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martes, 12 de agosto de 2008

LA LOCA -- GUY DE MAUPASSANT -- GUERRA

LA LOCA
GUY DE MAUPASSANT



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A Robert de Bonnières.


Verán, dijo el señor Mathieu d’Endolin, a mí las becadas* me recuerdan una siniestra anécdota de la guerra.
Ya conocen ustedes mi finca del barrio de Cormeil. Vivía allá en el momento de la llegada de los prusianos.
Tenía entonces de vecina a una especie de loca, cuya razón se había extraviado bajo los golpes de la desgracia. Antaño, a la edad de veinticinco años, perdió, en un sólo mes, a su padre, a su marido y a un hijo recién nacido.
Cuando la muerte entra una vez en una casa, regresa a ella casi de inmediato, como si conociera la puerta.
La pobre joven, fulminada por la pena, cayó en cama, deliró durante seis semanas. Después, una especie de tranquila lasitud sucedió a la crisis violenta, y permaneció sin moverse, comiendo apenas, revolviendo solamente los ojos. Cada vez que intentaban levantarla, gritaba como si la matasen. La dejaron, pues, acostada, y tan solo la sacaban de entre las sábanas para los cuidados de su aseo y para darle la vuelta a los colchones.
Una anciana criada permanecía junto a ella, obligándola a beber de vez en cuando o a masticar un poco de carne fiambre. ¿Qué ocurría en aquella alma desesperada? Jamás se supo, pues no volvió a hablar. ¿Pensaba en sus muertos? ¿Desvariaba tristemente, sin un recuerdo concreto? ¿O bien su pensamiento aniquilado permanecía inmóvil como un agua estancada?
Durante quince años se quedó así, cerrada e inerte. Llegó la guerra; y, en los primeros días de diciembre, los prusianos entraron en Cormeil.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Caía una helada de esas que resquebrajan las piedras; yo mismo estaba tumbado en un sillón, inmovilizado por la gota, cuando oí el golpeteo pesado y acompasado de sus pasos. Desde mi ventana, los vi pasar.
Era un desfile interminable, todos iguales, con esos movimientos de muñecos que les son peculiares. Después los jefes distribuyeron a sus hombres entre los habitantes. Me tocaron diecisiete. Mi vecina, la loca, tenía doce, entre ellos un comandante, un verdadero soldadote, violento y tosco.
Durante los primeros días todo transcurrió normalmente. Al oficial de al lado le habían dicho que la señora estaba enferma, y no se preocupó para nada. Pero pronto aquella mujer a la que nunca veía empezó a irritarlo. Se informó sobre su enfermedad; le respondieron que la anfitriona guardaba cama desde hacía quince años, a consecuencia de una pena muy honda. No lo creyó, sin duda, e imaginó que la pobre loca no se levantaba por orgullo, para no ver a los prusianos y no hablarles, para no rozarse con ellos.
Exigió que lo recibiera; lo llevaron a su habitación. Le pidió con un tono brusco:
«Zírvace uzted, ceñora, lefantarce y bajar, para que la feamoz.»
Ella volvió hacia él sus ojos extraviados, sus ojos vacíos, y no respondió.
El prosiguió:
«No toleraré maz inzolencias. Ci uzted no ce lefanta por laz buenaz, lla me laz arreglaré para que ce pacee zola.»
Ella no hizo el menor gesto, siempre inmóvil, como si no lo hubiera visto.
El rabiaba, tomando aquel silencio tranquilo por un signo de supremo desprecio. Y agregó:
«Ci no baja manana...»
Y después salió.
Al día siguiente, la anciana criada, aterrada, quiso vestirla; pero la loca empezó a chillar, debatiéndose. El oficial subió en seguida; y la sirvienta, arrojándose a sus pies, gritó:
«No quiere, señor, no quiere. Perdónela; es muy desdichada.»
El soldado se quedó turbado, sin atreverse, a pesar de su cólera, a hacer que sus hombres la sacaran de la cama. Pero de pronto se echó a reír y dio unas órdenes en alemán.
Pronto se vio partir un destacamento que sostenía un colchón, como quien lleva a un herido. En aquella cama que nadie había deshecho, la loca, siempre silenciosa, permanecía tranquila, indiferente a los acontecimientos con tal de que la dejaran acostada. Detrás, un hombre llevaba un paquete de ropas femeninas.
Y el oficial pronunció, frotándose las manos:
«Lla veremoz ci puede o no festirce zola y dar un paceíto.»
Luego se vio al cortejo alejarse en dirección al bosque de Imauville.
Dos horas después los soldados regresaron solos.
Nadie volvió a ver jamás a la loca. ¿Qué habían hecho con ella? ¿A dónde la habían llevado? Nunca se supo.
La nieve caía día y noche, sepultando la llanura y los bosques bajo un sudario de espuma helada. Los lobos venían a aullar hasta nuestras puertas.
La idea de aquella mujer perdida me obsesionaba, e hice diversas gestiones con la autoridad prusiana, con el fin de conseguir información. A punto estuve de ser fusilado.
Volvió la primavera. El ejército de ocupación se alejó. La casa de mi vecina seguía cerrada; una tupida hierba crecía en las avenidas.
La anciana criada había muerto durante el invierno. Nadie se ocupaba ya de aquella aventura; sólo yo pensaba en ella sin cesar.
¿Qué habían hecho con aquella mujer? ¿Se habría escapado a través de los bosques? ¿La habrían recogido en alguna parte, y metido en un hospital, al no poder obtener de ella ninguna información? Nada venía a aliviar mis dudas; pero, poco a poco, el tiempo apaciguó la inquietud de mi corazón.
Ahora bien, en el otoño siguiente, las becadas pasaron en tropel; y, como mi gota me daba una pequeña tregua, me arrastré hasta el bosque. Ya había matado cuatro o cinco aves de largo pico, cuando derribé una que desapareció en un hoyo lleno de ramas. Me vi obligado a bajar a él para recoger al animal. Lo encontré caído junto a una calavera. Y bruscamente el recuerdo de la loca embistió contra mi pecho como un puñetazo. Otros muchos habían expirado acaso en aquellos bosques durante aquel año siniestro; pero, no sé por qué, estaba seguro, se lo digo, de que había encontrado la cabeza de la infeliz maniática.
Y de repente comprendí, lo adiviné todo. La habían abandonado sobre el colchón, en el bosque frío y desierto, y, fiel a su idea fija, ella se había dejado morir bajo el espeso y leve plumón de la nieve sin mover un brazo o una pierna.
Después los lobos la habían devorado.
Y los pájaros habían hecho su nido con la lana de su lecho desgarrado.
He conservado esa triste osamenta. Y hago votos por que nuestros hijos no vean jamás una guerra.


** Este cuento es el primero de la colección .”Cuentos de la becada”; seguía a una introducción en la que se narraba cómo unos cazadores, reunidos para matar becadas, se contaban por la noche diversos sucedidos.

