer
por la tarde me encontraba bastante bien, mis padres bien lo saben o, mejor dicho, ya
ayer por la tarde tuve una pequeña corazonada, tendría que habérseme notado.
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¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero lo cier to es que siempre se piensa que se
superará la enfermedad sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración
con mis padres! No hay motivo alguno para todos los reproches que me hace usted;
nunca se me dijo una palabra de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que
he enviado.
Por cierto, que en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de sosiego me han
dado fuerza. No se entretenga usted, señor apoderado; yo mismo estaré enseguida en el
almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi parte al jefe.
Y mientras Gregor farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que decía, se
había acercado un poco al arma rio, seguramente como consecuencia del ejercicio ya
practica do en la cama, e intentaba ahora levantarse apoyado en él.
Quería de verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con el
apoderado; estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle, dirían
ante su presencia. Si se asustaban, Gregor no tendría ya responsabilidad alguna y podría
estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con tranquili dad entonces tampoco tenía
motivo para excitarse y, de hecho, podría, si se daba prisa, estar a las ocho en la
estación.
Al prin cipio se resbaló varias veces del liso armario, pero finalmente se dio con fuerza
un último impulso y permaneció erguido; ya no prestaba atención alguna a los dolores
de vientre, aunque eran muy agudos.
Entonces se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se agarró
fuertemente con sus patitas. Con esto había conseguido el dominio sobre sí, y en
mudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.
¿Han entendido ustedes una sola palabra? – preguntó el apoderado a los padres –.¿O es
que nos toma por tontos? – ¡Por el amor de Dios! – exclamó la madre entre sollo zos –,
quizá esté gravemente enfermo y nosotros le atormen tamos. ¡Grete! ¡Grete! – gritó
después. ¿Qué, madre? – dijo la hermana desde el otro lado. Se co municaban a través
de la habitación de Gregor –. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregor está
enfermo.
Rápido, a buscar al médico. ¡Acabas de oír hablar a Gregor? – Es una voz de animal –
dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo comparado con los gritos de
la madre. – ¡Anna! iAnna! – gritó el padre en dirección a la cocina, a través de la
antesala, y dando palmadas –.¡ Ve a buscar inmediatamente un cerrajero! Y ya corrían
las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala ¿cómo se habría vestido
la hermana tan deprisa? – y abrieron la puerta de par en par.
No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele ocurrir en
las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.
Pero Gregor ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras
a pesar de que a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que antes,
sin duda como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando.
Pero en todo caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregor, y
se estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron tomadas
las primeras disposiciones le sentaron bien.
De nuevo se consideró incluido en el círculo humano y esperaba de ambos, del médico
y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre sí, excelentes y sorprendentes resultados.
Con el fin de tener una voz lo más clara posible en las decisivas conversaciones que se
avecinaban, tosió un poco esforzándose, sin embargo, por hacerlo con mucha
moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una forma distinta a la
voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él mismo.
Mientras tanto en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizá los padres estaban
sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban arrimados a la
puerta y escuchaban.
Gregor se acercó lentamente hacia la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se
arrojó contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella – las callosidades de sus patitas
estaban provistas de una substancia pegajosa – y descansó allí, durante un momento, del
esfuerzo realizado. A continuación comenzó a girar con la boca la llave, que estaba
dentro de la cerradura.
Por desgracia, no parecía tener dientes propiamente dichos ¿con qué iba a agarrar la
llave? –, pero, por el contrario, las mandíbulas eran, desde luego, muy poderosas, con su
ayuda puso la llave, efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta de que, sin
duda, se estaba causando algún daño, porque un líquido parduzco le salía de la boca,
chorreaba por la llave y goteaba hasta el suelo.
– Escuchen ustedes – dijo el apoderado en la habitación contigua –, está dando la vuelta
a la llave. Esto significó un gran estímulo para Gregor; pero todos de bían haberle
animado, incluso el padre y la madre. «iVamos Gregor! – debían haber aclamado –.
¡Duro con ello, duro con la cerradura!» Y ante la idea de que todos seguían con expecta
ción sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue capaz de
reunir. A medida que avanzaba el giro de la llave, Gregor se movía en torno a la
cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según era necesario, se colgaba de
la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro con todo el peso de su cuerpo. El sonido
agudo de la cerradura, que se abrió por fin, despertó del todo a Gregor. Respirando
profun damente dijo para sus adentros: «No he necesitado al cerraje ro», y apoyó la
cabeza sobre el picaporte para abrir la puerta del todo. Como tuvo que abrir la puerta de
esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y todavía no se le veía.
En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo, alrededor de la
hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente de espaldas
justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba absorto en llevar a cabo aquel
difícil movi miento y no tenía tiempo de prestar atención a otra cosa, cuando escuchó al
apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbido del viento, y en ese
momento vio tam bién cómo aquél, que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la
mano la boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible
que actuaba regularmente.
La madre – a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los cabellos
desenredados y levantados hacia arriba de haber pasado la noche – miró en primer lugar
al padre con las ma nos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregor y, con el
rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en me dio de sus faldas, que
quedaron extendidas a su alrededor.
El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si qui siera empujar de nuevo
a Gregor a su habitación, miró insegu ro a su alrededor por el cuarto de estar, después se
tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por
el llanto.
Gregor no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de la
hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su
cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los demás.
Entre tanto el día había aclarado; al otro lado de la calle se distinguía claramente una
parte del edificio de enfren te, negruzco e interminable era un hospital'º , con sus
ventanas regulares que rompían duramente la fachada.
Toda vía caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas, que se distinguían una por una, y que
eran lanzadas hacia abajo aisladamente so bre la tierra. Las piezas de la vajilla del
desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayu no
era la comida principal del día, que prolongaba durante ho ras con la lectura de diversos
periódicos.
Justamente en la pa red de enfrente había una fotografía de Gregor, de la época de su
servicio militar, que le representaba con uniforme de te niente, y cómo, con la mano
sobre la espada, sonriendo des preocupadamente, exigía respeto para su actitud y su
unifor me.
La puerta del vestíbulo estaba abierta y, como la puerta del piso también estaba abierta,
se podía ver el rellano de la es calera y el comienzo de la misma, que conducía hacia
abajo.
Bueno dijo Gregor, y era completamente consciente de que era el único que había
conservado la tranquilidad , me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario y
saldré de viaje. ¿Queréis dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no
soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fa tigoso, pero no podría vivir sin viajar.
¿Adónde va usted, se ñor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal
como es en realidad? En un momento dado puede uno ser in capaz de trabajar, pero
después llega el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar
que después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguri dad, con más
celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted.
Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto,
pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi
parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al viajante. Se piensa que gana un
montón de dinero y se da la gran vida.
Es cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero
usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las circunstancias mejor
que la que tiene el resto del personal; sí, en confianza, incluso una visión de conjunto
mejor que la del mismo jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente de
opinión en perjuicio del empleado.
También sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está fuera del
almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones, casualidades y
quejas infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible defenderse, porque
la mayoría de las veces no se entera de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha terminado
un viaje, siente sobre su propia carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias
cuyas causas no puede comprender.
Señor apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre
que, al menos en una pequeña parte, me da usted la razón. Pero el apoderado ya se había
dado la vuelta a las primeras palabras de Gregor, y por encima del hombro, que se
movía convulsivamente, miraba hacia Gregor poniendo los labios en forma de morro, y
mientras Gregor hablaba no estuvo quieto ni un momento, sino que, sin perderle de
vista, se iba deslizando hacia la puerta, pero muy lentamente, como si existiese una
prohibición secreta de abandonar la habitación.
Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con que sacó
el pie por última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que acababa de quemarse
la suela.
Ya en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera,
como si allí le esperase realmente una salvación sobrenatural.
Gregor comprendió que, de ningún modo, debía dejar marchar al apoderado en este
estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el
almacén.
Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos años
habían llegado al convencimiento de que Gregor estaba colocado en este almacén para
el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer,
que habían perdido toda previsión.
Pero Gregor poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser retenido, tran quilizado,
persuadido y, finalmente, atraído. iE1 futuro de Gre gor y de su familia dependía de
ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya había llorado cuando Gregor
toda vía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el apoderado, ese
aficionado a las mujeres, se hubiese dejado lle var por ella; ella habría cerrado la puerta
del piso y en el vestí bulo le hubiese disuadido de su miedo.
Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregor tenía que actuar. Y sin pen sar
que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que sus palabras
posiblemente, seguramente incluso, no ha bían sido entendidas, abandonó la hoja de la
puerta y se deslizó a través del hueco abierto.
Pretendía dirigirse hacia el apodera do que, de una forma grotesca, se agarraba ya con
ambas ma nos a la barandilla del rellano; pero, buscando algo en que apoyarse, se cayó
inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un pequeño grito.
Apenas había sucedido esto, sintió por primera vez en esta mañana un bienestar físico:
las patitas tenían suelo firme por debajo, obedecían a la perfección, como advirtió con
alegría; incluso intentaban transportarle hacia donde él quería; y ya creía Gregor que el
alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su alcance; pero en el mismo
momento en que, balanceándose por el movimiento reprimi do, no lejos de su madre,
permanecía en el suelo justo enfrente de ella, ésta, que parecía completamente sumida
en sus propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los brazos exten didos, con
los dedos muy separados entre sí, y exclamó: – ¡Socorro, por el amor de Dios, socorro!
Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregor, pero, en
contradicción con ello, retrocedió atropella damente; había olvidado que detrás de ella
estaba la mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima precipita damente,
como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de la cafetera volcada, caía
a chorros sobre la alfombra. – iMadre, madre! – dijo Gregor en voz baja, y miró hacia
ella.
Por un momento había olvidado completamente al apode rado; por el contrario, no
pudo evitar, a la vista del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus
mándibulas al vacío. Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los
brazos del padre, que corría a su encuentro. Pero Gre gor no tenía ahora tiempo para sus
padres.
El apoderado se encontraba ya en la escalera; con la barbilla sobre la barandilla miró de
nuevo por última vez.
Gregor tomó impulso para al canzarle con la mayor seguridad posible.
El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios escalones y desa
pareció; pero lanzó aún un «iUh!», que se oyó en toda la esca lera.
