LIBERTINAJE -- EL MARQUÉS DE FUMEROL -- GUY DE MAUPASSANT
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EL MARQUÉS DE FUMEROL
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Hablaba Roger de TournevIlle, sentado a horcajadas en una silla; sus amigos formaban círculo a su alrededor, y él tenía el cigarro entre los dedos, acercándoselo de cuando en cuando a la boca, dando una chupada y soltando una nubecilla de humo.
Estábamos en la mesa cuando llevaron una carta. Papá la abrió. Ya conocen ustedes a mI padre, que se considera representante del rey en Francia. Yo le llamo Don Quijote, porque se batió durante doce años contra los molinos de viento de la República, sin averiguar a punto fijo si lo hacia por los Borbones o por los Orleáns. Ya sólo a nombre de los Orleáns empuña su lanza, porque no quedan otros pretendientes. De todos modos, papá se considera el primer caballero de la Monarquía, el más conocido, el más influyente, el jefe del partido; y como disfruta de una senaduría vitalicia, supone poco seguros los tronos de los reyes, que ya no son inamovibles.
Mamá es el alma de papá, es el alma de la Monarquía y de la Religión, el brazo derecho de Dios en la tierra y el azote de los incrédulos.
Aún estábamos en la mesa, cuando llevaron una carta. Papá la leyó; luego, mirando a mamá, dijo:
—Tu hermano se muere.
Mamá se puso pálida. Casi nunca se hablaba de mi tío. Yo ni le había visto, no teniendo más datos referentes a él que los ofrecidos por la opinión pública, según la cual llevó siempre, y continuaba llevando, una vida poco edificante.
Habiéndose comido su fortuna con un incalculable número de mujeres, ya sólo conservaba dos queridas, con las cuales vivía en un pisito de la calle de los Mártires.
Antiguo par y antiguo coronel de caballería, que no creía, en Dios ni en el diablo, nada temeroso de la vida futura, usó y abusó en todas formas de la vida presente, siendo una llaga siempre abierta en el corazón de mamá.
La cual dijo:
—Déjame ver esa carta, Pablo. Cuando hubo terminado su lectura, yo se la pedí a mi vez. Estaba redactada en estos términos:
«Señor conde: Me creo en el caso de participarle que su cuñado, el marqués de Fumerol, se muere. Acaso quiera usted tomar sus disposiciones, y por eso le aviso.
Su criada humilde,
Melania.»
Papá murmuró:
—Hay que participarlo. Debo asistir a los últimos momentos de tu hermano.
Mamá dijo:
—Quiero pedir parecer al padre Poivron. Luego iré con él y con mi hijo a ver a mi hermano. Tú quédate aqui.. No es indispensable que te comprometas; una mujer puede y debe dar esos pasos, pero un hombre político necesita reflexionar mucho lo que hace. Tus adversarios interpretarían malamente, contra tu buena opinión, tu sacrificio generoso.
—Es verdad—contestó mi padre—; haz lo que te parezca más conveniente, hija mía.
Media hora después, el padre Poivron, enterado ya de todo, analizaba y discutía el caso, teniendo en cuenta sus distintos aspectos.
Si el marqués de Fumerol, uno de los títulos más prestigiosos de Francia, moría sin recibir los auxilios .de la Iglesia, el golpe seria terrible para la nobleza en general y para el conde de Tourneville, en particular. Triunfarían los librepensadores. Los periódicos impíos cantarían su victoria durante seis meses; el nombre de mi madre sería profanado, impreso en los papeles anticlericales y socialistas; el de mi padre sería salpicado por la basura callejera. Era imposible consentirlo.
Así, pues, se armó de pronto una cruzada dirigida por el padre Poivron, clérigo regordete y limpio, vagamente perfumado, un verdadero sacerdote católico en la parroquia de un barrio noble y rico.
Engancharon un coche y fuimos inmediatamente, mamá, el padre Poivron y yo a llevarle a mi tío moribundo los auxilios espirituales.
Habían acordado ver primero a Melania, la que firmó la carta de aviso y debía de ser ama de llaves o cocinera del marqués.
Yo me adelanté con esa comisión, apeándome del coche ante una casa de siete pisos, en cuyo portal oscuro y largo me costó bastante dar con la portería.