EL LOBO -- GUY DE MAUPASSANT -- CUENTO DE MIEDO

EL LOBO
GUY DE MAUPASSANT

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Ved ahí lo que nos refirió el viejo marqués de Arville, a los postres de la comida con que inaugurábamos aquel año la época venatoria en la residencia del barón de Rávels.
Habíamos perseguido a un ciervo todo el día. El marqués era el único invitado que no tomó parte alguna en aquella batida, porque no cazaba jamás.
Durante la fastuosa comida, casi no se habló más que de matanzas de animales. Hasta las señoras oían con interés las narraciones sangrientas, y con frecuencia inverosímiles; los oradores acompañaban con el gesto la relación de los ataques y luchas de hombres y bestias; levantaban los brazos, ahuecaban la voz.
Agradaba oír al señor de Arville, cuya poética fraseología resultaba un poco ampulosa, pero de buen efecto. Es indudable que habría referido muchas veces, en otras ocasiones, la misma historia, , porque ninguna frase le hizo dudar, teniéndolas todas ya estudiadas, muy seguro de producir la imagen que le convenía.
—Señores: yo no he cazado nunca; mi padre, tampoco; ni mi abuelo ni mi bisabuelo. Este último era hijo de un hombre que había cazado él solo más que todos ustedes juntos. Murió en mil setecientos sesenta y cuatro, y voy a decir de qué manera.
Se llamaba Juan, estaba casado y era padre de una criatura, que fue mi bisabuelo; habitaba con su hermano menor, Francisco de Arville, nuestro castillo de Lorena, entre bosques.
Francisco de Arville había quedado soltero; su amor a la caza no le permitía otros amores.
Cazaban los dos todo el año sin tregua, sin descanso y sin rendirse a las fatigas. Era su mayor goce; no sabían divertirse de otro modo; no hablaban de otro asunto: sólo vivían para cazar.
Dominábalos aquella pasión terrible, inexorable, abrasándolos, poseyéndolos, no dejando espacio es su corazón para nada más.
Habían prohibido que por ninguna causa les interrumpieran en sus cacerías. Mi bisabuelo nació mientras perseguía su padre a un zorro; y sin abandonar su pista, Juan de Arville murmuró:
—¡Recristo! Bien pudo esperar este pícaro hasta que yo terminase.
Su hermano Francisco aún se apasionaba más en su afición. Lo primero que hacía, en cuanto se levantaba, era ver a los perros y a los caballos; luego, entreteníase disparando a los pájaros en torno del castillo, hasta la hora de salir a caza mayor.
En la comarca llamábanlos el señor marqués y el señor menor; entonces los aristócratas no establecían en los títulos —como ahora la nobleza improvisada quiere hacerlo— una jerarquía descendiente; porque no es conde un hijo de marqués ni barón un hijo de vizconde, como no es coronel de nacimiento el hijo de un general. Pero la vanidad mezquina de los actuales tiempos lo dispone así.
Vuelvo a mis ascendientes.
Parece ser que fueron agigantados, velludos, violentos y vigorosos; el joven aún más que su hermano mayor; y tenía una voz tan recia, que, según una opinión popular, que le complacía, sus gritos agitaban todas las hojas del bosque.
Y al salir de caza, debieron de ofrecer un espectáculo admirable aquellos dos gigantes, galopando en dos caballos de mucha talla y brío.
El invierno de mil setecientos sesenta y cuatro fue muy crudo, y los lobos rabiaron de hambre.
Atacaban a los campesinos rezagados, rondaban de noche alrededor de las viviendas, aullaban desde la puesta de sol hasta el amanecer, y asaltaban los establos.
Circuló un rumor terrible. Hablábase de un lobo colosal, de pelo gris, casi blanco; había devorado dos niños y el brazo de una mujer; había matado a todos los mastines de la comarca; y saltando las tapias, olisqueaba, sin temor alguno, bajo las puertas. Ningún hombre dejó de sentirle resoplar; su resoplido hacía estremecer la llama de las luces. Invadió la provincia un pánico terrible. Nadie salía de casa de noche ni al atardecer. La oscuridad parecía poblada por todas partes por la sombra de aquella bestia...
Los hermanos de Arville, resueltos a perseguir y matar al monstruo, dispusieron grandes cacerías, invitando a los nobles de la región.
Todo fue inútil; ni en los bosques ni entre las malezas lo hallaron jamás. Mataban muchos lobos; pero aquel no parecía. Y cada noche, al terminar la batida, como para vengarse, la bestia feroz causaba estragos mayores, atacando a algún caminante o devorando alguna res; pero siempre a distancia del sitio donde lo buscaron aquel día.
Entró un de aquellas noches en la pocilga del castillo de Arville; y devoró los dos mejores cerdos.
Juan y Francisco reventaban de cólera, suponiendo aquel ataque una provocación del monstruo, una injuria directa, un reto. Con sus más resistentes sabuesos, acostumbrados a perseguir temibles bestias, aprestáronse a la caza, rebosando sus corazones odio y furor.
Desde el amanecer hasta que descendía el sol, arrebolados, entre los troncos de los árboles desnudos, batieron inútilmente los matorrales.
Regresaban furiosos y descorazonados, llevando al paso las cabalgaduras por un camino abierto entre maleza, sorprendiéndose de que burlase un lobo toda su precaución y poseídos ya de una especie de recelo misterioso.
Juan decía:
—Esa bestia no es como las demás. Parece que piensa y calcula como un hombre.
Y contestaba francisco:
—Acaso conviniera que nuestro primo, el obispo, bendijese una bala, o que lo hiciese algún sacerdote de la región, rogándole nosotros que pronunciase las palabras oportunas.
Callaron, y, después de un silencio, advirtió Juan:
—mira el sol, qué rojo. La fiera no dejará de causar algún daño esta noche.
Apenas había terminado la frase, cuando su caballo se encabritó; el de Francisco giraba. Un matorral cubierto de hojas marchitas, crujió, abriendo paso a una bestia enorme y gris, que, saliendo rápidamente de su escondrijo, internóse al punto en el bosque.
Los dos de Arville articularon una especie de rugido, que demostraba su fiera satisfacción, y encogiéndose, inclinados hacia delante, pegándose al cuello de sus briosos cabellos, impulsándolos con todo el cuerpo, los lanzaron a la carrera, excitándolos de tal modo con las voces, con sus movimientos, con la espuela, que los hercúleos caballeros, como si un ímpetu gigantesco los condujera volando, parecían arrastrar entre las piernas a sus caballos, que iban a escape, tocando en el suelo con el vientre,, haciendo crujir los matorrales y salvando las torrenteras, encaramándose por escarpadas pendientes y descendiendo por angostas gargantas. Los caballeros hacían resonar las trompas con toda la fuerza de sus pulmones, llamando a sus criados y a sus perros.
De pronto, en aquella furiosa y precipitada persecución, tropezó mi abuelo con la cabeza en una rama, que le abrió el cráneo, y cayó sin sentido, mientras el caballo continuaba su carrera loca, desapareciendo en la densa oscuridad que iba envolviendo al bosque.
Francisco de Arville paró en seco y se apeó, cogiendo en brazos a su hermano; vio que por la herida, entre la sangre, asomaba también el cerebro.
Entonces, apoyándolo sobre sus rodillas, contempló el rostro ensangrentado, las facciones rígidas, inertes, del marqués. Poco a poco un miedo le invadió, un miedo extraño que no había sentido nunca. Temía la oscuridad, la soledad, el silencio del bosque; hasta llegó a temer que apareciera el fantástico lobo, que se vengaba de aquella persecución tenaz de los Arville, haciendo morir al mayor de los hermanos.
Espesaban las tinieblas; el frío, agudo, hacía crujir los árboles. Francisco se incorporó, tembloroso, incapaz de permanecer allí más tiempo, sintiéndose casi desfallecer. No se oía nada; ni ladridos de perros, ni voces de trompa; todo estaba mudo en el invisible horizonte; y aquel silencio taciturno de una helada noche tenía bastante de horroroso y extraño.
Alzó entre sus manos de coloso el cuerpo gigantesco de Juan, atravesándolo sobre la silla para llevarlo al castillo; montó y se puso en marcha, despacio, sintiendo una turbación semejante a la embriaguez, perseguido por espectros indefinibles y espantosos.
De pronto, una forma vaga cruzó el sendero que la nocturna oscuridad invadía. Era la bestia. Una sacudida brusca, un verdadero espanto agitó al cazador; algo frío, como una gota de agua, se deslizó sobre sus riñones; y, como un ermitaño que ahuyenta los demonios, el caballero hizo la señal de la cruz, desconcertado ante aquella temible aparición del espantoso vagabundo. Pero sus ojos refrescaron su memoria, presentándole a su hermano muerto; y de pronto, pasando en un instante del miedo al odio, rugió furiosamente, y espoleando al caballo, lanzóse tras el lobo.
Lo siguió entre los matorrales, por las torrenteras y a través de bosques desconocidos. Galopaba con la vista penetrante, clavada en la sombra que huía; tropezaban en los troncos y en las rocas la cabeza y los pies del muerto atravesado en la silla. Las zarzas le arrancaban el cabello y salpicaba con sangre los troncos, golpeándolas con la frente; las espuelas arrancaban tiras de las cortezas de los árboles.
De pronto, la bestia y el perseguidor salieron del bosque y se lanzaron a un valle cuando aparecía la luna en lo alto del monte; un valle pedregoso, cerrado por enormes rocas. No hallando fácil salida por aquella parte, la bestia retrocedió.
Francisco no pudo contener un alarido estruendoso de alegría, que los ecos repitieron como repiten el rodar de un trueno, y saltó atierra empuñando el cuchillo de monte.
La bestia, con los pelos erizados y arqueado el cuerpo, le aguardaba. Pero antes de comenzar el combate, cogiendo el cazador el cuerpo de su hermano lo apoyó entre unas rocas, y sosteniéndole con piedras la cabeza, que parecía una masa de sangre cuajada, le dijo a voces, como si hablara con un sordo:
—¡Mira Juan! ¡Mira eso!
Y se arrojó sobre la bestia. Sentíase bastante poderoso para levantar en vilo una montaña, para triturar pedernales entre sus dedos. La bestia quiso hacer presa de él, procurando arrimar su hocico al vientre del cazador; pero éste la tenía sujeta por el cuello y la estrangulaba tranquilamente con la mano, sin acordarse del cuchillo, gozándose al sentir los ahogos de su garganta y las palpitaciones de su corazón. Reía, reía más cuanto más apretaba; reía gritando: "¡Mira Juan! ¡Mira eso!" Ya no hallaba resistencia; el cuerpo del monstruo cedía con blandura. Estaba muerto.
Entonces Francisco lo alzó, y acercándose a su hermano con aquella carga inerte, dejó caer un cadáver a los pies de otro cadáver, diciendo, conmovido y cariñoso:
—Toma, Juan; tómalo: ahí lo tienes.
Después colocó en la silla los dos cuerpos, y se puso en marcha.
Entró en el castillo riendo y llorando, como Gargantúa cuando el nacimiento de Pantagruel. Pregonaba la muerte de la bestia con exclamaciones de triunfador y gritos de gozo; refería la muerte de su hermano gimiendo y mesándose las barbas.
Y, pasado el tiempo, cuando hablaba de aquella noche fatal, decía con lágrimas en los ojos:
—¡Si, al menos, hubiese podido ver el pobre Juan cómo estrangulé al otro, es posible que muriera satisfecho! ¡Estoy seguro!
La viuda educó a su hijo haciéndole odiar la caza, y ese odio se ha transmitido hasta mí, de generación en generación.
El marqués de Arville había terminado. Alguien preguntó:
—Esa historia es una leyenda; ¿verdad?
Y el marqués respondió:
—Aseguro que todo es cierto, que todo ha ocurrido
Y una señora dijo, con dulzura:
—Da igual. Es hermoso sentir pasiones semejantes...