Lamentablemente esta huida del apoderado pareció des concertar del todo al padre, que
hasta ahora había estado rela tivamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al
apoderado, o, al menos, no obstaculizar a Gregor en su persecu ción, agarró con la
mano derecha el bastón del apoderado, que aquél había dejado sobre la silla junto con el
sombrero y el ga bán; tomó con la mano izquierda un gran periódico que había sobre la
mesa y, dando patadas en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregor a su habitación
blandiendo el bastón y el periódico.
De nada sirvieron los ruegos de Gregor, tampoco fueron entendidos, y por mucho que
girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más fuerza. Al otro lado, la
madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del tiempo frío, e inclinada hacia
fuera se cubría el rostro con las manos.
Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas de las
ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas sueltas
revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba silbi dos como
un loco. Pero Gregor todavía no tenía mucha prác tica en andar hacia atrás, andaba
realmente muy despacio.
Si Gregor se hubiese podido dar la vuelta, enseguida hubiese es Tado en su habitación,
pero tenía miedo de impacientar al pa dre con su lentitud al darse la vuelta, y a cada
instante le ame nazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la cabeza.
Finalmente, no le quedó a Gregor otra solución, pues advirtió con angustia que andando
hacia atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con temor
constante mente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor rapidez
posible, pero, en realidad, con una gran lenti tud.
Quizá advirtió el padre su buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su
empeño, sino que, con la punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en
su movimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese insoportable silbar del padre! Por
su culpa Gregor perdía la cabeza por completo.
Ya casi se había dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se
equivocó y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la
cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo era demasiado ancho para pasar por ella sin
más.
Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo
más remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregor espacio suficiente.
Su idea fija consistía solamente en que Gregor tenía que entrar en su habitación lo más
rápidamente posible; tampoco hubiera permitido jamás los complicados preparativos
que necesitaba Gregor para incorporarse y, de este modo, atravesar la puerta.
Es más, empujaba hacia adelante a Gregor con mayor ruido aún, como si no existiese
obstáculo alguno. Ya no sonaba tras de Gregor como si fuese la voz de un solo padre;
ahora ya no había que andarse con bromas, y Gregor se empotró en la puerta – pasase lo
que pasase.
Uno de los costados se levantó, ahora estaba atravesado en el hueco de la puerta, su
costado estaba herido por completo, en la puerta blanca quedaron marcadas unas
manchas desagradables, pronto se quedó atascado y solo no hubiera podido moverse, las
patitas de un costado estaban colgadas en el aire, y temblaban, las del otro lado
permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo.
Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le produjo
un auténtico alivio, y Gregor penetró profundamente en su habitación sangrando con
intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a continuación se hizo, por fin, el
silencio.

Capítulo II

Hasta la caída de la tarde no se despertó Gregor de su profundo sueño similar a una
pérdida de conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más tarde, aun
sin ser molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y descansado; sin embargo,
le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la puerta que
daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado.
El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí, en
el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se
encontraba Gregor, estaba oscuro.
Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó
lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí.
Su costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz que le daba desagradables
tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por cierto, que una de
las patitas había resultado gravemente herida durante los incidentes de la mañana – casi
parecía un milagro que sólo una hubiese resultado herida –, y se arrastraba sin vida.
Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió lo que le había atraído hacia ella, había
sido el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la
que nadaban trocitos de pan.
Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la
mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por encima
de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión, no sólo comer le resultaba
difícil debido a su delicado costado izquierdo – sólo podía comer si todo su cuerpo
cooperaba jadeando –, sino que, además, la leche, que siempre había sido su bebida
favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le gustaba, es
más, se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro
de la habitación.
En el cuarto de estar, por lo que veía Gregor a través de la rendija de la puerta, estaba
encendido el gas, pero mientras que, como era habitual a estas horas del día, el padre
solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el periódico
vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre de leer en voz
alta, tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había perdido del todo en
los últimos tiempos.
Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, el piso no
estaba vacío. «iQué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregor, y, mientras
miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintiócansado; sin embargo, le
parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la puerta que
daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado.
El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí, en
el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se
encontraba Gregor, estaba oscuro. Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que
ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta para ver lo que había
ocurrido allí.
Su costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz que le daba desagradables
tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de patas. Por cierto, que una de
las patitas había resultado gravemente herida durante los incidentes de la mañana – casi
parecía un milagro que sólo una hubiese resultado herida –, y se arrastraba sin vida.
Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió lo que le había atraído hacia ella, había
sido el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la
que nadaban trocitos de pan.
Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la
mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por encima
de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión, no sólo comer le resultaba
difícil debido a su delicado costado izquierdo – sólo podía comer si todo su cuerpo
cooperaba jadeando –, sino que, además, la leche, que siempre había sido su bebida
favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le gustaba, es
más, se retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro
de la habitación.
En el cuarto de estar, por lo que veía Gregor a través de la rendija de la puerta, estaba
encendido el gas, pero mientras que, como era habitual a estas horas del día, el padre
solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el periódico
vespertino, ahora no se oía ruido alguno.
Bueno, quizá esta costumbre de leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía
siempre su hermana, se había perdido del todo en los últimos tiempos. Pero todo a su
alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, el piso no estaba vacío.
«iQué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregor, y, mientras miraba fijamente
la oscuridad que reinaba ante él, se sintiómuy orgulloso de haber podido proporcionar a
sus padres y a su hermana la vida que llevaban en una vivienda tan hermosa.
Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la satisfacción, llegase
ahora a un terrible final? Para no perderse en tales pensamientos, prefirió Gregor
ponerse en movimiento y arrastrarse de acá para allá por la habitación.
En una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una vez en una
puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar rápidamente;
probablemente alguien tenía necesidad de entrar, pero, al mismo tiempo, sentía
demasiada vacilación.
Entonces Gregor se paró justamente delante de la puerta del cuarto de estar, decidido a
hacer entrar de alguna manera al indeciso visitante, o al menos, para saber de quién se
trataba; pero la puerta ya no se abrió más y Gregor esperó en vano.
Por la mañana temprano, cuando todas las puertas estaban bajo llave, todos querían
entrar en su habitación, ahora que había abierto una puerta, y las demás habían sido
abiertas sin duda durante el día, no venía nadie y, además, ahora las llaves estaban
metidas en las cerraduras desde fuera. Muy tarde, ya de noche, se apagó la luz en el
cuarto de estar y entonces fue fácil comprobar que los padres y la hermana habían
permanecido despiertos todo ese tiempo, porque tal y como se podía oír perfectamente,
se retiraban de puntillas los tres juntos en este momento.
Así pues, seguramente hasta la mañana siguiente no entraría nadie más en la habitación
de Gregor; disponía de mucho tiempo para pensar, sin que nadie le molestase, sobre
cómo debía organizar de nuevo su vida.
Pero la habitación de techos altos y que daba la impresión de estar vacía, en la cual
estaba obligado a permanecer tumbado en el suelo, le asustaba sin que pudiera descubrir
cuál era la causa, puesto que era la habitación que ocupaba desde hacía cinco años, y
con un giro medio insconciente y no sin una cierta vergüenza, se apresuró a meterse
bajo el canapé, en donde, a pesar de que su caparazón era algo estrujado y a pesar de
que ya no podía levantar la cabeza, se sintió pronto muy cómodo y solamente lamentó
que su cuerpo fuese demasiado ancho para poder desaparecer por completo debajo del
canapé.
Allí permaneció durante toda la noche, que pasó, en parteinmerso en un semisueño, del
que una y otra vez le despertaba el hambre con un sobresalto, y, en parte, entre
preocupaciones y confusas esperanzas, que le llevaban a la consecuencia de que, de
momento, debía comportarse con calma y, con la ayuda de una gran paciencia y de una
gran consideración por parte de la familia, tendría que hacer soportables las molestias
que Gregor, en su estado actual, no podía evitar producirles.
Ya muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregor la oportunidad de poner a
prueba las decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi vestida del todo,
abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación hacia dentro. No le encontró
enseguida, pero cuando le descubrió debajo del canapé – ¡Dios mío, tenía que estar en
alguna parte, no podía haber volado! – se asustó tanto que, sin poder dominarse, volvió
a cerrar la puerta desde fuera.
Pero como si se arrepintiese de su comportamiento, inmediatamente la abrió de nuevo y
entró de puntillas, como si se tratase de un enfermo grave o de un extraño. Gregor había
adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé y la observaba.
¿Se daría cuenta de que se había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería
otra comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma, Gregor preferiría morir
de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía unos enormes
deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a los pies de la hermana y rogarle que le
trajese algo bueno de comer.
Pero la hermana reparó con sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se había
vertido un poco de leche, y la levantó del suelo, cierto que no lo hizo directamente con
las manos, sino con un trapo, y se la llevó.
Gregor tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, e hizo al respecto
las más diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido adivinar lo que la bondad de la
hermana iba realmente a hacer.
Para poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas donde elegir, todas ellas extendidas
sobre un viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas, huesos de la cena,
rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido, algunas uvas pasas y
almendras”, un queso que, hacía dos días, Gregor había calificado de incomible, un
trozo de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro trozo de pan untado con
mantequilla y sal.
Además añadió a todo esto la escudilla, que, a partir de ahora, probablemente estaba
destinada a Gregor, en la cual había echado agua.
Y por delicadeza, como sabía que Gregor nunca comería delante de ella, se retiró
rápidamente e incluso echó la llave, para que Gregor se diese cuenta de que podía
ponerse todo lo cómodo que desease.
Las patitas de Gregor zumbaban cuando se acercaba el momento de comer. Por cierto,
que sus heridas ya debían estar curadas del todo, ya no notaba molestia alguna, se
asombró y pensó en cómo, hacía más de un mes, se había cortado un poco un dedo y esa
herida, todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos sensibilidad?, pensó, y
ya chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más fuertemente y de inmediato le
atrajo de todo.
Sucesivamente, a toda velocidad, y con los ojos llenos de lágrimas de alegría, devoró el
queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos, por el contrario, no le gustaban, ni
siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó un poco las cosas que quería comer.
Ya hacía tiempo que había terminado y permanecía tumbado perezosamente en el
mismo sitio, cuando la hermana, como señal de que debía retirarse, giró lentamente la
llave.
