-

.

SEARCH GOOGLE

..

-

jueves, 26 de noviembre de 2009

ANARQUISMO ¿UNA PROMESA INCUMPLIDA?


ANARQUISMO ¿UNA PROMESA
INCUMPLIDA?
-
JOHN MOLYNEUX Y CONOR COSTICK
LA ATRACCIÓN DEL ANARQUISMO
-
El anarquismo siempre ha ejercido una fuerte atracción sobre quienes
se rebelan contra esta sociedad corrupta. Atrae especialmente a los
jóvenes, lo que dice mucho en favor de este movimiento. En todos los
movimientos radicales y revolucionarios los jóvenes han tenido
siempre una importancia abrumadora, ya que en la juventud, íntegra e
insumisa, se encuentran los niveles más altos de energía, entusiasmo
e idealismo.
Ante la explotación y la injusticia crecientes, frente al poder
abrumador del estado capitalista y la mordaza asfixiante de su
ideología, el anarquismo grita un desafiante ¡no!. Afirma que no
tenemos porqué vivir de esta manera. Que no ha de haber ricos y
pobres, explotadores y explotados, gobernantes y gobernados. Que no
tiene por qué haber guerra, racismo, opresión y que no debe existir
la dominación de la mayoría por la minoría, o incluso de la minoría
por la mayoría.
Contra lo que siempre se ha enseñado (la ignorancia y el egoísmo
naturales de la gente y, por tanto, la necesidad de una autoridad
superior que le diga qué debe hacer y que mantenga el orden) el
anarquismo afirma que es posible vivir de una forma cooperativa y
armoniosa.
El anarquismo rechaza con desprecio la hipocresía y el oportunismo
cínico de la política burguesa, en la que los políticos se empaquetan
y se venden como si fueran detergente y en la que la política se deja
a merced de los sondeos de opinión de la manera más descarada.
En particular, el anarquismo representa una reacción ante la
incorporación progresiva de los principales partidos de izquierda y
de la oposición a este mundo corrupto de la política oficial.
Proporciona una expresión radical a la idea ampliamente extendida
entre la gente de la calle de que todos los políticos son iguales,
que sólo desean el poder y llenarse los bolsillos.
En las actuales circunstancias, por tanto, no es de extrañar que el
anarquismo esté disfrutando de un resurgimiento considerable en
algunos países de Europa. En sus cien años de historia, pocas veces
(o ninguna), el socialismo reformista o socialdemócrata ha abandonado
tan descaradamente cualquier idea de oposición al sistema, o se ha
mostrado de una forma tan clara como un simple cómplice del estado.
Más importante, incluso, ha sido la desintegración de los llamados
regímenes comunistas de Europa del Este y Rusia. Millones de personas
en todo el mundo veían estos países como la encarnación de la
alternativa real existente al capitalismo occidental. Pero los
acontecimientos de los últimos años han dejado al descubierto esta
ilusión, demostrando no sólo el fracaso estrepitoso de las economías
burocratizadas, sino también el inmenso odio popular hacia estos
regímenes. El estalinismo, la tradición que ha dominado en gran
medida la izquierda a nivel internacional durante sesenta años, se ha
derrumbado y la desmoralización resultante se ha extendido más allá
de las filas de los propios partidos comunistas a todos aquellos que
veían en el Este algo en cierto modo superior al capitalismo
occidental. En esta situación es de esperar que algunas de las
personas que buscan una alternativa radical perciban el anarquismo
como la única ideología que aún tiene las manos limpias.
Por otra parte, el anarquismo tiene un atractivo sustancial como
expresión ideológica de un determinado estilo de vida. Para un sector
de la juventud que vive mayoritariamente empobrecida, a menudo
desempleada y sin vivienda, ocupando casas o en los peores
alojamientos alquilados, en los márgenes de la sociedad, en los
barrios más empobrecidos y deteriorados, forzada a veces por las
circunstancias a la pequeña delincuencia, el anarquismo simboliza su
rechazo a un sistema que los ha rechazado a su vez a ellos.
Sin embargo, la posesión de nobles objetivos y de un poderoso y
variado atractivo no garantiza que una ideología tenga realmente el
potencial para conseguir los fines que proclama. El estalinismo, por
ejemplo, tenía un inmenso atractivo para los opositores al
capitalismo y al imperialismo, pero demostró ser un completo callejón
sin salida. Por tanto, ¿es el anarquismo una ideología capaz de guiar
la lucha por la emancipación humana con resultado victorioso?
Este folleto defenderá que no lo es, que las ideas básicas del
anarquismo tienen serios fallos y dan como resultado una práctica que
sólo puede entorpecer la lucha por la liberación. Presentará una
crítica de la teoría y de la práctica anarquista desde un punto de
vista marxista (el punto de vista del marxismo clásico de Marx, Lenin
y Trotsky, no del estalinismo) y argumentará por qué sólo el
marxismo, y no el anarquismo, señala el camino hacia la sociedad
libre sin clases del futuro que tanto marxistas como anarquistas
compartimos como último objetivo.
LAS IDEAS ANARQUISTAS
Existen muchas formas de anarquismo. Hay un anarquismo puramente
individualista que rechaza toda forma de organización, y hay gran
cantidad de pequeñas organizaciones anarquistas. Hay anarquistas que
proclaman su fe en la gente sin tener en cuenta la clase a la que
pertenecen y hay anarquistas comunistas, que se centran en la clase
trabajadora, o bien el anarquismo campesino como el de Makhno. Hay un
anarquismo que rechaza los sindicatos, y también anarcosindicalismo.
Hay anarquistas revolucionarios, anarquistas terroristas, anarquistas
pacifistas, anarquistas verdes. Y anarquistas que no se pueden
encuadrar en ninguna de estas categorías o que tienen su propia
combinación única de ellas.
Hay anarquistas influenciados por Proudhon, por Bakunin, o por
Kropotkin, pero no proudhonistas, bakuninistas o kropotkinistas que
sigan una teoría o línea específica. Para la crítica, por tanto, el
anarquismo supone un blanco móvil. Se puede atacar una teoría o
política en particular, pero la mayoría de los anarquistas no la
compartirán. Si se diseccionan las ideas de un pensador clásico en
concreto, otros anarquistas renegarán de él.
No obstante, a pesar de esta dificultad, existen ciertas ideas y
actitudes generales que son compartidas por todas o la mayoría de las
versiones del anarquismo y que pueden servir como punto de partida
para una crítica. Las más importantes son: a) hostilidad hacia el
Estado en todas sus formas, incluyendo la idea de un Estado
revolucionario; b) hostilidad hacia toda participación en las
elecciones parlamentarias incluyendo la participación revolucionaria;
c) hostilidad hacia el liderazgo en todas sus formas, incluyendo la
dirección revolucionaria; d) hostilidad hacia todos los partidos
políticos, incluyendo la idea de un partido revolucionario.
Analizaremos cada una de ellas siguiendo el mismo orden.
Estado
El significado literal del término anarquía es "sin poder" y la
oposición al estado y al gobierno -no solamente a un tipo de estado o
gobierno en concreto, sino todos los estados y gobiernos de todos los
tiempos como una cuestión de principio- es la característica que
define al anarquismo como doctrina.
El anarquismo mantiene que la simple existencia de un estado -es
decir de organismos especiales formados por personas que ejercen un
poder legal y físico sobre el conjunto de la sociedad- es opresiva e
incompatible con la verdadera libertad humana. Para acabar con la
opresión y establecer la libertad, el dominio del estado debe ser
sustituido por el autogobierno de la comunidad sin ninguna autoridad
central por encima de ella.
Según la opinión tradicional, tal perspectiva es o bien desastrosa o
imposible. Desastrosa porque, sin el estado, la sociedad se hundiría
en una caótica "guerra de todos contra todos", en la que prevalecería
la llamada "ley de la jungla" y la vida humana sería "repugnante,
corta y embrutecida" (tal como lo expresó el filósofo político del
siglo XVII Thomas Hobbes). Imposible porque la "naturaleza humana"
provocaría que determinados individuos se encumbraran y se
autoproclamaran gobernantes. Por tanto, lo mejor que podemos esperar
es construir el estado democrático mediante la elección del gobierno
y el mantenimiento de ciertos derechos democráticos (libertad de
expresión etc.).
Sin embargo, es la "sabiduría popular" y no el anarquismo la que se
equivoca a este respecto. La antropología ha demostrado claramente
que los seres humanos pueden vivir en sociedad sin estado o gobierno
y que tales sociedades, lejos de ser caóticas, son tanto o más
ordenadas que la nuestra. Muchas de estas sociedades acéfalas (sin
cabeza) han sido observadas y estudiadas por los antropólogos -un
excelente ejemplo de ellas son los !Kung o Kaluhan Brohmen de África
del Sur- y hay buenas razones para creer que la ausencia de estado
fue la norma durante los cientos y miles de años que transcurrieron
entre los orígenes de la sociedad humana y su división en clases, con
la aparición de la agricultura, la cría de ganado y la propiedad
privada hace entre cinco y diez mil años.
También está el anarquismo en lo cierto cuando contempla todas las
formas de estado como algo relacionado con la opresión de un grupo
social por otro. La aparición de la democracia parlamentaria no
cambia este hecho. Los parlamentos, al margen de cómo sean elegidos,
no desempeñan el poder real, que permanece concentrado en manos de
los cargos permanentes del estado -generales, jefes de la policía,
jueces, altos funcionarios, etc.-. Los banqueros y grandes hombres de
negocios usan dicho poder para servir sus propios intereses, no los
intereses de la mayoría.
Pero si una sociedad sin estado, es a la vez posible y deseable,
¿Cómo nos deshacemos del estado existente? Al tratar esta cuestión
fundamental es cuando el anarquismo se encuentra con problemas.
Algunos anarquistas, todo sea dicho, ni siquiera tratan de responder
a esta pregunta. Se contentan con rechazar la autoridad del estado
como actitud puramente personal y no sienten la necesidad de formular
una estrategia coherente para su abolición. Pero esta actitud es, por
una parte, una falta de compromiso, ya que deja manos libres al
estado para continuar oprimiendo perpetuamente a la gran mayoría de
la gente y, por otra, una autoderrota, dado que no hay persona o
pequeño grupo que pueda en última instancia resistir frente al poder
del estado.
Algunos tratan de escapar de la autoridad del estado por medio de
pequeñas comunidades autogestionadas en el campo o incluso dentro de
las grandes ciudades. Desafortunadamente, la comuna anarquista sufre
de las mismas dificultades que la comuna socialista preconizada por
Robert Owen y los socialistas utópicos hace más de 150 años: es sólo
una propuesta práctica para una pequeña minoría que, a pesar de todo,
continúa sujeta a todas las presiones de la sociedad mayoritaria y
que, más pronto o más tarde -normalmente más pronto que tardesucumbe
ante ellas.
Sin embargo, la respuesta más seria y radical a esta cuestión es que
el estado será destruido por la revolución, es decir, por un
levantamiento popular: la clase trabajadora a través de su propia
acción directa aplastará y desintegrará las instituciones básicas del
estado existente -las fuerzas armadas, la policía, los tribunales de
justicia, las prisiones, etc.-.
Desde un punto de vista marxista esto es absolutamente correcto.
Después de todo, Lenin dedicó su más importante trabajo teórico, El
estado y la revolución, a defender que la esencia de la revolución
era esa destrucción de la máquina del estado, en contraposición a la
idea socialdemócrata y reformista de "hacerse con el estado". Además,
esta alternativa tiene la ventaja de haber sido llevada a la
práctica: primero en la Comuna de Paría de 1871, luego en la
revolución rusa de 1917, al tiempo que todas las grandes revoluciones
de este siglo -la revolución alemana de 1918, la revolución española
de 1936, la revolución iraní de 1979 o la revolución rumana de 1989-
muestran una tendencia en esta dirección.
No obstante, la destrucción de la vieja maquinaria estatal plantea
inmediatamente una pregunta: ¿qué va a reemplazarla? El anarquismo
tiende a ser muy vago en esta cuestión, pero la única respuesta
consecuente con los principios anarquistas es que el viejo estado
debe ser sustituido inmediatamente por una comunidad autogobernada
sin estado, sin gobierno o autoridad central. Aquí la postura
anarquista pierde toda credibilidad. Una cosa es afirmar, como hace
el marxismo, que el estado perderá sus funciones y desaparecerá una
vez que el socialismo se haya establecido internacionalmente y las
clases y la lucha de clases haya desaparecido, cuando la producción
haya alcanzado un nivel en el que las necesidades básicas estén
cubiertas para todos y el hábito de trabajar para la colectividad se
haya convertido en natural. Y algo bastante diferente es proponer que
en plena revolución, cuando el éxito de la misma pende de un hilo -
como ocurrirá inevitablemente-, la clase revolucionaria debe
prescindir inmediatamente de todo uso del poder.
Esto sería desastroso por dos razones fundamentales. La primera es
que no tiene en cuenta la resistencia inevitable de la antigua clase
dominante. La lucha de clases no termina con el triunfo del
levantamiento. La historia de todas las revoluciones demuestra que la
vieja clase dominante no sólo no se detendrá ante nada para mantener
su poder, sino que tampoco la detendrá nada para recuperar ese poder
si lo pierde. Dado que es improbable una revolución internacional
simultánea, debemos tener presente que los burgueses desposeídos
podrán contar con el apoyo de gobiernos y fuerzas reaccionarias en el
exterior.
