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domingo, 6 de abril de 2008

EL HOMBRE QUE NO QUERIA ESTRECHAR MANOS -- STEPHEN KING

EL HOMBRE QUE NO QUERIA
ESTRECHAR MANOS
Stephen King




Stevens sirvió las bebidas y pronto, después de las ocho en aquella noche glacial de invierno, la
mayoría de nosotros nos fuimos , con ellas a la biblioteca. Por un momento , nadie dijo nada; lo
único que se oía era el chisporrotear del fuego en la chimenea , el lejano chasquido de las bolas
de billar y, desde el exterior, el gemido del viento. No obstante, allí se estaba bastante caliente,
en el # 249 B de la calle Este 35.
Recuerdo que aquella noche David Adley estaba sentado a mi derecha, y a mi izquierda Emlyn
McCarron que una vez nos contó una historia espeluznante sobre una mujer que había dado a luz
en extrañas circunstancias . Después de el estaba Johanssen , con su Wall Street Journal doblado
sobre las rodillas.
Entro Stevens con un pequeño paquete, blanco y se lo entrego a George Gregson sin hacer la
menor pausa. Stevens es el mayordomo perfecto a pesar de su ligero acento de Brooklyn ( o
quizá por causa de el) pero su mayor atributo, por lo que a mi se refiere, es que siempre sabe a
quien debe entregar el paquete aunque nadie lo reclame.
George lo capto sin protestar y permaneció un momento sentado en un sillón de alto respaldo y
orejas, contemplando la chimenea que es lo bastante grande como para asar un buey. Vi como
sus ojos se dirigían momentáneamente a la inscripción grabada en la piedra. LO QUE VALE ES
LA HISTORIA, NO EL QUE LA CUENTA.
Abrió el paquete con sus dedos viejos y temblorosos y tiro su contenido al fuego. Por un instante
las llamas se transformaron en un arcoiris, y se oyeron risas apagadas. Me volví y vi a Stevens
allá lejos, en la sombra, junto a la puerta. Tenia las manos cruzadas a la espalda. Su rostro se
mostraba cuidadosamente inexpresivo. Supongo que todos nos sobresaltamos un poco cuando su
voz ronca, casi quisquillosa rompió el silencio; yo confieso que sí.
- Una vez vi asesinar a un hombre en esta misma habitación- nos dijo George Gregson-, aunque
ningún jurado hubiera condenado al que mato. Pero, al final, se acuso así mismo..., y actuó como
su propio verdugo.
Siguió una pausa mientras encendía su pipa. El humo envolvió su rostro arrugado en una nube
azulada, y apago el fósforo de madera con el gesto lento, teatral, del hombre cuyas articulaciones
le producen gran dolor. Tiro el palito a la chimenea, donde cayo sobre los restos quemados del
paquete. Contempló como las llamas tostaban la madera.
Sus agudos ojos azules parecían cavilar bajo sus hirsutas cejas entrecanas. Su nariz era grande y
ganchuda , sus labios delgados y firmes, sus hombros alzados hasta casi la base de su cráneo.
-No nos mantengas sobre en ascuas, George- refunfuño Peter Andews- ¡Suéltalo ya !
-Ni lo sueñes. Ten paciencia- y todos tuvimos que esperar hasta que su pipa quedo prendida a su
gusto.
Cuando unas brasas se encendieron perfectamente repartidas en la enorme cazoleta de brezo,
George cruzo sus manos grandes, ligeramente temblorosas, sobre una de sus rodillas y dijo:
-Esta bien. Tengo ochenta y cinco anos y lo que voy a relataros ocurrió cuando yo tenia mas o
menos veinte.
-En todo caso, sé que fue en 1919 y acababa de regresar de la Gran Guerra. Mi novia había
muerto cinco meses antes, de la gripe. Solo tenia diecinueve años y yo me lance a beber y jugar a
las cartas mucho más de lo que hubiera debido. Me había esperado dos años, ¿comprenden?, y
durante todo ese tiempo recibí, fielmente, una carta todas las semanas
.Quizá podrán comprender porque me abandone tanto. No tenia creencias religiosas; la idea
general y las teorías del cristianismo me resultaban algo cómicas en las trincheras, y no tenia
familia que me ayudara. Así que puedo decir con sinceridad que los buenos amigos que me
ayudaron en este tiempo de prueba, rara vez me abandonaron. Eran cincuenta y tres (mas de lo
que tiene la mayoría): cincuenta y dos naipes y una botella de whisky "Cutty Stark". Me habían
instalado en el mismo lugar en que sigo viviendo ahora, en Brennan Street. Pero entonces era
mucho mas barato y había muchas menos botellas de medicinas, y píldoras y demás, llenando las
estanterías. Sin embargo, pasaba la mayor parte de mi tiempo aquí, en el 249 B, porque siempre
había alguna partida de póquer en marcha.
David Adley interrumpió, y aunque sonreía, no creo que estuviera bromeando:
- ¿Y ya estaba Stevens aquí, entonces, George?
George se volvió a mirar al mayordomo:
-¿Era usted, Stevens, o era su padre?
Stevens se permitió la sombra de una sonrisa
- Como 1919 fue hace mas de sesenta y cinco años, señor, debo decir que se trataba de mi
abuelo.
- Debemos, pues, entender que su empleo es hereditario- musito Adley.
-Tal como dice, señor- respondió Stevens imperturbable.
-Ahora que lo pienso- comento George-, hay un parecido sorprendente entre usted y su...¿dijo
usted abuelo, Stevens?
-Si señor eso dije.
-Si les pusiera de lado, me costaría decir quien es quien..., ¿pero esto no tiene nada que ver,
verdad?
-No, señor -Me encontraba en la sala de juego....., al otro lado de esta pequeña puerta, allá...,
haciendo solitarios, la primera y única vez que nos encontramos Henry Brower y yo. Eramos
cuatro dispuestos a sentarnos y jugar una partida de póquer; solamente necesitábamos un quinto
para que la velada empezara. Cuando Jason Davidson me dijo que George Oxley, nuestro
habitual quinto, se había roto la pierna y estaba en cama con la pierna enyesada y colgada de una
polea, pareció que aquella noche nos íbamos a quedar sin partida. Empece a pensar en la
posibilidad de terminar la noche con nada mejor para distraer mis pensamientos que hacer
solitarios y soplar la mayor cantidad de whisky que pudiera, cuando un individuo sentado al
fondo de la habitación dijo con voz tranquila y agradable:
-Si ustedes, caballeros, estaban hablando de póquer, disfrutaría mucho jugando una mano, si no
tienen nada que objetar.
-Había estado escondido tras el World de Nueva York hasta aquel momento, así que cuando
levante la mirada lo vi por primera vez.
Era un hombre joven con cara de viejo, no sé si me entienden. Algunas de las huellas que vi en
su rostro había empezado a descubrirlas en el mío, desde la muerte de Rosalie. Algunas..., no
todas. Aunque el joven no podía tener mas de veintiocho años a juzgar por su cabello, sus manos,
y el modo de andar, su rostro parecía marcado por la experiencia y sus ojos, que eran muy
oscuros, parecían mas que tristes: parecían atormentados. Era guapo, con un bigote pequeño y
recortado y cabello rubio oscuro. Vestía un buen traje de color marrón y se había soltado el botón
del cuello.
-Me llamo Henry Brower- dijo
-Davidson se precipito atraves de la estancia para estrecharle la mano; la verdad es que aprecia
como si fuera a cogerle la mano que Brower tenia sobre las rodillas. Ocurrió una cosa extraña:
Brower dejo caer el periódico y levanto ambas manos, lejos de su alcance. La expresión, en su
rostro, era de horror.
Davidson se detuvo, confuso, más estupefacto que indignado. Solo tenia veintidós años...
¡Cielos, que jóvenes éramos todos en aquellos días!, y era como un cachorrillo.
-Perdóneme - se excuso Brower con suma gravedad- pero nunca estrecho la mano de nadie.
Davidson parpadeo:
-¿ Nunca? Que curioso. ¿Y por que no?
Bueno ya les he dicho que era algo así como un cachorro. Brower no se molesto y lo tomo con
una sonrisa (algo turbada) abierta.
- Acabo de llegar de Bombay- explicó-. Es un lugar extraño, populoso, sucio, lleno de pestilencia
y enfermedades. Los buitres se pasean y presumen sobre los muros de la ciudad, por millares.
Hace dos años estuve allí en misión comercial y se me contagio el horror a nuestra costumbre
occidental de estrechar manos. Sé que es una tontería y una incorrección, pero no puedo
remediarlo. Así que si no les importa que me retire y me perdonan...
-Con una condición- dijo Davidson sonriéndole.
-¿Cuál será?
-Que se acerque a la mesa y comparta conmigo un vaso del whisky de George, mientras voy a
por Baker, French y Jack Wilden.
Brower le sonrío, asintió y dejo el periódico. Davidson le hizo un gesto de aceptación y corrió en
busca de los otros.
Brower y yo nos acercamos a la mesa cubierta de fieltro verde y cuando le ofreció la bebida
rehuso, dándome las gracias, y encargo su propia botella. Supuse que tendría que ver algo con su
extraña manía y no dije nada. He conocido hombres cuyo horror por los, microbios y
enfermedades va mucho mas lejos..., como los habréis conocido vosotros.
Hubo gestos de asentamiento.
-Es estupendo estar aquí -me dijo Brower pensativo- He evitado toda compañía desde que llegue
de mi destino.
¿No es bueno, para un hombre, estar solo, sabe? ¡Creo que incluso para aquellos que se valen por
si solos, el estar aislados de resto de la humanidad debe ser la peor forma de tortura! -Todo eso lo dijo con un curioso énfasis, y yo asentí.
Había experimentado semejante soledad en las trincheras, generalmente por la noche. Volví a
sentirla de nuevo, más anunciante, después de enterarme de la muerte de Rosalie.
Me sentí atraído por él pese a su declarada excentricidad.
-Bombay debió haber sido un lugar fascinante- le dije.
-¡Fascinante ... y terrible! Hay cosas allí que nuestra filosofía no puede ni soñar. Su reacción a
los automóviles, es divertida: los niños se apartan de ellos cuando pasan pero luego los siguen
manzanas enteras.
Encuentran que el avión es terrorífico e incomprensible. Naturalmente, nosotros los americanos,
los contemplamos con completa ecuanimidad... incluso con complacencia..., pero le aseguro que
mi reacción fue como la de ellos cuando vi por primera vez a un mendigo callejero tragarse un
paquete entero de alfileres de acero y luego ir sacándolos uno a uno de las heridas abiertas que
tenia en la punta de los dedos. No obstante, eso es algo que los nativos de aquella parte del
mundo encuentran perfectamente natural. Quizás- añadió sombrío-, no estaba previsto que ambas
culturas fueran a mezclarse, sino que debíamos mantener separadas sus respectivas maravillas.
Para un americano como usted o como yo, tragarse un paquete de alfileres significaria una
muerte lenta y horrible.
En cuanto al automóvil... - se callo y una expresión torturada asomo a su rostro.
