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jueves, 28 de agosto de 2008

CIENCIA -- EL HOMBRE DE MARTE -- GUY DE MAUPASSANT

CIENCIA -- EL HOMBRE DE MARTE -- GUY DE MAUPASSANT
EL HOMBRE DE MARTE

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Estaba trabajando cuando mi criado me anunció:
—Señor, es un hombre que quiere hablar con el señor.
—Hágalo entrar.
De pronto vi a un hombrecillo que saludaba. Tenía aspecto de un enclenque maestro con gafas, cuyo cuerpo endeble no se adhería a ninguna parte de sus ropas demasiado flojas.
Balbuceó:
—Le pido perdón, señor.
Se sentó y continuó:
—Dios mío, señor, estoy demasiado turbado por las gestiones que emprendo. Pero era absolutamente necesario que yo manifestara mis inquietudes a alguien, y no había nadie más que usted..que usted... En fin, me he armado de valor...pero verdaderamente...ya no me atrevo.
—Atrévase pues, Señor.
—Verá, Señor, es que, tan pronto como empiece a hablar usted me tomará por un loco.
—Dios mío, señor, eso dependerá de lo que vaya a contarme.
—Exactamente, señor, lo que voy a decirle es raro. Pero le ruego que considere que no estoy loco, precisamente por esto, yo mismo reconozco lo inusual de mi confidencia.
—Y bien, señor, adelante.
—No señor, no estoy loco, pero tengo ese aspecto propio de los hombres que han reflexionado más que otros y que han franqueado un poco, bien poco, las barreras del pensamiento medio. Piense pues, señor, que nadie piensa en nada en este mundo. Cada uno se ocupa de sus asuntos, de su fortuna, des sus placeres, de su vida en una palabra, o de pequeñas tonterías divertidas como el teatro, la pintura, la música o la política, la más grande de las necedades, o de cuestiones industriales. ¿Quién piensa? ¿Quién? ¡Nadie!¡Oh!¡Me acelero demasiado! Perdón. Vuelvo a mi asunto.
Hace cinco años que yo llegué aquí, señor. Usted no me conoce pero yo le conozco muy bien...Yo nunca me mezclo con la gente que frecuenta la playa o el Casino. Vivo sobre el acantilado, adoro con pasión estos acantilados de Etretat. No conozco otros más bellos, más sanos. Quiero decir sanos para el espíritu. Es una admirable ruta entre el cielo y el mar, un camino de hierba, que discurre sobre esta gran muralla, al borde de la tierra, por encima del océano.
Mis mejores días son aquellos que he pasado tendido sobre una pendiente de hierba, a pleno sol, a cien metros por encima de las olas, soñando.¿Me comprende?
—Sí señor, perfectamente.
—Ahora, ¿me permite hacerle una pregunta?
—Hágala, señor.
—¿Usted cree que los otros planetas estén habitados?
Yo respondí sin dudar y sin parecer sorprendido:
—Ciertamente lo creo.
Se volvió loco de alegría, se levantó, se volvió a sentar, embargado por unas ganas evidentes de estrecharme entre sus brazos y gritó:
—¡Ah, ah!¡Qué suerte!¡Qué alegría!¡Respiro!¿Pero cómo he podido dudar de usted? Un hombre no sería inteligente si no creyera en los mundos habitados. Hace falta ser un tonto, un idiota, un bruto, para suponer que los millares de universos brillan y giran únicamente para divertir y asombrar al hombre, ese insecto estúpido por no comprender que la Tierra no es nada mas que una mota de polvo invisible en medio de la polvareda de los mundos, que todo nuestro sistema entero no está formado mas que por algunas moléculas de vida sideral que muy pronto morirán. Mire la Vía Láctea, ese río de estrellas, y piense que ésta no es nada más que una mancha dentro de la extensión que es el infinito. Piénselo solo durante diez minutos y comprenderá porque nosotros no sabemos nada, no adivinamos nada, no comprendemos nada. Nosotros solo conocemos un punto, no sabemos nada del más allá, nada del exterior, nada de ninguna parte, y creemos, y nos afirmamos.¡Ah!¡ah!¡ah! ¡Si de repente nos fuera revelado el secreto de la gran vida ultraterrestre, qué estupefacción! Pero no...pero no...yo soy una bestia en mi entorno, nosotros no lo comprenderíamos ya que nuestro espíritu no está hecho más que para comprender las cosas de esta tierra; no puede extenderse más lejos, es limitado, como nuestra vida, encadenado a esta bolita que nos lleva, y juzga todo por comparación. Vea, pues, señor, como todo el mundo es ignorante, estrecho y persuadido del poder de nuestra inteligencia, que apenas sobrepasa el instinto de los animales. Nosotros no tenemos ni siquiera la facultad de percibir nuestra imperfección; estamos hechos para saber el precio de la mantequilla y del trigo, y, como mucho, para hablar sobre el valor de los caballos, de los barcos, de los ministros o de los artistas.
Eso es todo. Somos aptos exactamente para cultivar la tierra y servirnos torpemente de lo que está por debajo de ella. Apenas comenzamos a construir máquinas que funcionan, nos asombramos como niños por cada descubrimiento que, desde hace siglos habríamos debido hacer, si hubiéramos sido seres superiores. Estamos todavía rodeados de lo desconocido, incluso en este momento en el que han sido necesarios miles de años de vida inteligente para intuir el concepto de la electricidad. ¿Somos de la misma opinión?.
Yo respondí riendo:
—Sí señor.
—Entonces muy bien. Y bien, señor, ¿alguna vez se ha interesado usted por Marte?
—¿Por Marte?
—Si, por el planeta Marte.
—No, señor.
—¿Me permitiría contarle algunas cosas sobre él?
—Por supuesto, señor, con gran placer.
—Usted sabe, sin duda, que los mundos de nuestro sistema solar, de nuestra pequeña familia se formaron por la condensación en globos de primitivos anillos gaseosos desprendidos unos después de otros de la nebulosa solar
—Sí señor.
—De esto resulta que los planetas más alejados son los más viejos y deben de ser, consecuentemente, los más civilizados. Este es el orden de su nacimiento: Urano, Saturno, Júpiter, Marte, la Tierra, Venus, Mercurio.¿Admite usted que estos planetas estén habitados como la Tierra?
—Evidentemente.¿Por qué creer que la Tierra es una excepción?
—Muy bien. El hombre de Marte, aún siendo más anciano que el de la Tierra....perdón, voy muy deprisa. En primer lugar voy a probarle que Marte está habitado. Marte presenta a nuestros ojos aproximadamente el aspecto que la Tierra debe de presentar a los observadores marcianos. Los océanos allí ocupan menos espacio y están más diseminados. Se les reconoce por su tono negro porque el agua absorbe la luz mientras que los continentes la reflejan. Las modificaciones geográficas sobre este planeta son frecuentes y prueban la actividad vital. Tiene dos estaciones parecidas a las nuestras, con nieve en los polos que vemos aumentar y disminuir siguiendo las épocas del año. Un año es muy largo, seiscientos ochenta y siete días terrestres, es decir seiscientos sesenta y ocho días marcianos, descompuestos como sigue: ciento noventa y uno en primavera, ciento ochenta y uno para verano, ciento cuarenta y nueve para otoño y ciento cuarenta y siete para invierno. Se ven menos nubes que aquí, así que allá debe de hacer más frío y más calor.
Le interrumpí:
—Perdón señor, estando Marte mucho más lejos del Sol que nosotros, debe de hacer siempre más frío, me parece.
Mi extraño visitante gritó con vehemencia:
—¡Error, señor! ¡Error absoluto! Nosotros estamos, nosotros, más lejos del sol en verano que en invierno. Hace más frío sobre la cima del Mont Blanc que en su base. Le remito, por otra parte, a la teoría mecánica del calor de Helmotz y de Schiaparelli. El calor del Sol depende principalmente de la cantidad de vapor de agua que contiene la atmósfera. He aquí por qué: el poder absorbente de una molécula de vapor de agua es dieciséis veces superior a la de una molécula de aire seco, así que el vapor de agua es nuestra fuente de calor; y Marte, teniendo menos nubes, debe de ser al mismo tiempo mucho más caluroso y mucho más frío que la Tierra.
—No lo pongo en duda.
—Muy bien. Ahora, señor, escúcheme con atención. Se lo ruego.
—Es lo que estoy haciendo, señor.
—¿Ha oído usted hablar de los famosos canales descubiertos en 1884 por Schiaparelli?
—Muy poco.
—¡Cómo es posible! Sepa, pues, que en 1884, Marte, encontrándose en oposición y separada de nosotros solo por una distancia de veinticuatro millones de leguas, Schiaparelli, uno de los más eminentes astrónomos de nuestro siglo y uno de los observadores más fiables, descubrió de repente una gran cantidad de líneas negras rectas o quebradas siguiendo formas geométricas constantes, y que unían, a través de los continentes, los mares de Marte! Sí, sí, señor, canales rectilíneos, canales geométricos, de una igual anchura durante todo el recorrido, canales construidos por seres! Sí, señor, la prueba de que Marte está habitado, que allí hay vida, que allí se piensa, que allí se trabaja, que nos observan. ¿Comprende usted? ¿Comprende?
Veinte años más tarde, durante la siguiente alineación volvimos a ver esos canales, más numerosos, sí, señor. Y son gigantescos, su anchura no tiene menos de cien kilómetros.
Yo sonreí respondiendo:
—Cien kilómetros de anchura. Han sido necesarios obreros muy rudos para excavarlos.
—¡Oh señor! ¿Qué dice? ¡Usted ignora que este trabajo es infinitamente más fácil en Marte que en la Tierra puesto que la densidad de sus materiales constitutivos no sobrepasa la sexagésima novena parte de los nuestros! La intensidad de la gravedad allí alcanza a penas la trigésimo séptima parte de la nuestra. ¡Un kilogramo de agua solo pesa 370 gramos!
Me lanzaba estas cifras con tal seguridad, con la confianza típica de comerciante que sabe el valor de un número, que no pude impedir reírme y tenía ganas de preguntarle lo que pesan, en Marte, el azúcar y la mantequilla.
Movió la cabeza.
—Usted se ríe, señor, me toma por estúpido después de tomarme por loco. Pero las cifras que le cito son las que usted encontrará en todas las obras especializadas de astronomía. El diámetro de Marte es casi la mitad más pequeño que el nuestro; su superficie no es más que la veintiseisava centésima parte de la del globo terráqueo; su volumen es seis veces y media más pequeño que el de la Tierra y la velocidad de sus dos satélites prueba que pesa diez veces menos que nosotros. Ahora bien, señor, la intensidad de la fuerza de gravedad, dependiente de la masa y del volumen, es decir, del peso y de la distancia de la superficie al centro, de ello se deduce, indudablemente, un estado de levedad sobre este planeta que convierte la vida en algo diferente, regula de forma desconocida para nosotros las acciones mecánicas y debe de hacer predominar las especies aladas. Sí, señor, el ser Rey de Marte tiene alas.
Vuela, pasa de un continente a otro, se pasea, como un espíritu, alrededor de su universo al cual le ata sin embargo la atmósfera que no puede franquear, aunque...
En fin, señor, ¿se imagina este planeta cubierto de plantas, de árboles y de animales cuyas formas no podemos ni sospechar y habitado por grandes seres alados semejantes a como nos han descrito a los ángeles? Yo los veo revoloteando por encima de las llanuras y de las ciudades en el aire dorado que tienen allá. Ya que, por otra parte, creíamos que la atmósfera de Marte era roja como la nuestra azul, pero es amarilla, señor, de un hermoso amarillo dorado.
¿Se asombra usted ahora de que esas criaturas hayan podido excavar anchos canales de cien kilómetros? Y además, piense únicamente en lo que la ciencia ha hecho aquí desde hace un siglo...desde hace un siglo...y piense que los habitantes de Marte son tal vez superiores a nosotros...
Se calló bruscamente, bajó los ojos, y después murmuró con voz suave:
—Ahora es cuando usted va a tomarme por loco...cuando le diga que yo estuve a punto de verlos...yo...la otra tarde. Usted sabe, o no sabe, que estamos en la estación de las estrellas fugaces. Durante la noche del 18 al 19 principalmente, se ven todos los años en cantidades innombrables; es probable que nosotros pasemos en ese momento a través de los restos de un cometa.
Así que, yo estaba sentado sobre la Mane-Porte, sobre ese enorme saliente del acantilado que se mete un paso sobre el mar y miraba esa lluvia de pequeños mundos sobre mi cabeza. Es más divertido y más hermoso que unos fuegos de artificio, señor. De repente, percibí uno por encima de mi, muy cerca, un globo luminoso, transparente, rodeado de alas inmensas y palpitantes o al menos yo creí ver unas alas en medio de las tinieblas de la noche. Hacía tirabuzones como un pájaro herido, giraba sobre si mismo con un enorme ruido misterioso, parecía que estaba jadeando, muriendo, perdido. Pasó delante de mi. Parecía un monstruoso balón de cristal, lleno de seres enloquecidos, apenas claros, pero agitados como la tripulación de un navío en peligro que ya no se gobierna y navega de ola en ola. Y el curioso globo, habiendo descrito una inmensa curva, fue a desplomarse a lo lejos en medio del mar, donde escuché su profunda caída parecida al ruido de un disparo de cañón.
Todo el mundo, por otra parte, en el país, escuchó este choque formidable que tomaron por un trueno. Solo yo le vi...yo vi...si hubieran caído sobre la costa cerca de mi, habríamos conocido a los habitantes de Marte. No diga ni una palabra, señor, piense, piense largo tiempo y después cuéntelo un día si usted quiere. Sí, yo vi..yo vi..el primer navío aéreo, el primer navío sideral lanzado al infinito por unos seres pensantes...a menos que yo no haya más que asistido simplemente a la muerte de una estrella fugaz capturada por la Tierra. Ya que, usted no ignora, señor, que los planetas cazan a los mundos errantes del espacio como nosotros aquí perseguimos a los vagabundos. La Tierra, que es ligera y débil, no puede detener en su camino más que a los pequeños transeúntes de la inmensidad.
Se levantó, exaltado, delirante, abriendo los brazos para simular la marcha de los astros.
—Los cometas, señor, que vagabundean por las fronteras de la gran nebulosa, de los cuales nosotros somos condensaciones, los cometas, pájaros libres y luminosos, vienen hacia el Sol de las profundidades del infinito. Vienen arrastrando su cola inmensa de luz hacia el astro rey; vienen, aceleran tanto su excéntrico curso que no pueden reunirse con quien les llama; solamente después de haberlo rozado, son relanzados al espacio por la velocidad misma de su caída..
Pero si, en el curso de su viaje prodigioso, han pasado cerca de un poderoso planeta, si han sentido, desviados de su ruta, su influencia irresistible, vuelven entonces a este nuevo amo que los mantiene, en lo sucesivo, cautivos. Su parábola ilimitada se transforma en una curva cerrada y es así como nosotros podemos calcular el regreso periódico de los cometas. Júpiter tiene ocho cautivos. Saturno uno, Neptuno también uno, y su planeta exterior igualmente uno, además de una armada de estrellas fugaces.,..Entonces...entonces..puede que yo haya visto solamente a la Tierra detener a un pequeño mundo errante...
Adiós señor, no me responda nada, reflexione, reflexione y cuente todo esto un día si usted quiere....
Eso es todo. Este chiflado no me pareció tan tonto como un simple rentista.