El portero era un hombre malicioso y reservado.
Le pregunté:
—La señora Melania, ¿en qué piso vive?
Y me contestó secamente:
—No la conozco.
—Me ha escrito y vengo a verla.
—Es posible, pero yo no la conozco. ¿Es acaso alguna entretenida?
—Debe de ser una criada.
—¿Una criada?... ¿Una criada?... Será la del marqués. Vea en el piso quinto, izquierda.
En cuanto se convenció de que no le preguntaba por una mujer galante, se mostró más atento y me acompañó hasta el pie de la escalera.
Subí a saltos, no atreviéndome a poner la mano en la barandilla polvorienta, y di unos golpecitos discretos en la puerta de la izquierda del quinto piso.
Abrieron; una mujer desgalichada, grandota, me cerró el paso, gruñendo:
—¿Qué quiere usted?
—¿Es usted la señora Melania?
—Si.
—Yo soy el vizconde de Tourneville.
—¡Oh! Puede usted pasar.
—Es que... abajo aguarda mamá con un sacerdote.
—Pues baje usted a buscarla. Cuidado con el portero.
Bajé y subí nuevamente acompañando a mi madre y al sacerdote. Me pareció oír pasos a nuestra espalda.
Entramos en la cocina con Melania, sentándonos los cuatro para deliberar.
—¿Está muy grave?—preguntó mamá.
—Sí, señora, sí; no es posible que dure muchas horas.
—¿Estará dispuesto a recibir visita de un sacerdote?
—iOh!..., lo dudo.
—¿Puedo verle?
—Ya lo creo... Sí..., si, señora... Sólo que..., sólo que le acompañan sus... amiguitas.
—~Qué amiguitas?
—Pues... dos amiguitas que tiene.
—jOh!
Mamá se había puesto como la grana. El sacerdote no levantaba los ojos del suelo. Aquello iba siendo algo divertido, y dije:
—¿Quieren que yo entre primero? Según como le halle, puedo advertirle...
Mamá, sin comprender la malicia de mis palabras, respondió:
—Sí; entra tú, hijo mío.
Se abrió una puerta, y una voz suave, una voz femenina, pronunció:
—¡Melania!
La mujerona se precipitó a recibir órdenes:
—¿Qué se le ofrece, señorita Clara?
—¡La tortilla, pronto!
—Al momento, señorita.
Y acercándose de nuevo a nosotros, dijo:
—Me piden una tortilla de queso, que me han encargado para merendar.
Rompió los huevos y se puso a batirlos con brío en una ensaladera.
Yo di un campanillazo fuerte anunciando mi presentación oficial.
Melania me hizo tomar asiento en el gabinete y anunció a mi tío mi visita. Después me rogó que pasara.
El sacerdote se ocultó detrás de la puerta para presentarse a la menor indicación mía.
El aspecto de mi tío me sorprendió agradablemente: un viejo hermoso, elegante, solemne; un hombre de mundo en toda regla.
Recostado en una poltrona, teniendo envueltas las piernas en una manta de viaje y las manos —unas manos de largos y pálidos dedos—apoyadas en los brazos del mueble, aguardaba la muerte con una dignidad bíblica. Su blanca barba cubría su pecho, y su cabellera, blanca también, le tapaba las orejas.
En pie, detrás de la poltrona, o para defenderle contra mí, dos mujeres jóvenes y frescotas miraban con atrevidos ojos de prostituta. Con enaguas y peinador, luciendo los brazos desnudos, los cabellos muy negros, recogidos a la ligera sobre la nuca y calzando chanclas bordadas de oro, que dejaban ver en los tobillos las medias de seda, parecían, rodeando al moribundo, figuras inmorales de un cuadro simbólico. Entre la poltrona y el lecho había un veladorcito con un mantel, donde aguardaban dos cubiertos la tortilla de queso encargada poco antes a Melania.
El marqués dijo, con voz débil y fatigosa, pero clara:
—Hola, muchacho. Tarde vienes a conocerme. Nuestras amistades no serán muy largas.
Murmuré:
—Tío, no fue mía la culpa.