Yo me disponía a hablar, cuando Stevens, el viejo, apareció con la botella de whisky escocés de
Brower, y tras el, Davidson y los demás.
Davidson explico antes de hacer las presentaciones:
Les he contado su pequeña manía, Henry, así que no tiene nada que temer. Este es Darrel Baker,
que no era muy buen jugador, perdió unos ochocientos (aunque ni siquiera iba a notarlo: su padre
era el propietario de tres de las mayores fabricas de zapatos de New England y los demás
compartían la perdida de Baker conmigo, casi a partes iguales.
Davidson, un poco por encima y Brower un poco por debajo: sin embargo para Brower aquello
era toda una hazaña, porque sus cartas habían sido malisimas casi toda la noche. Eran tan hábiles
en la modalidad tradicional de cinco cartas como en la nueva variedad de siete, y yo me dije que
a veces me había ganado dinero en faroles que yo no me hubiera atrevido a intentar.
Pero me fije en una cosa; aunque bebía mucho- para cuando French estuvo listo para dar la
ultima mano, había casi terminado una botella entera de escocés, hablaba con toda claridad, su
habilidad en el juego jamas se altero, y su obsesión sobre no tocar manos tampoco cedió. Cuando
ganaba, nunca tocaba el montón si alguien tenia que poner fichas o dinero o si alguien "estaba
distraído" y tenia aun que entregar fichas. Una vez, cuando Davidson dejo su vaso demasiado
cerca de su codo, Brower se aparto bruscamente, tirando casi una bebida. Baker pareció
sorprendido, pero Davidson lo dejo pasar con un vago comentario.
Jack Wilden había comentado un poco antes que tenia ante el un viaje a Albany, en coche, para
ultima hora de la mañana, y que una vuelta mas le bastaría. Así que le toco dar a French, y
decidió jugar a siete cartas.
Recuerdo aquella ultima mano tan claramente como mi nombre, y en cambio me vería en un
apuro si tuviera que decirles lo que comí ayer o con quien comí. Misterios de la edad, supongo,
aunque creo que si vosotros hubierais estado allí lo recordarías como yo.
Me dio dos corazones, cubiertos, y una carta descubierta. No puedo decir lo que tenían Wilden o
French, pero el joven Davidson tenia el as de corazones y Brower el diez de pique.
Davidson apostó dos dólares- cinco eran nuestro límite-, y volvió a repartir cartas. Davidson
había cogido un trío que no parecía mejorar su mano, sin embargo echo tres dólares al pozo.
- ¡La ultima mano - anuncio alegremente- Hay una dama en la ciudad que quería salir conmigo
mañana por la noche!
No creo que hubiera creído ha una echadora de cartas si hubiese dicho cuantas veces me
atormentaría esta frase a ratos perdidos, hasta hoy en día.
French repartió la tercera vuelta. No tuve suerte con mi escalera, pero Baker, que era siempre el
gran perdedor, logro unas parejas... de reyes, creo. Brower había logrado un par de diamantes
que no parecían servir para gran cosa. Baker apostó hasta el limite por su pareja y Davidson
subió a cinco. Todos nos quedamos en el juego. Y llego nuestra ultima carta descubierta. Yo
saque el rey de corazones para mi escalera, Baker saco una tercera para sumar a su pareja y
Davidson un segundo as que le hizo brillar los ojos.
Brower recogió una reina de pique, y les juro que no comprendí porque no abatía. Sus cartas
parecían tan malas como las que había tenido aquella noche.
Pero las apuestas fueron subiendo. Baker apostó cinco, Davidson llego a cinco, Brower también.
Jack Wilden dijo:
-No sé, pero creo que mi pareja no vale gran cosa -y tiro las cartas-. Yo cante y volví a poner
cinco. Baker también.
-Bueno, no voy aburriros con el relato de las apuestas. Solamente os diré que había un limite de
tres alzas por persona, y Baker, Davidson y yo hicimos tres pujas de cinco dólares. Brower se
limito a repetir cada envite y apuesta, siempre cuidando de no poner su dinero en el pozo hasta
que todas las manos estaban lejos. Y había mucho dinero..., algo mas de doscientos dólares...,
cuando French nos sirvió nuestra ultima carta cubierta.
Hubo una pausa mientras todos nos miramos, aunque a mi no me importaba; yo ya tenia mi
juego y por lo que podía ver sobre la mesa, era bueno. Baker puso cinco, Davidson también y
esperamos para ver lo que iba a hacer Brower. Su rostro estaba algo congestionado por el
alcohol, se había quitado la corbata y desabrochado el segundo botón de la camisa, pero aprecia
tranquilo. "Voy..., y pongo cinco", dijo.
Yo parpadee un poco porque esperaba que abatiera. No obstante, las cartas que yo tenia en la
mano me decían que debía jugar para ganar, y puse cinco más. Seguimos jugando sin tener en
cuenta el limite de pujas que podían hacerse sobre la ultima carta, y el pozo creció
extraordinariamente. Yo fui el primero en pararme en vista del gran juego que alguien debía
tener. Baker lo hizo después que yo, parpadeando nervioso desde el par de ases de Davidson a
las cartas desconcertantes y sin valor que debía tener Brower. Baker no era un gran jugador, pero era lo suficientemente bueno para presentir algo importante.
Entre los dos, Davidson y Brower pujaron lo menos diez veces mas, o mucho más. Baker y yo
nos sentimos arrastrados, no queriendo despedirnos de nuestras enormes inversiones. Los cuatro
habíamos terminado las fichas y ahora eran billetes los que cubrían el montón enorme de fichas.
-Bueno -dijo Davidson, después de la ultima puja de Brower-. Creo que voy a bajar. Si lo suyo
ha sido un farol, Henry, Ha sido un gran farol. Pero he ganado y Jack tiene un largo camino ante
el mañana - y al decirlo puso otro billete de cinco dólares sobre el montón y anunció-: Me paro.
Ignoro lo que pensaban los demás, pero me sentí realmente aliviado sin que eso tuviera nada que
ver con la gran cantidad de dinero que había dejado en el pozo. El juego había ido volviéndose
peligroso y mientras que Baker y yo podíamos permitirnos perder, el pobre Jase Davidson, no.
Siempre estaba en apuros, vivía de una renta, no muy grande, que le había dejado una tía suya. Y
Brower, ¿podía permitirse perder? Recuerden caballeros, que en aquel momento había bastante
mas de mil dólares sobre la mesa.
George dejo de hablar. Se le había apagado la pipa.
-Bien ¿qué ocurrió? -preguntó Adley- No nos tenga sobre ascuas, George. Nos tiene a todos
sentados al borde de las sillas. Déjenos caer o sientenos bien otra vez.
-Paciencia -dijo George, imperturbable.
Saco otra cerilla, la frotó en la suela de su zapato y volvió a chupar. Esperamos impacientes, sin
hablar. Fuera, el viento ululaba y gemía en los aleros.
Cuando la pipa estuvo bien encendida y tirando bien, George continuo:
-Como sabéis, las reglas del póker establecen que el primero que ha anunciado juego, debe
mostrar sus cartas. Pero Baker estaba demasiado impaciente por acabar con la tensión; levanto
una de sus cartas ocultas y mostró cuatro reyes.
-Me ganas, -le dije- color.
-Te gano yo -declaró Davidson y descubrió dos de sus cartas ocultas. Dos ases, que sumaban
cuatro -he jugado bien- y empezó a recoger el enorme pozo.
- ¡Esperen! -exclamó Brower-. No hizo el menor movimiento, ni toco la mano de Davidson
como hubieran hecho muchos, pero basto con su voz. Davidson se paro a mirar y abrió la boca...,
se quedo con la boca abierta como si todos sus músculos se hubieran relajado. Brower descubrió
sus tres cartas ocultas revelando una escalera de color, del ocho a la reina.
-Creo que esto gana a sus ases, ¿verdad? -preguntó correctamente Brower.
Davidson enrojeció, luego palideció.
-Si -murmuró despacio como si descubriera él echo por primera vez-. Sí en efecto.
Daría una fortuna por conocer los motivos que empujaron a Davidson a hacer lo que hizo.
Conocía la extremada aversión de Brower a ser tocado; el hombre lo había demostrado de cien
maneras distintas, aquella noche. Tal vez Davidson lo olvido, sencillamente, en su afán por
demostrar a Brower, y a todos nosotros, que podía hacer frente a sus perdidas y aceptarlas
deportivamente. Les he dicho que era como un cachorro, y aquel gesto encajaba con su carácter.
Pero los cachorros también pueden morder cuando se les provoca. No son asesinos..., un
cachorro no te saltara nunca a la garganta; pero a muchos hombres les han tenido que coser los
dedos como castigo por molestar a un perrito con una zapatilla o un hueso de goma. Esto
también podría ser parte del carácter de Davidson, tal como lo recuerdo, Daría una fortuna, como
ya he dicho, por saber..., pero supongo que lo que importa es el resultado.
Cuando Davidson aparto las manos del pozo, Brower alargo las suyas para recogerlo. En aquel
instante, el rostro de Davidson se ilumino con algo así como cordial camaradería y cogió la mano
de Brower y se la estrecho diciéndole:
-Brillante, Henry, que juego, simplemente brillante. No creo que jamas haya...
Brower le interrumpió con un alarido, casi femenino, que resulto espantoso en el silencio
desierto de la sala de juego, y se aparto. Las fichas y el dinero se desparramaron de cualquier
modo al sacudir la mesa que por poco se cae.
Todos nos quedamos inmóviles por el inesperado giro de los acontecimientos, incapaces de dar
un paso.
Brower se alejo a trompicones de la mesa, manteniendo su mano en alto, delante de sí, como una
versión masculina de Lady Macbeth. Estaba blanco como un cadáver y el terror reflejado en su
rostro era tal que aun hoy soy incapaz de describirlo. Sentí que me embargaba una oleada de
horror como jamas había experimentado antes, o después, ni siquiera cuando me entregaron el
telegrama con la noticia de la muerte de Rosalie.
A continuación empezó a gemir. Era un lamento profundo, horrible, de ultratumba. Recuerdo
que pense: Este hombre esta completamente loco, y entonces dijo algo de lo más raro "El
conmutador... he dejado el conmutador encendido en el coche... ¡Oh Dios, cuanto lo siento!", Y
se precipito por la escalera hacia el vestíbulo.
Fui el primero en reaccionar, Salte de mi silla y corrí tras él, dejando a Baker y Wilden y
Davidson sentados alrededor del enorme montón de dinero que Brower había ganado. Parecían
estatuas incas guardando un tesoro tribal.
La puerta principal aun se movía cuando salí a la calle y vi a Brower enseguida, de pie al borde
de la acera, buscando inútilmente un taxi. Cuando me vio se encogió tan angustiado que no pude
evitar sentir una mezcla de pena y asombro.
-¡Venga -dije-, espere! Siento mucho lo que ha hecho Davidson y estoy seguro de que ha sido sin