UN GOLPE DE ESTADO -- GUY DE MAUPASSANT -- POLITICA Y CACIQUISMO

UN GOLPE DE ESTADO
GUY DE MAUPASSANT

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París acababa de enterarse del desastre de Sedán. Se proclamaba la República. Francia entera jadeaba al comienzo de esa demencia que duró hasta después de la Comuna. Se jugaba a los soldados de una punta a otra del país.
Fabricantes de géneros de punto eran coroneles y desempeñaban cargos de generales; revólveres y puñales se desplegaban en torno a gruesos vientres pacíficos rodeados por cinturones rojos; pequeños burgueses convertidos en guerreros de ocasión mandaban batallones de voluntarios chillones y juraban como carreteros para adquirir empaque.
El mero hecho de manejar armas, de tener fusiles complicados enloquecía a aquella gente, que hasta entonces sólo había manejado balanzas, y la hacía, sin la menor razón, temible para el recién llegado. Ejecutaban a inocentes para probar que sabían matar; fusilaban, merodeando por las campiñas todavía vírgenes de prusianos, a los perros vagabundos, a las vacas que rumiaban en paz, a los caballos enfermos que pacían en los pastos.
Cada cual se creía llamado a desempeñar un gran papel militar. Los cafés de los más míseros villorrios, llenos de comerciantes de uniforme, parecían cuarteles o ambulancias.
El pueblo de Canneville ignoraba aún las desquiciadas noticias del ejército y de la capital; pero una extremada agitación lo perturbaba desde hacía un mes, dos partidos contrarios se encontraban frente a frente.
El alcalde, señor vizconde de Varnetot, un hombrecillo flaco, ya anciano, legitimista incorporado al Imperio hacía poco, por ambición, había visto surgir un decidido adversario en el doctor Massarel, un gordo sanguíneo, jefe del partido republicano en el distrito, venerable de la lógica masónica de la cabeza de partido, presidente de la Sociedad de Agricultura, y del cuerpo de bomberos, y organizador de la milicia rural que salvaría a la comarca.
En quince días se las había arreglado para decidir a defender el país a sesenta y tres voluntarios casados y padres de familia, campesinos prudentes y tenderos del lugar, y los adiestraba, todas las mañanas, en la plaza del ayuntamiento.
Cuando el alcalde, por casualidad, iba al edificio municipal, el comandante Massarel, cargado de pistolas, pasando fieramente, con el sable en la mano, al frente de su tropa, hacía gritar a su gente: «¡Viva la patria!» Y ese grito, lo habían notado, excitaba al menudo vizconde, que veía en él sin duda una amenaza, un desafío, al mismo tiempo que un odioso recuerdo de la gran Revolución.
El 5 de septiembre por la mañana, el doctor, de uniforme, con el revólver sobre la mesa, pasaba consulta a una pareja de viejos campesinos, uno de los cuales, el marido, que sufría de varices desde hacía siete años, había esperado a que su mujer las tuviera también para ir al médico, cuando el cartero le llevó el periódico.
El señor Massarel lo abrió, se levantó bruscamente y, alzando los brazos al cielo con un gesto exaltado, se puso a vociferar con toda su voz ante los dos aldeanos asustados:
«¡Viva la República! ¡Viva la República! ¡Viva la República! »
Después se dejó caer en su butaca, desfallecido de emoción.
Y como el campesino continuaba: «Empezó con unos hormigueos que me corrían sin parar a lo largo de las piernas», el doctor Massarel exclamó:
«Déjeme en paz, no tengo tiempo para ocuparme de sus tonterías. Se ha proclamado la República, el emperador está prisionero, Francia se ha salvado. ¡Viva la República!» Y, corriendo a la puerta, bramó: «¡Celeste! ¡Pronto! ¡Celeste!»
La criada acudió asustada; él tartamudeaba, de tan rápido que quería hablar:
«Mis botas, mi sable, mi cartuchera y el puñal español que está sobre mi mesilla de noche: ¡date prisa!»
Y como el campesino, obstinado, aprovechando un instante de silencio, proseguía:
«Después me salieron como unas bolsas que me hacían daño al andar.»
El médico, exasperado, chilló:
«Déjeme en paz, maldita sea, ¡si se hubiera lavado los pies, no le pasaría eso!»
Después agarrándolo por el cuello, le escupió a la cara:
«¿No te das cuenta de que ya tenemos república, pedazo de animal?»
Pero la conciencia profesional lo calmó en seguida, y empujó hacia fuera al estupefacto matrimonio, repitiendo:
«Vuelvan mañana, vuelvan mañana, amigos míos. Hoy no tengo tiempo.»
Mientras se equipaba de pies a cabeza, dio de nuevo una serie de órdenes urgentes a su criada:
«Corre a casa del teniente Picart y del alférez Pommel, y diles que los espero aquí inmediatamente. Y mándame también a Torchebeuf con su tambor, ¡de prisa! ¡De prisa!».
Cuando Celeste hubo salido, se concentró, preparándose para superar las dificultades de la situación.
Los tres hombres llegaron juntos, con ropas de trabajo. El comandante, que esperaba verlos de uniforme, tuvo un sobresalto.
«¿No saben nada, diantre? El Emperador está prisionero, se ha proclamado la República. Es preciso actuar. Mi posición es delicada, y diría aún más, peligrosa.»
Reflexionó unos segundos ante los rostros atontados de sus subordinados, y después prosiguió:
«Hay que actuar sin vacilar; los minutos valen horas en semejantes momentos. Todo depende de la prontitud de las decisiones. Usted, Picart, vaya a buscar al cura y conmínele a que toque a rebato para reunir a la población, a la que voy a prevenir. Usted, Torchebeuf, toque llamada en todo el municipio, hasta los caseríos de la Gerisaie y de Salmare, para reunir a la milicia armada en la plaza. Usted, Pommel, póngase rápidamente el uniforme, sólo la guerrera y el quepis. Vamos a ocupar juntos el ayuntamiento y a conminar al señor de Varnetot a que me entregue sus poderes. ¿Entendido?
—Sí.
—Pues manos a la obra, y rápidamente. Lo acompaño a su casa, Pommel, pues actuamos juntos.»
Cinco minutos después, el comandante y su subalterno, armados hasta los dientes, aparecían en la plaza en el mismo momento en que el menudo vizconde de Varnetot, con polainas como para partida de caza, el fusil Lefaucheux al hombro, desembocaba a rápidos pasos por la otra calle, seguido por sus tres guardias de guerrera verde, con el cuchillo sobre el muslo y el fusil en bandolera.
Mientras el doctor se detenía, estupefacto, los cuatro hombres penetraron en el ayuntamiento, cuya puerta se cerró a sus espaldas.
«Se nos han adelantado, murmuró el médico, ahora hay que esperar refuerzos. No se puede hacer nada de momento. »
El teniente Picart reapareció.
«El cura se ha negado a obedecer, dijo; y hasta se ha encerrado en la iglesia con el sacristán y el guarda.» Y, al otro lado de la plaza, frente al ayuntamiento blanco y cerrado, la iglesia, muda y negra, mostraba su gran puerta de roble claveteada con herrajes.
Entonces, cuando los intrigados habitantes asomaban la nariz por las ventanas o salían al umbral de las casas, redobló de pronto el tambor, y apareció Torchebeuf, tocando con furia los tres golpes precipitados de la llamada. Cruzó la plaza a paso gimnástico y después desapareció camino de los campos.
El comandante desenvainó el sable, avanzó solo, más o menos a media distancia entre los dos edificios donde se había atrincherado el enemigo y, agitando su arma sobre la cabeza, berreó con toda la fuerza de sus pulmones:
«¡Viva la República! ¡Muerte a los traidores!»
Después se replegó hacia sus oficiales.
El carnicero, el panadero y el farmacéutico, inquietos, echaron los cierres. Sólo quedó abierta la tienda de ultramarinos.
Sin embargo los hombres de la milicia llegaban poco a poco, vestidos de diversas maneras y tocados todos con un quepis negro galoneado de rojo, pues el quepis constituía todo el uniforme del cuerpo. Iban armados con sus viejos fusiles herrumbrosos, los viejos fusiles colgados desde hacía treinta años sobre las chimeneas de las cocinas, y se parecían bastante a un destacamento de guardas rurales.
Cuando hubo una treintena alrededor de él, el comandante, en pocas palabras, los puso al corriente de los sucesos; después, volviéndose hacia su estado mayor: «Y ahora, actuemos», dijo.
Los habitantes se congregaban, examinaban y platicaban.
El doctor decidió rápidamente su plan de campaña:
«Teniente Picart, usted avanzará hasta las ventanas de ese ayuntamiento y conminará al señor de Varnetot, en nombre de la República, a entregarme la casa de la villa. »
Pero el teniente, un maestro albañil, se negó:
«Pues sí que es usted listo. Para que me larguen un tiro. Muchas gracias. Los que están allí dentro tienen buena puntería, ya lo sabe usted. Haga el recado usted mismo. »
El comandante se puso rojo.
«Le ordeno que vaya en nombre de la disciplina.»
El teniente se rebeló:
«No pienso dejar que me rompan la cara sin saber por qué.»
Los notables, reunidos en un grupo próximo, se echaron a reír. Uno de ellos exclamó:
«Tienes razón, Picart, no es el momento.»
Entonces el doctor murmuró:
«¡Cobardes!»
Y, dejando su sable y su revólver en manos de un soldado, avanzó con paso lento, con los ojos clavados en las ventanas, esperando ver salir un cañón de fusil apuntado hacia él.
Cuando sólo estaba a unos metros del edificio, las puertas de los dos extremos que daban paso a las dos escuelas se abrieron, y una oleada de pequeños seres, niños por aquí, niñas por allá, escaparon por ellas y empezaron a jugar en la gran plaza vacía, chillando, como una manada de gansos, en torno al doctor, que no podía hacerse oír.
En cuanto los últimos alumnos salieron, las dos puertas volvieron a cerrarse.
El grueso de los críos se dispersó por fin, y el comandante llamó con voz potente:
«¡Señor de Varnetot!»
Se abrió una ventana del primer piso. El señor de Varnetot apareció.
El comandante prosiguió:
«Caballero, ya conoce usted los grandes acontecimientos que acaban de cambiar la faz del gobierno. Aquel al que usted representa ya no existe. El que yo represento sube al poder. En estas dolorosas aunque decisivas circunstancias, vengo a pedirle, en nombre de la nueva República, que ponga en mis manos las funciones con las que lo había investido el poder anterior.»
El señor de Varnetot respondió:
«Señor doctor, soy el alcalde de Canneville, nombrado por la autoridad competente, y seguiré siendo alcalde de Canneville mientras no haya sido revocado y reemplazado por un mandato de mis superiores. Como alcalde, estoy en mi casa en el ayuntamiento, y aquí me quedo. Por lo demás, intente hacerme salir.»
Y cerró la ventana.
El comandante regresó hacia su tropa. Pero, antes de explicarse, miró de arriba a abajo al teniente Picart.
«¡Es usted un valiente! ¡Menudo conejo, la vergüenza del ejército! Lo degrado de su puesto.»
El teniente respondió:
«Me importa un pepino.»
Y fue a mezclarse con el grupo murmurador de los habitantes.
Entonces el doctor vaciló. ¿Qué hacer? ¿Dar el asalto? Pero sus hombres, ¿avanzarían? Y, además, ¿tenía derecho a hacerlo?
Lo iluminó una idea. Corrió a telégrafos, cuya oficina estaba frente al ayuntamiento, al otro lado de la plaza. Y envió tres despachos:
A los señores miembros del gobierno republicano, en París; al nuevo prefecto republicano del Sena Inferior, en Ruán; al nuevo subprefecto republicano de Dieppe.
Exponía la situación, hablaba del peligro corrido por el municipio al quedar en manos del ex-alcalde monárquico, ofrecía sus abnegados servicios, pedía órdenes y firmaba acompañando su nombre de todos sus títulos.
Después regresó hacia su cuerpo de ejército y, sacando diez francos del bolsillo, dijo: «Tengan, amigos míos, vayan a comer y beber un poco; dejen aquí sólo un destacamento de diez hombres para que nadie saiga del ayuntamiento. »
Pero el ex-teniente Picart, que charlaba con el relojero, lo oyó; se echó a reír burlonamente y pronunció:
«Pardiez, si salen, será una oportunidad de entrar. Sin eso, no acabo de verlo a usted allí dentro.»
El doctor no respondió y se marchó a almorzar.
Por la tarde, dispuso guardias todo alrededor del municipio, como si estuviera amenazado por una sorpresa.
Pasó varias veces ante las puertas de la alcaldía y de la iglesia sin observar nada sospechoso; se hubiera dicho que los edificios estaban vacíos.
El carnicero, el panadero y el farmacéutico volvieron a abrir sus tiendas.
Se cotilleaba mucho en las casas. Si el emperador estaba prisionero, alguna traición habría debajo. No se sabía exactamente cuál de las repúblicas volvía.
Cayó la noche.
Hacia las nueve, el doctor se acercó solo, sin hacer ruido, a la entrada del edificio municipal, persuadido de que su adversario se había marchado a dormir; y cuando se disponía a hundir la puerta a golpes de pico, una voz potente, la de un guardia, preguntó de pronto:
«¿Quién va?»
Y el señor Massarel se batió en retirada a todo correr.
Se alzó el día sin que la situación hubiera cambiado en nada.
La milicia armada ocupaba la plaza. Todos los habitantes se habían reunido en torno a la tropa, esperando una solución. Los de los pueblos vecinos llegaban a ver.
Entonces, el doctor, comprendiendo que se jugaba su reputación, resolvió acabar fuera como fuera; e iba a tomar una resolución cualquiera, enérgica seguramente, cuando se abrió la puerta de telégrafos y la criadita de la directora apareció, llevando en la mano dos papeles.
Se dirigió primero hacia el comandante y le entregó uno de los despachos; después, cruzando el centro desierto de la plaza, intimidada por todos los ojos clavados en ella, con la cabeza gacha y a menudos pasos, fue a llamar suavemente a la casa atrancada, como si hubiera ignorado que en ella se ocultaba un partido armado. La puerta se entreabrió; una mano de hombre recibió el mensaje, y la chiquilla regresó, muy colorada, a punto de llorar, al ser así contemplada por el pueblo entero.
El doctor pidió con voz vibrante:
«Un poco de silencio, por favor.»
Y cuando el populacho calló, prosiguió orgullosamente:
«He aquí la comunicación que acabo de recibir del gobierno.» Y, alzando su despacho, leyó:
«Ex-alcalde revocado. Sírvase avisar urgentemente. Recibirá instrucciones ulteriores.
Por el subprefecto,
SAPIN, concejal.»

