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sábado, 31 de enero de 2009

EL QUE CIERRA EL CAMINO -- Robert Bloch

EL QUE CIERRA EL CAMINO -- Robert Bloch


EL QUE CIERRA EL CAMINO -- Robert BIoch



Hasta el día de hoy sigo sin saber como consiguieron traerme al asilo.
Los acontecimientos que condujeron a mi internamiento constituyen un
misterio que desafía las sondas de mi memoria, y contra el que no puedo luchar.
Familia y amigos hablaron, en su tiempo, de un «estado nervioso», pero eso es
indudablemente un educado eufemismo. Prefieren llamar al asilo un «sanatorio
privado», y a mi encarcelamiento se refieren como «convalecencia».
Pero ahora que no tengo familia —ni amigos— puedo finalmente hablar con
libertad y franqueza de mi situación. Estaba loco.
¡Dios, qué hipócritas nos volvemos! Cuanto mayor es la incidencia de la locura
en nuestra sociedad, más tabú se vuelve esa palabra. En un mundo que se ha vuelto
loco ya no es posible hablar de la locura humana; en esta era lunática se supone que
no existen los lunáticos; la locura se agrava porque nos negamos a admitir que
alguien esté loco.
«Mentalmente enfermo» es la frase que utilizaba el doctor Connors.
«Esquizofrenia paranoide» era otra descripción más elaboradamente clínica.
Ninguna de las dos ofrece una visión exacta del horror inherente a la realidad... o
irrealidad.
La locura es una larga pesadilla de la cual algunos no llegan a despertar nunca.
Otros, como yo, abren finalmente sus ojos para dar la bienvenida al amanecer del
nuevo día, regocijándose de su nueva conciencia. Es una maravillosa sensación darse
cuenta de que la pesadilla ha terminado. Te hace sentir deseos de cantar, como yo
hice.
—Sí, he recuperado los tomillos... El doctor Connors me miró
desapasionadamente.
—¿Qué se supone que significa eso? —dijo.
—Que me siento completamente bien de nuevo. —Sonreí—. Perder un
tomillo..., una forma de describir la locura. Es una especie de chiste.
—Entiendo.
Pero realmente el doctor Connors no entendía nada. Cuando le aseguré que ya
no me sentía desorientado, hostil o temeroso, se limitó a asentir. Y cuando le dije que
estaba listo para irme a casa, meneó la cabeza.
—Hay algunos problemas que debemos trabajar primero —dijo.
—Trabajar, ése es mi único problema —le dije—. ¡Tengo que volver a mi
trabajo! ¿No se da cuenta de lo que me cuesta el estar aquí? El doctor Connors se alzó
de hombros.
—Su trabajo es uno de los problemas de los que tenemos que hablar. Creo que
puedo ayudarle a descubrir la causa de sus dificultades. —Abrió un cajón de su
escritorio y extrajo un libro—. He estado leyendo alguna de las cosas que ha escrito
usted, y hay un cierto número de preguntas...
—De acuerdo —dije—. Si desea usted jugar a algo, supongo que me permitirá
que yo haga el primer movimiento. El libro que tiene ahí, el que ha estado leyendo,
es Psycho, ¿verdad?
—Sí.
—No ponga esa cara de sorpresa. Todo el mundo parece empezar leyendo
Psycho. Y leyendo cosas en él. He pasado por ese tipo de inquisición tantas veces que
ni siquiera necesita usted formular las preguntas. Los dos podemos ahorrarnos un
tiempo valioso si simplemente le doy de forma directa las respuestas.
—Le escucho.
—Antes que nada, no odio a mi madre. Y ella nunca me dominó. Mi entorno
familiar era perfectamente normal; ni obsesiones ni problemas en lo que a mis padres
o mi hermana se refiere. Mi madre era asistente social y maestra, una mujer muy
inteligente, que me animó a escribir. La quería mucho, pero no había implicada
ninguna fijación edípica.
»En segundo lugar, nunca he sido consciente de ninguna tendencia
homosexual, ni he sentido el menor deseo de experimentar el travestismo. O la
taxidermia, incidentalmente. No sé nada acerca de cómo se lleva un motel, o de
ocultar coches y cuerpos en marismas.