Una revolución triunfante debe contar con la aparición de resistencia
a todos los niveles, desde la no cooperación burocrática y el
sabotaje económico a la resistencia armada, el terrorismo, la guerra
civil y la intervención armada desde el exterior. ¿Puede un pueblo
revolucionario hacer frente a semejante actividad
contrarrevolucionaria sin la ayuda de una milicia o ejército de
trabajadores, sin tribunales del pueblo y justicia revolucionaria,
sin un sistema de toma de decisiones y autoridad centralizada, es
decir, sin crear una forma revolucionaria de poder estatal? La
respuesta es no.
Hay muchos precedentes históricos que lo prueban, pero utilizaremos
un ejemplo hipotético. Imaginemos una revolución en el Estado español
que se encontrara con un levantamiento de partidarios del fascismo
con base en Valencia, combinado con bombardeos de la OTAN por el
norte. Para defenderse, la revolución tendría que decidir qué fuerzas
concentrar en el norte y cuáles enviar contra los fascistas, así como
la forma de aprovisionarlas y armarlas. Esto supondría una decisión
centralizada, tomada por un gobierno central. El fracaso en la
coordinación de tales decisiones sería simplemente una garantía de
derrota.
La segunda razón es que un estado revolucionario es esencial para
establecer el nuevo orden económico. Gran parte del trabajo se
llevaría a cabo desde abajo, en forma de ocupaciones de fábricas,
control de la industria por los trabajadores, establecimiento de
cooperativas de distribución, etc., pero en esta primera fase un
estado sería todavía indispensable.
Consideremos, por ejemplo, el problema de la propiedad de las
industrias y empresas expropiadas a los capitalistas. Si no estuviera
en manos del nuevo estado, sino de los trabajadores de cada empresa
por separado, ello no sólo entorpecería la cooperación y la
planificación, sino que también llevaría a una competencia entre los
diferentes centros de trabajo y esto a una economía de múltiples
pequeños negocios capitalistas. Tampoco aclara mucho afirmar que las
empresas serían simplemente propiedad de toda la comunidad. Esto
funcionaría en una fase posterior, cuando existiera una comunidad
verdaderamente unida. Pero en el curso de la revolución la
"comunidad" está dividida en clases y fracciones que se oponen y
luchan entre sí. Es, por tanto, totalmente necesario para la
comunidad revolucionaria, la clase trabajadora, tener instituciones
que representen sus intereses.
Podemos tomar también la cuestión de los desempleados, enfermos y
otras personas que en la actualidad dependen de las pensiones del
estado. En una sociedad socialista -o anarquista- totalmente
desarrollada el desempleo desaparecerá y los bienes serán
distribuidos de acuerdo con las necesidades. Pero en un primer
momento, tras la revolución, inevitablemente seguirán existiendo
millones de personas que dependen de los subsidios estatales y que
morirán de hambre si no reciben sus pensiones. Los subsidios se pagan
con los impuestos deducidos de la población asalariada, por tanto,
tendrá que existir una autoridad con poder para recaudar los
impuestos en las semanas y meses que sigan a la revolución. En
consecuencia, tendrá que haber un estado.
El punto débil del anarquismo en este punto es que tiene demasiado a
menudo sobre la revolución la visión romántica de que tras el "gran
día" todas las dificultades se resuelven simplemente con buena
voluntad. En una revolución muchos millones de trabajadores y
trabajadoras actúan colectivamente para cambiar la sociedad y, en ese
proceso, cambian ellos mismos -su conciencia política y social, su
autorreconocimiento como parte de un colectivo, se transforma y
expande extraordinariamente-. Sin esto, la nueva sociedad no puede
construirse. Pero el proceso de transformación ni es ni puede ser
tampoco total ni uniforme, por la simple razón de que no todos los
sectores de la clase trabajadora se comprometerán en el mismo grado
en la lucha y algunos pueden ignorarla completamente. Esto ocurrirá
en mayor medida entre los millones que constituyen los sectores
inferiores de la clase media. Así pues, durante un período tras la
revolución, habrá una parte de la población que en sus puntos de
vista generales o en determinados asuntos esté aun influenciada por
las viejas ideas o sigan la dirección de las viejas clases
dominantes. Estas personas, a veces, tendrán que ser obligadas, si
fuera necesario por la fuerza, a aceptar las decisiones de la
mayoría.
En cierto sentido, es lo mismo que cuando los trabajadores en huelga
organizan un piquete para evitar que una minoría de ellos haga de
esquiroles. En definitiva, un estado de los trabajadores es
simplemente un piquete elevado al más alto nivel.
Algunos anarquistas, sin embargo, afirmarán que si existe un estado,
es inevitable el surgimiento de una élite corrompida por el poder que
pronto evolucionará hacía una nueva tiranía. Pero con tal afirmación
se ignora el hecho de que la clase trabajadora ha demostrado en
repetidas ocasiones su capacidad de crear órganos de poder
revolucionario completamente diferentes en forma y contenido al viejo
estado capitalista, democráticos e igualitarios al mismo tiempo.
La Comuna de Paría de 1871 estableció el principio de que todos los
cargos públicos debían ser elegidos y susceptibles de ser revocados y
debían recibir sueldos de trabajadores. El soviet, o consejo de
trabajadores que apareció por primera vez en San Petersburgo en la
revolución de 1905 y luego se extendió al resto de Rusia en 1917, dio
un paso adelante al tener delegados elegidos en los centros de
trabajo. Esto realzó el elemento de control desde abajo, al hacer a
los representantes responsables ante los colectivos donde la
discusión democrática y el debate tenía lugar. Desde entonces, los
consejos de trabajadores han aparecido en la revolución alemana de
1918-1919, en Italia en 1920, en Hungría en 1956 y, de una forma
embrionaria, en Chile en 1972, en Irán en 1979 y en Polonia en 1980.
Los consejos de trabajadores surgen espontáneamente en la lucha, no
se crean según un modelo preestablecido. Son la forma lógica de
organización adoptada por la clase trabajadora cuando su lucha
comienza a desafiar al sistema en su conjunto y representan el núcleo
del nuevo estado de los trabajadores que sustituirá al viejo estado
capitalista e iniciará la transición a una sociedad sin clases en la
que el estado acabará desapareciendo.
Esta es la cuestión esencial. El estado no es en absoluto una
institución eterna, pero tampoco es sólo un error o una mala idea que
de alguna manera se introdujo en la mente de la humanidad,
esclavizándonos hasta que los anarquistas entraron en escena para
explicarnos que no era necesario. El estado surge de determinadas
condiciones económicas y sociales -la primera y más importante, la
división de la sociedad en clases antagónicas sobre la base de un
bajo nivel de las fuerzas productivas- y no puede ser abolido hasta
que esas condiciones reales hayan cambiado. Además para cambiar esas
condiciones es necesaria una nueva forma revolucionaria de estado. Al
negarse a reconocer esta necesidad, el anarquismo, a pesar de sus
buenas intenciones, se condena a la impotencia, o si sus ideas
predominan en el movimiento revolucionario, condena a la revolución a
la derrota.
Elecciones
Otra característica del anarquismo es su rechazo a cualquier
participación en las elecciones. Lemas como "Izquierda y derecha, la
misma mierda", "Votes por quien votes, el Estado siempre gana", "sólo
los tontos votan", y cosas por el estilo, son típicos.
La verdad es que hay mucho de cierto en la crítica anarquista a las
elecciones.
La mayoría de los partidos de izquierda ven las elecciones como el
elemento más importante de su trabajo. Ven los cambios a través de
las instituciones como la única manera de cambiar la sociedad. Hemos
visto vez tras vez que, lejos de cambiar el mundo, esta política sólo
consigue cambiar a los que habían sido socialistas, convirtiéndolos
en defensores del Estado y del capitalismo. El apoyo a la OTAN, la
creación de los escuadrones de la muerte, GAL, y la introducción de
la ley de extranjería y de la reforma laboral por el último Gobierno
del PSOE son ejemplos suficientes, pero hay muchos más, de otros
partidos parecidos, a lo largo de este siglo.
Los anarquistas tienen razón en discrepar de esta postura. No hay
duda de que cualquier cambio importante en la sociedad sólo vendrá a
través de las luchas de masas, no por elegir unos cuantos diputados
que lo hagan para nosotros.
Pero la cuestión no termina aquí. También tenemos que reconocer que
la mayoría de los trabajadores sigue a tales dirigentes, y acepta
gran parte de sus ideas. Y para organizar una lucha seria, hay que
tener en cuenta a los trabajadores tal y como realmente son ahora, no
sólo como nos gustaría que fueran. Entre otras cosas, esto tiene que
llevarnos hasta una actitud más sutil hacia las elecciones.
El rechazo por principio a las elecciones no es nuevo, ni siquiera es
específico del anarquismo. Lenin lo criticó hace casi 80 años, cuando
lo expresaron los "comunistas de izquierda", que formaban los nuevos
partidos comunistas. A la vez que repudiaron la participación en las
elecciones, tacharon a millones de trabajadores de
"contrarrevolucionarios".
Lenin respondió: "¿¡cómo se puede decir que el 'parlamentarismo ha
caducado políticamente', si 'millones' y 'legiones' de proletarios
son todavía, no sólo partidarios del parlamentarismo en general, sino
incluso francamente 'contrarrevolucionarios'!? Es evidente que el
parlamentarismo en Alemania no ha caducado aún políticamente. Es
evidente que los 'izquierdistas' de Alemania han tomado su deseo, su
actitud político-ideológica político por una realidad objetiva. Este
es el más peligroso de los errores para los revolucionarios."1
Todo el argumento de los "ultraizquierdistas" es muy familiar hoy en
día; se critican las ideas reaccionarias de millones de trabajadores
-"se dejan engañar con el consumismo, con la tele y el fútbol, etc."-
, sólo para llegar a la conclusión de que ya es el momento para
llevar a cabo "la acción directa" de los revolucionarios contra el
poder.
En defensa de los izquierdistas criticados por Lenin, por lo menos en
su día había soviets, consejos obreros, en la mitad de Europa, y
habían pasado sólo dos años desde que un motín y huelgas de masas
habían acabado con el rey alemán, el Káiser, y tres años desde la
revolución bolchevique. Hoy estamos lejos de tal situación.
¿Qué implica esta crítica? ¿Debemos convertirnos todos en
electoralistas? En absoluto.
Los bolcheviques a veces, según las circunstancias, hicieron campañas
de abstención. Otras veces, sin nunca convertirse en reformistas,
presentaron candidatos.
La clave es que no participaron para conseguir cambios legislativos,
ni con la idea de formar un Gobierno que introduciría el socialismo.
El PSOE hace mucho tiempo que ni siquiera se plantea tales objetivos,
pero, aunque se combine con hablar de la importancia de los
movimientos sociales, como hace Izquierda Unida, se siguen viendo las
elecciones y el trabajo en las instituciones como la clave para
cambiar la sociedad.
Los bolcheviques, en cambio, veían las elecciones por encima de todo
como una oportunidad de proponer ideas revolucionarias entre los
trabajadores, en un momento en que estaban hablando de política.
Además, en el caso de ganar escaños parlamentarios, que sí lograron
varias veces, los diputados servían como portavoces -nunca
dirigentes- del partido. Jamás se presentaron al parlamento ni Lenin,
ni Trotsky, ni los demás dirigentes conocidos bolcheviques. El
trabajo electoral era aceptado como importante, pero siempre
subordinado al resto de la actividad del partido. Al revés de lo que
pasa con los partidos parlamentarios hoy en día, era el partido quien
dijo a los diputados que asuntos debían impulsar, cómo debían apoyar
a las diversas luchas obreras, etc., no los diputados quienes
dirigieron el partido.
Lo que muestra el ejemplo de los bolcheviques es que, mientras la
necesidad de una revolución es un principio, la actitud hacia las
elecciones es una cuestión de táctica, que depende de las
circunstancias.
De hecho, la actitud anarquista es como un reflejo de la reformista
al obsesionarse con la cuestión de las elecciones y el parlamento
como una cuestión de principios. Y el peligro es que cuando este
"principio" se rompe, como siempre pasa en un momento u otro, se
desliza fácilmente de la "abstención por principio" a crear ilusiones
en el parlamento y en el Estado capitalista.
Esto se vio en el Estado español en los años 30. La CNT, por
principio, defendía la abstención en las elecciones. Así que en las
elecciones legislativas de noviembre de 1933, los anarquistas
hicieron campaña por la abstención, y la derecha ganó. Fue el
subsecuente peligro de la llegada al poder de los semi-fascistas de
la CEDA lo que provocó las sublevaciones de octubre de 1934, cuya
derrota dejó a decenas de miles de trabajadores en la cárcel.
Con el argumento de que era necesario un Gobierno de izquierdas para
sacar a sus compañeros de la cárcel, la CNT cambió su actitud en las
elecciones de febrero de 1936. Como organización no pidió el voto al
Frente Popular, aunque sí lo hicieron varios dirigentes. Sin embargo,
la ausencia de la habitual llamada cenetista a la abstención fue una
señal suficientemente clara como para dejar que sus bases apoyasen al
Frente Popular. Después de la sublevación fascista de julio de 1936,
la CNT llegó a tener ministros en Madrid, en lo que no dejó de ser un
Gobierno capitalista.
El revolucionario ruso, Trotsky, argumentó que los revolucionarios
debían ponerse al lado de los trabajadores combativos, que tenían
ilusiones en un Gobierno reformista, apoyándoles contra la derecha,
pero advirtiéndoles a la vez que el Frente Popular no era capaz de
resolver sus problemas. La política de la CNT, o de abstención o bien
de apoyo tácito, sin explicaciones, sólo podía reforzar estas
ilusiones, lo que contribuyó a la derrota de la CNT, y de la
revolución misma.
