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lunes, 25 de enero de 2010

HISTORIAS NEGRAS DE LA ESPAÑA PROFUNDA

Información útil acerca de "http://bloodgothic.blogspot.com/2010/01/alcacer-la-espana-negra.html"


domingo 24 de enero de 2010
ALCACER ---- LA ESPAÑA NEGRA



ALCACER ---- LA ESPAÑA NEGRA

LA DESAPARICIÓN ALCACER --- LA ESPAÑA NEGRA

ALCACER , LA BUSQUEDA ---- LA ESPAÑA NEGRA

ALCACER , EL HALLAZGO ---- LA ESPAÑA NEGRA

ALCACER , LA FOSA ---- LA ESPAÑA NEGRA

LA ESPAÑA NEGRA -- ALCARCER

ALCACER -- LA DETENCION --- LA ESPAÑA NEGRA



Publicado por snake en 23:58

Etiquetas: alcacer, diligencias, las niñas de alcacer
_________________________________

con referencia a: http://bloodgothic.blogspot.com/2010/01/alcacer-la-espana-negra.html (ver en Google Sidewiki)

miércoles, 13 de enero de 2010

Friedrich Nietzsche -- EL ANTICRISTO

Friedrich Nietzsche

EL ANTICRISTO

1

Mirémonos cara a cara. Somos hiperbóreos; sabemos perfectamente bien hasta qué punto vivimos aparte.

“Ni por mar ni por tierra encontrarás un camino que conduzca a los hiperbóreos”; ya Píndaro supo esto,

mucho antes que nosotros. Más allá del Norte, del hielo, de la muerte; nuestra vida, nuestra felicidad...

Hemos descubierto la felicidad, conocemos el camino, hemos encoritrado la manera de superar milenios

enteros de laberinto. ¿Quién más la ha encontrado? ¿El hombre moderno acaso? “Estoy completamente

desorientado, soy todo lo que está completamente desorientado”, así se lamenta el hombre moderno... De

este modernismo estábamos aquejados; de la paz ambigua, de la transacción cobarde, de toda la ambigüedad

virtuosa del moderno sí y no. Esta tolerancia y largeur del corazón que todo lo “perdona” porque todo

lo “comprende” se convierte en sirocco para nosotros. ¡Más vale vivir entre ventisqueros que entre las virtudes

modernas y demás vientos del Sur!... Éramos demasiado valientes, no teníamos contemplaciones para

nosotros ni para los demás; pero durante largo tiempo no sabíamos encauzar nuestra valentía. Nos volvimos

sombríos y se nos llamó fatalistas. Nuestro fatum era la plenitud, la tensión, la acumulación de las energías.

Ansiábamos el rayo y la acción; de lo que siempre más alejados nos manteníamos era de la felicidad de los

débiles, de la “resignación”... Nuestro ambiente era tormentoso; la Naturaleza en que consistimos se

oscurecía, pues no teníamos un camino. La fórmula de nuestra felicidad: un sí, un no, una recta, una meta...

2

¿Qué es bueno? Todo lo que acrecienta en el hombre el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el

poder mismo.

¿Qué es malo? Todo lo que proviene de la debilidad.

¿Qué es felicidad? La conciencia de que se acrecienta el poder; que queda superada una resistencia.

No contento, sino aumento de poder; no paz, sino guerra; no virtud, sino aptitud (virtud al estilo renacentista,

virtù, virtud carente de moralina).

Los débiles y malogrados deben perecer; tal es el axioma capital de nuestro amor al hombre. Y hasta se

les debe ayudar a perecer.

¿Qué es más perjudicial que cualquier vicio? La compasión activa con todos los débiles y malogrados; el

cristianismo...

3

El problema que así planteo no es: qué ha de reemplazar a la humanidad en la sucesión de los seres (el

hombre es un fin), sino qué tipo humano debe ser desarrollado, potenciado, entendido como tipo superior,

más digno de vivir, más dueño de porvenir.

Este tipo humano superior se ha dado ya con harta frecuencia, pero como golpe de fortuna, excepción,

nunca como algo pretendido. Antes al contrario, precisamente el ha sido el mas temido, era casi la encarnación

de lo terrible; y como producto de este temor ha sido pretendido, desarrollado y alcanzado el tipo

opuesto: el animal doméstico, el hombre-rebaño, el animal enfermo “hombre”; el cristiano...

4

La humanidad no supone una evolución hacia un tipo mejor, más fuerte o más elevado, en la forma como

se lo cree hoy día. El “progreso” no es más que una noción moderna, vale decir, una noción errónea. El

europeo de ahora es muy inferior al europeo del Renacimiento; la evolución no significa en modo alguno y

necesariamente acrecentamiento, elevación, potenciación.

En un sentido distinto cuajan constantemente en los más diversos puntos del globo y en el seno de las

más diversas culturas, casos particulares en los que se manifiesta en efecto un tipo superior: un ser que en

comparación con la humanidad en su conjunto viene a ser algo así como un superhombre. Tales casos

excepcionales siempre han sido posibles y acaso lo serán siempre. Y linajes, pueblos enteros pueden

encarnar eventualmente tal golpe de fortuna.

5

No es posible adornar y engalanar al cristianismo; ha librado una guerra a muerte contra este tipo humano

superior, ha execrado todos los instintos básicos del mismo y extraído de dichos instintos el mal, al

Maligno: al hombre pletórico domo el hombre típicamente reprobable, como el “réprobo”. El cristianismo

ha encarnado, la defensa de todos los débiles, bajos y malogrados; ha hecho un ideal del repudio de los instintos

de conservación de la vida pletórica; ha echado a perder hasta la razón inherente a los hombres intelectuales

más potentes, enseñando a sentir los más altos valores de la espiritualidad como pecado, extravío

y tentación. El ejemplo más deplorable es la ruina de Pascal; quien creía que su razón estaba corrompida

por el pecado original, cuando en realidad estaba corrompida por el cristianismo.

6

¡Espectáculo doloroso, pavoroso, el que se me ha revelado! Descorrí el velo de la corrupción del hombre.

Esta palabra, en mis labios, está por lo menos al abrigo de una sospecha: la de que comporte una acusación

moral contra el hombre. Está entendida -insisto en este tema- carente de moralina; y esto hasta el punto

que para mí esta corrupción se hace más patente precisamente allí donde en forma más consciente se ha

aspirado a la “virtud” a la “divinidad”. Como se ve, yo entiendo la corrupción como décadence; sostengo

que todos los valores en los que la humanidad sintetiza ahora su aspiración suprema son valores de la décadence.

Se me antoja corrupto el animal, la especie, el individuo que pierde sus instintos; que elige, prefiere, lo

que no le conviene. La historia de los “sentimientos sublimes”, de los “ideales de la humanidad” -y es

posible que yo tenga que contarla- sería, casi, también la explicación del porqué de la corrupción del

hombre. La vida se me aparece como instinto de crecimiento, de supervivencia, de acumulación de fuerzas,

de poder; donde falta la voluntad de poder, aparece la decadencia. Afirmo que en todos los más altos

valores de la humanidad falta esta voluntad; que bajo los nombres más sagrados imperan valores de la

decadencia, valores nihilistas.

7

Se llama al cristianismo la religión de la compasión. La compasión es contraria a los efectos tónicos que

acrecientan la energía del sentimiento vital; surte un efecto depresivo. Quien se compadece pierde fuerza.

La compasión agrava y multiplica la pérdida de fuerza que el sufrimiento determina en la vida. El

sufrimiento mismo se hace contagioso por obra de la compasión; ésta es susceptible de causar una pérdida

total en vida y energía vital absurdamente desproporcionada a la cantidad de la causa (el caso de la muerte

del Nazareno). Tal es el primer punto de vista; mas hay otro aún más importante. Si se juzga la compasión

por el valor de las reacciones que suele provocar, se hace más evidente su carácter antivital. Hablando en

términos generales, la compasión atenta contra la ley de la evolución, que es la ley de la selección. Preserva

lo que debiera perecer; lucha en favor de los desheredados y condenados de la vida; por la multitud de lo

malogrado de toda índole que retiene en la vida, da a la vida misma un aspecto sombrío y problemático. Se

ha osado llamar a la compasión una virtud (en toda moral aritocrática se la tiene por una debilidad); se ha

llegado hasta a hacer de ella la virtud, raíz y origen de toda virtud; claro que-y he aquí una circunstancia

que siempre debe tenerse presente-desde el punto de vista de una filosofía que era nihilista, cuyo lema era

la negación de la vida. Schopenhauer tuvo en esto razón: por la compasión de la vida se niega, se hace más

digna de ser negada; la compasión es la práctica del nihilismo. Este instinto depresivo y contagioso, repito,

es contrario a los instintos tendentes a la preservación y la potenciación de la vida; es como multiplicador

de la miseria y preservador de todo lo miserable, un instrumento principal para el acrecentamiento de la

décadence; ¡la compasión seduce a la nada!... Claro que no se dice “la nada”, sino “más allá”, o “Dios”, o

“la vida verdadera”, o “nirvana, redención, bienaventuranza”... Esta retórica inocente del reino de la

idiosincrasia religioso-moral aparece al momento mucho menos inocente si se comprende cuál es la tendencia

que aquí se envuelve en el manto de las palabras sublimes: la tendencia antivital. Schopenhauer era

un enemigo de la vida; por esto la compasión se le apareció como una virtud... Aristóteles, como es sabido,

definió la compasión como estado morboso y peligroso que convenía combatir de vez en cuando mediante

una purga; entendió la tragedia como purgante. Desde el punto de vista del instinto vital, debiera buscarse,

en efecto, un medio para punzar tal acumulación morbosa y peligrosa de la compasión como la representa

el caso Schopenhauer (y, desgraciadamente, toda nuestra décadence literaria y artística, desde San

Petersburgo hasta París, desde Tolstoi hasta Wagner); para que reviente... Nada hay tan malsano, en medio

de nuestro modernismo malsano, como la compasión cristiana. Ser en este caso médico, mostrarse impla-

cable, empuñar el bisturí, es propio de nosotros; ¡tal es nuestro amor a los hombres, con esto somos nosotros

filósofos, nosotros los hiperbóreos!

8

Es necesario decir a quién consideramos nuestro antípoda: a los teólogos y todo aquel por cuyas venas

corre sangre de teólogo; a toda nuestra filosofía... Hay que haber visto de cerca la fatalidad, aún mejor,

haberla experimentado en propia carne, haber estado en trance de sucumbir a ella, para dejarse de bromas

en esta cuestión (el libre-pensamiento de nuestros señores naturalistas y fisiólogos es a mi entender una

broma; les falta la pasión en estas cosas, no sufren por ellas). Ese emponzoñamiento va mucho más lejos de

lo que se cree; he encontrado el instinto de teólogo de la “soberbia” en todas partes donde el hombre se

siente hoy “idealista”, donde en virtud de un presunto origen superior se arroga el derecho de adoptar ante

la realidad una actitud de superioridad y distanciamiento... El idealista, como el sacerdote, tiene todos los

grandes conceptos en la mano (¡y no solamente en la mano!) y con desprecio condescendiente los opone a

la “razón”, los “sentidos”, los “honores”, el “bienestar” y la “ciencia”; todo esto lo considera inferior, como

fuerzas perjudiciales y seductoras sobre las cuales flota el “espíritu” en estricta autonomía; como si la

humildad, la castidad, la pobreza, en una palabra: la santidad, no hubiese causado hasta ahora a la vida un

daño infinitamente más grande que cualquier cataclismo y vicio... El espíritu puro es pura mentira...

Mientras el sacerdote, este negador, detractor y envenenador profesional de la vida, sea tenido por un tipo

humano superior, no hay respuesta a la pregunta ¿qué es verdad? Se ha puesto la verdad patas arriba si el

abogado consciente de la nada y de la negación es tenido por el representante de la “verdad”...

9

Yo combato este instinto de teólogo; he encontrado su rastro en todas partes. Quien tiene en las venas

sangre de teólogo adopta desde un principio una actitud torcida y mendaz ante todas las cosas. El pathos

derivado de ella se llama fe: cerrar los ojos de una vez por todas ante sí mismo, para no sufrir el aspecto de

la falsía incurable. Se hace una moral, una virtud, una santidad de esta óptica deficiente, relativa a todas las

cosas; se vincula la conciencia tranquila con la perspectiva torcida; se exige que ninguna óptica diferente

pueda tener ya valor, tras haber hecho sacrosanta la suya propia con los nombres de “Dios”, “redención” y

“eterna bienaventuranza”. He sacado a luz por doquier el instinto de teólogo; es la modalidad más difundida,

la propiamente solapada, de la falsía. Lo que un teólogo siente como verdadero no puede por

menos de ser falso; casi pudiera decirse que se trata de un criterio de la verdad. Su más soterrado instinto de

conservación prohíbe que la realidad sea verdadera, ni siquiera pueda manifestarse, en punto alguno. Hasta

donde alcanza la influencia de los teólogos está puesto al revés el juicio de valor, están invertidos, por

fuerza, los conceptos “verdadero” y “falso”; lo más perjudicial para la vida se llama aquí “verdadero” y lo

que eleva, acrecienta, afirma, justifica y exalta la vida se llama “falso”... Dondequiera que veamos a

teólogos extender la mano, a través de la “conciencia” de los príncipes (o de los pueblos), hacia el poder,

no dudemos de que en definitiva es la voluntad antivital, la voluntad nihilista, la que aspira a dominar y la

que se encuentra en juego...

10

Entre alemanes se comprende en seguida si digo que la filosofía está corrompida por la sangre de teólogo.

El pastor protestante es el abuelo de la filosofía alemana y el protestantismo mismo es su pecado

original. Definición del protestantismo: la hemiplejía del cristianismo y de la razón... Basta pronunciar la

palabra “Seminario de Tubinga” para comprender qué cosa es, en definitiva, la filosofía alemana: una

teología pérfida... El suabo es el mentiroso número uno en Alemania; miente con todo candor... ¿Cuál es la

causa del regocijo que el advenimiento de Kant provocó en el mundo de los eruditos alemanes, cuyas tres

cuartas partes se componen de hijos de pastores y maestros? ¿Cuál es la causa de la convicción alemana,

que todavía halla eco, de que a partir de Kant las cosas andan mejor? El instinto de teólogo agazapado en el

erudito alemán adivinó lo que volvía a ser posible... Estaba abierto un camino por donde retornar subrepticiamente

al antiguo ideal; el concepto “mundo verdadero” y el concepto de la moral como esencia del

mundo (¡los dos errores mas perniciosos que existen!), gracias a un escepticismo listo y ladino volvían a

ser, ya que no demostrables, sí irrefutables... La razón, el derecho de la razón, había decretado Kant, no

alcanza tan lejos... Se había hecho de la realidad una “apariencia”; se había hecho de un mundo

enteramente ficticio, el del Ser, la realidad... El éxito de Kant no es más que el éxito de un teólogo; Kant,

como Lutero, como Leibniz, fue una cortapisa más de la probidad alemana, demasiado floja de suyo.

11

Diré aún dos palabras contra el moralista Kant. Toda virtud debe ser la propia invención de uno, la

íntima defensa y necesidad de uno; en cualquier otro sentido sólo es un peligro. Lo que no está condicionado

por nuestra vida, la perjudica; cualquier virtud practicada nada más que por respeto al concepto

“virtud”, como lo postulaba Kant, es perjudicial. La “virtud”, el “deber”, el “bien en sí”, el bien impersonal

y universal; todo esto son quimeras en las que se expresa la decadencia, la debilidad última de la vida, lo

chinesco a la königsberguiana. Las más fundamentales leyes de conservación y crecimiento prescriben

justamente lo contrario: que cada cual debe inventarse su propia virtud, su propio imperativo categórico.

Un pueblo sucumbe si confunde su específico deber con el deber en sí. Nada arruina de manera tan profunda

a íntima cualquier deber “impersonal”, cualquier sacrificio en aras del Moloc de la abstracción.

¡Cómo no se sintió el imperativo categórico de Kant como un peligro mortal!... ¡El instinto de teólogo

llevó a cabo su defensa! Un acto impuesto por el instinto de la vida tiene en el placer que genera la prueba

de que es un acto justo; sin embargo, ese nihilista de entrañas cristiano-dogmáticas entendía el placer como

objeción... ¿Qué arruina tan rápidamente como trabajar, pensar y sentir sin que medie una necesidad

interior, una vocación hondamente personal, un placer?, ¿cómo autómata del “deber”? Tal cosa es nada

menos que la receta para la décadence, hasta para la idiotez... Kant se convirtió en un idiota. ¡Y fue el

contemporáneo de Goethe! ¡Esta araña fatal ha sido, y sigue siendo, considerada como el filósofo alemán!...

Me cuido muy mucho de decir lo que pienso de los alemanes... ¿No interpretó Kant la Revolución

francesa como el paso de la forma inorgánica del Estado a la forma orgánica? ¿No se preguntó él si había

un acontecimiento que no podía explicarse más que por una predisposición moral de la humanidad, así que

quedaba demostrada de una vez por todas la “tendencia de la humanidad al bien”?; ¿y no se dio esta respuesta:

“este acontecimiento es la Revolución”? El instinto equivocado en todas las cosas, la antinaturalidad

como instinto, la décadence alemana como filosofía; ¡he aquí Kant!

12

Abstracción hecha de algunos escépticos, que representan el tipo decente de la filosofía, el resto desconoce

las exigencias elementales de la probidad intelectual. Todos esos grandes idealistas y portentosos se

comportan como las mujeres: toman los “sentimientos sublimes” por argumentos, el “pecho expandido”

por un fuelle de la divinidad y la convicción por el criterio de la verdad. Por último, Kant, con candor

“alemán”, trató de dar a esta forma de la corrupción, a esta falta de conciencia intelectual, un carácter científico

mediante el concepto “razón práctica”; inventó expresamente una razón para el caso en que no se debía

obedecer a la razón, o sea cuando ordenaba el precepto moral, el sublime imperativo del “tú debes”.

Considerando que en casi todos los pueblos el filósofo no es sino la evolución ulterior del tipo sacerdotal,

no sorprende este legado del sacerdote, la sofisticación ante sí mismo: Quien tiene que cumplir santas

tareas, por ejemplo la de perfeccionar, salvar, redimir a los hombres; quien lleva en sí la divinidad y es el

portavoz de imperativos superiores, en virtud de tal misión se halla al margen de toda valoración

exclusivamente racional; ¡él mismo está santificado por semejante tarea, él mismo es el exponente de un

orden superior!... ¡Qué le importa al sacerdote la ciencia! ¡Él está por encima de esto! ¡Y hasta ahora ha

dominado el sacerdote! ¡Él determinaba los conceptos “verdadero” y “falso”!

13

Apreciemos cabalmente el hecho de que nosotros mismos, los espíritus libres, somos ya una “transmutación

de todos los valores”, una viviente y triunfante declaración de guerra a todos los antiguos conceptos

de “verdadero” y “falso”. Las conquistas más valiosas del espíritu son las últimas en lograrse; mas las

conquistas más valiosas son los métodos. Durante milenios todos los métodos, todas las premisas de nuestro

actual cientifismo han chocado con el más profundo desprecio; con ellos se estaba excluido del trato con

los “hombres de bien”, se era considerado como un “enemigo de Dios”, un detractor de la verdad, un

“poseído”. Como espíritu científico se era un tshandala... Hemos tenido que hacer frente a todo el pathos

de la humanidad, a su noción de lo que debe ser la verdad, de lo que debe ser el culto de la verdad; hasta

ahora, todo “tú debes” estaba dirigido contra nosotros... Nuestros objetos, nuestras prácticas, nuestro modo

de proceder tranquilo, cauteloso y desconfiado; todo esto le parecía desde todo punto indigno y despreciable.