pensar; de todos modos si tiene que irse por ello, no lo retengo. Pero ha dejado mucho dinero y
debe recogerlo.
-No debí haber venido -gimió-. Pero estaba tan desesperado por cualquier tipo de compañía
humana que yo..., yo -sin darme cuenta alargue la mano para tocarle... -el gesto más elemental de
un ser humano a otro cuando esta aplastado por el dolor...-, pero Brower se aparto de mi y grito:
"¡No me toque! ¿No basta con uno? Oh, Dios, ¿por qué no puedo morir?"
Sus ojos febriles descubrieron de pronto a un pobre perro flaco y sucio, sarnoso, que andaba por
el otro lado de la calle desierta a esa hora de la mañana. Iba con la lengua colgando y andaba
agotado, cojeando, sobre tres patas. Supongo que andaba buscando cubos de basura donde
revolver y comer algo.
-Aquél podría ser yo -dijo pensativo, como para sí-. Rechazado por todos, obligado a caminar
solo y a salir al exterior solo cuando los demás seres vivientes están a salvo tras sus puertas
cerradas. ¡Perro paria!
-Venga -le insistí severamente porque lo que estaba diciendo me sonaba a melodramático-. Ha
sufrido una impresión desagradable y es obvio que algo le ha ocurrido que le ha puesto los
nervios en mal estado, pero en la guerra vi miles de cosas que...
-¿No me cree, verdad? -preguntó-. ¿Cree que estoy poseído de una especie de histeria, verdad?
-Amigo, realmente no sé de que esta poseído o de que es víctima, pero lo que sí se es que si
continuamos aquí fuera, con toda esta humedad, los dos seremos presa de la gripe. Ahora, si
tiene la bondad de regresar conmigo, solo hasta la entrada, si lo prefiere, pediré a Stevens que...
Había tal locura en sus ojos que me sentí tremendamente inquieto. Ya no se veía en ellos el
menor atisbo de cordura y lo que más me recordaba era a los psicoticos, agotados por la batalla,
que había visto trasladar en carretas, desde el frente: cascaras humanas, con ojos vacíos como
pozos del infierno, gimiendo y murmurando.
-¿Quiere ver como una paria responde a otro? -me pregunta, sin enterarse de lo que le había
estado diciendo-.
¡Mire, pues, y vera lo que he aprendido en extraños puertos de arribada!
Y de pronto alzo la voz y dijo imperiosamente:
- ¡Perro!
El perro levantó la cabeza, le miro con desconfianza, girando los ojos (uno con un brillo de
locura; el otro, cubierto por una catarata) y, bruscamente, cambio de dirección y vino cojeando,
de mala gana, a través de la calle, hasta donde estaba Brower.
Estaba claro que no quería venir; gemía y gruñía y escondía el muñón apolillado de su rabo,
entre las patas; pero;, no obstante, se sentía atraído. Llego a los pies de Brower, y entonces se
echo gimiendo, encogido y tembloroso. Sus flancos descarnados, entraban y salían como un
fuelle y su ojo sano se revolvía en su cuenca.
Brower lanzo una carcajada horrible, desesperada, que todavía oigo en mis sueños, y se agacho
junto al animal.
- ¿Lo ve? -dijo- sabe que soy uno de los suyos..., ¡y sabe lo que le traigo!
Alargo la mano para tocar al perro y este lanzó un aullido lúgubre. Enseño los dientes.
- ¡Déjelo! -grité vivamente- ¡Le morderá!
Brower no me hizo ni caso. A la luz del farol de la calle vi su rostro lívido, horrible, con los ojos
como agujeros quemados en un pergamino.
-Tonterías -salmodio- tonterías. Solo quiero estrecharle la mano..., como su amigo hizo conmigo
-y, de golpe, agarro la pata del perro y se la estrecho. El perro lanzo un aullido horrible, pero no
intento morderle.
Luego, Brower se enderezo. Sus ojos se habían aclarado algo y, excepto por su extrema palidez,
podía volver a ser el hombre que se había ofrecido, cortésmente, a jugar con nosotros aquella
noche, unas horas antes.
-Me voy ahora -dijo- por favor, presente mis excusas a sus amigos y dígales cuanto siento
haberme comportado como un imbécil. Quizás, en otra ocasión, tendré la oportunidad de
redimirme.
-Somos nosotros lo que debemos pedirle perdón. ¿Ha olvidado usted el dinero? Hay bastante
mas de mil dólares.
-¡Oh, sí El dinero! - y su boca se curvo en la más amarga de las sonrisas que jamas haya visto.
- No se preocupe por tener que entrar otra vez. Si me promete que me esperara aquí se lo traeré
¿Le parece bien?
-Si lo desea, esperare....- mirando reflexivo al perro que seguía quejándose a sus pies, añadió-: A
lo mejor querrá venir a mi casa y comer decentemente por una vez en su miserable vida- y
reapareció la amarga sonrisa.
Entonces le deje, antes de que lo pensara mejor, y baje a la sala de juego. Alguien,
probablemente Jack Wilden, siempre había tenido una mente ordenada, había cambiado todas las
fichas por billetes y los había amontonado cuidadosamente en el centro del tapete verde.
Ninguno dijo nada cuando me vieron recogerlo. Backer y Jack Wilden fumaban en silencio;
Jason Davidson estaba sentado, con la cabeza agachada, mirandose los pies. Su rostro era la
imagen de la desolación y la vergüenza. Le toque en el hombro al irme hacia la escalera y me
miro agradecido.
Cuando llegue a la calle, estaba absolutamente desierta.
Brower se había ido. Permanecí allí con un puñado de billetes en cada mano, mirando a un lado y
a otro, pero no se movía nada. Llame una vez, por si acaso, por si me estuviera esperando en la
sombra de algún lugar cercano, pero no obtuve respuesta. Entonces se me ocurrió mirar al suelo.
El pobre perro perdido seguía allí, pero sus días de revolver en los cubos de basura habían
terminado. Estaba completamente muerto. Las pulgas y garrapatas, abandonaban en fila su
cuerpo. Di un paso atrás, asqueado y a la vez lleno de una especie de vago terror. Tuve la
premonición de que no había terminado aun con Henry Brower, y así era; pero jamas volví a
verle.
El fuego en la chimenea había muerto y el frío había empezado a salir de entre las sombras, pero
nadie se movió, o habló, mientras George volvía a encender su pipa. Suspiro, cruzó de nuevo las
piernas, haciendo crujir las articulaciones, y continuo:
-Inútil decirles que los otros que habían tomado parte en el juego fueron unánimes en su opinión:
debíamos encontrar a Brower y entregarle el dinero. Supongo que algunos creerán que estabamos
locos, pero aquella era una época más decente. Davidson estaba desesperado cuando se fue: trate
de retenerle y decirle unas palabras, pero se limito a sacudir la cabeza y se marcho. Deje que se
fuera. Las cosas le parecían distintas después de una noche de sueño y ambos podíamos ir en
busca de Brower. Wilden se iba de la ciudad y Baker tenia que " hacer visitas". Aquel seria un
buen día, pense, para que Davidson recobraba su propia estima.
Pero cuando, a la mañana siguiente, fui a su piso, aun no se había levantado. Pude haberle
despertado, pero era joven y decidí dejarle dormir aquella mañana mientras me dedicaba a la
busca de algunos datos elementales.
- Primero vine aquí y hable con el...- se volvió hacia Stevens y levanto una ceja.
-Mi abuelo, señor- aclaro Stevens
-Gracias.
- No hay de que, señor:
Hable con el abuelo de Stevens. Le hable precisamente el mismo sitio donde ahora se encuentra
Stevens.
Dijo que Raymond Greer, un individuo que conocía vagamente, había recomendado a Brower.
Greer pertenecía al gremio de comerciantes de la ciudad, así que me fui directamente a su
despacho, en el edificio Flatiron. Lo encontré y hablamos al momento. Cuando le conté lo que
había ocurrido la noche anterior, su rostro se lleno de confusión, tristeza, piedad y miedo.
-¡Pobre Henry !- exclamo- Sabia que terminaría así, pero nunca pense que ocurriría tan pronto.
- ¿El que? - pregunte.
-Su derrumbamiento- aclaro Greer-. Todo procede de su primer ano de estancia en Bombay, y
supongo que nadie excepto el propio Henry llegara jamas a conocer toda la historia. Pero le diré
lo que pueda.
La historia que me contó Greer en su despacho aquel día, acrecentó mi simpatía y comprensión.
Al parecer, Henry Brower se había visto desgraciadamente mezclado en una autentica tragedia,
Y, como en todas las tragedias clásicas, del teatro, habían surgido de un simple fallo..., en el caso
de Brower, un olvido.
Como miembro de la comisión del trabajo en Bombay, y disponía del uso de un automóvil, una
relativa rareza allí. Greer explico que Brower disfrutaba como un niño conduciéndolo por las
calles estrechas y tortuosas de la ciudad, espantando a las gallinas en bandadas y haciendo que
hombres y mujeres se arrodillaran para rezar a sus dioses. Iba en él a todas partes, atrayendo la
atención de grandes grupos de niños que le seguían a todas horas, pero que se apartaban cuando
les ofrecía pasearles en su maquina maravillosa, como hacia con frecuencia. El coche era un
"Ford A" con carrocería de furgoneta y uno de los primeros coches que podrían ponerse en
marcha no solo con la manivela, sino apretando un botón. Les suplico que recuerden esto.
Un día, Brower llevo el coche a la otra punta de la ciudad para visitar a uno de los otros cargos
del lugar sobre posibles partidas de cuerda de yute. Atrajo la atención, como le era habitual,
cuando su "Ford" rugió y petardeo las calles, como si fuera un despliegue de artillería en
marcha...Y, naturalmente, seguido por los niños.
Brower iba a cenar con el fabricante de yute, un acto de gran formalidad y ceremonia, y se
encontraban a mitad del segundo plato, sentados en una terraza a cielo abierto, por encima de la
populosa calle, cuando el petardeo familiar, el rugido del motor se oyó allá abajo, acompañado
de gritos y chillidos.
Uno de los muchachos mas atrevidos, hijo de un oscuro santón, había subido al coche
convencido dijo que cualquier dragón que durmiera bajo el capote de hierro no podía ser
despertado sin que el hombre blanco se sentara al volante. Y Brower, obsesionado por las
próximas negociaciones, no había apagado el encendido.
Uno no puede imaginarse al muchacho, cada vez mas atrevido ante los ojos de sus compañeros,
tocando el retrovisor, el volante, e imitando el ruido de la bocina. Cada vez que sacaba la lengua
al dragón que dormía bajo el capote, crecía el pavor en el rostro de su publico.
Su pie debió de haber encontrado el embargue, quizás se apoyo en él, cuando apretó el estarter.
El motor estaba caliente: se puso en marcha al momento. El muchacho, presa de gran terror,
hubiera debido reaccionar apartando el pie del embrague inmediatamente, antes de saltar fuera
del coche. Si el coche hubiera sido mas viejo o estado en peores condiciones, se habría calado.
