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martes, 3 de junio de 2008

BIOGRAFIA DE POE POR BAUDELAIER

POE

_
Edgar A. Poe: su vida y sus obras
_
…algún maestro desventurado a quien la
inexorable Fatalidad ha perseguido
encarnizada, cada vez más encarnizada,
hasta que sus cantos no tengan más que
un solo estribillo, hasta que los cantos
fúnebres de su Esperanza hayan adoptado
este melancólico estribillo: «¡Nunca!
¡Nunca más!»
EDGAR A. POE, El cuervo
En su trono de bronce el Destino se burla,
de amarga hiel empapando su esponja,
y la Necesidad es para ellos tenaza.
THÉOPHILE GAUTIER, Tinieblas
I
En estos últimos tiempos compareció ante nuestros tribunales un desdichado cuya
frente estaba marcada por un raro y singular tatuaje. ¡Desafortunado! Llevaba él así
encima de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro su título, y el interrogatorio
demostró que aquel extraño rótulo era cruelmente verídico. Hay en la historia literaria
destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras «mala suerte»
escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego
de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para ejemplo
edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes, gracia: la sociedad
tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las lesiones que les ha causado.
¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y qué no realizó Balzac para conjurar
la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia diabólica que prepara la desgracia desde la
cuna, que arroja con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios
hostiles, como a mártires en los circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar,
condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La
pesadilla de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se
agitan, en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas;
perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas contra
los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la cerradura. Una
perfección será la falla de su coraza, y una cualidad superlativa, el germen de su
condenación.
Para romperla, el águila, desde lo alto del cielo,
sobre su frente al aire soltará la tortuga,
pues ellos deben perecer fatalmente.
Su destino está escrito en toda su contextura, brilla con siniestro resplandor en sus
miradas y en sus gestos, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos
sanguíneos.
Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta
no podía encontrar buen acomodo ni en una sociedad democrática ni en una
aristocrática, no más en una república que en una monarquía absoluta o templada.
¿Quién ha sabido, pues, replicarle perentoriamente? Yo aporto hoy una nueva leyenda
en apoyo de su tesis y añado un nuevo santo al martirologio; debo escribir la historia de
uno de esos ilustres desventurados, demasiado rica en poesía y pasión, que ha venido,
después de tantos otros, a hacer en este bajo mundo el rudo aprendizaje del genio entre
las almas inferiores.
¡Lamentable tragedia la vida de Edgar A. Poe! ¡Su muerte, horrible desenlace, cuyo
horror aumenta con su trivialidad! De todos los documentos que he leído he sacado la
convicción de que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él
recorría con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado
que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o
incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de
esa atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la opinión de las sociedades
democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia, ni flexibilidad alguna en la
aplicación de sus leyes a los casos múltiples y complejos de la vida moral. Diríase que
del amor impío a la libertad ha nacido una nueva tiranía: la tiranía de las bestias, o
zoocracia, que por su insensibilidad feroz se asemeja al ídolo de Juggernaut. Un biógrafo
nos dirá seriamente —bienintencionado es el buen hombre— que Poe, de haber querido
regularizar su genio y aplicar sus facultades creadoras de una manera más apropiada al
suelo americano, hubiese podido llegar a ser un autor de dinero (a money making
author). Otro —éste un cínico ingenuo—, que, por bello que sea el genio de Poe, más le
hubiera valido tener sólo talento, ya que el talento se cotiza más fácilmente que el genio.
Otro, que ha dirigido diarios y revistas, un amigo del poeta, confiesa que resultaba
difícil utilizarle, y que se veía uno obligado a pagarle menos que a otros, porque escribía
con un estilo demasiado por encima del vulgo. «¡Qué tufo a trastienda!», como decía
Joseph de Maistre.
