CURIOSIDAD -- LA MÁSCARA -- GUY DE MAUPASSANT
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LA MÁSCARA
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Había un baile de disfraces, esa noche, en el Elysée-Montmartre. Era con ocasión de la Mi-Carême *, y la multitud entraba, como el agua por la compuerta de una esclusa, en el corredor iluminado que conduce al salón de baile. La formidable llamada de la orquesta, resonante como una tempestad musical, desbordaba las paredes y el techo, se difundía por el barrio, iba a despertar, por las calles y hasta en el fondo de las casas vecinas, el irresistible deseo de saltar, de estar caliente, de divertirse que dormita en el fondo del animal humano.
Y los clientes del lugar llegaban también de las cuatro esquinas de París, gente de todas clases, amante de placeres fuertes y bulliciosos, un poco indecentes, rayanos en el libertinaje. Eran empleados, chulos, mozas, mozas de toda estofa, desde el vulgar algodón a la más fina batista, mozas ricas, viejas y cargadas de brillantes, y mozas pobres, de dieciséis años, llenas de ganas de andar de juerga, de entregarse a los hombres, de gastar dinero. Elegantes trajes de etiqueta en busca de carne fresca, de primicias desfloradas, aunque sabrosas, merodeaban entre aquella muchedumbre caldeada, buscaban, parecían olfatear, mientras que las máscaras semejaban agitadas sobre todo por el deseo de divertirse. Ya las más famosas cuadrillas agolpaban en torno a sus brincos una densa corona de público. La ondulante hilera, la masa movediza de mujeres y hombres que rodeaba a los cuatro bailarines se anudaba a su alrededor como una serpiente, ora próxima, ora apartada, siguiendo las evoluciones de los artistas. Las dos mujeres, cuyos muslos parecían sujetos al cuerpo por resortes de goma, hacían con las piernas sorprendentes movimientos. Las lanzaban al aire con tanto vigor que el miembro parecía volar hacia las nubes, y después de pronto las apartaban como si se hubieran abierto hasta la mitad del vientre, deslizando una hacia adelante, otra hacia atrás, y tocaban el suelo por el centro con un gran impulso rápido, repugnante y divertido.
Sus parejas saltaban que se las pelaban, se agitaban, con los brazos estremecidos y alzados como muñones de alas sin plumas, y se adivinaba, bajo las máscaras, su respiración jadeante.
Uno de ellos, que había ocupado un puesto en la más renombrada de las cuadrillas para sustituir a una celebridad ausente, el guapo «Piensa-en-mí», y que se esforzaba por estar a la altura del infatigable «Espinazo-de-Becerro», ejecutaba unos originales solos que despertaban la alegría y la ironía del público.
Era flaco, iba vestido como un gomoso, con una linda máscara barnizada sobre el rostro, una máscara con bigotes rubios rizados rematada por una peluca de tirabuzones.
Parecía una figura del museo de cera, una extraña y fantástica caricatura del encantador galán de los grabados de modas, y bailaba con un esfuerzo convencido, aunque torpe, con cómico arrebato. Parecía herrumbroso al lado de los otros, al tratar de imitar sus cabriolas; parecía paralizado, pesado como un gozque jugando con galgos. Burlones «bravos» lo animaban. Y él, ebrio de ardor, perneaba con tal frenesí, que de pronto, arrastrado por un impulso furioso, fue a darse de cabeza con la muralla del público que se abrió ante él para dejarle paso, y después volvió a cerrarse en torno al cuerpo inerte, tendido sobre el vientre, del bailarín inanimado.
Unos hombres los recogieron, se lo llevaron. Gritaban: « ¡Un médico! » Se presentó un caballero, joven, elegantísimo, con traje de etiqueta y gruesas perlas en la pechera de la camisa. «Soy profesor de la Facultad», dijo con voz modesta. Lo dejaron pasar, y él acudió junto al bailarín, que seguía sin conocimiento, y al que extendían sobre unas sillas en una habitacioncita llena de carpetas, como un despacho de un agente de negocios. El doctor quiso ante todo quitarle la máscara y se dio cuenta de que estaba atada de una forma muy complicada, con multitud de menudos hilos de metal, que la unían hábilmente a los bordes de la peluca y encerraban la entera cabeza con unas sólidas ligaduras cuyo secreto era preciso conocer. El propio cuello estaba aprisionado en una falsa piel que prolongaba la barbilla, y esta piel de guante, pintada como la carne, llegaba al cuello de la camisa.
Hubo que cortar todo esto con fuertes tijeras; y cuando el médico hubo hecho, en aquel sorprendente conjunto, un corte que iba del hombro a la sien, entreabrió aquel caparazón y encontró una vieja cara de hombre gastado, pálido, flaco y arrugado. Tal fue la impresión entre quienes habían llevado la joven máscara rizosa, que nadie rió, nadie dijo una palabra.