Pero Brower lo cuidaba escrupulosamente, y por ello salto hacia delante en medio de una serie
de ruidosas sacudidas: Brower pudo darse cuenta antes de salir corriendo de la casa de fabricante
de yute.
El tropiezo fatal del muchacho fue poco más que un accidente. Quizás en sus esfuerzos por salir,
su codo tropezó accidentalmente con la palanca de marchas. Quizá tiro de ella con la angustiada
esperanza de que así era como el hombre blanco hacia dormirse al dragón. No obstante,
ocurrió..., ocurrió. El auto alcanzo una velocidad suicida y cargo contra la multitud en aquella
calle abarrotada de gente, saltando sobre bultos y aplastando las jaulas de mimbre del vendedor
de aves, reduciendo a astillas la carreta de l vendedor de flores. Bajo rugiendo, colina abajo, en
dirección a la esquina de la calle, salto la acera, se estrelló contra un muro de piedra y estallo en
una bola de fuego.
George paso su pipa de un lado a otro de la boca.
Esto fue lo único que pudo contarme Greer, porque era lo único que tenia sentido de todo lo que
dijo Brower. Lo demás era como una arenga desatinada sobre la locura de que dos culturas tan
dispares llegaran a mezclarse. El padre del muchacho muerto se enfrento evidentemente con
Brower antes de que se lo llevaran y le lanzo una gallina muerta.
Hubo una maldición. En este punto. Greer me dirigió una sonrisa que era como decirme que
ambos éramos hombres del mundo, encendió un cigarrillo y comento;
-Cuando ocurre una cosa así hay siempre una maldición. Esos miserables paganos tienen que
plantar cara a toda costa. Es su pan y mantequilla.
- ¿Cuál fue la maldición?- quise saber.
- Supuse que la habría adivinado. El santón le dijo que un hombre que practicaba su brujería
sobre un muchacho tan joven debería volverse un paria, un proscrito. A continuación dijo a
Brower que cualquier ser vidente al que tocara con sus manos, moriría. Para siempre jamas,
amen...
- Y Greer soltó una risita.
- Y Brower lo creyó?
Greer creía que sí.
- Hay que tener en cuenta que el hombre había sufrido una impresión espantosa. Y ahora por lo
que usted me dice, su obsesión se esta grabando en lugar de curarse.
-¿Puede darme su dirección?
Greer busco en sus ficheros y al fin apareció con unos datos. Me dijo;
-No le garantizo que le encuentre ahí. La gente se ha mostrado reacia a emplearle, y me parece
que no dispone de mucho dinero.
Sentí un remalazo de culpabilidad al oírle, pero no dije nada. Greer me pareció demasiado
pomposo, demasiado creído, para merecer la poca información que yo tenia sobre Henry Brower.
Pero al levantarme, algo me empujo a decirle.
- Vi a Brower estrecharle la pata a un perro sarnoso, anoche. Quince minutos después el perro
estaba muerto.
-¿Deveras? ¡Que interesante!- Levanto las cejas como si el comentario no tuviera que ver con
nada de lo que habíamos estado hablando.
Me levante para despedirme y me disponía a estrechar la mano de Greer, cuando la secretaria
abrió la puertta del despacho;
- Perdóneme, pero, ¿es usted Mr. Gregson?
Le dije que efectivamente lo era entonces añadió:
- Un tal Baker acaba de llamar. Le ruega que vaya inmediatamente al numero veintitrés de la
calle 19.
Me dio un vuelco el corazón, porque ya había estado allí una vez aquel día..., era la dirección de
Jason Davidson. Cuando abandone el despacho de Greer, le deje ocupado con su pipa y el Wall
Street Journal. Jamas volví a verle, pero no ha sido una gran perdida. Me sentía embargado por
un temor especifico, el tipo que nunca cristalizara del todo en temor real por un objeto
determinado, porque es demasiado espantoso, demasiado increíble para ser tenido seriamente en cuenta.
En este punto interrumpí su narración:
-¡Santo dios George! ¿No ira a decirnos que estaba muerto?
-Completamente muerto - asintió George-. Llegue casi al mismo tiempo que el forense. Su
muerte se califico de trombosis coronaria. Hacia unos dieciséis días que había cumplido
veintitrés anos.
En los días siguientes, trate de decirme que todo aquello era una desgracia coincidencia, y que
mejor olvidarlo. No dormía bien incluso con la ayuda de mi buen amigo "Cutty Sark". Me dije
que lo que había que hacer era repartir el pozo de la noche anterior entre nosotros tres y olvidar
que Henry Brower había irrumpido alguna vez en nuestras vidas. Pero no pude. Prepare en
cambio un cheque de caja por aquella cantidad y fui a la dirección que Greer me había dado, en
Harlem.
No estaba. La dirección que había dejado era un lugar en el East End, un vecindario ligeramente
menos acomodado pero, de todas formas, decente. Había abandonado también esa dirección un
mes antes de la partida de póquer, y su nueva dirección estaba en East Village, un barrio pobre.
El encargado del edificio, un hombre flaco acompañado de un enorme mastín negro que no
dejaba de gruñir, me dijo que Brower se había marchado el tres de abril..., el día siguiente al de
la partida. Le pregunté si había dejado alguna dirección y echo la cabeza hacia atrás y emitió un
graznido que aparentemente le servia de risa: La única dirección que dejan cuando se van de aquí
es el infierno jefe. Pero aveces se paran en el Bowery en su camino.
El Browery era lo que entonces los forasteros creen que es ahora: el hogar de los sin hogar, la
ultima parada para los hombres sin rostro que solamente desean otra botella de vino barato u otra
inyección del polvo blanco que proporciona sueños sin fin. Me dirigí allá. En aquellos días había
docenas de casas de mala muerte, algunas misiones caritativas que recogían a los borrachos por
la noche y centenares de callejones donde un hombre podía esconder un colchón viejo cocido de
chinches. Vi docenas de hombres, todos ellos pocos mas que esqueletos comidos por las bebidas
y las drogas. Ni se conocían nombres, ni se usaban. Cuando, un hombre llega al nivel mas bajo,
con el hígado desecho por el alcohol, con la nariz hecha llaga abierta de tanto aspirar cocaína y
potasa, con los dedos congelados y los dientes podridos..., un hombre ya no necesita el nombre
para nada.
Pero yo describía a Henry Brower a todos los que veía, sin conseguir nada. Los dueños de los
bares movían la cabeza y seguían caminando.
No le encontré aquel día, ni el otro, ni el otro. Transcurrieron dos semanas y de pronto hable con
un hombre que me dijo que alguien parecido había dormido tres noches atrás en la pensión de
Devarney.
Fui allí: estaba a solo un par de manzanas del área que yo había estado recorriendo. El hombre
del mostrador era un viejo áspero, con una calva escamosa y unos ojos legañosos y brillantes. En
la ventana cargada de moscas se anunciaban habitaciones con vista a la calle por diez centavos la
noche. Mientras duro la descripción de Brower el viejo fue moviendo afirmativamente la cabeza
y cuando hube terminado, me dijo: Le conozco señorito. Le conozco muy bien. Pero no puedo
recordar exactamente..., creo que me ayudaría ver un dólar delante de mí.
Saque un dólar y lo hice desaparecer al instante, pese a la artritis.
Estuvo ahí, señorito, pero se ha ido.
-¿Sabe a donde?
- No recuerdo bien, pero quizá podría con un dólar delante de mí.
Saque otro billete, que hizo desaparecer tan rápidamente como el primero. Algo, entonces, debió
parecerle deliciosamente cómico, y de su pecho salió una tos rasposa de tuberculoso.
- Bien, ya se ha divertido- le dije- y además le he pagado bien por ello. Dígame ahora, ¿sabe
donde esta ese hombre?
El viejo volvió a reírse divertido:
- Si....Potter's Field es su nueva residencia: tiene un contrato para la eternidad y al diablo por
compañero. Que le parece la noticia señorito? Debió morir ayer, durante la mañana, porque
cuando le encontré, a mediodía, todavía estaba caliente y de buen ver. Sentado junto a la ventana
estaba. Yo había subido a cobrarle o decirle que si no me pagaba que se fuera. Así que resulto ser
huésped, de un metro ochenta de tierra, de la ciudad. Esto le produjo otro desagradable ataque de risa senil.
-¿No observo nada raro?- pregunté, sin atreverme a analizar el alcance de mi pregunta-. ¿Algo
fuera de lo habitual?
-Me parece recordar algo..., espere
Le enseñe un dólar para ayudarle a recordar, pero esta vez no provoco risa, aunque desapareció
con la misma rapidez que las otras veces.
-Si, había algo mas que raro- dijo el viejo-. He llamado al forense infinidad de veces, lo bastante
para ver cosas. ¡Que no habré visto yo, buen Dios! Los he encontrado colgados de un clavo en la
puerta, muertos en la cama, les he visto en la escalera de incendios con una botella entre las
piernas y congelados, tan azules como el Atlántico. Incluso encontré a uno ahogado en la
palangana del lavabo, aunque de esto hace mas de treinta anos. Pero ese hombre..., sentado,
erguido, con su traje marrón, como si fuera un elegante de ciudad, y el cabello bien peinado.
Tenia la muñeca derecha agarrada por su mano izquierda, sí, señor. He visto de todo, pero nunca
he visto ha un muerto estrechando su propia mano.
Marche me fui andando todo el camino hasta llegar a los muelles, y las ultimas palabras del viejo
se repetían una y otra vez en mi cerebro como un disco de gramófono que se atasca en un surco.
Es el único que he visto que haya muerto estrechando su propia mano.
Anduve hasta el final de uno de los muelles, hasta donde el agua sucia y gris batía contra los
pilares costrosos. Entonces rasgue el cheque en mil pedazos y los tire al agua.
George Gregson se movió y se aclaro la garganta. El fuego había quedado en brasas y el frío se
adueñaba del salón desierto. Las mesas y las sillas parecían espectrales e irreales, como visitas en
un sueno donde se mezclan el pasado y el presente. El resplandor tenia las palabras de la piedra
de la chimenea de un color naranja apagado: LO QUE VALE ES LA HISTORIA, NO EL QUE
LA CUENTA.
Solo le vi una vez, y una vez fue bastante; no se me ha olvidado jamas. Pero sirvió para sacarme
de mi propio duelo, porque cualquier hombre que pueda moverse entre sus semejantes, no esta
completamente solo.
-Si me trae el abrigo, Stevens, creo que me iré hacia la casa..., me he quedado mucho mas tarde
que de costumbre.
Y cuando Stevens se lo trajo. George sonrío y señalo un pequeño lunar debajo de la comisura
izquierda de Stevens.
- Realmente el parecido es asombroso, sabe..., su abuelo tenia un lunar exactamente en el mismo
sitio. Stevens sonrío, pero no comento nada. George se fue, y nosotros fuimos desfilando poco
después.