Pudiera preguntarse, en definitiva, y no sin fundamento, si no ha sido en el fondo un gusto estético

lo que durante tanto tiempo ofuscaba a la humanidad; ésta exigía a la verdad un efecto pintoresco, y

asimismo al cognoscente que ejerciera un fuerte estímulo sobre los sentidos. Nuestra modestia ha sido lo

que desde siempre era contrario a su gusto... ¡Oh, qué bien adivinaron esto esos pavos de Dios!

14

Hemos rectificado conceptos. Nos hemos vuelto más modestos en toda la línea. Ya no derivamos al

hombre del “espíritu”, de la “divinidad”; lo hemos reintegrado en el mundo animal. Se nos antoja el animal

más fuerte, porque es el más listo; una consecuencia de esto es su espiritualidad. Nos oponemos, por otra

parte, a una vanidad que también en este punto pretende levantar la cabeza; como si el hombre hubiese sido

el magno propósito subyacente a la evolución animal. No es en absoluto la cumbre de la creación; todo ser

se halla, al la do de él, en idéntico peldaño de la perfección... Y afirmando esto aun afirmamos demasiado;

el hombre es, relativamente, el animal más malogrado, más morboso, lo más peligrosamente desviado de

sus instintos, ¡claro que por eso mismo también el más interesante! En cuanto a los animales, Descartes fue

el primero en definirlos con venerable audacia como machinas; toda nuestra fisiología está empeñada en

probar esta tesis. Lógicamente, nosotros ya no exceptuamos al hombre, como lo hizo aun Descartes; se

conoce hoy día al hombre exactamente en la medida en que está concebido como machina. En un tiempo se

atribuía al hombre, como don proveniente de un orden superior, el “libre albedrío”; ahora le hemos quitado

incluso la volición, en el sentido de que ya no debe ser interpretada como una facultad. El antiguo término

“voluntad” sólo sirve para designar una resultante, una especie de reacción individual que sigue

necesariamente a una multitud de estímulos en parte encontrados, en parte concordantes; la voluntad ya no

“actúa”, ya no “acciona”... En tiempos pasados se consideraba la conciencia del hombre, el “espíritu”,

como la prueba de su origen superior, de su divinidad; para perfeccionar al hombre, se le aconsejaba retraer

los sentidos al modo de la tortuga, cortar relaciones con las cosas terrenas y despojarse de lo que tiene de

mortal, quedando entonces lo principal de él, el “espíritu puro”. También en este rcspecto hemos

rectificado conceptos; la conciencia, el “espíritu” se nos aparece precisamente como síntoma de una

imperfección relativa del organismo, como tanteo, ensayo, y yerro, como esfuerzo en que se gasta

innecesariamente mucha energía nerviosa; negamos que nada pueda ser perfeccionado mientras no se tenga

conciencia de ello. El “espíritu puro” es pura estupidez; si descontamos el sistema nervioso y los sentidos,

lo que tiene de mortal el hombre, nos equivocamos en nuestros cálculos; ¡nada más! ...

15

Ni la moral ni la religión corresponden en el cristianismo a punto alguno de la realidad. Todo son causas

imaginarias (“Dios”, “alma”, “yo”, “espíritu, del libre albedrío”, o bien “el determinismo”); todo son

efectos imaginarios (“pecado”, “redención”, “gracia”, “castigo”, “perdón”). Todo son relaciones entre seres

imaginarios (“Dios”, “ánimas” “almas”); ciencias naturales imaginarias (antropocentricidad; ausencia

total del concepto de las causas naturales); una sicología imaginaria (sin excepción, malentendidos sobre sí

mismo, interpretaciones de sentimientos generales agradables o desagradables, por ejemplo de los estados

del nervus sympathicus, con ayuda del lenguaje de la idiosincrasia religioso-moral, “arrepentimiento”, “remordimiento”,

“tentación del Diablo”, la proximidad de Dios”); una teleología imaginaria (“el reino de

Dios”, el “juicio Final”, “la eterna bienaventuranza”). Este mundo de la ficción se distingue muy desventajosamente

del mundo de los sueños, por cuanto éste refleja la realidad, en tanto que aquél falsea, desvaloriza

y repudia la realidad. Una vez inventado el concepto “Naturaleza” en contraposición a “Dios”, el término

“natural” era por fuerza sinónimo de “execrable”; todo ese mundo ficticio tiene su raíz en el odio a lo

natural (¡a la realidad!), es la expresión de una profunda aversión a lo real. Pero con esto queda explicado

todo. Sólo quien sufre de la realidad tiene razones para sustraerse a ella por medio de la mentira. Mas

sufrir de la realidad significa ser una realidad malograda... El predominio de los sentimientos de desplacer

sobre los sentimientos de placer es la causa de esa moral y religión basadas en la ficción; mas tal

predominio es la fórmula de la décadence...

16

La misma conclusión se desprende de la crítica del concepto cristiano de Dios. Un pueblo que cree en sí

tiene también su dios propio. En él venera las condiciones gracias a las cuales prospera y domina, sus

virtudes; proyecta su goce consigo mismo, su sentimiento de poder, en un ser al que puede dar las gracias

por todo esto. Quien es rico ansía dar; un pueblo orgulloso tiene necesidad de un dios para ofrendar... En

base a tales premisas, la religión es una forma de la gratitud. Se está agradecido por sí mismo; para esto se

ha menester un dios. Tal dios debe poder beneficiar y perjudicar, estar en condiciones de ser amigo y

enemigo; se lo admira por lo uno y por lo otro. La castración antinatural de la divinidad, en el sentido de

convertirlo en un dios exclusivo del bien, sería de todo punto indeseable en este orden de ideas. Se necesita

del dios malo en no menor grado que del bueno, como que no se debe la propia existencia a la tolerancia y

la humanidad... ¿De qué serviría un dios que no conociera la ira, la venganza, la envidia, la burla, la astucia

y la violencia?, ¿que a lo mejor hasta fuera ajeno a los ardeurs inefables del triunfo y de la destrucción? A

un dios así no se lo comprendería; ¿para qué se lo tendría? Claro que si un pueblo se hunde; si siente

desvanacerse para siempre su fe en el porvenir, su esperanza de libertad; si la sumisión entra en su

conciencia como conveniencia primordial y las virtudes de los sometidos como condiciones de existencia,

por fuerza cambia también su dios. Éste se vuelve tímido, cobarde, medroso y modesto, aconseja la “paz

del alma”, la renuncia al odio, la indulgencia y aun el “amor” al amigo y al enemigo. Moraliza sin cesar,

penetra en las cuevas de todas las virtudes privadas y se convierte en dios para todo el mundo, en particular,

cosmopolita... Si en un tiempo representó a un pueblo, la fuerza de un pueblo, todo lo que había de agresivo

y pletórico en el alma de un pueblo, ahora ya no es más que el buen Dios... En efecto, no existe para los

dioses otra alternativa: o son la voluntad de poder, y mientras lo sean serán dioses de pueblos, o son la

impotencia para el poder; y entonces se vuelven necesariamente buenos...

17

Dondequiera que declina la vóluntad de poder se registra un decaimiento fisiológico, una décadence. La

divinidad de la décadence, despojada de sus virtudes e impulsos más viriles, se convierte necesariamente en

el dios de los fisiológicamente decadentes, de los débiles. Éstos no se llaman los débiles, sino “los Buenos”...

Se comprenderá, sin necesidad de ulterior sugestión, en qué momentos de la historia es factible la

ficción dualista de un dios bueno y otro malo. Llevados por el mismo instinto con que degradan a su dios al

“bueno en sí”, los sometidos despojan de todas sus cualidades al dios de sus vencedores; se vengan de sus

amos dando al dios de los mismos un carácter diabólico. Tanto el dios bueno como el diablo son engendros

de la décadence. ¡Parece mentira que todavía hoy se ceda a la ingenuidad de los teólogos cristianos hasta el

punto de decretar a la par de ellos que la evolución de la concepción de la divinidad del “dios de Israel”, del

dios de un pueblo, al dios cristiano, al dechado del bien, significa un progreso! Hasta Renan lo hace. ¡Como

si Renan tuviese derecho a la ingenuidad! ¡Pero si es evidente todo lo contrario! Si todas las premisas

de la vida ascendente, toda fuerza, valentía, soberbia y altivez, quedan eliminadas de la concepción de dios;

si éste se convierte paso a paso en símbolo de un bastón para cansados, de un salvavidas para todos los

náufragos; si llega a ser el dios de los pobres, los pecadores y los enfermos por excelencia y el atributo

“salvador”, “redentor”, queda, por así decirlo, como el atributo propiamente dicho de la divinidad, ¿qué indica

transformación semejante?; ¿tal reducción de la divinidad? Claro que el “reino de Dios” queda así ampliado.

En un tiempo Dios no tuvo más que su pueblo, su pueblo “elegido”. Luego, al igual de su pueblo,

llevó una existencia trashumante y ya no se radicó en parte alguna, hasta que al fin, gran cosmopolita, se

encontraba bien en todas partes y tenía de su parte el “gran número”, a media humanidad. Mas no por ser el

dios del “gran número”, el demócrata entre los dioses, llegó a ser un orgulloso, dios pagano; seguía siendo

judío, ¡el dios de todos los lugares y rincones oscuros, de todas las barriadas malsanas del mundo entero! ...

Su imperio es como antes un reino subterráneo, un hospital, un ghetto... Y él mismo, ¡cómo es de pálido, de

débil, de décadentl Hasta los más anémicos de los anémicos, los señores metafísicos, los albinos de los

conceptos, han dado cuenta de él. Éstos han tejido tanto tiempo su tela en torno a él que hipnotizado por sus

movimientos terminó por convertirsé a su vez en araña, en metafísico. Entonces volvió a extraer de sí,

tejiendo, el mundo, sub specie Spinozae; entonces se transfiguró en cada vez mayor abstracción y anemia,

quedando hecho un “ideal”, un “espíritu puro”, “absolutum” y “cosa en sí”... Decadencia de un dios: Dios

se convirtió en la “cosa en sí”...

18

La concepción cristiana de Dios, Dios como dios de los enfermos, como araña, como espíritu, es una de

las más corrompidas que existen sobre la tierra; tal vez hasta marque el punto más bajo de la curva descendente

del tipo de la divinidad. ¡Dios, degenerado en objeción contra la vida, en vez de ser su transfigurador

y eterno sí! ¡En Dios, declarada la guerra a la vida, a la Naturaleza, a la voluntad de vida! ¡Dios, la

fórmula para toda detracción de “este mundo”, para toda mentira del “más allá”! ¡En Dios, divinizada la

nada, santificada la voluntad de alcanzar la nada! ...

19

El hecho de que las vigorosas razas del Norte de Europa no hayan repudiado al dios cristiano ciertamente

no habla en favor de su don religioso, para no decir nada de su gusto. Debieron haber dado cuenta de tan

morboso y decrépito engendro de la décadence. Por no haberlo hecho, pesa sobre ellas un triste sino han

absorbido en todos sus instintos la enfermedad, la decrepitud, la contradicción. ¡Desde entonces ya no han

creado diosesl ¡En casi dos milenios ni un solo nuevo dios! ¡Impera todavía, y como a título legítimo,

como ultimum y maximum del poder creador de dioses, del creator spiritus en el hombre, este lamentable

dios del monótono-teísmo cristiano! ¡Este ser híbrido hecho de cero, concepto y contradicción en el que

están sancionados todos los instintos de décadence, todas las cobardías y cansancios del alma!

20

Condenando al cristianismo, no quiero cometer una injusticia con una religión afín, que hasta cuenta con

mayor número de fieles; me refiero al budismo. El cristianismo y el budismo están emparentados como

religiones nihilistas, son religiones de la décadence; y sin embargo, están diferenciados entre sí del modo

más singular. Por el hecho de que ahora sea posible compararlos, el crítico del cristianismo está

profundamente agradecido a los eruditos indios. El budismo es cien veces más realista que el cristianismo;

ha heredado el planteo objetivo y frío de los problemas, es posterior a un movimiento filosófico

multisecular; al advenir él, ya estaba desechada la concepción de “Dios”. Es el budismo la única religión

propiamente positivista en la historia, aun en su teoría del conocimiento (un estricto fenomenalismo); ya no

proclama la “lucha contra el pecado” sino reconociendo plenamente los derechos de la realidad, la “lucha

contra el sufrimiento”. Lo que lo distingue radicalmente del cristianismo es el hecho de que está con el

autoengaño de los conceptos morales tras si, hallándose, según mi terminología, más allá del bien y del

mal. Los dos hechos fisiológicos en que descansa y que tiene presentes son, primero, una irritabilidad

excesiva, que se traduce en una sensibilidad refinada al dolor, y segundo, una hiperespiritualización, un

desenvolvimiento excesivamente prolongado en medio de conceptos y procedimientos lógicos, proceso en

que el instinto de la persona ha sufrido menoscabo en favor de lo “impersonal” (dos estados que algunos de

mis lectores, por lo menos los “objetivos”, conocerán, como yo, por experiencia). Estas condiciones

fisiológicas han dado origen a una depresión; contra la que procede Buda valiéndose de medidas higiénicas.

Para combatirla receta la vida al aire libre, la existencia trashumante, una dieta frugal y seleccionada,

la prevención contra todas las bebidas espirituosas, asimismo contra todos los afectos que “hacen mala

sangre”; también una vida sin preocupaciones, ya por sí mismo o por otros. Exige representaciones que sosieguen

o alegren, a inventa medios de ahuyentar las que no convienen. Entiende la bondad, la jovialidad,

como factor que promueve la salud. Desecha la oración, lo mismo que el ascetismo; nada de imperativos

categóricos, nada de obligaciones, ni aun dentro de la comunidad monástica (que puede abandonarse), pues

todo esto serviría para aumentar esa irritabilidad excesiva. Por esto Buda se abstiene de predicar la lucha

contra los que piensan de otra manera, su doctrina nada repudia tan categóricamente como el afán vindicativo,

la antipatía, el resentimiento (“no es por la enemistad como se pone fin a la enemistad”, tal es el

conmovedor estribillo del budismo...). Y con razón; precisamente estos afectos serían de todo punto perjudiciales

con respecto al propósito dietético primordial. El cansancio mental con que se encuentra Buda y

que se traduce en una “objetividad” excesiva (esto es, en un debilitamiento del interés individual, en

pérdida de gravedad, de “egoísmo”) lo combate refiriendo aun los intereses más espirituales estrictamente a

la persona. En la doctrina de Buda el egofsmo está estatuido como deber; el “cómo lo libras tú del

sufrimiento” regula y limita toda la dieta mental (es permitido, acaso, trazar un paralelo con aquel ateniense

que a su vez declaró la guerra al “espíritu científico” puro con Sócrates, que dio al egoísmo personal en el

reino de los problemas igualmente categoría de moral).

21

Las premisas del budismo son un clima muy suave, una marcada mansedumbre y liberalidad de las costumbres,

ausencia total de militarismo y la radicación del movimiento en las capas superiores y aun eruditas

de la población. La paz serena, el sosiego, la extinción de todo deseo es la meta suprema; y se alcanza esta

meta. El budismo no es una religión en que tan sólo se aspire a la perfección; lo perfecto es en él lo normal.

En el cristianismo, pasan a primer plano los instintos de sometidos y oprimidos; son las clases sociales

más bajas las que en él buscan su salvación. Aquí se practica como ocupación, como remedio contra el

aburrimiento, la casuística del pecado, la autocrítica, la inquisición; aquí se mantiene el afecto

constantemente referido a un poderoso, denominado “Dios” (mediante la oración); aquí se concibe lo

supremo como algo inaccesible, como regalo, como “gracia”. Aquí falta también el carácter público; el

escondite, el rincón oscuro, es propio del cristianismo. Aquí se desprecia el cuerpo y se repudia la higiene

como sensualidad; la Iglesia hasta se opone al aseo (la primera medida tomada por los cristianos luego de la

expulsión de los moros fue clausurar los baños públicos, de los que solamente en Córdoba había 270). Lo

cristiano supone un cierto sentido de la crueldad, consigo mismo y con los demás; el odio a los

heterodoxos; el afán persecutorio. Privan representaciones sombrías y excitantes; los estados más

apetecidos, designados con los nombres supremos, son de carácter epilepsoide; la dieta es seleccionada en

forma que promueva fenómenos mórbidos y sobreexcite los nervios. Cristiano es el odio mortal a los amos

de la tierra, a los “nobles”, en conjunción con una competencia solapada (se les deja el “cuerpo”, se

requiere solamente el “alma”...). Cristiana es la hostilidad enconada al espíritu, al orgullo, a la valentía, a la

libertad y el libertinaje del espíritu; cristiana es la hostilidad enconada a los sentidos, a los placeres

sensuales, a la alegría, en fin...

22

Cuando el cristianismo abandonó su suelo primitivo las capas más bajas de la población, el submundo del

mundo antiguo, y se lanzó a la conquista de pueblos bárbaros, ya no tenía que habérselas con hombres cansados,

sino con hombres embrutecidos y desgarrados por dentro, con los hombres fuertes, pero malogrados.

En esta región, el descontento consigo mismo, el sufrimiento de sí propio, no es, como en la budista, una

irritabilidad excesiva y una hipersensibilidad al dolor, sino, por el contrario, un ansia incontenible de hacer

sufrir, de descargar la tensión interior en actos y representaciones hostiles. El cristianismo necesitaba conceptos

y valores bárbaras para dar cuenta de bárbaros; tales son el sacrificio del primogénito, la ingestión

de sangre en la comunión, el desprecio hacia el espíritu y la cultura; el tormento, en cualquier forma, físico

y mental, y la gran pompa del culto. El budismo es una religión para hombres tardíos, para razas suaves,

mansas a hiperespiritualizadas, excesivamente sensibles al dolor (Europa no está aún, ni con mucho,

madura para él); las conduce de vuelta a paz y alegría serena, a la dieta en lo espiritual, a cierto

endurecimiento en lo físico. El cristianismo, en cambio, quiere domar fieras, y para tal fin las enferma,

hasta el punto que el debilitamiento es la receta cristiana para la domesticación, la “civilización”. El

budismo es una religión para el final y cansancio de la civilización; el cristianismo ni siquiera se encuentra

con una civilización, y, eventualmente, la funda.

23

El budismo, como queda dicho, es cien veces más frío, verdadero y objetivo. A él ya no le hace falta

rehabilitar ante sí mismo su sufrimiento, su sensibilidad al dolor, por la interpretación del pecado; sólo dice

lo que piensa: “yo sufro”. Para el bárbaro, en cambio, el sufrimiento en sí no es decente; le hace falta una

interpretación para admitir ante sí mismo que sufre (su instinto lo lleva más bien a negar el sufrimiento, a

sufrir con mansa resignación). Para él, la noción del “diablo” era un verdadero alivio; tenía un enemigo

poderosísimo y terrible; no era una vergüenza sufrir de enemigo semejante.

Entraña el cristianismo algunas sutilezas propias de Oriente. Sabe, ante todo, que en el fondo da igual

que tal cosa sea cierta, dado que lo importante es que se crea. La verdad y la creencia en la verdad de tal

cosa son dos mundos de intereses diferentes, poco menos que dos mundos antagónicos; se llega a ellos por

caminos radicalmente distintos, Saber esto casi es la esencia del sabio, tal como lo concibe el Oriente; así lo

entienden los brahmanes, como también Platón y todo adepto a la sabiduría esotérica. Por ejemplo, si hay

una ventura en eso de creerse redimido del pecado, no hace falta como premisa que el hombre sea propenso

al pecado, sino que se sienta propenso al pecado. Mas si en un plano general lo que primordialmente

hace falta es la fe, hay que desacredtar la razón, el conocimiento y la investigación; el camino de la verdad

se convierte así en el camino prohibido.