El respondió:
—Ya lo supongo. La culpa debe ede tenerla tu padre y tu madre ¿Cómo están?
—Bien, tío; bien. Al enterarse de que se hallaba usted algo enfermo, quisieron que viniera yo mismo a saber noticias.
—¡Ah! Y ¿por qué no han venido ellos?
Abrí los ojos clavándolos en las dos mozas, y dije suavemente:
—Las circunstancias obligan. Sería muy comprometido para mi padre, y más aún para mi madre, presentarse aquí...
El marqués no respondió, y oprimí la mano que me ofrecía, reteniéndola.
Entró Melania con la tortilla y la dejó en el velador. Las dos jóvenes, acercándose a su cubierto cada una, empezaron a comer sin dejar de mirarme.
Yo entonces dije:
—Tío, seria un goce muy grande para mamá verle a usted.
Mi tío murmuró:
—Yo también quisiera...
Pero no dijo más. No me atrevía a proponerle nada, y en aquel silencio sólo se oía el chocar de los tenedores en los platos.
El sacerdote, oculto detrás de la puerta, creyendo llegado el momento de intervenir, entró.
Le sorprendió tanto a mi tío su presencia, que de pronto se quedó inmóvil, estupefacto; luego abrió la boca desmesuradamente, como si quisiera tragarse al cura, y al fin gritó con voz potente y furiosa:
—¿Por qué viene usted aquí?
El sacerdote, acostumbrado a situaciones difíciles, avanzando, murmuró:
—Vengo enviado por la señora condesa. Su hermana le agradecería tanto, señor marqués...
Pero el marqués, resuelto a no escucharle, con un gesto majestuoso y trágico le señalaba la puerta, diciéndole con mucha energía:
—¡Váyase usted..., váyase usted! ... ¡Son ladrones de almas, violadores de conciencias!... ¡Váyase usted!
El sacerdote retrocedía — yo también—, dirigiéndonos hacia la puerta, perdiendo terreno sin volver la espalda; y satisfechas las señoritas ante aquel espectáculo, se habían puesto en pie sin acabarse de comer la tortilla, colocándose junto a la poltrona de mi tío, posando las manos en sus hombros para tranquilizarle, para protegerle contra los compañeros criminales de la Familia y la Religión.
El sacerdote y yo volvimos a refugiarnos con mamá en la cocina. Melania nos ofreció sillas nuevamente, diciendo:
—Ya sospechaba yo que no sería fácil…
Volvimos a deliberar. Mamá era de un parecer, y el sacerdote de otro distinto. Yo también expuse mi opinión diferente de las de ambos.
Hacía media hora que discutíamos, cuando las voces exaltadas, terribles, del marqués y el estruendo de muebles derribados o arrastrados, nos llenaron de inquietud; y nos pusimos en pie.
Llegaban hasta nosotros, a través de las puertas y de los tabiques, palabras amenazadoras:
—¡Fuera!...¡Fuera!...¡Bandoleros…¡Farsantes!...¡Fuera!...¡Malditos!...¡Fuera!... Fuera!..
Melania entró precipitadamente, saliendo al punto para reclamar mi ayuda. Entré. Delante de mi tío, arrebatado por la cólera, erguido, tronante, dos hombres parecían aguardar a que muriese de rabia.
Su larga levita y sus zapatos ingleses; el cuello de tirilla y la corbata blanca; sus cabellos lacios y su humilde rostro de sacerdote falso de una religión bastarda; todo su ridículo aspecto, en fin, me hizo reconocer en el primero a un pastor protestante. Le acompañaba el portero—sectario del culto reformado—, el cual, enterándose por las voces tal vez de nuestra derrota, quiso probar si tendría su religión más fortuna.
Mi tío parecía loco de ira. Si la presencia del sacerdote católico, del sacerdote de sus antepasados, irritó al incrédulo marqués, el aspecto del sacerdote de su portero le puso frenético, fuera de sí.
Agarró por el brazo a los dos hombres, arrastrándolos con tal violencia, que se dieron de cabezadas al pasar por cada una de las dos puertas, y los arrojó de la casa.
Luego volví a la cocina, nuestro cuartel general, para tomar instrucciones de mamá y del sacerdote.