AMOR -- UN FRACASO -- GUY DE MAUPASSANT

AMOR -- UN FRACASO -- GUY DE MAUPASSANT
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UN FRACASO


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Iba yo a Torino, atravesando la isla de Córcega.
En Niza tomé pasaje para Bastia, y en cuanto el vapor se hizo a la mar, descubrí, sentada en el puente, una mujer muy bonita, muy modesta, cuyos ojos miraban a lo lejos, y me dije: «Ya tengo distracción durante la travesía.»
Me instalé frente a ella, contemplándola y preguntándome todo lo que debemos preguntarnos en presencia de una desconocida que nos interesa: su estado, su edad y su carácter. Luego, de lo que se ve, se deduce lo que no se ve. Sondamos con los ojos con el pensamiento la figura de lo que aparece sujeto por el corsé y de lo que se cubre con el vestido. Se nota la esbeltez del busto si está sentada y se procura verla el tobillo; se observan las condiciones de sus manos, que revelarán la dulzura de sus caricias, la forma de las orejas, que indica el origen mejor que una partida de bautismo, en la cual es fácil mentir. Se hace lo posible para oír su voz, cuyas entonaciones descubrirán las tendencias de su alma, en tanto que sus frases nos dan idea de su ingenio. El timbre de la voz y todos los matices de las palabras denuncian, a un observador experimentado, toda la contextura sentimental de un carácter, porque siempre hay conexiones, aunque sea muy difícil precisarlas, entre la idea y la función que la exterioriza.
Yo contemplaba detenidamente a mi compañera de viaje, procurando advertir síntomas favorables y analizando sus gestos, con la esperanza de que me la revelaran sus actitudes.
Abrió un saquito de viaje y sacó un periódico. Me froté las manos de gusto. «Dime lo que lees y te diré lo que piensas.»
Comenzó por el articulo de entrada con expresión curiosa y satisfecha. El título del diario me saltó a los ojos: L’echo de Paris. Quedé perplejo. Ella leía, sonriendo, una crónica de Scholl. ¡Diablo! Sin duda no era gazmoña y mostraba gusto por el ingenio cultivado, la malicia intencionada, la sal y hasta un poquito de pimienta. «¡Bravo!», pensé; revela su lectura un temperamento franco y expansivo. ¿Si fuese también algo sentimental?
Para tocar este resorte, acercándome a ella lo más posible, me puse a hojear un tomo de poesías que llevaba conmigo: La canción de amor, por Félix Frank.
Noté que había leído el rótulo de la cubierta en un parpadeo rápido, como un pajarito coge al vuelo una mosca. Muchos viajeros pasaron por delante de nosotros para mirarla; pero, al parecer ella se abstraía en su lectura por completo. Al terminar, dejó el periódico, y aprovechando la oportunidad, le dije:
!Me permite usted que lo vea, señora?
—Con mucho gusto — contestó, alargándome la hoja impresa.
—Si la distrajesen estas poesías, las pongo a su disposición.
—¿Es cosa divertida?
Me desconcertó bastante aquella pregunta, refiriéndose a un volumen de versos amorosos. Luego contesté:
—Mejor que divertida es la lectura que ofrezco; la juzgo encantadora, delicada, emocional.
—Déme usted.
Cogió el libro, y mientras recorría varias hojas con cierta expresión de sorpresa, comprendí que no tenía costumbre de leer versos.
A veces parecía conmoverse o sonreía, pero de otra manera que ante la crónica de Aureliano Scholl.
De pronto, le pregunté:
—¿Le gusta?
—Si—me contestó—; pero me gustan más las cosas alegres; no me atrae lo sentimental.
Ya teníamos conversación. Supe que la viajera estaba casada con un capitán de dragones, de guarnición en Ajaccio, y que iba entonces a reunirse con su marido. De sus palabras deduje que no le quería con mucho entusiasmo. Le quería, sí, pero de cierto modo; como quiere una mujer al hombre que no supo despertar en su corazón grandes ilusiones durante su luna de miel. La había paseado de guarnición en guarnición, de pueblo en pueblo, todos aburridos, muy aburridos. Por fin la reclamaba desde la isla, que debería de ser lúgubre. No; la vida no es alegre para todos. Hubiera preferido quedarse con sus padres en Lyón, porque allí trataba a mucha gente. Pero era forzoso ir a Córcega. El ministro nunca procuraba servir al capitán, y eso que tenía éste una brillante hoja de servicios.
Hablamos de las residencias que refería.
—¿Le gusta París?—pregunté.
—¡Oh! ¡Si me gusta Paris! Caballero, ¿es posible que me haga usted semejante pregunta?
Y me habló de Paris con tal entusiasmo, con tal frenesí, con tal ansia, que pensé: «Ya tengo el resorte que me conviene tocar.» Adoraba a París desde lejos, deseándolo, enloqueciendo por su brillo, con hambre, con fiebre, con pasión delirante de provinciana, con impaciencia loca de pájaro enjaulado que descubre, a través de los hierros, el bosque frondoso bañado por el sol.
Me hizo mil preguntas palpitantes, apresuradas; quería enterarse de todo, averiguarlo todo en cinco minutos. Conocía los nombres de todas las celebridades y de muchas personas que nunca oí nombrar.
—¿Cómo es Gounod? ¿Y Sarou? ¡Ah! Caballero, ¡cuánto me gustan las obras de Sardou! Siempre tan ingenioso, tan vivo, tan interesante! ¡Cada vez que veo representar una obra de Sarou, sueño en sus complicaciones durante muchos días. Leí también un libro de Daudet que me gustó lucho: Safo. ¿Usted lo ha leído? Es un guapo mozo Daudet? ¿Usted le conoce? Y Zola, ¿cómo es? ¡Con su Germinal me hizo llorar! Recuerda usted al pobre niño que muere a oscuras? ¡Qué terrible! Me impresionó tanto, que me sentí enferma. No, eso no hace reír. También he leído un libro de Bourget: Cruel enigma, y a mi prima le hizo tal impresión esa novela, que hasta escribió a Bourget. Me gusta, pero me parece de sobra poético: prefiero aventuras alegres. ¿Conoce usted a Grévin? ¿Y a Coquelín? ¿Y a Damalá? ¿Y a Rochefort? ¡Dicen que tiene mucho ingenio! ¿Y a Cassagnac? Según parece, se desafía diariamente…
***