La "oposición por principio" a las elecciones, que da lugar en
momentos difíciles a la participación en las elecciones e incluso en
el Estado, es incapaz de ganar a los trabajadores influenciados por
el reformismo, -que normalmente son la gran mayoría-.
La actitud revolucionaria, en cambio, implica aprovechar de las
elecciones para presentar sus ideas ante la masa de los trabajadores.
Liderazgo
Los anarquistas frecuentemente proclaman su rechazo ante la idea de
liderazgo o dirección. Es comprensible. En la sociedad capitalista,
la clase dominante siempre se ha considerado a sí misma como una
clase nacida para dirigir, y el "liderazgo" es una de las cualidades
que trata de inculcar con más ahínco en sus hijos, mediante una serie
de diversos centros educativos de élite. En este contexto, el
liderazgo se asocia con arrogancia, abuso de poder y privilegio. Los
anarquistas tienen razón al reaccionar en contra de ello.
El liderazgo de la izquierda en los movimientos sindicales tampoco
presenta un cuadro atractivo. A lo largo de este siglo, convertirse
en líder "socialista" o socialdemócrata ha sido sinónimo de
moderación y ascenso en la escala social.
La trayectoria habitual de un activista, comienza con el intento de
ganarse el apoyo de las bases con retóricas y políticas que suenan
radicales para después ascender gradualmente, desechando los
principios conforme avanza, hasta que surge como un miembro de la
élite política en toda regla, con sus trajes elegantes, coche con
chófer, salario elevado, contactos en el mundo de los negocios y
muchas otras ventajas, un prisionero total del orden de cosas que se
proponía cambiar.
Más o menos lo mismo ocurre con el líder sindical. Desde el momento
en que él -normalmente es él- obtiene un cargo de responsabilidad
abandona las sombrías condiciones del taller por la comodidad de la
oficina. Su paga y horas de trabajo dejan de estar en relación con
las de los trabajadores que representa y comienza a acumular
privilegios. Su trabajo consiste en hacer de intermediario entre los
trabajadores y la dirección de la empresa y, poco a poco, pasa más
tiempo en compañía de la última que de los primeros. La corrupción en
sentido político, sino en el económico, es más o menos inevitable.
Pronto empieza a ver los conflictos y las huelgas como problemas que
hay que resolver, no batallas que hay que ganar, y la mejor manera de
resolverlos es negociar los niveles mínimos con los que se pueda
engatusar o forzar a los trabajadores para que acepten.
Un "liderazgo" de este tipo es políticamente desastroso. En momentos
de gran agitación, cuando amplias masas de trabajadores empiezan a
comprometerse, a tomar las riendas de la situación, el instinto
inmediato de tales líderes es tratar de calmar las cosas y
restablecer la normalidad. Incluso si esto, implica traicionar la
causa que supuestamente ellos representan.
Los acontecimientos de mayo de 1968 son un ejemplo clásico. Este
movimiento extraordinariamente espontáneo de estudiantes y
trabajadores desafió al régimen gaullista con batallas de masa en las
calles de París, ocupaciones estudiantiles y una huelga general
nacional de diez millones de trabajadores, combinada con numerosas
ocupaciones de fábricas. Los "líderes" -lo que en estos momentos
significaba fundamentalmente la dirección del Partido Comunista y la
CGT- no pudieron pensar en nada mejor que limitar este movimiento
potencialmente revolucionario a una serie de peticiones modestas
sobre salarios y condiciones de trabajo y hacer volver a todo el
mundo a sus puestos de trabajo lo antes posible.
De experiencias como ésta, que se han repetido una y otra vez en la
historia de la lucha de la clase trabajadora y en el movimiento
revolucionario, es fácil sacar la conclusión de que el liderazgo como
tal, es un fracaso y que debería acabarse con él. Desafortunadamente
hay un problema insuperable en esta postura. El liderazgo es un
hecho. Además es un hecho que proviene no de una idea errónea en la
gente, de la maldad innata de ciertos individuos o de unas
determinadas estructuras organizativas, sino del hecho de que las
personas difieren en sus experiencias.
Incluso los disturbios, manifestaciones, huelgas y levantamientos más
espontáneos, de los que la historia no ha dejado constancia de
dirección u organización formales, si se los mira al microscopio se
podrán observar momentos informales y estructuras de liderazgo: la
persona que grita "adelante" en el momento clave, aquellos que se
adelantan a la primera línea de la muchedumbre, la persona que lanza
la primera piedra...
El anarquismo -y esto es crucial- también se ha visto afectado por
este hecho. No importa cuántos anarquistas puedan renegar del
liderazgo; el hecho es que los movimientos anarquistas siempre han
tenido dirigentes y que la historia del anarquismo, al igual que la
del socialismo o la del conservadurismo, es, en parte, la historia de
sus figuras dirigentes: Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Makhno,
Goldman, Voline, incluso Daniel Cohn-Bendit. El hecho de que los
movimientos anarquistas son particularmente vulnerables a los líderes
autodesignados, autoperpetuados o incluso al líder designado por los
medios de comunicación -los espontáneos movimientos estudiantiles de
los sesenta sufrieron considerablemente a este tipo de "estrellas"
promovidas por los medios-.
Si el anarquismo es incapaz de resolver el problema de su propio
liderazgo, lo es aún menos en el caso del conjunto de la clase
trabajadora. Históricamente, este liderazgo ha residido o bien en la
socialdemocracia o en el estalinismo, lo que ha llevado a
innumerables traiciones y derrotas, desde la descomposición de la II
Internacional ante la influencia del "interés nacional", hasta la
vergonzosa connivencia del Partido Socialista Obrero Español con el
racismo de la ley de extranjería de hoy en día. El anarquismo, con su
simple existencia, representa un reto a la hegemonía de dichas
fuerzas en el movimiento obrero. Por el mero hecho de producir
libros, folletos, octavillas o incluso charlas, el anarquismo combate
por su influencia en la izquierda y la clase trabajadora. Sin
embargo, en la medida en que rechaza el liderazgo como tal y, por lo
tanto, fracasa en la lucha política y organizativa por la dirección
de la clase, contribuye, no a la liberación de la clase trabajadora
de sus líderes, sino a la perpetuación del dominio de los
embaucadores dirigentes socialdemócratas y estalinistas.
Tampoco ayuda el tratar de barrer el problema bajo la alfombra con
frases como "la dirección no importa, es lo que las masas hacen lo
que cuenta". La concepción burguesa de la historia, en línea con su
elitismo e individualismo generales, exagera indudablemente el papel
de los dirigentes fuera de toda proporción, hasta hacer de ella una
sucesión de reyes, emperadores, generales y presidentes, y un
marxista, menos que nadie, no puede permitirse olvidar esto. Pero las
acciones de los líderes tienen incidencia real. Los dirigentes no
pueden conjurar revoluciones, no pueden inventarse o crear
movimientos de masas. De hecho, no pueden hacer revoluciones en
absoluto, sólo las masas pueden hacerlo. Pero dada la existencia de
un movimiento de masas y una situación revolucionaria, el papel que
juega la dirección de este movimiento puede afectar el resultado de
una manera importante, e incluso en ocasiones ese papel puede ser
decisivo para la victoria o el fracaso del movimiento revolucionario.
En Alemania, en los años del ascenso de Hitler al poder (1929-1930)
existía un movimiento obrero de masas cuyas lealtades se dividían
entre el SPD socialdemócrata y el Partido Comunista (KPD). Si este
movimiento hubiera unido sus fuerzas habría podido parar a los nazis.
El hecho de que los líderes socialdemócratas, como de costumbre,
evitaran una confrontación y de que los líderes comunistas, bajo las
órdenes de Stalin, concentraran sus ataques en los socialdemócratas y
no en los nazis, impidió que se forjara dicha unidad y ayudó en gran
manera al ascenso de Hitler al poder.
De este modo, puesto que el problema del liderazgo o dirección no
puede ser ignorado o pretender que no existe, sólo queda una
alternativa para quienes de verdad quieren cambiar la sociedad:
trabajar por construir una dirección genuinamente revolucionaria que
esté bajo el control democrático de los que la apoyan, que se resista
a la corrupción por el sistema y que sea capaz de identificar el
camino correcto a seguir en la lucha. La confusión teórica del
anarquismo en este tema y su oposición obsesiva a cualquier tipo de
dirección lo incapacita para llevar a cabo esta tarea.
Partido
La cuestión de la dirección revolucionaria nos lleva directamente a
la del partido revolucionario. Sin embargo, la oposición anarquista a
la idea del partido es, si cabe, más intensa que su hostilidad al
estado y al liderazgo.
Una vez más, se trata de algo muy comprensible. El hecho de que
partidos que dicen ser marxistas, leninistas y partidos obreros hayan
sido el principal instrumento de opresión y explotación de cientos de
millones de trabajadores en los llamados estados comunistas ha
provocado una obligada reacción "anti-partido". Cuando se añade a
esto la naturaleza conservadora, burocrática y profesionalizada de
los partidos socialdemócratas y reformistas y el sectarismo más bien
ridículo de algunos supuestos partidos de izquierda revolucionaria
entonces la sospecha general acerca de toda idea de partido es quizás
inevitable.
Sin embargo, estos hechos no alteran la necesidad de construir un
partido revolucionario de la clase trabajadora, esencial tanto para
sostener la lucha de clases cotidiana como, con mayor motivo, para
garantizar el éxito de la futura revolución.
¿Por qué necesitamos un partido revolucionario? Hay dos simples e
inexcusables razones. La primera es que la clase trabajadora se
enfrenta a un enemigo altamente organizado y centralizado y, por
tanto, para derrotarlo debe organizar sus propias filas. Ocurre así
en cada empresa y lugar de trabajo donde los trabajadores se
enfrentan al poder organizado del capital y en los que la
organización y la unidad de acción de la fuerza de trabajo es la
primera condición de cualquier resistencia exitosa. Los trabajadores
que intenten enfrentarse a sus jefes individualmente, sin el poder de
la organización colectiva, serán simplemente despedidos. Resulta
todavía más evidente a nivel del conjunto de la sociedad, donde el
dominio de los jefes está protegido por la organización más altamente
centralizada: el estado capitalista. Todos los trabajadores, por
mínima que sea su conciencia política de clase, entienden esta
necesidad de organizarse y por tanto aquellos anarquistas que
rechazan completamente la organización se condenan al completo
aislamiento de la clase trabajadora.
La segunda razón inexcusable para la existencia de un partido
revolucionario tiene que ver con el desarrollo desigual de la
conciencia política de la clase trabajadora. El control capitalista
de los medios de comunicación, el sistema educativo, la iglesia y
otras muchas instituciones les asegura que en tiempos "normales" -es
decir, salvo en los períodos de lucha revolucionaria de masas- la
ideología capitalista ejerce una influencia poderosa sobre el
pensamiento de la mayoría de los trabajadores.
Sería bastante equivocado describir a los trabajadores como una masa
completamente manipulada que acepta con pasividad todo lo que le
lanza el capitalismo: su experiencia cotidiana de la explotación, la
opresión, la pobreza o el desempleo, desmiente esta presunción. No
obstante, sigue siendo cierto que las ideas burguesas tienen una
influencia poderosa en la clase trabajadora. La conciencia típica de
la clase trabajadora es una combinación contradictoria de ideas
críticas que derivan de su propia experiencia y de ideas
reaccionarias impuestas desde arriba. Por ejemplo, muchos
trabajadores odian a sus jefes y comprenden que hay una ley para los
ricos y otra para los pobres, pero también adoptan prejuicios
racistas, sexistas, etc. Otros trabajadores pueden ser antirracistas
o antisexistas pero siguen aferrados a la idea de que la empresa no
podría funcionar sin el incentivo de los beneficios. En tiempos
normales sólo una minoría de trabajadores se opone al capitalismo y a
la ideología capitalista de forma consistente.
Por eso es esencial que exista una organización política basada en
esa minoría de trabajadores conscientes políticamente para emprender
la batalla en favor de las ideas revolucionarias dentro del
movimiento y la lucha de la clase trabajadora y los oprimidos.
Por esta razón la estrategia adoptada por muchos anarquistas que
aceptan la necesidad de una organización de la clase trabajadora -la
estrategia del anarcosindicalismo- es inadecuada. El
anarcosindicalismo contrapone al partido político marxista la idea
del sindicalismo revolucionario. Es un paso adelante frente al
anarquismo individualista, en el sentido de que al menos intenta
conectar con la clase, pero no es suficiente.
Los sindicatos son esencialmente organizaciones de masas creadas por
los trabajadores para negociar y luchar por mejores salarios y de
condiciones de trabajo en el marco del sistema de relaciones de
producción capitalistas. Para levar a cabo esta función de forma
efectiva su número de miembros debe ser tan amplio e integrador como
sea posible. Idealmente, un sindicato incluirá a cada trabajador en
el lugar de trabajo, sector o industria excepto a los acérrimos
esquiroles y fascistas. De este modo, los sindicatos, de forma
inevitable y correcta, agrupan a un gran número de trabajadores cuyas
ideas son confusas y en muchos asuntos abiertamente reaccionarias.