Pero Melania entró azarosa, gimiendo:
—¡Se muere, se muere!... ¡Corran! ... ¡Se muere!
Mi madre se precipitó. El marqués se había desplomado y estaba en el suelo sin dar señales de vida.
Mamá se mostró como le correspondía en aquel instante. Dirigiéndose a las dos mozas que, arrodilladas junto al cuerpo del marqués, trataban de levantarle, señalando hacia la puerta con autoridad, con dignidad, con majestad irresistible, dijo solemnemente:
—Ahora son ustedes las que han de salir.
Se fueron sin rechistar. Es verdad que yo estaba decidido a sacarlas de allí violentamente, como al pastor protestante y al portero.
Entonces el padre Poivron rezó las oraciones de costumbre, recomendando el alma de mi tío, y absolviéndole de sus pecados.
Mamá gimoteaba de rodillas junto al marqués, teniéndole una mano cogida.
De pronto exclamó:
—¡Ah! ¡Me reconoce! ¡Me oprime los dedos! Me ha reconocido y me agradece lo que hice por él… ¡Santo Dios, qué alegría!
¡Pobre mamá! ¡Si hubiese adivinado que mi tío pensaba oprimir en aquel instante otros dedos y agradecía otras atenciones muy diferentes!
Le llevamos a la cama. Estaba muerto.
—Señora——dijo Melania—, ¿cómo le amortajamos? Toda la ropa es de las señoritas.
Yo contemplaba la merienda que no se habían acabado de comer, y a un tiempo me dieron ganas de llorar y de reír. Hay en la vida momentos y sensaciones muy extravagantes.
Se le hicieron al marqués unos funerales magníficos y sobre su tumba se pronunciaron cinco discursos. El senador barón de Croiselles probó, con razonamientos admirables, que Dios recobra todas las almas nobles un momento descaminadas. Todos los personajes del partido monárquico y católico acompañaron el féretro con entusiasmo de triunfadores, comentando aquella edificante muerte que puso fin a una vida un tanto borrascosa.
***
El vizconde Roger había terminado. Sus amigos reían. Alguien insinuó:
—Así es la historia de todas las conversiones in extremis.
Hablaba Roger de TournevIlle, sentado a horcajadas en una silla; sus amigos formaban círculo a su alrededor, y él tenía el cigarro entre los dedos, acercándoselo de cuando en cuando a la boca, dando una chupada y soltando una nubecilla de humo.
Estábamos en la mesa cuando llevaron una carta. Papá la abrió. Ya conocen ustedes a mI padre, que se considera representante del rey en Francia. Yo le llamo Don Quijote, porque se batió durante doce años contra los molinos de viento de la República, sin averiguar a punto fijo si lo hacia por los Borbones o por los Orleáns. Ya sólo a nombre de los Orleáns empuña su lanza, porque no quedan otros pretendientes. De todos modos, papá se considera el primer caballero de la Monarquía, el más conocido, el más influyente, el jefe del partido; y como disfruta de una senaduría vitalicia, supone poco seguros los tronos de los reyes, que ya no son inamovibles.
Mamá es el alma de papá, es el alma de la Monarquía y de la Religión, el brazo derecho de Dios en la tierra y el azote de los incrédulos.
Aún estábamos en la mesa, cuando llevaron una carta. Papá la leyó; luego, mirando a mamá, dijo:
—Tu hermano se muere.
Mamá se puso pálida. Casi nunca se hablaba de mi tío. Yo ni le había visto, no teniendo más datos referentes a él que los ofrecidos por la opinión pública, según la cual llevó siempre, y continuaba llevando, una vida poco edificante.
Habiéndose comido su fortuna con un incalculable número de mujeres, ya sólo conservaba dos queridas, con las cuales vivía en un pisito de la calle de los Mártires.
Antiguo par y antiguo coronel de caballería, que no creía, en Dios ni en el diablo, nada temeroso de la vida futura, usó y abusó en todas formas de la vida presente, siendo una llaga siempre abierta en el corazón de mamá.