Algunos se han atrevido a más, y uniendo la falta de inteligencia más abrumadora
de su genio a la ferocidad de la hipocresía burguesa, le han insultado a porfía, y después
de su repentina desaparición, han vapuleado ásperamente ese cadáver; en especial, el
señor Rufus Griswold, que, para aprovechar aquí la frase vengativa del señor George
Graham, ha cometido así una infamia inmortal. Poe, experimentando quizá el siniestro
presentimiento de un final repentino, había designado a los señores Griswold y Willis
para ordenar sus obras, escribir su vida y restaurar su memoria. Ese pedagogo-vampiro
ha difamado ampliamente a su amigo en un enorme artículo mediocre y rencoroso, que
precisamente encabeza la edición póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en América
una disposición que prohiba a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto al
señor Willis, ha demostrado, por el contrario, que la benevolencia y el decoro van
siempre de consuno con el verdadero talento, y que la caridad con nuestros semejantes,
que es un deber moral, es también uno de los mandamientos del gusto.
Hablad de Poe con un americano: confesará acaso su genio, y hasta puede que se
muestre orgulloso de él; pero en tono sardónico, superior, que deja traslucir al hombre
positivo, os hablará de la vida disoluta del poeta, de su aliento alcoholizado que hubiera
ardido con la llama de una vela, sus hábitos de vagabundo. Os dirá que era un ser
errante y heteróclito, un planeta desorbitado que rondaba sin cesar desde Baltimore a
Nueva York, desde Nueva York a Filadelfia, desde Filadelfia a Boston, desde Boston a
Baltimore, desde Baltimore a Richmond. Y si, con el corazón conmovido por esos
preludios de una historia desconsoladora, dais a entender que tal vez no sea solamente
culpable el individuo, y que debe de ser difícil pensar y escribir cómodamente en un
país donde hay millones de soberanos —un país sin capital, hablando con propiedad, y
sin aristocracia—, entonces veréis sus ojos desorbitarse y despedir rayos, la baba del
patriotismo doliente subir a sus labios, y América, por su boca, lanzar injurias a Europa,
su vieja madre, y a la filosofía de los antiguos días.
Repito que, por mi parte, he adquirido la convicción de que Edgar A. Poe y su patria
no estaban al mismo nivel. Los Estados Unidos son un país gigantesco e infantil,
envidioso, naturalmente, del viejo continente. Orgulloso de su desarrollo material,
anormal y casi monstruoso, ese recién llegado a la Historia tiene una fe ingenua en la
omnipotencia de la industria; está convencido, como algunos desdichados entre
nosotros, de que acabará por tragarse al Diablo. ¡Tienen allá un valor tan grande el
tiempo y el dinero! La actividad material, exagerada hasta adquirir las proporciones de
una manía nacional, deja en los espíritus muy poco sitio para las cosas no terrenas. Poe,
que era de buena casta —y que, por lo demás, declaraba que la gran desgracia de su país
era no poseer una aristocracia racial, dado, decía él, que en un pueblo sin aristocracia el
culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer; que acusaba en sus
conciudadanos, hasta en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto
característico de los advenedizos; que consideraba el Progreso, la gran idea moderna,
como un éxtasis de papanatas, y que denominaba los perfeccionamientos de la mansión
humana cicatrices y abominaciones rectangulares—, Poe era allá un cerebro
singularmente solitario. No creía más que en lo inmutable, en lo eterno, en el self-same,
y gozaba —¡cruel privilegio en una sociedad enamorada de sí misma!— de ese grande y
recto sentido a lo Maquiavelo que marcha ante el sabio como una columna luminosa a
través del desierto de la Historia. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera escrito el
infortunado, si hubiese oído a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno por amor al
género humano, al filósofo de la cifra proponer un sistema de seguros, una suscripción
de cinco céntimos por cabeza ¡para la supresión de la guerra y la abolición de la pena de
muerte y de la ortografía, esas dos locuras correlativas!, y a tantos y tantos otros
enfermos que escriben, «con la oreja inclinada hacia el viento», fantasías giratorias, tan
flatulentas como el elemento que se las dicta? Si añadís a esta visión impecable de la
verdad, auténtica dolencia en ciertas circunstancias, una delicadeza exquisita de
sentidos a la que atormentaría una nota falsa, una finura de gusto a la que todo, excepto
la exacta proporción, sublevara, un amor insaciable a lo Bello, que había adquirido la
potencia de pasión morbosa, no os extrañará que para un hombre semejante la vida
llegara a ser un infierno y que haya acabado mal; os admirará que haya él podido durar
tanto tiempo.