Por eso debe de haber un nivel más en la organización de los
trabajadores, el partido político, que emprenda la batalla por las
ideas revolucionarias, por la estrategia revolucionaria y la
dirección revolucionaria dentro del sindicato, así como entre otros
sectores de la sociedad (los parados, estudiantes, amas de casa...)
que no están en sindicatos o en centros de trabajo.
Los anarquistas que perciben la necesidad de una lucha coordinada en
favor de las ideas revolucionarias y por tanto forman sus propias
organizaciones anarquistas diferenciadas están, de hecho, formando
partidos anarquistas bajo otro nombre. No reconocerlo abiertamente no
es una ventaja que les permita evitar los problemas que acosan a
otras organizaciones, sino una desventaja, en el sentido de que su
confusión sobre este asunto -junto con sus problemas sobre el estado
y el liderazgo- les impide abordar cualquier estrategia coherente o
tener una idea clara sobre el papel y las estructuras de su propia
organización.
La necesidad de una organización de la clase trabajadora y el
desarrollo desigual de su conciencia son hechos que sólo pueden negar
quienes piensen que es muy revolucionario pintar a la clase
trabajadora con los colores más resplandecientes e irreales. Por
tanto la respuesta anarquista más habitual es deducir que la
experiencia de supuestos partidos revolucionarios muestra que,
inevitablemente han degenerado en partidos burocráticos, elitistas,
autoritarios... El anarquista pregunta: "¿Qué garantía hay de que el
partido que proponéis no siga el mismo camino?".
Desde luego, no puede haber ninguna garantía absoluta, como no la hay
de la victoria de la revolución, del éxito de una manifestación o de
una huelga o del triunfo del anarquismo.
La única forma razonable de afrontar este problema es, primero,
establecer la causa de la degeneración de tantas organizaciones y
partido de los trabajadores y luego, ver qué se puede hacer para
evitarlo.
Los anarquistas suelen explicar la degeneración de los partidos en
términos del afán de poder innato de los dirigentes o por el
autoritarismo inherente a determinadas formas de organización tales
como el centralismo democrático. La primera explicación es equivocada
ya que es evidente que la degeneración burocrática ha afectado no
sólo a los partidos leninistas sino también a todo tipo de
organizaciones obreras, incluyendo a los partidos reformistas de
masas y a los sindicatos -entre ellos a los anarcosindicalistas-.
En contraste, los marxistas explican la tendencia a la degeneración
por la presión ejercida sobre las organizaciones de los trabajadores
por parte de la sociedad capitalista en la que se desarrollan. La
presión que se ejerce a dos niveles. Por un lado, la explotación, la
opresión y el trabajo alienado impuestos a los trabajadores por el
capitalismo les dificulta el desarrollo de la confianza y la
conciencia necesarias para controlar a sus dirigentes. Por otro lado,
el capitalismo, por su misma naturaleza, ejerce continuamente una
influencia corruptora sobre los dirigentes, de tal modo que, directa
o indirectamente, les separa de la base de trabajadores.
Esta explicación es especialmente importante para dar cuenta del que
constituye sin duda el caso más grave de degeneración en la historia
del movimiento revolucionario: la transformación del bolchevismo en
estalinismo. En primer lugar, la presión del capitalismo mundial
sobre la Revolución Rusa -con una guerra civil impuesta y apoyada
desde el exterior- destruyó a la clase trabajadora que había
protagonizado la revolución de 1917. Esta clase, que había alcanzado
en 1917 un extraordinario nivel de conciencia y confianza, fue
destrozada de tal forma por la guerra, el hambre, las epidemias y el
colapso económico total que fue incapaz de continuar ejerciendo una
dirección saludable sobre la sociedad. Y la dirección de la clase
inevitablemente se burocratizó. En segundo lugar, la presión del
capitalismo sobre esta dirección burocratizada -simbolizada por
Stalin- provocó el abandono de su orientación basada en la revolución
internacional -lo único que podía haber salvado la revolución- en
favor de la competencia con el capitalismo en su mismo terreno, es
decir se produjo el establecimiento de la explotación capitalista de
estado con el fin de acelerar la acumulación competitiva de capital.2
Las mismas presiones, aunque en circunstancias muy diferentes,
producen también el control de los delegados profesionales sobre los
sindicatos y el de los representantes parlamentarios sobre los
partidos reformistas.
¿Cómo puede entonces un partido revolucionario protegerse de estas
presiones siempre presentes en la sociedad capitalista? Son
esenciales cuatro medidas:
1. El partido debe participar en las luchas cotidianas de los
trabajadores. Esta relación crea una contrapresión a la ejercida por
el capitalismo. A diferencia del partido revolucionario, los partidos
reformistas se basan principalmente en la pasividad de los
trabajadores, y las sectas no establecen relación alguna con la clase
trabajadora.
2. El partido debe mantener estrictamente los principios
revolucionarios. Esto excluirá tanto a los elementos oportunistas
como a los políticamente atrasados, que son proclives a la
manipulación.
3. Por razones obvias, la dirección del partido no ha de gozar de
ningún privilegio material.
4. La estructura y las normas del partido deben combinar la
democracia -discusión y debate amplios sobre la política, la elección
y la responsabilidad de la dirección- con el centralismo -unidad de
acción en la puesta en marcha de las decisiones mayoritarias-.
Habitualmente (y sobre todo los anarquistas) el centralismo o la
disciplina se perciben como un mecanismo de control autoritario desde
arriba. De hecho en un partido revolucionario es precisamente un
instrumento de democracia, con el que se asegura que los dirigentes
ponen en práctica la política del partido, a diferencia de las
organizaciones que no adoptan el centralismo democrático, en las que
los dirigentes tienen "libertad" para desatender la política del
partido o para cambiarla a su antojo.
En última instancia, lo decisivo es la relación viva del partido con
la lucha de clases y esto no está garantizado de antemano por ninguna
estructura formal. Pero esta afirmación no altera en modo alguno la
necesidad de un partido para la victoria revolucionaria y, dada la
constante presión ejercida por el mundo capitalista sobre todos los
partidos obreros, es el centralismo democrático leninista el que
ofrece los mejores instrumentos para resistir a estas presiones.
Con su rechazo de los partidos en general y del partido leninista en
particular, el anarquismo solamente contribuye al desarme
organizativo y político de la clase trabajadora y al fracaso de la
revolución.
LAS RAÍCES DEL ANARQUISMO
La concepción capitalista del mundo, hegemónica en los medios de
comunicación y en el sistema educativo, considera las ideologías
políticas como el producto de destacados pensadores que interpretan
el mundo desde su particular punto de vista, con sus valores,
prejuicios y comprensión personal. Estas diferentes ideologías -
conservadurismo, liberalismo, socialismo, anarquismo... - son
consideradas, por tanto, como ideas que compiten en el "mercado
ideológico" para representar mejor el interés público general o
nacional.
El marxismo no concibe las ideologías políticas de esta forma. Aunque
es cierto que cada ideología concreta es con frecuencia, y en un
primer momento, formulada o expresada plenamente por una persona -
como en el caso de Marx y el marxismo- también es verdad que el
pensamiento individual está profundamente modelado por su situación
social y su experiencia, que las ideologías son habitualmente
desarrolladas y pulidas por muchas manos y que las distintas
ideologías consiguen apoyos en tanto se articulan y se corresponden
con las circunstancias, intereses y aspiraciones de un grupo social
definido.
No se trata de un proceso simple o mecánico por el que una
determinada ideología expresa neta, exactamente los auténticos
intereses de un grupo concreto o de que todos los miembros de ese
grupo apoyen complacientemente la ideología. Por el contrario, la
relación entre las ideologías y sus raíces sociales es a menudo
compleja e incluso distorsionada. Además, los grupos sociales se
solapan, interactúan y se influencian unos a otros. No obstante, las
ideologías tienen raíces sociales y, puesto que los grupos sociales
más importantes y fundamentales son las clases sociales (determinadas
por su posición en el proceso de producción), las ideologías tienen
raíces sociales y una base de clase.
El conservadurismo (en sus diferentes formas nacionales: democracia
cristiana en gran parte de Europa, "toryismo" en Gran Bretaña, ,
etc.) es sin duda alguna la ideología dominante de la clase
capitalista en la actualidad. El liberalismo del siglo XIX fue la
ideología de la burguesía industrial naciente, pero desde entonces ha
tendido a debilitarse desde esta prominencia y actualmente es una
mezcla de los intereses de una sección de la clase capitalista y de
un sector de la clase media o pequeña burguesía. El socialismo surgió
claramente como ideología de la clase trabajadora, pero ha sido
adaptado por la socialdemocracia y el reformismo para servir los
intereses de la burocracia del movimiento sindical. El estalinismo en
la URSS fue una perversión del socialismo, desarrollado para servir
los intereses de la burocracia dirigente en los sistemas de
capitalismo de estado.
El marxismo clásico (o socialismo revolucionario) intenta expresar
los intereses de la clase trabajadora. Es un análisis general de la
historia, la sociedad y la política desde el punto de vista de la
lucha de la clase trabajadora y está basado en su experiencia.
Las ideologías rivales, por consiguiente, no están comprometidas en
una búsqueda desinteresada del interés público, sino que son una
parte integral de los proyectos de diferentes clases y grupos para
imponer su voluntad en la sociedad. La principal objeción al
conservadurismo no consiste en reprocharle que está pasado de moda,
que es una ideología reaccionaria o errónea en algunas de sus
doctrinas, sino que representa -desgraciadamente, con bastante éxitolos
intereses de la clase explotadora.
¿Cuáles son entonces las raíces del anarquismo? ¿Qué experiencia
representa? Estas cuestiones son decisivas para una valoración
completa del anarquismo como ideología.
La respuesta no puede ser simple, pues como hemos señalado, el
anarquismo se presenta bajo formas muy diferentes.
En primer lugar, el anarquismo no es evidentemente la ideología de la
clase capitalista, totalmente comprometida con le mantenimiento de su
estado, su ley y su orden. Tampoco es la ideología de aquella sección
de la clase media -ejecutivos de la industria y los negocios, etc.-
en gran parte subordinada a la propia clase capitalista y que acepta
generalmente su ideología conservadora, pero que en momentos de
crisis social y económica extrema, cuando tanto su estatus como sus
ahorros parecen amenazados, puede oscilar hacia el fascismo. El
anarquismo tampoco es la ideología de ese otro sector de la clase
media en el capitalismo moderno, los directores y gestores de la
administración local y el estado del bienestar, que en tanto se
rebelan contra el conservadurismo, tienden hacia el liberalismo o el
reformismo socialdemócrata con sus ideas sobre un "capitalismo de
rostro humano".
Pero, ¿puede el anarquismo proclamar que es una ideología de la clase
trabajadora? Con la excepción del anarcosindicalismo, al que
volveremos más tarde, la respuesta es claramente negativa.
En primer lugar, muchos pensadores anarquistas rechazan o niegan la
relevancia la clase trabajadora como agente de la transformación
social. En segundo lugar, los temas dominantes en la teoría
anarquista -su individualismo, su hostilidad hacia la organización, o
al menos su ambigüedad hacia ella, y su rechazo del estado- son
ajenos a la experiencia de los trabajadores y a las necesidades de la
lucha de la clase trabajadora.
La clase trabajadora es una clase colectivista por su posición social
y económica en el capitalismo. La industria capitalista reúne a los
trabajadores colectivamente en fábricas y otros centros de trabajo.
El trabajador, como productor, es parte de una compleja división del
trabajo, demanda cooperación y disciplina -bajo el capitalismo esta
disciplina está impuesta desde arriba por el empresario, el director
y el capataz, tras la revolución, predominará la autoorganización del
colectivo, pero permanecerá un elemento de disciplina necesaria a la
producción industrial-. Como víctimas de la explotación, los
trabajadores pueden resistir a esta explotación y mejorar sus
condiciones sólo mediante la organización colectiva y la lucha. Para
proteger a sus miembros más vulnerables -enfermos, inválidos,
parados, gente mayor, etc.- la clase trabajadora no tiene más
elección que luchar por soluciones colectivistas, inversiones
estatales, un servicio de sanidad pública... Finalmente, la clase
trabajadora sólo puede tomar posesión de los medios de producción de
forma colectiva, utilizando su propio estado.
El espíritu del anarquismo está fundamentalmente reñido con estas
necesidades permanentes de la lucha de la clase trabajadora, y por
esta razón el anarquismo no ha conseguido nunca obtener un apoyo
sustancial de la clase trabajadora en ningún país industrializado. El
anarquismo, por lo tanto, no es la ideología de la clase trabajadora
o de cualquiera de las clases más importantes en el capitalismo
moderno. Para encontrar sus raíces sociales debemos mirar hacia los
estratos más marginales de la sociedad capitalista.
Una de las fuentes originales del anarquismo fueron los pequeños
comerciantes y artesanos de principios del siglo XIX, especialmente
arraigados en Francia. Los trabajadores cualificados o artesanos de
la manufactura estaban empobrecidos y sometidos, pero trabajaban de
forma aislada y poseían sus propios medios de producción. En este
sentido, formaban parte de la pequeña burguesía. Odiaban el estado y
a los capitalistas que los oprimían y explotaban y al sistema
capitalista que les exprimía, pero carecían del poder colectivo de la
clase trabajadora industrial. Para este sector, el anarquismo
expresaba su sueño de una comunidad igualitaria de pequeños
productores independientes.
