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miércoles, 8 de octubre de 2008

EL DIABLO ESTABA ENFERMO -- BRUCE ELLIOT

EL DIABLO ESTABA ENFERMO -- BRUCE ELLIOT
EL DIABLO ESTABA ENFERMO
Bruce Elliot

_
Habían transcurrido evos desde que un paciente violento de verdad atravesó por la
fuerza el umbral del Asilo de Cuerdos, Había pasado tanto tiempo, que el ojo del
observador ya no se detenía para leer las palabras fundidas en el duradero cristometal
que figuraba en la entrada. Antaño un desafío a lo desconocido, el tiempo las había
convertido en una frase típica: “Un malvado no es más que un héroe enfermo". La
autenticidad de tal divisa era probada, ya no merecía consideraci6n. Pero las palabras
permanecieron allí... hasta el día en el que Acleptos tomó el cincel para cambiar dos de
ellas.
Todo comenzó porque hallar un tema inédito para una tesis se había hecho más difícil
que graduarse. Acleptos descubrió, después de ardua investigación, tres temas que
creyó podrían ser aceptados por la Máquina como originales.
Tragó saliva al presentar la lista al ojo omnisciente del computador. Decía: Sedimento
activado y qué hacían los antiguos con él. La Caída de la democracia y por qué se
produjo. Diablos, demonios y demonología:
La Máquina contestó casi al punto: "En el año 4357 Jac Bard escribió la última palabra
sobre sedimento activado. Doscientos años más tarde el último elemento desconocido
con relación a la caída de la democracia fue analizado detalladamente por el historiador
Hermios".
Hubo una breve pausa. Acleptos contuvo la respiración. Si el último había sido ya
estudiado, necesitaría otros veinte años de trabajo para hallar más posibles temas. La
Máquina respondió: "Hay dos aspectos de los demonios que hasta ahora nadie me ha
propuesto. Consiste en si son reales o imaginables, y si son reales, lo que son. Si son
imaginarios, cómo se producen".
Acleptos sintió que su interior se inundaba de una nueva vida y esperanza. Enderezó
sus hombros y se alejó de la: Máquina. Por fin, después de tantos años tenía una
oportunidad. Por supuesto _y el pensamiento le hizo dudar_, por supuesto, era
probable que no consiguiera arrojar nueva luz sobre tal problema. Pero ya disponía de
algo con qué trabajar. Los años pasados en las enormes bibliotecas, y todo el trabajo
efectuado en casi todos los campos del saber humano, habían producido al fin algún
resultado.
Una década atrás, la última vez que presentó una lista a la Máquina, había creído
encontrar un tema cuando descubrió referencias, en la sala de documentos antiguos,
sobre alguien conocido bajo el nombre de Dios. Lo que le había llamado la atención
había sido la letra "D" mayúscula aplicada al nombre. Pero la Máquina le había
proporcionado una gran cantidad de detalles sobre aquel tema, terminando con un
texto escrito hacía unos mil años y en el que se demostraba la inexistencia de tal ser.
Esta tesis, así creía la Máquina, había acabado con todas las futuras especulaciones
sobre el tema.
Por simple curiosidad, Acleptos había comprobado la referencia y se mostró conforme
como siempre, con el dictamen de la Máquina.
Había sido en verdad un golpe de genio pensar en la antitesis de Dios, decidió Acleptos
sonriendo para sí. Ahora podría seguir adelante. Realizaría sus investigaciones, se
graduaría, y entonces... entonces ya no habría nada que le detuviese. Podría
abandonar la Tierra y dar su próximo paso. Echó la cabeza hacia atrás para contemplar
las estrellas. Aquel era el camino a seguir. Se permanecía atado a la Tierra hasta
efectuar alguna investigación original, pero una vez terminada el derecho autorizaba
emigrar adonde se quisiera.
Había un planeta más allá de Alfa Centauro, que ella había elegido. Y le había
prometido esperarle por mucho tiempo que pasara. Acleptos no se sintió tan deprimido
en su vida como el día que la Máquina aprobó la tesis de ella. Durante largo tiempo
tuvo la impresión de haberla perdido para siempre. Pero ahora los años ya no parecían
interminables. Su investigación había dado resultado.
Silbando alegremente penetró en el archivo y comenzó a trabajar. Oprimiendo el botón
que mostraba las letras d-i-a y d-e-m-o, esperó a que el intrincado sistema de relés
ejecutase su función. Con un suave zumbido resbalaron por el tubo neumático los
carretes adecuados.
Tres semanas más tarde decidió que poseía más conocimientos sobre diablos,
demonios y "otras bestias de piernas largas que vagan durante la noche" que cualquier
otro habitante de la tierra. Acleptos movió la cabeza pensativo. ¡Pensar que el hombre
había descendido tan bajo como para creer en tales cosas!
Se vio obligado a trabajar horas extraordinarias en la máquina de traducir. Todo cuanto
había encontrado estaba escrito en latín. ¡Y pensar, también, que durante todos sus
años de estudio jamás había oído hablar de aquella lengua!
¡Qué basura! Acleptos se indignaba al descubrir la existencia de una época en la que el
homo sapiens había creído en tales tonterías. Increíble, pero aquello ocurrió
muchísimos años antes. Se encogió de hombros. Llegó el momento de ponerse a
trabajar sobre el problema básico. Su más íntimo amigo, Ttom, entró en el laboratorio
de investigación. Ni siquiera le había hecho una visita. ¡Ni tampoco le había
comunicado su éxito!
_¿Qué...?
Ttom examinó de una ojeada la impecable estancia verde. Sobre la mesa de cristal, un
cocodrilo disecado le miraba fijamente. Descansando contra su escamosa piel había
vasijas de vidrio de diferentes formas y rodeaban al saurio cajas, bandejas con polvillo.
Sobre la pared una máquina del tiempo anunció:
_...Esta noche habrá luna llena, y...
Acleptos la apagó.
_¡Llegas oportunamente! _exclamó con alegría.
_¿Para qué?
Tras esta pregunta el rostro de Ttom se sonrojó como el de un niño y exclamó a
continuación:
_¡Lo has conseguido! ¡Has encontrado un tema!...¡Acleptos... me alegro tanto!
_Gracias.
Y acto seguido Acleptos se vio obligado a preguntar a su vez:
_¿y tú?
_Todavía nada...
Pero Ttom se sentía demasiado contento por el éxito de su amigo que volvió a
preguntar:
_¿Y se puede saber qué has encontrado?
-Diablos y demonios _respondió Acleptos, iniciando de nuevo la mezcla de unos
cuantos polvos.
_¿Qué es eso?
_Una superstición primitiva. Mi trabajo consiste en averiguar si fueron reales o sólo una
palabra para designar a los malvados o enfermos... o lo que los antiguos denominaban
con estas palabras.
_¿Cómo piensas hacerlo? ¿Qué son todas esas cosas que tienes ahí? _preguntó
Ttom, señalando los objetos que había sobre la mesa.
-Voy a seguir las fórmulas anotadas en unos viejos manuscritos y observar qué sucede.
Acleptos había trabajado mucho para reunir todos los extraños objetos que el
manuscrito mencionaba. Y miró hacia la mesa y vio que tenia cuanto necesitaba.
Aquella misma noche, con la luna llena...
_Muchos elementos intervienen en el proceso de "conjurar demonios". Si quieres
esperar, quizá lo encuentres interesante.
_Naturalmente. No tengo nada que hacer. Pensé que había tropezado con algo
nuevo..., y lo de siempre, alguien se me había adelantado ya. Acleptos, ¿qué sucederá
cuando ya no queden más campos de saber humano, cuando no haya temas que
tratar, ni nada sobre lo que escribir?
_¡Yo me hacía esa misma pregunta hasta que descubrí a los demonios! Pero creo que
eso tardará en ocurrir y que la Máquina habrá tomado ya sus medidas.
_Estoy empezando a creer que ya ha llegado el momento. Acleptos, ¡eres el único que
ha encontrado un tema en cinco años!
Y al pronunciar estas últimas palabras, Ttom trató de esconder una nota de amargura.
_Sé lo que diría la Máquina, Ttom. _le respondió Acleptos_. Diría que si yo he
descubierto un tema también puedes hacerlo tú.
Al tiempo que hablaba, Acleptos vertió un liquido rojo en una probeta y luego añadió
cierta cantidad de polvillo violeta.
Ttom gruñó:
_Supongo que tienes razón. Sin embargo, olvidemos mis problemas. ¿Qué sucede
ahora?
_Nada hasta la medianoche. Cuando la luna esté llena, pronunciaré ciertas palabras,
encenderé estas cosas que hay aquí _en el manuscrito las llaman velas_ y aguardaré
la aparición de un diablo o un demonio.
Ambos se echaron a reír.
A medianoche, todavía sonriente, Ttom, tomó asiento al borde de un dibujo peculiar
que Acleptos había trazado en el suelo. Se llamaba pentáculo. Acleptos había colocado
una vela negra en cada uno de sus ángulos. También había quemado ciertos productos
químicos, pronunciando unas frases que Ttom ni siquiera trató de entender.
Al principio fue divertido. A medida que pasaba el tiempo, los dos hombres se
impacientaron. Nada sucedía. Acleptos dejó de pronunciar sus extrañas frases y dijo:
_Bien, ya conozco la respuesta a la primera pregunta de la Máquina. Los demonios son
imaginarios y no reales.
Y entonces fue cuando sucedió.
Se extendió por la estancia un olor mucho más intenso que el de los productos
químicos. Luego se produjo una especie de gris luminosidad cerca del dibujo trazado
en el suelo.
Acleptos gritó:
_¡Ttom, lo olvidé! Los antiguos libros dicen que es preciso permanecer dentro del
pentáculo para protegerse... de lo que sea.
Poniéndose en pie de un salto, Ttom se acercó precipitadamente al pentáculo. Pero
antes de lograrlo, la cosa se había hecho ya sólida. Alzó sus cerrados párpados y
cuando sus ojos se fijaron en él, vio tanta malevolencia concentrada en aquella mirada
que Ttom sintió algo que jamás había experimentado antes. Sólo gracias a sus
numerosas y variadas lecturas supo que tal sensación se denominaba antiguamente
miedo.
La cosa dijo:
_Por fin.
Hasta su voz era enervante. Acleptos estaba aturdido. Había realizado el experimento
porque era el sistema lógico de investigación, pero nunca imaginó que tal experimento
llegase a tener éxito.
La cosa se frotó unos extraños dedos que mostraban muchas falanges, y dijo:
_Miles de años, esperando... esperando en la obscuridad la llamada que nunca
llegaba. Al principio creí que El había vencido..., pero entonces yo habría dejado de
existir.
Encogió sus escamosos hombros y abrió más los ojos rojizos. Eran fascinantes. Las
extrañas pupilas cambiaban constantemente de color. Miró primero a Acleptos y luego
a Ttom y dijo:
_Así que nada ha cambiado. Los adeptos y el sacrificio, como siempre.
La cosa cloqueó en un terrible estertor. Luego añadió:
_¿Qué recompensa deseas a cambio? _preguntó mirando a Acleptos.
La cosa no esperó respuesta. Volvió a frotarse los largos dedos. El sonido resultante
fue lo único que se oyó en la estancia. La cosa miró a Acleptos y dijo:
_Ya veo, nada ha cambiado. Una mujer. Muy bien, aquí está.
La cosa hizo una serie de gestos en el aire y antes de que Acleptos pudiese aclarar la
garganta para negar, ella ya estaba allí. Parecía atemorizada. Sus cabellos eran lo más
hermoso que Acleptos hubiese visto en su vida. Y también su cuerpo. Estaba desnuda,
como él había imaginado, puesto que el planeta elegido por ella era cálido. Pero no
había vergüenza en su actitud. Sólo temor.
_¡Envíala de nuevo allí! ¿Cómo te atreves a arrastrarla por el espacio interestelar?
¡Estúpido! ¡Podías haberla matado!
Acleptos ya no temía la cosa. El único pánico que experimentaba era por su amada.
La mujer desapareció con la misma rapidez que se había presentado:
La cosa gruñó:
_No sabía que la amabas. Creí que era únicamente el sexo lo que deseabas..., ¿acaso
quieres oro? Todos codician oro...
Y una vez más hizo extraños gestos en el aire.
Acleptos comprendió que la situación se estaba haciendo ridícula. Aclaró la garganta y
dijo:
_¡Basta!
La cosa se detuvo en su trabajo, y de ser capaz de exteriorizar alguna emoción, ésta
habría sido la sorpresa. Luego preguntó:
_¿Ahora qué? ¿Cómo conseguiré oro para ti si me interrumpes?
Acleptos estaba indignado. La indignación al igual que el temor que la había Precedido,
era una nueva emoción para él. Respondió:
_No te muevas. Soy el amo y tú el esclavo.
Aquellas palabras estaban en las indicaciones que había leído. Ignoraba el significado
de ambas palabras, pero el libro ponía mucho. énfasis en ellas.
La cosa mantuvo inmóvil su cabeza, pero sus ojos observaron con deseo el cuerpo de
Ttom.
Dominando su nueva emoci6n, Acleptos dijo:
_No pareces comprender. No deseo oro...
Ttom dijo:
_Recuerdo esa palabra en mis lecturas. Los antiguos solían cambiarlo por plomo o por
algún metal valioso que fuera parecido.
Acleptos prosiguió:
_Y, desde luego, no quiero que ella regrese de Alfa Centauro.
_¡Poder! _exclamó la cosa sonriendo_. Eso nunca falla. Cuando son demasiado viejos
para el sexo y demasiado ricos para el oro, siempre desean poder.
Y sus manos comenzaron a moverse nuevamente.
_¡Alto! -gritó Acleptos por primera vez en su vida.
La cosa se paralizó.
Acleptos indicó:
_No hagas eso otra vez. ¡Me molesta! No quiero poder y no me digas lo que es porque
no me interesa. Ahora, no te muevas de ahí y contesta algunas preguntas.
_La cosa pareció encogerse un poco, y preguntó casi con timidez:
_Pero..., ¿para qué me has llamado? Si no quieres nada de mí, tampoco puedo aceptar
nada de ti...
La cosa abrió los ojos y los clavó en Ttom, mientras con la punta de la lengua
humedecía sus escamosos labios.
_Quiero alguna información. ¿Cuánto tiempo vivís... los demonios?
_¿Vivir... ? Siempre, por supuesto.
_¿Y cuál es vuestra función?
_Tentar al hombre para apartarle de la senda del bien.
Las palabras surgían velozmente de labios de la cosa, pero Acleptos no acababa de
entenderlas del todo. Sin embargo, quedaban grabadas para volver a escucharlas más
tarde y darles algún sentido.
_¿Por qué deseáis hacer eso? _interrogó Acleptos.
El demonio le miró como si dudase de su estado mental. Respondió:
_Para que el hombre disponga libremente de su voluntad, desde luego. Debe escoger
entre el bien y el mal.
_¿Qué significan esas palabras... el bien y el mal?
El demonio tomó asiento sobre sus talones sin prestar la menor atención a las espuelas
que se hundían en sus propias posaderas. Volvió a contestar:
_Todos estos años sentado en la oscuridad, y que ahora me llamen para esto...
Agitó la cabeza y de pronto pareció adoptar una especie de decisión. Se puso en pie y
luego, se lanzó sobre Ttom.
Acleptos alzó el arma especial y oprimió el botón. La extraña criatura se paralizó de
modo instantáneo para caer al suelo boca abajo.
Ttom tragó saliva y dijo:
---Creí que nunca ibas a usarla. Llamaré al Asilo de Cuerdos para que se lleven a esta
pobre criatura enferma.
Asintiendo con un movimiento de cabeza, Acleptos dijo:
_Esto es mucho más interesante de lo que había supuesto.
Luego tomó asiento, pensativo, hasta que llegó el ambu-bus. Era la primera llamada
urgente que el Asilo recibía desde hacía un siglo, pero los dispositivos funcionaron
perfectamente.
Ttom y Acleptos observaron cómo los robots recogían a la cosa y la alzaban en sus
brazos de metal. Después les siguieron hasta que colocaron la cosa en el ambu-bus,
que partió velozmente hacia el Asilo.
A medio camino, Acleptos habló por primera vez:
_¿Te das cuenta de la ironía que hay en todo esto? _preguntó.
_¿A qué te refieres?
Ttom todavía contemplaba a la cosa, que yacía como si estuviese muerta.
_Los diablos, ¿te das cuenta de lo que son? No son más que seres con otra dimensión.
De alguna manera, en alguna época, un ser humano, en épocas muy remotas, utilizó
las matemáticas, para superar la barrera de las dimensiones. Sin saber que hacía,
envuelto en plena superstici6n, pensó que los sortilegios constituían una llamada,
cuando el dibujo, el calor de las velas y las palabras misteriosas, se combinan en una
clave que abría esa otra dimensión.
_Bien, parece razonable. ¿Dónde está la ironía?
Acleptos parecía a punto de llorar. Respondió:
_¿No comprendes? La humanidad luchaba por salir de las tinieblas, cuando siempre
sus hermanos ignorados e inmortales podían conquistar el espacio simplemente
colocando sus manos en el. punto preciso. El hombre, ciego por sus creencias
supersticiosas, fue incapaz de aprender nada de estos "diablos". Pero la peor ironía es
que los "diablos" no podían ayudar al hombre porque eran deficientes mentales...
Ttom asintió con un movimiento de cabeza.
_Una raza casi imbécil y de talento increíble vivía cerca de nosotros y nunca lo
supimos. La. Máquina tiene razón. Tenemos mucho que aprender. Me equivocaba
cuando dije que todo era ya conocido.
Tal vez el arma usada no se hallaba a punto o el diablo poseía formidables poderes de
recuperación, pero el caso es que al apearse del ambu-bus la extraña criatura
despertó. Empezó a gritar, cuando los robots intentaron que traspasasen el umbral del
Asilo de Cuerdos.
Se debatió de tal manera que incluso las cintas de metal que animaban a los robots se
tensaron. Acleptos vio como las manos de la criatura comenzaban a moverse como
antes.
Gritó a los androides que le retenían:
_¡Sujetarle las manos!
Las manos metálicas se plegaron sobre los largos dedos que se retorcían y la cosa
dejó de luchar. Se abrió una puerta y uno de los doctores le dirigió hacia ellos.
Dijo:
_¿Qué es eso?
Mientras Acleptos se lo explicaba, Ttom pasó un dedo suavemente sobre las palabras
que formaban la divisa de la puerta. Vela las palabras, sus dedos las sentían, pero las
había visto demasiadas veces. No quedaron grabadas en su mente.
Cuando Acleptos terminó, el doctor dijo:
_Entiendo. Bien, lo arreglaremos inmediatamente. ¡Será curioso hacer recuperar el
sentido común a otra criatura dimensional!
Acleptos preguntó:
_Cree usted que está enfermo o que se trata de un estúpido?
_El doctor sonrió.
_Enfermo. Estoy seguro. Ningún ser sano se hubiese comportado de ese modo. ¿Le
gustaría verlo?
_Desde luego. Siento un gran interés.
Acleptos tomó por un brazo a Ttom y añadió:
_...Imagínate, si logramos curarle, significará la Comunicación con toda una raza de
criaturas. ¿No es maravilloso?
_Acleptos _murmuró Ttom con tono preocupado_, hay algo que no hemos tenido en
cuenta. En todas mis lecturas, en todos los datos de que disponemos sobre el universo
y sus extrañas criaturas, nunca hallé nada referente a la inmortalidad. ¿Has pensado
en esto?
_Naturalmente, pero eso es otra prueba de la razón que tiene la Máquina al asegurar
que no lo conocemos todo. ¡Es tan emocionante! Me cuesta trabajo esperar a
contárselo. ¿No será una sorpresa para ella saber que no fue un sueño su presencia
en mi laboratorio, sino .que realmente estuvo allí, atravesando el espacio y el tiempo
junto a una criatura enferma que ha vivido siempre?
En la sala de operaciones no había escalpelos, esponjas, ni grapas. El doctor extendió
a la cosa sobre la mesa. Los androides la sostuvieron por las manos..El doctor tomó un
instrumento. Una luz intermitente surgió de sus lentes en forma de S. El doctor bañó la
cosa con la luz y luego dijo:
_Sólo será un momento. Es decir, si da resultado. De lo contrario habrá que tomar
otras muchas medidas.
Súbitamente su voz se quebró. Acleptos retrocedió de la mesa hasta que su espalda
tocó la pared. Ttom abrió la boca, asombrado. Únicamente los robots permanecieron
impasibles.
Pues la cosa estaba cambiando. En los lugares donde llegaba la luz caían las
escamas.
El doctor ordenó a los robots:
_¡Dejadla libre!
Al hacerlo así la criatura se alzó en todo su esplendor. Una luz dorada iluminaba su
dulce rostro. Se acercó hasta la ventana y la sonrisa que esbozaron sus labios era
como una despedida. Subió un momento al alféizar y se detuvo unos segundos antes
de extender unas enormes alas blancas.
Luego murmuró:
_Pax vobiscum.
Las alas se agitaron y se fue, envuelto en serenidad.
Esa fue la razón de que Acleptos cambiara las palabras de la divisa que campeaba en
la entrada del Asilo de Cuerdos. Ahora decían:
Un diablo no es más que un ángel enfermo
La máquina se ha detenido, por supuesto. Su razón de ser y su fuerza era la
infalibilidad. Y estaba equivocada sobre la tesis relativa a la existencia de Dios con una
D mayúscula.

