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domingo, 28 de marzo de 2010

LA ESCUELA DE LOVECRAFT O LA DIALÉCTICA DE LA AMBIGÜEDAD

La escuela de Lovecraft o la dialéctica de la ambigüedad

Ocurre a menudo con los autores malditos, relegados durante años (con frecuencia hasta bastante después de su muerte), que cuando de un modo u otro son «descubiertos» todo el mundo intenta apropiárselos.

Despreciado durante mucho tiempo por la crítica oficial como un mediocre discípulo de Poe, y hoy universalmente reconocido como uno de los maestros indiscutibles de la literatura fantástica, tanto los exegetas de la ciencia ficción como los pontífices del «realismo fantástico» y los oráculos de la cultura de la droga reclaman a Lovecraft como ilustre precursor; gnósticos, teósofos y ocultistas lo alinean en sus filas, y la escuela psicoanalítica junguiana ve en su narrativa la ilustración literaria de sus postulados. Y lo más curioso es que puede que todos tengan razón, al menos en parte. Incluso sus detractores, aunque no quienes le ignoraron o desestimaron la importancia de su obra.

Pues en la narrativa lovecraftiana hay un tal cúmulo de elementos heterogéneos, con frecuencia contradictorios, que, personalmente, dudo mucho que se pueda dar de ella una interpretación unívoca, como a menudo se ha intentado.

De los numerosos estudios sobre Lovecraft y su escuela —la mayoría superficiales, meramente descriptivos o divagatorios, y hasta tendenciosos— debo recomendar vivamente al lector interesado en profundizar en el tema (pese a lo antiestratégico que resulta hacer propaganda de la competencia) los extensos prólogos de Rafael Llopis a su antología de los Mitos de Cthulhu y al ciclo de aventuras oníricas de Randolph Carter (ambos publicados por Alianza Editorial).

La alusión no es del todo desinteresada, ya que las conclusiones de Llopis me servirán de excelente pretexto para ilustrar mi tesis sobre la ambigüedad lovecraftiana.

A lo largo de sus análisis, Llopis compara acertadamente la típica estructura narrativa lovecraftiana con los ritos iniciáticos y las experiencias psicodélicas; sostiene que la lectura de Lovecraft comporta una liberación de la necesidad reprimida de vivir experiencias fantásticas, por lo que su efecto es psicológicamente saludable, y que, gracias a su capacidad «evocadora de lo arquetípico», la obra de Lovecraft resulta básicamente progresiva. Afirma, además, que al manifestarse y liberarse a través del arte, se evita que esta reprimida tendencia hacia lo numinoso cristalice en mitos o en actitudes ideológicas irracionalistas, y que los cuentos de Lovecraft no comportan una evasión de la realidad puesto que no pretenden hacernos creer que lo que en ellos se narra es real.

Si bien en general estoy bastante de acuerdo con Llopis, opino que algunas de sus afirmaciones entrañan más de un equívoco, por lo que creo conveniente, si no refutarlas, al menos matizarlas:

La no pretensión de verosimilitud no es condición suficiente para determinar la índole no evasiva de una obra. Varias de las consideraciones de Llopis sobre la narrativa lovecraftiana podrían aplicarse, por ejemplo, a los tebeos de Superman; tampoco en éstos se pretende convencernos de que exista un superhombre volador, y constituyen asimismo una forma «artística» de gratificar el ansia de experiencias fantásticas. Sin embargo, los tebeos de Superman son básicamente evasivos, alienantes y reaccionarios, en función del esquema de valores que proponen y de su defensa implícita de la moral vigente.

Del mismo modo, en la narrativa lovecraftiana abundan los elementos reaccionarios, en la medida en que refleja y fomenta determinados prejuicios (los raciales y los clasistas, por ejemplo), en la medida en que propugna solapadamente una determinada concepción ético-estética («Nulla estética sine ética»), en función de su maniqueísmo subyacente. (Todo esto es especialmente cierto si por «narrativa lovecraftiana» entendemos no sólo la obra del propio Lovecraft, sino también la de sus seguidores.)

Es verdad que, tal como afirma Llopis, una lectura «distanciada» de Lovecraft puede resultar a la vez reveladora, liberatoria y revulsiva, y por ende beneficiosa. Pero también la visión «distanciada» de un spaghetti-western, un spot publicitario o el más tópico filme de terror puede ser revulsiva, sin que ello impida que dichos productos sean básicamente evasivos, y que de hecho, a gran escala, cumplan una función alienante.

En la medida en que la narrativa lovecraftiana revela alegóricamente la inestabilidad de las apresuradas racionalizaciones sobre las que se asienta nuestra civilización; en la medida en que nos recuerda que no hemos superado en absoluto lo irracional, sino que nos hemos limitado a darle la espalda (que por cierto es la mejor manera de quedar a su merced); en la medida en que invita al lector a asomarse a los pozos de su inconsciente... en esta medida la narrativa lovecraftiana es progresiva. Pero en la medida en que fomenta ciertos prejuicios, en la medida en que invita a la evasión por el ensueño (Lovecraft era un onirómano contumaz, y he podido comprobar personalmente que muchos de sus lectores también lo son), en la medida en que asume el maniqueísmo de una moral intransigente y regresiva... en esta medida es indudablemente reaccionaria, y su lectura acrítica, superficial, comporta una evasión de la realidad.