Al cabo de una hora se iban agotando sus preguntas, y habiendo satisfecho su curiosidad ansiosa, pude hablarla de lo que me convenía.
Conté historias y amoríos del mundo parisiense, del gran mundo. Me escuchaba muy atentamente, con toda su alma. ¡Oh! Debió de adquirir una idea muy lúcida ¡y exacta! de las hermosas damas, de las ilustres damas de Paris. Todo eran aventuras galantes, citas, rápidos triunfos y derrotas apasionadas. Me preguntaba ella de cuando en cuando:
—¿Así es el gran mundo?
Sonriendo maliciosamente, yo contestaba:
—Es como digo, y solamente las humildes burguesas que se aburren arrastrando vida monótona por melindres virtuosos, por una virtud que nadie las agradece...
Y comencé a fustigar las domésticas virtudes con reflexiones filosóficas, ironías punzantes y ligeras burlas. Hice mofa, descaradamente, de las pobres necias que van envejeciendo sin haber sentido lo bueno, lo dulce, lo escabroso, lo galante; sin haber saboreado las delicias de los besos furtivos, profundos, ardientes; y todo por estar casadas con un hombre receloso y estúpido, cuya reserva en las caricias conyugales priva injustamente a una criatura de toda sensualidad refinada y de todo sentimentalismo elegante.
Luego reforzaba mis reflexiones con el relato de nuevas aventuras. Cuentos de gabinetes particulares, intrigas que yo suponía propaladas en todo el universo. Y como estribillo, colocaba siempre un elogio entusiástico del amor brusco y secreto, de la sensación robada, como un fruto prohibido recogido por sorpresa, de paso...
La noche cerraba, una tranquila y calurosa noche, y el buque se deslizaba estremecido por la máquina, sobre un mar oscuro, bajo un cielo estrellado.
La mujer callaba, respirando lentamente y dejando escapar algún suspiro. De pronto se levantó, diciéndome:
—Ya es hora de acostarme; buenas noches.
Y me ofreció la mano.
Yo sabia que a la tarde siguiente debía tomar la diligencia que va de Bastia a Ajaccio, a través de las montañas, hasta el amanecer.
—Buenas noches—respondí, estrechando sus dedos entre los míos.
Y bajé a mi camarote.
Por la mañana tomé los tres asientos de berlina para mi solo; y cuando al anochecer me dirigí hacia el viejo coche que debía conducirnos, el mayoral me preguntó si tendría inconveniente alguno en ceder un asiento a una señora.
Dije bruscamente:
—¿A qué señora?
Y el mayoral contestó:
—A la señora de un capitán de Ajaccio.
—Dígale que puede contar con lo que desea.
Llegó la mujer, diciendo que habla dormido todo el día. Disculpó su descuido, me dio las gracias y entró en la berlina.
La cual era una especie de cajón herméticamente cerrado, que sólo tenia cristal en las dos portezuelas. Ya estábamos allí juntos y solos. Arrancaron los caballos al trote largo. Pronto nos vimos en la montaña. Un perfume fresco de hierbas aromáticas entraba por las ventanillas, ese perfume propio de la isla de Córcega, que los marinos reconocen a larga distancia; emanaciones penetrantes como los olores de un cuerpo, como el sudor de la tierra verde, que un ardiente sol evapora y el viento arrastra.
Volví a referirle cosas de Paris y ella volvió a escucharme con atención calenturienta. Mis narraciones eran cada vez más atrevidas y más desnudas, abundando en frases intencionadas y pérfidas, en esas frases que encienden la sangre.
Cerró la noche. Yo no veía nada, ni siquiera el óvalo blanquecino que hasta entonces revelaba el rostro de la mujer. Solamente aparecían, a los resplandores del farol de la diligencia, los cuatro caballos ganando al paso el repecho.
De cuando en cuando, el rumor de un torrente llegaba confundido con el cascabeleo de las guarniciones; luego se perdía, quedando atrás, cada vez más lejos de nosotros.
Adelanté con mucho tiento un pie, aproximándolo a mi compañera, que no retiró el suyo. Estuve un rato inmóvil, en acecho, y de pronto, cambiando el registro, empecé a insinuarme con palabras afectuosas y tiernas. Mi mano encontró la suya. La cogí dulcemente, y ella no la retiró. Seguí hablando casi a su oído, muy cerca de su boca. Yo sentía palpitar su corazón contra mi pecho; palpitaba con rudos golpes; buena señal. Entonces, con mucha suavidad, puse mis labios en su cuello, seguro de mi conquista, de tal modo seguro, que hubiese apostado cualquier cosa.
Pero ella, sacudiéndose como si despertara, me rechazó. Y Antes que me diese cuenta de nada, recibí una porción de arañazos y una lluvia de golpes rápidos, en todas direcciones; la oscuridad que nos envolvía me hizo imposible cubrirme y evitarlos.
Extendí los brazos, procurando vanamente aprisionar los suyos. Luego, no sabiendo ya qué hacer, me volví, escondiendo la cabeza, presentando solamente la espalda, que recibía su furioso ataque. Ella debió de comprender esta maniobra desesperada y suspendió la paliza.
Recogiéndose luego en su rincón, estuvo llorando más de una hora.
Yo me sentía inquieto y avergonzado. Hubiera querido hablar; pero ¿qué decir entonces? Nada me parecía oportuno. ¿Excusas? No; resultaban del todo necias. En semejante situación se imponía el silencio.
Lloraba la mujer, lanzando suspiros profundos que me conmovían y me desconcertaban. Tuve tentaciones de prodigarle consuelos, acariciándola tiernamente como a los niños, o pidiéndole perdón a sus pies de rodillas. Pero no me atreví.
¡Son estúpidas tales situaciones!
Al fin se calmó, y quedamos cada uno en nuestro rinconcito, inmóviles y mudos, mientras avanzaba el coche, deteniéndose de cuando en cuando para los relevos. Al penetrar en la berlina un reflejo de faroles de las cuadras, cerrábamos los ojos para no mirarnos. Otra vez la diligencia en marcha, el aire fresco y oloroso del campo nos acariciaba las mejillas y los labios, embriagándome como el vino.
¡Caramba! ¡Qué viajecito si mi compañera se hubiese mostrado menos simple!
Amanecía. Los primeros reflejos de la aurora entraron en la berlina. Miré a la mujer, que fingía dormir. Luego el sol, apareciendo sobre las montañas, inundó pronto de resplandores un golfo inmenso, todo azul, rodeado por cumbres enormes y crestas de granito. Al extremo del golfo una ciudad blanca se extendía delante de nosotros.
Mi compañera, fingiendo entonces despertar, abrió los ojos, encendidos por el llanto; abrió la también la boca, se estremeció, se ruborizó y balbució:
—¿Llegaremos pronto?
—Muy pronto; falta menos de una hora.
Mirando a lo lejos, dijo:
—Es muy fatigoso pasar en diligencia toda una noche.
— ¡ Oh! Sí; los riñones duelen.
—Y más fatigoso aún después de una travesía.
—¡Oh! ¡Sí!
—¿Es Ajaccio aquel pueblo qué se descubre?
—Sí; es Ajaccio.
—Quisiera que llegásemos cuanto antes.
—Me lo explico.
El timbre de su voz revelaba cierta inquietud; evitando que se cruzara con la mía su mirada, se sentía molesta. Sin embargo, nada permitía suponer que recordase lo sucedido.
Yo la admiraba. ¡Qué diplomacia instintiva tienen las mujeres!
Llegamos, en efecto, al cabo de una hora. Un gallardo mozo vestido de uniforme, un hércules, erguido junto al parador, agitaba un pañuelo al acercarse la diligencia.
Mi compañera se lanzó en sus brazos, y dándole muchos besos, repetía:
—¿Cómo estás? ¡Cuánto deseaba verme cerca de ti!
Bajaron de la imperial mi maleta y cuando ya me iba discretamente, la mujer me llamó:
—¡Ah! ¡Caballero! ¿Se marcha sin despedirse?
Murmuré:
— Señora, por no distraerla de sus alegrías.
Ella dijo a su esposo:
—Da las gracias a este caballero; ha estado muy obsequioso conmigo durante nuestro viaje. Me ha cedido un asiento en la berlina. Da gusto encontrar compañeros tan amables.
El capitán me oprimió la mano, agradeciéndome con toda su alma tantas atenciones.
La mujer sonreía mirándonos...
Yo, sin duda, puse cara de imbécil en aquel momento.

MISERIA CAMPESINA -- EL CIEGO -- GUY DE MAUPASSANT

MISERIA CAMPESINA -- EL CIEGO -- GUY DE MAUPASSANT
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EL CIEGO

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¿Qué será esta alegría del primer sol? ¿Por qué esta luz caída sobre la tierra nos llena así de la dulzura de vivir? El cielo está todo azul, la campiña toda verde, las casas todas blancas; y nuestros ojos embelesados beben esos colores vivos a los que convierten en júbilo para nuestras almas. Y nos entran ganas de bailar, ganas de correr, ganas de cantar, una dichosa ligereza del pensamiento, una especie de ternura por todo; quisiéramos abrazar al sol.
Los ciegos de las puertas, impasibles en su eterna oscuridad, permanecen tan tranquilos como siempre en medio de esta nueva alegría y, sin comprender, apaciguan a cada minuto a su perro que quisiera brincar.
Cuando regresan, terminado el día, del brazo de un hermano más pequeño o de una hermanita, si el niño dice: «¡Ha hecho muy bueno hoy!», el otro responde:
«Ya me he dado cuenta de que hacía bueno, Loulou era incapaz de quedarse en su sitio».
He conocido a uno de esos hombres, cuya vida fue uno de los más crueles martirios que imaginarse pueda.
Era un campesino, el hijo de un granjero normando. Mientras vivieron su padre y su madre, cuidaron más o menos de él; apenas sufrió por su horrible invalidez; pero en cuanto los viejos desaparecieron, se inició una atroz existencia. Recogido por una hermana, todos en la granja lo trataban como a un mendigo que come el pan de los otros. En cada comida, le echaban en cara su alimento; le llamaban holgazán, patán; y aunque su cuñado se había apoderado de su parte de la herencia, le daban a regañadientes la sopa, lo justo para que no muriera.
Tenía un rostro muy pálido, y dos grandes ojos blancos como obleas; y permanecía impasible ante los insultos, tan encerrado en sí mismo que se ignoraba si los oía. Por lo demás, nunca había conocido la menor ternura, ya que su madre lo había maltratado siempre, pues no lo amaba; en el campo los inútiles son un estorbo, y los campesinos harían de buen grado lo que las gallinas, que matan a las inválidas.
En cuanto había engullido la sopa, iba a sentarse ante la puerta en verano, pegado a la chimenea en invierno, y no volvía a moverse hasta la noche. No hacía un gesto, un movimiento; sólo sus párpados, que agitaba una especie de dolencia nerviosa, caían a veces sobre la mancha blanca de sus ojos. ¿Tenía un alma, un pensamiento, una conciencia clara de su vida? Nadie se lo preguntaba.
Durante unos años, las cosas marcharon así. Pero su impotencia para hacer nada, así como su impasibilidad, acabaron exasperando a sus parientes, y se convirtió en el hazmerreír de todos, en una especie de bufón-mártir, de pieza entregada a la ferocidad natural, a la alegría salvaje de los brutos que lo rodeaban.
Se idearon todas las crueles bromas que su ceguera podía inspirar. Y, para cobrarse lo que comía, se convirtieron sus comidas en horas de esparcimiento para los vecinos y de suplicio para el impotente.
Los campesinos de las casas cercanas acudían a tal diversión; se lo comunicaban de puerta en puerta, y la cocina de la granja se encontraba llena cada día. A veces colocaban sobre la mesa, ante su plato, donde él empezaba a tomar el caldo, un gato o un perro. El animal olfateaba por instinto la invalidez del hombre y, muy suavemente, se acercaba, comía sin ruido, lamiendo con delicadeza; y cuando un chapoteo de la lengua un poco más ruidoso despertaba la atención del pobre diablo, se alejaba prudentemente para eludir el golpe de la cuchara que él lanzaba al azar ante si.
Entonces se producían risas, empujones, pataleos de los espectadores apretujados a lo largo de las paredes. Y él, sin decir jamás una palabra, volvía a ponerse a comer con la mano derecha, mientras que, con la izquierda adelantada, protegía y defendía su plato.
Otras veces le hacían mascar corchos, maderas, hojas e incluso desperdicios, que no podía distinguir.
Después se cansaron incluso de estas chanzas; y el cuñado, siempre furioso por tener que alimentarlo, le pegó, lo abofeteó sin cesar, riéndose de los inútiles esfuerzos del otro para parar los golpes o devolverlos. Hubo entonces un juego nuevo: el juego de las bofetadas. Y los mozos de labranza, el criado, las sirvientas, le ponían a cada momento la mano en la cara, lo cual imprimía a sus párpados un movimiento precipitado. No sabía dónde esconderse y permanecía sin cesar con los brazos extendidos para evitar que se le acercaran.
Por último, lo obligaron a mendigar. Lo apostaban en las carreteras los días de mercado, y, en cuanto oía un ruido de pasos o el rodar de un carruaje, alargaba su sombrero balbuciendo: «Una caridad, por favor».
Pero el campesino no es pródigo, y, durante semanas enteras, no consiguió una perra chica.
Hubo entonces un odio desenfrenado, despiadado, contra él. Y he aquí cómo murió.
Un invierno, la tierra estaba cubierta de nieve, y helaba horriblemente. Ahora bien, su cuñado, una mañana, lo llevó muy lejos, a una carretera principal para que pidiera limosna. Lo dejó allí todo el día y, cuando llegó la noche, afirmó ante su gente que no lo había encontrado. Después agregó: «¡Bah! No hay que preocuparse, alguien se lo habrá llevado porque tenía frío. No se habrá perdido, ¡pardiez! Volverá mañana a comer su sopa».
Al día siguiente, no regresó.
Tras largas horas de espera, asaltado por el frío, sintiéndose morir, el ciego había echado a andar. No pudiendo reconocer el camino sepultado bajo aquella espuma blanca, había errado al azar, cayendo en las cunetas, levantándose, siempre mudo, buscando una casa.
Pero el torpor de las nieves lo había invadido poco a poco y, como sus débiles piernas ya no podían sostenerlo, se había sentado en el centro de una llanura. No se levantó más.
Los blancos copos que seguían cayendo lo sepultaron. Su cuerpo rígido desapareció bajo la incesante acumulación de su muchedumbre infinita; y nada indicaba ya el lugar donde el cadáver estaba tendido.
Sus parientes fingieron averiguar y buscarlo durante ocho días. E incluso lloraron.
El invierno era duro y el deshielo tardaba en llegar. Ahora bien, un domingo, al ir a misa, los granjeros observaron un gran revuelo de cuervos que giraban sin fin sobre la llanura, después se dejaban caer como una lluvia negra amontonados en el mismo lugar, volvían a alzarse y seguían regresando.
A la semana siguiente aún estaban allí, los sombríos pajarracos. En el cielo había una nube de ellos, como si se hubieran congregado de todos los rincones del horizonte; y descendían con grandes graznidos a la nieve resplandeciente, que manchaban de forma extraña, hurgando en ella con obstinación.
Un chaval fue a ver lo que hacían, y descubrió el cuerpo del viejo, semidevorado ya, desgarrado. Sus ojos pálidos habían desaparecido, picoteados por los largos picos voraces.
Y jamás puedo sentir la viva alegría de los días de sol sin un recuerdo triste y un pensamiento melancólico hacia el pordiosero, tan desheredado en la vida que su horrible muerte fue un alivio para todos los que lo habían conocido.