domingo, 17 de febrero de 2008

EN EL SUBMUNDO DEL TERROR- ( Fui Un Profanador De Tumbas Adolescente ) - STEPHEN KING

EN EL SUBMUNDO DEL TERROR
(Fui un profanador de tumbas adolescente)



CAPÍTULO UNO

Era como una pesadilla. Como uno de esos sueños irreales de los que te despiertas a la mañana siguiente. Sólo que esta pesadilla estaba sucediendo de verdad. Delante de mí alcanzaba a distinguir la linterna de Rankin: un gran ojo amarillo en la sofocante oscuridad estival. Me tropecé con una lápida y por poco no me desparramo de bruces. Rankin se volvió hacia mí, siseando un juramento:
—¿Es que quieres despertar al vigilante, imbécil?
Susurré una respuesta y continuamos andando sigilosamente. Por fin, Rankin se detuvo y enfocó el haz de la linterna sobre una lápida recientemente cincelada. En ella podía leerse:

DANIEL WHEATHERBY

1899–1962

Reunido con su amada esposa en una tierra mejor

Sentí que me ponían una pala en las manos y, repentinamente, estuve seguro de que no podría hacerlo. Pero entonces recordé al administrador de becas meneando su cabeza y diciendo: Temo que no podemos darte más tiempo, Dan. Tendrás que irte hoy mismo. Te ayudaría de alguna forma si pudiera, créeme...
Excavé en la todavía blanda tierra y la arrojé por sobre mi hombro. Unos quince minutos después mi pala entró en contacto con la madera. Ambos nos pusimos a ensanchar el agujero rápidamente, hasta que la linterna de Rankin reveló el ataúd. Nos metimos en el pozo y lo izamos.
Atontado, contemplé cómo Rankin le atizaba a los cerrojos con la pala. Luego de unos pocos golpes éstos se rompieron y pudimos alzar la tapa. El cadáver de Daniel Wheatherby nos miró con ojos vidriosos. Sentí que el horror se derramaba lentamente sobre mí. Siempre creí que los ojos permanecían cerrados cuando uno estaba muerto.
—No te quedes allí —susurró Rankin—; son casi las cuatro. ¡Tenemos que largarnos de aquí!
Envolvimos el cuerpo con una manta y regresamos el ataúd al pozo. Lo tapamos y reemplazamos el césped, rápido pero cuidadosamente. Dispersamos toda la tierra que nos sobró.
Para cuando cargábamos con el cuerpo amortajado de blanco ya los primeros rastros del alba comenzaban a iluminar el cielo oriental. Atravesamos la valla que bordeaba el cementerio y nos internamos en el bosque que lo limitaba por el oeste. Rankin se abrió paso expertamente durante unos cuatrocientos metros hasta que lo cruzamos y llegamos al automóvil, que seguía estacionado donde lo habíamos dejado, en una rodada abandonada y cubierta de malezas que alguna vez había sido un camino. El cadáver fue a parar al baúl. Poco después nos unimos al flujo de automovilistas que se apresuraban en alcanzar el tren de las seis.
Me contemplaba las manos como si nunca antes las hubiera visto. La mugre que tenía bajo mis uñas había estado amontonada sobre el lugar de reposo final de un hombre, menos de veinticuatro horas atrás. Se sentía inmundo.
La atención de Rankin se concentraba por entero en la conducción del coche. Al mirarlo comprendí que el repulsivo acto que acabábamos de cometer no le preocupaba en lo más mínimo; para él se trataba de un trabajo más. Nos desviamos de la carretera principal y empezamos a remontar el sinuoso, estrecho y sucio camino. Y entonces salimos al espacio abierto y pude verla, la mansión victoriana que se elevaba en la cumbre de la empinada pendiente. Rankin dió la vuelta y sin decir una palabra enfiló hacia la escarpada roca de un acantilado que se alzaba durante otros doce metros más, un poco a la derecha de la casa.
Se produjo un horrendo sonido chirriante y se abrió una parte de la colina lo suficientemente ancha como para permitir el paso del automóvil. Rankin nos condujo adentro y apagó el motor. Nos encontramos en una estancia pequeña, con forma de cubo, que servía como garaje oculto. En ese momento se abrió una puerta al otro extremo y un hombre alto y rígido se nos acercó.
El rostro de Steffen Weinbaum parecía una calavera; tenía unos ojos insondables y una piel que se le tensaba tanto sobre los pómulos que la carne era casi transparente.
—¿Dónde está? —su voz era profunda, ominosa.
En silencio, Rankin se bajó y yo lo seguí. Rankin abrió el baúl y sacamos la figura envuelta en la manta.
Weinbaum asintió lentamente.
—Bien, muy bien. Tráiganlo al laboratorio.


CAPÍTULO DOS

Mis padres murieron en un accidente automovilístico cuando yo tenía trece años. Quedé solo y tendría que haber ido a parar a un orfanato. Pero el testamento de mi padre reveló que me había dejado una sustancial suma de dinero, y yo tenía mucha confianza en mí mismo. Los de asistencia social nunca me rondaron y a los trece años me ví abandonado en el extraño rol de ser el único inquilino de mi propia casa. Pagué la hipoteca de la cuenta del banco e intenté estirar los dólares tanto como fuera posible.
El dinero escaseaba para cuando tuve dieciocho años y terminé el colegio, pero igual quise ingresar en la universidad. Vendí la casa por diez mil dólares por intermedio de un comprador de bienes raíces. A comienzos de septiembre todo se me vino encima. Recibí una carta muy amable de Erwin, Erwin y Bradstreet, Abogados. Para ponerlo en el idioma del hombre de la calle, la carta decía que el departamento comercial en el que mi padre había estado empleado había llevado una auditoría general de sus libros; parecía que faltaban quince mil dólares y que tenían pruebas de que mi padre se los había robado. El resto de la carta simplemente manifestaba que si yo no pagaba los quince mil dólares iríamos a la corte y que intentarían duplicar aquella cantidad.
Todo aquello me trastornó y, por esa razón, aquellas preguntas que se me tendrían que haber ocurrido no lo hicieron. ¿Por qué no descubrieron antes el error? ¿Por qué me estaban ofreciendo arreglar el asunto sin ir a la corte?
Fui hasta la oficina de Erwin, Erwin y Bradstreet y discutimos el tema. Para decirlo en pocas palabras, pagué la suma que me estaban pidiendo y me quedé sin dinero.
Al día siguiente busqué la firma Erwin, Erwin y Bradstreet en la guía telefónica. No figuraba. Me dirigí a su oficina y encontré un cartel de Se Alquila en la puerta. Fue entonces cuando comprendí que había sido estafado como un niño incauto; cosa que, reflexioné miserablemente, era justo lo que yo era.
A los de la universidad los engañé durante mis primeros meses, pero finalmente descubrieron que no había sido convenientemente matriculado.
Ese mismo día conocí a Rankin en un bar. Fue mi primera experiencia en una taberna. Tenía una licencia de conducir falsificada, así que pedí los whiskys suficientes como para emborracharme. Imaginé que lograrlo me llevaría algo así como dos whiskys puros, ya que nunca antes de aquella noche había tomado más que una botella de cerveza.
El primero me sentó bien; el segundo logró que mi problema pareciera más inconsistente. Me estaba zampando el tercero cuando Rankin entró en el bar.
Se sentó en el taburete junto al mío y me miró con atención.
—¿Tienes algún problema? —le pregunté bruscamente.
Rankin sonrió.
—Sí, ando buscando un ayudante.
—¿Ah, sí? —le pregunté, interesado—. ¿Te refieres a que quieres contratar a alguien?
—Sí.
—Bien, soy tu hombre.
Comenzó a decir algo pero luego cambió de idea.
—Mejor vayamos a un reservado y conversémoslo, ¿te parece?
Nos dirigimos a un reservado y comprendí que me estaba arriesgando demasiado. Rankin tiró de la cortina.
—Así está mejor. Ahora, ¿quieres un trabajo?
Asentí.
—¿Te preocupa de qué pueda tratarse?
—No. ¿Cuánto es la paga?
—Quinientos el trabajo.
Se evaporó un poco la niebla rosada que me rodeaba. Algo no andaba bien allí. No me gustó nada la forma en que usó la palabra «trabajo».
—¿A quién tengo que matar? —pregunté con una sonrisa poco jovial.
—No tienes que hacerlo. Pero antes de que pueda decirte de qué se trata, tendrás que hablar con el señor Weinbaum.
—¿Quién es?
—Es un... científico.
La niebla se evaporó más aún. Me levanté.
—Uh-uh. No tengo interés en servir de conejito de indias. Consíguete a otro flaco.
—No seas idiota —me dijo—. Nadie te hará daño.
—Bien, vamos —respondí, en contra de mi buen juicio.