Triunfaba; su corazón latía de gozo; sus manos temblaban, pero Picart, su antiguo subalterno, le gritó desde un grupo vecino:
«Todo eso está bien; pero si los otros no salen, ¿de qué le sirve su papel?»
Y el señor Massarel palideció. En efecto, si los otros no salían, iba a tener que avanzar él. No era solamente su derecho, sino también su deber.
Y miraba ansiosamente al ayuntamiento, esperando que iba a ver abrirse la puerta y replegarse a su adversario.
La puerta seguía cerrada. ¿Qué hacer? La muchedumbre aumentaba, se agolpaba alrededor de la milicia. Reían.
Una reflexión torturaba sobre todo al médico. Si daba el asalto, tendría que marchar a la cabeza de sus hombres; y como, muerto él, toda oposición cesaría, era sobre él, sobre él solamente sobre quien tirarían el señor de Varnetot y sus tres guardias. Y disparaban bien, muy bien; Picart acababa de repetírselo. Pero lo iluminó una idea y, volviéndose hacia Pommel:
«Vaya en seguida a pedir al farmacéutico que me preste una servilleta y un palo.»
El lugarteniente se precipitó.
Iba a hacer una bandera de parlamento, una bandera blanca cuya visión acaso alegrara el corazón legitimista del ex-alcalde.
Pommel regresó con la prenda pedida y un mango de escoba. Con unos bramantes montaron un estandarte que el señor Massarel aferró con ambas manos; y avanzó de nuevo hacia el ayuntamiento sujetándolo ante si. Cuando estuvo frente a la puerta, volvió a llamar:
«Señor de Varnetot. »
La puerta se abrió de pronto, y el señor de Varnetot apareció en el umbral con sus tres guardias.
El doctor retrocedió con un movimiento instintivo; después, saludó cortésmente a su enemigo y pronunció, estrangulado por la emoción: «Vengo, caballero, a comunicarle las instrucciones que he recibido.»
El aristócrata, sin devolverle el saludo, respondió: «Me retiro, señor, pero sepa usted bien que no es por temor, ni por obediencia al odioso gobierno que usurpa el poder.» Y, resaltando cada palabra, declaró: «No quiero que parezca que sirvo ni un solo día a la República. Eso es todo.»
Massarel, cortado, no respondió nada; y el señor de Varnetot echó a andar con pasos rápidos, desapareciendo por una esquina de la plaza, seguido siempre por su escolta.
Entonces el doctor, loco de orgullo, regresó hacia la muchedumbre. En cuanto estuvo lo bastante cerca para hacerse oír, gritó: «iHurra! ¡Hurra! La República triunfa en toda la línea.»
Nadie manifestó la menor emoción.
El médico prosiguió: «El pueblo es libre, sois libres, independientes. ¡Enorgulleceos de ello! »
Los aldeanos inertes lo miraban sin que la menor gloria iluminase sus ojos.
A su vez, él los contempló, indignado de su indiferencia, buscando lo que podría decir, lo que podría hacer para dar un gran golpe, electrizar a aquel pueblo plácido, cumplir su misión de iniciador.
Lo invadió una inspiración y, volviéndose hacia Pommel: «Teniente, vaya a buscar el busto del ex-emperador que está en la sala de juntas del concejo, y tráigalo con una silla. »
Pronto el hombre reapareció trayendo sobre el hombro derecho el Bonaparte de yeso, y llevando en la mano izquierda una silla de paja.
El señor Massarel fue a su encuentro, cogió la silla, la dejó en el suelo, colocó sobre ella el busto blanco y después, retrocediendo unos pagos, lo interpeló con voz sonora:
«Tirano, tirano, hete ahí caído, caído en el lodo, caído en el fango. La patria expirante gemía bajo tu bota. El Destino vengador te ha herido. La derrota y la vergüenza han hecho presa en ti; caes vencido, prisionero del prusiano; y, sobre las ruinas de tu imperio que se desploma, la joven y radiante República se yergue, recogiendo tu espada rota… »
Esperaba unos aplausos. Ningún grito, ninguna palmada estalló. Los campesinos pasmados callaban; y el busto de puntiagudos bigotes que sobresalían de las mejillas a ambos lados, el busto inmóvil y bien peinado como una muestra de peluquero, parecía mirar al señor Masseral con su sonrisa de yeso, una sonrisa inefable y burlona.
Así estaban, frente a frente, Napoleón sobre su silla, el médico de pie, a tres pasos de él. La cólera asaltó al comandante. Pero ¿qué hacer? ¿Qué hacer para emocionar a aquel pueblo y ganar definitivamente esta victoria de la opinión?
Su mano, por casualidad, se posó sobre el vientre, y encontró, bajo su cinturón rojo, la culata de su revólver.
No se le ocurría ninguna idea, ninguna palabra. Entonces, sacó su arma, dio dos pasos y, a quemarropa, fulminó al ex-monarca.
La bala hizo en la frente un agujerito negro, parecido a una mancha, casi nada. El efecto había fallado. El señor Massarel disparó un segundo tiro, que hizo un segundo agujero, después un tercero, y después, sin detenerse, soltó los tres últimos. La frente de Napoleón volaba convertida en polvo blanco, pero los ojos, la nariz y las finas guías de los bigotes seguían intactos.
Entonces, exasperado, el doctor derribó la silla de un puñetazo y, apoyando un pie sobre el resto del busto, en una postura de triunfador, se volvió hacia el público aturdido vociferando: «¡Perezcan así todos los traidores! »
Pero como seguía sin manifestarse el menor entusiasmo, como los espectadores continuaban pasmados de asombro, el comandante gritó a los hombres de la milicia: «Ya podéis regresar a vuestros hogares.» Y él mismo se dirigió a grandes pasos hacia su casa, como si huyera.
Su criada, en cuanto apareció, le dijo que unos enfermos lo esperaban desde hacía tres horas en su despacho. Corrió a él. Eran los dos campesinos de las varices, de vuelta con el alba, obstinados y pacientes.
Y el viejo reanudó al punto su explicación: «Empezó con unos hormigueos que me corrían sin parar a lo largo de las piernas...»