En mi opinión, pues, la narrativa lovecraftiana es intrínsecamente ambigua, por no decir contradictoria. Y en este sentido sigue siendo válido, hasta cierto punto, el compararla con los alucinógenos, que pueden servir tanto para «ampliar el área de la consciencia» (Ginsberg) como para embotarla.

En cualquier caso, la ambigüedad, contradictoriedad y conflictividad de la obra de Lovecraft y su escuela son las de nuestro tiempo, y en cuanto a su casi multitudinario éxito actual, desgraciadamente no puedo estar de acuerdo con Jaques Bergier cuando dice: «Si finalmente Lovecraft encuentra la acogida que tanto había esperado, es debido a que entre muchos de nosotros la imaginación se ha despertado.» Lo que se ha despertado en muchos de nosotros es más bien el miedo lovecraftiano ante un entorno cada vez más hostil, cada vez más aberrante tras su máscara de racionalismo. Lovecraft no sólo es el inspirado juglar del inconsciente colectivo, sino también, y principalmente, de la neurosis colectiva. Y de ahí, precisamente, su extraordinario interés, su rara fascinación y su indudable importancia cultural.

Tal vez convenga aclarar, para el lector no iniciado (y nunca mejor dicho lo de «iniciado», tratándose de la escuela de Lovecraft), que los Mitos de Cthulhu no sólo no constituyen el desarrollo sistemático de una mitología perfectamente configurada (como nos advierte el propio Derleth en su introducción), sino que ni siquiera forman un ciclo delimitado y elencable. Prácticamente toda la obra de Lovecraft está relacionada directa o indirectamente con los Mitos, y efectuar la lista completa de los relatos de otros autores que han continuado la tradición sería casi tan difícil como llevar a cabo la bibliografía exhaustiva de una determinada temática fantástica. Aun hoy día se escriben y publican relatos incluibles en los Mitos. Incluso en España hay aficionados que ocasionalmente publican en fanzines y revistas especializadas como Nueva Dimensión pequeñas aportaciones a la mitología lovecraftiana.

Y es que, de hecho, los Mitos constituyen una temática (o subtemática, si se prefiere) más de la narrativa fantástica. Una temática abierta y susceptible de evolución, con sus «precursores» (equívoca palabra que sólo me atrevo a usar entre comillas), sus clásicos, sus subproductos y sus innovadores. De ahí que bajo el título Mitos de Cthulhu puedan publicarse, y de hecho se publiquen, antologías diferentes.

La recopilación llevada a cabo por August Derleth (que presentamos en tres tomos independientes de los que éste es el primero) no tiene, por tanto, la menor pretensión totalizadora, ni siquiera paradigmática. Pero se trata, eso sí, de una exposición amplia y representativa de los Mitos, a cargo de la persona más indicada para esta tarea: el más directo colaborador de Lovecraft tanto en vida de éste como postumamente, y el hombre que más ha contribuido a la difusión de su obra y la de sus seguidores.

La excelente versión de Francisco Torres Oliver, auténtico especialista en la materia, contribuye de forma inestimable a transmitir al lector hispanoparlante la peculiar fascinación del lenguaje lovecraftiano, y la introducción del propio Derleth sitúa de manera escueta pero precisa el fenómeno literario de los Mitos.

Sólo queda pedir disculpas a los completistas por la inevitable publicación de algunos relatos de los que ya existían versiones en castellano. Era la única forma de ofrecer íntegra a nuestros lectores la antología más autorizada y representativa sobre uno de los fenómenos culturales más sugestivos e inquietantes de nuestro tiempo.

Carlo Frabetti


Los Mitos de Cthulhu

«Todas mis historias —escribió H. P. Lovecraft—, por inconexas que parezcan, se basan en el saber o leyenda fundamental de que este mundo estuvo habitado en un tiempo por otra raza que, al practicar la magia negra, perdió su posición establecida y fue expulsada, pero que vive en el exterior, dispuesta siempre a tomar posesión de esta Tierra nuevamente.» Cuando tal esquema se hizo evidente a los lectores de Lovecraft, particularmente en los relatos que siguieron a la publicación de La llamada de Cthulhu, en Weird Tales, febrero de 1928, los corresponsales y colegas de Lovecraft denominaron al conjunto «los Mitos de Cthulhu», aunque el propio Lovecraft nunca lo designó así.

Es innegable que existe en la concepción de Lovecraft una similitud fundamental con los mitos cristianos, especialmente con el de la expulsión de Satanás del Paraíso y el poder del mal. Pero cualquier examen de las historias de los Mitos revela también ciertos paralelos no imitativos con otros esquemas míticos y con obras de otros escritores, particularmente de Poe, Ambrose Bierce, Arthur Machen, lord Dunsany y Robert W. Chambers, que proporcionaron a Lovecraft claves muy provechosas, aunque él sólo admitió haber sacado de lord Dunsany la «idea del panteón artificial y el fondo mítico representado por Cthulhu, Yog-Sothoth, Yuggoth, etc.»; no obstante, lo único que sacó de la obra de lord Dunsany fue la idea, ya que ninguna de las principales figuras de los Mitos tiene existencia en los escritos de Dunsany, si bien aparecen ocasionalmente nombres de lugares dunsanianos en los cuentos de Lovecraft.