Todos miraban, acostado en unas sillas de paja, aquel triste rostro de ojos cerrados, cubierto de pelos blancos, unos, largos, que caían sobre la cara desde la frente, otros, cortos, que habían crecido en las mejillas y el mentón, y, al lado de aquel pobre ser, la linda y pequeña máscara barnizada, aquella máscara fresca que seguía sonriendo.
El hombre volvió en sí tras haber estado un buen rato sin conocimiento, pero aún parecía tan débil, tan enfermo, que el médico temía alguna peligrosa complicación.
«~¿Dónde vive usted?», dijo.
El viejo bailarín pareció rebuscar en su memoria, y después acordarse, y dijo el nombre de una calle que nadie conocía. Hubo que pedirle pues, más detalles sobre el barrio. Los proporcionaba con infinita pena, con una lentitud y una indecisión que revelaban el trastorno de su mente.
El médico prosiguió:
«Yo mismo lo acompañaré.»
Le había entrado la curiosidad de saber quién era aquel extraño bufón, de ver dónde habitaba aquel fenómeno saltarín.
Y pronto un simón los llevó a ambos al otro lado de la colina de Montmartre.
Era en una alta casa de aspecto pobre, a la que se subía por una escalera pringosa, una de esas casas siempre inacabadas, acribilladas a ventanas, en pie entre dos solares, nichos mugrientos donde habita una multitud de seres harapientos y miserables.
El doctor, agarrándose a la barandilla, una barra de madera donde la mano se quedaba pegada, sostuvo hasta el cuarto piso al aturdido anciano que iba recobrando las fuerzas.
La puerta a la que habían llamado se abrió y apareció una mujer, también vieja, limpia, con un gorro de dormir muy blanco enmarcando una cabeza huesuda, de rasgos acentuados, una de esas grandes cabezas bondadosas y rudas de las mujeres obreras, laboriosas y fieles. Exclamó:
« ¡ Dios mío! ¿Qué le ha pasado? »
Cuando se lo contaron en veinte palabras, se tranquilizó, y tranquilizó al propio médico, contándole que semejante cosa ya había ocurrido con frecuencia.
«Hay que acostarlo, caballero, sin más; dormirá, y mañana no parecerá e1 mismo.»
El médico prosiguió:
«Pero, ¡si apenas puede hablar!
—¡Oh!, no es nada, unos cuantos tragos, nada más. No ha cenado para estar ágil, y después se ha tomado dos copas, para animarse. El ajenjo, ya ve usted, le devuelve sus piernas, pero le quita las ideas y las palabras. No está ya en edad de bailar de ese modo. No, de veras, ¡es como para desesperar de que siente la cabeza! »
El médico, sorprendido, insistió:
«Pero, ¿por qué baila así, con lo viejo que es?»
Ella se encogió de hombros, enrojeciendo con la cólera que la excitaba poco a poco.
«¡Ah! ¡Sí! ¿Por qué? Pues verá, para que lo crean joven debajo de su máscara, para que las mujeres lo tomen aún por un niño bonito y le digan guarradas al oído, para refregarse contra su piel, contra todas sus sucias pieles con sus olores y sus polvos y sus pomadas... ¡Ah, aviados estamos! Vaya, que he llevado una vida, caballero, desde hace cuarenta años que dura esto... Pero hay que acostarlo, antes que nada, no vaya a ser que coja algo malo. ¿Le molestaría ayudarme? Cuando está así, no acabo nunca, yo sola.»
El viejo estaba sentado en la cama, con pinta de borracho, el largo pelo blanco caído sobre el rostro.
Su compañera lo miraba con ojos tiernos y furiosos. Prosiguió:
«Fíjese qué cabeza tan bonita tiene, para su edad, pues no, anda disfrazado de chiquillo para que lo crean joven. ¡No es una lástima! De veras, tiene una hermosa cabeza, ¿no, caballero? Espere, voy a enseñárselo antes de acostarlo.»
Se dirigió hacia una mesa donde estaban la palangana, la jarra de agua, el jabón, el peine y el cepillo. Cogió el cepillo, después volvió hacia la cama y echando hacia atrás toda la cabellera enmarañada del borrachín, le puso, en unos instantes, un rostro de modelo de pintor, con grandes bucles que caían sobre el cuello. Después, retrocediendo para contemplarlo:
«¿Verdad que está muy bien para su edad?
—Muy bien, afirmó el doctor, que empezaba a divertirse mucho.»