La firme esperanza es un estimulante mucho más poderoso de la vida que cualquier ventura particular

efectiva. A los que sufren hay que sostenerlos mediante una esperanza que ninguna realidad pueda

desmentir, ninguna consumación pueda privar de su base: una esperanza que se cumplirá en un más allá.

(Precisamente por este poder de entretener al desgraciado, los griegos tenían la esperanza por el mal de los

males, por el mal propiamente pérfido, que se quedaba en el fondo de la caja de Pandora.)

Para que sea factible el amor, Dios debe ser una persona; para que puedan hacerse valer los instintos más

soterrados, Dios debe ser joven. Ha de llevarse a primer plano un hermoso santo para el ardor de las

mujeres, y una Virgen para el de los hombres. Esto en el supuesto de que el cristianismo quiera imponerse

en un terreno donde ya cultos afrodisíacos o de Adonis han determinado el concepto del culto. El concepto

de la castidad acentúa la vehemencia y profundidad del instinto religioso; presta al culto un carácter más

cálido, más exaltado, más fervoroso.

El amor es el, estado en que el hombre ve las cosas, mas que en ningún otro, tal como no son. En él se

manifiesta cabalmente el poder de ilusión, lo mismo que el de transfiguración. Quien ama soporta más que

de ordinario; aguanta todo. Había que inventar una religión en la que se pudiera amar; pues donde se

cumple este requisito ya se ha vencido lo peor de la vida. Esto por lo que se refiere a las tres virtudes cristianas

de la fe, el amor y la esperanza; yo las llamo las tres corduras cristianas.

El budismo es demasiado tardío y positivista como para ser aún cuerdo de semejante manera.

24

Me limito aquí a rozar el problema de la génesis del cristianismo. La primera tesis para la solución del

mismo reza: el cristianismo sólo puede ser comprendido como producto del suelo en que ha nacido; no es

una reacción al instinto judío, sino la consecuencia del mismo, su lógica terrible llevada a una conclusión

ulterior. Dicho en la fórmula del Redentor: “la salvación proviene de los judíos”.

La segunda tesis reza: el tipo sicológico del Galileo es todavía reconocible; pero sólo en su degeneración

total (que es mutilación a incorporación de multitud de rasgos extraños a un tiempo) ha podido servir para

el uso que se ha hecho de él: el de ser el tipo de redentor de la humanidad.

Los judíos son el pueblo más singular de la historia mundial, puesto que puestos en el dilema de ser o no

ser, prefirieron, con una determinación francamente escalofriante, ser a cualquier precio; este precio era el

falseamiento radical de toda la Naturaleza, de toda naturalidad, de toda realidad, de todo el mundo interior

no menos que del exterior. Repudiaron todas las condiciones bajo las cuales habían podido vivir, habían

tenido derecho a vivir hasta entonces los pueblos; hicieron de sí mismos una antítesis de las condiciones

naturales. Invirtieron la religión, el culto, la moral, la historia y la sicología, de un modo fatal, en lo contrario

de los valores naturales de las mismas. El mismo fenómeno se da, y en una escala infinitamente

mayor, pero, no obstante, como mera copia, en la Iglesia cristiana; en comparación con el “pueblo de los

santos”, ella no puede pretender originalidad. Los judíos son, así, el pueblo más fatal de la historia; como

resultado de su gravitación, la humanidad se ha vuelto tan falsa que, todavía hoy, el cristianismo es capaz

de sentirse antijudío, sin tener conciencia de que es la idiosincrasia judía llevada a su consecuencia última.

En mi Genealogía de la moral he dado por vez primera una dilucidación sicológica del contraste entre la

moral aristocrática y la moral del resentimiento, esta última derivada del no pronunciado frente a aquélla.

Mas queda definida así la esencia de la moral judeocristiana. Para poder decir no a todo cuanto representa

la curva ascendente de la vida (la armonía plena, la hermosura, la autoafirmación), el instinto del resentimiento,

hecho genio, tuvo que inventarse otro mundo con respecto al cual esa afirmación de la vida

supuso lo malo, lo reprobable, en sí. Sicológicamente hablando, el pueblo judío es un pueblo de vitalidad

extrema que, confrontado con condiciones de existencia imposibles, tomó deliberadamente, guiado por la

cordura suprema del instinto de conservación, la defensa de todos los instintos de la décadence; y no tanto

por estar dominado por ellos como porque adivinó en los mismos una potencia mediante la cual le sería

dable hacerse valer frente “al mundo”. Los judíos son los antípodas de todo lo décadent; mas tenían que

representar el papel de décadents, hasta el extremo de engañar a todo el mundo; con un non plus ultra del

genio histriónico sabían ponerse al frente de todos los movimientos de la décadence (como cristianismo

paulino), para hacer de ellos algo que fuera más fuerte que cualquier facción dispuesta a decir sí a la vida.

Para el tipo humano que en el judaísmo y el cristianismo llega a dominar: el sacerdotal, la décadence no es

sino un medio; este tipo humano está vitalmente interesado en enfermar a la humanidad, en invertir los

conceptos “bien” y “mal”, “verdadero” y “falso”, en un sentido que entraña un peligro mortal para la vida y

significa el repudio del mundo.

25

La historia de Israel es inestimable como historia típica de una desnaturalización total de los valores naturales.

Voy a esbozar cinco hechos de este proceso. Originariamente, sobre todo en los tiempos de los reyes

judíos, también Israel se hallaba en la proporción justa, vale decir, natural con todas las cosas. Su

Jahveh era la expresión de la conciencia de poder, del goce mismo, de la esperanza depositada en sí mismo;

en él se esperaba victoria y ventura, con él se confiaba en que la Naturaleza había de dar al pueblo lo que le

hacía falta; sobre todo, lluvia. Jahveh es el dios de Israel, y, por ende, el dios de la justicia; lógica de todo

pueblo que tiene poder y goza de él con la conciencia tranquila. En el culto de las fiestas se expresan estos

dos aspectos de la autoafirmación de todo pueblo: gratitud por los grandes destinos gracias a los cuales

llegó al poder, y gratitud en relación con el ciclo de las estaciones y toda fortuna en la ganadería y la

agricultura. Este estado de cosas siguió siendo el ideal durante mucho tiempo, incluso cuando hacía mucho

había acabado de una manera lamentable a causa de la anarquía interior y la intervención de los asirios. El

pueblo continuó alimentando como aspiración suprema esa visión de un rey en el que el buen soldado se

aunaba con el juez severo; sobre todo Isaías, ese profeta típico (esto es, crítico y satírico de la hora). Sin

embargo, todas las esperanzas se desvanecieron. El antiguo Dios ya no estaba en condiciones de hacer nada

de lo que en un tiempo había sido capaz de hacer. Lo que correspondía era desecharlo. ¿Qué ocurrió? Se

modificó su concepción; se desnaturalizó su concepción; a este precio se lo retuvo. Jahveh, el dios de la

“justicia”, ya no se consideraba identificado con Israel, expresión del orgullo de su pueblo, sino un dios

condicionado... Su concepción pasa a ser un instrumento en manos de agitadores sacerdotales, que en

adelante interpretan toda ventura como premio y toda desventura como castigo por desobediencia a Dios,

como “pecado”: esa interpretación más mendaz en base a un presunto “orden moral”, con la que se invierte

de una vez por todas el concepto natural “causa y efecto”. Una vez que con premio y castigo se haya

abolido la causalidad natural, hace falta una causalidad antinatural, de la que se sigue entonces toda la

demás antinaturalidad. Así, al dios que ayuda y que resuelve todas las dificultades; que en el fondo encarna

toda inspiración feliz de la valentía y la confianza en sí mismo, se sustituye por un dios que exige... La

moral ya no es la expresión de las condiciones de existencia y prosperidad de un pueblo, su más soterrado

instinto vital, sino que se vuelve abstracta y antivital: la moral como imaginación mal pensada, como “mal

de ojo” a todas las cosas. ¿Qué es, en definitiva, la moral judeo-cristiana? El azar despojado de su

inocencia; la desgracia envilecida por el concepto “pecado”; el bienestar denunciado como peligro, como

“tentación”; el malestar fisiológico Infectado del gusano roedor de la conciencia...

26

Los sacerdotes judíos no se detuvieron en el falseamiento de la concepción de Dios y la moral. Toda la

historia de Israel era contraria a sus fines; había, por tanto, que abolirla. Estos sacerdotes realizaron ese

prodigio de falseamiento cuyo testimonio es buena parte de la Biblia; con un desprecio inaudito hacia toda

tradición, hacia toda realidad histórica, pospusieron el pasado de su propio pueblo a la religión; es decir,

que hicieron de él un estúpido mecanismo de salvación basado en el castigo que lahveh da a los que contra

él pecan, y en el premio con que conforta a los que le obedecen. Este vergonzoso falseamiento de la verdad

histórica nos causaría una impresión mucho más penosa si milenios de interpretación eclesiástica de la

historia no nos hubiesen hecho casi indiferentes a las exigencias de la probidad in historicis. Y la Iglesia ha

sido secundada en esto por los filósofos; por toda la evolución de la filosofía, hasta la más reciente, corre la

mentira del “orden moral”. ¿Qué significa “orden moral”? Significa que hay de una vez por todas una

voluntad de Dios respecto a lo que el hombre debe hacer y debe no hacer; que el grado de obediencia a la

voluntad de Dios determina el valor de los individuos y los pueblos; que en los destinos de los individuos y

los pueblos manda la voluntad de Dios, castigando y premiando, según el grado de obediencia. La realidad

subyacente a tan lamentable mentira es ésta: un tipo humano parásito que sólo prospera a expensas de todas

las cosas sanas de la vida, el sacerdote, abusa del nombre de Dios: al estado de cosas donde él, el sacerdote,

fija el valor de las cosas, le llama “el reino de Dios”, y a los medios por los cuales se logra y mantiene tal

estado de cosas, “la voluntad de Dios”; con frío cinismo juzga a los pueblos, tiempos a individuos por la

utilidad que reportaron al imperio de los sacerdotes o la resistencia que le opusieron. No hay más que

observarlo: bajo las manos de los sacerdotes judîos la época grande de la historia de Israel se trocó en una

época de decadencia; él destierro, esa larga desventura, se convirtió en una pena eterna en castigo de la

época grande, aquella en que los sacerdotes aún no tuvieron influencia alguna. De los personajes

portentosos y libérrimos de la historia de Israel hicieron, según las conveniencias, unos pobres

mamarrachos o unos “impíos” y redujeron todo acontecimiento grande a la fórmula estúpida: “obediencia o

desobediencia a Dios”. Un paso más por este camino y se postula que la “voluntad de Dios”, esto es, las

condiciones bajo las cuales se perpetúa el poder de los sacerdotes, debe ser conocida. Para tal fin, se

requiere una “revelación”. Quiere decir, que se requiere un fraude literario en gran escala; se descubre una

“sagrada escritura” y se la publica con gran pompa hierática, con días de penitencia y lamentaciones por el

largo “pecado”. Pretendíase que la “voluntad de Dios” actuaba desde hacía mucho tiempo; que toda la

calamidad estribaba en que los hombres se habfan divorciado de la “sagrada escritura”... Ya a Moisés se

había revelado la “voluntad de Dios”... ¿Qué había pasado? Con rigor y con una pedantería que ni se

detenía ante los impuestos, grandes y pequeños, a pagar (sin olvidar, por supuesto, lo más sabroso de la

carne, puesto que el sacerdote es un carnívoro), el sacerdote había formulado de una vez por todas lo que

complacía a “la voluntad de Dios”... A partir de entonces, todas las cosas están dispuestas en forma que el

sacerdote es imprescindible en todas partes; con motivo de todos los acontecimientos naturales de la vida;

nacimiento, casamiento, enfermedad y muerte, para no hablar de la ofrenda (de la “comida”), se presenta el

santo parásito para desnaturalizarlos; en su propia terminología: para “santificarlos”... Pues hay que

comprender esto: toda costumbre natural, toda institución natural (el Estado, la administración de justicia,

el matrimonio, la asistencia a los enfermos y el socorro a los pobres), todo imperativo dictado por el

instinto de la vida, en una palabra, todo cuanto tiene valor en sí, lo convierte el parasitismo del sacerdote en

principio en una cosa sin valor a incompatible con cualquier valor; requiere ella una sanción a posteriors;

hace falta una potencia valorizadora que niegue la Naturaleza inherente a todo esto y crear así su valor... El

sacerdote desvaloriza, desantifica la Naturaleza; a este precio existe. La desobediencia a Dios, vale decir, a

los sacerdotes, a la ley, es bautizada entonces con el nombre de “pecado”; los medios por los cuales es

dable “reconciliarse con Dios” son desde luego medios que aseguran una sumisión aún más completa al

sacerdote: únicamente el sacerdote “redime”... Sicológicamente hablando, en toda sociedad organizada

sobre la base de un régimen sacerdotal los “pecados” son imprescindibles: son las palancas propiamente

dichas del poder; el sacerdote vive de los pecados, tiene necesidad de que se “peque”... Tesis capital: Dios

perdona al que hace penitencia”; al que se somete al sacerdote.

27

En un suelo de tal modo falso donde toda naturalidad, todo valor natural, toda realidad tenía que hacer

frente a los más soterrados instintos de la clase dominante, creció el cristianismo, forma de la enemistad

mortal a la, realidad que hasta ahora no ha sido superada. El “pueblo santo” que para todas las cosas se

había quedado exclusivamente con valores de sacerdotes, palabras de sacerdotes, repudiando con una

consecuencia pasmosa cualquier otro poder establecido sobre la tierra como “sacrílego” y el mundo como

“pecado”; este pueblo produjo para su instinto una fórmula última, lógica hasta la autonegación: como

cristianismo negó aun la forma última de la realidad, la misma realidad judía, al “pueblo santo”, al “pueblo

de los elegidos”. El suceso es de primer orden: el pequeño movimiento insurgente, bautizado con el nombre

de jesús de Nazaret, es el instinto judío otra vez. O dicho de otro modo: el instinto de sacerdote que ya no

soporta al sacerdote como realidad, la invención de una forma de existencia aún más abstracta, de una

visión aún más irreal del mundo que la que implica la organización de una iglesia. El cristianismo niega a

la Iglesia...

Yo no sé contra qué se dirigió la sublevación cuyo autor ha sido considerado o mal considerado Jesús,

sino contra la iglesia judía, tomada la palabra “iglesia” exactamente en el sentido en que la tomamos hoy

día. Fue una sublevación contra “los buenos y justos”, contra los “santos de Israel”, la jerarquía de la

sociedad, pero no contra la corrupción de la misma, sino contra la casta, el privilegio, el orden y la fórmula;

fue un no creer en los “hombres superiores”, un decir no a todos los sacerdotes y teólogos. Mas la jerarquía

que así quedó puesta en tela de juicio, bien que tan sólo por un breve instante, era la “construcción

lacustre”, sobre la cual el pueblo judío sustituía en plena “agua”, la posibilidad última, arduamente

conquistada, de sobrevivir, el residium de su autonomía política; todo ataque dirigido a ella era un ataque al

más soterrado instinto popular, a la más denotada voluntad de vida de un pueblo que se ha dado jamás. Ese

santo anarquista que incitó al bajo pueblo, a los parias y los “pecadores”, a los tshandala en el seno del

pueblo judío, a rebelarse contra el orden imperante-gastando un lenguaje, siempre que uno pudiera fiarse de

los Evangelios, que también en nuestros tiempos significaría la deportación a Siberia fue un delincuente

político, en la medida en que cabían delincuentes políticos en tal comunidad absurdamente política. A

causa de esta actitud fue a parar a la cruz; la prueba de ello es el letrero colocado en lo alto de la cruz.

Murió por su propia culpa. Falta todo motivo para creer, como tantas veces se ha afirmado, que murió por

culpa ajena.

28

Una cuestión muy distinta es la de si él realmente tuvo conciencia de tal oposición o fue tan sólo sentido

como esta oposición. Y sólo aquí toco el problema de la sicología del Redentor. Confieso que pocos libros

he leído con tantas dificultades como los Evangelios. Estas dificultades son de otra índole que aquellas en

cuya comprobación la curiosidad erudita del espíritu alemán consiguió uno de sus más inolvidables

triunfos. Han pasado muchos días en que también yo, como todos los jóvenes eruditos, saboreé con sabia

despaciosidad de refinado filólogo la obra del incomparable Strauss. Tenía yo entonces veinte años; ahora

soy un hombre demasiado serio para eso. ¿Qué me importan las contradicciones de la “tradición”? ¡Como

para llamar “tradición” a las leyendas de los santos! Las historias de santos son la literatura más ambigua

que existe; aplicarles, en ausencia de cualesquiera otros documentos, el método científico, se me antoja

una empresa de antemano condenada al fracaso, mero pasatiempo erudito...

29

Lo que a mí me importa es el tipo sicológico del Redentor. Este tipo podría aparecer en los Evangelios,

pese a los Evangelios, por más mutilados o desfigurados por aditamentos extraños que aquéllos estuviesen,

del mismo modo que el de Francisco de Assis aparece en sus leyendas, pese a sus leyendas. No me interesa

la verdad de lo que jesús hizo, lo que dijo y cómo murió, sino saber si su tipo es todavía reconocible; si está

“transmitido por la tradición”. Las tentativas que conozco encaminadas a extraer de los Evangelios hasta la

historia de un “alma” se me antojan pruebas de una abominable ligereza sicológica. El señor Renan, ese

payaso in psichologicis, ha aportado a su explicación del tipo de Jesús los dos conceptos más inadecuados

que se conciben en este caso: el del genio y el del héroe (“héros”). ¡Pero si el concepto “héroe” es lo más

antievangélico que pueda darse! Precisamente la antítesis de toda lucha, de toda idiosincrasia militante se

ha hecho aquí instinto; la incapacidad para la resistencia (“no te resistas al mal” es la palabra más profunda

de los Evangelios, en cierto sentido su clave), la dicha inefable en la paz, la mansedumbre, el no ser capaz

de experimentar sentimientos hostiles, se torna aquí en moral. ¿Qué significa “buena nueva”? Que está

encontrada la verdadera vida, la vida eterna; que está ahí, dentro del hombre: como vida en el amor, en el

amor sin reservas, sin condiciones, sin distanciamiento. Cada cual es hijo de Dios-Jesús no reivindica en

absoluto para sí esta condición-; como hijos de Dios, todos son iguales... ¡Como para hacer de Jesús un

héroe! ¡Y qué grave malentendido es sobre todo la palabra “genio”! Todo nuestro concepto del “espíritu”

carece de sentido en el mundo dentro del que se desenvuelve Jesús. El rigor del fisiólogo sugeriría aquí más

bien una palabra muy diferente... Conocemos un estado de irritabilidad morbosa del tacto, que en tales

condiciones retrocede ante la idea de asir un objeto sólido. Tradúzcase tal hábito fisiológico en su lógica

última, como odio instintivo a cualquier realidad; como evasión a lo “inasible”, a lo “inconcebible”; como

aversión a cualquier fórmula, a cualquier noción de tiempo y espacio, a todo cuanto es fijo, costumbre,

institución, iglesia; como desenvolvimiento en un mundo ajeno a toda realidad, exclusivamente “interior”,

un mundo “verdadero”, un mundo “eterno”... “El reino de Dios está dentro de vosotros”...

30

El odio instintivo a la realidad: consecuencia de una extraña irritabilidad y sensibilidad al sufrimiento

que ya no quiere ser “tocada” porque todo contacto provoca en ella una reacción excesiva.