martes, 12 de agosto de 2008

LA LOCA -- GUY DE MAUPASSANT -- GUERRA

LA LOCA
GUY DE MAUPASSANT



_
A Robert de Bonnières.


Verán, dijo el señor Mathieu d’Endolin, a mí las becadas* me recuerdan una siniestra anécdota de la guerra.
Ya conocen ustedes mi finca del barrio de Cormeil. Vivía allá en el momento de la llegada de los prusianos.
Tenía entonces de vecina a una especie de loca, cuya razón se había extraviado bajo los golpes de la desgracia. Antaño, a la edad de veinticinco años, perdió, en un sólo mes, a su padre, a su marido y a un hijo recién nacido.
Cuando la muerte entra una vez en una casa, regresa a ella casi de inmediato, como si conociera la puerta.
La pobre joven, fulminada por la pena, cayó en cama, deliró durante seis semanas. Después, una especie de tranquila lasitud sucedió a la crisis violenta, y permaneció sin moverse, comiendo apenas, revolviendo solamente los ojos. Cada vez que intentaban levantarla, gritaba como si la matasen. La dejaron, pues, acostada, y tan solo la sacaban de entre las sábanas para los cuidados de su aseo y para darle la vuelta a los colchones.
Una anciana criada permanecía junto a ella, obligándola a beber de vez en cuando o a masticar un poco de carne fiambre. ¿Qué ocurría en aquella alma desesperada? Jamás se supo, pues no volvió a hablar. ¿Pensaba en sus muertos? ¿Desvariaba tristemente, sin un recuerdo concreto? ¿O bien su pensamiento aniquilado permanecía inmóvil como un agua estancada?
Durante quince años se quedó así, cerrada e inerte. Llegó la guerra; y, en los primeros días de diciembre, los prusianos entraron en Cormeil.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Caía una helada de esas que resquebrajan las piedras; yo mismo estaba tumbado en un sillón, inmovilizado por la gota, cuando oí el golpeteo pesado y acompasado de sus pasos. Desde mi ventana, los vi pasar.
Era un desfile interminable, todos iguales, con esos movimientos de muñecos que les son peculiares. Después los jefes distribuyeron a sus hombres entre los habitantes. Me tocaron diecisiete. Mi vecina, la loca, tenía doce, entre ellos un comandante, un verdadero soldadote, violento y tosco.
Durante los primeros días todo transcurrió normalmente. Al oficial de al lado le habían dicho que la señora estaba enferma, y no se preocupó para nada. Pero pronto aquella mujer a la que nunca veía empezó a irritarlo. Se informó sobre su enfermedad; le respondieron que la anfitriona guardaba cama desde hacía quince años, a consecuencia de una pena muy honda. No lo creyó, sin duda, e imaginó que la pobre loca no se levantaba por orgullo, para no ver a los prusianos y no hablarles, para no rozarse con ellos.
Exigió que lo recibiera; lo llevaron a su habitación. Le pidió con un tono brusco:
«Zírvace uzted, ceñora, lefantarce y bajar, para que la feamoz.»
Ella volvió hacia él sus ojos extraviados, sus ojos vacíos, y no respondió.
El prosiguió:
«No toleraré maz inzolencias. Ci uzted no ce lefanta por laz buenaz, lla me laz arreglaré para que ce pacee zola.»
Ella no hizo el menor gesto, siempre inmóvil, como si no lo hubiera visto.
El rabiaba, tomando aquel silencio tranquilo por un signo de supremo desprecio. Y agregó:
«Ci no baja manana...»
Y después salió.
Al día siguiente, la anciana criada, aterrada, quiso vestirla; pero la loca empezó a chillar, debatiéndose. El oficial subió en seguida; y la sirvienta, arrojándose a sus pies, gritó:
«No quiere, señor, no quiere. Perdónela; es muy desdichada.»
El soldado se quedó turbado, sin atreverse, a pesar de su cólera, a hacer que sus hombres la sacaran de la cama. Pero de pronto se echó a reír y dio unas órdenes en alemán.
Pronto se vio partir un destacamento que sostenía un colchón, como quien lleva a un herido. En aquella cama que nadie había deshecho, la loca, siempre silenciosa, permanecía tranquila, indiferente a los acontecimientos con tal de que la dejaran acostada. Detrás, un hombre llevaba un paquete de ropas femeninas.
Y el oficial pronunció, frotándose las manos:
«Lla veremoz ci puede o no festirce zola y dar un paceíto.»
Luego se vio al cortejo alejarse en dirección al bosque de Imauville.
Dos horas después los soldados regresaron solos.
Nadie volvió a ver jamás a la loca. ¿Qué habían hecho con ella? ¿A dónde la habían llevado? Nunca se supo.
La nieve caía día y noche, sepultando la llanura y los bosques bajo un sudario de espuma helada. Los lobos venían a aullar hasta nuestras puertas.
La idea de aquella mujer perdida me obsesionaba, e hice diversas gestiones con la autoridad prusiana, con el fin de conseguir información. A punto estuve de ser fusilado.
Volvió la primavera. El ejército de ocupación se alejó. La casa de mi vecina seguía cerrada; una tupida hierba crecía en las avenidas.
La anciana criada había muerto durante el invierno. Nadie se ocupaba ya de aquella aventura; sólo yo pensaba en ella sin cesar.
¿Qué habían hecho con aquella mujer? ¿Se habría escapado a través de los bosques? ¿La habrían recogido en alguna parte, y metido en un hospital, al no poder obtener de ella ninguna información? Nada venía a aliviar mis dudas; pero, poco a poco, el tiempo apaciguó la inquietud de mi corazón.
Ahora bien, en el otoño siguiente, las becadas pasaron en tropel; y, como mi gota me daba una pequeña tregua, me arrastré hasta el bosque. Ya había matado cuatro o cinco aves de largo pico, cuando derribé una que desapareció en un hoyo lleno de ramas. Me vi obligado a bajar a él para recoger al animal. Lo encontré caído junto a una calavera. Y bruscamente el recuerdo de la loca embistió contra mi pecho como un puñetazo. Otros muchos habían expirado acaso en aquellos bosques durante aquel año siniestro; pero, no sé por qué, estaba seguro, se lo digo, de que había encontrado la cabeza de la infeliz maniática.
Y de repente comprendí, lo adiviné todo. La habían abandonado sobre el colchón, en el bosque frío y desierto, y, fiel a su idea fija, ella se había dejado morir bajo el espeso y leve plumón de la nieve sin mover un brazo o una pierna.
Después los lobos la habían devorado.
Y los pájaros habían hecho su nido con la lana de su lecho desgarrado.
He conservado esa triste osamenta. Y hago votos por que nuestros hijos no vean jamás una guerra.