Ella agregó:
«¡Si lo hubiera conocido usted cuando tenía veinticinco años! Pero hay que meterlo en la cama; si no, las copas le revolverán la tripa. Tenga, caballero, ¿quiere usted tirar de esa manga?... más arriba... así... bueno, ahora el pantalón... espere, voy a quitarle los zapatos... está bien. —Y ahora, sujételo de pie para que yo abra la cama... ya está... acostémoslo... st cree usted que se va a molestar dentro de poco para dejarme un sitio, se equivoca. Tengo que encontrarme un rincón, en cualquier parte. No le preocupa. ¡Ah, egoísta, anda ya!»
En cuanto se sintió tendido entre sus sábanas, el hombrecillo cerró los ojos, volvió a abrirlos, los cerró de nuevo y en todo su rostro satisfecho aparecía la enérgica resolución de dormir.
El doctor, examinándolo con un interés que aumentaba sin cesar, preguntó:
«Entonces, ¿va a dárselas de joven en los bailes de máscaras?
—En todos, caballero, y me vuelve de madrugada en un estado que nadie se figura. Ya ve usted, es la nostalgia lo que lo lleva a ellos y la que le hace poner una cara de cartón sobre la suya. Sí, la nostalgia de ser ya lo que fue, ¡y además la de no tener ya sus éxitos!»
El dormía, ahora, y comenzaba a roncar. Ella lo contemplaba con aire compasivo, y prosiguió:
«¡Ah! ¡Cuántos éxitos tuvo, este hombre! Más de los que uno se creería, caballero, más que los guapos señores de la buena sociedad y que todos los tenores y que todos los generales.
—¿De veras? ¿Y qué hacía?
—¡Oh!, al principio le extrañará, en vista de que no lo conoció en sus buenos tiempos. Yo, cuando lo encontré, fue también en un baile, pues siempre los frecuentó. Sólo con verlo me pescó, pero pescada como un pez con una caña. Era guapo, caballero, guapo como para llorar al mirarlo, moreno como ala de cuervo, y con el pelo rizado, con ojos negros tan grandes como ventanas. ¡Ah, sí! era un guapo mozo. Me fui con él esa misma noche, y nunca me he separado de él, nunca, ¡ni un día, a pesar de todo! ¡Oh!, ¡me las ha hecho pasar moradas! »
El doctor preguntó:
«¿Están ustedes casados?»
Ella respondió simplemente:
«Sí, caballero... si no, me habría dejado como a las demás. He sido su mujer y su criada, todo, todo lo que ha querido... y me ha hecho llorar... ¡con lágrimas que no le enseñaba! Porque me contaba sus aventuras, a mí..., a mí... caballero... sin comprender el daño que me hacía escucharlo...
—Pero, ¿qué oficio tenía?
—Es cierto..., olvidé decírselo. Era oficial primero en casa de Martel, pero un oficial como nunca habían tenido otro... un artista a diez francos la hora, como término medio...
—¿Martel?... ¿Quién es ese Martel?...
—El peluquero, señor, el gran peluquero de la Opera, que tenía toda la clientela de las actrices. Sí, todas las más encopetadas actrices querían que las peinara mi Ambroise y le daban gratificaciones con las que se hizo una fortuna. ¡Ah!, caballero, todas las mujeres son iguales, sí, todas. Cuando un hombre les gusta, se ofrecen a él. Es tan fácil... y duele tanto al saberlo. Porque él me contaba todo... no podía callarse... no, no podía. ¡Esas cosas les gustan tanto a los hombres! Y quizás les guste aún más contarlas que hacerlas.
Cuando lo veía regresar por la noche, un poco paliducho, con aspecto satisfecho, los ojos brillantes, me decía: «Una más. Estoy segura de que ha vuelto a conquistar a una». Entonces me daban ganas de interrogarlo, unas ganas que quemaban el corazón, y también otras ganas de no saber, de impedirle hablar si él empezaba. Y nos mirábamos.
Sabía perfectamente que no se callaría, que iba a hablar del asunto. Lo notaba en su aire, en su pinta risueña, para dármelo a entender: «Hoy me ha pasado algo estupendo, Madeleine». Yo hacía como que no oía, que no adivinaba; y ponía la mesa; traía la sopa, me sentaba frente a él.
En esos momentos, caballero, es como si me hubieran aplastado mi cariño por él dentro del cuerpo, con una piedra. Duele mucho, vaya, terriblemente. Pero él no lo entendía, él no lo sabía; necesitaba decírselo a alguien, presumir, demostrar cuánto lo querían... y sólo me tenía a mí para contarlo..., ya comprende usted... sólo a mí... Entonces..., tenía que escucharlo y tomármelo como si fuera un veneno.
Empezaba a comer la sopa y después decía:
«Una más, Madeleine.»
Yo pensaba: «Ya está. ¡Dios mío, qué hombre! Precisamente yo tenía que encontrarlo.»