Tal como Lovecraft concibió las deidades o fuerzas de sus Mitos, estaban, inicialmente, los Dioses Arquetípicos, ninguno de los cuales, salvo Nodens, Señor del Gran Abismo, es designado con su nombre; estos Dioses Arquetípicos eran deidades benévolas, representaban las fuerzas del bien y vivían en o cerca de Betelgeuse, en la constelación de Orion, decidiéndose muy raramente a intervenir en la incesante lucha entre los poderes del mal y las razas de la Tierra. Estos poderes del mal eran conocidos como los Primigenios o Primordiales, aunque esta última denominación es aplicada en la ficción, especialmente a la manifestación de uno de los Primordiales en la Tierra. A diferencia de los Arquetípicos, los Primordiales son citados por sus nombres y hacen espantosas apariciones en algunos de los cuentos. Por encima de ellos está el dios ciego e idiota Azathoth, «ciego amorfo de la más baja confusión que blasfema y burbujea en el centro de toda infinitud». Yog-Sothoth, el «Todo-en-lo uno y Uno-en-el-todo», comparte el dominio de Azathoth y no está sujeto a las leyes del tiempo y el espacio. Nyarlathotep, que es probablemente el mensajero de los Primordiales, el Gran Cthulhu, que mora en R'lyeh, la ciudad que se oculta en las profundidades del mar; Hastur el Innombrable, semihermano de Cthulhu, que ocupa el aire y los espacios interestalares, y Shub-Niggurath, «el cabrón negro de los bosques con sus mil jóvenes», completan la lista de los Primordiales, tal como fue concebida originalmente. Los paralelos en la ficción macabra son evidentes, ya que Nyarlathotep corresponde al elemento terreno, Cthulhu al elemento acuático, Hastur al aéreo, y Shub-Niggurath es la concepción lovecraftiana del dios de la fertilidad.

A este grupo original de Primordiales, Lovecraft añadió posteriormente otras muchas deidades, aunque por lo general de rango inferior, como Hypnos, dios del sueño (que representa el esfuerzo por conectar un relato anterior con los Mitos, como hizo también al describir a Yog-Sothoth como «Umr At-Tawil» en la colaboración Lovecraft-Price A través de las puertas de la llave de plata); Dagon, que gobierna a los Profundos, moradores de las profundidades oceánicas y aliados de Cthulhu, «los Abominables Hombres de las Nieves de Mi-Go»; Yig, réplica de Quetzalcoatl, etc. A los Mitos vinieron a sumarse otros seres surgidos de la fecunda imaginación de los creadores corresponsales de Lovecraft: los Perros de Tíndalos y Chaugnar Faugn son creados por Frank Belknap Long; Nyogtha, por Henry Kuttner; Tsathoggua y Atlach-Nacha, por Clark Ashton Smith; Lloigor, Zhar, el pueblo Tcho-Tcho, Ithaqua y Cthuga son de mi propia invención; del mismo modo cabe citar creaciones tales como Glaaki y Daoloth, de J. Ramsey Campbell; Yibb-Tstll y Shudde-M'ell, de Brian Lumley, y los Parásitos Mentales de Colin Wilson.

Luego, necesariamente, aparecieron los adimentos de la mitología. Se desarrollaron razas prehumanas que sirvieron a los Dioses Arquetípicos; se inventaron nombres de lugares para situar «los países» de estos seres... unas veces lugares reales, como Aldebarán o las Híadas, otras lugares imaginarios como la Meseta de Leng o pueblos y ciudades de Massachusetts como Arkham (que corresponde a Salem), Kingsport (que corresponde a Marblehead), Dunwich (que es en realidad el campo y alrededores de Wibraham, Monson, y Hampden), etc. Para una mayor instrumentación de los Mitos, Lovecraft habló en sus escritos y tomó a veces citas de un libro rarísimo y terrible, el Necronomicón, del árabe loco Abdul Alhazred, el cual contenía alusiones espantosas y estremecedoras a los Primigenios, que acechan al otro lado de la conciencia del hombre y se hacen visibles o se manifiestan de cuando en cuando en sus constantes intentos por reconquistar su poderío sobre la Tierra y sus razas. Lovecraft elaboró para este libro una «historia y cronología» tan convincente que muchos bibliotecarios y bibliómanos han llegado a solicitar ejemplares. En suma, el libro, titulado originalmente Al Azif, fue escrito hacia el año 730 en Damasco por Abdul Alhazred, «poeta loco de Sana, Yemen, que se dice floreció durante el período de los califas Omeyas». Según esto, la historia del libro sería la siguiente:

Año 950: Traducido al griego con el título de el Necronomicón, por Theodorus Philetas.

Año 1050: Es quemado por el Patriarca Michael (es decir, el texto griego... el texto árabe se había perdido a la sazón).

Año 1228: Olaus Wormius lo traduce del griego al latín.

Año 1232: Las ediciones latina y griega son suprimidas por el papa Gregorio IX.

Año 1440 (?): Edición alemana en caracteres góticos.

Entre 1500 y 1550: El texto griego es editado en Italia.

Año 1600 (?): Aparece la traducción española del texto latino.

Como suplemento a esta notable creación, Lovecraft añadió unos documentos fragmentarios de la «Gran Raza», los Manuscritos Pnakóticos; los escritos blasfemos de los esbirros de Cthulhu que forman el Texto de R'lyeh; el Libro de Dzyan; los Siete Libros Crípticos de Hsan, y los Cánticos de Dhol. Los miembros del Círculo de Lovecraft añadieron a la bibliografía otros títulos: Clark Ashton Smith, el Libro de Eibon (o Liber Ivoris); Robert E. Howard, el Unaussprechlichen Kulten, de Von Junzt; Robert Bloch, el De Vermis Mysteriis, de Ludvig Prinn, y yo, los Fragmentos de Celaeno y el Cultes des Goules, del conde d'Erlette. Brian Lumley añadió más tarde los Fragmentos de G'harne y el Cthaat Aquadingen, y J. Ramsey Campbell las Revelaciones de Glaaki.