COMICO -- EL BICHO DE BELHOMME -- GUY DE MAUPASSANT

COMICO -- EL BICHO DE BELHOMME -- GUY DE MAUPASSANT
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EL BICHO DE BELHOMME

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Se disponía a salir de Criquetot la diligencia del Havre, y todos los viajeros aguardaban en el parador a que los fueran llamando para ocupar sus asientos.
Era un coche amarillo, cuyas ruedas —con indelebles incrustaciones de barro—, pequeñísimas las del juego delantero, grandes y delgadas las de atrás apoyaban el cajón, deforme y panzudo como el cuerpo de un coleóptero gigantesco. Tres rocinantes blancos, de cabezas enormes y callosas e hinchadas rodillas —dos enganchados en varas y uno delantero—debían arrastrar aquel vehículo monstruoso. Las pobres bestias parecían adormiladas en sus arreos.
El mayoral, Cesáreo Harloville, un hombrecito panzudo y sin embargo ligero — gracias a la obligada costumbre de subir al pescante y a la baca trepando por las ruedas—, que tenía el rostro curtido, arrebolado por el sol y el frío, por el viento, la lluvia y el aguardiente se asomó a la puerta del parador enjugándose los labios con el dorso de su manaza. Canastos redondos y achatados llenos de gallinas alborotadas, yacían a los pies de los campesinos inmóviles. Cesáreo Harloville los cogió unos tras otro, para encaramarse una y otra vez a dejar su carga en lo alto del coche. Luego colocó, sin traquetearlas, con el mayor cuidado posible, las cestas de huevos. Tiró desde abajo, para no subir una vez más, los morrales de los piensos, paquetes y líos: todas las menudencias Luego abrió la portezuela, y sacó un papel del bolsillo y empezó a llamar a los víajeros:
—El señor párroco de Gorgeville.
Avanzó el cura, hombre fornido, alto, grueso, violáceo y de maneras afables. Se recogió la sotana para levantar el pie, como se recogen el vestido las mujeres, y subió en la diligencia.
—El señor maestro de Rollebose-les-Grinets.
Se apresuró, larguirucho, tímido, enlevitado; y desapareció a su vez, al entrar en la caja.
—El señor Poiret, dos asientos.
Se acercó Poiret, encorvado por la labranza, enflaquecido por la abstinencia, consumido; anguloso, con la piel resquebrajada y sucia. Le seguía su mujer, insignificante y encogida, oprimiendo entre ambas manos un colosal paraguas verde.
El señor Rabot, dos asientos.
Vaciló, por ser en todo indeciso, y mientras avanzaba dijo:
—Me has llamado, ¿no es cierto?
El mayoral, que tenía fama de brusco, se disponía a soltarle una desvergüenza, cuando Rabot fué a dar en la portezuela empujado por su mujer, una cuarentona metida en carnes, de vientre abultado, semejante a un tonel y de manos enormes.
Rabot se coló en el coche como un ratoncillo en su madriguera.
— El señor Caniveau.
Más pesado que un buey, al subirse al estribo se achataron las ballestas; y a su vez se acomodó en la caja.
—El señor Belhomme.
Belhomme, alto, acartonado, se aproximó con el rostro contraído, como si le angustiara un dolor agudo; apretaba un pañuelo sobre la oreja.
Todos llevaban, sobre sus trajes domingueros, de paño verdoso o negro, blusas azules que se quitarían al llegar al Havre; y cubrían su cabeza con gorras de seda altas como torres: la suprema elegancia del campesino normando.
Cesáreo Harloville cerró la portezuela del coche y subió al pescante, y al restallar su látigo, los tres rocinantes, como si despertaran, erguidos, hicieron sonar los cascabeles de las colleras. Entonces el mayoral, sacudió las bridas y gritó con todo el brío de sus pulmones: «¡Ooé! ¡Ooé! ¡Ooé!», para animar a los pobres animales. «¡Ooé!... ¡Ooé!... ¡Ooé!...».
Sacando fuerzas de flaqueza arrancaron con un trote inseguro y lento. Y al rodar el coche retemblaban los cristales, crujían las maderas, rechinaban los hierros—como si todo aquel artefacto fuese a desquiciarse —con un ruido estruendoso, mientras las dos filas de viajeros traqueteados y sacudidos se agitaban con el vaivén tumultuoso de las olas.
Al principio, todos callaban porque les imponía respeto la presencia del sacerdote; pero como era éste de carácter expansivo y franco, no tardó en provocar la conversación.
—¿Qué me dice usted de bueno, señor Caniveau?
El voluminoso campesino, ligado con el sacerdote por una simpatía de naturaleza robusta y exuberante, respondió sonríente:
—Nada de particular, señor párroco: y usted, ¿cómo sigue?
—Perfectamente. Yo no puedo quejarme. ¡Vaya! ¡Vaya! y el señor Poiret, ¿de qué se duele ahora?
— ¡Nunca me faltan motivos!. La cosecha es medianeja este año, y los negocios... Ya no hay negocios.
—Cada vez se hace más difícil todo.
—Sí; cada vez se hace más difícil todo—repitió la señora Rabot, con acento de marimacho.
Como no era de su parroquia, el sacerdote la conocía sólo de referencias.
—¿Es usted la Blondel?
—Sí, la Blondel; casada Rabot.
Rabot, endeble y tímido, inclinó la cabeza, y sonrió como si dijera: «Si; la Blondel se casó conmigo.»
De pronto, el señor Belhomme, que seguía sujetándose contra la oreja el pañuelo, comenzó a gemir de una manera lamentable; daba alaridos y pataleaba para desahogar su horrible sufrimiento.
El sacerdote le preguntó:
—¿Le duelen a usted las muelas?
El campesino dejó un momento de gemir para responder:
—No; no son las muelas...; no me duele ninguna muela... Es el oído...; es dentro del oído...
—Y ¿qué tiene usted en el oído? ¿Un absceso?
—Lo que tengo es un bicho que se me introdujo mientras yo dormía en el pajar.
—¿Un bicho? ¿Está usted seguro?
—¿Si estoy seguro? ¡Como de que hay cielo y purgatorio, señor párroco! Estoy seguro, porque me hurga y me roe constantemente. Me devora, me da calentura...¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!...
Comenzó de nuevo a patalear y a dar alaridos.
Interesaron sus desdichas. Cada uno expresaba su parecer. Poiret suponía el tal bicho una araña; el maestro se inclinaba creerlo una oruga. En Campemuret—donde había regentado la escuela siete años— presenció un caso muy semejante: la oruga, que había entrado por la oreja, salió por la nariz, y como para ello, tuvo que romper el tímpano, dejó sordo al paciente.
—Más creíble me parece que sea una lombriz—dijo el sacerdote.
El señor Belhomme, con la cabeza inclinada y apoyado en la portezuela, no dejaba de gemir.
—¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!... Muerde como un lobo... Se abre camino... ¡Me come! ... ¡Huy! ...¡Huy!...
—¿No has consultado al médico?—le preguntó Caniveau.
—No, no he consultado al médico.
—¿Por qué no fuiste a su casa?
El miedo al médico pareció aliviar a Belhomme.
Se enderezó, pero sin apartar la oreja de la mano, con que sostenía el pañuelo.
—¡A casa del médico! Y en cuanto un médico te coge, te de arruina. ¡ Si bastara verle una vez! Pero a nada que tenga uno, hace una visita, y otra, y otra; no se cansa de visitar. Luego hay que darle diez francos, o veinte francos, o treinta francos... Y ¿Qué me hubiera hecho? ¿Lo sabes tú?
Caniveau reía.
—No lo sé. Pero ¿adónde vas así?
—Voy al Havre, a que me vea Chambrelán.
—¿Quién es Chambrelán?
—Un curandero.
—Y ¿te curará?
—Sí. A mi padre lo curó.
—¿A tu padre?
—Sí. Hace mucho tiempo.
—¿Qué tenía tu padre?
—Un mal de aire, que no le dejaba mover el brazo, ni la pierna.
—Y ¿qué le hizo el curandero?
—Le sobó el costado, como soban el pan cuando amasan, y en un par de horas lo puso bueno.
Belhomme sabia que Chambrelán aseguraba el efecto de sus curas con ciertas frases mágicas; pero no se atrevió a decirlo en presencia del sacerdote.
Caniveau insistía risueño:
—¿No será un conejo lo que se te ha entrado en el oído? Al ver la maraña de pelo que asoma, semejante a un zarzal, pudo confundirlo con su madriguera. Voy a espantarlo; verás cómo sale.
Y sirviéndole de tornavoz las palmas de las manos comenzó a imitar la estridente algarabía de perros de caza cuando persiguen a una res. Aullaba, ladraba, chillaba, gruñía, gemía. Y todos los viajeros, incluso el maestro, que no se reía nunca, se hartaron de reír.
El sacerdote comprendió que a Belhomme le molestaba ya servir de pretexto para tan ruidosa broma, y para dar a la conversación otro giro, dirigió a la hercúlea señora Rabot esta pregunta:
¿Tiene usted muchos hijos?
Muchos; demasiados — respondió la mujerona—. ¡ Cuesta mucho criar tanta familia!
Rabot inclinó la cabeza como para reforzar el razonamiento de su mujer.
—¿Cuántos hijos tiene usted?
Con arrogancia, con voz firme y segura, dijo la señora Rabot:
—¡Quince! Catorce de mi marido.
El tal marido sonreía expresivamente, satisfecho. Tenía catorce hijos, a pesar de su aparente insignificancia. La mujer lo confesaba; nadie lo pondría en duda. Estaba orgullosa de tener catorce hijos.
Pero ¿de quién era el otro, si tenía quince? La mujer no lo dijo entonces y a nadie sorprendió; conocerían la historia: un hijo anterior al matrimonio, un desliz de soltera. Ni Caniveau, que reparaba en todo, hizo comentarios ni preguntas; nada.
Belhomme volvió a gimotear:
—¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!...
—¡Me hurga! ¡Me come! ¡Qué desgracia la mía!
La diligencia se detuvo en una posada. El sacerdote dijo:
—Tal vez con un poco de agua saldría. ¿Por qué no lo prueba? ¿Quiere usted probarlo?
—!Bueno, sí; lo probaré! Se apearon todos para presenciar la operación.
El sacerdote pidió una jofaina, una toalla y medio vaso de agua, y encargó al maestro que sujetara la cabeza del paciente para mantener la oreja en posición horizontal, y cuando el agua hubiese penetrado bien, le volviera de pronto para verterla de un golpe.
Pero Caniveau, que tenía los ojos clavados en la oreja de Belhomme, procurando a simple vista descubrir el bicho, exclamo:
—¡Rediós, qué mermelada! Es necesario destapar la madriguera para que pueda salir el conejo. Se le pegarían las patas en esa confitura.
El sacerdote, al ver el orificio completamente cegado, también opinó que allí no era posible intentar nada. El maestro se encargó de la limpieza valiéndose de un palitroque y de un trapo.
Entre la general ansiedad, el sacerdote vertió en el pabellón de la oreja medio vaso de agua, que, al rebosar corría por la cara, por el pelo, por el cogote del paciente. Después, el maestro hizo girar violentamente la cabeza, como si fuese a desatornillarla. Cayeron algunas gotas de líquido en la jofaina. Todos los viajeros se acercaron a ver lo que había salido; pero no vieron bicho alguno.
Sin embargo, Belhomme dijo:
—Ya no siento nada; ya nada me duele.
Y el sacerdote, satisfecho, exclamó:
—¡Es posible que haya muerto ahogado!
Volvieron todos a la diligencia, pero apenas comenzaron a trotar los rocinantes, Belhomme lanzó nuevamente ayes horribles. El bicho se había despertado con más furia; ya le roía, le devoraba el cerebro. Chillaba y se retorcía de tal modo, que la señora Poiret, creyéndole poseído por el demonio, comenzó a llorar y hacer cruces. Luego el dolor se calmó algo; el paciente notaba que había vuelto hacia fuera el bicho. Imitaba con los dedos la marcha del animal, y como si lo viera, decía:
—¡Ya sube otra vez!... ¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!... ¡Qué desdichado soy!
Caniveau empezaba a impacientarse.
—Con el agua se ha exasperado No le gustará sin duda el agua... Echadle vino.
Volvieron todos a reír estrepitosamente.
—Cuando lleguemos a una venta echadle un trago de lo añejo y se calmará. Es lo que pide.
Pero, entre tanto, Belhomme sentía mordeduras inaguantables, Comenzó a gritar como si le arrancasen el alma. El sacerdote le sostenía la cabeza y el mayoral accedió a detenerse para pedir auxilio en cualquier casa de labor.
Así lo hicieron. Entre todos bajaron a Belhomme de la diligencia y lo tendieron sobre un banco de la cocina para preparar la operación. Caniveau aconsejaba se hiciera con aguardiente aguado el nuevo lavatorio, con objeto de adormecer al bicho emborrachándole, y matarlo así tal vez. El sacerdote prefirió vinagre.
Lo dejaba caer gota a gota para que penetrase hasta el fondo, y así estuvo algún rato. Era imposible que resistiera el bicho tan prolongada y desagradable inundación. Después de preparar como antes una jofaina para recibir en ella lo que saliese del orificio, el sacerdote y Caniveau —dos celosos—volvieron a Belhomme y lo sostuvieron en vilo mientras el maestro le golpeaba en la oreja sana para que se vaciase completamente la otra.
Hasta Cesáreo Harloville estaba presente, atraído por la curiosidad, con el látigo en la mano.
De pronto, repararon que había en la jofaina una mota negra, ¡una pulga que se ahogaba en el vinagre! Hubo exclamaciones de sorpresa primero y después, gritos y risas ruidosas. ¡Una pulga! ¡Tenía gracia, muchísima gracia! Caniveau se golpeaba las rodillas con las manos. Cesáreo Harloville hizo chascar su látigo; el sacerdote soltó la carcajada; el maestro desahogaba su alegría la con una especie de estornudo, y las dos mujeres chillaban de un modo semejante al cacareo de las gallinas.
Belhomme se había sentado, y con la jofaina sobre las rodillas contemplaba con odio y placer al bicho, que forcejeaba por librarse de las gotas de vinagre que no le permitían saltar.
Masculló:
—¡Al fin caíste, roña!—y la envolvió en un salivazo escupido furiosamente.
Cesáreo, loco de alegría, exclamaba:
—¡Una pulga! ¡Una pulga! ¡Ya caíste, animal feroz, animal feroz !
Pero calmándose de pronto, exclamó:
—¡Señores, al coche! Nos hemos entretenido ya demasiado ¡Al coche!
Y los viajeros iban hacia la diligencia sin dejar de reír.
Belhomme, rezagado, insinuó:
—Me quedo aquí para volverme a pie. Ya no tengo que hacer nada en el Havre.
Cesáreo le dijo:
—Está bien. Págame tu asiento.
—Te daré la mitad, pues no he llegado a medio camino siquiera.
—No puede ser; pagarás el asiento hasta el Havre, porque así lo encargaste.
Hubo réplicas insistentes, y la discusión degeneró en disputa furiosa: Belhomme decía que sólo pagaría un franco, y el mayoral que le cobraría dos.
Vociferaban, acercándose mucho el uno al otro, mirándose amenazadores, topando casi nariz contra nariz.
Caniveau intervino:
—De todos modos, Belhomme, debes al sacerdote dos francos por la cura, y a todos una convidada por los auxilios; en junto, dos francos y medio, más uno que debes a Cesáreo, son tres francos y medio. Paga.
El mayoral se regocijaba seguro de que Belhomme se vería obligado a soltar aquel dinero, y dijo:
—Me conformo.
—Paga—insistió Caniveau.
—No pago y no pago—sostuvo el otro—. No pago. El sacerdote no es médico.
—Si no pagas en seguida, te meto en la diligencia y te llevaré al Havre.
Cogió a Belhomme por la cintura y lo alzó como a un chiquillo.
Belhomme, al ver que sería inútil su resistencia, sacó la bolsa y pagó.
El coche siguió hacia el Havre, mientras Belhomme desandaba lo andado por la carretera, pesaroso y a pie; y los viajeros reían aún a carcajadas al ver cómo se balanceaba al compás de sus largas piernas.