CAPÍTULO TRES

Tras una recorrida por la casa que incluyó al laboratorio, Weinbaum se refirió al propósito de mi labor. Vestía un guardapolvo blanco y había algo en él que hacía que me estremeciera por dentro. Se apoltronó en la sala y me señaló un asiento. Rankin había desaparecido. Weinbaum me observó con esos ojos penetrantes y una vez más sentí que me atravesaba una corriente helada.
—Se lo explicaré de este modo —dijo—; mis experimentos son demasiado complicados como para describirlos con lujo de detalles, pero están relacionados con la carne humana. Con carne humana muerta.
Empecé a notar que sus ojos se iluminaban con llamaradas vacilantes. Parecía una araña lista para zamparse una mosca, y toda la casa era su tejido. El sol se inflamaba al oeste, y profundos charcos de sombras se extendían por el cuarto, ocultando su rostro, pero dejando los relucientes ojos, como si se movieran en la creciente oscuridad.
Él continuaba hablando:
—A menudo, las personas donan sus cuerpos a los institutos científicos para su estudio. Desafortunadamente soy un hombre que trabaja en solitario, de modo que tengo que recurrir a otros métodos.
El horror saltó sonriendo desde las sombras, y por mi mente se filtró la horrible imagen de dos hombres cavando a la luz de una luna imprecisa. Una pala golpeaba la madera; el ruido congeló mi alma. Me puse de pie de un salto.
—Creo que puedo encontrar el camino hasta la puerta, señor Weinbaum.
Se rió suavemente.
—¿Le comentó Rankin cuál es la paga por este trabajo?
—No estoy interesado.
—Mal hecho. Esperaba que pudiera verlo a mi manera. No le llevaría más de un año ganar el dinero suficiente como para volver a la universidad.
Me sobresalté, experimentando la extraña sensación de que aquel hombre estaba escrutando mi alma.
—¿Cuánto sabe de mí? ¿Cómo lo averiguó?
—Tengo mis recursos —rió entre dientes de nuevo—. ¿Va a reconsiderarlo?
Vacilé.
—¿Hacemos la prueba? —me preguntó suavemente—. Estoy convencido de que ambos podemos llegar a un mutuo entendimiento.
Tuve la terrible impresión de estar hablando con el mismísimo diablo, que de algún modo me había obligado a venderle mi alma.
—Preséntese aquí a las ocho en punto, pasado mañana a la noche —me dijo.
Así fue como todo empezó.

En cuanto Rankin y yo ubicamos el cadáver envuelto de Daniel Wheatherby sobre la mesa del laboratorio se encendieron unas luces detrás de unos paneles rectangulares que parecían tanques de vidrio.
—Weinbaum —sin darme cuenta, había olvidado llamarlo «señor»—; me parece...
—¿Ha dicho algo? —preguntó, con sus ojos atravesando los míos. El laboratorio pareció alejarse. Sólo quedábamos nosotros dos, precipitándonos en un submundo repleto de horrores que estaban más allá de la imaginación.
Rankin entró vestido con una blanca chaqueta corta, y rompió el hechizo al decir:
—Todo listo, profesor.
Rankin me detuvo en la puerta.
—El viernes, a las ocho.
Un escalofrío helado y terrible me corrió por la espalda cuando miré hacia atrás. Weinbaum había tomado un escalpelo y estaba cortando la sábana que cubría el cuerpo. Ambos me miraron de manera extraña y yo me largué de allí.
Me subí al auto y rápidamente desanduve el angosto y sucio sendero. No volví la mirada. El aire era puro y caliente, con una promesa de verano en ciernes. El cielo era azul, con algodonosas nubes blancas deslizándose por la cálida brisa estival. La noche anterior parecía una pesadilla, un sueño vago que, como todas las pesadillas, se vuelve irreal y transparente cuando resplandece la brillante luz del día. Pero cuando conduje más allá de las verjas de hierro del Cementerio Crestwood comprendí que no se trataba de un sueño. Cuatro horas atrás mi pala había removido la tierra que cubría la tumba de Daniel Wheatherby.
Un nuevo pensamiento me asaltó por primera vez. ¿Qué le estaban haciendo al cuerpo de Daniel Wheatherby en ese momento? Relegé la pregunta a un profundo rincón de mi mente y apreté el acelerador. Me concentré en manejar el auto, agradecido por haber alejado de mi mente, al menos durante un rato, la terrible acción que había llevado a cabo.


CAPÍTULO CUATRO

El paisaje de California se borroneaba a medida que aumentaba la velocidad. Los neumáticos chirriaron en una curva y, cuando salí de ella, varias cosas sucedieron al mismo tiempo.
Vi a una camioneta imprudentemente estacionada en medio de la línea blanca, a una muchacha de unos dieciocho años corriendo justo hacia mi auto, y a un hombre mayor detrás de ella. Clavé los frenos, que explotaron como bombas. Maniobré el volante y el cielo de California de repente se encontró debajo de mí. Entonces todo se acomodó y comprendí que había dado una vuelta de campana. Por un momento quedé aturdido, pero entonces un grito fuerte y chillón, penetrante, me atravesó la cabeza.
Abrí la puerta y corrí a toda velocidad por la ruta. El hombre tenía a la muchacha y estaba arrastrándola hacia la camioneta. Era más fuerte que ella, pero la chica le estaba arrancando unos centímetros de piel por cada paso que él daba.
El tipo me descubrió.
—Tú te quedas donde estás, compañero. Yo soy su tutor.
Me detuve y me sacudí las telarañas de mi cerebro. Era exactamente lo que él había estado esperando. Cargó con un puñetazo que me asestó a un lado de la barbilla y me derribó al suelo. Agarró a la muchacha y prácticamente la arrojó dentro de la cabina.
Cuando logré levantarme él ya estaba en el asiento del conductor y haciendo rechinar los neumáticos. Pegué un salto y me subí al techo justo cuando arrancaba. Por poco no salí despedido, aunque tuve que arañar como cinco capas de pintura para poder sujetarme. Entonces extendí un brazo a través de la ventanilla abierta y lo sujeté del cuello; con una maldición, el tipo me agarró de la mano. Dio un volantazo, y el camión giró locamente al borde de un empinado terraplén.
Lo último que recuerdo es la trompa del camión apuntando hacia abajo. Entonces mi contrincante me salvó la vida al pegarme un tirón del brazo; salí dando volteretas justo cuando el camión se zambullía por el precipicio.
Aterricé duro, aunque la piedra en la que aterricé lo era más. Todo se desvaneció.
Algo fresco me tocó la frente cuando recuperé el sentido. Lo primero que vi fue la luz roja que destellaba en el techo del auto de aspecto oficial, estacionado junto al terraplén. Me erguí de repente, y unas manos suaves me empujaron hacia abajo. Unas manos agradables, las manos de la muchacha que me había metido en este enredo.
Tenía a un Agente de la Policía de Carreteras sobre mí, y a una voz oficial que me decía:
—La ambulancia está en camino. ¿Cómo se encuentra?
—Machucado —le dije, sentándome de nuevo—. Aunque dígale a la ambulancia que se largue. Estoy bien.
Intentaba sonar impertinente. La policía era lo último que necesitaba luego del "trabajito" de las últimas noches.
—¿Qué puede decirme sobre esto? —preguntó el policía, sacando una libreta de notas. Antes de contestarle caminé sobre el terraplén. El estómago me dio un vuelco. La camioneta estaba enterrada de trompa en el suelo de California, y mi compañero de boxeo estaba transformando a aquella buena tierra de California en un barro rojizo con su propia sangre. Yacía grotescamente, con una mitad dentro de la cabina, y con la otra mitad fuera. Los fotógrafos estaban haciendo sus tomas. Estaba muerto.
Retrocedí. El agente de policía me miraba como esperando que vomitara pero, gracias a mi nuevo trabajo, mi estómago era admirablemente fuerte.
—Yo venía conduciendo desde el distrito de Belwood —le respondí—, aparecí doblando aquella curva…
Le conté el resto de la historia con la ayuda de la muchacha. Justo cuando terminé llegó la ambulancia. A pesar de mis protestas y de las de mi todavía anónima amiga, fuimos empujados a la parte trasera.
Dos horas después teníamos el visto bueno de salud por parte del agente de policía y de los doctores, y nos pidieron que testimoniáramos en las pesquisas de la semana siguiente.
Encontré mi automóvil en el bordillo. Se encontraba un poco peor que antes, aunque las ruedas reventadas habían sido reemplazadas. ¡En el salpicadero había una factura que daba cuenta de los gastos del camión grúa, de los neumáticos, y del escuadrón de limpieza! Ascendía a casi doscientos cincuenta dólares; la mitad del cheque por el trabajo de la noche anterior.
—Pareces preocupado —dijo la chica.
Me volví hacia ella.
—Um, sí. Bien, ya que esta mañana casi nos asesinan juntos, ¿qué te parece si me dices cómo te llamas y vamos a almorzar a algún lado?
—De acuerdo —dijo ella—. Mi nombre es Vicki Pickford. ¿Y el tuyo?
—Danny —respondí inexpresivamente mientras nos apartábamos del bordillo. Cambié de tema con rapidez—. ¿Qué sucedió esta mañana? Le escuché decir a ese tipo que era tu tutor...
—Sí —confirmó.
Me reí.
—Mi nombre es Danny Gerad. Te enterarás por los diarios vespertinos.
Ella sonrió gravemente.
—De acuerdo. Era mi custodio. También era un borrachín y un tipo despreciable.
Sus mejillas se tiñeron de rojo. La sonrisa desapareció.
—Lo odiaba, y me alegro de que haya muerto.
Me echó una mirada cortante y por un instante vislumbré el húmedo brillo del miedo en sus ojos; luego recuperó su autocontrol. Estacionamos y comimos el almuerzo.
Cuarenta minutos después pagué la cuenta con mi dinero recientemente adquirido y regresamos al auto.
—¿Hacia dónde? —pregunté.
—Motel Bonaventure —dijo ella—. Es donde estoy parando.
Ella notó un sobresalto de curiosidad en mis ojos y suspiró.
—Está bien, estaba huyendo. Mi tío David me encontró e intentó arrastrarme de vuelta a casa. Cuando le dije que no iría me metió en la camioneta. Estábamos pasando esa curva cuando le arrebaté el volante de las manos. Entonces llegaste tú.
Se encerró en sí misma como una almeja y no intenté obtener más nada de ella. Había algo extraño en su historia; no quise presionarla. La acerqué hasta la playa de estacionamiento y apagué el motor.
—¿Cuándo puedo verte de nuevo? —pregunté—. ¿Qué tal si vemos una película mañana?
—Seguro —contestó.
—Pasaré a buscarte a las siete y media —le dije y me alejé, reflexionando pensativamente en los eventos que me habían ocurrido en las últimas veinticuatro horas.