II
La familia de Poe era una de las más respetables de Baltimore. Su abuelo materno
había servido como quarter-master-general en la guerra de la Independencia, y La
Fayette le dispensaba una gran estimación y amistad.
Este, a raíz de su último viaje a los Estados Unidos, quiso ver a la viuda del general
y testimoniarle su gratitud por los servicios que le había hecho su marido. El bisabuelo
se había casado con una hija del almirante inglés MacBride, que estaba emparentado con
las más nobles casas de Inglaterra. David Poe, padre de Edgar e hijo del general, se
enamoró perdidamente de una actriz inglesa, Isabel Arnold, célebre por su belleza; se
fugó y se casó con ella. Para unir más íntimamente su destino al de ella, se hizo actor y
apareció con su mujer en diferentes teatros, en las principales ciudades de la Unión. Los
esposos murieron en Richmond, casi al mismo tiempo, dejando en el abandono y en la
penuria más completos a tres criaturas, una de las cuales era Edgar.
Edgar A. Poe había nacido en Baltimore, en 1813. Doy esta fecha de acuerdo con su
propia afirmación, pues él se elevó contra la aseveración de Griswold, que sitúa su
nacimiento en 1811. Si alguna vez el espíritu novelesco, para servirme de una frase de
nuestro poeta, ha presidido un nacimiento —¡espíritu siniestro y tempestuoso!—,
ciertamente, presidió el suyo. Poe fue, en verdad, hijo de la pasión y de la aventura. Un
rico negociante de la ciudad, mister Allan, se entusiasmó con aquel lindo e infortunado
a quien la Naturaleza había dotado de un aspecto encantador, y como no tenía hijos, le
adoptó. El niño se llamó, pues, de allí en adelante Edgar Allan Poe. Fue así criado en
una grata holgura y con la esperanza legítima de una de esas fortunas que dan al
carácter una soberbia certeza. Sus padres adoptivos se lo llevaron en un viaje que
hicieron a Inglaterra, Escocia e Irlanda, y antes de regresar a su país le dejaron en casa
del doctor Bransby, que dirigía un importante centro de enseñanza en Stoke-Newington,
cerca de Londres. Poe ha descrito en William Wilson aquella extraña casa, construida en
el viejo estilo isabelino, y también sus impresiones de colegial.
Volvió a Richmond en 1822 y prosiguió sus estudios en América bajo la dirección de
los mejores profesores del lugar. En la Universidad de Charlottesville, donde ingresó en
1825, se distinguió no sólo por una inteligencia casi milagrosa, sino también por una
profusión casi siniestra de pasiones —una precocidad realmente americana— que fue,
por último, la causa de su expulsión. Conviene señalar de paso que Poe había
demostrado ya, en Charlottesville, una aptitud de las más notables para las ciencias
físicas y matemáticas. Más tarde la empleará con frecuencia en sus extraños cuentos, y
obtendrá de ella medios absolutamente inesperados. Pero tengo razones para creer que
no es a ese orden de composiciones a las que él daba más importancia, y que —quizá
precisamente a causa de esa aptitud precoz— las consideraba como fáciles juegos de
manos, comparándolas con las obras de pura fantasía. Unas desdichadas deudas de
juego originaron una desavenencia pasajera entre él y su padre adoptivo, y Edgar —
hecho de los más curiosos y que prueba, pese a lo que se ha dicho, una dosis de
caballerosidad muy grande en su impresionable cerebro— concibió el proyecto de tomar
parte en las guerras de los helenos y de ir a luchar contra los turcos. Partió, pues, hacia
Grecia. ¿Qué fue de él en Oriente? ¿Qué hizo allí? ¿Estudió las costas clásicas del
Mediterráneo? ¿Por qué le encontramos nuevamente en San Petersburgo, sin pasaporte,
comprometido, y en qué clase de asunto, obligado a recurrir al ministro americano,
Henry Middleton, para librarse de la sanción rusa y volver a su casa? Se ignora; existe
ahí una laguna que él sólo hubiese podido llenar. La vida de Edgar A. Poe, su juventud,
sus aventuras en Rusia y su correspondencia han sido anunciadas largo tiempo por los
periódicos americanos, pero no han aparecido nunca.