UN HIJO -- GUY DE MAUPASSANT -- HIJOS

UN HIJO
GUY DE MAUPASSANT




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La alegre primavera derramaba vida en el jardín lleno de flores por el que se paseaban los dos antiguos amigos senador el uno y el otro miembro de la Academia Francesa.
Ambos eran personas serias, muy lógicos en el discurrir pero solemnes, como gente de nota y de fama.
Empezaron charlando de política, y dijo cada cual lo que pensaba; no era aquélla una cuestión de ideas, sinó de hombres, porque en política tiene más importancia la personalidad que la razón. Removieron luego ciertos recuerdos personales, y después se callaron, siguiendo emparejados su paseo. La tibieza del aire empezaba a enervarlos.
Un gran encañado de alhelíes exhalaba sus aromas dulzones y suaves; flores de toda especie y matiz perfumaban la brisa, y un cítiso cargado de amarillos racimos de flores desparramaba a todos los vientos su tenue polvillo, vapor de oro que trascendía a miel y que llevaba por el espacio sus gérmenes embalsamados, como los polvos que preparan los perfumistas llevan la caricia de sus aromas.
El senador se detuvo para aspirar la nube fecundante y se quedó contemplando aquel árbol, que parecía un sol en todo su esplendor amoroso, desde el que alzaban el vuelo los gérmenes. Y dijo:
—¡Y pensar que estos átomos imperceptibles, de olor tan agradable, harán estremecerse a cien leguas de aqui la fibra y la savia de árboles hembras y producirán plantas con raíces, que se desarrollarán de un germen jgual que nosotros; que tendrán una existencia limitada, como nosotros, y que dejarán un día su puesto a otros de su misma esencia, del mismo modo que lo hacemos nosotros
Y agregó el señor senador, sin moverse de junto al citiso radiante, cuyos vivificadores perfumes se desprendían a cada estremecimiento del aire que lo rodeaba:
— ¡Ay guapo mozo, apurado te ibas a ver para calcular tus hijos! Aquí tenemos un fulano que los engendra sin gran trabajo, que los suelta sin remordimientos y que ya no se preocupa de ellos.
Entonces habló el académico:
—Poco más o menos, lo mismo que nosotros.
El senador reanudó su charla:
—Sí, no niego yo que no los abandonemos algunas veces; pero lo hacemos a sabiendas, y ahí está nuestra -superioridad.
Su acompañante movió la cabeza:
—No es eso lo que yo quiero decir; mi pensamiento es éste: que no hay hombre que no sea padre de hijos que él no conoce: los clasificados como de «padres desconocidos» y que él ha engendrado lo mismo que engendra este árbol, casi inconscientemente.
Si hiciésemos un recuento de las mujeres con quienes hemos tenido comercio amoroso, nos veríamos tan apurados como este cítiso que usted ha interpelado, si pretendiese enumerar su descendencia.
Si recapitulamos, tomando bien’ en consideración los contactos pasajeros, los de una hora, creo que no andaríamos descaminados al calcular en doscientas o trescientas las mujeres con las que hemos tenido relaciones íntimas entre los dieciocho y los cuarenta años.
¿Está usted seguro, amigo mío, de que entre tantas no ha habido por lo menos una a la que usted haya fecundado? Y en ese caso tiene usted en el arroyo o en presidio un pillastre de hijo que se dedica a robar o asesinar a las gentes honradas; es decir, a nosotros; y si no, una hija en algún lugar de mala nota, o, suponiendo que haya tenido la fortuna de que su madre la haya echado a la inclusa, estará hoy de cocinera en cualquier casa.
Piense, además, que casi todas las mujeres que llamamos «públicas» son madres de uno o dos hijos de padre desconocido, engendrados al azar de sus contactos amorosos de diez o veinte francos. Este oficio, como todos, tiene sus ganancias y sus quiebras. Un retoño de esta clase es una de las quiebras de la profesión. ¿Quién los engendró? Usted.... yo..., nosotros todos; los hombres que nos llamamos honrados. Son el fruto de una alegre cena en pandilla de amigos, de una noche de juerga, de una de esas horas en que nuestra carne retozona nos pide aparearnos con una hembra cualquiera.
Hijos nuestros son los ladrones, los merodeadores. la chusma. Siempre salimos ganando, pues podría darse el caso inverso, porque también estos tunantes son capaces de engendrar.
Quiero referirle una historia muy desagradable de la fui actor y de la que me remuerde la conciencia. Es un peso constante; más aún, una zozobra permanente, incertidumbre que nada consigue aplacar y que a veces me atormenta de un modo horrible.
A la edad de veinticinco años emprendí un viaje a pie por la Bretaña, acompañado por un amigo mío que hoy es consejero de Estado.
Al cabo de quince o veinte días de marchas desatinadas, después de visitar las costas del Norte y una parte del Finisterre, llegamos a Douarnez; desde allí, y en una sola etapa. nos trasladamos a la salvaje punta del Raz, en la bahía de los Trepassés, quedándonos a pasar la noche en un pueblo del que sólo recuerdo que su.nombre acababa en «of». Al día siguiente mi compañero tuvo que guardar cama, víctima de un extraño abatimiento. He dicho cama por rutina, pues teníamos por lecho dos simples haces de paja.
Quedarse enfermo allí era una locura. Le obligué a levantarse, y llegamos a Audierne a eso de las cuatro o cinco de la tarde.
Al día siguiente se sintió algo mejorado; nos pusimos de nuevo en camino, pero durante la marcha le atacó un malestar intolerable y apenas si conseguimos llegar, con gran trabajo, a Pont-L’Abbé. Allí, al menos, podíamos alojarnos en un mesón. Mi amigo se acostó; vino a verle un médico de Quimper y comprobó que estaba muy febril, pero sin concretar de qué provenía la fiebre.
¿Ha estado usted alguna vez en Pont-L’Abbé?...¿No?...
Es la población más bretona de la Bretaña por excelencia, que va desde la punta del Raz hasta Morbihan, región que encierra la esencia de las costumbres de las leyendas, de las usanzas bretonas. Es un rincón de tierra que sigue hoy lo mismo que ayer. Puedo decir que no ha cambiado, porque allí voy todos los años, por desgracia mía.
Tiene un viejo castillo que hunde el pie de sus torres en un gran estanque triste, muy triste, y por cuyo cielo la cruzan las aves de rapiña. Arranca de allí un río, que los barcos, de cabotaje remontan hasta la misma ciudad. Por las estrechas calles de casas antiguas pasan hombres con sombrero de copa, chaleco bordado y chupa de cuatro faldillas: la primera, no mayor que la palma de la mano, y que cubre apenas los omoplatos, y la última, que ternima exactamente donde empieza el fondillo del pantalón. Las jóvenes, altas, hermosas, frescachonas, llevan el pecho aplastado dentro de un justillo de paño que las rodeap como una coraza, las oprime y no deja siquiera adivinar sus senos turgentes y martirizados; su tocado es más extraño: llevan en las sienes dos placas bordadas en color, que les encuadran el rostro y sujetan los cabellos, del que caen en tabla por detrás de la cabeza y se doblan luego hacia arriba, juntándose en lo alto, sujetos por un gorrito de forma curiosa, que suele estar bordado con hilos de oro o de plata.
La criada de nuestro mesón tendría a lo sumo dieciocho años, y era de ojos muy azules, de un azul pálido, perforado por los dos puntitos negros de sus pupilas; los dientes, pequeños, apretados, puestos casi siempre al descubierto por su sonrisa, parecían capaces de triturar granito.
No sabía una sola palabra de francés, porque hablaba el bretón, como les ocurre a casi todos sus convecinos.
Mi amigo no mejoraba, y aunque no se le declaraba abiertamente ninguna enfermedad, el médico insistía en prohibirle que se pusiese en camino, obligándole a guardar reposo. Me pasaba, pues, los días junto a su cama, y la criadita entraba y salía constantemente, ya para servirle de comer, y para llevarle alguna infusión.
Yo le hacía siempre travesuras, cosa que la divertía, pero no nos hablábamos, cómo es de suponer, porque no podíamos entendernos.
Cierta noche que yo había velado hasta muy tarde junto a la cama del enfermo, me crucé, al volver a mi habitación con la mocita, que se recogía en la suya. La puerta de la mía estaba abierta; bruscamente, y sin reflexionar en lo que hacía, más bien por jugar que por otra cosa, la cogí por el talle y, sin darle tiempo a reaccionar, la metí en mi cuarto y cerré la puerta. Ella me miró azorada, enloquecida, espantada, no atreviéndose, sin duda, a gritar por miedo al escándalo, a que la despidiesen los amos, por de pronto, y a que le cerrase tal vez su padre las puertas de su casa.
Había empezado por. ser una broma; pero así que la tuve en mi habitación, me acometió el deseo de hacerla mía. Se trabó entre los dos una lucha larga y silenciosa, un cuerpo á cuerpo parecido al de los atletas, con tensiones de brazos, crispaduras y retorcimientos de cuerpo, respiración jadeante y sudores. Se defendía valerosamente; a veces golpeábamos un mueble, un tabique, una silla y entonces, sin soltarnos, permanecíamos inmóviles algunos. segundos, por temor a que con el ruido se hubiese despertado alguien; después reanudábamos la encarnizada lucha: yo, atacando, y ella, resistiendo.
Agotada, al fin, cayó al suelo y la hice mía allí mismo, brutalmente.
Así que pudo levantarse, corrió hacia la puerta, tiró del pestillo y huyó.
Apenas si tropecé con ella los días siguientes; no consentía que me acercase. Sanó mi camarada y nos preparamos a reanudar la marcha; la víspera de nuestra partida, a media noche, la vi entrar en mi cuarto, descalza, en camisa.
Se echó en mis brazos, me abrazó con frenesí y se quedo conmigo hasta el amanecer, besándome, acariciándome, llorando, sollozando, demostrándome su ternura y su desesperación como puede hacerlo una mujer que no sabe una palabra de nuestro idioma.
Antes de ocho días había ya olvidado aquella aventura tan vulgar y frecuente para el que viaja, por ser regla en los mesones que las criadas distraigan de ese modo a los viajeros.
No volví a acordarme de ella en treinta años, y tampoco en ese tiempo a Pont-L’Abbé.
Pero el año 1876 me llevó allí la casualidad, durante una excursión que hice a Bretaña, con objeto de documentarme para un libro y posesionarme bien del paisaje.