CAPÍTULO CINCO

Cuando entré en el departamento el teléfono estaba sonando. Lo descolgué y tanto Vicki como el accidente y el luminoso mundo laboral de la California suburbana se fundieron en un submundo de sombras, de seres fantasmas. La voz que susurraba fríamente en el receptor era la de Weinbaum.
—¿Problemas? —inquirió con suavidad, aunque había un tono ominoso en su voz.
—Tuve un accidente —le contesté.
—Leí acerca de eso en el diario… —la voz de Weinbaum se arrastró. El silencio descendió sobre nosotros durante un momento y luego dije:
—¿Eso significa que me está descartando?
Esperé que dijera que sí; yo no tenía la valentía suficiente para renunciar.
—No —respondió con suavidad—, tan sólo quería asegurarme de que no reveló nada sobre el... trabajo... que está realizando para mí.
—Pues bien, no lo hice —le dije lacónicamente.
—Mañana a la noche —me recordó—. A las ocho.
Hubo un click y luego el tono de discar. Me estremecí y colgué el receptor. Tenía la extrañísima sensación de acabar de cortar una comunicación con la tumba.
La mañana siguiente a las siete y media en punto pasé a buscar a Vicki por el Motel Bonaventure. Ella estaba ataviada con un vestido que le daba un aspecto estupendo. Le silbé por lo bajo; ella se ruborizó encantadoramente. No hablamos del accidente.
La película era buena y nos tomamos de la mano parte del tiempo, comimos palomitas de maíz parte del tiempo, y nos besamos una o dos veces. Todo aquello en una tarde agradable.
El segundo detalle importante sucedió llegando al climax de la película, cuando un acomodador bajó por el pasillo.
Se detenía en cada fila y parecía irritado. Finalmente se plantó en la nuestra. Barrió la fila de asientos con el haz de la linterna y preguntó:
—¿El señor Gerad? ¿Daniel Gerad?
—¿Sí? —pregunté, sintiendo la culpa y el miedo corriendo a través de mí.
—Hay un caballero en el teléfono, señor. Dice que es una cuestión de vida o muerte.
Vicki me miraba sobresaltada mientras yo seguía al acomodador apresuradamente. Alertaron a la policía. Mentalmente tomé nota de mis únicos parientes vivos. La tía Polly, la abuela Phibbs y mi tío abuelo Charlie; hasta donde yo sabía todos ellos seguían con vida.
Podrían haberme derribado con una pluma cuando levanté el receptor y escuché la voz de Rankin.
Habló rápidamente, con una cruda señal de miedo en su voz:
—¡Ven aquí, ahora mismo! Necesitamos...
Había sonidos de lucha, un grito ahogado, luego un chasquido y el tono vacío del discado.
Colgué y regresé a toda prisa junto a Vicki.
—Ven —le dije.
Me siguió sin preguntarme nada. Al principio pensé en conducir hasta el motel, pero el grito ahogado me hizo decidir que se trataba de una emergencia. Ni Rankin ni Weinbaum me gustaban, pero sabía que tenía que ayudarlos.
Nos largamos.
—¿De qué se trata? —preguntó Vicki ansiosamente, mientras yo pisaba el acelerador y hacía patinar el automóvil.
—Mira —le dije—, algo me dice que tienes tus propios secretos con respecto a tu tutor; yo también tengo los míos. Por favor, no preguntes.
Ella no volvió a hablar.
Tomé posesión de la senda de paso. El velocímetro subió de ciento veinte a ciento treinta, continuó aumentando y tembló al borde de los ciento cuarenta. Entré en el desvío en dos ruedas, y el auto se zarandeó, se aferró al piso y empezó a volar por el sendero.
Podía ver la casa, siniestra y lúgubre contra el cielo encapotado. Detuve el auto y me encontré afuera en un segundo.
—Espera aquí —le grité a Vicky por sobre mi hombro.
Había una luz encendida en el laboratorio; abrí la puerta violentamente. Estaba vacío pero arrasado. El lugar era un lío de tubos de ensayo rotos, aparatos destrozados y, sí, unas manchas sangrientas que cruzaban la puerta entornada que llevaba al garaje en sombras. Entonces advertí el líquido verde que fluía por el suelo en pegajosos riachuelos. Por primera vez noté que se había roto uno de los diversos tanques. Caminé por encima de los otros dos. Las luces que tenían adentro estaban apagadas, y los paneles que los cubrían no dejaban ver qué podrían haber tenido dentro o, ya que estamos, qué era lo que todavía tenían.
No tenía tiempo para andar mirando. No me gustó nada la vista de la sangre, todavía fresca y sin coagular, que se dirigía a la puerta delantera del garaje. Abrí la puerta con cuidado y entré en el garaje. Estaba oscuro y no sabía dónde buscar el interruptor de la luz. Me maldije por no traer la linterna que guardaba en la guantera. Me adelanté unos pocos pasos y me di cuenta de que una corriente de aire frío me soplaba contra la cara; avancé hacia ella.
La luz del laboratorio arrojaba un dorado pozo de luz a todo lo largo del suelo del garaje, aunque no llegaba a alumbrar nada en esa espesa negrura. Regresaron todos mis infantiles miedos a la oscuridad. Una vez más me introduje en esos reinos del terror que sólo un niño puede llegar a conocer. Comprendí que la sombra que me espiaba desde la oscuridad no podría disiparse con ninguna luz brillante.
De repente, mi pie derecho pisó el vacío. Adiviné que la corriente de aire provenía de una escalera en la que casi me había caído. Lo debatí durante un momento, pero luego me volví y atravesé de prisa el laboratorio y corrí hacia el auto.


CAPÍTULO SEIS

Vicki se me vino encima en cuanto abrí la puerta del auto.
—¿Danny, qué estás haciendo aquí?
Su tono de voz me hizo mirarla con atención. Su rostro se veía aterrorizado bajo el enfermizo resplandor de la luz.
—Trabajo en este lugar —expliqué brevemente.
—Al principio no advertí donde nos encontrábamos —dijo ella, con lentitud—. Sólo una vez estuve aquí.
—¿Has estado aquí antes? —exclamé— ¿Cuándo? ¿Y por qué?
—Una noche —dijo reservadamente—, le traje la comida al tío David. Se la había olvidado.
El nombre hizo sonar una campanilla en mi mente. Ella comprendió que yo intentaba recordar de quién se trataba.
—Mi tutor —explicó—. Quizás lo mejor sería que te cuente toda la historia. Probablemente sepas que no se suele designar como tutor a las personas que tienen problemas con la bebida. Bien, el tío David no siempre los tuvo. Hace cuatro años, cuando papá y mamá murieron en un choque de trenes, el tío David era la persona más amable que te puedas imaginar. La corte lo designó como mi tutor hasta que yo llegara a la mayoría de edad, con mi sustento completo.
Se quedó callada durante un momento, reviviendo sus recuerdos, y la expresión que le cruzó por los ojos no fue nada agradable; luego continuó el relato.
—Hace dos años cerró la compañía en la que trabajaba como vigilante nocturno, y mi tío se quedó sin trabajo. Estuvo desempleado durante casi año y medio. Comenzamos a desesperarnos, con tan sólo los cheques de asistencia social para alimentarnos y con la universidad amenazando con suspenderme. Entonces consiguió un trabajo. Era bien pago y originaba sumas fabulosas. Solía bromear sobre los bancos que había tenido que robar. Una noche él me miró y me dijo: «No se trata de bancos».
Sentí que el miedo y la culpa me daban golpecitos en el hombro con unos dedos fríos. Vicki siguió hablando.
—Comenzó a volverse irritable. Empezó a traer whisky a la casa y a emborracharse. Me esquivaba en las ocasiones en que le preguntaba por su trabajo. Una noche me dijo que dejara de molestarlo y que me metiera en mis propios asuntos.
»Lo vi derrumbarse delante de mis propios ojos. Hasta que una noche se le escapó un nombre; Weinbaum, Steffen Weinbaum. Un par de semanas después olvidó llevarse su comida de medianoche. Busqué el nombre en la guía telefónica y se la llevé. Se puso terriblemente furioso, como nunca lo había visto.
»En las semanas que siguieron se quedaba más y más tiempo en esta casa horrible. Una noche, cuando volvió a casa, me pegó. Yo decidí escapar. El tío David que conocía estaba muerto, al menos para mí. Pero me atrapó... y entonces llegaste tú.
Se quedó callada.
Me estremecí de la cabeza a los pies. Tenía una idea bastante aproximada acerca de qué fue lo que hizo el tío de Vicki para ganarse la vida. La época en la que Rankin me había contratado coincidía con aquella en la que el tutor de Vicki perdiera el control. En ese instante estuve a punto de arrancar el auto y largarme, a pesar de la salvaje carnicería del laboratorio, a pesar de la escalera secreta, incluso a pesar del reguero de sangre en el piso. Pero entonces un grito lejano y débil llegó hasta nosotros. Manoteé el botón del compartimiento de la guantera, metí la mano dentro, y la revolví hasta encontrar la linterna.
La mano de Vicki me apretó el brazo.
—No, Danny. Por favor, no lo hagas. Sé que algo terrible está pasando aquí. ¡Condúcenos lejos de eso!
El grito sonó de vuelta, esta vez más debilitado, y tomé una determinación: agarré la linterna. Vicki me adivinó la intención.
—Muy bien, iré contigo.
—Uh-uh —dije—. Tú te quedas aquí. Tengo el presentimiento de que hay algo... suelto allí afuera. Tú te quedas aquí.
Volvió al asiento de mala gana. Cerré la puerta y regresé corriendo al laboratorio. Entré de nuevo al garaje, sin detenerme. La linterna alumbró el agujero oscuro donde la pared se había deslizado para revelar la escalera. Con la sangre tamborileándome densamente en las sienes, me aventuré allí abajo. Fui contando los escalones, apuntando con la linterna hacia las anodinas paredes, hacia la impenetrable oscuridad de las profundidades.
—Veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés...
Al llegar al treinta, la escalera se convirtió repentinamente en un corto pasadizo. Empecé a atravesarlo sigilosamente, deseando tener a mano un revólver o incluso un cuchillo que me hiciera sentir un poco menos desnudo y vulnerable.
De repente un grito, terrible y colmado de miedo, resonó en la oscuridad que tenía enfrente. Era el sonido del terror, el sonido de un hombre enfrentado con algo salido de los más profundos fosos del horror. Comencé a correr. Mientras lo hacía advertí que la fría corriente de aire me estaba soplando directamente en la cara. Supuse que el túnel debía dar al exterior. Y entonces me tropecé con algo.
Era Rankin, tirado en el charco de su propia sangre; sus ojos contemplaban el techo con un horror vidrioso. La parte trasera de su cabeza estaba aplastada.
Delante de mí escuché el disparo de una pistola, una maldición, y otro grito. Corrí hacia allí y por poco me caigo de bruces al tropezar con unos nuevos escalones. Al subirlos distinguí, allá arriba, una escalera vagamente enmarcada contra una abertura cubierta con malezas. Las hice a un lado y me encontré con un cuadro sorprendente: silueteada contra el cielo, una figura alta que sólo podía ser de Weinbaum, con un revólver colgándole de una mano, y mirando hacia el suelo en sombras. Incluso las nubes, que se habían abierto brevemente para dejar pasar la luz de las estrellas, volvieron a cerrarse.
Él me escuchó y se dio vuelta con prontitud, con sus ojos vidriosos como linternas rojas en la oscuridad.
—Oh, es usted, Gerad.
—Rankin está muerto —le dije.
—Lo sé —respondió—. Usted podría haberlo evitado llegando un poco más rápido.
—Oh, cállese —le contesté, enojado—. Me apuré...
Fui interrumpido por un sonido que, desde entonces, me ha venido persiguiendo en mis pesadillas, un horroroso sonido maullante, como si se tratara del grito de dolor de alguna rata gigantesca. Por el rostro de Weinbaum vi pasar el reconocimiento, el miedo, y finalmente un parpadeo de determinación, todo en cuestión de segundos. Me sentí profundamente aterrorizado.
—¿Qué es eso? —pregunté con la voz estrangulada.
Como al descuido, con toda su afectada indiferencia, barrió el fondo del pozo con el haz de luz, y alcancé a notar que su mirada se apartaba de algo.
La cosa maulló de nuevo y experimenté otro espasmo de miedo. Estiré el cuello para poder ver qué clase de horror yacía en aquel pozo, un horror capaz de lograr que incluso Weinbaum gritara de abyecto terror. Y justo antes de que pudiera verlo, un horrible alarido de espanto se alzó y desplomó desde el difuso contorno de la casa.
Weinbaum dejó de alumbrar el pozo con su linterna y la apuntó contra mi cara.
—¿Quién fue? ¿Con quién vino usted? —preguntó.
Pero yo tenía mi propia linterna encendida, de modo que volví a atravesar corriendo el pasadizo, con Weinbaum pegado a mis talones. Había reconocido el grito. Ya lo había oído antes, cuando una muchacha asustada casi se abalanza contra mi auto mientras huía de su maniático tutor.
¡Vicki!