Entonces empezaba: «Una más, y encima monísima... » Y era una chica del Vaudeville o una chica del Variedades, y después también las importantes, las más conocidas de esas señoras del teatro. Me decía sus nombres, sus muebles, y todo, todo, sí, todo, caballero... Detalles que me destrozaban el corazón. Y volvía sobre el asunto, recomenzaba su historia, de cabo a rabo, tan contento que yo fingía reír para que no se enfadara conmigo.
¡A lo mejor todo eso no era cierto! Le gustaba tanto alabarse, ¡que era muy capaz de inventar semejantes cosas! ¡Pero a lo mejor era cierto! Esas noches, fingía estar cansado, querer acostarse después de cenar. Cenábamos a las once, caballero, pues jamás volvía antes, por culpa de los peinados de gala.
Cuando había terminado su aventura, fumaba cigarrillos paseándose por el cuarto, y estaba tan guapo, con su bigote y su pelo rizado, que yo pensaba: «Es cierto, de todos modos, lo que cuenta. Puesto que yo estoy loca por este hombre, ¿por qué no iba también a impresionar a las otras? » ¡Ah!, he tenido ganas de llorar, y de gritar, y de escapar, y de tirarme por la ventana, al tiempo que quitaba la mesa mientras él seguía fumando. Bostezaba, abriendo la boca, para demostrarme lo cansado que estaba, y decía dos o tres veces antes de meterse en la cama: ¡Dios, qué bien voy a dormir esta noche! »
No le guardo rencor, porque no sabía cuánto me apenaba. No, ¡no podía saberlo! Le gustaba presumir de conquistas como a un pavo real hacer la rueda. Había llegado a creer que todas lo miraban y lo deseaban.
Fue muy duro cuando envejeció.
¡Oh! Caballero, cuando le vi la primera cana, tuve una emoción que me dejó sin aliento, y luego una alegría —una alegría maligna—, ¡pero tan grande, tan grande! Me dije: «Se acabó... se acabó... » Me pareció que me iban a sacar de una cárcel. Lo tendría para mí, para mí sola, cuando las otras no lo quisieran.
Era una mañana, en nuestra cama. El dormía aún, y me inclinaba sobre él para despertarlo con un beso cuando vi en sus rizos, sobre la sien, un hilillo que brillaba como la plata. ¡ Qué sorpresa! ¡Me parecía imposible! Al principio pensé en arrancárselo para que él no lo viera, ¡él!, pero, al fijarme mejor, vi otro más arriba. ¡Canas! Iba a tener canas! Me palpitaba el corazón y la piel se me humedecía; y sin embargo, ¡en el fondo estaba encantada!
Es feo pensar así, pero esa mañana arreglé la casa de buena gana, sin despertarlo aún; y cuando abrió los ojos, por sí solo, le dije:
« ¿Sabes lo que descubrí mientras dormías?
—No.
—Descubrí que tienes canas.»
Tuvo una sacudida de despecho que le hizo sentarse como si le hubiera hecho cosquillas y me dijo con aire maligno:
«¡No es cierto!
—Sí, en la sien izquierda. Hay cuatro.»
Saltó de la cama para correr al espejo.
No las encontraba. Entonces le enseñé la primera, la más baja, rizadita, y le decía:
«No es extraño, con la vida que llevas. Dentro de dos años estarás acabado.»
Pues bien, caballero, había dicho la verdad, dos años después nadie lo habría reconocido. ¡Qué de prisa cambia un hombre! Aún era buen mozo, pero iba perdiendo su frescura, y las mujeres ya no lo buscaban. ¡Ah!, ¡qué vida más dura llevé en esa época! ¡Me las hizo pasar muy negras! Nada le gustaba, nada de nada. Dejó su oficio para hacerse sombrerero, con lo cual se comió sus cuartos. Y después quiso ser actor sin conseguirlo, y después empezó a frecuentar los bailes públicos. En fin, tuvo el buen sentido de guardar algo de dinero, con el cual vivimos. ¡Nos basta, pero no es gran cosa! ¡Y decir que casi tuvo una fortuna en cierto momento!
Y ahora ya ve usted lo que hace. Es como un frenesí lo que le da. Tiene que ser joven, tiene que bailar con mujeres que huelen a perfumes y a pomadas. ¡Pobre y querido viejo, anda ya! »
Miraba, emocionada, a punto de llorar, a su viejo marido que roncaba. Después, acercándose a él a pasos leves, puso un beso en su pelo. El médico se había levantado y se disponía a irse, sin ocurrírsele nada que decir ante aquella extravagante pareja.
Entonces, cuando se marchaba, ella preguntó:
«¿Tendría usted la bondad de darme su dirección? Si se pusiera más enfermo, iría a buscarlo.»
* Jueves de la tercera semana de Cuaresma, en el que tradicionalmente se celebran en Francia fiestas y bailes de disfraces.