Esto le asustó, a pesar de que ya dormitaba, y se apresuró a esconderse bajo el canapé,
pero le costó una gran fuerza de voluntad permanecer debajo del canapé aún el breve
tiempo en el que la hermana estuvo en la habitación, porque, a causa de la abundante
comida, el vientre se había redondeado un poco y apenas podía respirar en el reducido
espacio.
Entre pequeños ataques de asfixia, veía con ojos un poco saltones, cómo la hermana,
que nada imaginaba de esto, no solamente barría con su escoba los restos, sino también
los alimentos que Gregor ni siquiera había tocado, como si éstos ya no se pudiesen
utilizar, y cómo lo tiraba todo precipitadamente a un cubo, que cerró con una tapa de
madera, después de lo cual se lo llevó todo.
Apenas se había dado la vuelta, cuando Gregor salía ya de debajo del canapé, se estiraba
y se inflaba. De esta forma recibía Gregor su comida diaria una vez por la mañana,
cuando los padres y la criada todavía dormían, y lasegunda vez después de la comida
del mediodía, porque entonces los padres dormían un ratito y la hermana mandaba a la
criada a algún recado.
Sin duda los padres no querían que Gregor se muriese de hambre, pero quizá no
hubieran podido soportar enterarse de sus costumbres alimenticias, más de lo que de
ellas les dijese la hermana; quizá la hermana quería ahorrarles una pequeña pena
porque, de hecho, ya sufrían bastante.
Gregor no pudo enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero habían sido
despedidos de la casa en aquella primera mañana, puesto que, como no podían
entenderle, nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él pudiera entender a los demás,
y, así, cuando la hermana estaba en su habitación, tenía que conformarse con escuchar
de vez en cuando sus suspiros y sus invocaciones a los santos.
Sólo más tarde, cuando ya se había acostumbrado un poco a todo – naturalmente nunca
podría pensarse en que se acostumbrase del todo –, cazaba Gregor a veces una
observación hecha amablemente o que así podía interpretarse: «Hoy sí que le ha
gustado», decía, cuando Gregor había comido con abundancia, mientras que, en el caso
contrario, que poco a poco se repetía con más frecuencia, solía decir casi con tristeza:
«Hoy ha sobrado todo.» Mientras que Gregor no se enteraba de novedad alguna de
forma directa, escuchaba algunas cosas procedentes de las habitaciones contiguas, y allí
donde escuchaba voces una sola vez, corría enseguida hacia la puerta correspondiente y
se estrujaba con todo su cuerpo contra ella.
Especialmente en los primeros tiempos no había ninguna conversación que de alguna
manera, si bien sólo en secreto, no tratase de él.
A lo largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones sobre cómo se
debían comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba del mismo tema,
porque siempre había en casa al menos dos miembros de la familia, ya que seguramente
nadie quería quedarse solo en casa, y tampoco podían dejar de ningún modo la casa
sola.
Incluso ya el primer día la criada (no estaba del todo claro qué y cuánto sabía de lo
ocurrido) había pedido de rodillas a la madre que la despidiese inmediatamente, y
cuando, cuarto de hora después, se marchaba con lágrimas en los ojos, daba gracias por
el despido como por el favor más grande que pudiese hacérsele, y sin que nadie se lo pidiese hizo un solemne juramento de no decir nada a nadie.
Ahora la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no ocasionaba
demasido trabajo porque apenas se co mía nada. Una y otra vez escuchaba Gregor cómo
uno anima ba en vano al otro a que comiese y no recibía más contestación que:
«¡Gracias, tengo suficiente!», o algo parecido.
Quizá tam poco se bebía nada. A veces la hermana perguntaba al padre si quería tomar
una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella misma a buscarla, y como el padre
permanecía en silencio, añadía, para que él no tuviese reparos, que también podía
mandar a la portera, pero entonces el padre respondía, por fin, con un poderoso «no», y
ya no se hablaba más del asunto.
Ya en el transcurso del primer día el padre explicó tanto a la madre como a la hermana
toda la situación económica y las perspectivas. De vez en cuando se levantaba de la
mesa y reco gía de la pequeña caja marca Wertheim*, que había salvado de la quiebra
de su negocio ocurrida hacía cinco años, algún do cumento o libro de anotaciones. Se
oía cómo abría el compli cado cerrojo y lo volvía a cerrar después de sacar lo que busca
ba.
Estas explicaciones del padre eran, en parte, la primera cosa grata que Gregor oía desde
su encierro. Gregor había creído que al padre no le había quedado nada de aquel
negocio, .al menos el padre no le había dicho nada en sentido contrario y, por otra parte,
tampoco Gregor le había preguntado.
En aquel entonces la preocupación de Gregor había sido hacer todo lo posible para que
la familia olvidase rápidamente el de sastre comercial que les había sumido a todos en la
más com pleta desesperación, y así había empezado entonces a trabajar con un ardor
muy especial y, casi de la noche a la mañana, ha bía pasado a ser de un simple
dependiente a un viajante que, naturalmente, tenía otras muchas posibilidades de ganar
dine ro, y cuyos éxitos profesionales, en forma de comisiones, se convierten
inmediatamente en dinero contante y sonante, que se podían poner sobre la mesa en
casa ante la familia asombra da y feliz.
Habían sido buenos tiempos y después nunca se habían repetido, al menos con ese
esplendor, a pesar de que Gregor, después, ganaba tanto dinero, que estaba en situación
de cargar con todos los gastos de la familia y así lo hacía. Se habían acostumbrado a
esto tanto la familia como Gregor, se aceptaba el dinero con agradecimiento, él lo
entregaba con gusto, pero ya no emanaba de ello un calor especial.
Solamente la hermana había permanecido unida a Gregor, y su intención secreta
consistía en mandarla el año próximo al conservatorio sin tener en cuenta los grandes
gastos que ello traería consigo y que se compensarían de alguna otra forma, porque ella,
al contrario que Gregor, sentía un gran amor por la música y tocaba el violín de una
forma conmovedora.
Con frecuencia, durante las breves estancias de Gregor en la ciudad, se mencionaba el
conservatorio en las conversaciones con la hermana, pero sólo como un hermoso sueño
en cuya realización no podía ni pensarse, y a los padres ni siquiera les gustaba escuchar
estas inocentes alusiones; pero Gregor pensaba decididamente en ello y tenía la
intención de darlo a conocer solemnemente en Nochebuena.
Este tipo de pensamientos, completamente inútiles en su estado actual, eran los que se le
pasaban por la cabeza mientras permanecía allí pegado a la puerta y escuchaba.
A veces ya no podía escuchar más de puro cansancio y, en un descuido, se golpeaba la
cabeza contra la puerta, pero inmediatamente volvía a levantarla, porque incluso el
pequeño ruido que había producido con ello, había sido escuchado al lado y había hecho
enmudecer a todos.
¿Qué es lo que hará? – decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a todas
luces hacia la puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación que había sido
interrumpida.
De esta forma Gregor se enteró muy bien – el padre solía repetir con frecuencia sus
explicaciones, en parte porque él mismo ya hacía tiempo que no se ocupaba de estas
cosas, y, en parte también, porque la madre no entendía todo a la primera – de que, a
pesar de la desgracia, todavía quedaba una pequeña fortuna, que los intereses, aún
intactos, habían hecho aumentar un poco más durante todo este tiempo.
Además, eldormía ni un momento, y se restregaba durante horas sobre el cuero.
O bien no retrocedía ante el gran esfuerzo de empujar una silla hasta la ventana, trepar a
continuación hasta el antepecho y, subido en la silla, apoyarse en la ventana y mirar a
través de la misma, sin duda como recuerdo de lo libre que se había sentido siempre que
anteriormente había estado apoyado aquí.
Porque, efectivamente, de día en día, veía cada vez con menos claridad las cosas que ni
siquiera estaban muy alejadas: ya no podía ver el hospital de enfrente, cuya visión
constante había antes maldecido, y si no hubiese sabido muy bien que vivía en la
tranquila pero central Charlottenstrasse, podría haber creído que veía desde su ventana
un desierto en el que el cielo gris y la gris tierra se unían sin poder distinguirse uno de
otra.
Sólo dos veces había sido necesario que su atenta hermana viese que la silla estaba bajo
la ventana para que, a partir de entonces, después de haber recojido la habitación, la
colocase siempre bajo aquélla, e incluso dejase abierta la contraventana interior.
Si Gregor hubiese podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo lo que tenía
que hacer por él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de esta forma sufría con
ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer más llevadero lo desagradable de la
situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba, tanto más fácil le resultaba conseguirlo, pero también Gregor adquirió con el tiempo una visión de conjunto más
exacta.
Ya el solo hecho de que la hermana entrase le parecía terrible. Apenas había entrado, sin
tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta, y eso que siempre ponía mucha
atención en ahorrar a todos el espectáculo que ofrecía la habitación de Gregor, corría
derecha hacia la ventana y la abría de par en par, con manos presurosas, como si se
asfixiase y, aunque hiciese mucho frío, permanecía durante algunos momentos ante ella
y respiraba profundamente.
Estas carreras y ruidos asustaban a Gregor dos veces al día; durante todo ese tiempo
temblaba bajo el canapé y sabía muy bien que ella le hubiese evitado con gusto todo
esto, si es que le hubiese sido posible permanecer con la ventana cerrada en la
habitación en la que se encontraba Gregor.
Una vez, hacía aproximadamente un mes de la transformación de Gregor, y el aspecto
de éste ya no era para la hermana motivo especial de asombro, llegó un poco antes de lo
previsto y encontró a Gregor cuando miraba por la ventana, inmóvil y realmente
colocado para asustar.
Para Gregor no hubiese sido inesperado si ella no hubiese entrado, ya que él, con su
posición, impedía que ella pudiese abrir de inmediato la ventana, pero ella no solamente
no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta; un extraño habría podido pensar que
Gregor la había acechado y había querido morderla. Gregor, naturalmente, se escondió
enseguida bajo el canapé, pero tuvo que esperar hasta mediodía antes de que la hermana
volviese de nuevo, y además parecía mucho más intranquila que de costumbre.
Gregor sacó la conclusión de que su aspecto todavía le resultaba insoportable y
continuaría pareciéndoselo, y que ella tenía que dominarse a sí misma para no salir
corriendo al ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía del canapé.