De regreso en América, en 1829, expresó el deseo de ingresar en la escuela militar de
West-Point; fue admitido, en efecto, y allí, como en otras partes, dio pruebas de una
inteligencia admirablemente dotada, pero indisciplinable, siendo, al cabo de unos
meses, expulsado. Al mismo tiempo ocurría en su familia adoptiva un suceso que debía
tener las más graves consecuencias sobre su vida entera. La señora Allan, por quien
parece él haber sentido un afecto verdaderamente filial, falleció, y el señor Allan se casó
con una mujer muy joven. Y en esta época tuvo lugar una desavenencia doméstica, una
historia rara y tenebrosa que no puedo contar, porque no ha sido claramente explicada
por ningún biógrafo. No es, por tanto, extraño que él se haya separado definitivamente
del señor Allan, y que éste, que tuvo hijos de su segundo matrimonio, le haya excluido
por completo de su testamento.
Poco tiempo después de haber abandonado Richmond, Poe publicó un pequeño
tomo de poesías; fue realmente una aurora brillante. Para quien sabe sentir la poesía
inglesa, hay ya en él un acento extraterreno, la serenidad en la melancolía, la deliciosa
solemnidad, la experiencia precoz —iba a decir, creo, la experiencia innata— que
caracterizan a los grandes poetas.
La miseria le hizo ser soldado una temporada, y es de suponer que empleó los
pesados ocios de la vida de guarnición en preparar los materiales de sus futuras
composiciones, composiciones extrañas que parecen haber sido creadas para
demostrarnos que la singularidad es una de las partes integrantes de lo Bello. Al volver
a la vida literaria, el único elemento en que pueden respirar ciertos seres déclassés, Poe
fenecía en una extrema miseria, cuando un azar feliz le hizo mejorar. El propietario de
una revista acababa de fundar dos premios: uno, para el mejor cuento; otro, para el
mejor poema. Una letra singularmente bella atrajo la mirada de Mr. Kennedy, que
presidía el jurado, y le dio deseos de examinar por sí mismo los manuscritos. Y sucedió
que Poe había ganado los dos premios, aunque sólo uno le fue entregado. El presidente
del jurado sintió la curiosidad de ver al desconocido. El director del diario le llevó a un
joven de una belleza chocante, andrajoso, abrochado hasta la barbilla, y que tenía el
aspecto de un caballero tan orgulloso como hambriento. Kennedy se portó bien.
Presentó a Poe a un señor, Thomas White, que fundaba en Richmond el Southern
Literary Messenger. El señor White era un hombre audaz, pero sin ningún talento
literario; necesitaba un ayudante. Poe se encontró así, muy joven —a los veintidós años
—, director de una revista cuyo destino descansaba por entero en él. El creó esa
prosperidad. El Southern Literary Messenger reconoció desde entonces que era a aquel
excéntrico maldito, a aquel borracho incorregible, a quien debía su público y su
fructuosa notoriedad. En ese magazine es donde aparecieron por primera vez la
Aventura sin par de un tal Hans Pfaall y otros varios cuentos que los lectores verán
ahora desfilar ante sus ojos. Durante cerca de dos años, Edgar A. Poe, con un
maravilloso ardor, asombró a su público con una serie de composiciones de un nuevo
género y con artículos críticos cuya viveza, claridad y severidad razonadas estaban
hechas realmente para atraer las miradas. Aquellos artículos se ocupaban de libros de
todo género, y la sólida cultura que el joven había adquirido le sirvió de mucho.
Conviene saber que aquella tarea considerable la realizaba él por quinientos dólares; es
decir, por dos mil setecientos francos al año. Inmediatamente —dice Griswold, lo cual
quiere decir; «¡Se creía, pues, rico el muy imbécil!»— se casó con una muchacha bella,
encantadora, de un carácter amable y heroico, pero que no tenía un céntimo —añade el
propio Griswold en un tono de desdén—. Era la señorita Virginia Clemm, una prima
suya.