La cual dijo:
—Déjame ver esa carta, Pablo. Cuando hubo terminado su lectura, yo se la pedí a mi vez. Estaba redactada en estos términos:
«Señor conde: Me creo en el caso de participarle que su cuñado, el marqués de Fumerol, se muere. Acaso quiera usted tomar sus disposiciones, y por eso le aviso.
Su criada humilde,
Melania.»
Papá murmuró:
—Hay que participarlo. Debo asistir a los últimos momentos de tu hermano.
Mamá dijo:
—Quiero pedir parecer al padre Poivron. Luego iré con él y con mi hijo a ver a mi hermano. Tú quédate aqui.. No es indispensable que te comprometas; una mujer puede y debe dar esos pasos, pero un hombre político necesita reflexionar mucho lo que hace. Tus adversarios interpretarían malamente, contra tu buena opinión, tu sacrificio generoso.
—Es verdad—contestó mi padre—; haz lo que te parezca más conveniente, hija mía.
Media hora después, el padre Poivron, enterado ya de todo, analizaba y discutía el caso, teniendo en cuenta sus distintos aspectos.
Si el marqués de Fumerol, uno de los títulos más prestigiosos de Francia, moría sin recibir los auxilios .de la Iglesia, el golpe seria terrible para la nobleza en general y para el conde de Tourneville, en particular. Triunfarían los librepensadores. Los periódicos impíos cantarían su victoria durante seis meses; el nombre de mi madre sería profanado, impreso en los papeles anticlericales y socialistas; el de mi padre sería salpicado por la basura callejera. Era imposible consentirlo.
Así, pues, se armó de pronto una cruzada dirigida por el padre Poivron, clérigo regordete y limpio, vagamente perfumado, un verdadero sacerdote católico en la parroquia de un barrio noble y rico.
Engancharon un coche y fuimos inmediatamente, mamá, el padre Poivron y yo a llevarle a mi tío moribundo los auxilios espirituales.
Habían acordado ver primero a Melania, la que firmó la carta de aviso y debía de ser ama de llaves o cocinera del marqués.
Yo me adelanté con esa comisión, apeándome del coche ante una casa de siete pisos, en cuyo portal oscuro y largo me costó bastante dar con la portería.
El portero era un hombre malicioso y reservado.
Le pregunté:
—La señora Melania, ¿en qué piso vive?
Y me contestó secamente:
—No la conozco.
—Me ha escrito y vengo a verla.
—Es posible, pero yo no la conozco. ¿Es acaso alguna entretenida?
—Debe de ser una criada.
—¿Una criada?... ¿Una criada?... Será la del marqués. Vea en el piso quinto, izquierda.
En cuanto se convenció de que no le preguntaba por una mujer galante, se mostró más atento y me acompañó hasta el pie de la escalera.
Subí a saltos, no atreviéndome a poner la mano en la barandilla polvorienta, y di unos golpecitos discretos en la puerta de la izquierda del quinto piso.
Abrieron; una mujer desgalichada, grandota, me cerró el paso, gruñendo:
—¿Qué quiere usted?
—¿Es usted la señora Melania?
—Si.
—Yo soy el vizconde de Tourneville.
—¡Oh! Puede usted pasar.
—Es que... abajo aguarda mamá con un sacerdote.
—Pues baje usted a buscarla. Cuidado con el portero.
Bajé y subí nuevamente acompañando a mi madre y al sacerdote. Me pareció oír pasos a nuestra espalda.
Entramos en la cocina con Melania, sentándonos los cuatro para deliberar.
—¿Está muy grave?—preguntó mamá.
—Sí, señora, sí; no es posible que dure muchas horas.
—¿Estará dispuesto a recibir visita de un sacerdote?
—iOh!..., lo dudo.
—¿Puedo verle?
—Ya lo creo... Sí..., si, señora... Sólo que..., sólo que le acompañan sus... amiguitas.
—~Qué amiguitas?
—Pues... dos amiguitas que tiene.
—jOh!
Mamá se había puesto como la grana. El sacerdote no levantaba los ojos del suelo. Aquello iba siendo algo divertido, y dije:
—¿Quieren que yo entre primero? Según como le halle, puedo advertirle...
Mamá, sin comprender la malicia de mis palabras, respondió:
—Sí; entra tú, hijo mío.