Para ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la espalda – para ello
necesitó cuatro horas – la sábana encima del canapé, y la colocó de tal forma que él
quedaba tapado del todo, y la hermana, incluso si se agachaba, no podía verlo.
Si, en opinión de la hermana, esa sábana no hubiese sido necesaria, podría haberla
retirado, porque estaba suficientemente claro que Gregor no se aislaba por gusto, pero
dejó la sábana tal como estaba, e incluso Gregor creyó adivinar una mirada de gratitud
cuando, con cuidado, levantó la cabeza un poco para ver cómo acogía la hermana la
nueva disposición. Durante los primeros catorce días, los padres no consiguieron
decidirse a entrar en su habitación, y Gregor escuchaba con frecuencia cómo ahora
reconocían el trabajo de la hermana, a pesar de que anteriormente se habían enfadado
muchas veces con ella, porque les parecía una chica un poco inútil.
Pero ahora, a veces, ambos, el padre y la madre, esperaban ante la habitación de Gregor
mientras la hermana la recogía y, apenas había salido, tenía que contar con todo detalle
qué aspecto tenía la habitación, lo que había comido Gregor, cómo se había comportado
esta vez y si, quizá, se advertía una pequeña mejoría.
Por cierto, que la madre quiso entrar a ver a Gregor relativamente pronto, pero el padre
y la hermana se lo impidieron, al principio con argumentos racionales, que Gregor
escuchaba con mucha atención, y con los que estaba muy de acuerdo, pero más tarde
hubo que impedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba.
«¡Dejadme entrar a ver a Gregor, pobre hijo mío! ¿Es que no comprendéis que tengo
que entrar a verle?» Entonces Gregor pensaba que quizá sería bueno que la madre
entrase, naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la semana; ella comprendía
todo mucho mejor que la hermana, que, a pesar de todo su valor, no era más que una
niña, y, en última instancia, quizá sólo se había hecho cargo de una tarea tan difícil por
irreflexión infantil. El deseo de Gregor de ver a la madre pronto se convirtió en realidad.
Durante el día Gregor no quería mostrarse por la ventana, por consideración a sus
padres, pero tampoco podía arrastrarse demasiado por los pocos metros cuadrados del
suelo; ya soportaba con dificultad estar tumbado tranquilamente durante la noche,
pronto ya ni siquiera la comida le producía alegría alguna y así, para distraerse, adoptó
la costumbre de arrastrarse en todas direcciones por las paredes y el techo.
Le gustaba especialmente permanecer colgado del techo; era algo muy distinto a estar
tumbado en el suelo; se respiraba con más libertad; un ligero balanceo atravesaba el
cuerpo; y sumido en la casi feliz distracción en la que se encontraba allí arriba, podía
ocurrir que, para su sorpresa, se dejase caer y se golpease contra el suelo.
Pero ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo de una forma muy distinta a como lo
había hecho antes y no se hacía daño, incluso después de semejante caída.
La hermana se dio cuenta inmediatamente de la nueva diversión que Gregor había
descubierto – dejaba tras de sí al arrastrarse por todas partes huellas de su substancia
pegajosa – y entonces se le metió en la cabeza proporcionar a Gregor la posibilidad de
arrastrarse a gran escala y sacar de allí los muebles que lo impedían, es decir, sobre todo
el armario y el escritorio, ella no era capaz de hacerlo todo sola; tampoco se atrevía a
pedir ayuda al padre; la criada no la hubiese ayudado seguramente, porque esa chica, de
unos dieciséis años, resistía ciertamente con valor desde que se despidió la cocinera
anterior, pero había pedido el favor de poder mantener la cocina constantemente cerrada
y abrirla solamente a una señal determinada, Así pues, no leque sólo Gregor era dueño y
señor de las paredes vacías, no se atrevería a entrar ninguna otra persona más que Grete.
Así pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de pura
inquietud, parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció y ayudó a la
hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario.
Bueno, en caso de necesidad, Gregor podía prescindir del armario, pero el escritorio
tenía que quedarse; y apenas habían abandonado las mujeres la habitación con el
armario, en el cual se apoyaban gimiendo, cuando Gregor sacó la cabeza de debajo del
canapé para ver cómo podía tomar cartas en el asunto lo más prudente y discretamente
posible.
Pero, por desgracia, fue precisamente la madre quien regresó primero, mientras Grete,
en la habitación contigua, sujetaba el armario rodeándolo con los brazos y lo empujaba
sola de acá para allá, naturalmente, sin moverlo un ápice de su sitio.
Pero la madre no estaba acostumbrada a ver a Gregor, podría haberse puesto enferma
por su culpa, y así Gregor, andando hacia atrás, se alejó asustado hasta el otro extremo
del canapé, pero no pudo evitar que la sábana se moviese un poco por la parte de
delante. Esto fue suficiente para llamar la atención de la madre.
Ésta se detuvo, permaneció allí un momento en silencio y luego volvió con Grete.
A pesar de que Gregor se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo común,
sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como pronto habría
de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres, sus breves gritos, el arrastrar de
los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un gran barullo, que crecía
procedente de todas las direcciones y, por mucho que encogía la cabeza y las patas
sobre sí mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarse
irremisiblemente que no soportaría todo esto mucho tiempo.
Ellas le vaciaban su habitación, le quitaban todo aquello a lo que tenía cariño, el
armario en el que guardaba la sierra y otras herramientas ya lo habían sacado; ahora ya
aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual había hecho sus deberes
cuando era estudiante de comercio, alumno del instituto e incluso alumno de la escuela
primaria – ante esto no le quedaba ni un momento para comprobar las buenas
intenciones que tenían las dos mujeres, y cuya existencia, por cierto, casi había
olvidado, porque de puro agotamiento traba jaban en silencio y solamente se oían las
sordas pisadas de sus pies.
Y así salió de repente – las mujeres estaban en ese momen to en la habitación contigua,
apoyadas en el escritorio para to mar aliento –, cambió cuatro veces la dirección de su
marcha, no sabía a ciencia cierta qué era lo que debía salvar primero, cuando vio en la
pared ya vacía, llamándole la atención, el cua dro de la mujer envuelta en pieles, se
arrastró apresuradamen te hacia arriba y se apretó contra el cuadro, cuyo cristal le suje
taba y le aliviaba el ardor de su vientre.
Al menos este cuadro, que Gregor tapaba ahora por completo, seguro que no se lo
llevaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del cuarto de es tar para observar a las
mujeres cuando volviesen.
No se habían permitido una larga tregua y ya volvían; Grete había rodeado a su madre
con el brazo y casi la llevaba en vo landas. ¿Qué nos llevamos ahora? – dijo Grete, y
miró a su alre dedor. Entonces sus miradas se cruzaron con las de Gregor, que estaba en
la pared.
Seguramente sólo a causa de la presen cia de la madre conservó su serenidad, inclinó su
rostro hacia la madre, para impedir que ella mirase a su alrededor, y dijo temblando y
aturdida: – Ven, ¿nos volvemos un momento al cuarto de estar? Gregor veía claramente
la intención de Grete, quería llevar a la madre a un lugar seguro y luego echarle de la
pared. Bue no, ¡que lo intentase! Él permanecería sobre su cuadro y no re nunciaría a él.
Prefería saltarle a Grete a la cara.
Pero justamente las palabras de Grete inquietaron a la ma dre, se echó a un lado, vio la
gigantesca mancha parduzca so bre el papel pintado de flores y, antes de darse
realmente cuen ta de que aquello que veía era Gregor, gritó con voz ronca y estridente:
– ¡Ay Dios mío, ay Dios mío! – y con los brazos extendi dos cayó sobre el canapé,
como si renunciase a todo, y se que dó allí inmóvil.
–¡Cuidado Gregor! – gritó la hermana levantando el puño y con una mirada penetrante.
Desde la transformación eran estas las primeras palabras que le dirigía directamente.
Corrió a la habitación contigua para buscar alguna esencia con la que pudiese despertar
a su madre de su inconsciencia; Gregor tam bién quería ayudar – había tiempo más que
suficiente para sal var el cuadro –, pero estaba pegado al cristal y tuvo que des
prenderse con fuerza, luego corrió también a la habitación de al lado como si pudiera
dar a la hermana algún consejo, como en otros tiempos, pero tuvo que quedarse detrás
de ella sin ha cer nada; mientras que Grete revolvía entre diversos frascos, se asustó al
darse la vuelta, un frasco se cayó al suelo y se rom pió y un trozo de cristal hirió a
Gregor en la cara; una medici na corrosiva se derramó sobre él. Sin detenerse más
tiempo, Grete cogió todos los frascos que podía llevar y corrió con ellos hacia donde
estaba la madre; cerró la puerta con el pie.
Gregor estaba ahora aislado de la madre, que quizá estaba a punto de morir por su
culpa; no debía abrir la habitación, no quería echar a la hermana que tenía que
permanecer con la madre; ahora no tenía otra cosa que hacer que esperar; y, afli gido
por los remordimientos y la preocupación, comenzó a arrastrarse, se arrastró por todas
partes: paredes, muebles y techos, y finalmente, en su desesperación, cuando ya la
habita ción empezaba a dar vueltas a su alrededor, se desplomó en medio de la gran
mesa. Pasó un momento, Gregor yacía allí extenuado, a su alrede dor todo estaba
tranquilo, quizá esto era una buena señal. En tonces sonó el timbre.
La chica estaba, naturalmente, encerra da en su cocina y Grete tenía que ir a abrir. El
padre había llegado. ¿Qué ha ocurrido? – fueron sus primeras palabras.
El aspecto de Grete lo revelaba todo. Grete contestó con voz ahogada, sin duda apretaba
su rostro contra el pecho del padre: – La madre se quedó inconsciente, pero ya está
mejor. Gregor se ha escapado. – Ya me lo esperaba – dijo el padre –, os lo he dicho una
y otra vez, pero vosotras, las mujeres, nunca hacéis caso. Gregor se dio cuenta de que el
padre había interpretado mal la escueta información de Grete y sospechaba que Gregor
ha bía hecho uso de algún acto violento.
Por eso ahora tenía que intentar apaciguar al padre, porque para darle explicaciones no
tenía ni el tiempo ni la posibilidad. Así pues, Gregor se preci pitó hacia la puerta de su
habitación y se apretó contra ella para que el padre, ya desde el momento en que entrase
en el vestíbulo, viese que Gregor tenía la más sana intención de regresar
inmediatamente a su habitación, y que no era necesario hacerle retroceder, sino que sólo
hacía falta abrir la puerta e inmediatamente desaparecería.