El repudio instintivo de toda antipatía, de toda hostilidad, de todos los límites y distancias del sentir:

consecuencia de una extrema irritabilidad y sensibilidad al sufrimiento que siente ya toda resistencia, toda

obligación de resistir como, un desplacer insoportable (esto es, como perjudicial, como contrario al

instinto de conservación y concibe la dicha inefable (el placer) únicamente como un no resistir más, un no

resistir a nadie, ni al mal ni al maligno. El amor como única, última, posibilidad de vivir...).

Éstas son las dos realidades fisiológicas en las cuales, de las cuales, ha surgido la doctrina de la

redención. La llamo una evolución sublime del hedonismo sobre una base completamente morbosa.

íntimamente afín con ella, bien que con un nutrido aditamento de vitalidad y energía nerviosa helenas, es el

epicureísmo, la doctrina pagana de la redención. Epicuro, un tipo décadent; desenmascarado como tal por

mí. El miedo al dolor, incluso al mínimo dolor, por fuerza desemboca en una religión del amor...

31

He anticipado mi respuesta a este problema, basada en el hecho de que la figura del Redentor ha llegado

hasta nosotros muy desfigurada. Esta desfiguración es en sí muy plausible; por varias razones tal figura no

pudo conservarse pura, íntegra y libre de deformaciones. Tanto el medio ambiente en que se desenvolvió

esta figura extraña corno, sobre todo, la histeria, las vicisitudes de la primitiva comunidad cristiana, dejaron

en ella por fuerza sus huellas; ella enriqueció la figura, retroactivamente, con rasgos que sólo son

comprensibles a la luz de la guerra y los fines de propaganda. Ese mundo singular y enfermo en que nos

introducen los Evangelios, un mundo como salido de una novela rusa, donde parecen darse cita la escoria

de la sociedad, enfermedades nerviosas a idiotismo “infantil”, forzosamente vulgarizó la figura; en

particular los primeros discípulos tradujeron un Ser que flotaba en un todo en símbolos a intangibilidades

en su propia idiosincrasia, torpe para comprender algo de ella; para los mismos existió la figura

posteriormente a su adaptación a formas más conocidas. El profeta, el Mesías, el juez futuro, el moralista,

el taumaturgo, Juan Bautista; otras tantas ocasiones para entender mal la figura... No subestimemos, por

último, el proprium de toda gran veneración, sobre todo de la sectaria: borra ella en el ser venerado los

rasgos-y características originales, con frecuencia penosamente extraños; no los advierte siquiera. Es una

lástima que en contacto con el más interesante de todos los décadents no haya vivido un Dostoyevski,

quiero decir, alguien que supiera percibir precisamente el encanto conmovedor que fluía de tal mezcla de

sublimidad, enfermedad a infantilidad. Un último punto de vista: la figura, como figura de la décadence,

bien puede haberse caracterizado en efecto por una singular multiplicidad y contradicción; no cabe

descartar rotundamente esta posibilidad. Sin embargo, todo induce a desechar tal conjetura; precisamente la

tradición debiera ser en este caso singularmente fiel y objetiva, cuando tenemos razones para suponer

justamente lo contrario. Por lo pronto, hay una contradicción entre el predicador simple, dulce y manso

cuya figura sugiere a un Buda en un mundo nada indio y ese fanático de la agresión, el enemigo mortal de

los teólogos y los sacerdotes que la malicia de Renan ha exaltado como “le grand maitre en ironie”.

Personalmente, no dudo de que la agitación de la propaganda cristiana ha incorporado a la figura del

maestro la crecida dosis de hiel (y aun de esprit); es harto sabida la falta de escrúpulo con que todos los

espíritus sectarios hacen en su maestro su propia apolagía. Cuando la comunidad primitiva tuvo necesidad

de un teólogo riguroso, enconado, iracundo y maliciosamente sutil para hacer frente a otros teólogos, se

creó su “dios” de acuerdo con sus necesidades, del mismo modo que le atribuyó sin vacilar conceptos nada

evangélicos de los que ya no podía prescindir: “resurrección”, “juicio final” y toda clase de esperanzas y

promesas temporales.

32

Me opongo, repito, a que se incorpore a la figura del Redentor el fanático; la palabra impérieux usada

por Renan basta por sí sola para anular esta figura. La “buena nueva” consiste precisamente en que ya no

hay antagonismos y contrastes; que el reino de los cielos es de los niños. La fe que aquí se manifiesta no es

una fe conquistada en lucha, sino que está ahí, desde un principio; es, como si dijéramos, una infantifidad

replegada sobre la esfera de lo espiritual. Los fisiólogos, por lo menos, están familiarizados con el caso de

la pubertad retardada y no desarrollada en el organismo, como consecuencia de la degeneración. Tal fe no

odia, no censura, no se resiste; no trae “la espada”; le es totalmente ajena la idea de que pueda llegar a

separar. No se prueba a sí misma, ni por milagros ni por premio y promesa, ni menos “por la sagrada

escritura”; ella misma es en todo momento su propio milagro, su propio premio, su propia prueba, su

propio “reino de Dios”. Esta fe tampoco se formula; vive, se opone a las fórmulas. Por cierto que las

contingencias del medio, de la lengua y de los antecedentes intelectuales condicionan determinado círculo

de conceptos; el primitivo cristianismo maneja exclusivamente conceptos judeo-semíticos (por ejemplo, el

comer y beber en el caso de la comunión; ese concepto del que la Iglesia, como de todo lo judío, ha hecho

un grave abuso). Pero cuidado con ver en ellos más que un lenguaje simbólico, una semiótica, una ocasión

para expresarse a través de alegorías. Precisamente el que ninguna palabra suya sea tomada al pie de la letra

es la condición previa para que ese antirrealista pueda hablar. Entre los indios se hubiera servido de los

conceptos del Sankhyam; entre los chinos, de los de Laotse, sin notar la diferencia. Con cierta tolerancia en

la expresión se pudiera llamar a jesús un “espíritu libre”. No le importan las fiestas: la palabra mata, todo lo

fijo mata. En él, el concepto, la experiencia, la “vida”, como él los conoce, son contrarios a todas las

palabras, fórmulas, leyes, credos y dogmas. Él sólo habla de lo más íntimo; emplea los términos “vida”,

“verdad” o “luz” para expresar lo más íntimo; todo lo demás, toda la realidad, toda la Naturaleza, hasta el

lenguaje, tiene para él tan sólo un valor de signo, de alegoría. Hay que cuidarse de no caer en error en este

punto, por grande que sea la seducción inherente al prejuicio cristiano, es decir, eclesiástico: tal

simbolismo por excelencia está al margen de todos los conceptos de culto, de toda su historia, de toda

ciencia natural, de toda empiria, de todos los conocimientos, de toda política, de toda sicología, de todos los

libros, de todo arte. El “saber” de jesús es precisamente la locura pura ajena a que hay efectivamente cosas

así. No conoce la cultura ni por referencia, no tiene por qué luchar contra ella, no is niega... Lo mismo se

aplica al Estado, a todo el orden civil y social, al trabajo, a la guerra: jamás tuvo motivo alguno para negar

“el mundo”; nunca tuvo la menor idea del concepto eclesiástico “mundo”... La negación es precisamente lo

de todo punto imposible para él. Falta asimismo la dialéctica; falta la noción de que una fe, una “verdad”,

pueda ser demostrada con argumentos (las pruebas de él son “luces” interiores, íntimos sentimientos de

placer y autoafirmaciones; exclusivamente “pruebas de la fuerza”). Doctrina semejante tampoco puede

contradecir, no concibe que haya, pueda haber, doctrinas diferentes; no sabe imaginar un juicio contrario al

suyo propio... Donde lo encuentre, se lamentará por íntima simpatía de “ceguera”, pues ella percibe la “luz”

pero no formulará objeción alguna...

33

En toda la sicología del Evangelio está ausente la idea de la culpa y del castigo, como también la del

premio. Está abolido el “pecado” cualquier relación de distancia jerárquica entre Dios y el hombre; tal es

precisamente la “buena nueva”... No se promete ni se condiciona la bienaventuranza; es ésta la única

realidad. Todo lo demás es signo que sirve para hablar de ella...

La consecuencia de tal estado se proyecta en una práctica nueva, en la práctica propiamente evangélica.

Lo que distingue al cristiano no es una “fe”; el cristiano obra y se diferencia por el hecho de que obra de un

modo diferente. Por el hecho de que no se resiste ni de palabra ni en el corazón al que le hace mal. Por el

hecho de que no hace distingos entre forasteros y raturales, entre judíos y no judíos (“el prójimo” es

propiamente el correligionario, el judío). Por el hecho de que no guarda rencor a nadie, no desprecia a

nadie. Por el hecho de que no recurre a los tribunales ni se pone a disposición de ellos (“no juréis”). Por el

hecho de que bajo ninguna circunstancia, ni aun en caso de infidelidad probada de la cónyuge, se separa de

su mujer. Todo se reduce, en el fondo, a un solo principio; todo es consecuencia de un solo instinto.

La vida del Redentor no fue sino esta práctica; su muerte tampoco fue otra cosa... Ya no tenía necesidad

de fórmulas, de ritos para la relación con Dios, ni siquiera de oración. Había desechado toda la doctrina

judía de expiación y reconciliación; sabía cuál era la única práctica de la vida con la que uno se siente

“divino”, “bienaventurado”, “evangélico”, en todo momento “hijo de Dios”. Ni la “expiación”, ni el “ruego

por perdón” son caminos de Dios -enseña-; únicamente la práctica evangélica conduce a Dios, ella es

“Dios”. El Evangelio significaba el repudio del judaísmo de los conceptos “pecado”, “absolución”, “fe” y

“redención por la fe”; toda la doctrina eclesiástica judía quedaba negada en la “buena nueva”.

El profundo instinto de cómo hay que vivir para sentirse “en la gloria”, para sentirse “eterno”, en tanto

que con cualquier conducta diferente uno se siente en absoluto “en la gloria”. Únicamente este instinto es la

realidad sicológica de la “redención”. Una conducta nueva, no una fe nueva...

34

Si yo entiendo algo de ese gran simbolista, es que tomó exclusivamente realidades interiores como

realidades, como “verdades”; que entendió todo lo demás, todo lo natural, temporal, espacial a histórico,

sólo como signo, como oportunidad para expresar por vía de la alegoría. El concepto “hijo del hombre” no

es ninguna persona concreta que pertenece a la historia, ningún hecho individual y único, sino una

facticidad “eterna”, un símbolo sicológico, emancipado de la noción del tiempo. Lo mismo reza, y en el

sentido más elevado, para el Dios de este típico simbolista; para el “reino de Dios”, el “reino de los cielos”.

Nada hay tan anticristiano como los burdos conceptos eclesiásticos de un Dios como persona, de un “reino

de Dios” que vendrá, de un “reino de los cielos” más allá, de un “hijo de Dios”, segunda persona de la

Trinidad. Todo esto es absolutamente incompatible con el Evangelio, un cinismo histórico mundial en la

burla del símbolo... Aunque es evidente lo que sugiere el signo “padre” a “hijo”, no resulta igual para todo

el mundo: con la palabra “hijo” está expresado el ingreso en el sentimiento total de transfiguración de todas

las cosas (la bienaventuranza), y con la palabra “padre”, este sentimiento mismo, el sentimiento de

eternidad, de consumación. Me da vergüenza recordar lo que la Iglesia ha hecho de este simbolismo. ¿No

ha situado en el umbral del “credo” cristiano una historia de anfitrión? ¿Y un dogma de la “concepción

inmaculada”, por añadidura?... Con esto ha mancillado la cancepción.

El “reino de los cielos” es un estado del corazón, no algo que viene del “más allá” o de una “vida de

ultratumba”. Todo el concepto de la muerte natural falta en el Evangelio; la muerte no es un puente, un

tránsito; falta porque forma parte de un mundo totalmente diferente, tan sólo aparencial, útil tan sólo para

proporcionar signos. La “hora postrera” no es un concepto cristiano; la “hora”, el tiempo, la vida física y

sus crisis, ni existen para el portador de 6a “buena nueva”... El “reino de Dios” no es algo que se espera; no

tiene un ayer ni un pasado mañana, no vendrá en “mil años”; es una experiencia íntima; está en todas partes

y no está en parte alguna...

35

Este portador de una “buena nueva” murió como había vivido y predicado: no para “redimir a los

hombres”, sino para enseñar cómo hay que vivir. La práctica es el legado que dejó a la humanidad: su

conducta ante los jueces, ante los soldados, ante los acusadores y toda clase de difamación y escarnio; su

conducta es la cruz. No se resiste, no defiende su derecho, no da ningún paso susceptible de conjurar el

trance extremo, aún más, lo provoca... Y ruega, sufre y ama a la par de los que le hacen mal, en los que le

hacen mal... No, resistir, no, odiar, no responsabilizar... No resistir tampoco al malo, sino amarlo...

36

Sólo nosotros, los espíritus emancipados, estamos en condiciones de entender algo que ha sido mal

entendido por espacio de diecinueve centurias: esa probidad hecha instinto y pasión que combate la

“mentira santa” aun más que cualquier otra mentira... Se ha estado infinitamente lejos de nuestra

neutralidad cordial y cautelosa, de esa disciplina del espíritu sin la cual no es posible adivinar cosas tan

extrañas y delicadas; en todos los tiempos se ha buscado en ellas, movidos por un egoísmo insolente, tan

sólo la propia ventaja; se ha levantado sobre lo contrario del Evangelio el edificio de la iglesia...

Quien buscase indicios de que tras el magno juego cósmico opera una divinidad irónica encontraría un

asidero por demás sólido en el interrogante tremendo que se llama cristianismo. El que la humanidad se

postre ante lo contrario dé lo que fue el origen, sentido y derecho del Evangelio; el que en el concepto

“iglesia” haya santificado precisamente lo que el portador de la “buena nueva” sentía como debajo de sí,

como detrás de sí. En vano puede encontrarse una expresión más grande de ironía histórica mundial.

37

Nuestra época se enorgullece de su sentido histórico; ¿cómo puede creer el absurdo de que en el

principio del cristianismo está la burda fábula del taumaturgo y redentor, y que todo lo espiritual y

simbólico es sólo una evolución posterior? Por el contrario, la historia del cristianismo, a partir de la muerte

en la cruz, es la historia de un malentendido cada vez más burdo sobre un simbolismo original. Conforme

el cristianismo se propagaba entre masas más vastas y más rudas, carentes para comprender las condiciones

en que se había originado, era necesario vulgarizarlo y barbarizarla. Ha absorbido doctrinas y ritos de

todos los cultos clandestinos del Imperio Romano, el absurdo de toda clase de razón enferma. La fatalidad

del cristianismo reside en el hecho de que su credo tenía que volverse tan enfermo, bajo y vulgar como las

necesidades que estaba llamado a satisfacer. La Iglesia es la barbarie enferma hecha potencia; la Iglesia,

esta forma de la enemistad mortal a toda probidad, a toda altura del alma, a toda disciplina dej espíritu, a

toda humanidad generosa y cordial. Los valores cristianos y los valores aristocráticos: ¡sólo nosotros, los

espínitus emancipados, hemos restablecido esta oposición de valores más grandes que existe!

38

A estas alturas, no puedo evitar un suspiro. Días hay en que me domina un sentimiento más negro que

la más negra melancolía: el desprecio hacia los hombres. Y para no dejar lugar a dudas acerca de qué es lo

que desprecio, quién es el que desprecio, aclaro: es el hombre de ahora, el hombre del que de un modo fatal

resulto contemporáneo. El hombre de ahora; me asfixia su aliento impuro... Hacia lo pasado, como toda

criatura consciente, practico una gran tolerancia, esto es, un generoso dominio de mí mismo; recorro con

una cautela sombría el manicomio de milenios enteros, ya se llame “cristianismo”, “credo cristiano” o

“iglesia cristiana”, cuidándome muy mucho de hacer responsable a la humanidad por sus locuras. Pero mi

sentimiento experimenta un vuelo y estalla en cuanto me asomo a los tiempos modernos, a nuestros

tiempos. Nuestra época está esclarecida... Lo que antes era tan sólo una enfermedad, es ahora una

indecencia; ahora es indecente ser cristiano. Y éste es el punto de partida de mi asco. Miro en torno: no ha

quedado una sola palabra de lo que en un tiempo se llamara “verdad”; ya no soportamos ni que un

sacerdote pronuncie la palabra “verdad”. Por muy modesta que sea la probidad exigida, hoy día no se puede

menos que saber que con cada frase que pronuncia un teólogo, un sacerdote, un papa, no yerra, miente; que

ya no es posible mentir “con todo candor”, “por ignorancia”. También el sacerdote sabe como todo el

mundo que ya no hay ningún “Dios”, ningún “pecador” ni ningún “Redentor”; que el “fibre albedrío” y el

“orden moral” son mentiras; la seriedad, la profunda autosuperación del espíritu ya no permite a nadie

ignorar todo esto. Todos los conceptos de la Iglesia están desenmascarados como lo que son: como la más

maligna sofisticación que existe, con miras a desvalorizar la Naturaleza, los valores naturales; el sacerdote

mismo está desenmascarado como lo que es: como el tipo más peligroso de parásito, la araña venenosa

propiamente dicha de la vida... Sabemos, nuestra conciencia sabe hoy, qué valen, para qué han servido, en

definitiva, esas invenciones inquietantes y siniestras de los sacerdotes y de la Iglesia con las que ha sido

alcanzado ese estado de autoviolación de la humanidad que ha hecho de ella un espectáculo repugnante.

Los conceptos “más allá”, “juicio final”, “inmortalidad del alma”, “alma”; se trata de instrumentos de

tortura, de sistemas de crueldades mediante los cuales el sacerte llegó al poder y se ha mantenido en él...

Todo el mundo sabe esto; y sin embargo, todo sigue igual que antes. ¿Dónde ha ido a parar el último resto

de decencia, de respeto propio, ya que hasta nuestros estadistas, por lo demás hombres nada escrupulosos y

anticristos de la acción cien por cien, se llaman todavía cristianos y comulgan?... ¡Un príncipe al frente de

sus regimientos, magnífica expresión de la autoafírmación y soberbia de su pueblo, pero haciendo sin pizca

de vergüenza profesión de fe cristiana! ... ¿A quién niega el cristianismo? ¿Qué es lo que llama “mundo”?

El ser soldado, juez, patriota; el resistir; el ser un hombre de pundonor; el buscar su propia ventaja; el ser

orgulloso... Cada práctica de cada instante,, cada instinto, cada valoración traducida en acción, es hoy día

de carácter anticristiano; ¡qué engendro de falsía ha de ser el hombre moderno, ya que a pesar de todo no le

da vergüenza llamarse todavía un cristiano!