»De modo que, como puede ver, no soy Norman Bates. Y en cuanto a
identificarme con otros personajes del libro..., nunca me apropié indebidamente de
ningún dinero de mi jefe, ni salí huyendo, ni mantuve una relación clandestina a
largo plazo. Incidentalmente también, siempre he preferido la bañera a la ducha.
Sonreí al doctor Connors.
—La idea del libro me vino después de leer acerca de un caso real de asesinato.
No utilicé a ninguno de los actores reales como personajes, y tampoco la situación
real. Lo que me hizo centrar todo el asunto fue preguntarme cómo un hombre que
viviera durante toda su vida en una pequeña ciudad, bajo la constante inspección de
sus vecinos, podía conseguir ocultar sus crímenes violentos. Lo que hice..., llámelo
situación de base si quiere, fue construir un perfil psicológico de un hombre así, del
mismo modo que lo hace usted en su trabajo. Una vez creí comprender al personaje y
sus motivaciones, el resto fue sencillo. El doctor Connors asintió.
—Gracias por su cooperación. Ha anticipado y respondido usted a todas mis
preguntas excepto una.
—¿Y ésa es...?
—Déjeme plantearla así. Imagino que habrá leído usted gran número de casos
reales de asesinato, como documentación de base; es algo normal hacerlo, en su tipo
de trabajo.
—Es cierto.
—Y algunos de ellos son más bien sensacionales, ¿no? Asesinatos en masa,
sorprendentes acuchillamientos, asesinatos rituales, extrañas muertes ocurridas bajo
extrañas circunstancias...
—Cierto también.
—Algunos de ellos, estoy seguro, son mucho más impresionantes y violentos
que el crimen en particular que, usando sus propias palabras, utilizó como situación
de base.
—Correcto.
—Entonces mi pregunta es muy simple. ¿Por qué le intrigó ese asesinato? ¿Por
qué lo eligió en vez de cualquier otro?
—Pero si ya se lo he explicado... Me preguntaba cómo el asesino podía
conseguir ocultar sus actividades y seguir con ellas, cómo era capaz de evitar las
sospechas, de llevar una doble vida...
—Eso es interesante. El problema de ocultarlo todo, de evitar las sospechas. —
El doctor Connors se inclinó hacia delante—. ¿Lleva usted una doble vida?
Me lo quedé mirando durante un largo momento antes de responder.
—Perdóneme por decírselo, pero creo que está usted loco.
—Quizá. Pero el hecho de que yo esté loco no importa aquí. Es su mente la que
importa, no la mía. —Se puso en pie—. Creo que ya es suficiente por ahora.
Hablaremos de nuevo mañana.
—¿Más preguntas?
—Y, espero, más respuestas. —Dejó escapar una risita—. Tengo la impresión de
que voy a tener que leer algo más esta noche.
—Bien, que tenga suerte. Y sueños agradables.
—Ése es el título de uno de sus libros, ¿no?... Sueños agradables.
—He escrito un montón de libros —dije—. Y un montón de relatos.
—Lo sé. —Me acompañó a la puerta del despacho—. Ah, una última cosa. ¿Se le
ha ocurrido pensar alguna vez que toda forma de ficción es una forma de mentira?
¿Y que la única diferencia importante entre un escritor y un psicópata es que el
primero traslada sus fantasías al papel? Debería usted pensar en eso.
—Lo haré —le dije.
Y lo hice, durante todo el día y durante toda la noche siguiente. Al final llegué a
una firme conclusión. El doctor Connors me desagradaba intensamente.
A última hora de la tarde del día siguiente la señorita Frobisher vino a mi
habitación para decirme que el doctor Connors estaba listo para recibirme. La larga
espera no había sido fácil para mis nervios, y estoy seguro de que ella se dio cuenta
de lo tenso que estaba. La señorita Frobisher era una buena enfermera, supongo, y el
tratar a sus pacientes como niños perversos era simplemente parte de su trabajo. El
hecho de que fuera una mujer un tanto varonil probablemente contribuía a su suave
autoritarismo, pero yo consideraba que sus modales eran un tanto irritantes.