El material de los relatos pertenecientes a los Mitos de Cthulhu, tanto de los seguidores de la tradición de Lovecraft como de Lovecraft mismo, aluden normalmente a los ingeniosos y terribles intentos de los Primordiales por recobrar su poderío sobre los pueblos de la Tierra, manifestándose en parajes extraños y apartados, y dejando vislumbrar o bien apariciones de blasfemos horrores, esas dislocaciones del tiempo y del espacio que tanto gustaban a Lovecraft, o bien alguna prueba relacionada con la existencia de los Primordiales y sus seguidores terrestres.

Las historias originarias de los Mitos de Cthulhu, escritas por Lovecraft, comprenden trece títulos concretos: La ciudad sin nombre, El ceremonial, La llamada de Cthulhu, El color que cayó del cielo, El horror de Dunwich, El que susurra en la oscuridad, Los sueños en la casa de la bruja, El visitante de las tinieblas, La sombra sobre Innsmouth, La sombra fuera del tiempo, En las montañas de la locura, El caso de Charles Dexter Ward y La entidad del umbral. Además, Lovecraft llevó a cabo muchas «revisiones» (que eran en realidad elaboraciones debidas mucho más a la pluma de Lovecraft que a la de sus clientes) de las alusiones a los Mitos; historias «revisadas» por Lovecraft, tales como La maldición de Yig y El montículo, de Zealia Brown-Reed, El horror del museo y Fuera del tiempo, de Hazel Heald, y algunas más, se sitúan propiamente en segundo plano dentro de los Mitos de Cthulhu, junto con cuentos de escritores que eran contemporáneos de Lovecraft o aparecieron después... como los cuentos reunidos aquí, desde El regreso del brujo, de Smith, al más reciente, El regreso del Lloigor, de Colin Wilson[1]. La novela inacabada El que acecha en el umbral, que completé yo y vi publicada en 1945, forma parte también de los Mitos.

Es interesante subrayar que, mientras la mayoría de los escritores han optado por utilizar los escenarios de Lovecraft, unos cuantos —sobre todo J. Ramsey Campbell y Brian Lumley— han trasplantado sin más el esquema mítico al medio rural inglés y han añadido ambientes de su propia cosecha para incrementar el cuerpo de la obra, con lo que los libros de Lovecraft se han visto complementados por otros, como son los míos propios La máscara de Cthulhu y El rastro de Cthulhu, El habitante del lago e Inquilinos menos bien venidos, de J. Ramsey Campbell, Los Parásitos Mentales, de Colin Wilson, y El que llama en la negrura, de Brian Lumley.

Sería un error suponer que los Mitos de Cthulhu constituyen un desarrollo programado de la obra de Lovecraft. Todo indica que él no tenía intención ninguna de desarrollar los Mitos de Cthulhu, hasta que el esquema se puso de manifiesto por sí mismo en su propia obra, lo que explica ciertas incoherencias de escasa importancia entre sus relatos. Las raíces de los Mitos de Cthulhu son fácilmente reconocibles: la Narración de A. Gordon Pym, de Poe, tras cuya lectura hay que comparar al ser que gritaba Tekali!, con el ¡Tekeli-li! en los desiertos antarticos de En las montañas de la locura (aunque el especialista en Poe, J. O. Bailey, señala que Lovecraft, como Julio Verne, tergiversó el destino que Poe otorga a Gordon Pym, añadiendo en descargo que «muy pocas personas sabían lo que Poe tenía pensado para el resto de su historia, hasta que se descubrió la relación con Symzonía y se publicó»); El signo amarillo, en El rey de amarillo, de Robert W. Chambers, que nos dio un Hastur y una Hali de forma mística, los cuales cobraron posteriormente una mayor entidad al adoptarlos Lovecraft; Un habitante de Carcasa, de Ambrose Bierce, de donde Carcosa vino a incorporarse a los Mitos; y los cuentos de Arthur Machen, particularmente El Pueblo Blanco, del que provinieron las Cartas de Aklo, los Dols (que Lovecraft convirtió en Dholes), los Jeelo, los Voolas. Poco a poco, todos estos elementos quedaron asimilados en la estructura de los Mitos de Cthulhu al reunirlos paulatinamente Lovecraft. En cuanto a la cronología, el primer personaje de los Mitos de Cthulhu que hizo su aparición fue Abdul Alhazred; fue en un relato fuertemente dunsaniano, La ciudad sin nombre (1921), en el que se le atribuye el «inexplicable dístico:

Que no está muerto lo que puede yacer eternamente,

Y con los evos extraños aun la muerte puede morir».

El segundo cuento que amplió el esquema fue El ceremonial (1923), en el que recurrió al escenario más familiar de Nueva Inglaterra por primera vez, incorporó el Kingsport de sus cuentos dunsanianos a los Mitos, sacó de nuevo al árabe loco, y mencionó por primera vez el Necronomicón.