HIJOS -- ABANDONADO -- GUY DE MAUPASSAT

HIJOS -- ABANDONADO -- GUY DE MAUPASSAT
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ABANDONADO

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—Es preciso estar loca para salir al campo a estas horas con un calor insufrible. De dos meses a esta parte, se te ocurren ideas muy extrañas. A la fuerza me haces venir a la orilla del mar, cuando en cuarenta y cinco años que llevamos de matrimonio jamás tuviste semejante fantasía. Sin pedirme parecer, eliges como residencia de verano esta población triste, Fècamp, y te invade un deseo furioso de hacer ejercicio (¡eso tú, que nunca dabas dos pasos!), al extremo de querer salir al campo a estas horas en el día más caluroso del año. Dile a nuestro amigo Apreval que te acompañe, puesto que se presta amablemente a todos tus caprichos. Yo, por mi parte, me quedo a dormir la siesta.
La señora Cadour dijo:
—¿Quiere usted acompañarme, Apreval?
Este se inclinó, sonriendo con una galantearía de los tiempos pasados. mientras decía:
—Iré a donde usted vaya.
—Bueno; idos a coger una insolación—exclamó el señor de Cadour.
Y se metió en su cuarto del hotel de los Baños para echarse un par de horas en la cama.
Cuando la respetable señora y su antiguo compañero quedaron solos, se pusieron en marcha. Ella dijo con voz muy baja y apretándole una mano:
—¡Al fin! ¡Al fin!
El murmuró:
—Se ha vuelto usted loca. Estoy convencido en absoluto de que se ha vuelto usted loca. Piense cuánto arriesga. Si ese hombre...
Ella le interrumpió, sobresaltada:
—¡Oh, Enrique! No diga usted nunca ese hombre cuando hablemos de él.
El prosiguió bruscamente:
—¡Bueno! Si nuestro hijo sospecha cualquier cosa, y receloso descubre la verdad, nos tiene cogidos para siempre. Pudo usted pasar cuarenta años alejada, sin conocerle siquiera, ¿qué antojo es el de hoy?
Habían seguido la calle que va de la playa al pueblo. Volvieron a la derecha para subir el repecho de Etretat. El camino blanco se inundaba con los abrasadores rayos del sol.
Andaban despacio, sofocándose, a paso corto. Ella se apoyaba en el brazo de su amigo, mirando hacia adelante, con los ojos fijos, insistentes.
Preguntó:
—¿De manera que tampoco usted le ha visto nunca?
—¡Jamás!
—Pero ¿es posible?
—No comencemos nuevamente la eterna discusión. Yo tengo mujer y tengo hijos, como usted tiene un marido; como usted, debo guardarme de murmuraciones.
Ella no respondió. Pensaba en su juventud lejana, en las cosas que ya pasaron. Todo era triste.
Se había casado, como se casan muchas mujeres, a instancias de la familia, con un hombre al que apenas conocen. Su marido era diplomático; vivió con él como viven todas las mujeres de buena sociedad.
Pero sucedió que un joven, Apreval, casado también, la quiso con un amor profundo, y durante una larga ausencia del señor Cadour, que había ido a las Indias, enviado por el Gobierno, la señora sucumbió.
¿Le hubiera sido posible resistir más? ¿Negarse? ¿Pudo resolverse a no ceder, adorándole como le adoraba? ¡No! ¡Ciertamente, no! ¡Era pedirle demasiado! Era demasiado sufrir. ¡La vida es tan miserable y engañosa! ¿Puede uno evitar ciertas asechanzas de la suerte, huir su destino? Siendo mujer, abandonada, sola, sin ternuras que la remedien, sin hijos que la defiendan, ¿se puede, un día y otro día, evitar una pasión que arrastra la existencia? ¿Se puede huir del sol, para encerrarse hasta la muerte en la oscuridad?
Entonces, después de tanto tiempo, recordaba ella todos los detalles, las caricias, las ansias, las impaciencias aguardándole.¡Qué días tan felices! Los únicos felices. Y ¡qué pronto acabaron!
Luego se sintió embarazada. ¡Qué angustias!
—¡Oh! Aquel viaje al Mediodía, un viaje largo, doloroso; los temores incesantes, la vida misteriosa, oculta en la casita solitaria, cerca del mar, en el fondo de un jardín del que nunca se atrevió a salir.
¡Cómo recordaba los días eternos que pasó al pie de un naranjo, con los ojos fijos en el fruto redondo y rojo, escondido casi entre verdes hojas! Deseaba salir, acercarse al mar, cuya brisa fecunda recibía por encima de la tapia, cuyo constante vaivén oía sin cesar, cuya superficie azul, brillante al sol, y salpicada por blancas velas, era su encanto. Pero tenía miedo hasta de asomarse a la puerta. Si alguien la hubiese reconocido en aquel estado, con aquella cintura deforme y vergonzosa...
Y los días de inquietud, los últimos días torturadores; y la espantosa noche del suceso. ¡Cuántas miserias había padecido!
¡Qué noche aquella! ¡Cuánto gimió, cuánto gritó! No se borraba de su memoria el rostro pálido de su amante, besándole a cada minuto las manos; la cabeza calva del médico, la cofia blanquísima de la enfermera.
Y la sacudida violenta de su corazón al oír el débil gemido de la criatura, aquel primer esfuerzo de una voz de hombre.
Y al día siguiente... ¡Ah! ¡Al día siguiente, único de su vida en que lo tuvo cerca y besó a su hijo! Porque jamás volvieron a verle sus ojos.
Y desde entonces, ¡qué larga, penosa y vacía existencia, en la cual siempre, siempre flotaba el recuerdo imborrable de aquella criatura! ¡Y jamás volvió a verle, ni una sola vez, a aquel pedazo de sus entrañas, al hijo de sus amores!
Lo cogieron, lo llevaron, lo escondieron. Ella supo solamente que unos campesinos normandos lo educaban, que vivía como campesino, que se casó, bien casado, y que fue bien establecido por su padre.
¡Cuántas veces, durante cuarenta años, ella quiso ir a verle, para besarle! ¡No imaginaba que se habría desarrollado! Le suponía siempre como aquella larva humana que sólo un día cogió en brazos, apretándo1e contra su cuerpo dolorido.
Cuantas veces dijo a su amante: «No aguardo más, quiero verle, voy a verle», siempre la convencía, la contenía. Ella no sabia reprimirse, callarse, y el otro adivinaría y exploraría, comprometiéndolos.
—¿Cómo es?—preguntaba la señora.
—No lo sé. Tampoco le conozco.
—¿Es posible? ¡Tener un hijo y no conocerle! ¡Rechazarle con temor, ocultarle como una vergüenza!
Iban camino adelante, fatigados por el calor, ganando poco a poco el inacabable repecho.
Ella prosiguió:
—Parece un castigo. Jamás tuve otro. Y a aquél, no verle... No. Era imposible resistir al deseo de verle, que hace tantos años me obsesiona. Los hombres no comprenden eso. Piense usted que no está lejos el día de mi muerte.
Y ¿era posible morir sin volverle a ver?
—¿Cómo pude aguantar tanto tiempo? He pensado en él durante toda mi vida. ¡Qué horrorosa vida, con este pensamiento constante! ¡No he despertado una sola vez, ni una sola vez, sin que mi primer pensamiento no fuese para él, para el hijo mío! ¿Cómo estará? Me siento culpable, culpable de su abandono, de mi cobardía. ¿Se debe temer al mundo en tales casos? Debí dejarlo todo para no dejarle a él; conservarle, cuidarle y educarle. Hubiera sido más dichosa. Y no me atrevíi. ¡Bien lo pagué con mi sufrimiento; ¡ Ah! Esas pobres criaturas abandonadas... ¡cómo deben de odiar a sus madres!
De pronto se detuvo, ahogada por los sollozos. El valle estaba desierto y mudo bajo la luz abrumadora del sol.
—Descanse usted un poco; siéntese un rato—dijo Apreval.
Ella se dejó conducir hasta la cuneta, y, después de sentarse, ocultó el rostro entre las manos. Sus cabellos canosos, formando rizos, caían sobre sus mejillas, mezclándose con su llanto. Lloraba, herida por un dolor profundo.
El estaba en pie, frente a ella, inquieto, no, sabiendo qué decirle, repetía:
—Vamos.., valor...
Ella se levantó de pronto:
—¡Lo tendré!
Y secándose los ojos, avanzó nuevamente con su paso inseguro de anciana.
El camino se hundía, más adelante, bajo un grupo de árboles, que ocultaban algunas casas. Oyeron el choque vibrante y regular de un martillo en un yunque.
Bien pronto vieron, a su derecha, una carreta parada junto a un cobertizo, y a la sombra dos hombres ocupados en herrar un caballo.
El señor de Apreval se acercó preguntando:
—¿La masía de Pedro Benedicto?
Uno de los hombres respondió:
Tome usted el camino a la izquierda, y siga derecho; es la tercera pasando el café. Tiene un pino junto a la valla. No es fácil equivocarse.
Volvieron a la izquierda. Ella estaba más tranquila, pero con las piernas cansadas y el corazón palpitante. A cada paso, murmuraba como un rezo: «¡Dios mío! ¡Dios mío!» Y oprimía su garganta una emoción terrible, haciéndola vacilar como si le hubiesen cortado las corvas.
El señor de Apreval, nervioso, algo pálido, le dijo bruscamente:
—Si no sabe usted moderarse, todo se descubrirá en seguida. Trate de contenerse y disimular.
Ella balbucía:
—¿Puedo hacer más de lo que hago? ¡Hijo mío! ¡Cuando pienso que voy a ver al hijo mío!
Avanzaban por una senda, entre los corrales de las masías, a la sombra de una doble fila de hayas.
Y, de pronto, se hallaron frente a la valla junto a la cual crecía un pino.
—Aquí es.
Ella se detuvo y observó.
La corralada, llena de manzanos, era grande. La casa, pequeña. Se veían también allí la cuadra, el establo, el gallinero. Bajo un cobertizo de pizarra, los carros, las carretas y una tartanita. Cuatro bueyes pastaban a la sombra de los árboles. Las gallinas iban y venían.
La puerta de la casa estaba abierta. No se veía a nadie; no se ola ningún ruido.
Entraron. Un perro negro salió de su casita, ladrando con furor.
Junto a la pared había cuatro colmenas en fila.
El señor de Apreval gritó:
—¿Hay alguien?
Apareció una chiquilla de diez años aproximadamente, vestida con una camisa de algodón y una falda de lana, con las piernas desnudas y sucias, con la expresión tímida y desconfiada. Se paró delante de la puerta como para impedir la entrada, preguntando:
—¿Qué buscan ustedes?
—¿Está en casa tu padre?
—No.
—¿Adónde ha ido?
—No lo sé.
—¿Y tu madre?
—Con las vacas.
—¿Vendrá pronto?
—No lo sé.
Y bruscamente la señora, como si temiera que se la llevaran de allí a la fuerza sin conseguir su propósito, dijo con voz precipitada:
—No me voy sin verle.
—Le aguardaremos, amiga mía. Y vieron que una campesina se acercaba con dos cántaros de hojalata que parecían muy pesados, y que lucían como espejos reflejando el sol.
Era coja la campesina; llevaba el pecho cruzado por una toquilla de lana oscura, lavada por las lluvias, deslucida por el calor, y tenía el aspecto de una criada pobre y sucia.
—Ahí viene mi madre—dijo la niña.
Acercándose la mujer, miraba recelosamente a los forasteros. Luego entró en la casa como si no los hubiera visto.
Parecía vieja, con el rostro arrugado, amarillento, duro; la cara de pavo de las campesinas.
El señor de Apreval la llamó.
—Diga usted, señora, ¿podría usted vendernos dos vasos de leche?
La mujer refunfuñó, apareciendo en su puerta después de haberse descargado los cántaros:
—No vendo leche.
—Nosotros entramos porque teníamos bastante sed. La señora es anciana y se fatigó. ¿No hay manera de que hallemos algo que beber?
La campesina, observándola con ojos inquietos y desconfiados, al fin se decidió:
—Ya que vinieron ustedes aquí, les daré leche.
Y volvió a entrar en su casa.
Luego salió la chicuela con dos sillas y las puso a la sombra de un manzano, y la mujer compareció al poco rato con dos tazones de leche, que ofreció a los forasteros.
Y se quedó cerca, vigilándolos, como si pretendiese adivinar o descubrir sus intenciones.
—¿Son ustedes de Fécamp? —preguntó la campesina.
El señor de Apreval respondió:
—Si; venimos de Fécamp, donde pasamos el verano.
Y después de un silencio prosiguió:
—¿Podría usted vendernos pollos todas las semanas?
Después de algunas vacilaciones, la campesina dijo:
—Sí podré. ¿Los quieren ustedes tiernecitos?
—Tiernecitos.
—¿A cómo los pagan ustedes en el mercado?
Apreval no lo sabía, y se volvió hacía la señora.
—¿Cuánto cuestan los pollos en el mercado?
Ella balbució con los ojos llenos de lágrimas:
—Cuatro francos, o cuatro cincuenta.
La campesina miraba de reojo, visiblemente extrañada, y luego preguntó:
—¿Está enferma esta señora?
Apreval, viendo que su amiga lloraba, no sabía qué decir.
—No, no... Es que... ha perdido el reloj en la carretera. Un magnífico reloj, y por eso... lo siente. Si alguien lo encuentra, nos avisará usted.
La campesina guardaba silencio; de pronto dijo:
—¡Miren a mi hombre!
Los forasteros no le habían visto entrar porque estaban de espaldas al postigo.
Apreval se inmutó; la señora de Cadour estuvo a punto de caer al suelo desmayada.
Un hombre apareció tirando de una vaca, encorvado, jadeante.
Sin saludar a los forasteros decía:
—Maldito animal, ¡qué penco!
Y pasó de largo para entrar en el establo.
El llanto de la señora se había secado repentinamente y estaba confundida, muda, espantada. «¡Su hijo! ¡Aquél era su hijo»
Apreval, preocupado por la misma idea, preguntó:
—¿Es el señor Benedicto?
La campesina, desconfiada, a la pregunta contestó con otra:
—¿Quién le ha dicho a usted su nombre?
Y el caballero prosiguió:
—El herrador que hay en la carretera.
Todos callaban, con los ojos fijos en la puerta del establo, que aparecía como una mancha negra en el muro. No se veía nada; se oían ruidos leves de movimientos, de pasos, amortiguados en la paja.
El hombre apareció al fin, secándose la frente, y se dirigió a la casa con lentitud, con perezoso balanceo.
Tampoco esta vez atendió a los forasteros, y dijo a su esposa:
—Tráeme un jarro de sidra, tengo sed.
Luego entró en el portal, y la campesina fue a la bodega, dejando solos a los parroquianos.
La señora Cadour, desconsolada, murmuró:
—Vámonos, Enrique. Vámonos en seguida.
El señor de Apreval, sosteniéndola como pudo, la fue llevando para que no se cayera, después de dejar cinco francos sobre una silla.
Cuando estuvieron en el camino, ella rompió a llorar, sacudida por el dolor, y balbuciendo:
—¡Ah! ¿Qué hizo usted con aquella criatura?
El, palideciendo, respondió secamente:
—Hice lo que pude hacer. Su masía vale ochenta mil francos. Es un dote que no tienen la mayor parte de los hijos de familias acomodadas.
Y volvieron despacio, sin hablar. Ella seguía llorando; sus lágrimas corrían por su rostro, continuas, interminables.
Al fin se calmó. Entraban ya en el pueblo.
El señor Cadour los aguardaba para comer. Se echó a reír al verlos llegar.
—¡Bravísimo! ¡Perfectamente! Mi testaruda mujer ha cogido una insolación. ¡Cuando yo digo que de un tiempo a esta parte se ha vuelto loca!
Nada contestaron el uno ni la otra.
Y cuando el marido preguntó, frotándose las manos:
—¿Se les hizo, al menos, agradable su caminata?
El señor de Apreval le respondió:
—Sí, muy agradable; muy agradable.