Otra de las fuentes originales del anarquismo fue el campesinado. Los
campesinos han sido generalmente la clase más sometida a la pobreza y
la más oprimida en la sociedad capitalista pero, al igual que los
artesanos, producen individualmente y poseen, o aspiran a poseer, sus
propias porciones de terreno. Por tanto, pertenecen también,
estrictamente hablando, a la pequeña burguesía. En momentos de
rebelión, el campesinado odia el estado, identificado con la
recaudación de impuestos y defensor de los grandes terratenientes,
pero también lo ve como a un enemigo, algo así como un poder ocupante
extranjero, cuya supresión permitiría continuar la vida con toda
normalidad. La dependencia de la economía rural con respecto a la
industria y la ciudad -por ejemplo la necesidad de proveerse de los
instrumentos y la maquinaria agrícola necesarios para su trabajo- no
es percibida inmediata o necesariamente por el campesino, cuya
actitud hacia el estado es abiertamente hostil: "vete y déjame
cultivar mi tierra en paz": Estamos así ante el sueño de una
república de pequeños productores muy similar al de los artesanos y
este sueño puede encontrar la misma expresión en el anarquismo.
Desafortunadamente para el anarquismo, tanto los artesanos como los
campesinos son estratos en declive en la sociedad capitalista. La
marcha inexorable de la industria capitalista debilitó la posición de
los artesanos, que no podían competir con la producción en masa, y
estos se vieron forzados a pasar a las filas del trabajo asalariado.
Como parte del mismo desarrollo económico, millones de campesinos
fueron desplazados del campo y arrastrados hacia las ciudades por la
perspectiva de trabajo y mejores condiciones de vida, en un proceso
masivo de urbanización y proletarización.
Fue este el fenómeno que dio nacimiento al anarcosindicalismo. El
anarcosindicalismo es la variedad del anarquismo que más se adapta a
la situación de clase de los trabajadores y constituye una
modificación de los principios anarquistas "puros" en la dirección
del socialismo. Se trata de una ideología de compromiso que abandona
la sospecha anarquista hacia la organización colectiva, la disciplina
y el liderazgo lo suficiente como para aceptar el sindicalismo,
aunque no lo bastante como para incorporar el papel del partido
revolucionario y la lucha por el poder político. Este compromiso se
corresponde con la situación transitoria de un campesinado
recientemente proletarizado que todavía no ha abandonado sus
tradiciones y vínculos preindustriales.
Hasta ahora sólo hemos considerado el anarquismo y el
anarcosindicalismo del siglo XIX y de la primera parte del siglo XX,
el anarquismo de Proudhon y Bakunin, de Kropotkin y Malatesta, de
Makhno y Voline, Goldman y Berkman, un movimiento y una tradición que
florecieron en diversos momentos y en varias formas en Francia,
Italia, Rusia, Estados Unidos, México y España durante las primeras
fases de la industrialización y la urbanización de esos países y que
alcanzaron su culminación en la tragedia de la guerra civil española.
Lo que no hemos explicado son las bases sociales del anarquismo en el
capitalismo avanzado contemporáneo en el que artesanos, campesinos y
trabajadores de reciente proletarización no son ya una fuerza social
significativa.
El historiador anarquista George Woodcock señala que en la primera
edición de su estudio clásico Anarquismo: una historia de las ideas y
movimientos libertarios, escrito entre 1960 y 1961, trató el
anarquismo como un fenómeno esencialmente del pasado, un movimiento
que había llegado a su fin con la caída de Barcelona en manos de
Franco en 1939, comprobando el nuevo revivir del movimiento casi
inmediatamente después de que él mismo hubiera sentenciado su
defunción.
En los años sesenta se produjo un renacimiento del anarquismo como
parte de la radicalización de esta década, a cuyo frente se
encontraba la revuelta estudiantil de América, Italia, Gran Bretaña y
sobre todo Francia. Los estudiantes rebeldes se sintieron atraídos en
aquellos años por una amplia variedad de ideas -maoístas,
guevaristas, trotskistas, pacifistas, libertarias, etc.- pero no es
accidental que el movimiento estudiantil en su conjunto tuviera un
"ethos" espontaneísta, anarquista.
Los estudiantes de los sesenta eran muy diferentes de sus
predecesores de preguerra. Producto de la expansión de la educación
superior para satisfacer las necesidades del boom económico de
postguerra, su número se vio enormemente incrementado. Aunque todavía
predominantemente de clase media, procedían de un espectro más amplio
de la sociedad de lo que había sido hasta entonces y un título ya no
era un pasaporte hacía una posición segura en la clase dominante o en
el sector superior de la clase media. Además las prestaciones
universitarias no habían seguido el mismo ritmo de crecimiento que el
número de estudiantes, lo que dio origen a la masificación y al
malestar estudiantil, al sentirse tratados como en una cadena de
producción para la industria capitalista. Al mismo tiempo, los
estudiantes permanecían social y culturalmente separados de la clase
trabajadora.
Inspirados por la lucha de los negros norteamericanos y las
revoluciones antiimperialistas en el "Tercer Mundo" (vistas a través
de los espectáculos mediáticos) y enfurecidos por la obscena guerra
de Estados Unidos en Vietnam, los estudiantes se rebelaron contra la
estructura autoritaria de las Universidades, la sociedad de consumo,
los valores conformistas de los cincuenta y la moderación e
integración de la izquierda tradicional. Una mezcla indefinida de
socialismo libertario y anarquismo expresó tanto el extremismo
radical de la revuelta de los estudiantes como su inestabilidad
debida a su aislamiento respecto a la clase trabajadora.
Desde los sesenta el capitalismo ha creado una nueva capa social que
ha provisto al anarquismo de una base adicional. La actual crisis
económica del sistema, manifestada en tres recesiones internacionales
(1974, 1980, y 1990), ha supuesto el retorno del desempleo masivo.
Los niveles de desempleo no han igualado todavía los de los años 30,
pero han superado en mucho los de los cincuenta y sesenta y se ha
producido un crecimiento especialmente agudo del desempleo juvenil.
Entre estos jóvenes desempleados ha surgido una capa con poca o
ninguna experiencia de empleo regular, aislada cada vez más de la
mayoría de la clase trabajadora. Envuelta en una subcultura en la que
intervienen drogas, pequeña delincuencia, y mendicidad, acosados por
los propietarios, la policía y los funcionarios, rodeada por las
imágenes de la abundancia y la realidad de la decadencia urbana, las
condiciones de vida de esta juventud la convierten en enemiga de toda
autoridad y disciplina y fuente natural de un vago, espontáneo y
aireado anarquismo.
Hasta ahora hemos identificado cuatro grupos que constituyen las
raíces sociales del anarquismo: artesanos, campesinos, estudiantes y
jóvenes desempleados y/o marginados. Estos grupos tienen en común una
posición marginal en relación al corazón productivo del capitalismo.
Esta marginalidad tiene como resultado la pobreza, la opresión, la
alienación y una propensión a la revuelta, a menudo en forma extrema
y violenta; pero esto también les priva del poder económico y
político para derrotar al estado capitalista, subvertir las
relaciones capitalistas de producción y construir un nuevo orden
social y económico. La fuerza y la debilidad de la ideología
anarquista refleja precisamente esta fuerza y debilidad de su base
social.
El balance histórico del anarquismo
Para encontrar los orígenes de elementos del pensamiento anarquista
podemos remontarnos a los comienzos de la historia humana, puesto que
los seres humanos han soñado siempre con una sociedad libre e
igualitaria. Pero el anarquismo como movimiento e ideología definidos
data, igual que el marxismo, de mediados del siglo XIX.
En el curso de este siglo y medio de existencia, no cabe duda de que
el anarquismo ha contribuido con innumerables individuos, héroes y
heroínas, famosos y desconocidos, que han dado sus vidas para y por
la causa revolucionaria. Tampoco hay duda de que las debilidades que
hemos identificado se han mostrado repetidamente en la práctica
anarquista.
Dentro de los límites de un pequeño texto como éste es imposible
reseñar la historia completa del anarquismo con sus numerosas
complejidades y variedades. No intentaremos hacerlo. En cambio
intentaremos simplemente ilustrar y, de este modo, reforzar, los
argumentos ya presentados, refiriéndonos a tres episodios de la
historia del anarquismo: las actividades de Bakunin en los años
setenta del siglo pasado; el anarquismo en la Revolución Rusa; y el
papel del anarquismo en la guerra civil española. No es éste un
intento de explorar la historia del anarquismo utilizando ejemplos de
escándalo, traición o idiotez -un esfuerzo insustancial que puede
fácilmente ser reproducido para la historia del marxismo- sino de
examinar los momentos clave en la historia de la lucha
revolucionaria, que ofrecen algunos de los puntos culminantes de la
práctica anarquista. Nos enfrentaremos así con la tradición
anarquista en su terreno más fuerte, y no en el más débil.
Bakunin
Mijail Bakunin (1814-1876) es, quizá, la figura más conocida en la
historia del anarquismo. Ciertamente, en su aspecto, su estilo de
vida y su pasión por la acción, aparece como el arquetipo del héroe
anarquista romántico. Participe directo en una serie de
insurrecciones fallidas y veterano de muchas prisiones (incluyendo
cinco años de solitario confinamiento en la famosa fortaleza de Pedro
y Pablo en San Petersburgo), Bakunin, más que cualquier otra persona
fue el fundador del anarquismo como tendencia organizada distinguible
del movimiento socialista más amplio.
Encarnó también con particular intensidad las contradicciones
inherentes a la ideología anarquista.
En sus ataques al marxismo como "estatista" y "autoritario" y en sus
muchas proclamas demagógicas, Bakunin se presenta como el oponente
radical de todo poder, autoridad, dirección y subordinación. Así, el
programa del movimiento de Bakunin, la "Alianza por la Democracia
Socialista", declara:
"Con el grito de paz a los trabajadores, libertad para todos los
oprimidos y muerte a los gobernantes, explotadores y guardianes de
todo tipo buscamos destruir todos los estados y todas las iglesias
junto con todas sus instituciones y leyes (religiosas, políticas,
jurídicas, financieras, policía, universidad, económicas y sociales)
de forma que los millones de seres humanos engañados, esclavizados,
atormentados y explotados, liberados de todos sus dirigentes y
benefactores, oficiales y oficiosos, colectivos e individuales,
puedan respirar al menos con completa libertad."3
Mientras en 1871 declaraba:
"En una palabra, rechazamos toda legislación, toda autoridad y todo
poder privilegiado, autorizado, oficial y legal sobre nosotros,
incluso nacido del sufragio universal."
Y en 1872:
"Nosotros, no aceptamos, incluso para una supuesta transición
revolucionaria, convenciones nacionales, asambleas constituyentes,
gobiernos provisionales o autodenominadas dictaduras
revolucionarias."
Sin embargo, en su propia práctica política, Bakunin se dedicó a la
organización de pequeñas conspiraciones secretas y jerárquicas
sustentadas en el principio de obediencia completa a su propia
persona. Bakunin explicaba sus métodos en una carta a Nechayev, el
famoso conspirador ruso:
"Las sociedades cuyos objetivos estén cercanos a los nuestros deben
ser forzadas a fundirse con nuestra Sociedad o, al menos, deben estar
subordinadas a ésta sin su conocimiento, a la vez que la gente nociva
debe ser desplazada de ella. Las sociedades contrarias o
positivamente perjudiciales deben ser disueltas, y finalmente el
gobierno debe ser destruido. No se puede conseguir todo esto
solamente difundiendo la verdad; la astucia, la diplomacia, el
engaño, son necesarios."4
Fueron éstas las tácticas que Bakunin empleó en su intento de
conseguir el control de la Asociación Internacional de Trabajadores o
Primera Internacional. Cuando Bakunin y sus seguidores se unieron a
la Internacional en 1869 declararon su propia organización, la
Alianza por la Democracia Socialista, disuelta, pero de hecho se
mantuvo como red secreta. En 1872 Bakunin escribió a un seguidor
italiano lo que sigue:
"Pienso que más pronto o más tarde llegarás a comprender la necesidad
de fundar, dentro de las secciones de la Internacional, núcleos
compuestos por los miembros más seguros, más dedicados y más
enérgicos, en fin, los más afines. Estos núcleos, estrechamente
unidos entre ellos y con núcleos similares que están organizados o se
organizarán en otras regiones de Italia o en el extranjero, tendrán
una doble misión. Para empezar, formarán el alma inspirada y
vivificante de ese cuerpo inmenso llamado la Asociación Internacional
de Trabajadores y después se ocuparán de cuestiones que es imposible
tratar públicamente... Para hombres tan inteligentes como tú y tus
amigos creo que he dicho bastante... Naturalmente esta alianza
secreta aceptaría sólo a un número muy pequeño de individuos."5
Esta contradicción entre los principios declarados y la práctica real
no debe verse simplemente como una consecuencia de los deseos
personales de dominar de Bakunin. En realidad, Bakunin es la
encarnación viva de la contradicción inherente en el rechazo del
anarquismo a la dirección como tal: es decir, en lugar de una
dirección democráticamente elegida y revocable, no encontramos una
ausencia de líderes, sino líderes no democráticos, no elegidos, no
revocables.
Sin embargo, la conspiración secreta no sólo violaba los mismos
principios del anarquismo; era un método desastroso para dirigir la
revolución de la clase trabajadora. Ningún pequeño grupo de personas
especialmente secreto podía efectivamente calcular o guiar la
disposición de la clase trabajadora; por lo tanto la conspiración
lleva directamente al "putchismo", el intento por parte de pequeñas
minorías de escenificar insurrecciones, independientemente de las
acciones o los deseos de la mayoría de trabajadores.