Pese a los servicios hechos a su diario, el señor White riñó con Poe al cabo de dos
años, aproximadamente. El motivo de esa ruptura estuvo, sin duda, en los ataques de
hipocondría y en las crisis alcohólicas del poeta, accidentes característicos que
ensombrecían su cielo espiritual, como esas nubes lúgubres que dan de pronto al paisaje
más romántico un aire de melancolía en apariencia irreparable. A partir de entonces,
veremos trasladar su tienda al desventurado, como un hombre del desierto, y
transportar su ligero petate a las principales ciudades de la Unión. Dirigió en todas
partes revistas o colaboró en ellas de una manera brillante. Difundió con deslumbradora
rapidez artículos críticos, filosóficos y cuentos henchidos de magia, que aparecieron
reunidos bajo el título de Tales of the Grotesque and the Arabesque, título notable e
intencionado, pues los adornos grotescos y arabescos rechazan la figura humana, y ya se
verá que por muchos conceptos la literatura de Poe es extra o sobrehumana. Sabremos,
por notas ofensivas y escandalosas insertadas en los periódicos, que Mr. Poe y su mujer
se encuentran enfermos de peligro en Fordham y en una absoluta miseria. Poco tiempo
después de la muerte de la señora Poe, el poeta sufrió los primeros ataques de delirium
tremens. Una nueva nota apareció de repente en un diario —ésta más que cruel—, en la
que se acusa su desprecio y su asco del mundo, creándole uno de esos procesos
tendenciosos, verdaderas requisitorias de la opinión, contra los cuales tuvo él siempre
que defenderse, una de las luchas más estérilmente fatigosas que conozco.
Sin duda, ganaba dinero, y sus trabajos literarios le permitían casi vivir. Pero poseo
pruebas de que él tenía que vencer sin cesar repugnantes dificultades. Soñó, como tantos
otros escritores, con una revista suya, quiso estar en su casa, y el hecho es que había
sufrido lo bastante para desear con ardor aquel cobijo definitivo de su pensamiento. A
fin de alcanzar ese resultado y conseguir una suma de dinero suficiente, tuvo que
recurrir a las lectures. Ya se sabe lo que son esas lectures, una especie de especulación, el
Colegio de Francia puesto a disposición de todos los literatos, pues el autor no publica
su lecture sino después de haber sacado de ella todos los ingresos que puede producir.
Poe había dado ya en Nueva York una lecture de «Eureka», su poema cosmogónico, que
había promovido incluso grandes discusiones. Pensó aquella vez dar lectures en su
tierra natal, Virginia. Contaba, como escribió a Willis, con hacer una gira por el Oeste y
el Sur y confiaba en el concurso de sus amigos literarios y de sus antiguas amistades de
colegio y de West-Point. Visitó, pues, las principales ciudades de Virginia y Richmond
contempló de nuevo a aquel a quien había conocido allí tan joven, tan pobre, tan
derrotado. Todos los que no habían visto a Poe desde el tiempo de su oscuridad
acudieron en masa para examinar a su ilustre compatriota. Y él apareció apuesto,
elegante, correcto, como el genio. Hasta creo que desde hacía algún tiempo había él
llevado su condescendencia al extremo de hacer que le admitiesen en una sociedad de
templanza. Escogió un tema tan amplio como elevado: El principio de la poesía, y lo
desarrolló con esa lucidez que es uno de sus privilegios. Creía, como verdadero poeta
que era, que la finalidad de la poesía es de la misma naturaleza que su principio, y que
no debe fijarse en otra cosa más que en sí misma.
La buena acogida que le dispensaron inundó su pobre corazón de orgullo y de gozo;
se mostraba de tal modo encantado, que hablaba de establecerse definitivamente en
Richmond y de acabar su vida en los lugares que su infancia le había hecho dilectos. Sin
embargo, tenía asuntos en Nueva York, y partió el 4 de octubre, quejándose de
escalofríos y de debilidad. Como siguiera sintiéndose bastante mal, al llegar a Baltimore,
el 6, por la noche, hizo llevar su equipaje al embarcadero, desde donde debía dirigirse a
Filadelfia, y entró en una taberna para tomar un excitante cualquiera. Allí, por
desgracia, se encontró con antiguos amigos y se detuvo más de la cuenta. A la mañana
siguiente, en las pálidas tinieblas del alba, fue encontrado un cadáver en la vía pública.