Lo encontré todo igual. Seguía el castillo bañando sus muros grisáceos en el estanque, a la. entrada de la pequeña ciudad, y el mesón estaba en el mismo sitio, aunque arreglado, renovado, con aspecto más moderno. Me recibieron, al llegar, dos jóvenes bretonas de unos dieciocho años, lozanas y amables, acorazadas en su estrecho justillo de paño, con su casquete plateado en la cabeza y sus grandes placas bordadas sobre las orejas.
Serían las seis de la tarde. Me senté a la mesa para cenar; el dueño atendía en persona a mi servicio, y la fatalidad me impulsó a preguntarle:
¿Ha conocido usted a los anteriores dueños de esta casa? Hace ya treinta años que me alojé aquí durante diez días. No le hablo de ayer.
Me contestó:
—Eran mis padres, caballero.
Le expliqué entonces cómo habla sido el detenerme, debido a la enfermedad de mi compañero. No me dejó terminar:
—Lo recuerdo perfectamente. Tendría yo entonces quince o dieciséis años. Dormía usted en la habitación del fondo, y su amigo, en una que da a la calle, y que ahora ocupo yo.
Solo entonces se me representó en la memoria con gran viveza la imagen de la criadita, y le pregunté:
—¿Se acuerda usted de una joven criadita que en aquel entonces tenía su padre? Si no me engaña el recuerdo, tenía unos ojos muy lindos y una hermosa dentadura.
—¡Ya lo creó que me acuerdo! Murió de parto al poco tiempo.
Extendió la mano hacia el establo, llamando mi atención un hombre, flaco y cojo, que removía el estiércol, y agregó:
—Ese es su hijo.
Me eché á reír:
—No tiene nada de guapo, y en nada se parece a su madre. Habrá salido, sin duda, al padre.
El mesonero dijo:
—Es posible, pero no .se llegó a saber quién era. Murió ella sin decirlo, y nadie sabía que tuviese novio. La noticia de que estaba encinta cayó como una bomba. Nadie quería creerlo.
Sentí una sacudida desagradable, una de esas punzada dolorosas que nos encogen el corazón cuando nos amenaza un pesar muy hondo. Volví la vista hacia el hombre del establo. Había sacado agua del pozo y avanzaba cojeando, cargado con dos cubos, haciendo un penoso esfuerzo con la pierna más corta. Iba desharrapado, horriblemente sucio, y sus cabellos enmarañados le caían en las mejillas como cuerdas retorcidas.
El mesonero siguió diciendo:
—Sirve para poco, y lo guardamos por caridad en la casa. Si hubiera recibido la educación que los demás, tal vez no hubiera llegado a lo que ha llegado; pero ¿cómo va a ser? Sin padre, sin madre, sin dinero. Mis padres tuvieron compasión del niño; pero en fin de cuentas no era nada suyo, como comprenderá.
Me callé.
Me dieron la misma habitación; no pegué, el ojo en toda la noche, pensando en aquel mozo de establo y planteándome la misma pregunta: «¿Y si fuese hijo tuyo, despues de todo? ¿Habré sido, pues, capaz de matar a la joven -aquella y de engendrar un ser como ése?» ¡Claro que era posible!
Tomé la resolución de hablar con aquél hombre y de averiguar exactamente la fecha de su nacimiento Bastaría una diferencia de dos meses en el cómputo para que desapareciesen mis temores.
Lo mandé llamar al día siguiente; pero tampoco hablaba palabra de francés. Parecía, además, no darse por enterado de nada, e ignoraba hasta su edad, que yo le pregunté valiéndome de una de las criadas.
Permanecía delante de mí con aire estúpido, dando vueltas al sombrero entre sus manazas huesudas y repugnantes, pero con algo que recordaba a su madre en la comisura de los labios y en el rabillo del ojo.
Vino el patrón y trajo el certificado de nacimiento de aquel desgraciado. Había nacido a los ocho meses y veintiocho días de mi paso por Pont-L’Abbé. Recordaba yo perfectamente que había llegado a Lorient el 15 de agosto. El certificado hacía constar: «Padre desconocido.» La madre se había llamado en vida- Juana Kerradec.
Mi corazón se puso a latir apresuradamente. Tan grande era mi emoción, que ni hablar podía; miraba a aquel bruto, cuyas largas guedejas amarillas parecían un estercolero más sórdido que el de la cuadra; el pobre diablo, desconcertado por mi mirada, volvía la cabeza a otro lado y hacía intención de retirarse.
Me pasé el día paseando a lo largo del riachuelo, sumido en dolorosas reflexiones. Pero ¿a qué conducía el reflexionar? No había medio de llegar a una conclusión definitiva. Horas y horas estuve pesando las razones en pro o en contra de mi presunta paternidad, desazonándome con toda clase de intrincadas suposiciones, para quedar siempre en la más horrible incertidumbre o caer en el convencimiento, más atroz todavía, de que aquel hombre era mi hijo.
Me retiré sin cenar a mi habitación. Estuve mucho rato sin conseguir conciliar el sueño; pero al fin me dormí, entre sobresaltos y pesadillas insoportables. Soñaba con aquel bribón, que se me reía en mis narices llamándome «papá»; de pronto se transformaba en un perro y me daba mordiscos en las pantorrillas; por mucho que yo corría, él me daba caza; pero en lugar de ladrar, hablaba, insultándome; más tarde comparecía él ante mis colegas de Academia, con objeto de que dictaminasen si yo era, en efecto, su. padre; uno de los académicos exclamaba: «¡No cabe duda alguna! Miren cómo se le parece.» En efecto, yo mismo reconocía el parecido. Me despertaba con aquella idea clavada en el cerebro y con unos deseos locos de ver de nuevo a aquel hombre, para comprobar si en efecto teníamos rasgos comunes.
Era domingo; me acerqué a él cuando iba a misa y le di cinco francos, al mismo tiempo que examinaba con ansiedad los rasgos de su cara. Soltó otra vez su risa estúpida, cogió el dinero y, desasosegado por la insistencia con que le miraba, se escapó, después de tartajear una frase confusa, que sin duda quería decir «gracias».
Transcurrió para mí el día tan angustioso como el anterior. Cerca ya de la noche llamé al hotelero y le dije, a la vuelta de mil precauciones, habilidades y disimulos, que aquel pobre diablo abandonado de todos y privado de todo había despertado mi interés y que deseaba hacer algo en favor suyo.
Aquel hombre me contestó:
—¡ No se le ocurra a usted semejante cosa! Es hombre perdido, y no sacará usted más que disgustos. Yo me sirvo de él para limpiar las cuadras, y no sirve para otra cosa. A cambió, lo mantengo y duerme en la cuadra misma. No necesita más. Si dispone usted de algún pantalón viejo, déselo, aunque a los ocho días lo tendrá hecho harapos.
No insistí, diciéndole que ya le diría lo que decidía.
Aquel granuja volvió por la noche con una borrachera espantosa; estuvo a pique de pegar fuego a la casa, golpeó bárbaramente a uno de los caballos con un azadón, y, en resumidas cuentas, mi generosidad tuvo como consecuencia que durmiese aquella noche al raso, bajo la lluvia y el barro.
Al día siguiente me suplicaron que no volviese a darle dinero. El aguardiente le ponía loco furioso, y en cuanto tenía una moneda en el bolsillo la empleaba en alcohol. El mesonero agregó:
—Darle dinero es como querer matarlo.
No lo había tenido nunca, jamás, salvo algunos céntimos que le tiraban los viajeros, y todos iban, sin remisión, a la taberna.
Me quedé horas enteras en la habitación, frente a un libro abierto, que simulaba leer, aunque, a decir verdad, tenía la mirada fija en aquel idiota, ¡hijo mío, hijo mío!, buscándole algún parecido con mi persona. A fuerza de buscar, creí distinguir en su frente y en el arranque de la nariz ciertas semejanzas, y acabé convencido de que existía el parecido, aunque lo disimulaba aquella horrible pelambrera de su cabeza y la diferencia en el vestir.
Si hubiese permanecido más tiempo, habrían llegado a sospechar algo; me marché, pues, con el corazón destrozado, dejando al mesonero algún dinero para que lo emplease en beneficio de su mozo de cuadras.
Seis años llevo ya con este pensamiento, con esta horrible incertidumbre, con esta odiosa duda encima. Una fuerza invencible me lleva todos los años a Pont.L’Abbé. Año tras año me impongo el castigo de ver cómo chapotea aquel bruto en su estercolero, imaginándome que se me parece y buscando en vano la manera de hacer algo por él. Y año tras año vuelvo aquí más lleno de indecisiones, de sufrimientos, de ansiedades.
He intentado educarlo; es irremediablemente idiota. He intentado hacerle la vida más llevadera; es un, borracho incorregible y gasta en alcohol todo el dinero que le dan, y cuando se le procura ropa nueva, él se las arregla muy bien para venderla y hacerse con dinero para beber.
He intentado tocar la fibra sensible de su amo, a fin de que lo trate con mayores consideraciones, con cargo a mi bolsillo, desde luego. El mesonero acabó mostrándose asombrado, y me contestó, con muy buen sentido:
—Caballero, cuanto haga por él servirá para su perdición. Es preciso que esté como preso. En cuanto puede holgar y darse buena vida, se convierte en un bicho maligno. Si usted desea hacer buenas obras, hay por ahí muchos niños abandonados; fíjese en uno que merezca la pena.
¿Qué podría contestarle?
Si yo dejase traslucir la más vaga sospecha de estas dudas que me atormentan, estoy muy seguro de que aquel cretino se las ingeniaría para explotarme, para comprometerme, para perderme. Pronto me llamaría «papá», igual que en mis sueños.
Cuando pienso que he matado a la made y que he fraguado la perdición de este ser atrofiado, larva de cuadra que ha prendido y crecido en el estiércol; de este hombre que en nada se hubiera diferenciado de los demás, si como los demás hubiese sido educado!...
No podría usted imaginarse la sensación rara, confusa e intolerable que experimento cuando lo tengo delante y pienso que aquello ha salido de mí, que está unido a mí por el íntimo lazo que une al padre con el hijo, y que, gracias a las terribles leyes de la herencia, es otro yo mismo en mil detalles, en su sangre y en su carne, y se dan en él 1os mismos gérmenes de enfermedades, idénticos fermentos de pasiones.
No se apaga jamás en mí la necesidad dolorosa que siento de verlo; y viéndolo, sufro; horas y horas me paso a la ventana viendo cómo recoge y acarrea los excrementos de los animales, y no dejo de pensar: «¡Es mi hijo!»
Y hasta, en ocasiones, me entran unos anhelos insufribles de abrazarlo; peró ni siquiera he llegado a tocar su puerca mano.
El académico se calló. Su acompañante, el político, dijo muy quedo:
—No cabe duda de que deberíamos prestar más atención a los hijos que no tienen padre.