CURIOSIDAD -- LA MÁSCARA -- GUY DE MAUPASSANT

CURIOSIDAD -- LA MÁSCARA -- GUY DE MAUPASSANT
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LA MÁSCARA

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Había un baile de disfraces, esa noche, en el Elysée-Montmartre. Era con ocasión de la Mi-Carême *, y la multitud entraba, como el agua por la compuerta de una esclusa, en el corredor iluminado que conduce al salón de baile. La formidable llamada de la orquesta, resonante como una tempestad musical, desbordaba las paredes y el techo, se difundía por el barrio, iba a despertar, por las calles y hasta en el fondo de las casas vecinas, el irresistible deseo de saltar, de estar caliente, de divertirse que dormita en el fondo del animal humano.
Y los clientes del lugar llegaban también de las cuatro esquinas de París, gente de todas clases, amante de placeres fuertes y bulliciosos, un poco indecentes, rayanos en el libertinaje. Eran empleados, chulos, mozas, mozas de toda estofa, desde el vulgar algodón a la más fina batista, mozas ricas, viejas y cargadas de brillantes, y mozas pobres, de dieciséis años, llenas de ganas de andar de juerga, de entregarse a los hombres, de gastar dinero. Elegantes trajes de etiqueta en busca de carne fresca, de primicias desfloradas, aunque sabrosas, merodeaban entre aquella muchedumbre caldeada, buscaban, parecían olfatear, mientras que las máscaras semejaban agitadas sobre todo por el deseo de divertirse. Ya las más famosas cuadrillas agolpaban en torno a sus brincos una densa corona de público. La ondulante hilera, la masa movediza de mujeres y hombres que rodeaba a los cuatro bailarines se anudaba a su alrededor como una serpiente, ora próxima, ora apartada, siguiendo las evoluciones de los artistas. Las dos mujeres, cuyos muslos parecían sujetos al cuerpo por resortes de goma, hacían con las piernas sorprendentes movimientos. Las lanzaban al aire con tanto vigor que el miembro parecía volar hacia las nubes, y después de pronto las apartaban como si se hubieran abierto hasta la mitad del vientre, deslizando una hacia adelante, otra hacia atrás, y tocaban el suelo por el centro con un gran impulso rápido, repugnante y divertido.
Sus parejas saltaban que se las pelaban, se agitaban, con los brazos estremecidos y alzados como muñones de alas sin plumas, y se adivinaba, bajo las máscaras, su respiración jadeante.
Uno de ellos, que había ocupado un puesto en la más renombrada de las cuadrillas para sustituir a una celebridad ausente, el guapo «Piensa-en-mí», y que se esforzaba por estar a la altura del infatigable «Espinazo-de-Becerro», ejecutaba unos originales solos que despertaban la alegría y la ironía del público.
Era flaco, iba vestido como un gomoso, con una linda máscara barnizada sobre el rostro, una máscara con bigotes rubios rizados rematada por una peluca de tirabuzones.
Parecía una figura del museo de cera, una extraña y fantástica caricatura del encantador galán de los grabados de modas, y bailaba con un esfuerzo convencido, aunque torpe, con cómico arrebato. Parecía herrumbroso al lado de los otros, al tratar de imitar sus cabriolas; parecía paralizado, pesado como un gozque jugando con galgos. Burlones «bravos» lo animaban. Y él, ebrio de ardor, perneaba con tal frenesí, que de pronto, arrastrado por un impulso furioso, fue a darse de cabeza con la muralla del público que se abrió ante él para dejarle paso, y después volvió a cerrarse en torno al cuerpo inerte, tendido sobre el vientre, del bailarín inanimado.
Unos hombres los recogieron, se lo llevaron. Gritaban: « ¡Un médico! » Se presentó un caballero, joven, elegantísimo, con traje de etiqueta y gruesas perlas en la pechera de la camisa. «Soy profesor de la Facultad», dijo con voz modesta. Lo dejaron pasar, y él acudió junto al bailarín, que seguía sin conocimiento, y al que extendían sobre unas sillas en una habitacioncita llena de carpetas, como un despacho de un agente de negocios. El doctor quiso ante todo quitarle la máscara y se dio cuenta de que estaba atada de una forma muy complicada, con multitud de menudos hilos de metal, que la unían hábilmente a los bordes de la peluca y encerraban la entera cabeza con unas sólidas ligaduras cuyo secreto era preciso conocer. El propio cuello estaba aprisionado en una falsa piel que prolongaba la barbilla, y esta piel de guante, pintada como la carne, llegaba al cuello de la camisa.
Hubo que cortar todo esto con fuertes tijeras; y cuando el médico hubo hecho, en aquel sorprendente conjunto, un corte que iba del hombro a la sien, entreabrió aquel caparazón y encontró una vieja cara de hombre gastado, pálido, flaco y arrugado. Tal fue la impresión entre quienes habían llevado la joven máscara rizosa, que nadie rió, nadie dijo una palabra.
Todos miraban, acostado en unas sillas de paja, aquel triste rostro de ojos cerrados, cubierto de pelos blancos, unos, largos, que caían sobre la cara desde la frente, otros, cortos, que habían crecido en las mejillas y el mentón, y, al lado de aquel pobre ser, la linda y pequeña máscara barnizada, aquella máscara fresca que seguía sonriendo.
El hombre volvió en sí tras haber estado un buen rato sin conocimiento, pero aún parecía tan débil, tan enfermo, que el médico temía alguna peligrosa complicación.
«~¿Dónde vive usted?», dijo.
El viejo bailarín pareció rebuscar en su memoria, y después acordarse, y dijo el nombre de una calle que nadie conocía. Hubo que pedirle pues, más detalles sobre el barrio. Los proporcionaba con infinita pena, con una lentitud y una indecisión que revelaban el trastorno de su mente.
El médico prosiguió:
«Yo mismo lo acompañaré.»
Le había entrado la curiosidad de saber quién era aquel extraño bufón, de ver dónde habitaba aquel fenómeno saltarín.
Y pronto un simón los llevó a ambos al otro lado de la colina de Montmartre.
Era en una alta casa de aspecto pobre, a la que se subía por una escalera pringosa, una de esas casas siempre inacabadas, acribilladas a ventanas, en pie entre dos solares, nichos mugrientos donde habita una multitud de seres harapientos y miserables.
El doctor, agarrándose a la barandilla, una barra de madera donde la mano se quedaba pegada, sostuvo hasta el cuarto piso al aturdido anciano que iba recobrando las fuerzas.
La puerta a la que habían llamado se abrió y apareció una mujer, también vieja, limpia, con un gorro de dormir muy blanco enmarcando una cabeza huesuda, de rasgos acentuados, una de esas grandes cabezas bondadosas y rudas de las mujeres obreras, laboriosas y fieles. Exclamó:
« ¡ Dios mío! ¿Qué le ha pasado? »
Cuando se lo contaron en veinte palabras, se tranquilizó, y tranquilizó al propio médico, contándole que semejante cosa ya había ocurrido con frecuencia.
«Hay que acostarlo, caballero, sin más; dormirá, y mañana no parecerá e1 mismo.»
El médico prosiguió:
«Pero, ¡si apenas puede hablar!
—¡Oh!, no es nada, unos cuantos tragos, nada más. No ha cenado para estar ágil, y después se ha tomado dos copas, para animarse. El ajenjo, ya ve usted, le devuelve sus piernas, pero le quita las ideas y las palabras. No está ya en edad de bailar de ese modo. No, de veras, ¡es como para desesperar de que siente la cabeza! »
El médico, sorprendido, insistió:
«Pero, ¿por qué baila así, con lo viejo que es?»
Ella se encogió de hombros, enrojeciendo con la cólera que la excitaba poco a poco.
«¡Ah! ¡Sí! ¿Por qué? Pues verá, para que lo crean joven debajo de su máscara, para que las mujeres lo tomen aún por un niño bonito y le digan guarradas al oído, para refregarse contra su piel, contra todas sus sucias pieles con sus olores y sus polvos y sus pomadas... ¡Ah, aviados estamos! Vaya, que he llevado una vida, caballero, desde hace cuarenta años que dura esto... Pero hay que acostarlo, antes que nada, no vaya a ser que coja algo malo. ¿Le molestaría ayudarme? Cuando está así, no acabo nunca, yo sola.»
El viejo estaba sentado en la cama, con pinta de borracho, el largo pelo blanco caído sobre el rostro.
Su compañera lo miraba con ojos tiernos y furiosos. Prosiguió:
«Fíjese qué cabeza tan bonita tiene, para su edad, pues no, anda disfrazado de chiquillo para que lo crean joven. ¡No es una lástima! De veras, tiene una hermosa cabeza, ¿no, caballero? Espere, voy a enseñárselo antes de acostarlo.»
Se dirigió hacia una mesa donde estaban la palangana, la jarra de agua, el jabón, el peine y el cepillo. Cogió el cepillo, después volvió hacia la cama y echando hacia atrás toda la cabellera enmarañada del borrachín, le puso, en unos instantes, un rostro de modelo de pintor, con grandes bucles que caían sobre el cuello. Después, retrocediendo para contemplarlo:
«¿Verdad que está muy bien para su edad?