Pero el padre no estaba en si tuación de advertir tales sutilezas.
– ¡Ah! – gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiem po estuviese furioso y
contento. Gregor retiró la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre.
Nunca se hubiese imaginado así al padre, tal y como estaba allí; bien es verdad que en
los últimos tiempos, puesta su atención en arrastrarse por todas partes, había perdido la
ocasión de preocuparse como antes de los asuntos que ocurrían en el resto de la casa, y
tenía realmen te cpe haber estado preparado para encontrar las circunstan cias
cambiadas.
Aun así, aun así.
¿Era este todavía el padre? El mismo hombre que yacía sepultado en la cama, cuando,
en otros tiempos, Gregor salía en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la tarde en
que volvía, le recibía en bata sentado en su sillón, y que no estaba en condiciones de
levantarse, sino que, como señal de alegría, sólo levantaba los brazos hacia él? ¿El
mismo hombre que, durante los poco frecuentes paseos en común, un par de domingos
al año o en las festividades más importantes, se abría paso hacia delante entre Gregor y
la madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más despacio que ellos, envuelto en su
viejo abrigo, siempre apoyando con cui dado el bastón, y que, cuando quería decir algo,
casi siempre se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a su alrede dor? Pero
ahora estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul con botones, como los
que llevan los ordenan zas de los bancos; por encima del cuello alto y tieso de la chaqueta sobresalía su gran papada; por debajo de las pobladas ce jas se abría paso la
mirada, despierta y atenta, de unos ojos ne gros.
El cabello blanco, en otro tiempo desgreñado, estaba ahora ordenado en un peinado a
raya brillante y exacto.
Arrojó su gorra, en la que había bordado un monograma dorado, pro bablemente el de
un banco, sobre el canapé a través de la habi tación formando un arco, y se dirigió hacia
Gregor con el rostro enconado, las puntas de la larga chaqueta del uniforme echadas
hacia atrás, y las manos en los bolsillos del pantalón. Probablemente ni él mismo sabía
lo que iba a hacer, sin embargo levantaba los pies a una altura desusada y Gregor se
asombró del tamaño enorme de las suelas de sus botas.
Pero Gregor no permanecía parado, ya sabía desde el primer día de su nueva vida que el
padre, con respecto a él, sólo consideraba oportuna la mayor rigidez.
Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se paraba, y se apresuraba a seguir
hacia delante con sólo que el padre se moviese. Así recorrieron varias veces la
habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiese tenido el aspecto de
una persecución, como consecuencia de la lentitud de su recorrido.
Por eso Gregor permaneció de momento sobre el suelo, especialmente porque temía que
el padre considerase una especial maldad por su parte la huida a las paredes o al techo.
Por otra parte, Gregor tuvo que confesarse a sí mismo que no soportaría por mucho
tiempo estas carreras, porque mientras el padre daba un paso, él tenía que realizar un
sinnúmero de movimientos.
Ya comenzaba a sentir ahogos, bien es verdad que tampoco anteriormente había tenido
unos pulmones dignos de confianza. Mientras se tambaleaba con la intención de reunir
todas sus fuerzas para la carrera, apenas tenía los ojos abiertos; en su embotamiento no
pensaba en otra posibilidad de salvación que la de correr; y ya casi había olvidado que
las paredes estaban a su disposición, bien es verdad que éstas estaban obstruidas por
muebles llenos de esquinas y picos.
En ese momento algo, lanzado sin fuerza, cayó junto a él, y echó a rodar por delante de
él. Era una manzana; inmediatamente siguió otra; Gregor se quedó inmóvil del susto;
seguir corriendo era inútil, porque el padre había decidido bombardearle.
Con la fruta procedente del frutero que estaba sobre el aparador se había llenado los
bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con exactitud, de momento. Estas
pequeñas manzanas rojas rodaban por el sueño como electrificadas y chocaban unas con
otras. Una manzana lanzada sin fuerza rozó la espalda de Gregor, pero resbaló sin
causarle daños.
Sin embargo, otra que la siguió inmediatamente, se incrustó en la espalda de Gregor;
éste quería continuar arrastrándose, como si el increíble y sorprendente dolor pudiese
aliviarse al cambiar de sitio; pero estaba como clavado y se estiraba, totalmente
desconcertado.
Sólo al mirar por última vez alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se abría de
par en par y por delante de la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en
enaguas, puesto que la hermana la había desnudado para proporcionarle aire mientras
permanecía inconsciente; vio también cómo, a continuación, la madre corría hacia el
padre y, en el camino, perdía úna tras otra sus enaguas desatadas, y cómo, tropezando
con ellas, caía sobre el padre, y abrazándole, unida estrechamente a él – ya empezaba a
fallarle la vista a Gregor –, le suplicaba, cruzando las manos por detrás de su nuca, que
perdonase la vida de Gregor.

Cápitulo III

La grave herida de Gregor, cuyos dolores soportó más de un mes – la manzana
permaneció empotrada en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía a
retirarla –, pareció recordar, incluso al padre, que Gregor, a pesar de su triste y
repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no podía tratarse como
un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era aguantarse la repugnancia y
resignarse, nada más que resignarse.
Y si Gregor ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad para
siempre, y por lo pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo inválido
largos minutos – no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas –, sin embargo, en
compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su opinión, una
reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta del cuarto de estar,
la cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de forma que, tumbado en la
oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el comedor, podía ver a toda la familia en
la mesa iluminada y podía escuchar sus conversaciones, en cierto modo con el
consentimiento general, es decir, de una forma completamente distinta a como había
sido hasta ahora.
Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las que
Gregor, desde la habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta nostalgia
cuando, cansado, tenía que meterse en la cama húmeda.
La mayoría de las veces transcurría el tiempo en silencio.
El padre no tardaba en dormirse en la silla después de la cena, y la madre y la hermana
se recomendaban mutuamente silencio; la madre, inclinada muy por debajo de la luz,
cosía ropa fina para un comercio de moda; la hermana, que había aceptado un trabajo
como dependienta, estudiaba por la noche estenografía y francés, para conseguir, quizá
más tarde, un puesto mejor.
A veces el padre se despertaba y, como si no supiera que había dormido, decía a la
madre: «¡Cuánto coses hoy también!», e inmediatamente volvía a dormirse mientras la
madre y la hermana se sonreían mutuamente.
Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras
estaba en casa; y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el padre
en su asiento, completamente vestido, como si siempre estuviese preparado para el
servicio e incluso en casa esperase también la voz de su superior.
Como consecuencia, el uniforme, que no era nuevo ya en un principio, empezó a
ensuciarse a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Gregor se pasaba con
frecuencia tardes enteras mirando esta brillante ropa, completamente manchada, con sus
botones dorados siempre limpios con la que el anciano dormía muy incómodo y, sin
embargo, tranquilo.
En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz baja y
convencerle para que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño auténtico y el
padre tenía necesidad de él, porque tenía que empezar a trabajar a las seis de la mañana.
Pero con la obstinación que se había apoderado de él desde que se había convertido en
ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a pesar de que, normalmente, se
quedaba dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos podía convencérsele de que
cambiase la silla por la cama.
Ya podían la madre y la hermana insistir con pequeñas amonestaciones, durante un
cuarto de hora daba cabezadas lentamente, mantenía los ojos cerrados y no se levantaba.
La madre le tiraba del brazo, diciéndole al oído palabras cariñosas, la hermana
abandonaba su trabajo para ayudar a la madre, pero esto no tenía efecto sobre el padre.
Se hundía más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres le cogían por debajo
de los hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la madre y a la hermana, y
solía decir: «¡Qué vida ésta! ¡Esta es la tranquilidad de mis últimos días!», y apoyado
sobre las dos mujeres se levantaba pesadamente, como si él mismo fuese su más pesada
carga, se dejaba llevar por ellas hasta la puerta, allí les hacía una señal de que no las necesitaba, y continuaba solo, mientras que la madre y la hermana dejaban
apresuradamente su costura y su pluma para correr tras el padre y continuar ayudándole.
¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener más
tiempo del necesario para ocuparse de Gregor? El presupuesto familiar se reducía cada
vez más, la criada acabó por ser despedida.
Una asistenta gigantesca y huesuda, con el pelo blanco y desgreñado, venía por la
mañana y por la noche y hacía el trabajo más pesado; todo lo demás lo hacía la madre,
además de su mucha costura.
Ocurrió incluso el caso de que varias joyas de la familia, que la madre y la hermana
habían lucido entusiasmadas en reuniones y fiestas, hubieron de ser vendidas, según se
enteró Gregor por la noche por la conversación acerca del precio conseguido.
Pero el mayor motivo de queja era que no se podía dejar este piso, que resultaba
demasiado grande en las circunstancias presentes, ya que no sabían cómo se podía
trasladar a Gregor.
Pero Gregor comprendía que no era sólo la consideración hacia él lo que impedía un
traslado, porque se le hubiera podido transportar fácilmente en un cajón apropiado con
un par de agujeros para el aire; lo que, en primer lugar, impedía a la familia un cambio
de piso era, aún más, la desesperación total y la idea de que habían sido azotados por
una desgracia como no había igual en todo su círculo de parientes y amigos.
Todo lo que el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el
padre iba a buscar el desayuno para el pequeño empleado de banco, la madre se
sacrificaba por la ropa de gente extraña, la hermana, a la orden de los clientes, corría de
un lado para otro detrás del mostrador, pero las fuerzas de la familia ya no daban para
más.
La herida de la espalda comenzaba otra vez a dolerle a Gregor como recién hecha
cuando la madre y la hermana, después de haber llevado al padre a la cama, regresaban,
dejaban a un lado el trabajo, se acercaban una a otra, sentándose muy juntas.
Entonces la madre, señalando hacia la habitación de Gregor, decía: «Cierra la puerta,
Grete», y cuando Gregor se encontraba de nuevo en la oscuridad, fuera las mujeres
confundían sus lágrimas o simplemente miraban fijamente a la mesa sin llorar.