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Había un baile de disfraces, esa noche, en el Elysée-Montmartre. Era con ocasión de la Mi-Carême *, y la multitud entraba, como el agua por la compuerta de una esclusa, en el corredor iluminado que conduce al salón de baile. La formidable llamada de la orquesta, resonante como una tempestad musical, desbordaba las paredes y el techo, se difundía por el barrio, iba a despertar, por las calles y hasta en el fondo de las casas vecinas, el irresistible deseo de saltar, de estar caliente, de divertirse que dormita en el fondo del animal humano.
Y los clientes del lugar llegaban también de las cuatro esquinas de París, gente de todas clases, amante de placeres fuertes y bulliciosos, un poco indecentes, rayanos en el libertinaje. Eran empleados, chulos, mozas, mozas de toda estofa, desde el vulgar algodón a la más fina batista, mozas ricas, viejas y cargadas de brillantes, y mozas pobres, de dieciséis años, llenas de ganas de andar de juerga, de entregarse a los hombres, de gastar dinero. Elegantes trajes de etiqueta en busca de carne fresca, de primicias desfloradas, aunque sabrosas, merodeaban entre aquella muchedumbre caldeada, buscaban, parecían olfatear, mientras que las máscaras semejaban agitadas sobre todo por el deseo de divertirse. Ya las más famosas cuadrillas agolpaban en torno a sus brincos una densa corona de público. La ondulante hilera, la masa movediza de mujeres y hombres que rodeaba a los cuatro bailarines se anudaba a su alrededor como una serpiente, ora próxima, ora apartada, siguiendo las evoluciones de los artistas. Las dos mujeres, cuyos muslos parecían sujetos al cuerpo por resortes de goma, hacían con las piernas sorprendentes movimientos. Las lanzaban al aire con tanto vigor que el miembro parecía volar hacia las nubes, y después de pronto las apartaban como si se hubieran abierto hasta la mitad del vientre, deslizando una hacia adelante, otra hacia atrás, y tocaban el suelo por el centro con un gran impulso rápido, repugnante y divertido.
Sus parejas saltaban que se las pelaban, se agitaban, con los brazos estremecidos y alzados como muñones de alas sin plumas, y se adivinaba, bajo las máscaras, su respiración jadeante.
Uno de ellos, que había ocupado un puesto en la más renombrada de las cuadrillas para sustituir a una celebridad ausente, el guapo «Piensa-en-mí», y que se esforzaba por estar a la altura del infatigable «Espinazo-de-Becerro», ejecutaba unos originales solos que despertaban la alegría y la ironía del público.
Era flaco, iba vestido como un gomoso, con una linda máscara barnizada sobre el rostro, una máscara con bigotes rubios rizados rematada por una peluca de tirabuzones.
Parecía una figura del museo de cera, una extraña y fantástica caricatura del encantador galán de los grabados de modas, y bailaba con un esfuerzo convencido, aunque torpe, con cómico arrebato. Parecía herrumbroso al lado de los otros, al tratar de imitar sus cabriolas; parecía paralizado, pesado como un gozque jugando con galgos. Burlones «bravos» lo animaban. Y él, ebrio de ardor, perneaba con tal frenesí, que de pronto, arrastrado por un impulso furioso, fue a darse de cabeza con la muralla del público que se abrió ante él para dejarle paso, y después volvió a cerrarse en torno al cuerpo inerte, tendido sobre el vientre, del bailarín inanimado.
Unos hombres los recogieron, se lo llevaron. Gritaban: « ¡Un médico! » Se presentó un caballero, joven, elegantísimo, con traje de etiqueta y gruesas perlas en la pechera de la camisa. «Soy profesor de la Facultad», dijo con voz modesta. Lo dejaron pasar, y él acudió junto al bailarín, que seguía sin conocimiento, y al que extendían sobre unas sillas en una habitacioncita llena de carpetas, como un despacho de un agente de negocios. El doctor quiso ante todo quitarle la máscara y se dio cuenta de que estaba atada de una forma muy complicada, con multitud de menudos hilos de metal, que la unían hábilmente a los bordes de la peluca y encerraban la entera cabeza con unas sólidas ligaduras cuyo secreto era preciso conocer. El propio cuello estaba aprisionado en una falsa piel que prolongaba la barbilla, y esta piel de guante, pintada como la carne, llegaba al cuello de la camisa.
Hubo que cortar todo esto con fuertes tijeras; y cuando el médico hubo hecho, en aquel sorprendente conjunto, un corte que iba del hombro a la sien, entreabrió aquel caparazón y encontró una vieja cara de hombre gastado, pálido, flaco y arrugado. Tal fue la impresión entre quienes habían llevado la joven máscara rizosa, que nadie rió, nadie dijo una palabra.