39

Voy a costar ahora la verdadera historia del cristianismo. La misma palabra “cristianismo” es un

malentendido; en el fondo, no hubo más que un solo cristiano que murió crucificado. El Evangelio murió

crucificado. Lo que a partir de entonces se llamaba Evangelio era ya lo contrario de aquella vida: una “mala

nueva”, un disangelia. Es absurdamente falso considerar como rasgo distintivo del cristiano una “fe”, acaso

la fe en la redención de Cristo; sólo es cristiana la práctica cristiana, una vida como la que vivió el que

murió crucificado... Tal vida es todavía hoy factible, y para determinadas personas hasta necesaria: el

cristianismo verdadero, genuino, será factible en todos los tiempos... No una fe, sino un hacer, sobre todo

un no hacer muchas cosas, un ser diferente... Los estados de conciencia, cualquier fe, por ejemplo, el creer

cierta tal o cual cosa, todos los sicólogos lo saben, son totalmente indiferentes y de quinto orden frente al

valor de los instintos; más estrictamente: todo el concepto de la causalidad mental es falso. Reducir el ser

cristiano, la esencia cristiana, a un creer cierta tal o cual cosa, a un mero fenomenalismo de la conciencia,

significa negar la esencia cristiana. No ha habido cristianos, en efecto. El “cristiano”, lo que desde hace dos

milenios se viene llamando cristiano, no es sino un malentendido sicológico sobre sí mismo. Bien mirado,

dominaban en él, pese a toda “fe”, exclusivamente los instintos- ¡y qué instintos!-. En todos los tiempos,

por ejemplo en el caso de Lutero, la fe no ha sido más que un manto un, pretexto, una cortina detrás de la

cual los instintcos hacían de las suyas; una prudente ceguera para el imperio de determinados instintos... Ya

en otro lugar he llamado fe a la cordura cristiana propiamente dicha; siempre se ha hablado de la “fe”,

siempre se ha obrado guiado por el instinto... En el mundo de las nociones cristianas no sé de nada que

siquiera roce la realidad; en cambio hemos descubierto en el odio instintivo a toda realidad el impulso

motor, el único impulsor motor del cristianismo. ¿Qué se inhere de esto? Que también in psychalogicis el

error es aquí radical, esto es, esencial, esto es, sustancia. ¡Basta sustituir un solo concepto por una realidad

para que todo el cristianismo quede en la nada! Visto desde lo alto, es el más singular de todos los hechos:

una religión no ya condicionada por errores, sino creadora, y aun genial, únicamente en errores

perjudiciales que envenenan la vida y el corazón es un espectáculo digno de dioses; de esas divinidades que

son al mismo tiempo filósofos y a las cuales he encontrado por ejemplo en relación con aquellos famosos

diálogos en Naxos. En cuanto se desprenda de ellos (¡y de nosotros!) el asco, agradecerán el espectáculo

que les ofrece el cristiano; sólo por este caso curioso el minúsculo astro denominado Tierra acaso se haga

acreedor a la mirada, al interés, de un dios... Pues no hay que subestimar al cristiano: éste, falso hasta el

extremo del candor, se halla muy por encima del mono: con respecto a los cristianos, cierta teoría bien

conocida de la descendencia es una mera gentileza...

40

La fatalidad del Evangelio se decidió con la muerte; pendió de la “cruz”... Sólo la muerte, esta muerte

inesperada a ignominiosa; sólo la cruz, reservada en general a la canaille, sólo esta pavorosa paradoja

planteó a los discípulos el interrogante propiamente dicho: “¿quién fue ese hombre?”; “¿qué significó este

acontecimiento?” Es harto comprensible el sentimiento de estupor y de profundo agravio, el recelo de que

tal muerte significara la refutación de su causa, el terrible interrogante: “¿por qué precisamente así?” Aquí

todo debía ser necesario, tener sentido, razón, razón suprema; el amor de discípulo no sabe de

contingencias. Sólo entonces se abrió el abismo: “¿quién le dio muerte?; ¿quién fue su enemigo natural?”

Brotaron cual relámpagos estas preguntas. Y la respuesta fue: el judaísmo gobernante; su close más alta.

Desde ese momento se le suponía frente al orden imperante, se entendía a Jesús a posteriori sublevado

contra el orden imperante. Hasta entonces había faltado en la estampa de jesús este rasgo bullicioso del

decir no, de hacer no; más aún, había sido la antítesis de jesús. Evidentemente la pequeña comunidad no

comprendió lo principal, lo ejemplar de ese modo de morir, la libertad, la superioridad sobre todo

resentimiento: ¡indicio de lo poco que en un plano general comprendió de él! Con su muerte jesús

evidentemente no se propuso otra cosa que dar en público la prueba más convincente de su doctrina... Pero

sus discípulos no estuvieron dispuestos a perdonar esta muerte, como hubiera sido evangélico en el sentido

más elevado, y menos a ofrecerse con dulce calma serena para sufrir idéntica muerte... Volvió a privar

precisamente el sentimiento más antievangélico, la venganza. No se concebía que la cosa terminara con

esta muerte; se necesitaba “represalia”, “castigo” (y sin embargo, ¡qué hay tan antievangélico como la

“represalia”, el “castigo”, el “juicio”!). Una vez más pasó a primer plano la esperanza popular en el

advenimiento de su Mesías; se consideró un momento histórico: el “reino de Dios” juzgando a sus

enemigos... Pero de este modo todo quedaba tergiversado: ¡el “reino de Dios” como acto final, como

promesa! El Evangelio había sido precisamente la existencia, consumación, realidad de este “reino”.

Justamente tal muerte era este “reino de Dios”. Sólo entonces se incorporó a la figura del maestro todo el

desprecio y encono hacia los fariseos y los teólogos; ¡en esta forma se hizo de él un fariseo y teólogo! Por

otra parte, la veneración exacerbada de esas almas desquiciadas ya no soportaba esa igualdad evangélica de

todos como hijos de Dios que había enseñado Jesús; su venganza consistía en elevar de una manera

extravagante a Jesús, del mismo modo que en un tiempo los judíos, ansiosos de vengarse de sus enemigos,

habfan desprendido de ellos y elevado a su dios. El solo Dios y el solo hijo de Dios son por igual un

producto del resentimiento...

41

A partir de entonces, quedaba planteado un problema absurdo: “¡cómo pudo Dios permitir esto!” A este

interrogante hallaba la razón perturbada de la pequeña comunidad una respuesta terriblemente absurda:

Dios inmoló a su hijo para perdón de los pecados, como víctima propiciatoria. ¡Cómo acabó de golpe el

Evangelio! ¡La víctima propiciatoria, y aun en su forma más repugnante y bárbara, el sacrificio del inocente

por los pecados de los culpables! ¡Qué paganismo tan pavoroso! Jesús había abolido el mismo concepto de

“culpa”; había negado toda distancia entre Dios y el hombre; había vivido esta unidad de Dios y el hombre

como su “buena nueva”... ¡Y no como prerrogativa! A partir de entonces, se iba incorporando gradualmente

al tipo de Redentor la doctrina del juicio y de la resurrección, la doctrina de la muerte como muerte sufrida

para reparar la culpa de los hombres y la doctrina de la resurrección, con la cual estaba escamoteado todo

el concepto “bienaventuranza”, toda única realidad del Evangelio, ¡en favor de un estado de ultratumba! ...

Pablo dio a esta concepción, a este ultraje de concepción, con ese descaro de sutilizante que lo caracteriza,

esta fundamentación: “si Cristo no ha resucitado de entre los muertos, nuestra fe es vana”. Y de pronto el

Evangelio quedó convertido en la más despreciable de todás las promesas imposibles de cumplir: la

doctrina insolente de la inmortalidad de la persona... ¡El propio Pablo la enseñó aun como premio!

42

Como se ve, la muerte en la cruz puso fin a un nuevo y desde todo punto original conato de movimiento

pacifista búdico, de felicidad terrenal efectiva, no solamente prometida. Pues, como ya subrayé, tal es la

diferencia principal de estas dos religiones de la décadence: el budismo no promete, sino cumple, en tanto

que el cristianismo promete todo, pero no cumple nada. A la “buena nueva” la sustituyó la peor, la de

Pablo. En Pablo encarna la antfpoda del portador de la “buena nueva”, el genio en el odio, en la visión del

odio. ¡Hay que ver lo que este disangelista sacrificó al odio! Sobre todo, al propio Redentor; lo clavó en su

cruz. La vida, el ejemplo, la doctrina, la muerte, el sentido y el derecho de todo el Evangelio; nada de esto

quedó al comprender este falsario por odio lo que le convenía para sus fines: ¡no la realidad; no la verdad

histórica! ... Y una vez más el instinto sacerdotal del judío cometió el mismo grave crimen contra la historia

(hasta aquí regleta vieja, desde aquí regleta nueva); borró sin más ni más el ayer, el anteayer, del

cristianismo y se inventó una historia del primitivo cristianismo. Todavía más, falseó otra vez la historia de

Israel, presentándola como antecedente de su propio acto, como si todos los profetas hubiesen hablado de

su “Redentor”... Más tarde, la Iglesia hasta falseó la historia de la humanidad en el sentido de una

prehistoria del cristianismo... El tipo del Redentor, la doctrina, la práctica, la muerte, el sentido de la

muerte, hasta el epílogo de la muerte..., nada permaneció intacto, ni siquiera conservó una semejanza con la

realidad. Pablo simplemente situó el centro de gravedad de toda aquella existencia detrás de dicha

existencia, en la mentira del Jesús “resucitado”. En el fondo, no le servía la vida del Redentor; precisaba la

muerte en la cruz, amén de algo más... Creer en la sinceridad de Pablo, oriundo de la sede principal del

esclarecimiento estoico, al tomar una alucinación por la prueba de que el Redentor vivía todavía, o dar

siquiera crédito a su afirmación de que tuvo esta alucinación sería de parte de un sicólogo una verdadera

niaiserie. Pablo buscaba su fin y, por ende, también los medios conducentes al logro del mismo... Lo que él

no creía, lo creían los idiotas entre los cuales propagaba su doctrina. Su necesidad era el poder; con Pablo,

el sacerdote trató una vez más de erigirse en amo; sólo le convenían conceptos, doctrinas y símbolos que

sirvieran para tiranizar masas y organizar una grey. ¿Qué fue lo único que más tarde Mahoma tomó

prestado del cristianismo? La invención de Pablo, su medio para establecer una tiranía de los sacerdotes y

organizar una grey: la fe en la inmortalidad, vale decir, la doctrina del “juicio”

43

Si se sitúa el centro de gravedad de la vida no en la vida, sino en el “más allá”-en la nada-, se despoja la

vida de gravedad. La gran mentira de la inmortalidad de la persona destruye toda razón, toda naturalidad,

en el instinto; todo lo que hay de benéfico, de vital, de grávido, de porvenir en los instintos despierta

entonces la suspicacia. Vivir en forma que ya no tenga sentido vivir: he aquí lo que llega a ser entonces el

sentido de la vida... ¿Pare qué inspirarse en un espíritu de solidaridad, sentir gratitud hacia los antepasados?

¿Pare qué cooperar, confiar, promover cualquier bien común?... Se trata de otras tantas “tentaciones”, de

otras tantas desviaciones del “justo camino”. “Una sola cosa hace falta”... Que cada cual, como “alma

inmortal”, sea igual a cada cual; que dentro de la totalidad de los seres la “salvación” de cada cual pretenda

a título legítimo atribuirse una importancia eterna; que pequeños mojigatos y medio locos tengan derecho a

imaginarse que por ellos dejan constantemente de regir las leyes de la Naturaleza; no hay desprecio

suficiente para estigmatizar tal exacerbación de toda clase de egoísmos hasta el infinito, hasta la insolencia.

Y, sin embargo, a tan deplorable halago a la vanidad de la persona debe el cristianismo su triunfo,- de este

modo ha atraído precisamente a todos los malogrados, díscolos y desheredados, toda la hez y escoria de la

humanidad. La “salvación del alma” quiere decir: “el mundo gira alrededor de mí”... El veneno de la

igualdad de derechos por nadie ha sido esparcido tan sistemáticamente como por el cristianismo. Desde los

más recónditos rincones de los malos instintos el cristianismo ha librado una guerre sin cuartel a todo

sentimiento de veneración y distancia jerárquica entre los hombres, esto es, a la premisa de toda elevación

y expansión de la cultura; del resentimiento de las mesas se ha forjado su arma principal blandida contra

nosotros, contra todo lo aristocrático, gallardo y generoso sobre la tierra, contra nuestra felicidad sobre la

tierra... La “inmortalidad”, acordada a fulano y zutano, ha sido hasta ahora el atentado más grave contra la

humanidad aristocrática. ¡Y no subestimamos la fatalidad que partiendo del cristianismo ha penetrado

hasta en la política! Ya nadie trata de reivindicar prerrogativas y derechos de señoría, experimentar un

sentimiento de veneración ante sí mismo y ante los que le son afines, proclamar un pathos de la distancia

jerárquica... ¡Nuestra política se resiente de esta falta de coraje! El aristocratismo de la idiosincrasia ha

sido socavado del modo más subrepticio por la mentira de la igualdad de las almas, y si la creencia en la

“prerrogativa de los más” hacé, y hará, revoluciones, ¡no se dude de que es el cristianismo, el imperio de

los juicios de valores cristianos, lo que toda revolución traduce en sangre y crimen! El cristianismo es una

sublevación de todo lo vil y rastrero contra lo que tiene “altura”; el evangelio de los “humildes” rebaja...

44

Los Evangelios son inestimables, como testimonio de la corrupción, ya irremediable, prevaleciente en

el seno de la comunidad primitive. Lo que más tarde Pablo remató con el cinismo sutilizante propio del

rabino, era el proceso de decadencia iniciado con la muerte del Redentor. Todo cuidado que se ponga en la

lecture de los Evangelios es poco; cede palabra entraña muchas dificultades. Admito, no se me tomará a

mal que lo diga, que por esta misma razón son para el sicólogo una fuente de placer de primer orden: como

antítesis de toda corrupción ingenua, como el refinamiento por excelencia, como arte y maestría en la

corrupción sicológica, los Evangelios ocupan un lugar aparte. Toda la Biblia constituye algo único que no

admite comparación. Se está entre judíos: primer punto de vista a considerar para no perder por completo el

hilo. Este fingimiento hecho genio en el sentido de la “santificación”, no igualado ni remotamente en parte

alguna entre los libros y los hombres, esta sofisticación de las palabras y los ademanes como arte, no

obedece al azar de algún talento individual, de algún modo de ser excepcional. Requiere esto: raza. En el

cristianismo, como arte de mentir santamente, todo el judaísmo, una rigurosísima práctica y técnica judía

multisecular, alcanza su plena maestría. El cristiano, esta última ratio de la mentira, es el judío dos veces y

aun tres... La voluntad fundamental de usar exclusivamente conceptos, símbolos y actitudes probados por la

práctica del sacerdote, el rechazo instintivo de cualquier otra práctica, de cualquier otra perspectiva de calor

y utilidad, no supone mera tradición, sino herencia; sólo como herencia obra cual segunda naturaleza. La

humanidad toda, sin exceptuar los mejores espíritus de los mejores tiempos (excepción hecha de uno, que

tal vez no sea más que un monstruo), ha sido víctima del engaño, Se ha leído el Evangelio como si fuese el

Libro de la Inocencia..., hecho éste que prueba de un modo concluyente la maestría con que se ha fingido.

Claro que si pudiésemos ver, siquiera de paso, a todos esos curiosos mojigatos y santos habilidosos se

acabaría la farsa, y precisamente porque yo no leo palabras sin ver ademanes, acabo con ellos... Yo no

soporto en ellos cierta manera de alzar los ojos.

Por fortuna, los libros son para los más mera literatura. No hay que dejarse confundir: dicen “¡no

juzguéis!”; sin embargo, mandan al infierno a cuanto los estorba. Haciendo juzgar a Dios, juzgan ellos

mismos; glorificando a Dios, se glorifican a sí mismos; postulando las virtudes que ellos son capaces de

practicar, aún más, que ellos necesitan para mantenerse en su posición dominante, dan la magna apariencia

de que luchan por la virtud, bregan por el imperio de la virtud. “Vivimos, morimos, nos sacrificamos por el

bien” (por “la verdad” “la luz” el “reino de Dios”); en realidad hacen lo que no pueden menos que hacer.

Pretenden presentar como un deber su propio modo de ser que los condena a una vida rástrera, a estar

sentados en el rincón, a vivir cual sombras a la sombra; en virtud de la noción del deber su vida aparece

como humildad, y como humildad es una prueba más de la piedad... ¡Oh, qué mendacidad tan humilde,

casta y misericordiosa! “La virtual misma ha de dar fe de nosotros.” Hay que leer los Evangelios como

libros de seducción por la moral; esa pequeña gente monopoliza la moral: ¡bien sabe ella lo que hay con la

morall ¡Es la moral el medio más eficaz para engañar a la humanidad!

La verdad es que aquí la más consciente soberbia de quienes se creen elegidos finge modestia; se ha

situado a sí misma, a la “comunidad”, a los “buenos y justos” de una vez por todas en un lado: el de “la

verdad”, y el resto, “el mundo”, en el otro... Tal ha sido la forma más fatal de megalomanía que se ha dado

jamás sobre la tierra: pequeñas gentes mojigatas y mentirosas se pusieron a usurpar los conceptos “Dios”,

“verdad”, “luz”, “espíritu”, “amor” “sabiduría” y vida”, casi como sinónimos de sí mismas, para

distanciarse así del “mundo”; pequeños judíos superlativos, maduros para alojarse en toda clase de

manicomios, invirtieron los valores con arreglo a su propia persona como si sólo el cristiano fuese el

sentido, la sal, la medida y también el juicio final de todo el resto... Toda esa fatalidad sólo fue posible por

la circunstancia de que ya existía en el mundo un tipo afín, racialmente afín, de megalomania: el judío; una

vez abierto el abismo entre los judíos y los cristianos de origen judío, éstos no tenían más remedio que

emplear los mismos procedimientos de conservación que aconsejaba el instinto judío contra los judíos

mismos, en tanto que éstos los habían empleado únicamente contra todo el mundo no judío. El cristiano no

es más que un judío de confesión “libre”.

45

Ofrezco a continuación algunas pruebas de lo que esa pequeña gente se ha metido en la cabeza; de lo

que ha puesto en boca de su maestro: sin excepción confesiones de “almas sublimes”.

“Y dondequiera que os desecharen, no queriendo escucharos, retiraos de allí, sacudid el polvo de

vuestros pies en testimonio contra ellos. En verdad os digo que Sodoma y Gomorra serán tratadas con

menor rigor en el día del juicio, que la tal ciudad” (San Marcos, 6, 11). ¡Qué evangélico!...

“Al que escandalizare a alguno de estos pequeños que creen en mí, mucho mejor le fuera que le ataran

al cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno y le echaran al mar” (San Marcos, 9, 41). ¡Qué

evangélico!...

“Si tu ojo te sirve de tropiezo, arráncalo: más lo vale entrar tuerto en el reino de Dios, que tener dos ojos

y ser arrojado al fuego del infierno; donde el gusano que les roe nunca muere, ni el fuego jamás se apaga”

(San Marcos, 9, 46-47). Estas palabras no se refieren precisamente al ojo...

“En verdad os digo, que algunos de los que aquí están no han de morir antes de ver el advenimiento de

Dios y su potestad” (San Marcos, 8, 39). ¡Qué bien mentido!...

“Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, y cargue con su cruz, y sígame. Pues...” (comentario

de un sicólogo. La moral cristiana es refutada por sus “pues”: sus “razones” refutan; cuadra todo esto con

la esencia cristiana) (San Marcos, 8, 34).

“No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el mismo juicio con que juzgareis, habéis de ser

juzgados, y con la misma medida con que midiereis, seréis medidos vosotros” (San Mateo, 7, 1-2). ¡Vaya

un concepto de la justicia, del juez “justo”! ...

“Que si no amáis sino a los que os aman, ¿qué premio habéis de tener? No lo hacen así también los

publicanos? Y si no saludáis a otros que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis además? ¿Por ventura no hacen

también esto los paganos?” (San Mateo, 5, 46-47). Principio del “amor cristiano”: pretende, en definitiva,

una buena remuneración...

“Pero si vosotros no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestros pecados” (San

Mateo, 6, 15). ¡No arroja esto una luz muy favorable que digamos sobre el susodicho “Padre”! ...

“Así que buscad primero el reino de Dios y su justicia y todas estas cosas se os darán por añadidura”

(San Mateo, 6, 33). Todas estas cosas: quiero decir, alimento, ropa, todo cuanto se necesita para vivir. Un

error, para decir poco... Algunas líneas más arriba, Dios aparece como sastre; en determinados casos, por

lo menos...