El siguiente cuento fue, cronológicamente, La llamada de Cthulhu (1926), en el que, por primera vez, empezó a emerger el esquema de los Mitos. Lovecraft comienza este relato con una cita significativa de Algernon Blackwood: «Es concebible que exista un superviviente de entre estos grandes poderes o seres... un superviviente de épocas inmensamente remotas en que... se manifestó la conciencia, quizá, en modos y formas que se retiraron mucho antes de que avanzase la pleamar de la humanidad... formas de las que sólo la poesía y la leyenda han captado un fugaz atisbo, dándole el nombre de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase y género.» La idea de Cthulhu, el primero de los Primordiales, aparece en este cuento de horror surgiendo del mar; en él vuelve a aparecer también el Necronomicón; y el dístico del árabe loco es contestado por primera vez en ese cántico ritual: «Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn», que Lovecraft traduce como: «En su morada de R'lyeh, Cthulhu muerto aguarda soñando». La antigua «Irem, la Ciudad de los Pilares», ciudad sin nombre, reaparece brevemente en La llamada de Cthulhu. A partir de esta historia, Lovecraft comenzó a construir deliberadamente los Mitos de Cthulhu, y durante el resto de su vida, toda obra suya de envergadura desarrolla los Mitos.

La presente recopilación, por tanto, está encabezada por La llamada de Cthulhu y contiene, en un orden más o menos cronológico, otros desarrollos de los Mitos escritos por amigos y corresponsales de Lovecraft, así como por otros escritores más recientes, cuyos relatos incluidos aquí no se habían publicado anteriormente. He incorporado otro cuento de Lovecraft; se trata de El visitante de las tinieblas, escrito en réplica al pastiche de Robert Bloch, El vampiro estelar, y a cuya publicación siguió La sombra que huyó del chapitel, de Robert Bloch; estos tres cuentos relacionados aparecen aquí[2] por primera vez juntos por orden cronológico. Los cuentos recogidos en esta antología son representativos del sinnúmero que han escrito para los Mitos Clark Ashton Smith, Frank Belknap Long (sobre todo su novela El horror de las colinas, basada en un sueño de Lovecraft), Robert Bloch, Henry Kuttner, Robert E. Howard, yo y otros. Asimismo, aparecen aquí por vez primera relatos de J. Vernon Shea, J. Ramsey Campbell, Brian Lumley, James Wade y Colin Wilson.

Los Mitos de Cthulhu, podría decirse retrospectivamente —pues ciertamente los Mitos como idea inspiradora para una nueva ficción difícilmente proporcionarían a los lectores algo nuevo y suficientemente distinto en concepción y ejecución como para dar lugar a una continua y creciente demanda— representaron para H. P. Lovecraft una especie de mundo de ensueño; hay que subrayar que Lovecraft vivió inmerso en una sucesión de mundos de ensueño, a veces sólo superficialmente conectados con la realidad: el de Grecia antigua, el de Roma antigua, el de la Inglaterra del siglo xviii (toda su vida fue un decidido anglófilo) y el dominio de la fantasía y el «encanto remoto» que le condujeron al mundo de los Mitos de Cthulhu, donde dio libre pábulo a su predilección por lo fantástico, lo extraño y lo horrible, en una serie de relatos memorables de una fuerza tal que aún hoy, más de tres décadas después de su muerte, suscitan el respeto y la admiración de los lectores de todo el mundo.