Una ráfaga de aire atravesó el árbol amarillo, sacudiendo sus racimos de flores, y envolvió a los dos ancianos en una nube odorífera que ellos aspiraron a pleno pulmón.
El senador agregó:
—Sería una felicidad tener veinticinco años, y hasta dejar por ahí otro hijo como ése.

EL HIJO -- GUY DE MAUPASSANT -- HIJOS

EL HIJO
GUY DE MAUPASSANT

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Se habló, de sobremesa, acerca de un caso de aborto ocurrido por aquellos días en el pueblo. La baronesa decía, indignada:
—¿Es concebible siquiera tamaña monstruosidad? La muchacha, soltera, seducida por el mozo de una carnicería, había arrojado a su hijo a un precipicio. ¡Qué espanto! ¡Se demostró que la pobre criatura no había muerto en el acto!
El médico, que figuraba aquella noche entre los comensales del palacio, daba detalles horribles con toda tranquilidad, y hasta parecía admirarse del valor demostrado por aquella madre miserable, que tras dar a luz, sola, había hecho dos kilómetros a pie para asesinar a su criatura. Yrepetía una y otra vez:
—Tiene una constitución de hierro esa mujer. ¡Qué indomable energía necesitó para cruzar el bosque, llevando en brazos al pequeño que lloraba! ¡Me aterra el pensar en semejantes sufrimientos morales! ¡Figúrense ustedes los terrores de aquella alma, las desgarraduras de aquel corazón!. ¡Qué odiosa y despreciable es la vida! Prejuicios viles..., si, señora, prejuicios viles..., un falso sentimiento de la honra, más repugante que el crimen mismo; un cúmulo de sentimientos artificiosos. de odiosa respetabilidad, de decencia abominable, empujan al asesinato, al infanticidio, a desdichadas muchachas que han obedecido sin resistencia a la ley imperiosa de la vida. ¡Qué baldón para la Humanidad el haber establecido una moral semejante, convirtiendo en crimen el abrazo de dos seres!
La barónesa se había puesto pálida de indignación. Y replicó:
—Según eso, doctor, usted coloca el vicio por encima de la virtud y a la prostituta por delante de la mujer honrada. A la que se abandona a sus instintos vergonzosos la considera usted igual a la esposa sin tacha, que cumple con sus deberes en toda su integridad, de acuerdo con su conciencia.
El médico, hombre entrado en años y que había tenido que poner sus manos en muchas llagas, se levantó y dijo con voz firme:
—Usted, señora, habla de cosas que desconoce, porque no ha sentido en si misma las pasiones indomables. Déjeme usted que le relate un suceso reciente, del que fui testigo. ¡Señora baronesa, sea usted siempre indulgente, buena y misericordiosa! ¡Si usted supiese! ... ¡Desdichadas de aquella personas a las que la Naturaleza ha dotado de apetitos ínaplacables! Las gentes tranquilas, que han nacido sin instintos violentos, se conservan honradas por necesidad. A las personas que no se sienten nunca torturadas por los deseos furiosos les resulta fácil mantenerse dentro del deber. Yo veo a mujeres de la clase medía, frías de temperamento, rígidas de costumbres, de apetitos sin exageración y de pasiones moderadas, lanzar gritos de indignación cuando se enteran de las fal tas de las mujeres caídas.
Usted, señora baronesa, duerme tranquila en un lecho pacifico en torno al cual no rondan los sueños febriles. Vive usted rodeada de personas parecidas a usted, de conducta igual que la de usted que se hallan defendidas por la castidad instintiva de sus sentídos. Apenas si tiene usted que luchar contra una simulación de arrebato de las pasiones. Cruza, a veces pensamientos nocivos únicamente por vuestro espíritu sin que vuestro cuerpo se revuelva en cuanto la idea tentadora roza su sensibilidad.
Pero en aquellas personas que por un azar nacieron apasionadas, señora, los sentidos son invencibles. ¿Podéis detener en su carrera al viento? ¿Podéis contener la mar embravecida? ¿Podéis encadenar las fuerzas de la Naturaleza? No. Los sentidos son también fuerzas de la Naturaleza, Igual que la mar y el viento
Levantan y arrastran al hombre, lanzándolo a la voluptuosidad. sin que él pueda resistir a la vehemencia de sus ansias. Las mujeres sin tacha son mujeres que carecen de temperamento. Abundan. Yo no atribuyo mérito a su virtud, porque no tienen que luchar. Pero, téngalo usted muy presente, una Mesalina o una Catalina no será jamás mujer casta. No puede serlo. ¡Ha nacido para la caricia vehemente! Los órganos de su cuerpo no se parecen a los vuestros; su carne es distinta, vibra, enloquece mucho más al contacto de otra carne; y cuando vuestros nervios no han sufrido sensación alguna, los de ella están trabajando, la conmueven y se enseñorean de ella. Veamos si es usted capaz de alimentar a un gavilán con esas semillitas redondas que da a su loro. Sin embargo, los dos son pájaros de pico corvo y fuerte. Pero sus instintos no son los mismos.
¡Los sentidos! Si supiera usted la fuerza que tienen! Ellos os hacen pasar noches enteras febril, con la piel cálida, el corazón latiendo precipitado y la imaginación aguijoneada por imágenes enloquecedoras. Mire usted, señora baronesa: las personas de principios inflexibles son, ni más ni menos, que gentes de naturaleza fría, que sienten celos desesperados de las otras, sin que ellas mismas se den cuenta.
El doctor hizo una pausa, y prosiguió:
—Escúcheme, señora: Llamare Elena. a la persona de la que voy a hablar; ésa si que era mujer sensual. Se le despertó la sensualidad desde su primera niñez. Aún antes de que empezase a hablar. Era una enferma, me dirá usted. ¿Por qué? ¿No serán más bien ustedes unas personas desvigorizadas? Me consultaron cuando sólo tenía doce años. Pude comprobar que era ya mujer, y que la acosaban, sin darle tregua, las ansias amorosas. No había más que verla para comprenderlo. Labios gruesos, vueltos hacia afuera, entreabiertos como flores; cuello fuerte, piel cálida, nariz grande, un poco ancha y palpitante; ojos grandes y brillantes, que encendían a los hombres con su mirada.
¿Quién era capaz de sosegar la sangre de aquel animal ardoroso? Se pasaba las noches llorando sin motivo alguno. Sentía angustias de muerte, porque le faltaba el macho.
La casaron, por fin, a los quince años. Dos más tarde, fallecía su marido, tuberculoso. Lo había agotado. Otro acabó de igual manera a los dieciocho meses. El tercero resistió cuatro años, y optó por separarse de ella. Aún estaba a tiempo.
Al quedarse sola, se propuso vivir castamente. Estaba imbuida de todos los prejuicios que ustedes tienen. Un buen día me mandó llamar, porque sufría crisis nerviosas que la tenían intranquila. Comprendí en seguida que su viudez la estaba matando. Se lo dije. Era una mujer honrada, señora baronesa. A pesar de los tormentos que sufría, se negó a echarse un amante, como yo se lo aconsejé.
En el pueblo decían que estaba loca. Salía de casa durante la noche y se daba grandes caminatas para domar las rebeldías de su cuerpo. Luego sufría síncopes, seguidos de espasmos aterradores.
Vivía sola, en un palacio próximo al de su madre, y a los de otros parientes suyos. Iba yo a visitarla de cuando en cuando, no habiendo qué hacer contra la ‘encarnizada voluntad de la Naturaleza, o contra la propia voluntad de aquella mujer.
Pues bien: una noche, a eso de las ocho, cuando yo acababa de cenar, llegó a mi casa. Así que estuvimos a solas, me dijo:
—Estoy perdida. ¡Me encuentro encinta!
Pegué un bote en mi silla.
—¿Cómo dice?
—¡Que estoy encinta!
—¿Usted?
—Sí, yo.
Bruscamente, con voz entrecortada, mirándome a los ojos, dijo:
—Estoy encinta de mi jardinero, doctor. Un día que me paseaba por el parque sufrí un mareo. El hombre me vio caer, acudió en mi ayuda, y me levantó en sus brazos para llevarme al palacio. ¿Hice yo algo? ¡Lo ignoro! ¿Lo abracé, lo besé? ¡Acaso sí! Usted está al corriente de mi desgracia de mi vergüenza. Sea como sea, me hizo suya. Soy culpable, porque volví a entregarme a él de igual manera al día siguiente, muchos más. ¡Se acabó! Ya me era imposible resistir.
La mujer dejó escapar un sollozo, y prosiguió con altivez:
—Le pagaba un tanto; prefería hacer eso antes que echarme amante, como usted me aconsejó. Me ha dejado embarazada. No tengo para usted recovecos ni vacilaciones. He intentado provocar el aborto. Me he bañado en agua casi hirviendo, he montado caballos muy ariscos, he hecho gimnasia en el trapecio, he tomado pócimas, ajenjo, azafrán y otras cosas más. Y no he conseguido nada. Usted conoce a mi madre y a mis hermanos, ¿verdad? Estoy perdida. Mi hermana está casada con un hombre honrado. Mi deshonra caerá sobre todos ellos. Y ¡qué decir de todos nuestros amigos, de la gente del pueblo, de nuestro buen nombre..., de mi madre...!
Rompió en sollozos. La tomé de las manos y procedí a interrogarla. Por último, la aconsejé que emprendiese un viaje largo y fuese a dar a luz lejos de la región.
Ella contestaba: «Sí..., sí..., sí...»; pero no parecía estar escuchándome.
Se marchó.
La hice varias visitas. Aquella mujer empezaba a desvariar. El pensamiento de aquel niño que iba creciendo en su vientre, de aquella ignominia vivía, se había clavado en su alma como aguda flecha. No dejaba un instante de pensar en ello, no se atrevía a salir de día, ni a recibir visitas por miedo a que se descubriese su secreto vergonzoso. Todas las noches se desnudaba delante de la luna del armario y contemplaba la deformación de su contorno; y después se metía una toalla en la boca para ahogar sus gritos, y se tiraba al suelo. Se levantaba veinte veces de la cama, encendía la luz, y volvía a ponerse frente al ancho espejo. que le presentaba la imagen de su cuerpo abultado. Y, entonces, fuera de si, se daba puñetazos en el vientre, queriendo matar al ser aquel que era su ruina. Se trabó una lucha terrible entre los dos. Pero él no se moría; al contrario, se movía constantemente como si se defendiese. Elena se revolcaba sobre el suelo entarimado para aplastar al que llevaba dentro. Durmió con un peso encima, para ahogarlo. Lo odiaba. como se odia al enemigo encarnizado que amenaza nuestra vida.
Tras estas luchas inútiles, tras estos forcejeos impotentes por desembarazarse de él, huía por los campos, corría desatinada, enloquecida de dolor y de espanto.
Un día la recogieron por la mañana en un arroyo, con los pies metidos en el agua, y la mirada extraviada; la gente supuso que se trataba de un acceso de locura, pero no imaginó la verdad.
Estaba atenazada por una idea fija. Arrancar de su cuerpo aquel. hijo maldito.
Durante una velada, se le ocurrió a su madre decirle riendo:
«¡Cómo estás engordando, Elena! Si tuvieses el marido en casa, yo hubiera creído que estás encinta.»
Estas palabras debieron de ser para ella una puñalada mortal. Dio por terminada su visita, y regresó inmediatamente a su propia casa.
¿Qué ocurrió allí? Volvió sin duda a contemplar durante largo rato su vientre hinchado; sin duda, se dio golpes en él, hasta causarse lastimaduras, y como todas las noches, hizo que chocase contra las esquinas de los muebles. Por último, bajó descalza a la cocina, abrió el armario y echó mano del cuchillo de gran tamaño con que trinchaban la carne. Subió otra vez a su habitación, encendió cuatro velas, y tomó asiento en una silla de mimbre, delante del espejo.
Entonces, irritada y movida de rencor contra aquel embrión desconocido y aterrorizador, resuelta a arrancárselo del seno y a matarlo al fin, a retorcerle el cuello y arrojarlo lejos de sí, buscó el sitio exacto donde se movía aquella larva, y dándose un golpe con la afilada cuchilla, se rajó el vientre.
Debió de actuar con gran rapidez y habilidad, porque consiguió agarrar a aquel enemigo al que hasta entonces no había podido llegar. Tiró de una pierna, lo arrancó del seno, e intentó tirarlo a las cenizas del hogar. Pero no había cortado las ligaduras que lo ataban a ella, quizá antes de darse cuenta de lo que tenía que hacer para arrancarlo de sí, cayó sin sentido, encinta de su hijo, ahogado en una oleada de sangre.
¿Cree usted, señora baronesa, que fue de veras culpable?
El médico se calló y esperó. La baronesa no contestó.