Gregor pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la próxima
vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia como antes; en
su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe y el encargado; los
dependientes y los aprendices; el mozo de los recados, tan corto de luces; dos, tres
amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de provincias; un recuerdo amado
y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a quien había hecho la corte seriamente,
pero con demasiada lentitud; todos ellos aparecían mezclados con gente extraña o ya
olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y
Gregor se sentía aliviado cuando desaparecían.
Pero después ya no estaba de humor para preocuparse por su familia, solamente sentía
rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a pesar de que no podía imaginarse algo
que le hiciese sentir apetito, hacía planes sobre cómo podría llegar a la despensa para
tomar de allí lo que quisiese, incluso aunque no tuviese hambre alguna.
Sin pensar más en qué es lo que podría gustar a Gregor, la hermana, por la mañana y al
mediodía, antes de marcharse a la tienda, empujaba apresuradamente con el pie
cualquier comida en la habitación de Gregor, para después recogerla por la noche con el
palo de la escoba, tanto si la comida había sido probada, como si – y éste era el caso
más frecuente – ni siquiera había sido tocada. Recoger la habitación, cosa que ahora
hacía siempre por la noche, no podía hacerse más deprisa.
Franjas de suciedad se extendían por las paredes, por todas partes había ovillos de polvo
y suciedad. Al principio, cuando llegaba la hermana, Gregor se colocaba en el rincón
más significativamente sucio para, en cierto modo, hacerle reproches mediante esta
posición. Pero seguramente hubiese podido permanecer allí semanas enteras sin que la
hermana hubiese mejorado su actitud por ello; ella veía la suciedad lo mismo que él,
pero se había decidido a dejarla allí.
Al mismo tiempo, con una susceptibilidad completamente nueva en ella y que, en
general, se había apoderado de toda la familia, ponía especial atención en el hecho de
que se reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de Gregor.
En una ocasión la madre había sometido la habitación de Gregor a una gran limpieza,
que había logrado solamente después de utilizar varios cubos de agua – la humedad, sin
embargo, también molestaba a Gregor, que yacía extendido, amargado e inmóvil sobre
el canapé –, pero el castigo de la madre no se hizo esperar, porque apenas había notado
la hermana por la tarde el cambio en la habitación de Gregor, cuando, herida en lo más
profundo de sus sentimientos, corrió al cuarto de estar y, a pesar de que la madre
suplicaba con las manos levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres – el
padre se despertó sobresaltado en su silla –, al principio, observaban asombrados y sin
poder hacer nada, hasta que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos; el padre,
a su derecha, reprochaba a la madre que no hubiese dejado al cuidado de la hermana la
limpieza de la habitación de Gregor, a su izquierda, decía a gritos a la hermana que
nunca más volvería a limpiar la habitación de Gregor; mientras que la madre intentaba
llevar al dormitorio al padre, que no podía más de irritación, la hermana, sacudida por
los sollozos, golpeaba la mesa con sus pequeños puños, y Gregor silbaba de pura rabia
porque a nadie se le ocurría cerrar la puerta para ahorrarle este espectáculo y este ruido.
Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo, estaba ya harta de cuidar de Gregor
como antes, tampoco la madre tenía que sustituirla y no era necesario que Gregor
hubiese sido abandonado, porque para eso estaba la asistenta.
Esa vieja viuda, que en su larga vida debía haber superado lo peor con ayuda de su
fuerte constitución, no sentía repugnancia alguna por Gregor.
Sin sentir verdadera curiosidad, una vez había abierto por casualidad la puerta de la
habitación de Gregor y, al verle, se quedó parada, asombrada, con los brazos cruzacios,
mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie la perseguía, comenzó a correr de un
lado a otro. Desde entonces no perdía la oportunidad de abrir un poco la puerta por la
mañana y por la tarde para echar un vistazo a la habitación de Gregor.
Al principío le llamaba hacia ella con palabras que, probablemente, consideraba
amables, como: «¡Ven aquí, viejo escarabajo pelotero!» o «iMirad el viejo escarabajo
pelotero!».
Gregor no contestaba nada a tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su sitio,
como si la puerta no hubiese sido abierta.
¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que limpiase diariamente la habitación en
lugar de dejar que le molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por la mañana
temprano – una intensa lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de la primavera,
que ya se acercaba –, cuando la asistenta empezó otra vez con sus improperios, Gregor
se enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para atacarla, pero de forma lenta
y débil.
Sin embargo, la asistenta, en vez de asustarse, alzó simplemente una silla, que se
encontraba cerca de la puerta, y, tal como permanecía allí, con la boca completamente
abierta, estaba clara su intención de cerrar la boca sólo cuando la silla que tenía en la
mano acabase en la espalda de Gregor.
¿Con que no seguimos adelante? – preguntó, al ver que Gregor se daba de nuevo la
vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón.
Gregor ya no comía casi nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la comida
tomaba un bocado para jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y horas y, la
mayoría de las veces, acababa por escupirlo.
Al principio pensó que lo que le impedía comer era la tristeza por el estado de su
habitación, pero precisamente con los cambios de la habitación se reconcilió muy
pronto.
Se habían acostumbrado a meter en esta habitación cosas que no podían colocar en otro
sitio, y ahora había muchas cosas de éstas, porque una de las habitaciones de la casa
había sido alquilada a tres huéspedes. Estos señores tan severos – los tres tenían barba,
según pudo comprobar Gregor por una rendija de la puerta – ponían especial atención
en el orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la casa, puesto que se habían
instalado aquí, y especialmente en el orden de la cocina. No soportaban trastos inútiles
ni mucho menos sucios. Además, habían traído una gran parte de sus propios muebles.
Por ese motivo sobraban muchas cosas que no se podían vender ni tampoco se querían
tirar.
Todas estas cosas acababan en la habitación de Gregor. Lo mismo ocurrió con el cubo
de la ceniza y el cubo de la basura de la cocina.
La asistenta, que siempre tenía mucha prisa, arrojaba simplemente en la habitación de
Gregor todo lo que, de momento, no servía; por suerte, Gregor sólo veía, la mayoría de
las veces, el objeto correspondiente y la mano que lo sujetaba.
La asistenta tenía, quizá, la intención de recoger de nuevo las cosas cuando hubiese
tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de una vez, pero lo cierto es que todas se
quedaban tiradas en el mismo lugar en que habían caído al arrojarlas, a no ser que
Gregor se moviese por entre los trastos y los pusiese en movimiento, al principio,
obligado a ello porque no había sitio libre para arrastrarse, pero más tarde con creciente
satisfacción, a pesar de que después de tales paseos acababa mortalmente agotado y
triste, y durante horas permanecía inmóvil.
Como los huéspedes a veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta permanecía
algunas noches cerrada, pero Gregor renunciaba gustoso a abrirla, incluso algunas
noches en las que había estado abierta no se había aprovechado de ello, sino que, sin
que la familia lo notase, se había tumbado en el rincón más oscuro de la habitación.
Pero en una ocasión la asistenta había dejado un poco abierta la puerta que daba al
cuarto de estar y se quedó abierta incluso cuando los huéspedes llegaron y se dio la luz.
Se sentaban a la mesa en los mismos sitios en que antes habían comido el padre, la
madre y Gregor, desdoblaban las servilletas y tomaban en la mano cuchillo y tenedor.
Al momento aparecía por la puerta la madre con una fuente de carne, y poco después lo
hacía la hermana con una fuente llena de patatas.
La comida humeaba. Los huéspedes se inclinaban sobre las fuentes que había ante ellos
como si quisiesen examinarlas antes de comer, y, efectivamente, el señor que estaba
sentado en medio y que parecía ser el que más autoridad tenía de los tres, cortaba un
trozo de carne en la misma fuente con el fin de comprobar si estaba lo suficientemente
tierna, o quizá; la madre y la hermana, que habían observado todo con impaciencía,
comenzaban a sonreír respirando profundamente.
La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el padre,antes de entrar en ésta, entraba
en la habitación y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una vuelta a la
mesa.
Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuellc de su camisa. Cuando ya
estaban solos, comían casi en absolu to silencio. A Gregor le parecía extraño el hecho
de que, de to dos los variados ruidos de la comida, una y otra vez se escuchasen los
dientes al masticar, como si con ello quisieran mostrarle a Gregor que para comer se
necesitan los dientes y que,aún con las más hermosas mandíbulas, sin dientes no se
podía conseguir nada.
– Pero si yo tengo apetito – se decía Gregor; preocupa do –, pero no me apetecen estas
cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero! Precisamente aquella noche
¿Gregor no se acordaba de haberlo oído en todo el tiempo – se escuchó el violín.
Los hués pedes ya habían terminado de cenar, el de en medio había sa cado un
periódico, les había dado una hoja a cada uno de los otros dos, y los tres fumaban y
leían echados hacia atrás. Cuando el violín comenzó a sonar escucharon con atención,
se levantaron y, de puntillas, fueron hacia la puerta del vestíbulo, en la que
permanecieron quietos de pie, apretados unos junto a otros.
Desde la cocina se les debió oír, porque el padre gritó: ¿Les molesta a los señores la
música? Inmediatamente puede dejar de tocarse. – Al contrario – dijo el señor de en
medio –. ¿No desearía la señorita entrar con nosotros y tocar aquí en la habitación,
donde es mucho más cómodo y agradable? – Naturalmente – exclamó el padre, como si
el violinista fuese él mismo.
Los señores regresaron a la habitación y esperaron.
Pronto llegó el padre con el atril, la madre con la partitura y la herma na con el violín.
La hermana preparó con tranquilidad todo lo necesario para tocar.
Los padres, que nunca antes habían al quilado habitaciones, y por ello exageraban la
amabilidad con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus propias sillas; el padre se
apoyó en la puerta, con la mano derecha colocada en tre dos botones de la librea
abrochada; a la madre le fue ofreci da una silla por uno de los señores y, como la dejó
en el lugar en el que, por casualidad, la había colocado el señor, permane cía sentada en
un rincón apartado.
La hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su lugar, seguían con
atención los movimientos de sus manos; Gregor, atraído por la música, había avanzado
un poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el cuarto de estar.
Ya apenas se extrañaba de que en los últimos tiempos no tenía consideración con los
demás; antes estaba orgulloso de tener esa consideración y, precisamente ahora, hubiese
tenido mayor motivo para esconderse, porque, como consecuencia del polvo que
reinaba en su habitación, y que volaba por todas partes al menor movimiento, él mismo
estaba también lleno de polvo.