August Derleth

Sauk City, Wisconsin

miércoles, 3 de septiembre de 2008

TERROR ONIRICO -- EL SABUESO -- HOWARD P. LOVECRAFT

TERROR ONIRICO -- EL SABUESO -- HOWARD P. LOVECRAFT
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EL SABUESO
H. P. Lovecraft
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En mis torturados oídos resuenan incesantemente un chirrido y un aleteo de pesadilla, y un breve ladrido lejano como el de un gigantesco sabueso. No es un sueño... y temo que ni siquiera sea locura, ya que son muchas las cosas que me han sucedido para que pueda permitirme esas misericordiosas dudas.
St. John es un cadáver destrozado; únicamente yo sé por qué, y la índole de mi conocimiento es tal que estoy a punto de saltarme la tapa de los sesos por miedo a ser destrozado del mismo modo. En los oscuros e interminables pasillos de la horrible fantasía vagabundea Némesis, la diosa de la venganza negra y disforme que me conduce a aniquilarme a mí mismo.
¡Que perdone el cielo la locura y la morbosidad que atrajeron sobre nosotros tan monstruosa suerte! Hartos ya con los tópicos de un mundo prosaico, donde incluso los placeres del romance y de la aventura pierden rápidamente su atractivo, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos los movimientos estéticos e intelectuales que prometían terminar con nuestro insoportable aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas fueron nuestros en su época, pero cada nueva moda quedaba vaciada demasiado pronto de su atrayente novedad.
Nos apoyamos en la sombría filosofía de los decadentes, y a ella nos dedicamos aumentando paulatinamente la profundidad y el diabolismo de nuestras penetraciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en hacerse pesados, hasta que finalmente no quedó ante nosotros más camino que el de los estímulos directos provocados por anormales experiencias y aventuras «personales». Aquella espantosa necesidad de emociones nos condujo eventualmente por el detestable sendero que incluso en mi actual estado de desesperación menciono con vergüenza y timidez: el odioso sendero de los saqueadores de tumbas.
No puedo revelar los detalles de nuestras impresionantes expediciones, ni catalogar siquiera en parte el valor de los trofeos que adornaban el anónimo museo que preparamos en la enorme casa donde vivíamos St. John y yo, solos y sin criados. Nuestro museo era un lugar sacrílego, increíble, donde con el gusto satánico de neuróticos «dilettanti» habíamos reunido un universo de terror y de putrefacción para excitar nuestras viciosas sensibilidades. Era una estancia secreta, subterránea, donde unos enormes demonios alados esculpidos en basalto y ónice vomitaban por sus bocas abiertas una extraña luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías ocultas hacían llegar hasta nosotros los olores que nuestro estado de ánimo apetecía: a veces el aroma de pálidos lirios fúnebres, a veces el narcótico incienso de unos funerales en un imaginario templo
oriental, y a veces —¡cómo me estremezco al recordarlo!— la espantosa fetidez de una tumba descubierta.
Alrededor de las paredes de aquella repulsiva estancia había féretros de antiguas momias alternando con hermosos cadáveres que tenían una apariencia de vida, perfectamente embalsamados por el arte del moderno taxidermista, y con lápidas mortuorias arrancadas de los cementerios más antiguos del mundo. Aquí y allá, unas hornacinas contenían cráneos de todas las formas, y cabezas conservadas en diversas fases de descomposición. Allí podían encontrarse las podridas y calvas coronillas de famosos nobles, y las tiernas cabecitas doradas de niños recién enterrados.
Había allí estatuas y cuadros, todos de temas perversos y algunos realizados por St. John y por mí mismo. Un portafolio cerrado, encuadernado con piel humana curtida, contenía ciertos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no se había atrevido a publicar. Había allí nauseabundos instrumentos musicales, de cuerda, de metal y de viento, en los cuales St. John y yo producíamos a veces disonancias de exquisita morbosidad y diabólica lividez; y en una multitud de armarios de caoba reposaba la más increíble colección de objetos sepulcrales nunca reunidos por la locura y perversión humanas. Acerca de esa colección debo guardar un especial silencio. Afortunadamente, tuve el valor de destruirla mucho antes de pensar en destruirme a mí mismo.
Las expediciones, en el curso de las cuales recogíamos nuestros nefandos tesoros, eran siempre memorables acontecimientos desde el punto de vista artístico. No éramos vulgares vampiros, sino que trabajábamos únicamente bajo determinadas condiciones de humor, paisaje, medio ambiente, tiempo, estación del año y claridad lunar. Aquellos pasatiempos eran para nosotros la forma más exquisita de expresión estética, y concedíamos a sus detalles un minucioso cuidado técnico. Una hora inadecuada, un pobre efecto de luz o una torpe manipulación del húmedo césped, destruían para nosotros la extasiante sensación que acompañaba a la exhumación de algún ominoso secreto de la tierra. Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y condiciones excitantes era febril e insaciable. St. John abría siempre la marcha, y fue él quien descubrió el maldito lugar que acarreó sobre nosotros una espantosa e inevitable fatalidad.
¿Qué desdichado destino nos atrajo hasta aquel horrible cementerio holandés? Creo que fue el oscuro rumor, la leyenda acerca de alguien que llevaba enterrado allí cinco siglos, alguien que en su época fue un saqueador de tumbas y había robado un valioso objeto del sepulcro de un poderoso. Recuerdo la escena en aquellos momentos finales: la pálida luna otoñal sobre las tumbas, proyectando sombras alargadas y horribles; los grotescos árboles, cuyas ramas descendían tristemente hasta unirse con el descuidado césped y las estropeadas losas; las legiones de murciélagos que volaban contra la luna; la antigua capilla cubierta de hiedra y apuntando con un dedo espectral al pálido cielo; los fosforescentes insectos que danzaban como fuegos fatuos bajo las tejas de un alejado rincón; los olores a moho, a vegetación y a cosas menos explicables que se mezclaban débilmente con la brisa nocturna procedente de lejanos mares y pantanos; y, lo peor de todo, el triste aullido de algún gigantesco sabueso al cual no podíamos ver