—¿Cómo nos encontramos hoy? —me saludó—. ¿Estamos preparados para
nuestra sesión de terapia?
—En lo que a mí respecta, no tengo objeción —dije—. Pero ocurre que estoy
solo. Si insiste usted en dirigirse a mí en plural, quizá necesite más terapia que yo.
La señorita Frobisher rió profesionalmente (nunca mostrar irritación, nunca
dejar que te atrapen, ése es el secreto), y me condujo pasillo abajo.
—El doctor le está esperando en cirugía —dijo.
—No me diga que van a hacerme una lobotomía prefrontal —murmuré—. La
necesito tanto como un agujero en la cabeza. La señorita Frobisher rió de nuevo.
—¡Nada de eso! Pero los pintores están trabajando en el despacho del doctor y
no van a terminar hasta mañana. Así que, si no le importa...
—Por mí no hay ningún problema.
Me condujo al ascensor y nos trasladamos a la tercera planta. Nunca antes había
estado allí arriba, y me sentí un poco sorprendido al descubrir que el doctor Connors
tenía instalada una compacta y muy eficiente unidad quirúrgica. Por supuesto, sabía
que era neurocirujano además de psiquiatra, pero me sentí muy impresionado ante el
moderno quirófano completamente equipado que entrevi al otro lado de la pared de
cristal que poseía la estancia donde me esperaba el doctor Connors. Le sonreí cuando
la señorita Frobisher se marchó.
—No podemos seguir viéndonos de esta forma —dije.
—Siéntese.
Su mirada me convenció de que no estaba de humor para chistes y juegos. Me
senté y le miré desde el otro lado de la pequeña mesa, sobre la cual había un bloc de
notas y un libro.
—¡Aja! —murmuré, echándole una ojeada al libro—. Así que he leído usted
Sueños agradables.
—Esta noche.
—Veo que ha tomado algunas notas —le dije—. ¿Desde cuándo se ha vuelto
crítico literario?
—No estoy aquí para criticar, sólo para discutir.
—Adelante. A los escritores nos gusta que la gente hable de nuestras obras.
—Esperaba que fuera usted quien hablara.
—¿Para decir qué? Todo está en el libro.
—¿Lo está?
—Oiga, ¿es realmente necesario hablar como un remiendacabezas?
—No si usted está dispuesto a dejar de hablar como un paciente. El doctor
Connors sonrió y echó una mirada al bloc de notas.
—Pero yo soy un paciente —protesté—. Según usted.
—A Juzgar por Sueños agradables, es usted un montón de cosas. Por ejemplo,
un colaborador de Edgar Allan Poe.
—La casa de la luz —asentí—. Un alumno de Poe, allá en el este, encontró la
historia sin terminar, y sugirió que yo la completara.
—¿Toma usted frecuentemente argumentos o ideas de otras personas?
—Nada que me sea de utilidad. La mayor parte de mi material procede de mi
propio entorno o intereses. Escribí Los hacedores de sueños porque siempre fui un
aficionado a las películas mudas; y El señor Steinway representa una preocupación
similar por la música. Me gusta utilizar lugares que he visitado o en los que he
vivido. Milwaukee en Los estafadores. Nueva Orleans en La belleza durmiente, el
norte del estado de Wisconsin en Dulces dieciséis, Tren al infierno y Rapsodia
húngara... —Le sonreí—. Pero eso es solamente el fondo de la historia. Nunca he sido
propietario de un par de gafas mágicas, ni he dormido con un esqueleto, ni he
conducido una moto, ni he hecho un trato con el diablo, ni he tenido una aventura
con un vampiro.
—Por supuesto. —El doctor Connors echó una mirada de soslayo a sus notas—.
Hasta ahora hemos estado hablando de las cosas que le gustan. Hablemos ahora de
las que no le gustan.
—Eso es fácil —le dije—. Las cenas demasiado formales inspiraron El espíritu
apropiado. Y supongo que La casa hambrienta representa una aversión hacia los
espejos. De hecho, si de veras desea usted sondear un poco más, significa que
siempre me he sentido conscientemente disgustado ante mi propia apariencia. Creo
que soy bastante sincero con usted, ¿no cree, doctor?