Bakunin tomó parte en un gran número de aventuras de este tipo, todas
fracasadas patéticamente, incluyendo la de Lyon en septiembre de 1870
en la que, en medio de una ola de inquietud popular, él y sus
seguidores ocuparon el Hotel de la Ville, se constituyeron ellos
mismos en el Comité por la Salvación de Francia y anunciaron la
abolición del estado. Desafortunadamente el estado no reconoció su
abolición y, rápidamente, con dos compañías de la Guardia Nacional,
acabó con el golpe de Bakunin. Bakunin tuvo que huir finalmente a
Génova, no pudiendo así participar en la auténtica revolución obrera,
la Comuna de París del año siguiente.
Significativamente, Bakunin aplicó su concepto de poder secreto no
sólo a la organización del movimiento revolucionario, sino también a
la organización de la sociedad posrevolucionaria. En una carta a su
amigo y seguidor Albert Richard, Bakunin explicaba cómo él y sus
seguidores constituirían una "dictadura Secreta" una vez establecida
la anarquía:
"...como pilotos invisibles en medio de la tempestad proletaria,
debemos dirigirla, no a través de un poder abierto, sino por medio de
la dictadura colectiva de los Aliados (los miembros de la Alianza):
una dictadura sin cargo aluna, sin títulos, sin derechos oficiales y
más fuerte, puesto que no tendrá ninguna de las apariencias del
poder. Esta es la única dictadura que acepto."6
Afortunadamente esta concepción de un poder invisible puede
desecharse como una completa fantasía, puesto que si fuera realizable
sería la más antidemocrática forma de gobierno imaginable.
Por último, Bakunin personaliza en su trayectoria como agitador
profesional las variadas raíces sociales del anarquismo del siglo XIX
descrito en la anterior sección de este texto. Su inspiración primera
proviene de la rabia y la violencia de las revueltas campesinas -como
las dirigidas por Stenka Razin y Pugachev- en su nativa Rusia. Así,
idealizó al bandolero rural como "el vengador del Pueblo, el enemigo
irreconciliable del régimen estatal entero,... el auténtico y único
revolucionario -el revolucionario sin palabras vacías y sin retórica
libresca".
En 1867 Bakunin desvió su atención y la de sus seguidores hacia la
totalmente burguesa y liberal Liga por la Paz y la Libertad,
promovida por John Stuart Mill. Rápidamente desilusionado con la
burguesía y el rechazo de sus ideas, volvió a la Primera
Internacional y "adoptó" por un periodo al proletariado. En la
Internacional recibió apoyo principalmente de los artesanos rurales
de la Federación Jura de Suiza y del campesinado dominante en el sur
de Italia, mientras él también miraba con mayor simpatía a los
intelectuales y estudiantes desilusionados, "jóvenes fervientes,
enérgicos, totalmente desclasados, sin profesión o salida". Después
de su expulsión de la Internacional en 1872 ataca la concepción
marxista de la clase trabajadora ya que significaba "el dominio
aristocrático de los trabajadores de las fábricas y de las ciudades
sobre los millones que constituyen el proletariado rural".
Algunos anarquistas de última hora pueden estar tentados de repudiar
a Bakunin, pero, como veremos, los defectos fundamentales del
bakuninismo reaparecen en el anarquismo del siglo XX, incluso en sus
"grandes" momentos.
ANARQUISMO EN RUSIA
Como cabía esperar en un país predominantemente campesino, la
tradición anarquista precedió a la marxista en Rusia. Pero lo que
realmente llama la atención es el pequeño papel del anarquismo en la
revolución de 1917.
La revolución rusa fue la más grande y profunda de la historia. El
nivel de lucha y conciencia política conseguido por los trabajadores
y soldados rusos en 1917 es el más alto alcanzado por cualquier clase
trabajadora en cualquier tiempo, aunque el anarquismo apenas
consiguió afirmar un pie en este movimiento transcendental.
Así, Voline, el intelectual anarquista ruso más importante del
periodo, a su vuelta a Rusia en julio de 1917 no encontró ni un solo
periódico cartel u orador anarquista en Petrogrado, el auténtico
corazón de la revolución. En los soviets, los anarquistas carecían de
representación significativa e incluso en los comités de base de las
fábricas las resoluciones bolcheviques vencían constantemente a las
resoluciones anarquistas por aplastante mayoría.
Dos razones esenciales explican su fracaso. La primera fue el papel
jugado por los bolcheviques. En general el sentimiento anarquista se
desarrolla entre sectores de la clase trabajadora en el momento en
que la dirección del movimiento de los trabajadores más traiciona a
la clase y empieza la desilusión, pero en 1917 los bolcheviques
ofrecían una dirección claramente revolucionaria y atrajeron de este
modo el apoyo de la gran mayoría de los militantes de la clase
trabajadora.
La segunda razón es la existencia, desde febrero a octubre de 1917,
de un período de poder dual, es decir, un período de lucha entre dos
estados rivales. Por un lado permanecían los restos del viejo estado
zarista, con su ejército y su burocracia, encabezado por el Gobierno
Provisional; por otro, estaban los soviets, creados por los propios
trabajadores y soldados y cuyo poder y autoridad iba en aumento. La
cuestión crucial -en última instancia la única cuestión- era cuál de
estos estados acabaría por triunfar. ¿Aplastaría el viejo estado
zarista-capitalista a los soviets y a la clase trabajadora o
destruiría ésta el viejo estado transfiriendo todo el poder a los
soviets? Todas las fuerzas políticas que vacilaban en este asunto -el
gobierno de Kerenski, los mencheviques, etc.- se veían continuamente
reducidos a la impotencia. Una tendencia como la anarquista, que
rechazaba por principio todos los estados, estaba necesariamente
marginada.
La mayoría de los anarquistas comprometieron su ideología y se
convirtieron en tibios partidarios del poder soviético o rompieron
con el anarquismo y se unieron a los bolcheviques. Quienes no lo
hicieron, como el veterano Kropotkin (ya desacreditado por su apoyo a
los imperialismos ruso, británico y francés en la Primera Guerra
Mundial), llegaron a identificarse con el cada vez más odiado
Gobierno Provisional.
De hecho, sólo poco después de la Revolución de Octubre, en la Guerra
Civil que la siguió, pudo jugar el anarquismo un papel independiente
y significativo en los acontecimientos.
La Guerra Civil fue un período de intensas dificultades para la
revolución y de sufrimientos enormes para el pueblo ruso. La
revolución estaba asediada. Los ejércitos blancos, dirigidos por los
generales zaristas más reaccionarios y respaldados con dinero, armas
y tropas por todas las fuerzas del capitalismo internacional,
estuvieron a punto de tomar Petrogrado y acabar con el joven estado
obrero. Añadida a la devastación de la Guerra Mundial, la crisis
económica de 1917, el desorden inevitable causado por la propia
revolución y las abundantes pérdidas infligidas sobre Rusia en el
Tratado de Brest Litovsk, la Guerra Civil no sólo produjo un terrible
número de bajas directamente sino que también provocó un colapso
completo de la economía soviética. La industria se paralizó, el
sistema de transportes se descompuso, no había combustible para
calentar las ciudades, los trabajadores se veían forzados a volver al
campo en busca de alimentos, las epidemias de cólera y tifus hacían
estragos de un modo brutal.
El hecho de que, a pesar de todo, los bolcheviques consiguieran
continuar y salir victoriosos es testimonio del profundo apoyo que
habían construido en la clase trabajadora rusa. No obstante, en esta
situación, el anarquismo consiguió ganar audiencia entre sectores de
la clase trabajadora y, sobre todo, en el campesinado, desilusionado
por las amargas privaciones que sufría.
El descontento era frecuente entre los campesinos. En 1917 habían
tomado las tierras de sus viejos opresores, los terratenientes, y los
bolcheviques lo habían aprobado, uniendo de esta forma la revuelta
campesina en el campo a la revolución proletaria urbana. Pero durante
la Guerra Civil, el estado obrero se había visto obligado a requisar
grano de los campesinos por la fuerza de las armas. No había elección
-la alternativa era una hambruna masiva en las ciudades y la derrota
total de la revolución- pero inevitablemente enajenó al campesinado.
Mientras la guerra estaba en su punto más alto, la amenaza inmediata
de la vuelta de los terratenientes aseguró la lealtad de las masas
campesinas al estado soviético, pero en cuanto acabó la guerra,
estalló la ira campesina.
Surgieron así dos fenómenos de importancia histórica, asociados con
el anarquismo y encuadrados en la tradición anarquista: el movimiento
de Makhno y la rebelión de Kronstadt. Ambos movimientos han sido
mitificados por el anarquismo como expresiones de la auténtica
revolución libertaria del pueblo, aplastada por el "totalitarismo
bolchevique". La realidad, sin embargo, fue muy diferente.
Makhno
Nestor Makhno, un joven anarquista ucraniano, encabezó un ejército
campesino que se enfrentó con gran audacia y éxito primero al
ejército blanco y después al ejército rojo, hasta que fue finalmente
vencido por el ejército rojo al final de la guerra civil.
Archinof, el anarquista ruso que escribió la historia de su
movimiento, describió el proyecto de Makhno así: "organizar las
grandes masas campesinas como fuerza social que debía tener una
misión histórica particular, hacer brotar la energía revolucionaria
acumulada en ellas durante siglos, esgrimir esa fuerza formidable
sobre todo el régimen opresor contemporáneo."7
Trotsky, en cambio, argumentó, según Archinof, que "todos los
discursos de los makhnovistas y de los anarquistas sobre la comuna
libertaria de los trabajadores, no equivalían más que a un engaño de
guerra, mientras que, en realidad, los makhnovistas y anarquistas
aspiraban a introducir su propia autoridad anarquista..."8
¿Cuál de estas apreciaciones era la más acertada?
Archinof mismo describe cómo la realidad distaba mucho del modelo
ideal anarquista. En la zona makhnovista, "surgieron organizaciones
campesinas llamadas «comunas del trabajo» o
«comunas libres». Así, cerca de la aldea de Pokrovskoyé
se organizó la primera comuna libre con el nombre de Rosa
Luxemburg... Ahora bien: la vida interior de la comuna no tenía nada
que ver con la doctrina por la cual había luchado Rosa Luxemburg. La
comuna estaba fundamentada en el principio autoritario."
Voline, otro anarquista ruso, y seguidor de Makhno, habló de "la
formación de una camarilla entorno a Makhno. La camarilla a veces
tomó decisiones y cometió acciones sin tomar en cuenta la opinión del
Consejo [de Campesinos, Trabajadores e Insurgentes] o de otras
instituciones. Perdió su sentido de proporción, mostró desprecio
hacia todos los que estuvieran fuera de ella, y se desconectó cada
vez más de la masa de los combatientes y de la población
trabajadora."9
¿Por qué no se cumplieron las declaraciones de Makhno?
La razón más inmediata es que se encontraba en el medio de una
guerra, donde los ideales suelen perderse. Pero este era precisamente
el argumento de los bolcheviques, a quienes los anarquistas tachaban
de "autoritarios". Y los bolcheviques eran los que estaban intentando
no sólo luchar en una región, como Makhno, sino coordinar toda la
guerra civil, contra 14 ejércitos invasores, a lo largo de un enorme
país, además de intentando abastecer a las ciudades. Claro que iba a
haber errores y excesos, pero se trataba de intentar defender la
revolución contra la destrucción a manos de los países capitalistas.
Esto lleva al otro punto, más decisivo. La guerra civil, y en general
la revolución, mostraron la necesidad de coordinación por parte de
los revolucionarios. La revolución de octubre 1917 se había basado en
la clase trabajadora, una clase capaz de organizarse a sí misma, con
la creación espontánea de los soviets, dentro de los cuales cabían
tendencias políticas diferentes.10
La destrucción causada por la guerra descompuso la clase trabajadora,
y los soviets, con el resultado de que los bolcheviques se
encontraron sustituyendo a una clase trabajadora que era -se
esperaba, temporalmente- ausente. Si la revolución alemana de 1918-23
hubiera ganado, habrían llegado los recursos necesarios para la
reconstrucción de la industria y así la regeneración de esta clase. A
pesar de las dificultades en que se encontraron, la estrategia
bolchevique podía haber logrado su meta.
La estrategia de Makhno, en contraste, estaba condenada a fracasar.
La sustitución de democracia por autoritarismo en el movimiento
makhnovista no era mala suerte, algo coyuntural, sino que surgía de
la misma naturaleza del campesinado. Marx, en 1852, había escrito de
los campesinos que "son... incapaces de hacer valer su interés de
clase en su propio nombre... No pueden representarse, sino que tienen
que ser representados. Su representante tiene que aparecer... como
una autoridad por encima de ellos..."11
Esta fuerza externa, para los bolcheviques, no tenía que ser unos
pocos dirigentes, sino el movimiento democrático de trabajadores en
las ciudades -muchos de los cuales habrían salido hacía poco del
campo-. Pero para Makhno esta alternativa estaba excluida. Él habló
del "veneno político de las ciudades... las ciudades siempre emiten
un olor de mentira y traición del cual muchos, incluso entre los
compañeros que se llaman anarquistas, no están exentos."12
Si las ciudades, y por extensión la clase trabajadora industrial,
estaban corruptas, y los campesinos, como hemos visto, no eran
realmente capaces de una autoorganización independiente, el poder
necesariamente tenía que caer cada vez más en las manos de Makhno y
su camarilla.