—Muy bien, afirmó el doctor, que empezaba a divertirse mucho.»
Ella agregó:
«¡Si lo hubiera conocido usted cuando tenía veinticinco años! Pero hay que meterlo en la cama; si no, las copas le revolverán la tripa. Tenga, caballero, ¿quiere usted tirar de esa manga?... más arriba... así... bueno, ahora el pantalón... espere, voy a quitarle los zapatos... está bien. —Y ahora, sujételo de pie para que yo abra la cama... ya está... acostémoslo... st cree usted que se va a molestar dentro de poco para dejarme un sitio, se equivoca. Tengo que encontrarme un rincón, en cualquier parte. No le preocupa. ¡Ah, egoísta, anda ya!»
En cuanto se sintió tendido entre sus sábanas, el hombrecillo cerró los ojos, volvió a abrirlos, los cerró de nuevo y en todo su rostro satisfecho aparecía la enérgica resolución de dormir.
El doctor, examinándolo con un interés que aumentaba sin cesar, preguntó:
«Entonces, ¿va a dárselas de joven en los bailes de máscaras?
—En todos, caballero, y me vuelve de madrugada en un estado que nadie se figura. Ya ve usted, es la nostalgia lo que lo lleva a ellos y la que le hace poner una cara de cartón sobre la suya. Sí, la nostalgia de ser ya lo que fue, ¡y además la de no tener ya sus éxitos!»
El dormía, ahora, y comenzaba a roncar. Ella lo contemplaba con aire compasivo, y prosiguió:
«¡Ah! ¡Cuántos éxitos tuvo, este hombre! Más de los que uno se creería, caballero, más que los guapos señores de la buena sociedad y que todos los tenores y que todos los generales.
—¿De veras? ¿Y qué hacía?
—¡Oh!, al principio le extrañará, en vista de que no lo conoció en sus buenos tiempos. Yo, cuando lo encontré, fue también en un baile, pues siempre los frecuentó. Sólo con verlo me pescó, pero pescada como un pez con una caña. Era guapo, caballero, guapo como para llorar al mirarlo, moreno como ala de cuervo, y con el pelo rizado, con ojos negros tan grandes como ventanas. ¡Ah, sí! era un guapo mozo. Me fui con él esa misma noche, y nunca me he separado de él, nunca, ¡ni un día, a pesar de todo! ¡Oh!, ¡me las ha hecho pasar moradas! »
El doctor preguntó:
«¿Están ustedes casados?»
Ella respondió simplemente:
«Sí, caballero... si no, me habría dejado como a las demás. He sido su mujer y su criada, todo, todo lo que ha querido... y me ha hecho llorar... ¡con lágrimas que no le enseñaba! Porque me contaba sus aventuras, a mí..., a mí... caballero... sin comprender el daño que me hacía escucharlo...
—Pero, ¿qué oficio tenía?
—Es cierto..., olvidé decírselo. Era oficial primero en casa de Martel, pero un oficial como nunca habían tenido otro... un artista a diez francos la hora, como término medio...
—¿Martel?... ¿Quién es ese Martel?...
—El peluquero, señor, el gran peluquero de la Opera, que tenía toda la clientela de las actrices. Sí, todas las más encopetadas actrices querían que las peinara mi Ambroise y le daban gratificaciones con las que se hizo una fortuna. ¡Ah!, caballero, todas las mujeres son iguales, sí, todas. Cuando un hombre les gusta, se ofrecen a él. Es tan fácil... y duele tanto al saberlo. Porque él me contaba todo... no podía callarse... no, no podía. ¡Esas cosas les gustan tanto a los hombres! Y quizás les guste aún más contarlas que hacerlas.
Cuando lo veía regresar por la noche, un poco paliducho, con aspecto satisfecho, los ojos brillantes, me decía: «Una más. Estoy segura de que ha vuelto a conquistar a una». Entonces me daban ganas de interrogarlo, unas ganas que quemaban el corazón, y también otras ganas de no saber, de impedirle hablar si él empezaba. Y nos mirábamos.
Sabía perfectamente que no se callaría, que iba a hablar del asunto. Lo notaba en su aire, en su pinta risueña, para dármelo a entender: «Hoy me ha pasado algo estupendo, Madeleine». Yo hacía como que no oía, que no adivinaba; y ponía la mesa; traía la sopa, me sentaba frente a él.
En esos momentos, caballero, es como si me hubieran aplastado mi cariño por él dentro del cuerpo, con una piedra. Duele mucho, vaya, terriblemente. Pero él no lo entendía, él no lo sabía; necesitaba decírselo a alguien, presumir, demostrar cuánto lo querían... y sólo me tenía a mí para contarlo..., ya comprende usted... sólo a mí... Entonces..., tenía que escucharlo y tomármelo como si fuera un veneno.
Empezaba a comer la sopa y después decía:
«Una más, Madeleine.»
Yo pensaba: «Ya está. ¡Dios mío, qué hombre! Precisamente yo tenía que encontrarlo.»
Entonces empezaba: «Una más, y encima monísima... » Y era una chica del Vaudeville o una chica del Variedades, y después también las importantes, las más conocidas de esas señoras del teatro. Me decía sus nombres, sus muebles, y todo, todo, sí, todo, caballero... Detalles que me destrozaban el corazón. Y volvía sobre el asunto, recomenzaba su historia, de cabo a rabo, tan contento que yo fingía reír para que no se enfadara conmigo.
¡A lo mejor todo eso no era cierto! Le gustaba tanto alabarse, ¡que era muy capaz de inventar semejantes cosas! ¡Pero a lo mejor era cierto! Esas noches, fingía estar cansado, querer acostarse después de cenar. Cenábamos a las once, caballero, pues jamás volvía antes, por culpa de los peinados de gala.
Cuando había terminado su aventura, fumaba cigarrillos paseándose por el cuarto, y estaba tan guapo, con su bigote y su pelo rizado, que yo pensaba: «Es cierto, de todos modos, lo que cuenta. Puesto que yo estoy loca por este hombre, ¿por qué no iba también a impresionar a las otras? » ¡Ah!, he tenido ganas de llorar, y de gritar, y de escapar, y de tirarme por la ventana, al tiempo que quitaba la mesa mientras él seguía fumando. Bostezaba, abriendo la boca, para demostrarme lo cansado que estaba, y decía dos o tres veces antes de meterse en la cama: ¡Dios, qué bien voy a dormir esta noche! »
No le guardo rencor, porque no sabía cuánto me apenaba. No, ¡no podía saberlo! Le gustaba presumir de conquistas como a un pavo real hacer la rueda. Había llegado a creer que todas lo miraban y lo deseaban.
Fue muy duro cuando envejeció.
¡Oh! Caballero, cuando le vi la primera cana, tuve una emoción que me dejó sin aliento, y luego una alegría —una alegría maligna—, ¡pero tan grande, tan grande! Me dije: «Se acabó... se acabó... » Me pareció que me iban a sacar de una cárcel. Lo tendría para mí, para mí sola, cuando las otras no lo quisieran.
Era una mañana, en nuestra cama. El dormía aún, y me inclinaba sobre él para despertarlo con un beso cuando vi en sus rizos, sobre la sien, un hilillo que brillaba como la plata. ¡ Qué sorpresa! ¡Me parecía imposible! Al principio pensé en arrancárselo para que él no lo viera, ¡él!, pero, al fijarme mejor, vi otro más arriba. ¡Canas! Iba a tener canas! Me palpitaba el corazón y la piel se me humedecía; y sin embargo, ¡en el fondo estaba encantada!
Es feo pensar así, pero esa mañana arreglé la casa de buena gana, sin despertarlo aún; y cuando abrió los ojos, por sí solo, le dije:
« ¿Sabes lo que descubrí mientras dormías?
—No.
—Descubrí que tienes canas.»
Tuvo una sacudida de despecho que le hizo sentarse como si le hubiera hecho cosquillas y me dijo con aire maligno:
«¡No es cierto!
—Sí, en la sien izquierda. Hay cuatro.»
Saltó de la cama para correr al espejo.
No las encontraba. Entonces le enseñé la primera, la más baja, rizadita, y le decía:
«No es extraño, con la vida que llevas. Dentro de dos años estarás acabado.»
Pues bien, caballero, había dicho la verdad, dos años después nadie lo habría reconocido. ¡Qué de prisa cambia un hombre! Aún era buen mozo, pero iba perdiendo su frescura, y las mujeres ya no lo buscaban. ¡Ah!, ¡qué vida más dura llevé en esa época! ¡Me las hizo pasar muy negras! Nada le gustaba, nada de nada. Dejó su oficio para hacerse sombrerero, con lo cual se comió sus cuartos. Y después quiso ser actor sin conseguirlo, y después empezó a frecuentar los bailes públicos. En fin, tuvo el buen sentido de guardar algo de dinero, con el cual vivimos. ¡Nos basta, pero no es gran cosa! ¡Y decir que casi tuvo una fortuna en cierto momento!
Y ahora ya ve usted lo que hace. Es como un frenesí lo que le da. Tiene que ser joven, tiene que bailar con mujeres que huelen a perfumes y a pomadas. ¡Pobre y querido viejo, anda ya! »

Miraba, emocionada, a punto de llorar, a su viejo marido que roncaba. Después, acercándose a él a pasos leves, puso un beso en su pelo. El médico se había levantado y se disponía a irse, sin ocurrírsele nada que decir ante aquella extravagante pareja.
Entonces, cuando se marchaba, ella preguntó:
«¿Tendría usted la bondad de darme su dirección? Si se pusiera más enfermo, iría a buscarlo.»



* Jueves de la tercera semana de Cuaresma, en el que tradicionalmente se celebran en Francia fiestas y bailes de disfraces.