Se abrió una puerta, y una voz suave, una voz femenina, pronunció:
—¡Melania!
La mujerona se precipitó a recibir órdenes:
—¿Qué se le ofrece, señorita Clara?
—¡La tortilla, pronto!
—Al momento, señorita.
Y acercándose de nuevo a nosotros, dijo:
—Me piden una tortilla de queso, que me han encargado para merendar.
Rompió los huevos y se puso a batirlos con brío en una ensaladera.
Yo di un campanillazo fuerte anunciando mi presentación oficial.
Melania me hizo tomar asiento en el gabinete y anunció a mi tío mi visita. Después me rogó que pasara.
El sacerdote se ocultó detrás de la puerta para presentarse a la menor indicación mía.
El aspecto de mi tío me sorprendió agradablemente: un viejo hermoso, elegante, solemne; un hombre de mundo en toda regla.
Recostado en una poltrona, teniendo envueltas las piernas en una manta de viaje y las manos —unas manos de largos y pálidos dedos—apoyadas en los brazos del mueble, aguardaba la muerte con una dignidad bíblica. Su blanca barba cubría su pecho, y su cabellera, blanca también, le tapaba las orejas.
En pie, detrás de la poltrona, o para defenderle contra mí, dos mujeres jóvenes y frescotas miraban con atrevidos ojos de prostituta. Con enaguas y peinador, luciendo los brazos desnudos, los cabellos muy negros, recogidos a la ligera sobre la nuca y calzando chanclas bordadas de oro, que dejaban ver en los tobillos las medias de seda, parecían, rodeando al moribundo, figuras inmorales de un cuadro simbólico. Entre la poltrona y el lecho había un veladorcito con un mantel, donde aguardaban dos cubiertos la tortilla de queso encargada poco antes a Melania.
El marqués dijo, con voz débil y fatigosa, pero clara:
—Hola, muchacho. Tarde vienes a conocerme. Nuestras amistades no serán muy largas.
Murmuré:
—Tío, no fue mía la culpa.
El respondió:
—Ya lo supongo. La culpa debe ede tenerla tu padre y tu madre ¿Cómo están?
—Bien, tío; bien. Al enterarse de que se hallaba usted algo enfermo, quisieron que viniera yo mismo a saber noticias.
—¡Ah! Y ¿por qué no han venido ellos?
Abrí los ojos clavándolos en las dos mozas, y dije suavemente:
—Las circunstancias obligan. Sería muy comprometido para mi padre, y más aún para mi madre, presentarse aquí...
El marqués no respondió, y oprimí la mano que me ofrecía, reteniéndola.
Entró Melania con la tortilla y la dejó en el velador. Las dos jóvenes, acercándose a su cubierto cada una, empezaron a comer sin dejar de mirarme.
Yo entonces dije:
—Tío, seria un goce muy grande para mamá verle a usted.
Mi tío murmuró:
—Yo también quisiera...
Pero no dijo más. No me atrevía a proponerle nada, y en aquel silencio sólo se oía el chocar de los tenedores en los platos.
El sacerdote, oculto detrás de la puerta, creyendo llegado el momento de intervenir, entró.
Le sorprendió tanto a mi tío su presencia, que de pronto se quedó inmóvil, estupefacto; luego abrió la boca desmesuradamente, como si quisiera tragarse al cura, y al fin gritó con voz potente y furiosa:
—¿Por qué viene usted aquí?
El sacerdote, acostumbrado a situaciones difíciles, avanzando, murmuró:
—Vengo enviado por la señora condesa. Su hermana le agradecería tanto, señor marqués...
Pero el marqués, resuelto a no escucharle, con un gesto majestuoso y trágico le señalaba la puerta, diciéndole con mucha energía:
—¡Váyase usted..., váyase usted! ... ¡Son ladrones de almas, violadores de conciencias!... ¡Váyase usted!
El sacerdote retrocedía — yo también—, dirigiéndonos hacia la puerta, perdiendo terreno sin volver la espalda; y satisfechas las señoritas ante aquel espectáculo, se habían puesto en pie sin acabarse de comer la tortilla, colocándose junto a la poltrona de mi tío, posando las manos en sus hombros para tranquilizarle, para protegerle contra los compañeros criminales de la Familia y la Religión.