CAPÍTULO SIETE

Escuché que Weinbaum ahogaba un grito cuando entramos en el laboratorio. El lugar estaba inundado del líquido verde. ¡Los otros dos recipientes estaban rotos! Sin detenerme, transpuse los recipientes destruídos y vacíos y salí por la puerta. Weinbaum no me siguió.
No había nadie en el coche; la puerta del lado del pasajero estaba abierta. Barrí el suelo con la luz de mi linterna. Aquí y allá se veían las huellas de una chica que calzaba tacones altos, una chica que tenía que ser Vicki. El resto de las huellas fueron borradas por algo monstruoso; vacilo al intentar considerarla una huella. Era más bien como si algo grande se hubiera arrastrado en dirección al bosque. Su enormidad quedó demostrada, además, cuando descubrí los arbolillos quebrados y la maleza aplastada.
Volví corriendo al laboratorio, donde Weinbaum estaba sentado con la cara pálida y estirada, contemplando los tres tanques vacíos y destrozados. El revólver estaba sobre la mesa; me apoderé de él y me dirigí hacia la puerta.
—¿Adónde se piensa que va con eso? —interpeló, poniéndose de pie.
—Afuera, en busca de Vicki —gruñí—. Y si llega a estar herida o... —no terminé la frase.
Me precipité en la aterciopelada oscuridad de la noche. Me zambullí en el bosque con la pistola en una mano y la linterna en la otra, siguiendo el sendero trazado por algo en lo que no quería pensar. La pregunta vital que me ardía en la mente era si tenía a Vicki o si aún la estaba arrastrando. Si la tenía en su poder…
Mi pregunta fue respondida por un grito agudo que no sonó demasiado lejos de mí.
Salí corriendo, más rápidamente ahora, cuando de repente aparecí en un claro.
Quizás sea porque quiero olvidarlo, o tal vez sólo porque la noche era oscura y comenzaba a ponerse brumosa, pero lo cierto es que tan solo puedo recordar cómo Vicki apareció a la luz de mi linterna, corriendo hacia mí, para enterrar su cabeza contra mi hombro y sollozar.
Una enorme sombra se me acercó maullando de manera asquerosa, volviéndome casi loco del terror. Atropelladamente, escapamos de aquel horror en la oscuridad, de regreso a las reconfortantes luces del laboratorio, lejos del nunca visto terror que acechaba en la negrura. Mi cerebro, enloquecido por el miedo, me decía que si sumabas dos y dos obtenías un cinco.
Los tres tanques habían contenido tres cosas provenientes de los más oscuros abismos de una mente retorcida. Una había escapado; Rankin y Weinbaum la persiguieron. Había matado a Rankin, pero Weinbaum la hizo caer en el pozo disimulado. La segunda cosa se debatía ahora torpemente en el bosque, y de repente recordé que, fuera lo que fuese, era muy grande y le había llevado bastante tiempo arrastrarse hasta allí. Entonces comprendí que había retenido a Vicki en una hondonada. ¡Había llegado al fondo... con mucha facilidad! Pero, ¿y volver a escalarla? Estaba casi seguro de que no podría lograrlo.
Dos de ellas se encontraban fuera del juego. Pero, ¿dónde estaba la tercera? Mi pregunta fue respondida en ese preciso instante por un grito proveniente del laboratorio. Y por un… maullido.


CAPÍTULO OCHO

Corrimos hasta la puerta del laboratorio y la abrimos. Estaba vacío; los gritos y los terribles sonidos maullantes provenían del garaje. Llegué a la puerta, y desde aquel entonces he estado agradecido de que Vicki se quedara en el laboratorio y se ahorrara la visión que me ha despertado de mil espantosas pesadillas.
El laboratorio estaba en sombras y lo único que podía distinguir era una enorme mancha moviéndose perezosamente. ¡Y los alaridos! Gritos de terror, los gritos de un hombre que se está enfrentando a un monstruo salido de los abismos del infierno. Algo maullaba espantosamente y parecía jadear complacido.
Mi mano se movió en busca de la llave de la luz. ¡Allí estaba, la encontré! La luz inundó el cuarto, iluminando un cuadro de horror que era el resultado del asunto de la tumba en el que había participado, tanto el tío muerto como yo.
Un gusano grande y blanquecino se retorcía en el suelo del garaje, reteniendo a Weinbaum con sus ventosas extendidas, alzándolo hacia esa boca rosa y goteante de la que provenían los desagradables maullidos. Las venas, rojas y pulsantes, sobresalían bajo su carne viscosa, y millones de diminutos gusanos serpenteaban en las vasos sanguíneos, en la piel, incluso formaban un gran ojo que me miró fijamente. Un inmenso gusano, compuesto de centenares de millones de gusanos, los festejantes de la carne muerta que Weinbaum había utilizado tan desvergonzadamente.
Inmerso en el submundo del terror, disparé el revólver una y otra vez. La cosa maulló y se convulsionó.
Weinbaum gritó algo mientras era arrastrado inexorablemente hacia la boca que esperaba. Aunque no podía creerlo, logré entenderle por sobre el horroroso sonido que producía la criatura.
—¡Dispárele! ¡Por el amor del cielo, dispárele!
Entonces noté los pegajosos charcos de líquido verde que, provenientes del laboratorio, se rebalsaban sobre el suelo. Me puse a buscar mi encendedor, lo encontré y lo accioné frenéticamente. De repente recordé que había olvidado cambiarle la piedra. De modo que busqué la cajita de fósforos, saqué uno y con aquél encendí todos los demás. Lo hice justo cuando Weinbaum gritaba por última vez. Distinguí su cuerpo a través de la translúcida piel de la criatura, que aún se sacudía mientras miles de gusanos se le pegaban como sanguijuelas. Sintiendo náuseas, arrojé los fósforos encendidos en el rezume verde. Era inflamable, tal como lo imaginaba. Estalló en llamas resplandecientes. La criatura se enroscó en una asquerosa pelota de carne pulsante y podrida.
Me volví y salí a los trompicones hasta donde se encontraba Vicki, pálida y temblorosa.
—¡Vamos! —le dije—; salgamos de aquí! ¡Todo el lugar va a arder!
Nos abalanzamos dentro del auto y nos alejamos a toda velocidad.


CAPÍTULO NUEVE

No queda mucho por agregar. Imagino que habrán leído todo lo referente al fuego que arrasó el distrito residencial Belwood de California, y que barrió con casi veinte kilómetros cuadrados de bosques y casas residenciales. No podría sentirme demasiado mal acerca de aquel incendio. Calculo que cientos de personas habrían sido exterminadas por las gigantescas cosas-gusano que Weinbaum y Rankin estaban engendrando. Volví a aquel lugar en el auto, luego del incendio. Todo estaba lleno de ruinas carbonizadas. No quedaban restos reconocibles del horror contra el que luchamos esa última noche, y, tras buscar durante un rato, encontré un armario de metal. Adentro tenía tres cuadernos de anotaciones.
Uno de ellos era el diario de Weinbaum. Lo leí con detenimiento. Revelaba que estaban experimentando con la carne muerta, exponiéndola a los rayos gamma. Un día observaron una cosa extraña: algunos de los gusanos que se arrastraban sobre la carne estaban creciendo, agrupándose. Con el tiempo fueron creciendo juntos, formando tres grandes gusanos por separado. Quizás la bomba radiactiva había acelerado la evolución.
No lo sé.
Además, no quiero saberlo.
Supongo que, en cierto modo, tuve algo que ver con la muerte de Rankin; la carne del cadáver cuya tumba yo mismo había profanado quizás había alimentado a la misma criatura que lo terminó matando.
Vivo con ese pensamiento. Pero creo que puede haber un perdón. Me estoy esforzando por conseguirlo. O, más bien, ambos nos estamos esforzando.
Vicki y yo. Juntos.





I WAS A TEENAGE GRAVE ROBBER, publicado por primera vez en el fanzine Comics review, 1966.

IN A HALF WORLD OF TERROR, publicado por Mary Wolfman en Stories of Suspense Nº 2, (reimpresión, historia originalmente titulada I WAS A TEENAGE GRAVE ROBBER).

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