—No del todo. —Se me quedó mirando—. ¿Por qué no desea discutir el
auténtico problema?
—¿Como cuál?
—Su actitud hacia los niños.
—No tengo nada en contra de los niños.
—Eso no es lo que dicen sus historias. —Golpeó el bloc de notas con su pluma
—. En Dulces para dulzura, una niña pequeña es una bruja. El aprendiz de brujo
trata de un joven mentalmente retrasado cuyos delirios lo conducen al asesinato.
Hierba gatera es un retrato absolutamente vengativo de la adolescencia. Dulces
dieciséis es una acusación hacia toda una generación...; escribía usted acerca de
satánicas bandas de motoristas una década antes de que otras personas las utilizaran
para sus filmes. Incluso en una historia comparativamente amable como Tren al
infierno, el protagonista inicia su vida como fugitivo, una persona sin ocupación fija
que roba tapacubos y gasolina de los depósitos. Y en Enoc, el personaje central es un
quinceañero psicótico que se convierte en un asesino de masas.
—Los chicos no son mi problema —dije—. No lo olvide, yo escribo historias de
horror. Y en una sociedad orientada hacia la juventud, la gente se siente más
inclinada a impresionarse cuando se le pintan niños como monstruos. El truco reside
en violar los tabúes que consideramos sagrados; eso es lo que hice con la imagen de
la madre en Psycho.
—Trucos —dijo suavemente el doctor Connors—. Mentiras. Sonreí de nuevo.
—Así que ahora nos dedicamos a los juegos de palabras, ¿eh? En ese caso,
llamémoslo simplemente un desliz freudiano. —Se alzó de hombros—. Eso me
recuerda otro elemento en su obra —prosiguió—; no precisamente en esta
recopilación de relatos, sino en docenas de sus historias. La hostilidad hacia los
psiquiatras.
—No odio a los psiquiatras.
—Sus personajes parece que sí. Hay referencias despectivas a los
psicoterapeutas en El aprendiz de brujo, Beso tu sombra y otros títulos. Y en Enoc, su
doctor Silversmith es una caricatura, un burdo libelo de la profesión.
—Pero eso es simplemente otra forma de impresionar a la gente —protesté—.
Los psiquiatras se han convertido en los altos sacerdotes de una sociedad que adora a
la ciencia. Mostrarlos como incompetentes, o como impotentes para prevalecer sobre
las fuerzas del mal, es un truco efectivo. El doctor Connors se me quedó mirando.
—Trucos efectivos, eso es lo que busca usted. Lo cual significa cosas que
produzcan miedo en el lector. Toda su carrera ha sido empleada en buscar formas de
impresionar a la gente, de horrorizarla.
—Es una forma de ganarse la vida.
—Que usted eligió voluntariamente. Nadie pasa toda su vida asustando a
aquellos a quienes ama. ¿Por qué odia usted a la gente?
—No la odio.
—Piense en ello. Piense en ello seriamente. Yo pienso hacerlo también. —Miró
su reloj de pulsera—. Hasta mañana.
—Lamento si suena como obstruccionismo —dije—, pero realmente no odio a la
gente. Lo cual era cierto. No odio a mis lectores, ni a los niños, ni a los
remiendacabezas per se. Pero estaba empezando a odiar al doctor Connors.
Fue una mala noche. No conseguí dormir, porque estaba demasiado atareado
planeando mi propia defensa. Quizá suene un poco melodramático, pero realmente
no hay ninguna otra palabra para describirlo. Tenía que defenderme cuando el
doctor Connors me atacara utilizando mis propias palabras, mi propia obra. Era
desleal, injusto, indecible... Sólo un idiota equipararía ficción a realidad. Los actores
que representaban el papel de villanos no eran monstruos en su vida real; Boris
Karloff y Christopher Lee eran dos de las personas más encantadoras que yo haya
conocido jamás. Mi propio mentor literario, H. P. Lovecraft, era un hombre gentil y
afectuoso. Si el doctor Connors pensaba de otra manera, lo único que hacía era
exhibir su propia ignorancia.
O su propia habilidad.