** Este cuento es el primero de la colección .”Cuentos de la becada”; seguía a una introducción en la que se narraba cómo unos cazadores, reunidos para matar becadas, se contaban por la noche diversos sucedidos.

UN HIJO -- GUY DE MAUPASSANT -- HIJOS

UN HIJO
GUY DE MAUPASSANT




__
La alegre primavera derramaba vida en el jardín lleno de flores por el que se paseaban los dos antiguos amigos senador el uno y el otro miembro de la Academia Francesa.
Ambos eran personas serias, muy lógicos en el discurrir pero solemnes, como gente de nota y de fama.
Empezaron charlando de política, y dijo cada cual lo que pensaba; no era aquélla una cuestión de ideas, sinó de hombres, porque en política tiene más importancia la personalidad que la razón. Removieron luego ciertos recuerdos personales, y después se callaron, siguiendo emparejados su paseo. La tibieza del aire empezaba a enervarlos.
Un gran encañado de alhelíes exhalaba sus aromas dulzones y suaves; flores de toda especie y matiz perfumaban la brisa, y un cítiso cargado de amarillos racimos de flores desparramaba a todos los vientos su tenue polvillo, vapor de oro que trascendía a miel y que llevaba por el espacio sus gérmenes embalsamados, como los polvos que preparan los perfumistas llevan la caricia de sus aromas.
El senador se detuvo para aspirar la nube fecundante y se quedó contemplando aquel árbol, que parecía un sol en todo su esplendor amoroso, desde el que alzaban el vuelo los gérmenes. Y dijo:
—¡Y pensar que estos átomos imperceptibles, de olor tan agradable, harán estremecerse a cien leguas de aqui la fibra y la savia de árboles hembras y producirán plantas con raíces, que se desarrollarán de un germen jgual que nosotros; que tendrán una existencia limitada, como nosotros, y que dejarán un día su puesto a otros de su misma esencia, del mismo modo que lo hacemos nosotros
Y agregó el señor senador, sin moverse de junto al citiso radiante, cuyos vivificadores perfumes se desprendían a cada estremecimiento del aire que lo rodeaba:
— ¡Ay guapo mozo, apurado te ibas a ver para calcular tus hijos! Aquí tenemos un fulano que los engendra sin gran trabajo, que los suelta sin remordimientos y que ya no se preocupa de ellos.
Entonces habló el académico:
—Poco más o menos, lo mismo que nosotros.
El senador reanudó su charla:
—Sí, no niego yo que no los abandonemos algunas veces; pero lo hacemos a sabiendas, y ahí está nuestra -superioridad.
Su acompañante movió la cabeza:
—No es eso lo que yo quiero decir; mi pensamiento es éste: que no hay hombre que no sea padre de hijos que él no conoce: los clasificados como de «padres desconocidos» y que él ha engendrado lo mismo que engendra este árbol, casi inconscientemente.
Si hiciésemos un recuento de las mujeres con quienes hemos tenido comercio amoroso, nos veríamos tan apurados como este cítiso que usted ha interpelado, si pretendiese enumerar su descendencia.
Si recapitulamos, tomando bien’ en consideración los contactos pasajeros, los de una hora, creo que no andaríamos descaminados al calcular en doscientas o trescientas las mujeres con las que hemos tenido relaciones íntimas entre los dieciocho y los cuarenta años.
¿Está usted seguro, amigo mío, de que entre tantas no ha habido por lo menos una a la que usted haya fecundado? Y en ese caso tiene usted en el arroyo o en presidio un pillastre de hijo que se dedica a robar o asesinar a las gentes honradas; es decir, a nosotros; y si no, una hija en algún lugar de mala nota, o, suponiendo que haya tenido la fortuna de que su madre la haya echado a la inclusa, estará hoy de cocinera en cualquier casa.
Piense, además, que casi todas las mujeres que llamamos «públicas» son madres de uno o dos hijos de padre desconocido, engendrados al azar de sus contactos amorosos de diez o veinte francos. Este oficio, como todos, tiene sus ganancias y sus quiebras. Un retoño de esta clase es una de las quiebras de la profesión. ¿Quién los engendró? Usted.... yo..., nosotros todos; los hombres que nos llamamos honrados. Son el fruto de una alegre cena en pandilla de amigos, de una noche de juerga, de una de esas horas en que nuestra carne retozona nos pide aparearnos con una hembra cualquiera.
Hijos nuestros son los ladrones, los merodeadores. la chusma. Siempre salimos ganando, pues podría darse el caso inverso, porque también estos tunantes son capaces de engendrar.
Quiero referirle una historia muy desagradable de la fui actor y de la que me remuerde la conciencia. Es un peso constante; más aún, una zozobra permanente, incertidumbre que nada consigue aplacar y que a veces me atormenta de un modo horrible.
A la edad de veinticinco años emprendí un viaje a pie por la Bretaña, acompañado por un amigo mío que hoy es consejero de Estado.
Al cabo de quince o veinte días de marchas desatinadas, después de visitar las costas del Norte y una parte del Finisterre, llegamos a Douarnez; desde allí, y en una sola etapa. nos trasladamos a la salvaje punta del Raz, en la bahía de los Trepassés, quedándonos a pasar la noche en un pueblo del que sólo recuerdo que su.nombre acababa en «of». Al día siguiente mi compañero tuvo que guardar cama, víctima de un extraño abatimiento. He dicho cama por rutina, pues teníamos por lecho dos simples haces de paja.
Quedarse enfermo allí era una locura. Le obligué a levantarse, y llegamos a Audierne a eso de las cuatro o cinco de la tarde.
Al día siguiente se sintió algo mejorado; nos pusimos de nuevo en camino, pero durante la marcha le atacó un malestar intolerable y apenas si conseguimos llegar, con gran trabajo, a Pont-L’Abbé. Allí, al menos, podíamos alojarnos en un mesón. Mi amigo se acostó; vino a verle un médico de Quimper y comprobó que estaba muy febril, pero sin concretar de qué provenía la fiebre.
¿Ha estado usted alguna vez en Pont-L’Abbé?...¿No?...
Es la población más bretona de la Bretaña por excelencia, que va desde la punta del Raz hasta Morbihan, región que encierra la esencia de las costumbres de las leyendas, de las usanzas bretonas. Es un rincón de tierra que sigue hoy lo mismo que ayer. Puedo decir que no ha cambiado, porque allí voy todos los años, por desgracia mía.
Tiene un viejo castillo que hunde el pie de sus torres en un gran estanque triste, muy triste, y por cuyo cielo la cruzan las aves de rapiña. Arranca de allí un río, que los barcos, de cabotaje remontan hasta la misma ciudad. Por las estrechas calles de casas antiguas pasan hombres con sombrero de copa, chaleco bordado y chupa de cuatro faldillas: la primera, no mayor que la palma de la mano, y que cubre apenas los omoplatos, y la última, que ternima exactamente donde empieza el fondillo del pantalón. Las jóvenes, altas, hermosas, frescachonas, llevan el pecho aplastado dentro de un justillo de paño que las rodeap como una coraza, las oprime y no deja siquiera adivinar sus senos turgentes y martirizados; su tocado es más extraño: llevan en las sienes dos placas bordadas en color, que les encuadran el rostro y sujetan los cabellos, del que caen en tabla por detrás de la cabeza y se doblan luego hacia arriba, juntándose en lo alto, sujetos por un gorrito de forma curiosa, que suele estar bordado con hilos de oro o de plata.
La criada de nuestro mesón tendría a lo sumo dieciocho años, y era de ojos muy azules, de un azul pálido, perforado por los dos puntitos negros de sus pupilas; los dientes, pequeños, apretados, puestos casi siempre al descubierto por su sonrisa, parecían capaces de triturar granito.
No sabía una sola palabra de francés, porque hablaba el bretón, como les ocurre a casi todos sus convecinos.
Mi amigo no mejoraba, y aunque no se le declaraba abiertamente ninguna enfermedad, el médico insistía en prohibirle que se pusiese en camino, obligándole a guardar reposo. Me pasaba, pues, los días junto a su cama, y la criadita entraba y salía constantemente, ya para servirle de comer, y para llevarle alguna infusión.
Yo le hacía siempre travesuras, cosa que la divertía, pero no nos hablábamos, cómo es de suponer, porque no podíamos entendernos.
Cierta noche que yo había velado hasta muy tarde junto a la cama del enfermo, me crucé, al volver a mi habitación con la mocita, que se recogía en la suya. La puerta de la mía estaba abierta; bruscamente, y sin reflexionar en lo que hacía, más bien por jugar que por otra cosa, la cogí por el talle y, sin darle tiempo a reaccionar, la metí en mi cuarto y cerré la puerta. Ella me miró azorada, enloquecida, espantada, no atreviéndose, sin duda, a gritar por miedo al escándalo, a que la despidiesen los amos, por de pronto, y a que le cerrase tal vez su padre las puertas de su casa.
Había empezado por. ser una broma; pero así que la tuve en mi habitación, me acometió el deseo de hacerla mía. Se trabó entre los dos una lucha larga y silenciosa, un cuerpo á cuerpo parecido al de los atletas, con tensiones de brazos, crispaduras y retorcimientos de cuerpo, respiración jadeante y sudores. Se defendía valerosamente; a veces golpeábamos un mueble, un tabique, una silla y entonces, sin soltarnos, permanecíamos inmóviles algunos. segundos, por temor a que con el ruido se hubiese despertado alguien; después reanudábamos la encarnizada lucha: yo, atacando, y ella, resistiendo.
Agotada, al fin, cayó al suelo y la hice mía allí mismo, brutalmente.
Así que pudo levantarse, corrió hacia la puerta, tiró del pestillo y huyó.
Apenas si tropecé con ella los días siguientes; no consentía que me acercase. Sanó mi camarada y nos preparamos a reanudar la marcha; la víspera de nuestra partida, a media noche, la vi entrar en mi cuarto, descalza, en camisa.
Se echó en mis brazos, me abrazó con frenesí y se quedo conmigo hasta el amanecer, besándome, acariciándome, llorando, sollozando, demostrándome su ternura y su desesperación como puede hacerlo una mujer que no sabe una palabra de nuestro idioma.
Antes de ocho días había ya olvidado aquella aventura tan vulgar y frecuente para el que viaja, por ser regla en los mesones que las criadas distraigan de ese modo a los viajeros.
No volví a acordarme de ella en treinta años, y tampoco en ese tiempo a Pont-L’Abbé.
Pero el año 1876 me llevó allí la casualidad, durante una excursión que hice a Bretaña, con objeto de documentarme para un libro y posesionarme bien del paisaje.