ni situar de un modo concreto. Al oírlo nos estremecimos, recordando las leyendas de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de localizar había sido encontrado hacía siglos en aquel mismo lugar, destrozado por las zarpas y los colmillos de un execrable animal.
Recuerdo cómo excavamos la tumba del vampiro con nuestras azadas, y cómo nos estremecimos ante el cuadro de nosotros mismos, la tumba, la pálida luna vigilante, las horribles sombras, los grotescos árboles, los murciélagos, la antigua capilla, los danzantes fuegos fatuos, los nauseabundos olores, la gimiente brisa nocturna y el extraño aullido cuya existencia objetiva apenas podíamos estar seguros.
Luego, nuestros azadones chocaron contra una sustancia dura, y no tardamos en descubrir una enmohecida caja de forma oblonga. Era increíblemente recia, pero tan vieja que finalmente conseguimos abrirla y regalar nuestros ojos con su contenido.
Mucho —sorprendentemente mucho— era lo que quedaba del cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque aplastado en algunos lugares por las mandíbulas de la cosa que le había producido la muerte, se mantenía unido con asombrosa firmeza, y nos inclinamos sobre el descarnado cráneo con sus largos dientes y sus cuencas vacías en las cuales habían brillado unos ojos con una fiebre semejante a la nuestra. En el ataúd había un amuleto de exótico diseño que, al parecer, estuvo colgado del cuello del durmiente. Representaba a un sabueso alado, o a una esfinge con un rostro semicanino, y estaba exquisitamente tallado al antiguo gusto oriental en un pequeño trozo de jade verde. La expresión de sus rasgos era sumamente repulsiva, sugeridora de muerte, de bestialidad y de odio. Alrededor de la base llevaba una inscripción en unos caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y en el fondo, como un sello de fábrica, aparecía grabado un grotesco y formidable cráneo.
En cuanto echamos la vista encima al amuleto supimos que debíamos poseerlo; que aquel tesoro era evidentemente nuestro botín. Aun en el caso que nos hubiera resultado completamente desconocido lo hubiéramos deseado, pero al mirarlo de más cerca nos dimos cuenta que nos parecía algo familiar. En realidad, era ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores cuerdos y equilibrados, pero nosotros reconocimos en el amuleto la cosa sugerida en el prohibido Necronomicon del árabe loco Adbul Alhazred; el horrible símbolo del culto de los devoradores de cadáveres de la inaccesible Leng, en el Asia Central. No nos costó ningún trabajo localizar los siniestros rasgos descritos por el antiguo demonólogo árabe; unos rasgos extraídos de alguna oscura manifestación sobrenatural de las almas de aquellos que fueron vejados y devorados después de muertos.
Apoderándonos del objeto de jade verde, dirigimos una última mirada al cavernoso cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal como la habíamos encontrado. Mientras nos marchábamos apresuradamente del horrible lugar, con el amuleto robado en el bolsillo de St. John, nos pareció ver que los murciélagos descendían en tropel hacía la tumba que acabábamos de
profanar, como si buscaran en ella algún repugnante alimento. Pero la luna de otoño brillaba muy débilmente, y no pudimos saberlo a ciencia cierta.
Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto holandés para regresar a nuestro hogar, nos pareció oír el leve y lejano aullido de algún gigantesco sabueso. Pero el viento de otoño gemía tristemente, y no pudimos saberlo con seguridad.
Menos de una semana después de nuestro regreso a Inglaterra comenzaron a suceder cosas muy extrañas. St. John y yo vivíamos como reclusos; sin amigos, solos y en unas cuantas habitaciones de una antigua mansión, en una región pantanosa y poco frecuentada; de modo que en nuestra puerta resonaba muy raramente la llamada de un visitante.
Ahora, sin embargo, estábamos preocupados por lo que parecía ser un frecuente roce en medio de la noche, no sólo alrededor de las puertas, sino también alrededor de las ventanas, lo mismo en las de la planta baja que en las de los pisos superiores. En cierta ocasión imaginamos que un cuerpo voluminoso y opaco oscurecía la ventana de la biblioteca cuando la luna brillaba contra ella, y en otra ocasión creímos oír un aleteo no muy lejos de la casa. Una minuciosa investigación no nos permitió descubrir nada, y empezamos a atribuir aquellos hechos a nuestra imaginación, turbada aún por el leve y lejano aullido que nos pareció haber oído en el cementerio holandés. El amuleto de jade reposaba ahora en una hornacina de nuestro museo, y a veces encendíamos una vela extrañamente aromada delante de él. Leímos mucho en el Necronomicon de Alhazred acerca de sus propiedades y acerca de las relaciones de las almas con los objetos que las simbolizan y quedamos desasosegados por lo que leímos.
Luego llegó el terror.
La noche del 24 de septiembre de 19... oí una llamada en la puerta de mi dormitorio. Creyendo que se trataba de St. John le invité a entrar, pero sólo me respondió una espantosa risotada. En el pasillo no había nadie. Cuando desperté a St. John y le conté lo ocurrido, manifestó una absoluta ignorancia del hecho y se mostró tan preocupado como yo. Aquella misma noche, el leve y lejano aullido sobre las soledades pantanosas se convirtió en una espantosa realidad.
Cuatro días más tarde, mientras nos encontrábamos en el museo, oímos un cauteloso arañar en la única puerta que conducía a la escalera secreta de la biblioteca. Nuestra alarma aumentó, ya que, además de nuestro temor a lo desconocido, siempre nos había preocupado la posibilidad que nuestra extraña colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos acercamos a la puerta y la abrimos bruscamente de par en par; se produjo una extraña corriente de aire y oímos, como si se alejara precipitadamente, una rara mezcla de susurros, risitas entre dientes y balbuceos articulados. En aquel momento no tratamos de decidir si estábamos locos, si soñábamos o si nos enfrentábamos con una realidad. De lo único que sí nos dimos cuenta, con la más negra de las aprensiones, fue que los balbuceos aparentemente incorpóreos habían sido proferidos en idioma holandés.