Estaba buscando algo; algo que a mí se me escapaba. Algo conectado con mi
propia condición, sin la menor duda, algo bloqueado y oscurecido por una reacción
amnésica. Si yo pudiera recordar lo que había ocurrido...
Pero ahora eso no era importante. Lo importante era estar preparado para el
ataque de mañana. Ataque por medio de mis propios libros. ¿Qué título habría
seleccionado?
Intenté anticipar su elección. Gótico americano, Mundo nocturno, Pirómano, El
gorrón, El secuestrador, La voluntad de matar, EI pañuelo... Todos ellos eran
elecciones posibles. De hecho, todas esas novelas poseían un tema común: la
facilidad con que un psicópata podía actuar dentro de nuestra supuestamente cuerda
sociedad. Seguramente esta premisa constituye un legítimo tema de examen. Y si el
doctor Connors planeaba actuar como el abogado del diablo y preguntarme por qué
yo me sentía tan preocupado por los psicópatas, le diría la verdad: «Tengo miedo de
ellos, doctor. ¿No lo tenemos todos?» Eso era. Simplemente, decir la verdad. La
verdad te hace libre... Tuve mucho tiempo para estudiar el asunto, puesto que la
señorita Frobisher no vino a por mí hasta la tarde siguiente, después de la cena.
El doctor Connors, me dijo, había sido retenido por unos asuntos personales
durante toda la tarde. Pero acababa de regresar, y me estaba esperando de nuevo en
la antesala de la unidad de cirugía.
—Lamento recibirle aquí de nuevo —me dijo cuando se marchó la señorita
Frobisher—. Los pintores han terminado con mi despacho, pero aún no he tenido
tiempo de arreglar de nuevo todas las cosas. Así que, si no le importa...
—En absoluto.
El doctor Connors estaba sentado al otro lado de la mesa, su bloc de notas
colocado encima de un libro. Miré el libro mientras hablaba, intentando ver el título.
¿Cuál sería el que había elegido?
No había necesidad de jugar a las suposiciones. En aquel momento estaba
alzando el bloc, exponiendo el volumen que había debajo. Era El que abre el camino.
Me dedicó una inclinación de cabeza.
—Como puede ver, he hecho los deberes. Es lo que usted esperaba, ¿no?
—Sí, pero no su elección. ¿Por qué ése, en vez de una novela?
—Porque es su primer libro, su primera recopilación de relatos publicada. Y por
el título.
—Si lo ha leído, sabrá que El que abre el camino es una de las historias.
—Pero no es ésa la razón de que usted seleccionara ese título, ¿verdad? Estaba
afirmando sus intenciones...; este libro abría el camino a su carrera de escritor.
—Muy perspicaz. ¿Qué otra cosa ha observado?
—Que algunos elementos constantes en su obra aparecen ya en sus inicios.
Asesinatos en masa, por ejemplo, en Figuras de cera. La casa del hacha y Suyo
afectísimo, Jack el Destripador. La invasión o profanación del cuerpo humano, en
Escarabajos, El oscuro demonio. El merodeador de las estrellas, Los honorarios del
violinista y el propio El que abre... Además, el tema de la posesión por fuerzas
malignas o un álter ego, en La capa. El maniquí. El oscuro demonio. Los ojos de la
momia. Admitirá usted que todo esto parece sumarse.
—¿A qué?
—A la imagen recurrente de un hombre poseído por un demonio, y que mutila
a sus víctimas en una serie de asesinatos múltiples. Me alcé de hombros.
—Tal como le dije, es una forma de ganarse la vida. Y como usted me dijo a mí,
toda ficción es una forma de mentir. Resulta que es con esas mentiras en particular
con las que yo vivo. Funcionaron cuando empecé a escribir, y siguen funcionando
para mí hoy en día.
—Pero usted no miente todo el tiempo, ¿verdad? —El doctor Connors abrió el
libro—. ¿Qué hay acerca de la introducción que escribió para esta recopilación?
Empieza formulando la misma pregunta que yo le he estado haciendo. ¿De dónde
saca usted las ideas para sus historias?
—Ya se lo he dicho. El doctor Connors pasó una página.
—Aquí da usted una respuesta distinta. Dice que un autor de fantasía se halla
atrapado en el papel dual del doctor Jekyll y míster Hyde.