Lo encontré todo igual. Seguía el castillo bañando sus muros grisáceos en el estanque, a la. entrada de la pequeña ciudad, y el mesón estaba en el mismo sitio, aunque arreglado, renovado, con aspecto más moderno. Me recibieron, al llegar, dos jóvenes bretonas de unos dieciocho años, lozanas y amables, acorazadas en su estrecho justillo de paño, con su casquete plateado en la cabeza y sus grandes placas bordadas sobre las orejas.
Serían las seis de la tarde. Me senté a la mesa para cenar; el dueño atendía en persona a mi servicio, y la fatalidad me impulsó a preguntarle:
¿Ha conocido usted a los anteriores dueños de esta casa? Hace ya treinta años que me alojé aquí durante diez días. No le hablo de ayer.
Me contestó:
—Eran mis padres, caballero.
Le expliqué entonces cómo habla sido el detenerme, debido a la enfermedad de mi compañero. No me dejó terminar:
—Lo recuerdo perfectamente. Tendría yo entonces quince o dieciséis años. Dormía usted en la habitación del fondo, y su amigo, en una que da a la calle, y que ahora ocupo yo.
Solo entonces se me representó en la memoria con gran viveza la imagen de la criadita, y le pregunté:
—¿Se acuerda usted de una joven criadita que en aquel entonces tenía su padre? Si no me engaña el recuerdo, tenía unos ojos muy lindos y una hermosa dentadura.
—¡Ya lo creó que me acuerdo! Murió de parto al poco tiempo.
Extendió la mano hacia el establo, llamando mi atención un hombre, flaco y cojo, que removía el estiércol, y agregó:
—Ese es su hijo.
Me eché á reír:
—No tiene nada de guapo, y en nada se parece a su madre. Habrá salido, sin duda, al padre.
El mesonero dijo:
—Es posible, pero no .se llegó a saber quién era. Murió ella sin decirlo, y nadie sabía que tuviese novio. La noticia de que estaba encinta cayó como una bomba. Nadie quería creerlo.
Sentí una sacudida desagradable, una de esas punzada dolorosas que nos encogen el corazón cuando nos amenaza un pesar muy hondo. Volví la vista hacia el hombre del establo. Había sacado agua del pozo y avanzaba cojeando, cargado con dos cubos, haciendo un penoso esfuerzo con la pierna más corta. Iba desharrapado, horriblemente sucio, y sus cabellos enmarañados le caían en las mejillas como cuerdas retorcidas.
El mesonero siguió diciendo:
—Sirve para poco, y lo guardamos por caridad en la casa. Si hubiera recibido la educación que los demás, tal vez no hubiera llegado a lo que ha llegado; pero ¿cómo va a ser? Sin padre, sin madre, sin dinero. Mis padres tuvieron compasión del niño; pero en fin de cuentas no era nada suyo, como comprenderá.
Me callé.
Me dieron la misma habitación; no pegué, el ojo en toda la noche, pensando en aquel mozo de establo y planteándome la misma pregunta: «¿Y si fuese hijo tuyo, despues de todo? ¿Habré sido, pues, capaz de matar a la joven -aquella y de engendrar un ser como ése?» ¡Claro que era posible!
Tomé la resolución de hablar con aquél hombre y de averiguar exactamente la fecha de su nacimiento Bastaría una diferencia de dos meses en el cómputo para que desapareciesen mis temores.
Lo mandé llamar al día siguiente; pero tampoco hablaba palabra de francés. Parecía, además, no darse por enterado de nada, e ignoraba hasta su edad, que yo le pregunté valiéndome de una de las criadas.
Permanecía delante de mí con aire estúpido, dando vueltas al sombrero entre sus manazas huesudas y repugnantes, pero con algo que recordaba a su madre en la comisura de los labios y en el rabillo del ojo.
Vino el patrón y trajo el certificado de nacimiento de aquel desgraciado. Había nacido a los ocho meses y veintiocho días de mi paso por Pont-L’Abbé. Recordaba yo perfectamente que había llegado a Lorient el 15 de agosto. El certificado hacía constar: «Padre desconocido.» La madre se había llamado en vida- Juana Kerradec.
Mi corazón se puso a latir apresuradamente. Tan grande era mi emoción, que ni hablar podía; miraba a aquel bruto, cuyas largas guedejas amarillas parecían un estercolero más sórdido que el de la cuadra; el pobre diablo, desconcertado por mi mirada, volvía la cabeza a otro lado y hacía intención de retirarse.
Me pasé el día paseando a lo largo del riachuelo, sumido en dolorosas reflexiones. Pero ¿a qué conducía el reflexionar? No había medio de llegar a una conclusión definitiva. Horas y horas estuve pesando las razones en pro o en contra de mi presunta paternidad, desazonándome con toda clase de intrincadas suposiciones, para quedar siempre en la más horrible incertidumbre o caer en el convencimiento, más atroz todavía, de que aquel hombre era mi hijo.
Me retiré sin cenar a mi habitación. Estuve mucho rato sin conseguir conciliar el sueño; pero al fin me dormí, entre sobresaltos y pesadillas insoportables. Soñaba con aquel bribón, que se me reía en mis narices llamándome «papá»; de pronto se transformaba en un perro y me daba mordiscos en las pantorrillas; por mucho que yo corría, él me daba caza; pero en lugar de ladrar, hablaba, insultándome; más tarde comparecía él ante mis colegas de Academia, con objeto de que dictaminasen si yo era, en efecto, su. padre; uno de los académicos exclamaba: «¡No cabe duda alguna! Miren cómo se le parece.» En efecto, yo mismo reconocía el parecido. Me despertaba con aquella idea clavada en el cerebro y con unos deseos locos de ver de nuevo a aquel hombre, para comprobar si en efecto teníamos rasgos comunes.
Era domingo; me acerqué a él cuando iba a misa y le di cinco francos, al mismo tiempo que examinaba con ansiedad los rasgos de su cara. Soltó otra vez su risa estúpida, cogió el dinero y, desasosegado por la insistencia con que le miraba, se escapó, después de tartajear una frase confusa, que sin duda quería decir «gracias».
Transcurrió para mí el día tan angustioso como el anterior. Cerca ya de la noche llamé al hotelero y le dije, a la vuelta de mil precauciones, habilidades y disimulos, que aquel pobre diablo abandonado de todos y privado de todo había despertado mi interés y que deseaba hacer algo en favor suyo.
Aquel hombre me contestó:
—¡ No se le ocurra a usted semejante cosa! Es hombre perdido, y no sacará usted más que disgustos. Yo me sirvo de él para limpiar las cuadras, y no sirve para otra cosa. A cambió, lo mantengo y duerme en la cuadra misma. No necesita más. Si dispone usted de algún pantalón viejo, déselo, aunque a los ocho días lo tendrá hecho harapos.
No insistí, diciéndole que ya le diría lo que decidía.
Aquel granuja volvió por la noche con una borrachera espantosa; estuvo a pique de pegar fuego a la casa, golpeó bárbaramente a uno de los caballos con un azadón, y, en resumidas cuentas, mi generosidad tuvo como consecuencia que durmiese aquella noche al raso, bajo la lluvia y el barro.
Al día siguiente me suplicaron que no volviese a darle dinero. El aguardiente le ponía loco furioso, y en cuanto tenía una moneda en el bolsillo la empleaba en alcohol. El mesonero agregó:
—Darle dinero es como querer matarlo.
No lo había tenido nunca, jamás, salvo algunos céntimos que le tiraban los viajeros, y todos iban, sin remisión, a la taberna.
Me quedé horas enteras en la habitación, frente a un libro abierto, que simulaba leer, aunque, a decir verdad, tenía la mirada fija en aquel idiota, ¡hijo mío, hijo mío!, buscándole algún parecido con mi persona. A fuerza de buscar, creí distinguir en su frente y en el arranque de la nariz ciertas semejanzas, y acabé convencido de que existía el parecido, aunque lo disimulaba aquella horrible pelambrera de su cabeza y la diferencia en el vestir.
Si hubiese permanecido más tiempo, habrían llegado a sospechar algo; me marché, pues, con el corazón destrozado, dejando al mesonero algún dinero para que lo emplease en beneficio de su mozo de cuadras.
Seis años llevo ya con este pensamiento, con esta horrible incertidumbre, con esta odiosa duda encima. Una fuerza invencible me lleva todos los años a Pont.L’Abbé. Año tras año me impongo el castigo de ver cómo chapotea aquel bruto en su estercolero, imaginándome que se me parece y buscando en vano la manera de hacer algo por él. Y año tras año vuelvo aquí más lleno de indecisiones, de sufrimientos, de ansiedades.
He intentado educarlo; es irremediablemente idiota. He intentado hacerle la vida más llevadera; es un, borracho incorregible y gasta en alcohol todo el dinero que le dan, y cuando se le procura ropa nueva, él se las arregla muy bien para venderla y hacerse con dinero para beber.
He intentado tocar la fibra sensible de su amo, a fin de que lo trate con mayores consideraciones, con cargo a mi bolsillo, desde luego. El mesonero acabó mostrándose asombrado, y me contestó, con muy buen sentido:
—Caballero, cuanto haga por él servirá para su perdición. Es preciso que esté como preso. En cuanto puede holgar y darse buena vida, se convierte en un bicho maligno. Si usted desea hacer buenas obras, hay por ahí muchos niños abandonados; fíjese en uno que merezca la pena.
¿Qué podría contestarle?
Si yo dejase traslucir la más vaga sospecha de estas dudas que me atormentan, estoy muy seguro de que aquel cretino se las ingeniaría para explotarme, para comprometerme, para perderme. Pronto me llamaría «papá», igual que en mis sueños.
Cuando pienso que he matado a la made y que he fraguado la perdición de este ser atrofiado, larva de cuadra que ha prendido y crecido en el estiércol; de este hombre que en nada se hubiera diferenciado de los demás, si como los demás hubiese sido educado!...
No podría usted imaginarse la sensación rara, confusa e intolerable que experimento cuando lo tengo delante y pienso que aquello ha salido de mí, que está unido a mí por el íntimo lazo que une al padre con el hijo, y que, gracias a las terribles leyes de la herencia, es otro yo mismo en mil detalles, en su sangre y en su carne, y se dan en él 1os mismos gérmenes de enfermedades, idénticos fermentos de pasiones.
No se apaga jamás en mí la necesidad dolorosa que siento de verlo; y viéndolo, sufro; horas y horas me paso a la ventana viendo cómo recoge y acarrea los excrementos de los animales, y no dejo de pensar: «¡Es mi hijo!»
Y hasta, en ocasiones, me entran unos anhelos insufribles de abrazarlo; peró ni siquiera he llegado a tocar su puerca mano.
El académico se calló. Su acompañante, el político, dijo muy quedo:
—No cabe duda de que deberíamos prestar más atención a los hijos que no tienen padre.


Una ráfaga de aire atravesó el árbol amarillo, sacudiendo sus racimos de flores, y envolvió a los dos ancianos en una nube odorífera que ellos aspiraron a pleno pulmón.
El senador agregó:
—Sería una felicidad tener veinticinco años, y hasta dejar por ahí otro hijo como ése.