LIBERTINAJE -- EL MARQUÉS DE FUMEROL -- GUY DE MAUPASSANT

LIBERTINAJE -- EL MARQUÉS DE FUMEROL -- GUY DE MAUPASSANT
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EL MARQUÉS DE FUMEROL

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Hablaba Roger de TournevIlle, sentado a horcajadas en una silla; sus amigos formaban círculo a su alrededor, y él tenía el cigarro entre los dedos, acercándoselo de cuando en cuando a la boca, dando una chupada y soltando una nubecilla de humo.
Estábamos en la mesa cuando llevaron una carta. Papá la abrió. Ya conocen ustedes a mI padre, que se considera representante del rey en Francia. Yo le llamo Don Quijote, porque se batió durante doce años contra los molinos de viento de la República, sin averiguar a punto fijo si lo hacia por los Borbones o por los Orleáns. Ya sólo a nombre de los Orleáns empuña su lanza, porque no quedan otros pretendientes. De todos modos, papá se considera el primer caballero de la Monarquía, el más conocido, el más influyente, el jefe del partido; y como disfruta de una senaduría vitalicia, supone poco seguros los tronos de los reyes, que ya no son inamovibles.
Mamá es el alma de papá, es el alma de la Monarquía y de la Religión, el brazo derecho de Dios en la tierra y el azote de los incrédulos.
Aún estábamos en la mesa, cuando llevaron una carta. Papá la leyó; luego, mirando a mamá, dijo:
—Tu hermano se muere.
Mamá se puso pálida. Casi nunca se hablaba de mi tío. Yo ni le había visto, no teniendo más datos referentes a él que los ofrecidos por la opinión pública, según la cual llevó siempre, y continuaba llevando, una vida poco edificante.
Habiéndose comido su fortuna con un incalculable número de mujeres, ya sólo conservaba dos queridas, con las cuales vivía en un pisito de la calle de los Mártires.
Antiguo par y antiguo coronel de caballería, que no creía, en Dios ni en el diablo, nada temeroso de la vida futura, usó y abusó en todas formas de la vida presente, siendo una llaga siempre abierta en el corazón de mamá.
La cual dijo:
—Déjame ver esa carta, Pablo. Cuando hubo terminado su lectura, yo se la pedí a mi vez. Estaba redactada en estos términos:

«Señor conde: Me creo en el caso de participarle que su cuñado, el marqués de Fumerol, se muere. Acaso quiera usted tomar sus disposiciones, y por eso le aviso.
Su criada humilde,
Melania.»
Papá murmuró:
—Hay que participarlo. Debo asistir a los últimos momentos de tu hermano.
Mamá dijo:
—Quiero pedir parecer al padre Poivron. Luego iré con él y con mi hijo a ver a mi hermano. Tú quédate aqui.. No es indispensable que te comprometas; una mujer puede y debe dar esos pasos, pero un hombre político necesita reflexionar mucho lo que hace. Tus adversarios interpretarían malamente, contra tu buena opinión, tu sacrificio generoso.
—Es verdad—contestó mi padre—; haz lo que te parezca más conveniente, hija mía.
Media hora después, el padre Poivron, enterado ya de todo, analizaba y discutía el caso, teniendo en cuenta sus distintos aspectos.
Si el marqués de Fumerol, uno de los títulos más prestigiosos de Francia, moría sin recibir los auxilios .de la Iglesia, el golpe seria terrible para la nobleza en general y para el conde de Tourneville, en particular. Triunfarían los librepensadores. Los periódicos impíos cantarían su victoria durante seis meses; el nombre de mi madre sería profanado, impreso en los papeles anticlericales y socialistas; el de mi padre sería salpicado por la basura callejera. Era imposible consentirlo.
Así, pues, se armó de pronto una cruzada dirigida por el padre Poivron, clérigo regordete y limpio, vagamente perfumado, un verdadero sacerdote católico en la parroquia de un barrio noble y rico.
Engancharon un coche y fuimos inmediatamente, mamá, el padre Poivron y yo a llevarle a mi tío moribundo los auxilios espirituales.
Habían acordado ver primero a Melania, la que firmó la carta de aviso y debía de ser ama de llaves o cocinera del marqués.
Yo me adelanté con esa comisión, apeándome del coche ante una casa de siete pisos, en cuyo portal oscuro y largo me costó bastante dar con la portería.
El portero era un hombre malicioso y reservado.
Le pregunté:
—La señora Melania, ¿en qué piso vive?
Y me contestó secamente:
—No la conozco.
—Me ha escrito y vengo a verla.
—Es posible, pero yo no la conozco. ¿Es acaso alguna entretenida?
—Debe de ser una criada.
—¿Una criada?... ¿Una criada?... Será la del marqués. Vea en el piso quinto, izquierda.
En cuanto se convenció de que no le preguntaba por una mujer galante, se mostró más atento y me acompañó hasta el pie de la escalera.
Subí a saltos, no atreviéndome a poner la mano en la barandilla polvorienta, y di unos golpecitos discretos en la puerta de la izquierda del quinto piso.
Abrieron; una mujer desgalichada, grandota, me cerró el paso, gruñendo:
—¿Qué quiere usted?
—¿Es usted la señora Melania?
—Si.
—Yo soy el vizconde de Tourneville.
—¡Oh! Puede usted pasar.
—Es que... abajo aguarda mamá con un sacerdote.
—Pues baje usted a buscarla. Cuidado con el portero.
Bajé y subí nuevamente acompañando a mi madre y al sacerdote. Me pareció oír pasos a nuestra espalda.
Entramos en la cocina con Melania, sentándonos los cuatro para deliberar.
—¿Está muy grave?—preguntó mamá.
—Sí, señora, sí; no es posible que dure muchas horas.
—¿Estará dispuesto a recibir visita de un sacerdote?
—iOh!..., lo dudo.
—¿Puedo verle?
—Ya lo creo... Sí..., si, señora... Sólo que..., sólo que le acompañan sus... amiguitas.
—~Qué amiguitas?
—Pues... dos amiguitas que tiene.
—jOh!
Mamá se había puesto como la grana. El sacerdote no levantaba los ojos del suelo. Aquello iba siendo algo divertido, y dije:
—¿Quieren que yo entre primero? Según como le halle, puedo advertirle...
Mamá, sin comprender la malicia de mis palabras, respondió:
—Sí; entra tú, hijo mío.
Se abrió una puerta, y una voz suave, una voz femenina, pronunció:
—¡Melania!
La mujerona se precipitó a recibir órdenes:
—¿Qué se le ofrece, señorita Clara?
—¡La tortilla, pronto!
—Al momento, señorita.
Y acercándose de nuevo a nosotros, dijo:
—Me piden una tortilla de queso, que me han encargado para merendar.
Rompió los huevos y se puso a batirlos con brío en una ensaladera.
Yo di un campanillazo fuerte anunciando mi presentación oficial.
Melania me hizo tomar asiento en el gabinete y anunció a mi tío mi visita. Después me rogó que pasara.
El sacerdote se ocultó detrás de la puerta para presentarse a la menor indicación mía.
El aspecto de mi tío me sorprendió agradablemente: un viejo hermoso, elegante, solemne; un hombre de mundo en toda regla.
Recostado en una poltrona, teniendo envueltas las piernas en una manta de viaje y las manos —unas manos de largos y pálidos dedos—apoyadas en los brazos del mueble, aguardaba la muerte con una dignidad bíblica. Su blanca barba cubría su pecho, y su cabellera, blanca también, le tapaba las orejas.
En pie, detrás de la poltrona, o para defenderle contra mí, dos mujeres jóvenes y frescotas miraban con atrevidos ojos de prostituta. Con enaguas y peinador, luciendo los brazos desnudos, los cabellos muy negros, recogidos a la ligera sobre la nuca y calzando chanclas bordadas de oro, que dejaban ver en los tobillos las medias de seda, parecían, rodeando al moribundo, figuras inmorales de un cuadro simbólico. Entre la poltrona y el lecho había un veladorcito con un mantel, donde aguardaban dos cubiertos la tortilla de queso encargada poco antes a Melania.
El marqués dijo, con voz débil y fatigosa, pero clara:
—Hola, muchacho. Tarde vienes a conocerme. Nuestras amistades no serán muy largas.
Murmuré:
—Tío, no fue mía la culpa.
El respondió:
—Ya lo supongo. La culpa debe ede tenerla tu padre y tu madre ¿Cómo están?
—Bien, tío; bien. Al enterarse de que se hallaba usted algo enfermo, quisieron que viniera yo mismo a saber noticias.
—¡Ah! Y ¿por qué no han venido ellos?
Abrí los ojos clavándolos en las dos mozas, y dije suavemente:
—Las circunstancias obligan. Sería muy comprometido para mi padre, y más aún para mi madre, presentarse aquí...
El marqués no respondió, y oprimí la mano que me ofrecía, reteniéndola.
Entró Melania con la tortilla y la dejó en el velador. Las dos jóvenes, acercándose a su cubierto cada una, empezaron a comer sin dejar de mirarme.
Yo entonces dije:
—Tío, seria un goce muy grande para mamá verle a usted.
Mi tío murmuró:
—Yo también quisiera...
Pero no dijo más. No me atrevía a proponerle nada, y en aquel silencio sólo se oía el chocar de los tenedores en los platos.
El sacerdote, oculto detrás de la puerta, creyendo llegado el momento de intervenir, entró.
Le sorprendió tanto a mi tío su presencia, que de pronto se quedó inmóvil, estupefacto; luego abrió la boca desmesuradamente, como si quisiera tragarse al cura, y al fin gritó con voz potente y furiosa:
—¿Por qué viene usted aquí?
El sacerdote, acostumbrado a situaciones difíciles, avanzando, murmuró:
—Vengo enviado por la señora condesa. Su hermana le agradecería tanto, señor marqués...
Pero el marqués, resuelto a no escucharle, con un gesto majestuoso y trágico le señalaba la puerta, diciéndole con mucha energía:
—¡Váyase usted..., váyase usted! ... ¡Son ladrones de almas, violadores de conciencias!... ¡Váyase usted!
El sacerdote retrocedía — yo también—, dirigiéndonos hacia la puerta, perdiendo terreno sin volver la espalda; y satisfechas las señoritas ante aquel espectáculo, se habían puesto en pie sin acabarse de comer la tortilla, colocándose junto a la poltrona de mi tío, posando las manos en sus hombros para tranquilizarle, para protegerle contra los compañeros criminales de la Familia y la Religión.
El sacerdote y yo volvimos a refugiarnos con mamá en la cocina. Melania nos ofreció sillas nuevamente, diciendo:
—Ya sospechaba yo que no sería fácil…
Volvimos a deliberar. Mamá era de un parecer, y el sacerdote de otro distinto. Yo también expuse mi opinión diferente de las de ambos.
Hacía media hora que discutíamos, cuando las voces exaltadas, terribles, del marqués y el estruendo de muebles derribados o arrastrados, nos llenaron de inquietud; y nos pusimos en pie.
Llegaban hasta nosotros, a través de las puertas y de los tabiques, palabras amenazadoras:
—¡Fuera!...¡Fuera!...¡Bandoleros…¡Farsantes!...¡Fuera!...¡Malditos!...¡Fuera!... Fuera!..
Melania entró precipitadamente, saliendo al punto para reclamar mi ayuda. Entré. Delante de mi tío, arrebatado por la cólera, erguido, tronante, dos hombres parecían aguardar a que muriese de rabia.
Su larga levita y sus zapatos ingleses; el cuello de tirilla y la corbata blanca; sus cabellos lacios y su humilde rostro de sacerdote falso de una religión bastarda; todo su ridículo aspecto, en fin, me hizo reconocer en el primero a un pastor protestante. Le acompañaba el portero—sectario del culto reformado—, el cual, enterándose por las voces tal vez de nuestra derrota, quiso probar si tendría su religión más fortuna.
Mi tío parecía loco de ira. Si la presencia del sacerdote católico, del sacerdote de sus antepasados, irritó al incrédulo marqués, el aspecto del sacerdote de su portero le puso frenético, fuera de sí.
Agarró por el brazo a los dos hombres, arrastrándolos con tal violencia, que se dieron de cabezadas al pasar por cada una de las dos puertas, y los arrojó de la casa.
Luego volví a la cocina, nuestro cuartel general, para tomar instrucciones de mamá y del sacerdote.
Pero Melania entró azarosa, gimiendo:
—¡Se muere, se muere!... ¡Corran! ... ¡Se muere!
Mi madre se precipitó. El marqués se había desplomado y estaba en el suelo sin dar señales de vida.
Mamá se mostró como le correspondía en aquel instante. Dirigiéndose a las dos mozas que, arrodilladas junto al cuerpo del marqués, trataban de levantarle, señalando hacia la puerta con autoridad, con dignidad, con majestad irresistible, dijo solemnemente:
—Ahora son ustedes las que han de salir.
Se fueron sin rechistar. Es verdad que yo estaba decidido a sacarlas de allí violentamente, como al pastor protestante y al portero.
Entonces el padre Poivron rezó las oraciones de costumbre, recomendando el alma de mi tío, y absolviéndole de sus pecados.
Mamá gimoteaba de rodillas junto al marqués, teniéndole una mano cogida.
De pronto exclamó:
—¡Ah! ¡Me reconoce! ¡Me oprime los dedos! Me ha reconocido y me agradece lo que hice por él… ¡Santo Dios, qué alegría!
¡Pobre mamá! ¡Si hubiese adivinado que mi tío pensaba oprimir en aquel instante otros dedos y agradecía otras atenciones muy diferentes!
Le llevamos a la cama. Estaba muerto.
—Señora——dijo Melania—, ¿cómo le amortajamos? Toda la ropa es de las señoritas.
Yo contemplaba la merienda que no se habían acabado de comer, y a un tiempo me dieron ganas de llorar y de reír. Hay en la vida momentos y sensaciones muy extravagantes.
Se le hicieron al marqués unos funerales magníficos y sobre su tumba se pronunciaron cinco discursos. El senador barón de Croiselles probó, con razonamientos admirables, que Dios recobra todas las almas nobles un momento descaminadas. Todos los personajes del partido monárquico y católico acompañaron el féretro con entusiasmo de triunfadores, comentando aquella edificante muerte que puso fin a una vida un tanto borrascosa.

***

El vizconde Roger había terminado. Sus amigos reían. Alguien insinuó:
—Así es la historia de todas las conversiones in extremis.

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