—Es una forma de hablar.
—¿Lo es? —Miró al texto—. Déjeme leerle sus propias palabras. «El doctor
Jekyll intenta negar la existencia real de míster Hyde. Pero... míster Hyde existe. Lo
sé, porque forma parte de mí. Ha sido mi mentor literario desde hace más de una
década.» Y ahora, el último párrafo de su introducción: «Y cuando alguien me
pregunta de dónde saco las ideas para mis historias, lo único que puedo hacer es
alzarme de hombros y responder: "De mi colaborador..., míster Hyde"». Es una cita
textual.
Me lo quedé mirando. Ayer me había dicho a mí mismo que estaba empezando
a odiar a aquel hombre. Hoy...
—¿Ocurre algo?
—Sólo con respecto a sus conclusiones.
—No mías. Suyas.
—Deje de hablar con doble sentido. ¿Está diciendo acaso que soy una
personalidad múltiple?
—Usted lo está diciendo, en esta introducción. Y en toda su obra. Eso es hablar
con doble sentido por medio de una venganza.
—No estoy interesado en venganzas. —Meneé la cabeza—. Y no odio a la gente.
—Eso es lo que dice el doctor Jekyll. Pero míster Hyde cuenta una historia
distinta. Una y otra vez.
—Es simplemente una historia.
—¿Está seguro? —El doctor Connors meneó la cabeza—. Entonces, ¿por qué
está aquí?
—No lo sé.
—¿No lo sabe, o no lo recuerda?
—Ambas cosas.
—Exactamente. En los desórdenes de personalidad múltiple existe siempre ese
elemento de amnesia, de disociación. Mi trabajo consiste en ayudarle a recordar.
Analizando su trabajo esperaba poder conducirle a descubrir indicios hacia la
realidad. Una vez se enfrente usted a la verdad...
—¿Qué es la verdad?
—Hay muchas verdades. Estúdielas. Se encuentra usted en un sanatorio
privado, y no estaría aquí si no existiera una razón. Se halla bajo estrictas medidas de
seguridad, y eso debería sugerirle que la razón es seria. Es usted incapaz de recordar
lo que ocurrió antes de su llegada; seguramente eso implica una escisión de
personalidad, protegida por una reacción amnésica. Inspiré profundamente.
—¿Acaso pretende decirme que me volví loco y maté a alguien?
—No. —Sonrió—. Considere los hechos. Si hubiera matado a alguien, estaría en
la ciudad, en la cárcel del condado.
—Pero me volví loco, ¿no?
—Sí. —Sonrió de nuevo—. Antes de que prosigamos, quizá será mejor que le
recuerde otra verdad. Estoy aquí porque me siento interesado por su bienestar. No
soy su enemigo.
«Mirándome fijamente. Jugando al gato y al ratón conmigo. Hurgando en mis
historias, en mis secretos. ¿Y espera que me crea que no es mi enemigo? Quizá esté
loco, pero no soy estúpido.»
—Por supuesto que no. —Le devoM la sonrisa—. ¿Tenemos que seguir adelante
con esto?
El doctor Connors consultó su bloc de notas.
—Hay otro hilo que se teje a lo largo de su ficción. No en las fantasías, sino en
las historias de misterio y suspense. Gran cantidad de ellas tratan de variaciones de
un único desenlace.
—¿Cuál?
—La decapitación.
—¿Es eso tan poco usual? Se trata de un truco común para impresionar al
lector. Incluso la Reina, en Alicia en el País de las Maravillas, no deja de decir...
—Limitémonos a su propio trabajo, y a lo que usted dice. Al coleccionista de
cabezas, en Un hombre con un hobby, y al coleccionista de cráneos, en El cráneo del
marqués de Sade. Y a ese coleccionista llamado Enoc. ¿Qué le motivó a escribir La
cura, El cazador de cabezas o Mirad cómo corren?. Hay una cabeza cercenada en
Psycho, y la escena final de Mundo nocturno habla por sí misma. Caen cabezas en La
jauría de Pedro y Esta antigua prueba escolar. —El doctor Connors tomó el libro—. Y
lo mismo ocurre aquí, en Figuras de cera. Y en la primera historia que publicó usted
en su vida. La fiesta en la abadía.