EL HIJO -- GUY DE MAUPASSANT -- HIJOS

EL HIJO
GUY DE MAUPASSANT

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Se habló, de sobremesa, acerca de un caso de aborto ocurrido por aquellos días en el pueblo. La baronesa decía, indignada:
—¿Es concebible siquiera tamaña monstruosidad? La muchacha, soltera, seducida por el mozo de una carnicería, había arrojado a su hijo a un precipicio. ¡Qué espanto! ¡Se demostró que la pobre criatura no había muerto en el acto!
El médico, que figuraba aquella noche entre los comensales del palacio, daba detalles horribles con toda tranquilidad, y hasta parecía admirarse del valor demostrado por aquella madre miserable, que tras dar a luz, sola, había hecho dos kilómetros a pie para asesinar a su criatura. Yrepetía una y otra vez:
—Tiene una constitución de hierro esa mujer. ¡Qué indomable energía necesitó para cruzar el bosque, llevando en brazos al pequeño que lloraba! ¡Me aterra el pensar en semejantes sufrimientos morales! ¡Figúrense ustedes los terrores de aquella alma, las desgarraduras de aquel corazón!. ¡Qué odiosa y despreciable es la vida! Prejuicios viles..., si, señora, prejuicios viles..., un falso sentimiento de la honra, más repugante que el crimen mismo; un cúmulo de sentimientos artificiosos. de odiosa respetabilidad, de decencia abominable, empujan al asesinato, al infanticidio, a desdichadas muchachas que han obedecido sin resistencia a la ley imperiosa de la vida. ¡Qué baldón para la Humanidad el haber establecido una moral semejante, convirtiendo en crimen el abrazo de dos seres!
La barónesa se había puesto pálida de indignación. Y replicó:
—Según eso, doctor, usted coloca el vicio por encima de la virtud y a la prostituta por delante de la mujer honrada. A la que se abandona a sus instintos vergonzosos la considera usted igual a la esposa sin tacha, que cumple con sus deberes en toda su integridad, de acuerdo con su conciencia.
El médico, hombre entrado en años y que había tenido que poner sus manos en muchas llagas, se levantó y dijo con voz firme:
—Usted, señora, habla de cosas que desconoce, porque no ha sentido en si misma las pasiones indomables. Déjeme usted que le relate un suceso reciente, del que fui testigo. ¡Señora baronesa, sea usted siempre indulgente, buena y misericordiosa! ¡Si usted supiese! ... ¡Desdichadas de aquella personas a las que la Naturaleza ha dotado de apetitos ínaplacables! Las gentes tranquilas, que han nacido sin instintos violentos, se conservan honradas por necesidad. A las personas que no se sienten nunca torturadas por los deseos furiosos les resulta fácil mantenerse dentro del deber. Yo veo a mujeres de la clase medía, frías de temperamento, rígidas de costumbres, de apetitos sin exageración y de pasiones moderadas, lanzar gritos de indignación cuando se enteran de las fal tas de las mujeres caídas.
Usted, señora baronesa, duerme tranquila en un lecho pacifico en torno al cual no rondan los sueños febriles. Vive usted rodeada de personas parecidas a usted, de conducta igual que la de usted que se hallan defendidas por la castidad instintiva de sus sentídos. Apenas si tiene usted que luchar contra una simulación de arrebato de las pasiones. Cruza, a veces pensamientos nocivos únicamente por vuestro espíritu sin que vuestro cuerpo se revuelva en cuanto la idea tentadora roza su sensibilidad.
Pero en aquellas personas que por un azar nacieron apasionadas, señora, los sentidos son invencibles. ¿Podéis detener en su carrera al viento? ¿Podéis contener la mar embravecida? ¿Podéis encadenar las fuerzas de la Naturaleza? No. Los sentidos son también fuerzas de la Naturaleza, Igual que la mar y el viento
Levantan y arrastran al hombre, lanzándolo a la voluptuosidad. sin que él pueda resistir a la vehemencia de sus ansias. Las mujeres sin tacha son mujeres que carecen de temperamento. Abundan. Yo no atribuyo mérito a su virtud, porque no tienen que luchar. Pero, téngalo usted muy presente, una Mesalina o una Catalina no será jamás mujer casta. No puede serlo. ¡Ha nacido para la caricia vehemente! Los órganos de su cuerpo no se parecen a los vuestros; su carne es distinta, vibra, enloquece mucho más al contacto de otra carne; y cuando vuestros nervios no han sufrido sensación alguna, los de ella están trabajando, la conmueven y se enseñorean de ella. Veamos si es usted capaz de alimentar a un gavilán con esas semillitas redondas que da a su loro. Sin embargo, los dos son pájaros de pico corvo y fuerte. Pero sus instintos no son los mismos.
¡Los sentidos! Si supiera usted la fuerza que tienen! Ellos os hacen pasar noches enteras febril, con la piel cálida, el corazón latiendo precipitado y la imaginación aguijoneada por imágenes enloquecedoras. Mire usted, señora baronesa: las personas de principios inflexibles son, ni más ni menos, que gentes de naturaleza fría, que sienten celos desesperados de las otras, sin que ellas mismas se den cuenta.
El doctor hizo una pausa, y prosiguió:
—Escúcheme, señora: Llamare Elena. a la persona de la que voy a hablar; ésa si que era mujer sensual. Se le despertó la sensualidad desde su primera niñez. Aún antes de que empezase a hablar. Era una enferma, me dirá usted. ¿Por qué? ¿No serán más bien ustedes unas personas desvigorizadas? Me consultaron cuando sólo tenía doce años. Pude comprobar que era ya mujer, y que la acosaban, sin darle tregua, las ansias amorosas. No había más que verla para comprenderlo. Labios gruesos, vueltos hacia afuera, entreabiertos como flores; cuello fuerte, piel cálida, nariz grande, un poco ancha y palpitante; ojos grandes y brillantes, que encendían a los hombres con su mirada.
¿Quién era capaz de sosegar la sangre de aquel animal ardoroso? Se pasaba las noches llorando sin motivo alguno. Sentía angustias de muerte, porque le faltaba el macho.
La casaron, por fin, a los quince años. Dos más tarde, fallecía su marido, tuberculoso. Lo había agotado. Otro acabó de igual manera a los dieciocho meses. El tercero resistió cuatro años, y optó por separarse de ella. Aún estaba a tiempo.
Al quedarse sola, se propuso vivir castamente. Estaba imbuida de todos los prejuicios que ustedes tienen. Un buen día me mandó llamar, porque sufría crisis nerviosas que la tenían intranquila. Comprendí en seguida que su viudez la estaba matando. Se lo dije. Era una mujer honrada, señora baronesa. A pesar de los tormentos que sufría, se negó a echarse un amante, como yo se lo aconsejé.
En el pueblo decían que estaba loca. Salía de casa durante la noche y se daba grandes caminatas para domar las rebeldías de su cuerpo. Luego sufría síncopes, seguidos de espasmos aterradores.
Vivía sola, en un palacio próximo al de su madre, y a los de otros parientes suyos. Iba yo a visitarla de cuando en cuando, no habiendo qué hacer contra la ‘encarnizada voluntad de la Naturaleza, o contra la propia voluntad de aquella mujer.
Pues bien: una noche, a eso de las ocho, cuando yo acababa de cenar, llegó a mi casa. Así que estuvimos a solas, me dijo:
—Estoy perdida. ¡Me encuentro encinta!
Pegué un bote en mi silla.
—¿Cómo dice?
—¡Que estoy encinta!
—¿Usted?
—Sí, yo.
Bruscamente, con voz entrecortada, mirándome a los ojos, dijo:
—Estoy encinta de mi jardinero, doctor. Un día que me paseaba por el parque sufrí un mareo. El hombre me vio caer, acudió en mi ayuda, y me levantó en sus brazos para llevarme al palacio. ¿Hice yo algo? ¡Lo ignoro! ¿Lo abracé, lo besé? ¡Acaso sí! Usted está al corriente de mi desgracia de mi vergüenza. Sea como sea, me hizo suya. Soy culpable, porque volví a entregarme a él de igual manera al día siguiente, muchos más. ¡Se acabó! Ya me era imposible resistir.
La mujer dejó escapar un sollozo, y prosiguió con altivez:
—Le pagaba un tanto; prefería hacer eso antes que echarme amante, como usted me aconsejó. Me ha dejado embarazada. No tengo para usted recovecos ni vacilaciones. He intentado provocar el aborto. Me he bañado en agua casi hirviendo, he montado caballos muy ariscos, he hecho gimnasia en el trapecio, he tomado pócimas, ajenjo, azafrán y otras cosas más. Y no he conseguido nada. Usted conoce a mi madre y a mis hermanos, ¿verdad? Estoy perdida. Mi hermana está casada con un hombre honrado. Mi deshonra caerá sobre todos ellos. Y ¡qué decir de todos nuestros amigos, de la gente del pueblo, de nuestro buen nombre..., de mi madre...!
Rompió en sollozos. La tomé de las manos y procedí a interrogarla. Por último, la aconsejé que emprendiese un viaje largo y fuese a dar a luz lejos de la región.
Ella contestaba: «Sí..., sí..., sí...»; pero no parecía estar escuchándome.
Se marchó.
La hice varias visitas. Aquella mujer empezaba a desvariar. El pensamiento de aquel niño que iba creciendo en su vientre, de aquella ignominia vivía, se había clavado en su alma como aguda flecha. No dejaba un instante de pensar en ello, no se atrevía a salir de día, ni a recibir visitas por miedo a que se descubriese su secreto vergonzoso. Todas las noches se desnudaba delante de la luna del armario y contemplaba la deformación de su contorno; y después se metía una toalla en la boca para ahogar sus gritos, y se tiraba al suelo. Se levantaba veinte veces de la cama, encendía la luz, y volvía a ponerse frente al ancho espejo. que le presentaba la imagen de su cuerpo abultado. Y, entonces, fuera de si, se daba puñetazos en el vientre, queriendo matar al ser aquel que era su ruina. Se trabó una lucha terrible entre los dos. Pero él no se moría; al contrario, se movía constantemente como si se defendiese. Elena se revolcaba sobre el suelo entarimado para aplastar al que llevaba dentro. Durmió con un peso encima, para ahogarlo. Lo odiaba. como se odia al enemigo encarnizado que amenaza nuestra vida.
Tras estas luchas inútiles, tras estos forcejeos impotentes por desembarazarse de él, huía por los campos, corría desatinada, enloquecida de dolor y de espanto.
Un día la recogieron por la mañana en un arroyo, con los pies metidos en el agua, y la mirada extraviada; la gente supuso que se trataba de un acceso de locura, pero no imaginó la verdad.
Estaba atenazada por una idea fija. Arrancar de su cuerpo aquel. hijo maldito.
Durante una velada, se le ocurrió a su madre decirle riendo:
«¡Cómo estás engordando, Elena! Si tuvieses el marido en casa, yo hubiera creído que estás encinta.»
Estas palabras debieron de ser para ella una puñalada mortal. Dio por terminada su visita, y regresó inmediatamente a su propia casa.
¿Qué ocurrió allí? Volvió sin duda a contemplar durante largo rato su vientre hinchado; sin duda, se dio golpes en él, hasta causarse lastimaduras, y como todas las noches, hizo que chocase contra las esquinas de los muebles. Por último, bajó descalza a la cocina, abrió el armario y echó mano del cuchillo de gran tamaño con que trinchaban la carne. Subió otra vez a su habitación, encendió cuatro velas, y tomó asiento en una silla de mimbre, delante del espejo.
Entonces, irritada y movida de rencor contra aquel embrión desconocido y aterrorizador, resuelta a arrancárselo del seno y a matarlo al fin, a retorcerle el cuello y arrojarlo lejos de sí, buscó el sitio exacto donde se movía aquella larva, y dándose un golpe con la afilada cuchilla, se rajó el vientre.
Debió de actuar con gran rapidez y habilidad, porque consiguió agarrar a aquel enemigo al que hasta entonces no había podido llegar. Tiró de una pierna, lo arrancó del seno, e intentó tirarlo a las cenizas del hogar. Pero no había cortado las ligaduras que lo ataban a ella, quizá antes de darse cuenta de lo que tenía que hacer para arrancarlo de sí, cayó sin sentido, encinta de su hijo, ahogado en una oleada de sangre.
¿Cree usted, señora baronesa, que fue de veras culpable?
El médico se calló y esperó. La baronesa no contestó.

jueves, 19 de junio de 2008

GITANO -- PAUL ANDERSON

GITANO
Poul Anderson


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CIENCIA-FICCION NORTEAMERICANA
Titulo en ingles: Extrangers from Earth 1962