Y si bien Makhno era un hábil dirigente de la guerra de guerrillas en
una zona limitada, su movimiento, basado como estaba en su poder
personal y su camarilla, era totalmente incapaz de dar una dirección
a la revolución en su conjunto. Como parte de la revolución
bolchevique, podía jugar un papel positivo en la guerra civil. Como
alternativa a la revolución bolchevique, sólo podía llevar al
fracaso, y a la victoria de las fuerzas contrarrevolucionarias.
Kronstadt
En Kronstadt, una base naval isleña que controlaba todos los accesos
por mar a Petrogrado, los marineros habían jugado un papel dirigente
en la revolución de 1917. En marzo de 1921 Kronstadt se sublevó en
una rebelión armada contra el régimen de los bolcheviques demandando
el final de las requisas de grano y "unos soviets sin comunistas".
Como en el caso de Makhno, la revuelta de Kronstadt adoptó eslóganes
libertarios (como el llamamiento a una "tercera revolución") que
atrajeron el apoyo de los anarquistas, pero tenía sus raíces en la
oposición campesina al "Comunismo de Guerra".
Temiendo que la revuelta pudiera conducir a un reinicio de la recién
terminada guerra civil, los bolcheviques no tenían opción, sino
intentar tomar la isla por fuerza. Además, se tenía que hacer lo
antes posible, antes de que se deshiciera el mar helado, lo que
habría liberado a los acorazados para acercarse y atacar a
Petrogrado.
La batalla que resultó fue sangrienta, sobre todo para los
bolcheviques. Los amotinados les dispararon con cañones. Entre los
que murieron directamente por recibir tiros, y los que cayeron al mar
por los huecos en el hielo, se perdieron 10.000 soldados del ejército
rojo. Los muertos entre los marineros de Kronstadt, incluyendo a los
fusilados después de la toma de la base, sumaron 600.
¿Cómo había la revolución llegado a tales extremos?
La guarnición de Kronstadt de 1921 no era la de 1917. Su composición
de clase había sufrido un cambio de importancia. Muchos de los
veteranos de 1917 habían muerto en la guerra, o habían ido a tomar
puestos en el nuevo estado obrero. Les habían reemplazado nuevos
reclutas del campo, muchos de los cuales procedían de áreas en las
que arraigaba el movimiento de Makhno, como los 2.500 ucranianos del
regimiento 160.
Pero, como hemos visto, el campesinado no era una fuerza social capaz
de hacer avanzar la revolución rusa. Las condiciones materiales de
vida del movimiento campesino (vinculación a la propiedad privada en
su forma de pequeña propiedad, individualismo en el modo de
producción, aislamiento geográfico y económico de las fuerzas de
producción decisivas en las ciudades) le imposibilitaban para
plantear una alternativa nacional (y aún menos, internacional) al
poder bolchevique. La sociedad moderna no puede ser dirigida u
organizada desde el campo.
La única clase que podía ser la base para la construcción de una
nueva sociedad era, y es, la clase trabajadora. Esta clase fue creada
por el capitalismo, un sistema de producción internacional, y es,
consecuentemente, una clase internacional. La clase trabajadora rusa
había tomado el primer paso de una revolución socialista, pero había
quedado aislada primero por el retraso de la revolución
internacional, y luego decisivamente por su derrota, en Alemania, en
1918-23, y, por fin, en China, en 1926-27.
Este triste final no se podía prever en 1921, pero sí quedaba claro
que dentro de Rusia la clase trabajadora había casi desaparecido como
fuerza social. Las únicas fuerzas coherentes en Rusia eran los
bolcheviques y los blancos contrarrevolucionarios.
En estas condiciones, no tenía sentido hablar de "soviets sin
bolcheviques" o de una nueva revolución. O, más bien, el acabar con
el poder de los bolcheviques sólo podía significar dárselo a los
Blancos, cuyo trato a todos los revolucionarios, anarquistas
incluidos, hacía a los bolcheviques parecer muy puntillosos.
Los Blancos comprendieron esto perfectamente y dirigieron todos sus
esfuerzos a enviar ayuda alimentaria a Kronstadt mientras hacían
planes para mandar fuerzas con el fin de hacer triunfar la revuelta.
El mito de Kronstadt ha sido un estandarte anarquista durante
décadas. Irónicamente, ahora lo están adoptando algunos ex
estalinistas que utilizan la supresión del motín tanto para condenar
toda la revolución, como para intentar demostrar que Trotsky, que
acabó asesinado en 1940 por su oposición a Stalin, fue igualmente
sanguinario que el deshonrado dictador.
Hay que reconocer que la batalla en Kronstadt fue algo que cualquier
revolucionario preferiría que no hubiera pasado. Pero en una
revolución a veces se tiene que enfrentar con condiciones adversas, y
se tienen que hacer cosas que no gustan. Y en las condiciones reales
de Rusia en 1921, no había opción, si se quería defender la
posibilidad de la revolución internacional. Esto nada tiene que ver
con las matanzas cometidas más tarde por Stalin, ya no para defender
una revolución, sino para acabar con lo que quedaba de ella, y para
explotar cada vez más a los trabajadores y campesinos.
Los bolcheviques fueron derrotados en Rusia, pero podían haber
ganado, si la revolución hubiera triunfado en Alemania. Stalin
triunfó, pero en base a la destrucción de la revolución, para crear
un capitalismo de Estado.
Si una revolución socialista no tuviera que preocuparse por la
producción industrial; si no tuviera que encararse con la
contrarrevolución armada; si, en resumen, ya viviéramos en un mundo
mejor, el anarquismo podría servir como política.
La revolución rusa demostró que estas condiciones no se dan, y que en
las condiciones de una revolución real, en el mundo tal como es, el
anarquismo es, en el mejor de los casos, irrelevante, y, en el peor,
un obstáculo.
ANARQUISMO EN EL ESTADO ESPAÑOL
Si la revolución rusa fue la revolución más importante del siglo XX,
también la revolución española de 1936-1937 puede competir por ese
título. Además se trata de la única ocasión en la historia en la que
el anarquismo ha participado en un levantamiento revolucionario
contando ya con un apoyo de masas, de hecho, en 1936 el sindicato
anarquista, la CNT, tenía un millón de miembros y era de lejos la
tendencia con más apoyos en la clase trabajadora. La revolución
española puede por tanto ser considerada legítimamente como una
prueba para el anarquismo -una prueba que fracasó no debido a
cualquier defecto en los trabajadores anarquistas que lucharon con un
coraje y autosacrificio extraordinarios, sino por los defectos
inherentes al anarquismo como estrategia revolucionaria-.
La revolución española comenzó en julio de 1936 en respuesta al
levantamiento fascista del general Franco contra el recién elegido
gobierno del Frente Popular (una alianza del Partido Comunista, el
Partido Socialista y la burguesía republicana).
A pesar de la parálisis del gobierno, los trabajadores españoles, en
su mayoría inspirados por el anarquismo, se sublevaron magníficamente
para parar a los fascistas. Los trabajadores armados cercaron los
acuartelamientos en Madrid y Barcelona, instando a los soldados a
rebelarse contra sus oficiales. Después de un día de combates los
cuarteles cayeron en Barcelona y al día siguiente en Madrid. Al cabo
de unos días los trabajadores se aseguraron el completo control de
las ciudades. Surgieron comités de trabajadores que organizaron los
transportes, los suministros de alimentación, las milicias y la
atención sanitaria. Enviaron columnas armadas al campo para asegurar
la comida y el apoyo al movimiento de los trabajadores agrícolas.
Organizando colectivamente el funcionamiento de la sociedad se
alzaron todos contra décadas de explotación y opresión. En Barcelona,
por ejemplo, la posición de las mujeres avanzó más que en cualquier
otro país del mundo: el aborto fue legalizado, se facilitó
información sobre planificación familiar y se instituyó un nuevo
matrimonio libre, sin coerción u oposición al divorcio. Como el
escritor George Orwell, que se encontraba allí en ese momento,
observó:
"Por encima de todo se creía en la revolución y el futuro, se tenía
la sensación de haber entrado súbitamente en una era de igualdad y de
libertad. Los seres humanos trataban de comportarse como seres
humanos y no como engranajes en la máquina capitalista."13
Las posibilidades de triunfo de una revolución obrera eran enormes,
pero permanecía la amenaza fascista (Franco había conseguido
establecer el control en el sudoeste de España y otro fascista, el
general Mola, estaba atacando desde el norte) así como la del
gobierno republicano, en el poder aún, al menos nominalmente, en
Cataluña (el corazón de la revolución) y Madrid.
¿Qué hicieron los dirigentes anarquistas? (Hay que señalar una vez
más la existencia en la práctica de líderes anarquistas). Entraron en
el gobierno -primero en el de la Generalitat de Cataluña en
septiembre de 1936 y después en el central en Madrid en diciembre-.
Esta acción constituía no sólo un alejamiento de los principios
anarquistas sino también, más trágicamente, una traición a la clase
trabajadora y a la revolución. El gobierno del Frente Popular en el
que entraron los dirigentes anarquistas estaba comprometido en la
preservación de la propiedad privada y del orden social capitalista y
en la restauración de la autoridad del estado capitalista
republicano. Su línea era que debía haber una amplia unidad de
clases, una alianza de todas las fuerzas democráticas en la lucha
contra Franco y que las demandas de la clase trabajadora en el
sentido de un cambio social profundo debían ser arrinconadas hasta
después de la derrota de los fascistas.
Para los representantes burgueses en el gobierno esta posición
expresaba el hecho de que para ellos la victoria del fascismo era en
última instancia un peligro menor que la victoria de la clase
trabajadora y que por lo tanto sólo colaborarían con la izquierda si
se garantizaban sus derechos de propiedad. Para el Partido Socialista
expresaba su complacencia (ya demostrada mucho antes) en la
colaboración con la burguesía. En el caso del Partido Comunista era
una política impuesta por Moscú que a la vez intentaba no alarmar a
los gobiernos francés y británico que Stalin estaba cortejando como
aliados contra Hitler.
De este modo, los dirigentes anarquistas participaron y aceptaron
responsabilidades en un gobierno cuyo objetivo consciente era
contener el levantamiento masivo de la clase trabajadora española.
Esto también significaba aceptar la responsabilidad en una estrategia
que, lejos de fortalecer la lucha contra Franco como afirmaba,
realmente condenaba a esta lucha a la derrota.
Si se sostenía una guerra de tipo convencional contra los fascistas,
Franco, apoyado por la maquinaria de guerra de Mussolini y Hitler,
saldría sin lugar a dudas victorioso. Para las fuerzas antifascistas
la única forma de vencer era transformar la guerra en revolución,
liberando completamente la energía y la iniciativa de las masas,
atraer a los trabajadores y campesinos en el territorio dominado por
los fascistas, a través de los hechos y la propaganda y socavar la
base de Franco en Marruecos (lugar donde lanzó su golpe) garantizando
la independencia de la colonia. El gobierno del Frente Popular se
opuso a todo esto y consiguió el apoyo progresivo de los líderes del
anarquismo, los líderes de la tendencia mayoritaria en el movimiento
obrero español.
La cuestión crucial es por qué los dirigentes anarquistas se
comportaron de esta forma traidora. ¿Se trataba de una aberración
puramente individual o fue el resultado de la debilidad inherente al
anarquismo? Los propios dirigentes de la CNT proporcionaron la
respuesta en su debate sobre una posible toma de poder por parte de
los anarquistas. García Oliver planteó el dilema: "o colaboración o
dictadura anarquista."14 Otro dirigente argumentó: "Nada podía estar
más alejado del anarquismo que el imponer su voluntad por la
fuerza."15
Ricardo Sanz resumió el problema "Desde el instante en que el
movimiento se hubiese responsabilizado de todo, todo el mundo habría
tenido que obedecer nuestras órdenes. ¿Qué es eso sino dictadura?
Ciertamente, la dictadura no formaba parte del programa anarquista,
pero era la fuerza de las circunstancias lo que había dictado nuestra
propuesta [de la toma del poder], que en aquel momento nos parecía
una salida. Pero no podía ser... ¿Por qué no? Pues porque la CNT se
oponía."16 Por eso los dirigentes de la CNT le dijeron a Lluís
Companys que él "gozaba de la confianza de Catalunya y de la CNT y
que esperábamos que continuara como Presidente de la Generalitat"17.
En otras palabras: la situación es desesperada, la contrarrevolución
está acechando; para resistir debe haber dirección, coordinación y
poder. Este poder puede ser el del estado burgués existente o un
estado de los trabajadores (la dictadura del proletariado) pero al
rechazar como anarquistas la dictadura del proletariado no tenemos
otra elección que unirnos al estado burgués.
Esta lógica de hierro no está limitada a la España de 1936 sino que
se ha aplicado y se aplicará en situaciones revolucionarias muy
variadas. La contrarrevolución siempre estará acechando, la elección
real estará siempre entre poder burgués y poder obrero; rechazar la
dictadura del proletariado significará siempre capitulación en el
momento decisivo. El ejemplo de España, el punto más alto conseguido
por el anarquismo como movimiento de masas, no es por tanto ni un
accidente ni una aberración. Antes bien, este ejemplo golpea el
corazón del anarquismo mostrando su fatal inadecuación como guía de
la acción revolucionaria.
LA ALTERNATIVA
La crítica al anarquismo presentada en este escrito puede resumirse
en una única frase: el anarquismo no puede ganar. Pero así como las
teorías científicas falsas son descartadas sólo cuando existe una más
adecuada para ocupar su lugar, esta crítica del anarquismo es
decisiva sólo si existe una alternativa que realmente pueda triunfar.