Sobre su espalda y sus costados arrastraba consigo por todas partes hilos, pelos, restos
de comida... Su indiferencia hacia todo era demasiado grande como para tumbarse sobre
su espalda y restregarse contra la alfombra, tal como hacía antes varias veces al día.
Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de avanzar por el suelo impecable
del comedor.
Por otra parte, nadie le prestaba atención. La familia estaba completamente absorta en la
música del violín; por el contrario, los huéspedes, que al principio, con las manos en los
bolsillos, se habían colocado demasiado cerca detrás del atril de la hermana, de forma
que podrían haber leído la partitura, lo cual sin duda tenía que estorbar a la hermana,
hablando a media voz, con las cabezas inclinadas, se retiraron pronto hacia la ventana,
donde permanecieron observados por el padre con preocupación.
Realmente daba a todas luces la impresión de que habían sido decepcionados en su
suposición de escuchar una pieza bella o divertida al violín, de que estaban hartos de la
función y sólo permitían que se les molestase por amabilidad.
Especialmente la forma en que echaban a lo alto el humo de los cigarillos por la boca y
por la nariz denotaba gran nerviosismo.
Y, sin embargo, la hermana tocaba tan bien... Su rostro estaba inclinarlo hacia un lado,
atenta y tristemente seguían sus ojos las notas del pentagrama. Gregor avanzó un poco
más y mantenía la cabeza pegada al suelo para, quizá, poder encontrar sus miradas.
¿Es que era ya una bestia a la que le emocionaba la música? Le parecía como si se le
mostrase el camino hacia el desconocido y anhelado alimento. Estaba decidido a
acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y darle así a entender que ella podía entrar
con su violín en su habitación porque nadie podía recompensar su música como él
quería hacerlo.
No quería dejarla salir nunca de su habitación, al menos mientras él viviese; su horrible
forma le sería útil por primera vez; quería estar a la vez en todas las puertas de su
habitación y tirarse a los que le atacasen; pero la hermana no debía quedar se con él por
la fuerza, sino por su propia voluntad; debería sentarse junto a él sobre el canapé,
inclinar el oído hacia él, y él deseaba confiarle que había tenido la firme intención de en
viarla al conservatorio y que, si la desgracia no se hubiese cruzado en su camino la
Navidad pasada – probablemente la Na vidad ya había pasado – se lo hubiese dicho a
todos sin preo cuparse de réplica alguna.
Después de esta confesión, la her mana estallaría en lágrimas de emoción y Gregor se
levantaría hasta su hombro y le daría un beso en el cuello, que, desde que iba a la tienda,
llevaba siempre al aire sin cintas ni adornos.
– iSeñor Samsa! – gritó el señor de en medio al padre, y se ñaló, sin decir una palabra
más, con el índice hacia Gregor, que avanzaba lentamente. El violín enmudeció, en un
principio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo la cabeza y, a
continuación, miró hacia Gregor.
El padre, en lu gar de echar a Gregor, consideró más necesario, ante todo, tranquilizar a
los huéspedes, a pesar de que ellos no estaban nerviosos en absoluto y Gregor parecía
distraerles más que el violín. Se precipitó hacia ellos e intentó, con los brazos abier tos,
empujarles a su habitación y, al mismo tiempo, evitar con su cuerpo que pudiesen ver a
Gregor.
Ciertamente se enfada ron un poco, no se sabía ya si por el comportamiento del pa dre,
o porque ahora se empezaban a dar cuenta de que, sin sa berlo, habían tenido un vecino
como Gregor. Exigían al padre explicaciones, levantaban los brazos, se tiraban
intranquilos de la barba y, muy lentamente, retrocedían hacia su habitación.
Entre tanto, la hermana había superado el desconcierto en que había caído después de
interrumpir su música de una forma tan repentina, había reaccionado de pronto, después
de que durante unos momentos había sostenido en las manos caídas con indolencia el
violín y el arco, y había seguido mirando la partitura como si todavía tocase, había
colocado el instrumen to en el regazo de la madre, que todavía seguía sentada en su silla
con dificultades para respirar y agitando violentamente los pulmones, y había corrido
hacia la habitación de al lado, a la que los huéspedes se acercaban cada vez más deprisa
ante la insistencia del padre.
Se veía cómo, gracias a las diestras ma nos de la hermana, las mantas y almohadas de
las camas vola ban hacia lo alto y se ordenaban.
Antes de que los señores hu biesen llegado a la habitación, había terminado de hacer las
ca mas y se había 'escabullido hacia afuera.
El padre parecía estar hasta tal punto dominado por su obstinación, que olvidó todo el
respeto que, ciertamente, debía a sus huéspedes.
Sólo les empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la habita ción, el señor de
en medio dio una patada atronadora contra el suelo y así detuvo al padre.
– Participo a ustedes – dijo, levantó la mano y buscaba con sus miradas también a la
madre y a la hermana – que, tenien do en cuenta las repugnantes circunstancias que
reinan en esta casa y en esta familia – en este punto escupió decididamente sobre el
suelo –, en este preciso instante dejo la habitación.
Por los días que he vivido aquí no pagaré, naturalmente, lo más mínimo; por el
contrario, me pensaré si no procedo con tra ustedes con algunas reclamaciones muy
fáciles, créanme, de justificar. Calló y miró hacia adelante como si esperase algo.
En efec to, sus dos amigos intervinieron inmediatamente con las si guientes palabras: –
También nosotros dejamos en este momento la habita ción. A continuación agarró el
picaporte y cerró la puerta de un portazo.
El padre se tambaleaba tanteando con las manos en dirección a su silla y se dejó caer en
ella. Parecía como si se preparase para su acostumbrada siestecita nocturna, pero la
profunda inclinación de su cabeza, abatida como si nada la sos tuviese, mostraba que de
ninguna manera dormía. Gregor ya cía todo el tiempo en silencio en el mismo sitio en
que le ha bían descubierto los huéspedes.
la decepción por el fracaso de sus planes, pero quizá también la debilidad causada por el
hambre que pasaba, le impedían moverse.
Temía, con cierto fundamento, que dentro de unos momentos se desencadenase sobre él
una tormenta general, y esperaba.
Ni siquiera se so bresaltó con el ruido del violín que, por entre los temblorosos dedos
de la madre, se cayó de su regazo y produjo un sonido retumbante.
queridos padres – dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la mesa –,
esto no puede seguir así.
Si vosotros no os dais cuenta, yo sí me la doy. No quiero, ante esta bestia, pronunciar el
nombre de mi hermano, y por eso sola mente digo: tenemos que intentar quitárnoslo de
encima. hemos hecho todo lo humanamente posible por cuidarlo y acep tarlo; creo que
nadie puede hacernos el menor reproche.
– Tiene razón una y mil veces – dijo el padre para sus adentros. La madre, que aún no
tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía ante la boca,
con una expresión de enajenación en los ojos.
La hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar enfrascado
en determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana, se había sentado
más de recho, jugueteaba con su gorra por entre los platos, que desde la cena de los
huéspedes seguían en la mesa, y miraba de vez en cuando a Gregor, que permanecía en
silencio.
– Tenemos que intentar quitárnoslo de encima – dijo en tonces la hermana, dirigiéndose
sólo al padre, porque la ma dre, con su tos, no oía nada –.
Os va a matar a los dos, ya lo veo venir. Cuando hay que trabajar tan duramente como
lo ha cemos nosotros no se puede, además, soportar en casa este tormento sin fin.
Yo tampoco puedo más – y rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus lágrimas
caían sobre el ros tro de la madre, del cual las secaba mecánicamente con las manos. –
Pero hija – dijo el padre compasivo y con sorprendente comprensión –.
¡Qué podemos hacer! Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la
perplejidad que, mientras lloraba, se había apoderado de ella, en contraste con su
seguridad anterior. – Si él nos entendiese... – dijo el padre en tono medio inte rrogante.
La hermana, en su llanto, movió violentamente la mano como señal de que no se podía
ni pensar en ello. – Si él nos entendiese... – repitió el padre, y cerrando los ojos hizo
suya la convicción de la hermana acerca de la imposibilidad de ello –, entonces sería
posible llegar a un acuerdo con él, pero así... – Tiene que irse – exclamó la hermana –,
es la única posi bilidad, padre.
Sólo tienes que desechar la idea de que se trata de Gregor. El haberlo creído durante
tanto tiempo ha sido nuestra auténtica desgracia, pero ¿cómo es posible que sea Gregor?
Si fuese Gregor hubiese comprendido hace tiempo que una convivencia entre personas y
semejante animal no es posible, y se hubiese marchado por su propia voluntad: ya no
tendríamos un hermano, pero podríamos continuar viviendo y conservaríamos su
recuerdo con honor.
Pero así esa bestia nos persigue, echa a los huéspedes, quiere, evidentemente, adue
ñarse de toda la casa y dejar que pasemos la noche en la calle. ¡Mira, padre – gritó de
repente –, ya empieza otra vez! Y con un miedo completamente incomprensible para
Gregor, la her mana abandonó incluso a la madre, se arrojó literalmente de su silla,
como si prefiriese sacrificar a la madre antes de perma necer cerca de Gregor, y se
precipitó detrás del padre que, principalmente irritado por su comportamiento, se puso
tam bién en pie y levantó los brazos a media altura por delante de la hermana para
protejerla. Pero Gregor no prentendía, ni por lo más remoto, asustar a nadie, ni mucho
menos a la hermana.
Solamente había empe zado a darse la vuelta para volver a su habitación y esto llama ba
la atención, ya que, como consecuencia de su estado enfer mizo, para dar tan difíciles
vueltas, tenía que ayudarse con la cabeza, que levantaba una y otra vez y que golpeaba
contra el suelo.
Se detuvo y miró a su alrededor; su buena intención pareció ser entendida; sólo había
sido un susto momentáneo, ahora todos le miraban tristes y en silencio.
La madre yacía en su silla con las piernas extendidas y apretadas una contra otra, los
ojos casi se le cerraban de puro agotamiento.
El padre y la hermana estaban sentados uno junto a otro, y la hermana ha bía colocado
su brazo alrededor del cuello del padre.
«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó Gregor, y em pezó de nuevo su actividad.
No podía contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando tenía que descansar.