***
Desde lejos capté una visión del Traveler cuando mi nave voló hacia el planeta. La gran nave espacial parecía un
juguete a aquella distancia, una frágil burbuja de metal y aire y energía contra el enorme telón de fondo del espacio.
Pensé en las máquinas que contenía, que silbaban, chirriaban y campaneaban muy débilmente al proseguir su
inacabable serie de servicios, convirtiendo aquel gran casco en un mundo animado. El casco estaba ahora vacío de
vida, y yo experimenté un súbito y extraño sentimiento de simpatía hacia él. Como si estuviera dotado de vida,
comprendí que el Traveler se sentía solitario.
El planeta semejaba ante mí un brillante escudo azul con blasones de nubes y continentes girando en una ilimitada
oscuridad bajo las ardientes estrellas. Habíamos llamado Puerto a aquel mundo; el puerto al final de nuestro largo
viaje, y había pocos nombres más acertados. Puerto de descanso y paz, y un cielo encima destacándose contra el
resplandor del espacio. Era bueno llegar a casa.
Registré los cielos en busca de otra breve visión del Traveler, pero no pude hallar - su pequeña silueta entre aquella
inextricable selva de estrellas. No importa que estuviera en órbita, alrededor de Puerto o anclado en él quizá para
siempre. Me concentré en hacer aterrizar la nave espacial.
La atmósfera silbaba en torno al casco. Tras un mes entre el oscuro y venenoso frío del quinto planeta, solo entre
indígenas extrahumanos, ardía generalmente en deseos de aterrizar, y conduje mi nave con una aceleración
aumentada por los rayos gravitatorios. Pero esta vez puse un poco más de cuidado, diciéndome que era preferible
llegar tarde a cenar que no llegar nunca; o quizá era aquella breve visión del Traveler la que me hizo súbitamente
reflexivo. Después de todo, habíamos pasado buenos ratos a bordo de él.
Dirigí la nave en picado hacia la península situada en la zona templada del Norte, donde estábamos establecidos la
mayoría de nosotros. El aire rasgado silbaba tras de mí cuando choqué con la compacta tierra que nos servía de
campo de aterrizaje. Había unos cuantos almacenes y tiendas de aprovisionamiento a su alrededor, largos y bajos
edificios de gruesas vigas, usados por la mayoría de los colonizadores, y un par de casas particulares a un kilómetro
aproximadamente de distancia. Lo demás era solo alta hierba agitada por el viento, jardines y rústicas alamedas,
alumbradas por un sol que irradiaba en un cielo azul. Al saltar de la nave, el fresco y vivo perfume de la tierra me
salió al encuentro y pude oír el mar, más allá del horizonte.
Tokogama estaba de guardia en el campo. Sentado en el porche de la oficina, fumaba su pipa y observaba el navegar
de las nubes sobre su cabeza, pero me saludó con la cordialidad de viejos amigos que, conociéndose uno a otro
sobradamente, no necesitan muchas palabras.
- Así que estás de jefe de puerto - le dije -. Bueno; ahora lo que tienes que hacer es dejar esa pipa maloliente y
decirme: ¡hola!
- Así es - admitió el otro cariñosamente -. Me conservan aquí solo por mi extraordinario valor ornamental.
Aquello era casi verdad. Nuestro aparato usaba el campo sin formalidad alguna y solo conservábamos en activo esta
única nave espacial. El jefe de puerto no tenía más misión que vigilar el servicio e intervenir en un improbable caso
de emergencia o disputa. Pero ninguno de los pocos cargos públicos de la colonia, capitán, oficial de
comunicaciones y los demás, requería demasiado esfuerzo en una sociedad tan sencilla como la nuestra, y se
ejercían como ocupaciones en tiempo libre por quien lo deseaba. No había compensación, salvo el derecho al primer
turno en el uso de la maquinaria de cultivo o en el alojamiento que usábamos en común.
-¿Cómo ha ido la excursión? - preguntó Tokogama.
- Regular - respondí -. Les di nuestras máquinas y ellos me llenaron los depósitos con sus metales y aleaciones. Y
me las arreglé para tomar algunas notas más sobre sus costumbres y establecer más símbolos en el código de
comunicaciones.
- Lo que significa un sillar muy importante añadido a los muros de la ciencia; pero, en vista del hecho de que eres el
único que siempre va por allí, no importa mucho.
Los negros ojos de Tokogama me miraron con curiosidad. Y añadió:
- ¿Por qué sigues haciendo estas excursiones por allá, Erling? A algunos de los otros chicos no les importaría visitar
el Quinto de cuando en cuando. Will e Yvan me hablaron de ello la semana pasada.
- No soy un cerril - repliqué -. Si ambos o cualquiera de ellos quieren un turno en la labor comercial, que aprendan
pilotaje del espacio y pueden ir. Pero, entre tanto, a mí me gusta mi trabajo y tú lo sabes. Yo fui uno de los que
votaron por continuar la búsqueda de la Tierra.
Tokogama asintió.
- Es verdad que lo fuiste, pero ya hace tres años. Incluso tú debes de haber echado aquí algunas raíces.
- ¡Ah! Claro que sí - confesé riendo. Lo cual me recuerda que tengo hambre y que, a juzgar por el sol, es la hora
local de la comida. Por tanto, voy a tomarla en casa, si Alanna sabe que he vuelto.
- No puede menos de saberlo - sonrió él -. Todo el continente sabe cuándo estás de vuelta, por el modo como rasgas
la atmósfera al volver. Ese guiso casero debe de tener una poderosa atracción magnética.
- Un olor a asado de unos cincuenta mil gauss - repuso, volviendo la cabeza mientras marchaba -. ¿Por qué no vienes
mañana a comer con nosotros?. Invitaré a los demás muchachos y celebraremos una reunión a la antigua usanza.
- Eso es precisamente lo que estaba pensando.
* * *
Saqué mi aeroplano del cobertizo y me elevé con un murmullo de aire y el zumbido de los generadores de gravedad;
pero volaba bajo, sobre los bosques y prados, vagando a una velocidad de cincuenta kilómetros por hora y
contemplando el paisaje tranquilo en el atardecer casi exento de gentes y que mostraba una extensión de tierras
surcadas por brillantes ríos. El sol poniente matizaba las hojas de los árboles y los campos de hierba con un tono de
oro fundido, un áureo resplandor que parecía llenar el frío aire como una presencia tangible; podía oír el piar y
charlar de las grandes bandadas de pájaros que se posaban en los árboles. Sí, era bueno volver al hogar.
Mi casa estaba situada al borde mismo del mar, en una escarpadura arenosa que descendía sobre el agua. Los
frondosos árboles que crecían en sus proximidades casi ocultaban la pequeña edificación de piedra y troncos, pero
sus prados y jardines llegaban lejos, y más allá de ellos estaban los campos que servían a nuestro sustento. Abajo,
junto a ~a playa, se alzaba la caseta de los botes y el pequeño muelle que yo había construido y donde sabia que
nuestra lancha de vela me aguardaba para que la sacase. Sentí de nuevo un hambre de mar casi material, excitada
por el poderoso oleaje que llegaba hasta el salvaje horizonte, por el viento fuertemente salino y el chillido de los
pájaros blancos. Tras un mes en el estéril y confinado aire de la nave espacial, aquello era como nacer de nuevo.
Aterricé ante la casa y salí del aparato. Dos cuerpecillos volaron a mis brazos: Pinar y Miguelín. Entré en la casa con
mis dos hijos subidos a mis hombros. Alanna me esperaba bajo el dintel.
Era alta, casi tan alta como yo, delgada, pelirroja y la mujer más bella del mundo. Nos dijimos pocas palabras; eran
innecesarias. Tuvimos otra cosa que hacer en los próximos minutos.
Después me senté ante un fuego saltarín, en el que pequeñas y bailarinas llamas crepitaban lanzando un oscilante
resplandor rojizo sobre la habitación. Fuera, soplaba el viento, resonaba la puerta y el mar rugía en la oscura playa,
mientras yo contaba a mis hijos mi fabuloso viaje por el espacio, que, en realidad, fue solitario, duro y monótono,
pero que en el hogar parecía una gloriosa aventura.
Los ojos de los chicos no se apartaban de mi rostro mientras hablaba, y podía sentir la ansiedad que resplandecía en
ellos. Los despeñaderos abruptos y desolados del Uno, las húmedas selvas del Dos, las montañas desiertas del
Cuatro, la gran civilización del Cinco, la amarga desolación de los mundos exteriores y, más allá de ellos, las
estrellas. Pero ahora ya estábamos en casa, sentados en una habitación sólida y seca, oyendo al viento cantar afuera.
Yo era feliz, de un modo tranquilo, ya sin la exuberancia de mis primeros regresos. Tal vez contento.
«Bien» - pensaba yo -; aquellas giras al quinto mundo se estaban haciendo rutinarias, lo mismo que la vida en
Puerto, ahora que nuestra colonia se hallaba establecida y nuestras máquinas automáticas o semiautomáticas, con su
tranquilo funcionar, habían aquietado la primera gran oleada de trabajo, peligro y más trabajo. Aquello era progreso,
aquello era lo que habíamos procurado: suprimir la necesidad, el apuro y la inseguridad que habían perturbado
nuestros días. Lo habíamos conseguido; gradualmente llegamos a una seguridad y comodidad que, sin embargo, aún
resultaban incompletas y nos desafiaban a no permanecer inactivos. Los hombres maduros no se juegan la vida
trepando a las más altas ramas de los árboles del modo que lo hacen los chiquillos; andan por el suelo, y cuando
necesitan elevarse, lo hacen, segura y cómodamente, en aeroplanos de turismo.»
- ¿Qué ocurre, Erling? - me preguntó Alanna.
- Pues nada - respondí saliendo de mi meditación súbitamente, al advertir que los chicos estaban acostados y que
mediaba la noche -. Nada, en absoluto. Estaba meditando. Creo que estoy algo cansado. Acostémonos.
- Eres muy mal embustero, Erling - replicó suavemente -. ¿En qué pensabas, en realidad?
- En nada - repuse -. Bueno; es decir, en que, al volver hoy, vi al viejo Traveler, y se me despertaron antiguos
recuerdos.
- Eso sería - dijo ella, y, de pronto, suspiró.
La miré, algo alarmado, pero ya sonreía de nuevo al decir:
- Tienes razón; ya es tarde. Estaremos mejor acostados.
* * *
Al día siguiente di a los chicos un paseo en lancha. Alanna se quedó so pretexto de preparar la comida. Conocía su
opinión de que el desarrollo psíquico equilibrado de los niños requería iguales influencias paternas que maternas.
Como yo estaba fuera de casa tanto tiempo, ya en el espacio, ya con una de las expediciones que iban lentamente
cartografiando nuestro planeta, siempre que permanecía en casa, Alanna me situaba como centro de atracción.
Mi hijo Emar, de nueve años, a quien ya interesaban los microlibros que traíamos del Traveler (procedentes de la
Tierra), la miró y dijo:
- En el Sol no tendrías que guisar, madre; pondrías un cocinero automático y te vendrías con nosotros.
- Me gusta guisar - repuso ella, sonriendo -. Supongo que podríamos tener cocinero automático, ahora que ya se ha
conseguido fabricar casi todos los semirrobots, pero me gusta sacarle el jugo a la vida.
Sus ojos fueron más allá de la casa, playa abajo, a posarse sobre las soleadas e incansables aguas. La brisa marina le
despeinaba el rojo cabello, que fingía una llama bajo la sombra de los árboles.
Creo - siguió - que echarán muchas cosas de menos en el Sistema Solar. Tienen tantas que, por contraste, han
perdido algunas de las que aquí disfrutamos: casa que cuidar, tierras que no vieron nunca los hombres y el placer de
hacer algo con nuestras propias manos.
- Aquello podría gustarte si lo vivieras - indiqué -. Después de todo, por muy documentados que estemos sobre el
Sistema Solar, solo es de oídas.
- Sé que me gusta lo que aquí tenemos - respondió con un tono donde creí notar cierto desafío -. Si Sol es una
leyenda, no estoy muy segura de que me gustara la realidad. Seguro que no estaríamos mejor que en Puerto.
- Todas las pelirrojas son nacionalistas - le dije, riendo, mientras bajaba hacia la playa.
- Y todos los suecos generalizan sin razón - me replicó - cariñosa -. Debía haberme enterado antes de casarse con un
Thorkild.
Afortunadamente, señora Thorkild, no te enteraste.
Los muchachos y yo botamos el velero. Había una buena brisa, y en pocos minutos corríamos hacia el Norte,
costeando bosques y campos, aguantando la resaca de la orilla.
- Debíamos ponerle motor a la Traviesa Anita, papá - sugirió Pinar -. Supón que caiga el viento.
- Me gusta navegar a vela.. - repuse -. La probabilidad de tener que empuñar los remos aumenta la diversión.
- A mí, también - intervino Miguelín, un tanto ambiguamente.
-¿Tienen veleros en la Tierra? - preguntó Emar.
- Deben de tenerlos - respondí -, puesto que yo dibujé la Anita según un libro que trataba de ellos. Pero no creo que
hayan sido siempre iguales. Allí, el mar debe de estar siempre lleno de lanchas, la mayor parte a motor, y aeroplanos
por encima, así como ciertos edificios para poder atracar. Allí no tendrías el mar para ti solo, Emar.
- Y entonces, ¿por qué quieres seguir buscando la Tierra, cuando todos quieren quedarse aquí?
