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martes, 29 de abril de 2008

El Corazón Delator -- EDGAR ALLAN POE

El Corazón Delator
Edgar Allan Poe
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¡ES VERDAD! nervioso, muy, muy terriblemente nervioso yo había sido y soy; ¿pero por qué dirán
ustedes que soy loco? La enfermedad había aguzado mis sentidos, no destruido, no entorpecido. Sobre
todo estaba la penetrante capacidad de oír. Yo oí todas las cosas en el cielo y en la tierra. Yo oí
muchas cosas en el infierno. ¿Cómo entonces soy yo loco? ¡Escuchen! y observen cuan
razonablemente, cuan serenamente, puedo contarles toda la historia.
Es imposible decir cómo primero la idea entró en mi cerebro, pero, una vez concebida, me acosó día y
noche. Objeto no había ninguno. Pasión no había ninguna. Yo amé al viejo. El nunca me había hecho
mal. Él no me había insultado. De su oro no tuve ningún deseo. ¡Creo que fue su ojo! Sí, ¡fue eso!
Uno de sus ojos parecía como el de un buitre -- un ojo azul pálido con una nube encima. Cada vez que
caía sobre mí, la sangre se me helaba, y entonces de a poco, muy gradualmente, me decidí a tomar la
vida del viejo, y así librarme del ojo para siempre.
Ahora éste es el punto. Ustedes me imaginan loco. Los locos no saben nada. Pero ustedes deberían
haberme visto. Ustedes deberían haber visto cuan sabiamente yo procedí --¡con qué cuidado! -- ¡con
qué previsión, con qué disimulo, yo me puse a trabajar! Nunca fui más amable con el viejo que
durante toda la semana antes de matarlo. Y cada noche cerca de la medianoche yo giraba el picaporte
de su puerta y lo abría, ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando había hecho una apertura suficiente
para mi cabeza, ponía una oscura linterna sorda todo cerrada, cerrada para que ninguna luz saliera, y
entonces metía mi cabeza. ¡Oh, ustedes habrían reído al ver cuan hábilmente la metía! La movía
lentamente, muy, muy lentamente, para no perturbar el sueño del viejo. Me tomó una hora poner mi
cabeza entera dentro de la apertura hasta poder ver como él yacía sobre su cama. ¡Ja! ¿habría sido un
loco tan inteligente como para hacer esto? Y entonces cuando mi cabeza estaba bien dentro del cuarto
abrí la linterna cuidadosamente -- oh, tan cuidadosamente -- cuidadosamente (ya que los goznes
crujían), la abrí apenas tanto como para que un único rayo delgado cayera sobre el ojo de buitre. Y
esto lo hice durante siete largas noches, cada noche sólo a la medianoche, pero encontraba el ojo
siempre cerrado, y así era imposible hacer el trabajo, porque no era el viejo quien me vejaba sino su Ojo Perverso. Y todas las mañanas, cuando el día irrumpía, iba con audacia a su cuarto y le hablaba
valientemente, llamándolo por su nombre en un tono cordial, y averiguando cómo había pasado la
noche. Entonces pueden ver que tendría que haber sido un viejo muy profundo, en verdad, para
sospechar que cada noche, cerca de las doce, yo lo observaba mientras dormía.
Hacia la octava noche fui más precavido que lo común en abrir la puerta. El minutero de un reloj se
mueve con más rapidez que mi propia mano. Nunca antes de esa noche había yo sentido el alcance de
mis propias facultades, de mi sagacidad. Apenas podía contener mis sentimientos de triunfo. Pensar
que allí estaba yo, abriendo la puerta poco a poco, y él ni siquiera soñaba con mis actos o
pensamientos secretos. Yo casi reí con la idea, y quizás él me oyó, ya que de repente se movió en la
cama como alarmado. Ahora ustedes pueden pensar que di marcha atrás -- pero no. Su cuarto era tan
como negro como la brea con la pesada oscuridad (las persianas estaban bien cerradas por el miedo a
los ladrones), y por eso sabía que él no podía ver que la puerta se abría, y seguí empujándola
constantemente, constantemente.
Entré mi cabeza, y estaba por abrir la linterna, cuando mi pulgar se resbaló sobre la lata que la
cerraba, y el viejo saltó en la cama, gritando, "¿Quién anda ahí?"
Me quedé muy quieto y no dije nada. Durante una hora entera no moví ni un músculo, y mientras
tanto no lo oí acostarse. Todavía estaba sentado en la cama, escuchando; al igual que yo lo he hecho
noche tras noche escuchando los relojes de la muerte en la pared.