“Alegraos en aquel día y saltad de gozo, pues os está reservada en el cielo una gran recompensa; tal era

el trato que daban sus padres a los profetas” (San Lucas, 6, 23). ¡Qué gente tan insolente! ¡Hasta le da por

compararse con los Profetas! ...

“¿No sabéis vosotros que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Pues si

alguno profanare el templo de Dios, Dios le perderá a él. Porque el templo de Dios, que sois vosotros,

santo es” (Epístola I a los Corintios, 3, 16-17). Tales conceptos merecen el más profundo desprecio...

“¿No sabéis que los santos han de juzgar este mundo? Pues si el mundo ha de ser juzgado por vosotros,

¿no seréis dignos de juzgar estas menudencias?” (Epístola I a los Corintios, 6, 2). Desgraciadamente, éstas

no son meras palabras de un demente... Este terrible embustero prosigue literalmente: “¿No sabéis que

hemos de ser jueces hasta de los ángeles? ¿Cuánto más de las cosas mundanas?”...

“¿No es verdad que Dios ha considerado como fatua la sabiduría de este mundo? Porque ya que el

mundo a vista de la sabiduría divina no conoció a Dios por medio de la ciencia, plugo a Dios salvar a los

que creyesen en él por medio de la locura de la predicación... Considerar, si no, hermanos, quiénes son los

que han sido llamados de entre vosotros, cómo no sois muchos los sabios según la carne, ni muchos los

poderosos ni muchos los nobles. Sino que Dios ha escogido a los necios según el mundo, para confundir a

los fuertes, y a las cosas viles, y despreciables del mundo, y a aquellas que no valían nada, para destruir las

que valen: a fin de que ningún mortal se jacte ante su acatamiento” (Epístola 1 a los Corintios, I, 20 y

siguientes). Para comprender este pasaje, testimonio capital de la sicología de toda moral tshandala, léase

la primera disertación de mi Genealogía de la moral, donde se destaca por vez primera el contraste entre la

moral aristocrática y la moral tshandala, basada esta última en el resentimiento y el odio impotente. Pablo

fue el más grande de todos los apóstoles de la venganza...

46

¿Qué se infiere de esto? Que es necesario ponerse guantes cuando se lee el Nuevo Testamento. La

proximidad de tanta impureza impone casi esta medida. No aceptaríamos la compañía de “primitivos

cristianos”, como no buscamos la de judíos polacos; no hace falta siquiera esgrimir argumentos para

refutarlos... ¡Unos y otros no huelen bien! En vano he buscado en el Nuevo Testamento un solo rasgo

simpático; no hay en él nada que sea liberal, bondadoso, franco, decente. Aquí la humanidad ni ha

comenzado; faltan los instintos de la limpieza... No hay en el Nuevo Testamento más que malos instintos;

no hay en él ni siquiera la valentía de afirmar estos malos instintos. Todo es cobardía, prurito de cerrar los

ojos y engaño de sí mismo. Cualquier libro parece limpio cuando se lo lee después del Nuevo Testamento;

por ejemplo, inmediatamente después de Pablo leí con íntimo deleite a Petronio, ese ironista más donoso,

más travieso, del que pudiera decirse lo que Domenico Boccaccio escribió al duque de Parma sobre Cesare

Borgia: “è tutto festo”; inmortalmente sano, inmortalmente alegre y bien nacido... Pues esos pequeños

mojigatos desaciertan en la cosa principal. Atacan, pero todo lo que es atacado por ellos queda así

distinguido. Es un honor provocar la ira de los “primitivos cristianos”. No se lee el Nuevo Testamento sin

sentirse atraído por lo que maltrata; para no hablar de la “sabiduría de este mundo”, que un alborotador

insolente trató en vano de desacreditar “por medio de la locura de la predicación”... Mas incluso los

fariseos y los escribas se benefician con tal enemistad; al go valdrían, ya que fueron odiados de una manera

tan indecente. Hipocresía, ¡vaya un reproche en boca de “primitivos cristianos”! En último análisis, los

fariseos y los escribas eran los privilegiados; con esto basta para que se desate el odio tshandala. El

“primitivo cristiano”, me temo que también el último cristiano, que yo viviré tal vez para verlo, empujado

por su más soterrado instinto se subleva contra todo lo privilegiado; ¡vive y lucha siempre por la “igualdad

de derechos”! ... Bien mirado, no tiene más remedio. Si uno pretende ser personalmente un “elegido de

Dios”, o un “templo de Dios”, o un “juez de los ángeles”; cualquier principio selectivo diferente, basado,

por ejemplo, en la honradez, en el espíritu, en la virilidad y el orgullo, en la belleza y libertad del corazón,

es simplemente “mundo”; el mal en sí... Moraleja; palabra que pronuncia un “primitivo cristiano” es una

mentira, y acto que lleva a cabo, una falsía instintiva; todos sus valores, todos sus objetivos, son

perjudiciales, mas todo objeto de su odio, ya sea persona o cosa, tiene valor... El cristiano, el sacerdote

cristiano señaladamente, es un criterio de los valores. ¿Será necesario agregar que en todo el Nuevo

Testamento hay una sola figura que se hace acreedora a nuestra narración? Es Pilato, el lugarteniente

romano. Él no se aviene a tomar en serio un pleito de judíos, ¿Qué le importa, judfo más, judío menos?...

La burla aristocrática de un romano ante el cual se hace un abuso insolente de la palabra “verdad” ha

enriquecido el Nuevo Testamento con las únicas palabras que en él tienen valor, y que implican su crítica,

y aun su destrucción: “¡qué es verdad! ...”

47

Lo que nos diferencia a nosotros no es el hecho de que ya no encontramos un dios ni en la historia ni en

la Naturaleza, ni tampoco tras la Naturaleza, sino que lo que ha sido venerado como Dios se nos antoja, no

“divino”, sino lamentable, absurdo y perjudicial; no ya un error, sino un crimen contra la vida... Negamos a

Dios como Dios... Y si se nos probase a este dios de los cristianos, aún menos sabríamos creer en él.

Expresado en una fórmula: deus qualem Paulus creavit, dei negatio. Una religión como el cristianismo, que

en ningún punto toca a la realidad y se viene abajo en cuanto la realidad se impone siquiera en un solo

punto, no puede por menos de ser la enemiga mortal de la “sabiduría de este mundo”, vale decir, de la

ciencia; aprobará todos los medios por los cuales sea posible emponzoñar, difamar y desprestigiar la

disciplina del espíritu, la estrictez austera en las cuestiones de conciencia del espíritu, la reserva y libertad

aristocráticas del espíritu. La “fe” como imperativo es el veto a la ciencia, y en la práctica la mentira a

cualquier precio... Pablo comprendió que hacía falta la mentira, “la fe”; la Iglesia, a su vez, comprendió

más tarde a Pablo. Ese “Dios” inventado por Pablo, un dios que “confunde” la “sabiduría de este mundo”

(en sentido estricto, las dos grandes contrincantes de toda superstición: la filología y la medicina), no es en

realidad sino la firme resolución de Pablo en este sentido; llamar a su propia voluntad “Dios”, thora, es

típicamente judío. Pablo está decidido a “confundir la sabiduría de este mundo”; sus enemigos son los

buenos filólogos y médicos formados en Alejandría: a ellos plantea la guerra. En efecto, no se es filólogo y

médico sin ser al mismo tiempo anticristiano. Pues como filólogo se mira detrás de los “libros sagrados”, y

como médico, detrás de la degeneración fisiológica del tipo cristiano. El médico dictamina: “incurable”, y

el filólogo: “mentira”...

48

¿Se ha comprendido la famosa historia que encabeza el relato de la Biblia, la del miedo terrible de Dios

a la ciencia?... No se la ha comprendido. Este libro sacerdotal por excelencia empieza, como es natural, por

la gran dificultad interior del sacerdote; éste no conoce más que un grave peligro, luego “Dios” no conoce

más que un grave peligro.

El viejo Dios, todo “espíritu”, todo pontífice, todo perfección, se pasea por su jardín, y se aburre. Ni los

dioses pueden evitar el aburrimiento. ¿Qué hace Dios para remediarlo? Inventa al hombre, puesto que el

hombre es entretenido... Pero he aquí que también el hombre se aburre. Reacciona Dios con una simpatía

sin límites contra la única desventura propia de todos los paraísos y crea otros animales. Primer desacierto

de Dios: el hombre no encontró entretenidos a los animales; se erigió en amo de ellos, no quiso ser' ni

siquiera “animal”. En consecuencia, Dios creó la mujer. Y entonces se acabó, en efecto, el aburrimiento;

¡pero también se acabaron otras cosas! La mujer fue el segundo desacierto de Dios. “La mujer es por su

esencia serpiente, Heva”, como lo saben todos los sacerdotes; “la mujer es la raíz de todos los males en el

mundo”; esto también lo saben todos los sacerdotes. “Luego, ella es también la raíz de la ciencia”... Sólo a

causa de la mujer el hombre aprendió a comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. ¿Qué

había pasado? El viejo Dios se sintió preso de un miedo terrible. El hombre resultaba ser su mayor

desacierto; con él se había creado a sí mismo un rival: la ciencia hace semejante a Dios; ¡los sacerdotes y

los dioses están perdidos si el hombre se vuelve científico! Moraleja: la ciencia es lo prohibido en sí;

únicamente ella es prohibida. La ciencia es el pecado primordial, el germen de todo pecado, el pecado

original. Sólo esto es la moral. “No conocerás”: todo lo demás se sigue de este mandamiento. Su miedo

terrible no impidió a Dios ser listo a inteligente. ¿Cómo se combate la ciencia? Tal fue durante largo tiempo

su problema capital. Respuesta: ¡hay que expulsar al hombre del paraíso! La felicidad, el ocio, lleva a

pensar, todos los pensamientos son malos pensamientos... El hombre no debe pensar. Y el “sacerdote en sí”

inventa el apremio, la muerte, el peligro moral del embarazo, toda clase de miseria, vejez y desventura,

sobre todo la enfermedad; ¡en su totalidad medios para combatir a la ciencia! El apremio no permite al

hombre pensar... ¡Y, sin embargo!, ¡horror!, la obra del conocimiento se va agigantando, asaltando el cielo,

amenazando con la ruina la divinidad. ¿Qué hacer? El viejo Dios inventa la guerra, desune a los pueblos y

hace que los hombres se destruyan unos a otros (los sacerdotes siempre han tenido necesidad de la guerra

...). La guerra es, ¡entre otras cosas, una grande perturbadora de la ciencia! ¡Increíble! El conocimiento, la

emancipación de los hombres del sacerdote, progresa aun a pesar de las guerras. Entonces, el viejo Dios

llega a esta conclusion última: “el hombre se ha vuelto científico; ¡no hay más remedio que ahogarlo!”...

49

Se me ha comprendido. El comienzo de la Biblia contiene toda la sicología del sacerdote. El sacerdote

no conoce más que un grave peligro: la ciencia; el concepto sano de causa y efecto. Mas en su conjunto, la

ciencia sólo prospera bajo condiciones propicias; hay que tener tiempo, espíritu, de sobra para “conocer”...

“En consecuencia, hay que provocar la desgracia del hombre”, tal ha sido en todos los tiempos la lógica del

sacerdote. Ya se adivina lo que sólo a raíz de esta lógica se ha incorporado al mundo: el “pecado”... El

concepto de culpa y castigo, todo el “orden moral”, está inventado para combatir la ciencia; para combatir

la emancipación de los hombres del sacerdote... El hombre no debe mirar más allá, sino adentro de sí

mismo; no debe mirar, inteligente y prudentemente, aprendiendo adentro de las cosas; no debe mirar, en

fin, sino sufrir... Y debe sufrir de manera que tenga en todo tiempo necesidad del sacerdote. ¡Fuera los

médicos; Lo que hace falta es un Salvador. La noción de culpa y castigo, así como la doctrina de la

“gracia”, de la “redención” y del “perdón”, mentiras cien por cien, desprovistas de toda realidad sicológica,

están inventadas para destruir el sentido causal del hombre; ¡representan el atentado contra el concepto

“causa y efecto”! ¡Y no un atentado llevado a cabo a puñetazo limpio, a punta de cuchillo, con la sinceridad

en el odio y el amor!, ¡sino uno dictado por los instintos más bajos, cobardes y pérfidos! ¡Un atentado de

sacerdotes! ¡Un atentado de parásitos! ¡Un vampirismo de pálidos y furtivos chupadores de sangre! ... Si

las consecuencias naturales de los actos dejan de ser “naturales”; si se las concibe determinadas por

fantasmas conceptuales de la superstición, por “Dios”, “espíritus”, “almas”, como consecuencias

exclusivamente “morales”, como premio, castigo, advertencia, recurso educativo, queda destruida la

premisa del conocimiento; queda cometido el crimen más grave contra la humanidad. El pecado, esta

forma de autoviolación del hombre por excelencia, como queda dicho, está inventado para imposibilitar la

ciencia, la cultura, toda elevación y aristocrratismo del hombre. El sacerdote señorea en virtud de la

invención del pecado.

50

Insisto en este lugar en un análisis sicológico de la “fe”, de los “fieles”; en beneficio, como es natural,

precisamente de los “fieles”. Si hoy no faltan quienes no saben que ser un “creyente” es indecente, o bien

un síntoma de décadence, de impulso vital quebrado, mañana ya lo sabrán. Mi voz llega también a los

oídos duros. Parece, si no he oído mal, que entre los cristianos hay un afán de la verdad que llaman “la

prueba de la fuerza”. “La fe salva; luego ella es cierta.” Cabe objetar a esto, por lo pronto, que precisamente

eso de que la fe salva no está demostrado, sino tan sólo prometido: la bienaventuranza está supeditada a la

“fe”, los fieles han de alcanzar la bienaventuranza en virtud de su fe... Pero ¿cómo puede demostrarse que

efectivamente se cumple lo que el sacerdote promete a los fieles respecto al “más allá”, sustraído a toda

verificación? De suerte que la presunta “prueba de la fuerza” no es, a su vez, sino la fe en que no dejará de

producirse el efecto que se atribuye a la fe. La fórmula correspondiente reza “creo que la fe salva; luego

ella es cierta”. Pero este “luego” significa erigir el absurdum mismo en criterio verdadero. Mas suponiendo,

con cierta indulgencia, que esté demostrado eso de que la fe salva (no sólo deseado, no sólo prometido por

la boca un tanto dudosa del sacerdote): ¿sería la bienaventuranza-más técnicamente hablando, el placer-una

prueba de la verdad? No lo es, hasta el punto de que cuando intervengan sentimientos de placer en la

dilucidación de la cuestión: “¿qué es verdadero?”, esto casi significa la refutación de la “verdad” y en todo

caso autoriza a considerarla con máximo recelo. La prueba del “placer” es una prueba de “placer”, nada

más; ¿de dónde se saca que los juicios ciertos causan más placer que los falsos y de acuerdo con una

armonía preestablecida necesariamente traen consigo sentimientos gratos? La experiencia de todos los

espíritus austeros y profundos enseña lo contrario. Se ha tenido que arrancar en duro forcejeo cada palmo

de verdad; se ha tenido que sacrificar por él casi todo lo que es grato al corazón humano y nutre la

confianza del hombre en la vida. Se requiere grandeza del alma; servir a la verdad es el servicio más duro.

¿Qué significa la probidad en las cosas del espíritu? ¡Significa ser riguroso con su corazón, despreciar los

“sentimientos sublimes”, hacer de cada sí y no un caso de conciencia. La fe salva; luego miente...

51

Que la fe “salva” eventualmente; que la “salvación” no convierte una idea fija necesariamente en una

idea cierta; que la fe no mueve montañas, pero supone montañas allí donde no hay ninguna, es algo de lo

que cualquiera se convence realizando una breve recorrida por cualquier manicomio. No convence, por

cierto, al sacerdote; pues éste niega por instinto que la enfermedad sea una enfermedad y el manicomio un

manicomio. El cristianismo ha menester la enfermedad, más o menos del mismo modo que el helenismo ha

menester un excedente de salud; enfermar es el propósito subyacente propiamente dicho de todo el sistema

terapéutico de la Iglesia. Y la Iglesia misma ¿no es el manicomio católico como ideal último? ¿No aspira

eila a convertir el globo entero en un manicomio? El hombre religioso, como lo quiere la Iglesia, es un

típico décadent; todas las épocas en que un pueblo se debate en una crisis religiosa se caracterizan por

epidemias nerviosas; el “mundo interior” del hombre religioso se parece en un todo al “mundo interior” de

los sobreexcitados y agotados; los “estados supremos” que el cristianismo ha suspendido como valor de los

sabres sobre la humanidad son formas epileptoides; la Iglesia ha canonizado exclusivamente a locos o

grandes embusteros in majorem dei honorem... En una oportunidad me he permitido calificar todo el

training cristiano de penitencia y redención (para cuyo estudio se presta hoy día en particular Inglaterra) de

folio circulaire metódicamente provocada, por supuesto que en una tierra propicia, vale decir, totalmente

morbosa. Nadie está en libertad de abrazar el credo cristiano; al cristianismo no se es “convertido”; hay que

estar lo suficientemente enfermo para poder ser un cristiano... Nosotros, los otros, que tenemos valor

suficiente para ser sanos, y también para despreciar, ¡cuán profundamente nos es dable despreciar una

religión que ha enseñado a entender mal el cuerpo! , ¡que se aferra a la superchería referente al alma!, ¡que

señala la alimentación insuficiente como un “mérito”. ¡que combate la salud teniéndola por una especie de

enemigo, diablo y tentación! , ¡que se ha imaginado que cabe un “alma perfecta” en un cuerpo hecho nn

cadáver y para tal fin tenía que inventar un concepto nuevo de la “perfección”, un ser anémico, enclenque,

estúpidamente exaltado, la llamada “santidad”; ¡santidad: a su vez una sintomatología del cuerpo

empobrecido, enervado, irremediablemente arruinado! ... El movimiento cristiano, como movimiento

europeo, es desde un principio un movimiento global de toda clase de escoria y desecho (que a través del

cristianismo quiere adueñarse del poder). No expresa la decadencia de una raza, sino que es un

conglomerado de formas de la décadence de variada procedencia, que se buscan y se concentran. Lo que

hizo posible al cristianismo no fue la corrupción del mundo antigun mismo, de la antigüedad aristocríctica,

como se cree comúnmente; nunca se condenará con suficiente rigor la idiotez erudita que sostiene todavía

punto de vista semejante. Precisamente en los tiempos en que en todo el Imperio Romano se cristianizaron

las masas enfermas y corruptas del bajo pueblo, el tipo opuesto, el aristocratismo, hallaba su expresión más

plena y hermosa. Se impuso la compacta mayoría; triunfó el democratismo de los instintos cristianos... El

cristianismo no era “nacional”, no estaba racialmente determinado; se dirigía a todos los desheredados de la

vida y tenía sus aliados en todas partes. La rancune básica de los enfermos, el instinto, ha sido vuelto por el

cristianismo contra los santos, contra la salud. Todo lo bien nacido, orgulloso y soberbio, sobre todo la

belleza, lastima su vista y oídos. Llamo una vez más la atención sobre estas palabras inestimables de Pablo:

“Dins ha escogido a los necias según el mundo, a los flacos del mundo y a las cosas viles y despreciables

del mundo”; tal era la fórmula, bajo este signo triunfó la décadence. Dios clavada en la cruz; ¿todàvía no

se comprende la pavorosa segunda intención de este símbolo?: todo lo que sufre, todo lo que está clavado

en la Cruz, es divino... Todos nosotros estamos clavados en la cruz, por consiguiente, somos divinos...,

únicamente nosotros somos divinos... El advenimiento del cristianismo fue un triunfo. El cristianismo es la

mayor desgracia que se ha abatido jamás sobre la humanidad.