Esta alternativa es, en primer lugar, la clase trabajadora. Los
revolucionarios serios no idealizan ni rinden culto a los
trabajadores como individuos o como colectivo. No imaginan que el
mero hecho de trabajar en una fábrica o en una oficina ennoblece o
ilumina. Ni tiene una imagen de los trabajadores semejante a los
héroes de ojos azules y cara alargada de las pinturas estalinistas.
La apatía, la pasividad, la rabia mal dirigida y muchos otros
defectos están presentes en la clase trabajadora bajo el capitalismo,
como es inevitable en cualquier clase que sufre constante
explotación, alienación y opresión. No es el estado actual de la
conciencia de la clase trabajadora sino sus objetivos económicos y su
posición social la que dan a ella el potencial para destruir el
capitalismo y crear una nueva sociedad.
La clase trabajadora es el único y especial producto del capitalismo.
El crecimiento y la expansión del capitalismo producen el mismo
efecto en la clase trabajadora. Cuando Karl Marx escribió en 1848 que
la sociedad "está dividiéndose cada vez más en dos grandes campos
hostiles, en dos grandes clases enfrentadas directamente una a la
otra: burguesía y proletariado" la clase trabajadora estaba de hecho
confinada a la Europa Noroccidental y sólo en Gran Bretaña y Bélgica
se acercaba a una mayoría. Hoy la clase trabajadora es una fuerza
masiva, desde Sao Paulo en brasil a Seúl en corea, desde Estocolmo en
el norte a Soweto en el sur.
Las ideas de moda que afirman que la clase trabajadora está
desapareciendo se basan en concepciones completamente equivocadas. La
primera es pensar que la clase obrera está compuesta sólo de
trabajadores manuales de la industria manufacturera en vez de por
todos aquellos que viven sólo de la venta de su propia fuerza de
trabajo: confundiendo una forma de la clase con el conjunto de la
clase. La segunda es fijar la atención sólo en Europa y Norteamérica
ignorando así el inmenso proceso de industrialización y urbanización
que ha estado teniendo lugar en muchas partes de Latinoamérica,
Oriente Medio, África del Sur y el Sudeste asiático. De hecho, la
clase trabajadora es absolutamente mayoritaria entre la población de
todos los países capitalistas avanzados y al menos una minoría
significativa en vías de convertirse en mayoría en todos, excepto los
más atrasados, países del "Tercer Mundo".
La clase trabajadora es una clase explotada. La supervivencia del
capitalismo depende del beneficio extraído diariamente de la fuerza
de trabajo. Se crea así un conflicto irreconciliable de intereses
entre trabajadores y capitalistas acerca de los salarios, la jornada
laboral y las condiciones de trabajo, conflicto que no desaparece
aunque el salario sea alto (en realidad los trabajadores cualificados
con salarios relativamente altos se encuentra a menudo entre los más
explotados ya que se extrae de su trabajo una mayor plusvalía) y éste
es el punto de arranque de la lucha de clases que se extiende a cada
una de las áreas de la vida social. La clase capitalista emplea
numerosos métodos para confrontar esa lucha: desde concesiones cuando
puede permitírselas hasta la represión violenta cuando no puede
hacerlo. Pero mientras siga existiendo el capitalismo, la lucha de
clases no podrá ser erradicada y la clase trabajadora retendrá un
potencial permanente de revuelta.
Siempre que se produce esta revuelta, la clase trabajadora despliega
un poder político y económico desproporcionado a su número, de forma
que incluso en sociedades que representa una minoría (como en Rusia
en 1917 o en India o China hoy) es, no obstante, la clase
revolucionaria dirigente. Este poder deriva del hecho de que el
proceso capitalista de producción, distribución y comunicación
depende por completo de los trabajadores. Sin la cooperación activa
de los trabajadores no vuelan aviones, los teléfonos no funcionan o
no se entrega el correo.
Además la producción capitalista concentra a los trabajadores en los
centros de trabajo y en las ciudades, convirtiéndoles así en una
fuerza compacta, forjando también entre ellos lazos a escala nacional
e internacional: millones de trabajadores trabajan ahora para
empresas multinacionales, que no sólo venden en el mercado mundial,
sino que también fabrican en diferentes países.
Finalmente, la clase trabajadora es una clase colectivista. Para
conseguir el más pequeño incremento salarial o la más mínima mejora
en las condiciones de trabajo, los trabajadores tienen que unirse y
actuar juntos contra el empresario. De forma similar, para que la
clase trabajadora tome posesión de los medios de producción se
requiere su acción colectiva, y la propiedad colectiva: la industria
moderna no puede ser dividida y parcelada entre millones de
trabajadores.
Estas características, todas inherentes a la posición objetiva de la
clase trabajadora, hacen de ésta el sepulturero potencial del
capitalismo. La experiencia histórica de la lucha de la clase
trabajadora lo confirma. Evidentemente la clase trabajadora tiene aún
que desempeñar totalmente el papel revolucionario asignado por los
marxistas, pero ha demostrado en la práctica su capacidad para luchar
y triunfar una y otra vez durante los últimos ciento cincuenta años.
Refiriéndonos sólo a los últimos 25 años, Francia en 1968, Chile en
1970-73, Portugal en 1974, Irán en 1979 y Polonia en 1980 son todos
ejemplos de levantamientos masivos en los que fuerzas compuestas en
su inmensa mayoría por la clase trabajadora desafiaron o destruyeron
el orden existente y estuvieron a punto de tomar el poder. El gran
movimiento de estudiantes y trabajadores chinos que culminó en los
hechos de la plaza de Tiananmen en 1989 y las movilizaciones masivas
que provocaron la caída del muro de Berlín, el colapso del
estalinismo en el Este y la Caída de Ceaucescu en Rumania en el mismo
año, mostraron repetidas llamaradas del mismo potencial.
Sin embargo, una orientación hacia la clase obrera como agente del
cambio revolucionario, conduce directamente al marxismo, es decir, a
la teoría y estrategia basada a su vez en la experiencia y las
necesidades de la lucha de los trabajadores.
Es cierto que muchas personas y partidos que dicen ser marxistas han
traicionado a la clase trabajadora, pero para hacerlo han tenido
siempre que distorsionar o abandonar los principios marxistas básicos
-por ejemplo, adoptando la teoría estalinista del socialismo en un
sólo país en lugar del internacionalismo marxista o revisando la
teoría marxista del Estado y acomodándose al reformismo
parlamentario. Además han subsistido siempre una auténtica tradición
marxista presente en la obra de Marx, Engels, Luxemburgo, Lenin,
Trotsky y los movimientos que lideraron, que ha permanecido fiel a
los objetivos originales de la autoemancipación de la clase
trabajadora y la revolución internacional a la vez que ha actualizado
y desarrollado la teoría marxista adecuándola a un mundo en
transformación.
Esta tradición está hoy viva y presentando batalla, sobre todo entre
los socialistas revolucionarios que comprendieron desde el principio
que el estalinismo y los regímenes estalinistas no tenían nada que
ver con el socialismo. Durante más de 60 años el estalinismo aisló a
esta tradición y la arrinconó en los márgenes del movimiento obrero;
hoy, tras la muerte del estalinismo, está encontrando un nuevo
espacio y una nueva audiencia para sus ideas a nivel internacional.
Nunca ha sido tan grande la necesidad de estas ideas. La crisis del
capitalismo mundial es cada día más aguda. En el momento de escribir
esto estamos experimentado los efectos implacables de la tercera
recesión internacional de los últimos 18 años. Una recesión que ya ha
devastado los EE.UU., Gran Bretaña y Francia y que ahora empieza a
atacar a las supuestas economías "milagro" de Alemania y Japón. El
desempleo masivo y la pobreza son ahora generales y crecientes en
toda Europa y Norteamérica. En el "Tercer Mundo" la población sufre
además hambruna y epidemias masivas. El último informe del Banco
Mundial revisa su predicción de 1985 por la que se calculaba que a
finales de siglo habría 500 millones de personas viviendo en la
pobreza absoluta y sugiere que se superará la aterradora cifra de
1.000 millones. El Banco Mundial, con toda probabilidad, está siendo
conservador.
La distancia entre lo que podría conseguirse con el despliegue
racional de los inmensos avances científicos y técnicos del siglo XX
y lo conseguido en el irracional sistema capitalista nunca fue tan
amplia. La diferencia entre ricos y pobres (no sólo a escala mundial
sino también en los países capitalistas avanzados) ha crecido de
forma semejante. Los USA, el corazón del mundo capitalista, han
experimentado una acumulación de riqueza extraordinaria en las capas
altas de la sociedad, acompañada de una explosión de miseria y
pobreza en la base: más de 40 millones de personas viven ahora por
debajo del nivel oficial de pobreza y en muchas ciudades del interior
la tasa de mortalidad es superior a la de países como Cuba y Jamaica.
En Europa del Este y Rusia, las dictaduras estalinistas cayeron como
un castillo de naipes debido al desastre económico en que acabaron
convirtiéndose los sistemas de capitalismo burocrático de estado,
incapaces de resistir a la competencia económica y militar con el
Oeste. Pero la introducción del mercado no ha hecho más que
intensificar la crisis. En Rusia la producción de alimentos cayó más
de un 20% en 1922 y el desempleo creció de forma masiva. Los países
occidentales esperan poder estabilizar la situación mediante un
programa de ayudas, pero carecen de recursos debido a sus propios
problemas.
La crisis del capitalismo no tiene, severos como son, únicamente
efectos económicos; también lleva en su estela tensión creciente
entre naciones, inestabilidad política, militarismo, guerra,
represión y racismo. En 1989 George Bush anunciaba un "Nuevo Orden
Mundial" de paz, prosperidad y armonía, y académicos y periodistas
imprudentes comenzaron a hablar del "fin de la historia". En los
últimos tres años hemos tenido la guerra del Golfo, la guerra civil
en Yugoslavia, numerosos conflictos en lo que fue la URSS, uno de los
mayores disturbios de la historia en Los Ángeles y el surgimiento del
fascismo en Europa.
El último aspecto es particularmente significativo. Explotando el
desengaño político, y el sufrimiento económico, el fascismo está de
nuevo reptando desde las cloacas para contaminar la atmósfera en
Europa del Este, Austria, Alemania y, sobre todo, Francia. Dejar que
el fascismo se desarrolle puede conducir a una repetición de lo que
hizo en los años treinta: aplastar toda la oposición democrática y de
la clase trabajadora, y hundir a Europa en una pesadilla de racismo,
represión y guerra. El crecimiento debe ser detenido ahora y esto en
sí mismo es una tarea que requiere no sólo resistencia espontánea y
confrontación (aún siendo esenciales), sino también coordinación,
organización, dirección y una estrategia que haya aprendido de las
lecciones del pasado.
En última instancia, sin embargo, el fascismo y la guerra serán
siempre los últimos resortes del capitalismo en crisis. Hasta que el
sistema que engendra estos horrores no sea destruido, estamos
destinados a vivir bajo la sombra de la esvástica, el campo de
concentración y la bomba atómica. Sólo la revolución y el poder de
los trabajadores pueden resolver la crisis del capitalismo. Sólo la
política marxista puede conducir la lucha de la clase trabajadora a
la victoria. El anarquismo no puede hacerlo. La alternativa consiste
en construir un movimiento socialista revolucionario basado en el
marxismo.
NOTAS
1 Lenin "La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el
comunismo", en Obras Escogidas, Moscú 1980, p. 567-568
2 La cuestión de la relación entre leninismo y estalinismo es
obviamente de gran importancia en el debate entre marxismo y
anarquismo, pero la falta de espacio impide tratarla aquí. Ver: ¿Cuál
es la tradición marxista?, John Molyneux, folleto Socialismo
Internacional; Era la URSS socialista?, David Karvala, folleto
Socialismo Internacional; ¿Qué es el capitalismo de estado?, Derek
Howl, folleto Socialismo Internacional; La revolución traicionada,
Leon Trotsky, Ed. Fontamara; El último combate de Lenin, Moshé Lewin,
Ed. Lumen; El nacimiento del estalinismo, Michael Reiman, Ed.
Crítica.
3 Bakunin citado en Marx, Engels, Lenin, Anarchism and Anarcho-
Syndicalism, Ed. Progreso (Moscú, 1974) p108.
4 Hal Draper, Karl Marx's Theory of Revolution, Vol. IV, Monthly
Review Press (Nueva York, 1990) p303.
5 Id., p285.
6 Id, p95.
7 P. Archinof, Historia del movimiento macknovista, Tusquets 1975,
p59.
8 Id. p. 128.
9 Voline, citado en George Woodcock, Anarchism, Ed. Penguin
(Harmondsworth, 1962) p397.
10 Reconozcamos que este pluralismo dentro de los soviets se iba
perdiendo en la medida en que los partidos socialistas "moderados"
pasaban a apoyar la contrarrevolución.
11 K Marx, "El dieciocho brumario de Luis Bonaparte", en Obras
Escogidas, Moscú (sin fecha), p173.
12 Makhno, La revolution russe en Ukraine, citado en George Woodcock,
ob. cit. p396.
13 George Orwell, Homenaje a Catalunya, Seix Barral 1985, p. 10.
14 Luis Romero, Tres días de julio, Ed. Ariel, Barcelona 1967, p612.
15 Citado en Ronald Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo a los otros
Crítica, Barcelona, 1979, p.149.
16 Ibid, p.150.
17 Ibid, p.148.

.

¿QUIERES SALIR AQUI? , ENLAZAME

-

-