Un chico de nueve años puede hacer preguntas singularmente desconcertantes. Respondí:
- No fui yo el único que votó por proseguir buscando. Y, además, no era precisamente la Tierra, sino la búsqueda en
si, lo que me interesaba. Quería hallar nuevos planetas. Pero ahora hemos logrado una buena casa, aquí, en Puerto.
- Nunca he entendido cómo perdieron la Tierra - adujo.
- Ni tú ni nadie. El Traveler llevaba un cargamento de colonos al Alfa del Centauro (un astro próximo al Sol)
cuando aún hacía pocos años que se había descubierto el hiperimpulso y alcanzado los astros más próximos. Sea
como fuere, algo sucedió. Hubo una gran explosión de los aparatos y nos encontramos en algún sitio que no era la
galaxia, a miles de años luz de nuestra procedencia. No sé a cuánta distancia, exactamente, ya que aún no hemos
sido capaces de volver a encontrar el Sol. Pero, después de reparar la nave, invertimos más de veinte años en
buscarlo. Nunca volvimos a encontrar la patria. Hasta que decidimos establecernos en Puerto, este fue nuestro hogar.
- Yo quisiera saber cómo fue la nave a parar tan lejos.
Me encogí de hombros. Los principios del hiperimpulso son difíciles de explicar, ya que suponen la existencia de
múltiples dimensiones y de funciones discontinuas psi.
Ninguno en la nave - y cuantos tenían conocimientos de Física se habían exprimido los sesos tras el problema - pudo
descubrir qué catástrofe había aniquilado para ellos el espacio-tiempo. Las especulaciones habían abarcado incluso
la curvatura del espacio, cualquiera que fuere la extensión de tal concepto (puntos de discontinuidad infinita, campos
adimensionales (¡y quién sabe cuántas cosas!). Si hubiéramos podido descubrir lo sucedido y regular adecuadamente
el fenómeno que nos habría sobrevenido por un ciego accidente, la galaxia hubiera sido nuestra. Mientras así no
fuese, estábamos limitados a seudovelocidades de un par de años luz, y el cosmos se mofaba de nosotros con su
inmensidad. Pero ¿cómo explicar esto a un niño de nueve años? Respondí, simplemente:
- Si yo supiera eso, sería más sabio que nadie, Emar. Y no lo soy.
* * *
- Quiero ir a nadar - dijo Míguelin.
- Claro - asentí y esa era nuestra idea, ¿no? Anclaremos en la próxima bahía.
- Quiero ir a nadar a la Cueva del Aterrizaje Espacial.
Intenté oponerme; pero Emar se puso de parte de su hermano. Era solo a pocos kilómetros más arriba, y su amplia y
abrigada extensión, su dilatada playa y la selva inmediata lo hacían ideal para semejante expedición. Después de
todo, no había motivo para oponerse, salvo por la fama del lugar.
Suspiré y accedí. Iríamos allá.
Pasamos un buen rato nadando y divirtiéndonos, jugando a la pelota, paseando por la arena y volviendo a nadar. Era
bueno tenderse de nuevo al sol, con el frío y húmedo viento que soplaba del mar y murmuraba entre los árboles; y,
para los chicos, aquella atracción colmaba la jornada. Pero yo tenía que luchar contra aquella novelería. Yo no era
ya un chico que jugará a los astronautas y cosas por el estilo; era el adulto con todas sus responsabilidades.
La comunidad del Traveler había votado, por abrumadora mayoría, establecerse en Puerto, y no había nada que
decir.
Y aquí, medio ocultas entre la alta hierba, medio enterradas en la arena, estaban las señales inequívocas de algo que
habíamos dejado a un lado.
No eran muchas cosas. Unos botes de plástico para alimentos, un par de herramientas rotas de rara forma, algunos
recambios sueltos. Lo bastante para indicar que hacía tiempo, unos diez años, un grupo de astronautas había
aterrizado allí, acampado cierto tiempo, hecho algunas reparaciones y reemprendido el viaje.
No eran del quinto planeta. Aquellos indígenas nunca habían abandonado su mundo, y ni aun con los auxilios
técnicos que les estábamos proporcionando a cambio de sus metales serían capaces de hacerlo, ya que las presiones
que necesitaban para respirar eran demasiado grandes.
No venían tampoco de Sol ni aun de un mundo colonizado, pues no solo eran aquellos restos totalmente distintos de
nuestro equipo, sino que las noticias de un planeta como Puerto, casi gemelo a la Tierra, pero sin una raza indígena
inteligente, habrían atraído a él multitud de aventureros. Así, pues, en algún sitio de la galaxia alguien había
dominado el hiperimpulso y estaba explorando el espacio.
«Como estuvimos haciendo nosotros»
Hice cuanto pude por mostrarme cariñoso al regreso a casa, y creo que lo conseguí, a pesar de la desenfrenada y
romántica charla de Emar sobre aquellos desconocidos. Mas, entre tanto, no podía dejar de recordar.
En veinte años de vuelos espaciales se pueden ver muchísimos mundos y adquirir muchas experiencias. Habíamos
sido casi como dioses, mariposeando de astro en astro, explorando, comerciando, aprendiendo, interviniendo una y
otra vez en los destinos de los indígenas; habíamos luchado, sufrido, reído y admirado silenciosamente. Para la
mayor parte de nosotros, el hambre de nuestro hogar, la aventurada y poco esperanzadora búsqueda, había
ensombrecido aquel panorama de mundos que ahora rememoraba. Pero, frente al cosmos, yo había disfrutado cada
minuto en ello.
Caía en un mal humor inconsolable en cuanto metimos la Traviesa Anita en su embarcadero. Los chicos corrían
hacia la casa delante de mí, pero yo los seguí lentamente. Alanna se reunió conmigo en la puerta.
- Mejor será que os arregléis enseguida - indicó -. Los invitados estarán aquí dentro de un minuto.
- ¡Muy bien!
Ella me miró largamente y apoyó su mano en mi brazo. Bajo los largos y deslumbradores rayos del sol poniente>
sus ojos me parecieron más brillantes que nunca, y me pregunté si no había lágrimas en ellos. Murmuró tranquila:
- Estuvisteis en la Cueva.
- Los chicos quisieron ir - repuse -. Es un buen sitio.
- Erling...
Y se detuvo.
Me quedé contemplando lo hermosa que era; recordé el modo de mirarme la primera vez que la había besado.
Habíamos recorrido aquellos lugares explorando aquel pequeño mundo y negociando con los indígenas nuestros
víveres. El cielo se había oscurecido mientras un sol moribundo lanzaba su escasa y pálida luz sobre la azulosa
nieve. Todo estaba tranquilo, completamente tranquilo. El aire era como vivo fuego en nuestras fosas nasales, y el
cabello de Alanna, la única cosa que tenía color en aquel blanco horizonte que se destacaba entre la escarcha. Hacía
muchísimo tiempo ya, pero nada había cambiado entre nosotros desde entonces.
- ¿Eh? ¿Qué pasa? - anticipé yo.
Su voz me llegó muy rápidamente y muy baja para que los chicos no pudieran oírla.
- Erling, ¿eres realmente feliz aquí?
- Pues... - y al decirlo sentí como un choque casi físico, de sorpresa - claro que lo soy, querida; esa es una pregunta
tonta.
- ¿O lo es la respuesta?
Sonrió con los labios cerrados.
- Pasamos unos ratos agradables en el Traveler. Aun aquellos que protestaban más en aquella ocasión admiten que
ahora son dichosos por haber olvidado algo de la aglomeración, del peligro y del apuro. Pero tú... a veces creo que el
Traveler era tu vida.
- Me gustaba la nave, claro.
Y al decirlo sentí como una necesidad desesperada de defenderme.
- Después de todo, allí nací y allí me crié, y nunca conocí realmente otra cosa. Nuestras visitas planetarias eran tan
cortas y siempre a mundos tan distintos de la Tierra... A ti también te gustaba.
- Claro; era divertido rondar en torno a la galaxia, sin saber nunca lo que podía esperarnos al día siguiente. Pero una
mujer necesita un hogar. Y oye; Erling: muchísimos de tu misma edad, que tampoco habían conocido otra cosa, la
odiaban.
- Yo tenía suerte. Como oficial, disfrutaba de mejor alojamiento, más independencia, y también hay algo propio de
la categoría que, para mí, significaba más que para la generalidad. Pero ¡por el cosmos, Alanna! No creas ahora...
- No creo nada, Erling. Pero en la nave no estabas tan abstraído, tan propenso a soñar despierto; no pasabas sentado
todo el día en el mismo sitio; siempre trabajabas en algo.
Se mordió los labios.
- Entiéndeme bien, Erling; no me cabe duda de que siempre te estás repitiendo lo feliz que eres. Podrías ir a la
tumba, aquí en Puerto, creyendo que habías llevado una vida estupenda. Pero a veces me pregunto...
- Bueno, mira... - empecé.
- No, no; no hables más. Entra y arréglate; los invitados están a punto de llegar.
Entré con la cabeza hecha un torbellino. Mecánicamente me aseé y me puse mi traje de tarde. Cuando salí de la
alcoba, los primeros invitados estaban ya esperando. Allí vi a Angus MacTeague, el viejo primer contramaestre del
Traveler, que fue capitán en el breve tiempo que medió entre la muerte de Kane y nuestra arribada a Puerto.
También estaba mi hermano Gustavo, con quien tenía poca afinidad, salvo nuestro mutuo cariño. Hideyoshi
Tokogama, Iván Petroff, Manuel Ortega y otros dos que llegaron pocos minutos más tarde. Alanna se hizo cargo de
las esposas y los niños, y yo serví bebidas a todos.
Durante un rato se habló de asuntos locales. Estábamos dispersos en una zona muy extensa, y como no se producían
aún bastantes telepantallas para todas las casas, nuestra comunicación se limitaba al viaje directo en avión. Una
granizada en la granja de Gustavo, una ligera avería en el vehículo de la factoría regentada por Ortega, el proyecto
Petroff de crear una flota pesquera semiautomática: pequeñas murmuraciones... Pronto estuvo la comida en la mesa.
Gustavo se entusiasmó con el asado.
- ¿De qué es? - preguntó.
- De un animal indígena que maté el otro día - respondí -. Ungulado, pardo rojizo, cuernos planos y anchos...
- ¡Ah, si! He intentado domesticarlos. Tuve una suerte regular con algunos de esos glusglus.
- ¿Eh?
Y Petroff se le quedó mirando sin comprender.
- Es una especie del lugar - aclaró, riendo, Gustav -. Tenía que llamarlos de algún modo, y los llamé así por el ruido
que hacen.
- En el Traveler no teníamos de esto - dijo Ortega, sirviéndose otro pedazo de carne.
- Nunca creí que allí fuera mala la comida - protesté.
- No; comíamos verduras y frutas hidropónicas, carnes sintéticas y lo que encontrábamos en los diferentes planetas -
admitió Ortega -. Pero aquello no siempre estaba bueno. Las hidropónicas, sobre todo, no tenían el aroma del género
que se cría en la Tierra.
- Eso es cosa de la imaginación - dijo Petroff -. Puedo demostrarlo.
- Demuestres lo que demuestres, los hechos subsisten - replicó Ortega, mirándome -. Pero había sus
compensaciones.
- No las suficientes - murmuró Gustav -. Prefiero mi casa en Puerto.
- Estás siendo injusto con el Traveler - repliqué -. Solo estaba destinado a transportar unas cincuenta personas en un
corto viaje. Cuando perdió su ruta, hace veinte años, y una nueva generación quedó confinada en él, con sus padres,
no es maravilla que se amontonara la gente. Su tripulación mínima es de diez personas. Treinta (unos quince
matrimonios con sus hijos) pueden viajar en él cómoda y seguramente, con habitaciones separadas para todos.
- Y, después.. .- murmuró Tokogama con cierto temor -, nos pasamos más de veinte años luchando, sufriendo y
soportando la monotonía y la desesperanza, en búsqueda de la Tierra... Cuando en todo momento, en cualquiera de
los cien planetas afines a la Tierra, hubiéramos podido hallar... esto.
- Por lo menos - apuntó MacTeague - la mitad del tiempo nos lo pasábamos mirando a la derecha de la galaxia.
Sabíamos que Sol no estaba cerca, por lo que no había posibilidad de ser aplastados, y apenas nos parecieron
familiares las constelaciones, pensamos que éramos capaces de dar con el camino de vuelta - y encogiéndose de
hombros, añadió -: Pero el espacio es, sencillamente, demasiado grande y la información de nuestras tablas
astronáuticas demasiado pequeña.
- Los viajes estelares estaban aún en su infancia cuando iniciamos el nuestro. Un error en ellas, no más que del uno
por ciento, pudo desviarnos varios años luz en el recorrido de unos centenares de pársecs. La galaxia está plagada de
soles tipo GO, que, estadísticamente, es casi seguro que tienen un aspecto tan parecido al Sol terrestre como para
volver loco a un observador poco experto. Si nuestras tablas hubiesen dado las posiciones relativas a S Doradus, por
ejemplo, hubiésemos encontrado el camino con bastante facilidad. Pero empleaban a Sirio como punto de referencia,
y no pudimos dar con Sirio en aquel enjambre de estrellas. No pudimos hacer sino saltar de una en otra, entre las que
podían ser el Sol, y descubrir que no lo eran; seguir adelante con el morboso miedo de que nos estábamos alejando
de él cada vez más, aunque quizá lo teníamos delante de los ojos, oculto por alguna oscura nebulosa. Al fin lo
dejamos por imposible.
- Pero aún hay más - insistió Tokogama -. Todo eso se comprobó, como saben ustedes. Pero estaba por medio el