52

El cristianismo es también incompatible con toda salud mental; sólo la razón enferma le sirve como

razón cristiana; toma la defensa de toda imbecilidad, fulmina su anatema contra el “espíritu”, contra la

superbia del espíritu sano. Dado que la enfermedad forma pane de la esencia del cristianismo, también el

estado típicamente cristiano, “la fe”, no puede por menus que ser una modalidad patológica, y la Iglesia no

puede por menor que denunciar todos los caminos derechos, honrados, científicos del conocimiento como

caminos prohibidas. La misma duda es un pecado... La falta absoluta de limpieza sicológica del sacerdote,

tal como se advierte en el mirar, es una consecuencia de la décadence; obsérvese en las mujeres histéricas

y, por otra parte, en los niños raquíticos la regularidad con que la falsía por instinto, la propensión a la

mentira, por el gusto de mentir, la incapacidad para el mirar y avanzar recto, es la expresión de décadence.

La “fe” significa negarse a saber la verdad. El pietista, el sacerdote de ambos sexos, es falso porque es

enfermo; su instinto exige que la verdad no prevalezca en punto alguno. “Lo que enferma es bueno; lo que

proviene de la plenitud, de la superabundancia, del poder, es males”, he aquí cómo siente el fiel. El no

poder menos que mentir es el rasgo en que se me revela cualquier teólogo predestinado. Otra característica

del teólogo es su incapacidad pcrra la filalogía. Por filología ha de entenderse aquí, en un sentido muy

lato, el arte de bien leer, de poder leer los hechos sin falsearlos a través de la interpretación, sin perder, de

tanto ansiar comprensión, la prudencia, la paciencia y la delicadeza. La filología como efexis en la

interpretación, ya se trate de libros o de informaciones periodísticas, de destinos o de datos meteorológicos,

para no decir nada de la “salvación del alma”... La forma como el teólogo, en Berlín o en Roma, interpreta

la “palabra de la Escritura” o los acontecimientos, por ejemplo una victoria del ejército nacional, a la luz

superior de los salmos de David, siempre es tan osada que el filólogo se vuelve loco. ¡Y no se diga los

pietistas y otros burros de Suabia por el estilo que transforman la mísera estrechez y trivialidad de su

existencia con ayuda del “dedo de Dios” en un milagro de “gracia”, “providencia” y “bienaventuranzas”!

Con un poquito de ingenio, para no decir de decencia, esos intérpretes debieran convencerse de lo

absolutamente pueril a indigno de semejante abuso de la destreza divina. Con un poquito de piedad, un

Dios que en el momento oportuno corta el resfrío o lo induce a uno a subir al coche en el instante preciso

en que empieza a llover a cántaros debiera suponerse un Dios tan absurdo como para ser abolido, caso de

que existiera. Un Dios como sirviente, como cartero, como guardián del calendario; en definitiva, una

palabra que designa el más estúpido de los azares... La “divina Providencia”, tal como todavía hoy la

suponen en la “Alemania culta” de tres personajes uno, seria la objeción más terminante contra Dios que

pueda imaginarse. ¡Y en todo caso es una objeción contra los alemanes! ...

53

Que los mártires demuestren la verdad de una causa es una creencia tan falsa que me inclino a creer que

jamás mártir alguno ha tenido que ver con la verdad, El mismo acento con que el mártir arroja al mundo a

la cabeza su credo fanático, expresa un grado tan bajo de probidad intelectual, un sentido tan pobre de la

“verdad”, que huelga refutarlo. La verdad no es algo que tenga tal o cual persona; piensan de tal manera a

lo sumo los patanes, o los apóstoles de patanes al modo de Lutero. Cabe afirmar que en función del grado

de escrupulosidad en las cosas del espíritu aumenta la modestia y moderación discreta en esta materia.

Corresponde saber cinco cosas y desechar con mano delicada cualquier otro saber... La “verdad”, tal como

la entiende cualquier profeta, sectario, librepensador, socialista y teólogo, es una prueba terminante de que

no se tiene ni pizca de esa disciplina del espíritu y autosuperación que se requieren para encontrar siquiera

una pequeña, minúscula verdad. Los martirios, dicho sea de paso, han sido una gran desgracia en la

historia, pues seducian... La conclusión de todos los imbéciles, las mujeres y el vulgo inclusive, en el

sentido de que una causa en aras de la cual uno sacrifica su vida (y, sobre todo, una que, como el

cristianismo primitivo, provoca epidemias de anhelo de la muerte) ha de ser verdadera; esta conclusión ha

sido una poderosísima traba para la crítica, para el espíritu de la crítica y la cautela. Los mártires han hecho

daño a la verdad... Todavía hoy, la persecución sañuda basta rara prestigiar cualquier movimiento sectario

en sí indiferente. ¿Es posible que el sacrificio por una causa pruebe el valor de dicha causa? Todo error

prestigiado es un error que posee un poder de seducción más. Las causas se las refuta poniéndolas

respetuosamente entre hielo; del mismo modo se refuta también al teólogo... La estupidez trascendental de

todos los perseguidores ha sido precisamente aureolar la causa contraria de aparente prestigio, obsequiarla

con la seducción del martirio... Todavía hoy la mujer se postra ante un error porque se le ha dicho que

alguien murió crucificado por él. ¿Es la cruz por ventura un argumento? Mas acerca de todas estas cosas

uno sólo ha dicho la palabra que desde hace miles de años debió decirse: Zaratustra.

“Con caracteres de sangre trazaban signos en su camino, y su insensatez enseñaba que por la sangre se

demostraba la verdad.

“Sin embargo, la sangre es el peor testigo de la verdad; envenena la sangre aun la doctrina más pura,

trocándola en obcecación y odio de los corazones.

“Y si uno se errojase a las llamas por su doctrina, ¡qué probaría! Más importante es, en verdad, que de la

propia brasa surja la propia doctrina” (VI, 134).

54

Digan lo que digan, los espíritus grandes son escépticos. Zaratustra es un escéptico. La fuerza, la libertad

nacida en la fuerza y plenitud del espíritu, se prueba por el escepticismo. Los hombres de convicción no

cuentan para las cuestiones fundamentales de valor. Las convicciones son cárceles. Esa gente no ve

suficientemente a distancia, no ve debajo de sí; mas para tener derecho a opinar acerca del valor y desvalor

es preciso ver quinientas convicciones debajo de sí, tras sí... Todo espíritu que persiga un fin grande y diga

sí a los medios conducentes al logro del mismo es por fuerza escéptico. El no estar atado a ninguna

convicción, el estar capacitado para el mirar soberano, es un atributo de la fuerza. La gran pasión, fondo y

poder de su ser, aún más esclarecida y despótica que él mismo, acapara todo su intelecto; ahuyenta los

escrúpulos y le infunde valor para apelar incluso a medios impíos; eventualmente le concede convicciones.

La convicción como medio: muchas cosas se las logra únicamente mediante una convicción. La gran

pasión necesita y consume convicciones; no se les somete, tiene conciencia de su soberanía. A la inversa, la

necesidad de fe, de algún sí y no absoluto, el carlylismo (¡valga el término!), es una necesidad dictada por

la debilidad. El hombre de la fe, el “fiel”, de cualquier índole, es necesariamente un hombre dependiente,

uno que no es capaz de establecerse a sí mismo como fin, de establecer fin alguno por su cuenta. El “fiel”

no se pertenece a sí propio; sólo puede ser un medio, tiene que ser consumido, necesita de alguien que lo

consuma. Su instinto exalta la moral de la alienación de sí mismo; a ella lo persuade todo: su cordura, su

experiencia, su vanidad. Toda fe es de por sí una expresión de alienación de sí mismo, de abdicación del

propio ser... Si se considera la necesidad que tienen los más de una norma que desde fuera los ate y sujete;

que la coerción, en un sentido superior de esclavitud, es la condición única y última bajo la cual prospera el

individuo de voluntad débil, sobre todo la mujer, se comprende también la convicción, is “fe”. El hombre

de la convicción tiene en ésta su apoyo y arrimo. No ver muchas cosas, no ser desprejuiciado en punto

alguno, sino ser en un todo facción, aplicar a todas las cosas una óptica estricta y necesaria, he aquí las

premisas sin las cuales tal tipo humano no podría existir. Ahora bien, esto significa ser el antípoda, el

antagonista del veraz, de la verdad... Al “fiel” ni le es permitido tener una conciencia respecto a

“verdadero” y “falso”; ser honesto en este punto significaría su ruina inmediata. Su óptica patológicamente

condicionada hace del convencido un fanático -Sávonarola, Lutero, Rousseau, Robespierre, Saint-Simon-,

el tipo contrario del espíritu fuerte, libertado. Mas la gran postura de estos espíritus enfermos, de estos

epilépticos del concepto, sugestiona a las masas; los fanáticos son pintorescos, y los hombres prefieren ver

posturas a escuchar argumentos...

55

Demos un paso más hacia adelante en la sicología de la convicción, de la “fe”. Hace mucho planteé la

cuestión de si las convicciones no son enemigas más peligrosas de la verdad que las mentiras (Humano, demasiado

humano I, afs. 54 y 483). En este momento deseo formular esta pregunta decisiva: ¿existe en

definitiva, un contraste entre la mentira y la convicción? Todo el mundo cree que sí; pero ¡qué no cree todo

el mundo! Toda convicción tiene su historia, sus formas preliminares, sus tentativas y yerros; llega a ser

una convicción después de mucho tiempo de no haberlo sido y tras un tiempo más largo aún en que lo ha

sido a duras penas. ¿Cómo?, ¿no es posible que entre estas formas embrionarias de la convicción figure

también la mentira? A veces todo es cuestión de un mero cambio de persona: en el hijo tórnase en

convicción lo que en el padre ha sido aún mentira. Yo llamo mentira empeñarse en no ver lo que se ve,

dando igual que la mentira se produzca ante testigos o sin testigos. La mentira más corriente es aquella con

que uno se miente a sí mismo; mentir a otros es, relativamente, la excepción. Ahora bien, este empeñarse

en no ver lo que se ve, este empeñarse en no ver tal cual se ve, cabe decir que es la premisa capital de todos

los que son facción, en cualquier sentido; el hombre partidario miente por fuerza. Los historiadores

alemanes, por ejemplo, están convencidos de que Roma encarnaba el despotismo y que los germanos han

obsequiado al mundo el espíritu de la libertad; ¿qué diferencia hay entre esta convicción y la mentira? ¿Es

de extrañar que todo lo que es facción, el historiador alemán inclusive, baraje por instinto las palabras

sonoras de la moral; que casi pueda decirse que la moral subsiste en virtud del hecho de que el hombre

partidario, de cualquier índole, le ha menester en todo momento? “Tal es nuestra convicción; la

proclamamos a los cuatro vientos, vivimos y morimos por ella; ¡respeto a todo el que tiene convicciones! “

Palabras parecidas las he escuchado hasta de labios antisemitas. ¡Al contrario, señores! Un antisemita, no

por mentir por principio es más decente... Los sacerdotes, que en tales casos son más sutiles y se dan cuenta

plena de la objeción que implica el concepto de la convicción, esto es, de la mendacidad fundamental y

metódicamente practicada, por conveniente, han hecho suya la habilidad judía de intercalar en este punto

los conceptos “Dios”, “voluntad de Dios” y “revelación de Dios”. Kant adoptó el mismo temperamento,

con su imperativo categórico; en esto, su razón se hizo práctica. Cuestiones hay donde no es permitido al

hombre decidir sobre verdad y falsedad; todas las cuestiones supremas, todos los problemas supremos del

valor se hallan más allá de la razón humana... Comprender los límites de la razón; he ahí la verdadera

filosofía... ¿Para qué dio Dios al hombre la revelación? ¿Haría Dios algo superfluo? El hombre no es capaz

de discernir por sí solo entre el bien y el mal, por esto Dios le enseñó su voluntad... Moraleja: el sacerdote

no miente; en las cosas de que hablan los sacerdotes no se plantea la cuestión de lo “verdadero” y lo

“falso”; estas cosas ni permiten mentir. Pues la mentira presupone la facultad de discernir lo verdadero; sin

embargo, el hombre no posee esta facultad, de lo cual se infiere que el sacerdorte no es sino el portavoz de

Dios. Tal silogismo sacerdotal no es en modo alguno específicamente judío o cristiano; el derecho a la

mentira y el truco de la “revelación” son propios de todos los sacerdotes, de los de la décadence no menos

que de los del paganismo (pues son paganos todos los que dicen sí a la vida, para los cuales “Dios” es la

palabra que designa el magno sí a toda's las cosas). La “ley”, la “voluntad de Dios”, la “Sagrada Escritura”,

la “inspiración”, palabras que expresan sin excepción las condiciones bajo las cuales el sacerdote llega a

dominar y mediante las cuales asegura su dominio; estos conceptos constituyen la base de todas las

organizaciones sacerdotales, de todos los señoríos sacerdotales o filosóficosacerdotales. La “santa mentira”,

que Confucio, el Código de Manú, Mahoma y la Iglesia cristiana tienen de común, no falta tampoco en

Platón. “Es dada la verdad”: significa esto, dondequiera que se afirme, que el sacerdote miente...

56

En última instancia, todo depende del fin de la mentira. El que en el cristianismo falten los fines “santos”

es mi objeción contra sus medios. No hay en él más que fines malos: el emponzoñamiento, detracción y

negación de la vida, el desprecio hacia el cuerpo, la degradación y autoviolación del hombre por el

concepto del pecado; luego también sus medios son malos. Experimento el sentimiento contrario al leer el

Código de Manú, una obra tan incomparablemente espiritual y superior, que mencianarla al mismo tiempo,

que la Biblia sería un pecado contra el espíritu. Adivínase en seguida que tiene por fondo y esenciá una

verdadera filosofía, no tan sólo una maloliente judaina compuesta de rabinismo y superchería; ni aun el más

refinado sicólogo se queda aquí con las manos vacías. No se olvide lo principal, la discrepancia fundamentar

con cualquier tipo de Biblia: en este Código, las castas aristocráticas, los filósofos y los

guerreros, dan la pauta a las masas; señorean en todos los órdenes valores aristocráticos, un sentimiento de

perfección, un decir sí a la vida, un goce triunfante de sí mismo y de la vida; todo este libro está bañado en

sol. Todas las cosas que el cristianismo hace víctimas de su inenarrable vileza, como la procreación, la mujer

y el matrimonio, aquf son tratadas con seriedad y veneración, con amor y confianza. Como para poner

en manos de niños y mujeres un libro que contiene esta frase infame: “por evitar la fornicación viva cada

uno con su mujer, y cada una con su marido...; más vale casarse que abrasarse”. ¿Y es permitido ser un

cristiano mientras la génesis del hombre esté cristianizada, esto es, envilecida por el concepto de la inmaculata

conceptia?... No conozco libro alguno donde se digan acerca de la mujer tantas cosas delicadas y

bondadosas como en el Código de Manú; esos ancianos y santos saben tener con la mujer una gentileza

jamás igualada. “La boca de la mujer”, reza determinado pasaje, “el seno ' de la doncella, la oración del

niño y el humo del holocausto siempre son puros”. Y otro pasaje: “nada hay tan puro como la luz del sol, la

sombra de la vaca, el aire, el agua, el fuego y el aliento de la doncella”. Y he aquí un tercer pasaje, tal vez

otra santa mentira: “todos los orificios del cuerpo del ombligo para arriba son puros, todos los del ombligo

para abajo son impuros. Sólo el cuerpo de la doncella es puro en su totalidad”.

57

Se sorprende in flagranti la impiedad de los medios cristianos comparando el fin cristiano con el fin del

Código de Manú; arrojando una luz cruda sobre este máximo contraste de fines. El crítico del cristianismo

se ve obligado, quiera o no, a denigrar al cristianismo. Un código como el de Manú se origina como todo

código bueno: sintetiza la experiencia, sabiduría y moral experimental de muchas centurias; resume, ya no

crea nada. La premisa de una codificación de esta índole es la comprensión de que los medios por los que

se confiere autoridad a una verdad ardua y costosamente adquirida son radicalmente distintos de aquellos

que servirían para demostrarla. Ningún código consigna la utilidad, las razones, la casuística con respecto a

los antecedentes de tal ley; pues esto significaría perder el acento de imperativo, el “tú debes”, la premisa

del acatarniento. El problema reside justamente en esto. En determinado punto de la evolución de un

pueblo, la capa más perspicaz del mismo, esto es, aquella cuya mirada se adentra más profundamente en el

pasado y el futuro, declara cerrada la experiencia según la cual debe -vale decir puede- vivirse. Su

propósito es recoger una cosecha lo más abundante a íntegra posible de los tiempos de experimentación y

de la mala experiencia; en adelante debe, pues, impedirse ante todo que continúe la experimentación; que

subsista el estado fluctuante de los valores, la indagación, selección y crítica de los valores in finitum,. Se

pone a esto un doble dique: de un ladó, la revelación, o sea, la afirmación de que la razón inherente a esas

leyes no es de origen humano, no ha sido buscada y encontrada poco a poco y tras una larga serie de yerros,

sino que, siendo de origen divino, es cabal, perfecta, algo que no tiene historia, un regalo, un milagro, algo

tan sólo comunicado..., y del otro, la tradición, o sea, la afirmación de que la ley existe desde antiguo y que

ponerla en tela de juicio es una falta de piedad, un crimen contra los antepasados. La autoridad de la ley se

asienta en esta tesis: Dios la ha instituida y los antepasados la han vivida. La razón superior de tal

procedimiento reside en el propósito de alejar la conciencia paso a paso de la vida reconocida como justa

(esto es, probada por una experiencia tremenda y rigurosamente tamizada) con objeto de conseguir el

automatismo absoluto de los instintos, esa premisa de toda maestría, de toda perfección en el arte de vivir.

Redactar un código como el de Manú significa brindar a un pueblo en lo sucesivo la oportunidad de llegar a

ser maestro, de alcanzar la perfección, de aspirar al supremo arte de vivir. Para este fin, hay que volverla

inconsciente; tal es el propósito subyacente a toda santa mentira. El régimen de castas, la ley suprema,

dominante, no es sino la sanción de un régimen natural, una legalidad natural de primer orden con que no

puede ningún antojo, ninguna “idea moderna”. En toda sociedad sana se diferencian y se condicionan

mutuamente tres tipos de distinta gravitación fisiológica, cada uno con su propia higiene, su propia esfera

de trabajo, su propio sentimiento de perfección y su propia maestría. La Naturaleza, no Manú, diferencia el

tipo de predominante intelectualidad, el tipo que prevalece la fuerza muscular y temperamental y aquel que

no se distingue ni por lo uno ni por lo otro, o sea, el de los mediocres; este último tipo como vasta mayoría

y aquéllos como tipos selectos. La casta más alta, la llamo las menos por ser la perfecta, posee también las

prerrogativas de los menos, entre las cuales figura la de encarnar la ventura, la belleza y la bondad sobre la

tierra. Sólo a los hombres más espirituales es permitida la belleza, lo bello; sólo en epos la bondad no es

debilidad. Pulchrum est paucorum haminum: lo bueno es una prerrogativa. En cambio, nada es tan

inadmisible en ellos como los modales groseros o la mirada pesimista, ojos que afean, cuando no una actitud

de indignación ante el aspecto total de las cosas. La indignación es una prerrogativa de los tshandalas,

como lo es también el pesimismo. “El mundo es perfecto”,dice el instinto de los más espirituales, el decir

si, “y la imperfección, el ser inferior a nosotros en cualquier sentido, la distancia jerárquica, el pathos de la

distancia jerárquica, y sun el tshanderla, forman parte, de esta perfección”. Los hombres más espirituales,

por ser los más fuertes, hallan su ventura, en lo que para otros significaría la ruins: en el laberinto, en la

dureza consign mismo y Con los demás, en el ensayo; su goce es la victoria sobre sí mismo; en ellos, el

ascetismo se torna en segunda naturaleza, necesidad íntimamente sentida a instinto. La tares difícil se les

antoja una prerrogativa y jugar con cargos bajo las cuales los demás se desplomarían, un solaz... El

conocimiento es una modalidad del ascetismo. Los hombres más espirituales son el tipo hum ono más

vulnerable, lo cual no obsta para que scan el más alegre y gentil. Señorean, no porque se lo propongan, sino

porque son; les está vedado no ser los primeros. Los segundas son los guardianes del derecho, los que velan

por el orden y la seguridad, los nobles guerreros ante todo el propio rey, como fórmula supremo de

guerrero, juez y campeón de la ley. Los segundos son los órganos ejecutivos de los más espirituales, lo más

afines a ellos, aquello que en el nombre de epos se hace cargo de todo lo pesado de las tareas de gobierno;

su séquito, su brazo derecho, la flor de sus discípulos. En todo esto, repito, no hay ni pizca de arbitrariedad

ni de artificio; lo que difiere es artificioso, supone una antinaturalidad... El régimen de castas, el orden

jerárquico, simplemente formula la ley suprema de la vida misma; la diferenciación de los citados tres tipos

es necesaria para el desenvolvimiento de la sociedad y et desarrollo de tipos superiores y supremos; la

desigualdad de derechos, por otra parte, es la premisa de que haya derechos.