Todos miraban, acostado en unas sillas de paja, aquel triste rostro de ojos cerrados, cubierto de pelos blancos, unos, largos, que caían sobre la cara desde la frente, otros, cortos, que habían crecido en las mejillas y el mentón, y, al lado de aquel pobre ser, la linda y pequeña máscara barnizada, aquella máscara fresca que seguía sonriendo.
El hombre volvió en sí tras haber estado un buen rato sin conocimiento, pero aún parecía tan débil, tan enfermo, que el médico temía alguna peligrosa complicación.
«~¿Dónde vive usted?», dijo.
El viejo bailarín pareció rebuscar en su memoria, y después acordarse, y dijo el nombre de una calle que nadie conocía. Hubo que pedirle pues, más detalles sobre el barrio. Los proporcionaba con infinita pena, con una lentitud y una indecisión que revelaban el trastorno de su mente.
El médico prosiguió:
«Yo mismo lo acompañaré.»
Le había entrado la curiosidad de saber quién era aquel extraño bufón, de ver dónde habitaba aquel fenómeno saltarín.
Y pronto un simón los llevó a ambos al otro lado de la colina de Montmartre.
Era en una alta casa de aspecto pobre, a la que se subía por una escalera pringosa, una de esas casas siempre inacabadas, acribilladas a ventanas, en pie entre dos solares, nichos mugrientos donde habita una multitud de seres harapientos y miserables.
El doctor, agarrándose a la barandilla, una barra de madera donde la mano se quedaba pegada, sostuvo hasta el cuarto piso al aturdido anciano que iba recobrando las fuerzas.
La puerta a la que habían llamado se abrió y apareció una mujer, también vieja, limpia, con un gorro de dormir muy blanco enmarcando una cabeza huesuda, de rasgos acentuados, una de esas grandes cabezas bondadosas y rudas de las mujeres obreras, laboriosas y fieles. Exclamó:
« ¡ Dios mío! ¿Qué le ha pasado? »
Cuando se lo contaron en veinte palabras, se tranquilizó, y tranquilizó al propio médico, contándole que semejante cosa ya había ocurrido con frecuencia.
«Hay que acostarlo, caballero, sin más; dormirá, y mañana no parecerá e1 mismo.»
El médico prosiguió:
«Pero, ¡si apenas puede hablar!
—¡Oh!, no es nada, unos cuantos tragos, nada más. No ha cenado para estar ágil, y después se ha tomado dos copas, para animarse. El ajenjo, ya ve usted, le devuelve sus piernas, pero le quita las ideas y las palabras. No está ya en edad de bailar de ese modo. No, de veras, ¡es como para desesperar de que siente la cabeza! »
El médico, sorprendido, insistió:
«Pero, ¿por qué baila así, con lo viejo que es?»
Ella se encogió de hombros, enrojeciendo con la cólera que la excitaba poco a poco.
«¡Ah! ¡Sí! ¿Por qué? Pues verá, para que lo crean joven debajo de su máscara, para que las mujeres lo tomen aún por un niño bonito y le digan guarradas al oído, para refregarse contra su piel, contra todas sus sucias pieles con sus olores y sus polvos y sus pomadas... ¡Ah, aviados estamos! Vaya, que he llevado una vida, caballero, desde hace cuarenta años que dura esto... Pero hay que acostarlo, antes que nada, no vaya a ser que coja algo malo. ¿Le molestaría ayudarme? Cuando está así, no acabo nunca, yo sola.»
El viejo estaba sentado en la cama, con pinta de borracho, el largo pelo blanco caído sobre el rostro.
Su compañera lo miraba con ojos tiernos y furiosos. Prosiguió:
«Fíjese qué cabeza tan bonita tiene, para su edad, pues no, anda disfrazado de chiquillo para que lo crean joven. ¡No es una lástima! De veras, tiene una hermosa cabeza, ¿no, caballero? Espere, voy a enseñárselo antes de acostarlo.»
Se dirigió hacia una mesa donde estaban la palangana, la jarra de agua, el jabón, el peine y el cepillo. Cogió el cepillo, después volvió hacia la cama y echando hacia atrás toda la cabellera enmarañada del borrachín, le puso, en unos instantes, un rostro de modelo de pintor, con grandes bucles que caían sobre el cuello. Después, retrocediendo para contemplarlo:
«¿Verdad que está muy bien para su edad?
—Muy bien, afirmó el doctor, que empezaba a divertirse mucho.»