—Y fue una muy buena idea —dije—. Eso es lo que más impresionó a los
lectores. No sólo la idea del canibalismo, sino cuando el narrador descubre qué es lo
que ha estado comiendo..., cuando alza la tapa de la pequeña bandeja de plata y ve la
cabeza de su hermano...
—Completamente efectivo, lo admito —El doctor Connors me miró fijamente—.
Observo que escribió usted en primera persona.
—Eso forma parte del impacto.
—Pero ¿de dónde surgió la idea? ¿Una historia en un periódico? ¿Algo que
usted oyó o leyó?
—No lo recuerdo. Después de todo, hace tantos años...
—Es curioso que ése fuera uno de sus primeros logros, ¿no? Y que luego
prosiguiera con el mismo tema durante años y años. —No dejaba de mirarme—. Me
ha contado usted la fuente de tantas de sus historias... seguro que existe un origen
común para estas y otras que siguieron el mismo esquema.
—¡Ya se lo he dicho, no puedo recordarlo!
—¿Nada en su entorno personal?
—No soy un caníbal, si es eso lo que está insinuando. Tengo una hermana más
joven, pero ningún hermano, así que difícilmente podría haberle cortado la cabeza.
Era difícil hablar sosegadamente, debido a que lo odiaba tanto. Y ahora resultaba
difícil también oírle, ya que mi cerebro estaba latiendo furiosamente, latiendo,
latiendo...
—Mire —dijo el doctor Connors—. Voy a decirle algo que le ayudará a
recordar. Puede que le cause un shock, pero a veces la terapia de shock es el método
más efectivo.
—Adelante —le animé—. Métase de cabeza en ello. «De cabeza. La cabeza. Era
la cabeza de mi hermano...» El doctor Connors estaba observando mi rostro, pero
estoy convencido de que no podía oír la voz dentro de mi cabeza. «Mi cabeza. Su
cabeza. Sus cabezas.»
Me obligué a mirarle, me obligué a sonreír.
—No me diga que le corté la cabeza a alguien —dije.
—No. Pero lo intentó.
—¡Eso es una mentira! —Me puse en pie; ahora ya no sonreía—. ¡Una mentira!
—Querrá decir que no puede recordarlo. Pero lo hizo, y consiguieron detenerle
justo a tiempo. Está todo aquí, en el informe.
—Pero ¿por qué..., por qué?
—Porque al parecer la persona a la que intentó matar le recordó a alguien.
Alguien de hace mucho tiempo.
El doctor Connors se inclinó hacia delante, hablando muy suavemente, de
modo que tuve que tensarme para oírle. Pero le oí —tuve que oírle—, porque el odio
siguió subiendo y subiendo, a medida que él hablaba.
Sólo que sigo sin poder recordar lo que dijo. Era acerca de algo que ocurrió
cuando yo era muy joven. Algo que le hice a alguien y mamá lo descubrió, y vino el
doctor, y entonces me enviaron fuera durante mucho tiempo, y cuando volví de
nuevo a casa lo había olvidado todo acerca de todo. Era simplemente un niño; no
sabía, no quería hacerlo, pero lo olvidé todo y nadie volvió a hablar de ello jamás,
nadie llegó a saberlo siquiera. Excepto que ahora el doctor Connors lo sabía... Había
retrocedido todo aquel tiempo y había examinado la información, y ahora me lo
estaba contando, y se lo iba a decir a todo el mundo, y yo lo odiaba porque pese a
todo yo seguía sin poder recordar.
Pero sí que recuerdo lo que hice cuando él me lo dijo. Fue una gran suerte,
realmente, estar en aquella estancia al lado del quirófano, y luego descubrir la
escalera de atrás y salir por la puerta trasera y saltar el muro.
Fue también una gran suerte que hubiera una de esas cosas plateadas con tapa,
justo al lado del armario de los bisturíes del quirófano.
Sigo pensando en ello ahora... Pienso en lo que debió de ver la señorita
Frobisher cuando regresó y alzó aquella tapa... Era la cabeza de mi psiquiatra.

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