El sacerdote y yo volvimos a refugiarnos con mamá en la cocina. Melania nos ofreció sillas nuevamente, diciendo:
—Ya sospechaba yo que no sería fácil…
Volvimos a deliberar. Mamá era de un parecer, y el sacerdote de otro distinto. Yo también expuse mi opinión diferente de las de ambos.
Hacía media hora que discutíamos, cuando las voces exaltadas, terribles, del marqués y el estruendo de muebles derribados o arrastrados, nos llenaron de inquietud; y nos pusimos en pie.
Llegaban hasta nosotros, a través de las puertas y de los tabiques, palabras amenazadoras:
—¡Fuera!...¡Fuera!...¡Bandoleros…¡Farsantes!...¡Fuera!...¡Malditos!...¡Fuera!... Fuera!..
Melania entró precipitadamente, saliendo al punto para reclamar mi ayuda. Entré. Delante de mi tío, arrebatado por la cólera, erguido, tronante, dos hombres parecían aguardar a que muriese de rabia.
Su larga levita y sus zapatos ingleses; el cuello de tirilla y la corbata blanca; sus cabellos lacios y su humilde rostro de sacerdote falso de una religión bastarda; todo su ridículo aspecto, en fin, me hizo reconocer en el primero a un pastor protestante. Le acompañaba el portero—sectario del culto reformado—, el cual, enterándose por las voces tal vez de nuestra derrota, quiso probar si tendría su religión más fortuna.
Mi tío parecía loco de ira. Si la presencia del sacerdote católico, del sacerdote de sus antepasados, irritó al incrédulo marqués, el aspecto del sacerdote de su portero le puso frenético, fuera de sí.
Agarró por el brazo a los dos hombres, arrastrándolos con tal violencia, que se dieron de cabezadas al pasar por cada una de las dos puertas, y los arrojó de la casa.
Luego volví a la cocina, nuestro cuartel general, para tomar instrucciones de mamá y del sacerdote.
Pero Melania entró azarosa, gimiendo:
—¡Se muere, se muere!... ¡Corran! ... ¡Se muere!
Mi madre se precipitó. El marqués se había desplomado y estaba en el suelo sin dar señales de vida.
Mamá se mostró como le correspondía en aquel instante. Dirigiéndose a las dos mozas que, arrodilladas junto al cuerpo del marqués, trataban de levantarle, señalando hacia la puerta con autoridad, con dignidad, con majestad irresistible, dijo solemnemente:
—Ahora son ustedes las que han de salir.
Se fueron sin rechistar. Es verdad que yo estaba decidido a sacarlas de allí violentamente, como al pastor protestante y al portero.
Entonces el padre Poivron rezó las oraciones de costumbre, recomendando el alma de mi tío, y absolviéndole de sus pecados.
Mamá gimoteaba de rodillas junto al marqués, teniéndole una mano cogida.
De pronto exclamó:
—¡Ah! ¡Me reconoce! ¡Me oprime los dedos! Me ha reconocido y me agradece lo que hice por él… ¡Santo Dios, qué alegría!
¡Pobre mamá! ¡Si hubiese adivinado que mi tío pensaba oprimir en aquel instante otros dedos y agradecía otras atenciones muy diferentes!
Le llevamos a la cama. Estaba muerto.
—Señora——dijo Melania—, ¿cómo le amortajamos? Toda la ropa es de las señoritas.
Yo contemplaba la merienda que no se habían acabado de comer, y a un tiempo me dieron ganas de llorar y de reír. Hay en la vida momentos y sensaciones muy extravagantes.
Se le hicieron al marqués unos funerales magníficos y sobre su tumba se pronunciaron cinco discursos. El senador barón de Croiselles probó, con razonamientos admirables, que Dios recobra todas las almas nobles un momento descaminadas. Todos los personajes del partido monárquico y católico acompañaron el féretro con entusiasmo de triunfadores, comentando aquella edificante muerte que puso fin a una vida un tanto borrascosa.
***
El vizconde Roger había terminado. Sus amigos reían. Alguien insinuó:
—Así es la historia de todas las conversiones in extremis.
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