Después de aquello vivimos en medio de un creciente horror, mezclado con cierta fascinación. La mayor parte del tiempo nos ateníamos a la teoría que estábamos enloqueciendo a causa de nuestra vida de excitaciones anormales, pero a veces nos complacía más dramatizar acerca de nosotros mismos y considerarnos víctimas de alguna misteriosa y aplastante fatalidad. Las manifestaciones extrañas eran ahora demasiado frecuentes para ser contadas. Nuestra casa solitaria parecía sorprendentemente viva con la presencia de algún ser maligno cuya naturaleza no podíamos intuir, y cada noche aquel demoníaco aullido llegaba hasta nosotros, cada vez más claro y audible. El 29 de octubre encontramos en la tierra blanda debajo de la ventana de la biblioteca una serie de huellas de pisadas completamente imposibles de describir. Resultaban tan desconcertantes como las bandadas de enormes murciélagos que merodeaban por los alrededores de la casa en número creciente.
El horror alcanzó su culminación el 18 de noviembre, cuando St. John, regresando a casa al oscurecer, procedente de la estación del ferrocarril, fue atacado por algún espantoso animal y murió destrozado. Sus gritos habían llegado hasta la casa y yo me había apresurado a dirigirme al terrible lugar: llegué a tiempo de oír un extraño aleteo y de ver una vaga forma negra siluetada contra la luna que se alzaba en aquel momento.
Mi amigo estaba muriéndose cuando me acerqué a él y no pudo responder a mis preguntas de un modo coherente. Lo único que hizo fue susurrar:
—El amuleto..., aquel maldito amuleto...
Y exhaló el último suspiro, convertido en una masa inerte de carne lacerada.
Lo enterré al día siguiente en uno de nuestros descuidados jardines, y murmuré sobre su cadáver uno de los extraños ritos que él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última frase, oí a lo lejos el débil aullido de algún gigantesco sabueso. La luna estaba alta, pero no me atreví a mirarla. Y cuando vi sobre el marjal una ancha y nebulosa sombra que volaba de otero en otero, cerré los ojos y me dejé caer al suelo, boca abajo. No sé el tiempo que pasé en aquella posición. Sólo recuerdo que me dirigí temblando hacia la casa y me prosterné delante del amuleto de jade verde.
Temeroso de vivir solo en la antigua mansión, al día siguiente me marché a Londres, llevándome el amuleto, después de quemar y enterrar el resto de la impía colección del museo. Pero al cabo de tres noches oí de nuevo el aullido, y antes de una semana comencé a notar unos extraños ojos fijos en mí en cuanto oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el Victoria Embankment, vi que una sombra negra oscurecía uno de los reflejos de las lámparas en el agua. Sopló un viento más fuerte que la brisa nocturna y, en aquel momento, supe que lo que había atacado a St. John no tardaría en atacarme a mí.
Al día siguiente empaqueté cuidadosamente el amuleto de jade verde y embarqué hacia Holanda. Ignoraba lo que podía ganar devolviendo el objeto a su silencioso y durmiente propietario; pero me sentía obligado a intentarlo todo con tal de desvanecer la amenaza que pesaba sobre mi cabeza. Lo que pudiera ser el
sabueso, y los motivos para que me hubiera perseguido, eran preguntas todavía vagas; pero yo había oído por primera vez el aullido en aquel antiguo cementerio, y todos los acontecimientos subsiguientes, incluido el moribundo susurro de St. John, habían servido para relacionar la maldición con el robo del amuleto. En consecuencia, me hundí en los abismos de la desesperación cuando, en una posada de Rotterdam, descubrí que los ladrones me habían despojado de aquel único medio de salvación.
Aquella noche, el aullido fue más audible, y por la mañana leí en el periódico un espantoso suceso acaecido en el barrio más pobre de la ciudad. En una miserable vivienda habitada por unos ladrones, toda una familia había sido despedazada por un animal desconocido que no dejó ningún rastro. Los vecinos habían oído durante toda la noche un leve, profundo e insistente sonido, semejante al aullido de un gigantesco sabueso.
Al anochecer me dirigí de nuevo al cementerio, donde una pálida luna invernal proyectaba espantosas sombras, y los árboles sin hojas inclinaban tristemente sus ramas hacia la marchita hierba y las estropeadas losas. La capilla cubierta de hiedra apuntaba al cielo un dedo burlón y la brisa nocturna gemía de un modo monótono procedente de helados marjales y frígidos mares. El aullido era ahora muy débil y cesó por completo mientras me acercaba a la tumba que unos meses antes había profanado, ahuyentando a los murciélagos que habían estado volando curiosamente alrededor del sepulcro.
No sé por qué había acudido allí, a menos que fuera para rezar o para murmurar dementes explicaciones y disculpas al tranquilo y blanco esqueleto que reposaba en su interior; pero, cualesquiera que fueran mis motivos, ataqué el suelo medio helado con una desesperación parcialmente mía y parcialmente de una voluntad dominante ajena a mí mismo. La excavación resultó mucho más fácil de lo que había esperado, aunque en un momento determinado me encontré con una extraña interrupción: un esquelético buitre descendió del frío cielo y picoteó frenéticamente en la tierra de la tumba hasta que lo maté con un golpe de azada. Finalmente dejé al descubierto la caja oblonga y saqué la enmohecida tapa.
Aquél fue el último acto racional que realicé.
Ya que en el interior del viejo ataúd, rodeado de enormes y soñolientos murciélagos, se encontraba lo mismo que mi amigo y yo habíamos robado. Pero ahora no estaba limpio y tranquilo como lo habíamos visto entonces, sino cubierto de sangre reseca y de jirones de carne y de pelo, mirándome fijamente con sus cuencas fosforescentes. Sus colmillos ensangrentados brillaban en su boca entreabierta en un rictus burlón, como si se mofara de mi inevitable ruina. Y cuando aquellas mandíbulas dieron paso a un sardónico aullido, semejante al de un gigantesco sabueso, y vi que en sus sucias garras empuñaba el perdido y fatal amuleto de jade verde, eché a correr; gritando estúpidamente, hasta que mis gritos se disolvieron en estallidos de risa histérica.
La locura cabalga a lomos del viento..., garras y colmillos afilados en siglos de cadáveres..., la muerte en una bacanal de murciélagos procedentes de las
ruinas de los templos enterrados de Belial... Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de la descarnada monstruosidad y el maldito aleteo resuena cada vez más cercano, yo me hundo con mi revólver en el olvido, mi único refugio contra lo desconocido.


F I N

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