capitán Kane y su tremenda personalidad, su voluntad rectora de triunfo; y todos teníamos que fiar, más o menos
ciegamente, en él. Mientras vivió, ninguno de nosotros llegó a admitir por completo la posibilidad del fracaso.
Cuando murió, todo pareció derrumbarse de repente.
Asentí sombríamente, recordando aquellos terribles días que siguieron a la revolucionaria tentativa de Seymour para
ocupar el poder, haciéndonos sentir lo cansados que estábamos; la llegada a este astro, que podía haberlo resuelto
todo, con un desenlace feliz, si hubiera pertenecido al sistema solar; el descanso en Puerto, descanso que se había de
convertir en permanencia.
- Algo más nos mantuvo en marcha todos aquellos años - dijo Ortega tranquilamente -. Hubo un elemento entre la
joven generación que gustaba de vagar. El voto de permanencia aquí no fue unánime.
- Ya lo sé - dijo MacTeague. Su serena mirada quedó fija, pensativamente, en mí -. A menudo me pregunto, Erling,
por qué algunos de ustedes no cogen la nave y visitan los próximos astros, solo para ver lo que hay en ellos.
- No serviría de nada - advertí suavemente -. Solo haría aumentar nuestra comezón viajera y siempre habría más
astros que visitar.
- Pero ¿por qué? - Gustavo trabucaba las palabras -. ¿Por qué iba a querer nadie dedicarse a estrellear por ahí? Yo,
por mi parte, he puesto los pies en tierra, en una tierra mía propia; en mi hogar. Estoy construyendo, plantando y
viéndolo hacerse realidad ante mis ojos; y ahí quedará para mis hijos y los hijos de mis hijos. Hay aquí aire y viento,
lluvia, mar, bosques y montañas... ¡Cosmos! ¿Quién quiere más? ¿Quién lo cambiaría por ir sentado en un estéril
tanque de metal, corriendo de astro en astro, sin hogar ni esperanza.
Nadie - contesté yo apresuradamente -. Solo estaba tratando de llevar...
La más insustancial de las existencias - interrumpió alguien -. Ser, simplemente, un... espectador del Universo.
- No, exactamente - dijo Tokogama -. Hay mucho en la que hicimos que alguien tenía que hacer. Extendimos los
beneficios de la civilización a gran número de sitios, trazamos algunos mapas estelares extensos, y, si volvemos a
ver terrícolas alguna vez, encontrarán útiles nuestras tablas y observaciones. Sí; somos vagabundos; ¿y qué? ¿Le
censura usted a un pájaro el no tener cascos?
- Ahora los pájaros los tienen - dije yo - andan por la tierra - lancé una mirada a Alanna - y les gustan.
La conversación se iba poniendo al rojo. La orienté por vías más seguras hasta que nos dirigimos al cuarto de estar.
Con el café y el tabaco empezó de nuevo.
Comenzamos rememorando los pasados tiempos; los planetas que habíamos visto, las hazañas realizadas. ~.
Mundos, soles y lunas que remolineaban en un primitivo y oscuro espacio, constelado de estrellas, figuraron en
nuestra charla; razas extrañas, ciudades extranjeras, magnificencia solitaria de montañas, llanuras y mares, el
enorme universo ante nosotros... ¡Por todos los dioses, que habíamos ido lejos!
Contemplamos llamas azules, como las del Infierno, que hacían resaltar las desnudas cimas de un planeta, cuyo gran
Sol ocupaba casi todo su horizonte; navegamos con una banda de afortunados piratas, sobre un mar rojo como la
sangre recién vertida, hacia las grotescas torres de una fortaleza más antigua que la misma Historia. Habíamos visto
vivos colores y esplendentes metales de un torneo en Drangor y la inmensidad acerada de las ciudades continentales
de Alcán. Habíamos hablado de filosofía con un gran cefalópodo en uno de esos mundos, y fuimos atacados a tiros
por los extraños y bellos habitantes de otro. Nos consideraron dioses de un planeta al libertar a sus naturales de una
plaga que los diezmaba, y concurrimos, como humildes estudiantes, a las aulas y bibliotecas de otro astro. Habíamos
estado a punto de morir, a causa de una tormenta de metano ocurrida en un planeta alejado de su sol, sintiendo
entonces lo que vale la vida, y nos habíamos tendido en las playas paradisíacas de Luanha oyendo la maravillosa
canción del mar; y cabalgamos sobre centauroides que conversaban con nosotros, mientras nos encaminábamos a la
aérea ciudad de sus alados enemigos...
Más que las aventuras, salvajemente románticas - que, después de todo, habían sido hechos harto turbios y
sangrientos -, gustábamos de recordar los lugares; una fogosa puesta de sol en Hralfar; un gran río oscuro, que
surcaba la selva lluviosa de Atlang; un desierto pintado en Thyvari; el esplendoroso disco del Nuevo Júpiter, que se
hinchaba ante nuestros ojos, el frío, la inmensidad, crueldad, vacío, horror y maravilla del propio espacio abierto. Y
en nuestro reducido corrillo de vagabundos incorregibles reinaba la camaradería, el tranquilizador conocimiento
tácito de tener amigos que serían leales, un sentimiento de pertenecerles, como ellos nos pertenecían, sentimiento
que en Gustavo solo se perfeccionó a su llegada entre nosotros, y que ahora parecía que todos lo habíamos perdido.
Perdido, sí; ¿por qué no confesarlo? No nos veíamos ya con demasiada frecuencia, por hallarnos todos ocupados y
esparcidos con exceso, y cuando nos reuníamos, las charlas resultaban, a menudo, algo incoherentes. Pero aquello
no podía evitarse...
La reunión acabó tarde aquella noche. Alanna y yo vimos a nuestros invitados marchar en sus aviones. Cuando el
último vehículo desapareció en el cielo, echamos una ojeada en torno nuestro. La noche era tranquila y fría bajo un
alto y estrellado firmamento en el que se elevaba la luna, cuya luz espejeaba a nuestra vista iluminando el rocío
nocturno a nuestros pies, y danzaba incansable sobre el mar, tendiendo en la tierra un velo de plata. Miré a Alanna,
que contemplaba absorta el oscuro paisaje, como si no lo hubiese visto antes o creyera no volverlo a ver nunca.
La luz de la luna jugueteaba en sus rojos cabellos. Parecía pensar: «¿Qué pasaría si nunca volviese a ver los espacios
abiertos? ¿Qué, si me siento aquí hasta que muera?» Al fin, habló, muy despacio, como si tuviese que dar forma a
cada palabra aislada.
- Comienzo a comprenderlo. Sí, ¡estoy completamente segura!
- Segura, ¿de qué? - pregunté.
- No te hagas el tonto. Ya sabes lo que quiero decir: tú, Manuel, Juan, Hideyosi y los otros que estaban aquí (salvo
Angus y Gus, desde luego, y quizá poquisimos más), no pertenecéis a Puerto. Ninguno de vosotros.
- ¿Cómo es eso?
- Mira; de un hombre nacido y crecido en una ciudad, con una vida acomodada en ella, no se espera que la abandone
de pronto. Quizá nunca. Viviría entre sus paisanos toda su vida, preguntándose vagamente por qué no se sentía del
todo feliz.
- Nosotros... ¡No empieces ahora de nuevo, querida! - balbucí.
-¿Por qué no? Después de todo, Erling, es propia de campesinos la vida - que llevamos aquí. Más o menos
mecanizada, claro es, pero enraizada en el suelo, pegada a él, con rústica solidez y fuerza, con perspectivas
lugareñas. Pero si una nave terrestre tocase aquí mañana, no creo que ni veinte de nosotros quisieran partir en ella.
Pero tú, Erling, tú y tus amigos, crecisteis en la nave y lograsteis una satisfactoria adaptación a ella. Habéis pasado
vagando los años de vuestra formación, y ahora sois cosmopolitas. Para vosotros, una cordillera siempre
representará algo más de lo que en si es debido a lo que hay tras ella. No os basta un horizonte, después de haber
avizorado tantos como hay en el Universo. ¿Encontrar la Tierra? Pero ¡si tú mismo admites que no te importa el no
encontrarla nunca! Lo que tú sientes es el gusto de la exploración. Tú eres un gitano, Erling, y ningún gitano se liga
para siempre a sitio alguno.
Estuvimos largo rato, solos, bajo la fría y tranquila luz de la luna, solos y callados. Cuando, al fin, la miré, estaba
tratando de no llorar, pero le temblaban los labios y las lágrimas titilaban en sus ojos. Cuando hablé, el alma se me
arrancaba con las palabras. Dije:
- Tienes razón, Alanna... Temo que estás en lo cierto. Pero ¿qué le vamos a hacer?
- ¿Hacer? - y rió con extraña y desolada risa -.Es muy sencillo. La respuesta está allá arriba, girando en el cielo.
Coge el Traveler, reúne una tripulación que sienta como tú, ¡y adelante siempre!
- Pero... ¿y tú? ¿Y los niños? Nuestra casa de aquí...
- ¿No lo ves?
Y su risa sonó estrepitosa, despertando un débil eco en la noche.
- ¿No lo ves? ¡Quiero irme contigo también!
Y, casi en mis brazos, repitió:
- ¡Quiero ir contigo también!
* * *
De nada serviría narrar las largas discusiones, las conformidades a contrapelo, los lentos preparativos... hasta que
triunfamos. Dieciséis parejas con una docena de chiquillos estábamos ansiosos de partir.
Transcurrió un año antes de estar listos. Nuestro último año en Puerto. Hasta entonces no había comprendido nunca
cuánto amaba aquel planeta. Estuve a punto de desistir.
«Pero ¡el espacio, el Universo abierto ante nosotros y la nave resucitada!...»
Dejamos en la colonia una serie completa de planos para el caso, improbable, de que los que quedaban quisieran
alguna vez construir una nave espacial por si mismos y un par de lanchas espaciales, así como reproducir todos los
importantes instrumentos mecánicos que el Traveler se llevaba.
Trazaríamos tablas astronáuticas - al menos oficialmente - y, en teoría, podíamos regresar al cabo de algún tiempo.
Pero sabíamos que no volveríamos nunca. Nuestros hijos proseguirían el viaje después de nosotros, y tras ellos los
suyos, creando una civilización enteramente nueva, desarraigada, pero tremendamente viva, que crecería entre las
estrellas. Los que se cansaran de ella, siempre podrían colonizar un planeta y esparcir la especie humana por la
galaxia.
Cuando nuestros descendientes fuesen muchos, construirían nuevas naves, hasta crear una flota, una ciudad móvil,
que vagaría de astro en astro. Sería una cultura autóctona, fundada sobre lo mejor de cada raza y que se esparciría
por los mundos, representando el torrente sanguíneo de una civilización interestelar que estaba gestándose
lentamente en el Universo.
Con el paso de los días y los meses, mis muchachos se impacientaban aún más que yo por partir. Yo sonreía un
poco. En aquellos instantes, ellos solo pensaban en las aventuras que ocurrirían en románticos planetas y en las
grandes hazañas que llevarían a cabo. Bien; si así era, vivirían existencias memorables, pero pronto habrían de
aprender que la paciencia y la perseverancia eran imprescindibles y que existían el afán, el sufrimiento, el peligro...
¡y la vida!
Alanna me tenía un poco perplejo. Estando yo a su lado, se me mostraba alegre, más alegre que nunca la viera. Pero
con frecuencia salía a dar largos paseos, sola, por la playa, por los bosques moteados de sol, o se absorbía ante un
jardín cuyas flores jamás cosecharía. Bueno; así era, y yo estaba harto preocupado, por mi trabajo, para pensar
demasiado en ello.
Por fin llegó el momento y embarcamos para un largo viaje, que aún no ha concluido y espero que nunca cesará.
La noche antes invitamos a Angus y Gustavo a una fiesta de despedida, con el extraño sentimiento de decirles adiós
a sabiendas de que nunca volveríamos a verlos ni a saber de ellos. Era algo casi fúnebre.
Cuando estuvimos solos, por la mañana, corrimos en nuestra lancha hacia el lugar donde habíamos de reunirnos con
nuestros compañeros de viaje; desde allí pasaríamos al Traveler Aún no podía yo convencerme de que era el capitán
de la gran nave que fue hasta entonces, mi mundo; no me parecía real. Subí a ella despacio, invadida mi mente por la
súbita conciencia de mi responsabilidad.
Alanna tocó mi brazo, diciéndome:
- Mira en torno tuyo, Erling. Mira esta tierra nuestra que no volverás a ver.
Me sustraje a mi ensoñación y paseé la mirada por el horizonte. Era temprano; la hierba, aún húmeda, brillaba al
nuevo sol El mar bailaba cabrilleando más allá de los rojizos árboles, voceando su vieja canción a la hermosa tierra
verde, y el viento que desde él soplaba era cortante, agudo y estimulador de vida. Las hierbas del campo se
estremecían al aire, en largas olas verdes, y allá arriba, en lo alto, cantaban los pájaros.
- Es... muy hermosa - dije.
- Sí - me respondió Alanna con voz apenas audible -. Sí, lo es. Vamos, Erling.
Subimos al aparato y sesgamos, cielo arriba. Los chicos me rodearon tumultuosos, mirando hacia adelante en espera
de la primera vista del campo de aterrizaje, sin prestar atención a las selvas, prados y brillantes ríos que se
deslizaban bajo nosotros.
Alanna se sentó detrás de mí, mirando a tierra. Su brillante cabeza estaba inclinada, por lo que no pude verle el
rostro, y aunque quise saber lo que pensaba, por alguna extraña razón, no me atreví a preguntárselo.
FIN

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