Ella agregó:
«¡Si lo hubiera conocido usted cuando tenía veinticinco años! Pero hay que meterlo en la cama; si no, las copas le revolverán la tripa. Tenga, caballero, ¿quiere usted tirar de esa manga?... más arriba... así... bueno, ahora el pantalón... espere, voy a quitarle los zapatos... está bien. —Y ahora, sujételo de pie para que yo abra la cama... ya está... acostémoslo... st cree usted que se va a molestar dentro de poco para dejarme un sitio, se equivoca. Tengo que encontrarme un rincón, en cualquier parte. No le preocupa. ¡Ah, egoísta, anda ya!»
En cuanto se sintió tendido entre sus sábanas, el hombrecillo cerró los ojos, volvió a abrirlos, los cerró de nuevo y en todo su rostro satisfecho aparecía la enérgica resolución de dormir.
El doctor, examinándolo con un interés que aumentaba sin cesar, preguntó:
«Entonces, ¿va a dárselas de joven en los bailes de máscaras?
—En todos, caballero, y me vuelve de madrugada en un estado que nadie se figura. Ya ve usted, es la nostalgia lo que lo lleva a ellos y la que le hace poner una cara de cartón sobre la suya. Sí, la nostalgia de ser ya lo que fue, ¡y además la de no tener ya sus éxitos!»
El dormía, ahora, y comenzaba a roncar. Ella lo contemplaba con aire compasivo, y prosiguió:
«¡Ah! ¡Cuántos éxitos tuvo, este hombre! Más de los que uno se creería, caballero, más que los guapos señores de la buena sociedad y que todos los tenores y que todos los generales.
—¿De veras? ¿Y qué hacía?
—¡Oh!, al principio le extrañará, en vista de que no lo conoció en sus buenos tiempos. Yo, cuando lo encontré, fue también en un baile, pues siempre los frecuentó. Sólo con verlo me pescó, pero pescada como un pez con una caña. Era guapo, caballero, guapo como para llorar al mirarlo, moreno como ala de cuervo, y con el pelo rizado, con ojos negros tan grandes como ventanas. ¡Ah, sí! era un guapo mozo. Me fui con él esa misma noche, y nunca me he separado de él, nunca, ¡ni un día, a pesar de todo! ¡Oh!, ¡me las ha hecho pasar moradas! »
El doctor preguntó:
«¿Están ustedes casados?»
Ella respondió simplemente:
«Sí, caballero... si no, me habría dejado como a las demás. He sido su mujer y su criada, todo, todo lo que ha querido... y me ha hecho llorar... ¡con lágrimas que no le enseñaba! Porque me contaba sus aventuras, a mí..., a mí... caballero... sin comprender el daño que me hacía escucharlo...
—Pero, ¿qué oficio tenía?
—Es cierto..., olvidé decírselo. Era oficial primero en casa de Martel, pero un oficial como nunca habían tenido otro... un artista a diez francos la hora, como término medio...
—¿Martel?... ¿Quién es ese Martel?...
—El peluquero, señor, el gran peluquero de la Opera, que tenía toda la clientela de las actrices. Sí, todas las más encopetadas actrices querían que las peinara mi Ambroise y le daban gratificaciones con las que se hizo una fortuna. ¡Ah!, caballero, todas las mujeres son iguales, sí, todas. Cuando un hombre les gusta, se ofrecen a él. Es tan fácil... y duele tanto al saberlo. Porque él me contaba todo... no podía callarse... no, no podía. ¡Esas cosas les gustan tanto a los hombres! Y quizás les guste aún más contarlas que hacerlas.
Cuando lo veía regresar por la noche, un poco paliducho, con aspecto satisfecho, los ojos brillantes, me decía: «Una más. Estoy segura de que ha vuelto a conquistar a una». Entonces me daban ganas de interrogarlo, unas ganas que quemaban el corazón, y también otras ganas de no saber, de impedirle hablar si él empezaba. Y nos mirábamos.
Sabía perfectamente que no se callaría, que iba a hablar del asunto. Lo notaba en su aire, en su pinta risueña, para dármelo a entender: «Hoy me ha pasado algo estupendo, Madeleine». Yo hacía como que no oía, que no adivinaba; y ponía la mesa; traía la sopa, me sentaba frente a él.
En esos momentos, caballero, es como si me hubieran aplastado mi cariño por él dentro del cuerpo, con una piedra. Duele mucho, vaya, terriblemente. Pero él no lo entendía, él no lo sabía; necesitaba decírselo a alguien, presumir, demostrar cuánto lo querían... y sólo me tenía a mí para contarlo..., ya comprende usted... sólo a mí... Entonces..., tenía que escucharlo y tomármelo como si fuera un veneno.
Empezaba a comer la sopa y después decía:
«Una más, Madeleine.»
Yo pensaba: «Ya está. ¡Dios mío, qué hombre! Precisamente yo tenía que encontrarlo.»