OBJETOS ANTIGUOS -- GUY DE MAUPASSANT -- RECUERDOS -ANTIGUEDADES

OBJETOS ANTIGUOS
GUY DE MAUPASSANT




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Querida Colette:
No sé si recordarás un verso del ¡señor de Sainte-Beuve, que juntas leímos y que ha quedado grabado en mi pensamiento; porque este verso me dice a mí muchas cosas, y en repetidas ocasiones, sobre todo desde hace algún tiempo, tranquiliza mi corazón. Helo aquí:

¡Nacer, vivir y morir en la misma morada!

Actualmente estoy sola en esta casa donde nací, donde he vivido y donde espero acabar mis días. Esto no es muy alegre que digamos, pero es dulce, porque aquí me hallo rodeada de recuerdos.
Mi hijo Enrique es abogado: pasa aquí dos meses cada doce. Juana habita con su esposo en la otra extremidad de Francia, y yo soy quien va a verla todos los otoños. Me hallo, pues, aquí sola, completamente sola, pero rodeada de objetos familiares, que sin cesar me hablan de los míos, de los muertos y de los ausentes.
No leo mucho, soy vieja; pero pienso sin cesar o, mejor dicho, sueño. ¡Oh! ¡Y ya no sueño a la manera de otro tiempo! ¿Recuerdas nuestras locas ocurrencias, las aventuras que combinábamos en nuestros cerebros de veinte años y todos los entrevistos horizontes de felicidad?
Nada de todo aquello se ha realizado; o mejor dicho, lo que ha tenido efecto es otra cosa menos deliciosa, menos poética, pero satisfactoria para los que saben tomar valientemente un partido en la vida.
¿Sabes por qué las mujeres somos desgraciadas con tanta frecuencia? Porque cuando jóvenes se nos enseña a creer demasiado en la dicha. Jamás se nos educa en la idea de que hay que combatir, luchar y padecer. Y, al primer choque, nuestro corazón se hace añicos; esperamos, abierta el alma, los torrentes de acontecimientos felices. No los vemos pasar más que semibuenos, y sollozamos inmediatamente. La dicha, la verdadera dicha de nuestros sueños, he aprendido a conocerla. No consiste en la venida de una gran felicidad, porque las grandes felicidades son muy raras y muy cortas, sino que reside, sencillamente en la espera infinita de una serie de alegrías que no llegan jamás. La dicha es la espera feliz, es el horizonte de esperanzas; es, pues, la ilusión inacabable. Si, querida amiga; lo único bueno son las ilusiones, y vieja como soy, aún las tengo nuevas a diario; sólo que siendo los mismos mis deseos, han cambiado de finalidad. Te dije antes que soñando paso la mayor parte del tiempo. ¿Qué otra cosa podría hacer? Y tengo dos maneras de soñar. Voy a comunicártelas; tal vez te sean útiles.
¡ Oh! La primera es muy sencilla; consiste en sentarme junto al fuego, en un sillón bajito y tan blando como mis viejos huesos lo requieren, y transportarme a los acontecimientos que pasaron.
¡Qué corta es una vida! Sobre todo las que transcurren por entero en el mismo sitio.

¡ Nacer, vivir y morir en la misma morada!


Los recuerdos están amontonados, pegados unos a otros; y cuando se es vieja, parece en ocasiones que hace apenas diez se era joven. Sí; todo se deslizó como si se tratara de un día: mañana y tarde; y llega la noche, ¡la noche sin amanecer!
Mirando horas y horas al fuego, el pasado renace como si entre él y el presente mediara sólo un día. No se sabe ya dónde se está; el sueño se le lleva a una; se atraviesa nuevamente toda la propia existencia entera.
Y en ocasiones me hago la ilusión de que soy una niña; tantas y tales son las impresiones de otro tiempo, las sensaciones de juventud, hasta los impulsos, los latidos de corazón, toda esa savía de los dieciocho años; y tengo, claras como realidades nuevas, extrañísimas visiones de cosas olvidadas.
¡Oh! ¡Cómo me asaltan entones los recuerdos de mis paseos de muchacha! Allí, en mí sillón, delante de la chimenea, volvía a ver de un modo raro hace varias tardes una puesta de sol en el Monte de San Miguel, y a continuación una cacería en el bosque de Uville, con el olor de la tierra húmeda y los perfumes de las flores bañadas de rocío, y con el calor del gran astro hundiéndose en el agua y la tibieza mojada de sus primeros rayos míentras galopaba por el soto. Y todo lo que pensé entonces, mi exaltación poética ante las infinitas lejanías del mar, el vivo e intenso goce que experimentaba al rozar los ramajes, mis menores ideas, todo, los pequeños trozos de ensueño, de deseo y de sentimiento, todo, todo me vino a la imaginación cual si me hubiera estado ocurriendo, como si después no hubiesen transcurrido cincuenta años, enfriando mi sangre y cambiando enormemente mis ‘esperanzas.
Pero mi otra manera de revivir el pasado es mucho mejor.
Sabrás, o no sabrás, querida Colette, que ‘en casa nada se destruye. Tenemos arriba, en el desván un gran aposento destinado sólo a los objetos ya inútiles, llamado «la habitación de las cosas viejas». Todo lo que se pone inservible es encerrado allí. Muchas veces subo a este aposento y miro a mí alrededor. Entonces encuentro gran número de insignificancias en las cuales no me había ocurrido pensar, y que me recuerdan otras tantas cosas. No son esos benditos muebles amigos que conocemos desde nuestra niñez y a los cuales va unido el recuerdo de acontecimientos, de alegrías o de tristezas; fechas de nuestra historia, que han tomado, a fuerza de confundirse en nuestra vida, una especie de personalidad, una fisonomía; que son los compañeros de nuestras horas dulces o sombrías, los únicos compañeros, ¡ ay!, que estamos seguros de, no perder, los únicos que no mueren como los otros, aquellos cuyas facciones, cuyos amantes ojos, cuya boca y cuya voz desaparecieron para siempre. En la confusión aquella, encuentro chucherías estropeadas, esas viejas cosillas insignificantes que rodaron por espacio de cuarenta años junto a nosotros, sin que nunca nos fijásemos en ellas, y que, cuando de pronto se vuelven a ver, toman una importancia, una significación de testigos antiguos. Me hacen el efecto de esas personas a quienes se vio tiempo infinito sin que se revelasen, y que, de repente, una tarde, por un motivo fútil, se desbordan en una’ charla inacabable, contando acerca de si mismas unas cosas que ni siquiera se sospechaban.
Y voy de un objeto a otro con ligeras sacudidas en el corazón, exclamando: «¡Toma! Esto yo lo rompí; y lo rompí el día que Pablo marchó a Lyón», o bien: «¡Ah!, ésta es la pequeña linterna de mamaíta; aquella linterna que empleaba para ir a la iglesia las noches de invierno.»
Hasta encuentro cosas que no me dicen nada, que vienen de mis abuelos: cosas que no conoció ninguna de las personas vivas hoy, cuya historia, cuyas aventuras no sabe nadie; a cuyos propietarios nadie conoció. Nadie vio las manos que las sobaron ni los ojos que las miraron. ¡Y éstas me hacen pensar mucho tiempo! Representan para mí a seres abandonados, cuyos últimos amigos fallecieron.
Tú, mi querida Colette, no debes comprender esto, y te van a hacer reír mis tonterías, mis infantiles y sentimentales manías. Eres parisiense, y vosotras las parisienses no conocéis esta vida interna, estas excursiones al propio corazón. Vivís exteriormente, con todos vuestros pensamientos al aire libre. Como paso la existencia sola, no puedo hablarte más que de mi. Cuando me contestes, háblame de ti un poco, que pueda yo ponerme en tu lugar, como te podrás tú poner mañana en el mío.
Pero tú no comprenderás nunca por entero el verso del señor de Sainte-Beuve:

¡ Nacer, vivir y morir en la misma morada!

Mil besos de tu antigua amiga,

Adelaida.

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