Por lo demás, nadie le apremiaba, se le dejaba hacer lo que quisiera. Cuando hubo dado
la vuelta del todo comenzó enseguida a retroceder todo recto... Se asombró de la gran
distancia que le separaba de su habitación y no comprendía cómo, con su debilidad,
hacía un momento había recorrido el mismo camino sin notarlo.
Concentrándose constantemente en avanzar con rápidez, apenas se dio cuenta de que ni
una palabra, ni una exclamación de su familia le molestaba. Cuando ya estaba en la
puerta volvió la cabeza, no por completo, porque notaba que el cuello se le ponía rígido,
pero sí vio aún que tras de él nada había cambiado, sólo la hermana se había levantado.
Su última mirada acarició a la madre que, por fin, se había quedado profundamente
dormida. Apenas entró en su habitación se cerró la puerta y echaron la llave.
Gregor se asustó tanto del repentino ruido producido detrás de él, que las patitas se le
doblaron. Era la hermana quien se había apresurado tanto.
Había permanecido en pie allí y había esperado, con ligereza había saltado hacia
adelante, Gregor ni siquiera la había oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los padres
mientras echaba la llave. «¿Y ahora?», se preguntó Gregor, y miró a su alrededor en la
oscuridad.
Pronto descubrió que ya no se podía mover.
No se extrañó por ello, más bien le parecía antinatural que, hasta ahora, hubiera podido
moverse con estas patitas.
Por lo demás, se sentía relativamente a gusto. Bien es verdad que le dolía todo el
cuerpo, pero le parecía como si los dolores se hiciesen más y más débiles y, al final,
desapareciesen por completo.
Apenas sentía ya la manzana podrida de su espalda y la infección que producía a su
alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo. Pensaba en su familia con cariño y
emoción, su opinión de que tenía que desaparecer era, si cabe, aún más decidida que la
de su hermana.
En este estado de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el reloj de la
torre dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del amanecer detrás de los
cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se desplomó sobre el suelo y sus
orificios nasales exhalaron el último suspiro.
Cuando, por la mañana temprano, llegó la asistenta – de pura fuerza y prisa daba tales
portazos que, aunque repetidas veces se le había pedido que procurase evitarlo, desde el
momento de su llegada era ya imposible concebir el sueño en todo el piso –, en su
acostumbrada y breve visita a Gregor nada le llamó al principio la atención. Pensaba
que estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendido, le creía capaz de
tener todo el entendimiento posible.
Como tenía por casualidad la larga escoba en la mano, intentó con ella ha cer cosquillas
a Gregor desde la puerta.
Al no conseguir nada con ello, se enfadó y pinchó a Gregor ligeramente, y sólo cuando,
sin que él opusiese resistencia, le había movido de su sitio, le prestó atención. Cuando
se dio cuenta de las verdade ras circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus aden
tras, pero no se entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del
dormitorio y exclamó en voz alta ha cia la oscuridad: – ¡Fíjense, la ha diñado, ahí está,
la ha diñado del todo! El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba
sobreponerse del susto de la asistenta antes de llegar a com prender su aviso.
Pero después, el señor y la señora Samsa, cada uno por su lado, se bajaron rápidamente
de la cama, el se ñor Samsa se echó la colcha por los hombros, la señora Samsa apareció
en camisón, así entraron en la habitación de Gregor
Entre tanto, también se había abierto la puerta del cuarto de estar, en donde dormía
Grete desde la llegada de los huéspe des; estaba completamente vestida, como si no
hubiese dormi do, su rostro pálido parecía probarlo. ¿Muerto? – dijo la señora Samsa, y
levantó los ojos con gesto interrogante hacia la asistenta a pesar de que ella misma
podía comprobarlo, e incluso podía darse cuenta de ello sin necesidad de comprobarlo.
– Digo, aya lo creo! – dijo la asistenta y, como prueba, em pujó el cadáver de Gregor
con la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento como
si quisie ra detener la escoba, pero no lo hizo.
– Bueno – dijo el señor Samsa –, ahora podemos dar gracias a Dios – se santiguó y las
tres mujeres siguieron su ejemplo. Grete, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo: –
Mirad qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada, las comidas salían
tal como entraban.
Efectivamente, el cuerpo de Gregor estaba completamente plano y seco, sólo se daban
realmente cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y ninguna otra cosa
distraía la mirada.
– Grete, ven un momento a nuestra habitación – dijo la se ñora Samsa con una sonrisa
malancólica, y Grete fue al dormi torio detrás de los padres, no sin volver la mirada
hacia el ca dáver.
La asistenta cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A pesar de lo temprano de la
mañana, ya había una cierta ti bieza mezclada con el aire fresco.
Ya era finales de marzo. Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron
asombrados a su alrededor en busca de su desayuno; se habían olvidado de ellos:
¿Dónde está el desayuno? – preguntó de mal humor el señor de en medio a la asistenta,
pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada y
silenciosamente, se ñales con la mano para que fuesen a la habitación de Gregor.
Así pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los bolsillos de sus
chaquetas algo gastadas, alrededor del cadáver, en la habitación de Gregor.ya totalmente
iluminada.
Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con su
librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos; a veces
Grete apoyaba su rostro en el brazo del padre.
– Salgan ustedes de mi casa inmediatamente – dijo el señor Samsa, y señaló la puerta
sin soltar a las mujeres.
¿Qué quiere usted decir? ¿ijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con cierta
hipocresía.
Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban constantemente una contra
otra, como si esperasen con alegría una gran pelea que tenía que resultarles favorable. –
Quiero decir exactamente lo que digo – contestó el señor Samsa; se dirigió en bloque
con sus acompañantes hacia el huésped.
Al principio éste se quedó allí en silencio y miró ha cia el suelo, como si las cosas se
dispusiesen en un nuevo or den en su cabeza. – Pues entonces nos vamos – dijo
después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa como si, en un repentino ataque de
humildad, le pidiese incluso permiso para tomar esta decisión.
El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy abiertos. A
continuación el huésped se dirigió, en efecto a grandes pasos hacia el vestíbulo; sus dos
amigos lleva ban ya un rato escuchando con las manos completamente tranquilas y
ahora daban verdaderos brincos tras de él, como si tuviesen miedo de que el señor
Samsa entrase antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el contacto con su guía.
Ya en el vestíbulo, los tres cogieron sus sombreros del perchero, saca ron sus bastones
de la bastonera, hicieron una reverencia en silencio y salieron de la casa.
Con una desconfianza completa mente infundada, como se demostraría después, el
señor Sam sa salió con las dos mujeres al rellano; apoyados sobre la ba randilla veían
cómo los tres, lenta pero constantemente, baja ban la larga escalera, en cada piso
desaparecían tras un deter minado recodo y volvían a aparecer a los pocos instantes.
Cuanto más abajo estaban tanto más interés perdía la familia Samsa por ellos, y cuando
un oficial carnicero, con la carga en la cabeza en una posición orgullosa, se les acercó
de frente y luego, cruzándose con ellos, siguió subiendo, el señor Samsa abandonó la
barandilla con las dos mujeres y todos regresaron aliviados a su casa.
Decidieron utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían
ganado esta pausa en el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa.
Así pues, se sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a su
dirección, la señora Samsa al señor que le daba trabajo, y Gre te al dueño de la tienda.
Mientras escribían entró la asistenta para decir que ya se marchaba porque había
terminado su tra bajo de por la mañana.
Los tres que escribían solamente asin tieron al principio sin levantar la vista; cuando la
asistenta no daba sañales de retirarse levantaron la vista enfadados. ¿gué pasa? –
preguntó el señor Samsa. La asistenta permanecía de pie junto a la puerta, como si
quisiera participar a la familia un gran éxito, pero sólo lo haría cuando se la interrogase
con todo detalle.
La pequeña pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero, que, des de que
estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se ba lanceaba suavemente en todas
las direcciones.
¿Qué es lo que quiere usted? – preguntó la señora Samsa, que era, de todos, la que más
respetaba la asistenta. – Bueno contestó la asistenta, y no podía seguir hablan do de puro
sonreír amablemente –, no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de
al lado. Ya está todo arreglado.
La señora Samsa y Grete se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran
continuar escribiendo; el señor Sam sa, que se dio cuenta de que la asistenta quería
empezar a con tarlo todo con todo detalle, lo rechazó decididamente con la mano
extendida. Como no podía contar nada, recordó la gran prisa que tenía, gritó
visiblemente ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonó la casa
con un portazo tremendo.
– Esta noche la despido dijo el señor Samsa, pero no re cibió una respuesta ni de su
mujer ni de su hija, porque la asis tenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas
recién con seguida.
Se levantaron, fueron hacia la ventana y permanecie ron allí abrazadas. El señor Samsa
se dio la vuelta en su silla hacia ellas y las observó en silencio un momento, luego las
llamó: – Vamos, venid.
Olvidad de una vez las cosas pasadas y te ned un poco de consideración conmigo.
Las mujeres le obedecieron enseguida, corrieron hacia él, le acariciaron y terminaron
rápidamente sus cartas.
Después, los tres abandonaron el piso juntos, cosa que no habían hecho des de hacía
meses, y se marcharon al campo, fuera de la ciudad, en el tranvía.
El vehículo en el que estaban sentados solos es taba totalmente iluminado por el cálido
sol.
Recostados comó damente en sus asientos, hablaron de las perspectivas para el futuro y
llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas más de cerca, no eran malas en
absoluto, porque los tres trabajos, a este respecto todavía no se habían preguntado
realmente unos a otros, eran sumamente buenos y, especialmente, muy pro metedores
para el futuro.
Pero la gran mejoría inmediata de la situación tenía que producirse, naturalmente, con
más facili dad con un cambio de piso; ahora querían cambiarse a un piso más pequeño y
más barato, pero mejor ubicado y, sobre todo, más práctico que el actual, que había sido
escogido por Gregor. Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió
casi al mismo tiempo, al ver a su hija cada vez más animada, que en los últimos
tiempos, a pesar de las calamidades que habían hecho palidecer sus mejillas, se había
convertido en una joven lozana y hermosa.
Tornándose cada vez más silenciosos y entendiéndose casi inconscientemente con las
miradas, pensaban que ya llegaba el momento de buscarle un buen marido, y para ellos
fue como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas intenciones cuando, al final
de su viaje, fue la hija quien se levantó primero y estiró su cuerpo joven.

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