Entonces empezaba: «Una más, y encima monísima... » Y era una chica del Vaudeville o una chica del Variedades, y después también las importantes, las más conocidas de esas señoras del teatro. Me decía sus nombres, sus muebles, y todo, todo, sí, todo, caballero... Detalles que me destrozaban el corazón. Y volvía sobre el asunto, recomenzaba su historia, de cabo a rabo, tan contento que yo fingía reír para que no se enfadara conmigo.
¡A lo mejor todo eso no era cierto! Le gustaba tanto alabarse, ¡que era muy capaz de inventar semejantes cosas! ¡Pero a lo mejor era cierto! Esas noches, fingía estar cansado, querer acostarse después de cenar. Cenábamos a las once, caballero, pues jamás volvía antes, por culpa de los peinados de gala.
Cuando había terminado su aventura, fumaba cigarrillos paseándose por el cuarto, y estaba tan guapo, con su bigote y su pelo rizado, que yo pensaba: «Es cierto, de todos modos, lo que cuenta. Puesto que yo estoy loca por este hombre, ¿por qué no iba también a impresionar a las otras? » ¡Ah!, he tenido ganas de llorar, y de gritar, y de escapar, y de tirarme por la ventana, al tiempo que quitaba la mesa mientras él seguía fumando. Bostezaba, abriendo la boca, para demostrarme lo cansado que estaba, y decía dos o tres veces antes de meterse en la cama: ¡Dios, qué bien voy a dormir esta noche! »
No le guardo rencor, porque no sabía cuánto me apenaba. No, ¡no podía saberlo! Le gustaba presumir de conquistas como a un pavo real hacer la rueda. Había llegado a creer que todas lo miraban y lo deseaban.
Fue muy duro cuando envejeció.
¡Oh! Caballero, cuando le vi la primera cana, tuve una emoción que me dejó sin aliento, y luego una alegría —una alegría maligna—, ¡pero tan grande, tan grande! Me dije: «Se acabó... se acabó... » Me pareció que me iban a sacar de una cárcel. Lo tendría para mí, para mí sola, cuando las otras no lo quisieran.
Era una mañana, en nuestra cama. El dormía aún, y me inclinaba sobre él para despertarlo con un beso cuando vi en sus rizos, sobre la sien, un hilillo que brillaba como la plata. ¡ Qué sorpresa! ¡Me parecía imposible! Al principio pensé en arrancárselo para que él no lo viera, ¡él!, pero, al fijarme mejor, vi otro más arriba. ¡Canas! Iba a tener canas! Me palpitaba el corazón y la piel se me humedecía; y sin embargo, ¡en el fondo estaba encantada!
Es feo pensar así, pero esa mañana arreglé la casa de buena gana, sin despertarlo aún; y cuando abrió los ojos, por sí solo, le dije:
« ¿Sabes lo que descubrí mientras dormías?
—No.
—Descubrí que tienes canas.»
Tuvo una sacudida de despecho que le hizo sentarse como si le hubiera hecho cosquillas y me dijo con aire maligno:
«¡No es cierto!
—Sí, en la sien izquierda. Hay cuatro.»
Saltó de la cama para correr al espejo.
No las encontraba. Entonces le enseñé la primera, la más baja, rizadita, y le decía:
«No es extraño, con la vida que llevas. Dentro de dos años estarás acabado.»
Pues bien, caballero, había dicho la verdad, dos años después nadie lo habría reconocido. ¡Qué de prisa cambia un hombre! Aún era buen mozo, pero iba perdiendo su frescura, y las mujeres ya no lo buscaban. ¡Ah!, ¡qué vida más dura llevé en esa época! ¡Me las hizo pasar muy negras! Nada le gustaba, nada de nada. Dejó su oficio para hacerse sombrerero, con lo cual se comió sus cuartos. Y después quiso ser actor sin conseguirlo, y después empezó a frecuentar los bailes públicos. En fin, tuvo el buen sentido de guardar algo de dinero, con el cual vivimos. ¡Nos basta, pero no es gran cosa! ¡Y decir que casi tuvo una fortuna en cierto momento!
Y ahora ya ve usted lo que hace. Es como un frenesí lo que le da. Tiene que ser joven, tiene que bailar con mujeres que huelen a perfumes y a pomadas. ¡Pobre y querido viejo, anda ya! »
Miraba, emocionada, a punto de llorar, a su viejo marido que roncaba. Después, acercándose a él a pasos leves, puso un beso en su pelo. El médico se había levantado y se disponía a irse, sin ocurrírsele nada que decir ante aquella extravagante pareja.
Entonces, cuando se marchaba, ella preguntó:
«¿Tendría usted la bondad de darme su dirección? Si se pusiera más enfermo, iría a buscarlo.»
* Jueves de la tercera semana de Cuaresma, en el que tradicionalmente se celebran en Francia fiestas y bailes de disfraces.
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