Un derecho es una prerrogativa. En su propio modo de ser cads cual posee su propia prerrogativa. No

subestimemos las prerrogativas de los mediocres. Conforme aumenta la altura, la vida es coda vez más

dura: va en aumento el frío, y la responsabilidad. Toda cultura elevada es una pirámide; necesita asentarse

en una ancha base; su requisito primordial es una mediocridad fuerte y sanamente consolidada. El

artesanado, el comercio, la agricultura, la ciencia, la mayor parte del arte, todo lo que se designs con la

palabra “actividad profesional”, exige un término medio en las aptitudes y los afanes; todo esto estaría

fuera de lugar entre los hombres excepcionales, el correspondiente instinto sería incompatible tanto con el

aristocratismo como con el anarquismo. El ser una utilidad pública, una rueda del engranaje, una función,

es destino; no la sociedad, sino el tipo de felicidad accesible a los más hace de éstos máquinas inteligentes.

Para el mediocre la mediocridad es una felicidad, y la maestría específica, la especialidad, un instinto

natural. Sería absolutamente indigno del espíritu profundo considerar la mediocridad en sí como una objeción.

Ells es la premisa capital de que pueda haber excepciones; toda cultura elevada está condicionada

por eila. Si el hombre excepcional da precisamente a los mediocres un trato más considerado que a sí

mismo y a sus congéneres, obra no sólo por cortesía y gentileza, sino en cumplimiento de su deter... ¿Quién

me es más odioso entre la chusma de ahora? La chusma socialista, los apóstoles de los tshandalas que

-socavan el instinto del trabajador, la satisfacción y conformidad del trabajador con su existencia estrecha;

que inculcan en él la envidia y le predican la venganza... La injusticia nunca reside en la desigualdad de

derechos, sino en la reivindicación de “igualdad” de derechos... ¿Qué es lo malo? Ya lo dije: todo lo que

proviene de la debilidad, la envidia y la venganza. El anarquista y el cristiano tienen un mismo origen...

58

En efecto, no es lo mismo mentir para conservar que mentir para destruir. Trazando un paralelo entre el

cristiano y el anarquista, puede verse que su propósito, su instinto está orientado exclusivamente hacia la

destrucción. La prueba de esta tesis no hay más que leerla en el libro de la historic, donde la misma se hace

patente con una claridad pavorosa. Si acabamos de conocer una legislación religiosa cuya finalidad suprema

era perpetuar la premisa capital de la vida próspera, una gran organización de la sociedad, el cristianismo

ha encontrado su misión en poner fin a tal organización porque en ella prosperaba la villa. Allí la

cosecha de cordura, de larga experimentación a incertidumbre, debía ser recogida tan abundante a íntegramente

como fuera posible y aprovechada al máximo; aquí, por el contrario, se envenenó la cosecha de la

noche a la mañana... Lo que estaba aere perennius, el Imperio Romano, la más grandiosa organización que

había existido jamás, en comparación con la cual todo lo anterior y todo lo posterior es chapucería y diletantismo,

intentaron destruirla esos santos anarquistas con una empress “pía”; intentaron destruir “el

mundo”, esto es, el Imperio Romano, hasta que todo quedara deshecho; hasta que incluso germanos y otros

patanes pudieron dar cuenta de él... El cristiano y el anarquista son décadents, incapaces de hacer otra cosa

que disolver, emponzoñar, depauperar, desvitalizar; uno y otro personifican el instinto del odio mortal a

todo lo que existe grande y perdurable, henchido de promesas de porvenir... El cristianismo fue el vampiro

del Imperio Romano; desbarató de la noche a la mañana la realización tremenda de los romanos: conquistar

el terreno para una gran cultura que time tiempo. ¿No se comprende todavía lo que hay en todo esto? El

Imperio Romano que conocemos; que la historic de 6a provincia romana nos enseña a conocer cada vez

mejor; esta obra de arte más admirable del gran estilo era un comienzo, su construcción debía justificarse

en términos de milenios; ¡jamás se ha construido así, ni siquiera soñado con construir así, sub specie

aeterni! Esta organización era lo suficientemente sólida para resistir los malos emperadores; el czar de las

personas no debe intervenir en cosas semejantes: principio capital de todos los grandes arquitectos. Pero no

era lo suficientemente sólida para resistir la forma más carrupta de la corrupción, al cristiano. Estos

furtivos gusanos que con sigilo y ambigüedad atacaban a todos los individuos y les chupaban la seriedad

para las verdatieras cosas, el instinto de las realidades, estos seres cobardes, afeminados y dulzones

enajenaron paso a paso las “almas” a esta construcción ingente; la enajenaron esos elementos valiosos,

viriles y aristocráticos que en la causa de Roma sentían su propia causa, su propia seriedad y su propio

orgullo. La gazmoñería beata, el sigilo de convento, conceptos sombríos como infierno, sacrificio del

inocente, unia mystica en la ingestión de la sangre y, sobre todo, la brasa lentamente atizada de la

venganza, de la venganza tshandala- esto fue lo que acabó con Roma-, el mismo tipo de religión que en su

forma preexistente se había opuesto a Epicuro. Léase a Lucrecio para comprender qué era lo que combatió

Epicuro: no al paganismo, sino al “cristianismo”, es decir, la corrupción de las almas por los conceptos de

culpa, castigo a inmortalidad. Combatió los cultos clandestinos, todo el cristianismo latente; negar la

inmortalidad equivalía en aquel entonces a consumar una verdadera redención. Y Epicuro hubiera

triunfado; todos los espíritus respetables del Imperio Romano eran epicúreos; entonces, de pronto, apareció

Pablo... Pablo, el odio tshandala a Roma, al “mundo” hecho carne y genio; el judío; el judío eterno por

excelencia... Adivinó que con ayuda del pequeño y sectario movimiento cristiano divorciado del judaísmo

sería posible provocar una “conflagración”; que por el símbolo “Dios clavado en la Cruz” sería posible

galvanizar todo lo subterráneo, furtivo y subversivo, todo el legado de manejos anarquistas dentro del

Imperio, en un tremendo poder. “La salvación viene por los judíos”. El cristianismo corno fórmula para

sobrepujar, y compendiar los cultos clandestinos de toda índole, los de Osiris, la Gran Madre, y de Mithras,

por ejemplo: en esta comprensión radica el genio de Pablo. En esto la seguridad de su instinto era tal que

haciendo implacable violencia' a la verdad puso los conceptos con los que fascinaban esas religiones para

tshandalas en boca, y no sólo en boca del “Salvador” de su propia invención; puesto que hizo de él algo

que aun un sacerdote de Mithras era capaz de entender...

Tal fue su momento de Damasco: comprendió que necesitaba la creencia en la inmortalidad para

desvalorizar “el mundo”; que el concepto. “infierno” daría cuenta de Roma; que con el “más allá” se mata

la vida... El nihilista y el cristiano marchan por el mismo camino...

59

Toda la labor del mundo antiguo quedó así desbaratada; no encuentro palabras que expresen cabalmente

el sentimiento que me embarga ante tan tremendo acontecimiento. ¡Y como esta labor había sido preliminar

(sólo se habían echado con granítico orgullo los cimientos para una labor de milenios), quedó desbaratado

todo el sentido, del mundo antiguo! ... ¿Para qué los griegos?; ¿para qué los romanos? Ya se daban todas

las premisas de una cultura erudita, todos los métodos científicos; ya estaba elaborado el sublime, el

incomparable arte de bien leer; la premisa de una tradición de la cultura, de la unidad de la ciencia; las

ciencias naturales, en alianza con las matemáticas y la mecánica, estaban óptimamente encaminadas; ¡el

sentido de la realidad fáctica, este sentido último y más valioso, tenía sus escuelas y poseía una tradición

multisecular! ¿Se comprende esto? Ya estaba encontrado todo lo esencial para ponerse a la tarea; los

métodos -no me cansaré de recalcarlo-son lo esencial, también lo más arduo, asimismo lo que durante más

tiempo tiene que enfrentar las costumbres a inercias. Lo que gracias a una penosísima victoria sobre

nosotros mismos-que todos llevamos todavía en la sangre, de algún modo, los malos instintos, los

cristianos-, hemos recuperado ahora; la mirada franca ante la realidad, la mano cautelosa, la paciencia y

seriedad aun en el ínfimo pormenor, toda la probidad del conocimiento; ¡todo esto ya se dio!, ¡hace más de

dos mil años ya! ¡Amén del tacto y gusto bueno, delicado! ¡No como adiestramiento cerebral! ¡No como

ilustración “alemana” con modales de patán! Sino como cuerpo, ademán, instinto; en una palabra, como

realidad... ¡Todo, en vano! ¡Reducido de la noche a la mañana a un mero recuerdo! ¡Los griegos! ¡Los

romanos! El aristocratismo del instinto, el buen gusto, la investigación metódica, el genio de la

organización y la administración la fe en el porvenir humano y la voluntad de realizarlo el gran sí a todas

las cows cosas; todo lo que era tangible para todos los sentidos, como Imperio Romano; el gran estilo ya no

como mero arte, sino tornado en realidad verdad, vida... ¡Y no barrido de golpe por algún cataclismo! ¡No

aplastado por germanos y otros “torpípedos” por el estilo! ¡Sino echado a perder por medrosos, furtivos e

invisibles vampiros ávidos de sangre! ¡No vencido, sino tan sólo desangrado! ... La venganza solapada, la

envidia mezquina, erigida en ama! ¡Todo lo miserable, doliente y aquejado de malos sentimientos, todo el

ghetto del alma, convertido de golpe en norma y pauta!... Basta leer a alguno de los agitadores cristianos,

por ejemplo a San Agustín, para comprender, oler, qué suciedad se había logrado. Sería un craso error

suponerles cortas luces a los jefes del movimiento cristiano; ¡oh, son muy inteligentes, dotados de una

inteligencia que raya en santidad, esos padres de la Iglesia! Lo que les falta es otra cosa. La Naturaleza no

ha sido generosa con ellos; les regateó un modesto acervo de instintos respetables, decentes limpios... Entre

nosotros, ni siquiera son hombres... Si el islamismo desprecia al cristiano, tiene mil veces derecho a tal

actitud; pues el islamismo se basa en hombres...

60

El cristianismo desacreditó los frutos de la cultura antigua, y más tarde desacreditó también los frutos de

la cultura islámica. La maravillosa cultura morisca en España, que en el fondo a nosotros nos es más afín,

porque apela a nuestro espíritu y gusto en mayor grado que Roma y Grecia, fue aplastada (me callo por qué

pies). ¿Por qué? ¡Porque reconocía como origen instintos aristocráticos, viriles; porque decía sí a la villa

aun con todas las exquisiteces raras y refinadas de la villa moral ... Los cruzados lucharon más tarde contra

algo que debían haber adorado: contra una cultura frente a la cual hasta nuestro siglo xIx será una cosa muy

pobre, muy “tardía”. Claro que ansiaban botín; el Oriente era rico... ¡Seamos bastante sinceros para admitir

que las cruzadas no fueron más que una piratería superior! La nobleza alemana, una nobleza viking, en

definitiva, estaba entonces en su elemento; la Iglesia sabía muy bien en virtud de qué se time nobleza

alemana... Los nobles alemanes siempre han sido los “suizos” de la Iglesia, siempre han estado al servicio

de todos los malos instintos de la Iglesia, pero bien remunerados... ¡Por eso, con ayuda de espadas

alemanas, sangre y valentía alemanas, la Iglesia ha librado su guerra sin cuartel a todo lo aristocrático de la

tierra! He aquí un punto que plantea no pocos interrogantes dolorosos. La nobleza alemana está poco

menos que ausente en la historia de la cultura superior; se adivina la razón de que sea así... El cristianismo

y el alcohol; los dos grandes medios de la corrupción... En sí no puede haber dudas sobre el partido que

tomar, ni ante islamismo y cristianismo, ni menos ante árabe y judío. La cosa está decidida; nadie está aquí

en libertad de elegir. O se es un tshandala o no se es un tshandala... “ ¡Guerra sin cuartel a Roma! ¡Paz y

amistad con el islamismo!” Así sintió y obró Federico II, ese gran librepensador, el genio de los emperadores

alemanes. ¿Cómo?, ¿es que un alemán ha de ser genio, librepensador, para sentir de una manera

decente? No comprendo que jamás alemán alguno haya sido capaz de sentir de una manera cristiana...

61

En este punto es preciso actualizar un recuerd cien veces aún más penoso para los alemanes. Lo alemanes

han defraudado a Europa con la última grande cosecha cultural que se le brindaba, la del R nacimiento. ¿Se

comprende, se está dispuesto a co prender, por fin, qué cosa fue el Renacimiento? Fue la transmutación de

los valores cristianos, la tentativa, emprendida por todos los medios, apelando a todos los instintos, a todo

el genio, de llevar a su plenitud los valores contrarios, los valores aristocráticos... No ha habido hasta

ahora más que esta gran guerra; no ha habido planteo más decisivo que el del Renacimiento; mi cuestión es

la de él. ¡No ha habido tampoco ataque más directo, lanzado más estrictamente en toda 6a línea y apuntado

al mismo centro! Atacar en el punto decisivo, en la propia sede del cristianismo, y entronizar en eila los

valores aristocráticos, esto es, injertarlos en los instintos, en las más soterradas necesidades y apetencias de

sus ocupantes... Percibo una posibilidad henchida de inefable encanto y sugestión: dijérase que rutila con

todos los estremecimientos de refinada belleza; que opera en ella un arte tan divino, tan diabólicamente

divino, que en vano se recorren milenios en busca de otra posibilidad semejante. Percibo un espectáculo tan

pleno de significación a la vez que maravillosamente paradojal, que todas las divinidades del Olimpo

hubieran tenido un motivo para prorrumpir en una risa inmortal: Cesare Borgia coma papa... ¿Se me

comprende?... Pues éste hubiera sido el triunfo por mí ansiado: ¡así hubiera quedado abolido el

cristianismo! ¿Qué ocurrió? Un monje alemán llamado Lutero vino a Roma. Este monje, aquejado de todos

los instintos rencorosos del sacerdote fallido, se sublevó en Roma contra el Renacimiento... En lugar de

comprender, embargado por la más profunda gratitud, lo tremendo que había ocurrido: la superación del

cristianismo en su propia sede, sólo supo extraer de este espectáculo alimento para su odio, El hombre

religioso sólo piensa en sí mismo. Lutero denunció la corrupción del papado, cuando era harto evidente lo

contrario, o sea, que la antigua corrupción, el pecado original, el cristianismo, yà no ocupaba el solio

pontificio. ¡Sino la vida!; ¡el triunfo de la vida!; ¡el magno sí a todas las cosas sublimes, hermosas y

audaces! ... Y Lutero restauró la Iglesia, atacándola... ¡El Renacimiento, un acontecimiento sin sentido, un

esfuerzo fallido! ¡Lo que nos han costado esos alemanes en el transcurso de los siglos! En vano; puesto que

tal ha sido siempre la obra de los alemanes. La Reforma, Leibniz, Kant y la llamada filosofía alemana, las

guerras de “liberación”, el Reich, coda vez más inútil para algo ya existente, para algo irrecuperable...

Confieso que esos alemanes son mis enemigos; desprecio en epos la falta de limpieza conceptual y

valorativa, la cobardía ante todo honesto sí y no. Desde hace casi un milenio han enredado y embrollado

todo lo que tocaron; tienen sobre la conciencia todas las cosas a medio hacer. ¡Y ni a medio hacer!, de que

está aquejada Europa; tienen sobre la conciencia también, la forma más sucia, más incurable, más

irrefutable del cristianismo que existe: el protestantismo... Si no se logra acabar con el cristianismo, los

alemanes tendrán la culpa...

62

He llegado al final y pronuncio mi veredicto. Declaro culpable al cristianismo, formulo contra la Iglesia

cristiana la acusación más terrible que ha sido formulada jamás por acusador alguno. Se me aparece como

la corrupcióil más grande que pueda concebirse; ha optado por la máxima corrupción posible. La Iglesia

cristiana ha contagiado su corrupción a todas las cosas; ha hecho de todo valor un sinvalor, de toda verdad

una mentira y de toda probidad una falsía de alma. ¡Como para hablarme de sus beneficios “humanitarios”!

Abolir un apremio, cualquiera que fuese, era necesario a su más fundamental conveniencia; vivía ella de

apremios; creaba eila apremios para perpetuarse... ¡Con el gusano roedor del pecado, por ejemplo, la

Iglesia ha obsesionado a la humanidad! La “igualdad de las almas ante Dios”, esa patraña, este pretexto

para las rancunes de todos los hombres de mentalidad vil, este concepto-explosivo que por último se ha

traducido en revolución, idea moderna y principio de decadencia de todo el orden social, es simplemente

dinamita cristiana... ¡Beneficios “humanitarios” del cristianismo! ¡Se ha desarrollado de la humanitas una

contradicción intrínseca, un arte de la autoviolación, una voluntad de mentira a cualquier precio, una

aversión y desprecio hacia todos los instintos buenos y decentes! ¡Vaya unos beneficios del cristianismo!

El parasitismo es la práctica exclusiva de la Iglesia; con su ideal de anemia, de “santidad”, chupa toda

sangre, todo amor, toda esperanza en la vida; el más allá como voluntad de negación de toda realidad; la

cruz como signo de la conspiración más solapada que se ha dado jamás, contra la salud, la belleza, la

plenitud, la valentía, el espíritu y la bondad del alma; contra la misma vida...

Esta acusación eterna contra el cristianismo la quiero escribir en todas las paredes; yo tengo un alfabeto

aun para los ciegos... Llamo al cristiano la gran maldición, la gran corrupción soterrada, el gran instinto de

la venganza para el cual ningún medio es bastante pérfido, furtivo, subrepticio y mezquino; le llama, en

resumen, el borrón inmortal de la humanidad.

¡Y eso que he tornado como punto de partida de la cronología el dies nefastus en que comenzó esta fatalidad,

el primer día del cristianismo! , como punto de partida el último, ¿el de hoy? ¡La transmutación de

todos los valores! ...

FIN DE

“EL ANTICRISTO”

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