En un momento, oí un suave gemido, y supe que era el gemido del terror mortal. No era un gemido de
dolor o de pena -- ¡oh, no! Era el sonido sofocado que se levanta desde el fondo del alma cuando ésta
se sobrecarga de temor. Yo conocía bien el sonido. Hace algunas noches, justo a medianoche, cuando
todo el mundo dormía, ha brotado de mi propio pecho, profundizando, con su tremendo eco, los
terrores que me enloquecían. Digo que lo conocía bien. Yo sabía lo que el viejo sentía, y lo compadecí
aunque en mi corazón riera. Sabía que él había estado despierto desde el primer ruido débil cuando se
había vuelto en la cama. Sus temores habían estado creciendo en él desde entonces. Había tratado de
imaginarlos sin causa, pero no podía. Se había estado diciendo a sí mismo, "No es nada, es el viento
en la chimenea, es sólo un ratón corriendo en el piso," o, "es un grillo que ha cantado sólo una vez."
Sí, se había tratado de confortar sí mismo con estas suposiciones; pero fue todo en vano. TODO EN
VANO, porque la Muerte aproximándose a él, lo había acechado con su sombra negra y había
envuelto a la víctima. Y era la influencia fúnebre de la sombra no percibida lo que le hizo sentir,
aunque no veía ni oía, sentir la presencia de mi cabeza dentro del cuarto.
Cuando hube esperado un largo tiempo muy pacientemente sin oír que se recostara, resolví abrir un
poco -- una muy, muy pequeña rendija en la linterna. Así la abría -- ustedes no pueden imaginar qué
tan sigilosamente, sigilosamente - - hasta que al fin un único rayo tenue como el hilo de una araña se disparó desde la rendija y cayó sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, bien, bien abierto, y me puse furioso al observarlo. Lo vi con perfecta precisión -- todo
un azul sombrío con un horrendo velo encima que heló la misma médula de mis huesos, pero no pude ver nada más de la persona o cara del viejo, ya que había dirigido el rayo como por instinto
precisamente sobre el punto maldito.
¿Y ahora, no les he dicho que lo que ustedes confunden con locura no es sino la hiperestesia de los
sentidos? ahora, digo, vino a mis oídos un sonido apagado, sordo, penetrante, así como el de un reloj
envuelto en algodón. Reconocí ese sonido también. Era el golpeteo del corazón del viejo. Aumentó mi furia como el golpeteo de un tambor estimula al soldado en el coraje.
Pero aún así me contuve y me quedé quieto. Apenas respiraba. Sostuve la linterna inmóvil. Traté de
mantener lo más firmemente que pude el rayo sobre el ojo. Mientras tanto el compás infernal del
corazón aumentó. Creció más rápido y más rápido, y más fuerte y más fuerte, cada instante. ¡El terror
del viejo debe haber sido extremo! Se hizo más fuerte, digo, más fuerte cada momento! -- ¿me
entienden bien? Les he contado que soy nervioso: y sí lo soy. Y entonces a la hora muerta de la noche,
en el silencio terrible de esa casa vieja, un ruido tan extraño como ése me excitó a un terror
incontrolable. Pero aún así, por algunos minutos más me contuve y me quedé quieto. Pero el golpeteo
se hizo más fuerte, ¡más fuerte! Pensé que el corazón iba a estallar. Y ahora una inquietud nueva se
apoderó de mí -- ¡el sonido sería oído por un vecino! ¡La hora del viejo había llegado! Con un gran
alarido, abrí la linterna y salté dentro del cuarto. Él gritó una vez -- solamente una vez. En un instante
lo arrastré al piso, y tiré la pesada cama sobre él. Entonces sonreí alegremente, al ver el acto tan bien
hecho. Pero por muchos minutos el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Esto, sin
embargo, no me molestó; no podría oírse a través de la pared. En algún momento cesó. El viejo estaba
muerto. Saqué la cama y examiné el cadáver. Sí, él estaba muerto, bien muerto como una piedra. Puse
mi mano sobre el corazón y la mantuve allí varios minutos. No había pulsación. Bien muerto como
una piedra. Su ojo ya no me molestaría más.
Si todavía me creen loco, ya no lo pensarán cuando describa las precauciones sabias que tomé para el
ocultamiento del cuerpo. La noche pasaba, y trabajé rápidamente, pero en silencio. Lo primero que
hice fue desmembrar el cadáver. Corté la cabeza. Después, los brazos. Después, las piernas.
Levanté tres de las tablas del piso del cuarto, y deposité todo entre las maderas. Luego reemplacé las
placas tan hábilmente tan hábilmente, que ninguno ojo humano -- ni siquiera el suyo -- podría haber
detectado algo fuera de lugar. No había nada para lavar -- ninguna mancha de ningún tipo -- ni un
rastro de sangre -. Había sido demasiado cuidadoso para que eso ocurriera.
Cuando había llegado al fin de estas labores, eran las cuatro en punto --aún oscuro como a
medianoche. Cuando la campanada señaló la hora, hubo un golpe en la puerta de calle. Bajé para abrir
con el corazón alegre, --porque ¿qué había de temer yo ahora? Entraron tres hombres, quienes se
presentaron, con perfecta suavidad, como oficiales de policía. Un grito había sido oído por un vecino
durante la noche; la sospecha de algún crimen se había despertado, la información había llegado a la
oficina de la policía, y ellos (los oficiales) habían sido enviados para investigar las propiedades.
Sonreí, -- ¿porque qué había yo de temer? Les di la bienvenida a los caballeros. El grito, dije, fue mío
en un sueño. El viejo, mencioné, había partido al campo. Llevé a mis visitantes por toda la casa. Los
invité a que buscaran --que buscaran bien. Los conduje, en un momento, a su habitación. Les mostré
sus tesoros, seguros, inalterados. Con el entusiasmo de mi confianza, traje sillas al cuarto, y les rogué
que descansaran aquí de sus fatigas, mientras yo mismo, con la osadía salvaje de mi triunfo perfecto,
coloqué mi propio asiento en el mismo lugar sobre el que descansaba el cadáver de la víctima.
Los oficiales estaban satisfechos. Mi COMPORTAMIENTO los había convencido. Yo estaba
particularmente tranquilo. Ellos se sentaron y mientras yo contestaba animadamente, charlaron de
cosas familiares. Pero, mientras tanto, sentí que me iba poniendo pálido y deseé que se fueran. La
cabeza me dolía, y me imaginé un zumbido en mis oídos; pero ellos aún estaban sentados, y aún
charlaban. El zumbido se hacía más claro: hablé desenfrenadamente para conseguir librarme de lo que
sentía: pero continuó y ganó carácter definitivo -- hasta que, en un momento, descubrí que el ruido
NO estaba dentro de mis oídos.
Sin duda que ahora me puse MUY pálido; pero hablé más fluidamente, y en voz más alta. Sin
embargo el sonido aumentó -- ¿y qué podía hacer? Era un sonido APAGADO, SORDO,
PENETRANTE -- MUY PARECIDO AL QUE HACE UN RELOJ ENVUELTO EN ALGODÓN.
Me costaba respirar, y sin embargo los oficiales no lo oían. Hablé más rápido, más vehementemente
pero el ruido constantemente aumentaba. Me levanté y argumenté sobre tonterías, en un tono alto y
con gesticulaciones violentas; pero el ruido constantemente aumentaba. ¿Por qué no se iban ellos?
Recorrí el piso de aquí para allá con pasos pesados, como si me excitaran a la furia las observaciones
de los hombres, pero el ruido constantemente aumentaba. ¡Oh Dios! ¿qué PODÍA yo hacer? ¡Lancé
espuma -- enloquecí -- maldije! Movía la silla en la que había estado sentado, y la hacía rechinar sobre
las tablas, pero el ruido se levantaba sobre todo y continuamente aumentaba. Se hizo más fuerte
--más fuerte --¡más fuerte! Y todavía los hombres charlaban gratamente, y sonreían.
¿Era posible que
no lo oyeran? ¡Dios Todopoderoso! -- ¿nada, nada? ¡Ellos oían! -- ¡ellos sospechaban! -- ¡ellos
SABÍAN! -- ¡ellos se estaban burlando de mi horror! -- esto pensé, y esto pienso. ¡Pero cualquier cosa
era mejor que esta agonía! ¡Cualquier cosa era más tolerable que este desprecio! ¡Ya no podía
soportar más esas sonrisas hipócritas! ¡Sentí que debía gritar o morir! -- y ahora --otra vez
--¡escuchen! ¡más fuerte! ¡más fuerte! ¡más fuerte! ¡MÁS FUERTE! --
"¡Villanos!" grité, "¡no disimulen más! ¡Admito el acto! -- ¡arranquen las tablas! -- ¡aquí, aquí! -- ¡es
el latir de su horrible corazón!"

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