¿Debe decirse así? No, un cuerpo vivo aún, pero que la muerte había marcado ya con su
real sello. Sobre aquel cuerpo, cuyo nombre se ignoraba, no se hallaron ni papeles ni
dinero, y lo transportaron a un hospital. Allí murió Poe, la noche misma del domingo 7
de octubre de 1849, a la edad de treinta y siete años, vencido por el delirium tremens,
ese terrible visitante que había ya atacado su cerebro una o dos veces. Así desapareció
de este mundo uno de los más grandes héroes literarios, el hombre que había escrito en
El gato negro estas palabras fatídicas: «¿Qué enfermedad es comparable al alcohol?»
Esa muerte es casi un suicidio, un suicidio preparado desde hacía largo tiempo.
Cuando menos, provocó el escándalo. Fue grande el clamor, y la virtud dio salida a su
canto enfático, libre y voluntariosamente. Las oraciones fúnebres más indulgentes
tuvieron que dejar sitio a la inevitable moral burguesa, que se cuidó de no perder una
ocasión tan admirable. Mr. Griswold difamó; Mr. Willis, sinceramente afligido, se
comportó más que decorosamente. ¡Ay! El que había franqueado las alturas más arduas
de la estética, sumiéndose en los abismos menos explorados del intelecto humano; el
que, a través de una vida que se asemeja a una tempestad sin calma, había encontrado
medios nuevos, procedimientos desconocidos para asombrar la imaginación, para
seducir los espíritus sedientos de Belleza, acababa de morir en unas horas en un lecho
del hospital. ¡Qué destino! ¡Y tanta grandeza y tanto infortunio para levantar un
torbellino de fraseología burguesa, para convertirse en pasto y tema de los periodistas
virtuosos!
Ut declamatio fiars!

Estos espectáculos no son nuevos; es raro que un sepulcro reciente e ilustre no sea
un lugar de cita de escándalo. Por otra parte, la sociedad no ama a esos rabiosos
desventurados, y ya sea porque perturbaban sus fiestas o ya sea porque los considere de
buena fe como remordimientos, tiene ella, a no dudar, razón. ¿Quién no recuerda las
declamaciones parisienses a raíz de la muerte de Balzac, que murió, empero, de manera
correcta? Y en fecha más reciente aún —hace hoy, 26 de enero, un año justo—, cuando
un escritor de una honradez admirable, de una elevada inteligencia, y siempre lúcido,
fue discretamente, sin molestar a nadie —tan discretamente, que su discreción parecía
desprecio—, a exhalar su alma en la calle más negra que pudo encontrar, ¡qué
asqueantes homilías, qué asesinato refinado! Un periodista célebre, a quien Jesús no
enseñara nunca maneras generosas, encontró la aventura lo bastante jovial para
celebrarla con un burdo retruécano. Entre la nutrida enumeración de los derechos del
hombre que la sabiduría del siglo XIX repite tan a menudo y con tanta complacencia, se
han olvidado dos asaz importantes, que son: el derecho a contradecirse y el derecho a
marcharse.
Pero la sociedad mira al que se va como a un insolente; castigaría de buena gana
ciertos despojos fúnebres, como aquel infeliz soldado atacado de vampirismo a quien la
vista de un cadáver exasperaba hasta el frenesí. Y con todo, puede decirse que, bajo la
presión de determinadas circunstancias, después de un serio examen de ciertas
incompatibilidades, con firmes creencias en ciertos dogmas y metempsicosis; puede
decirse, sin énfasis y sin juego de palabras, que el suicidio es a veces el acto más
razonable de la vida. Y así se forma una compañía de fantasmas, ya numerosa, que nos
visita familiarmente, y en la que cada miembro viene a ensalzarnos su reposo actual y a
confiarnos sus persuasiones.
Confesemos, no obstante, que el lúgubre fin del autor de Eureka suscitó algunas
consoladoras excepciones, sin lo cual sería cosa de desesperarse y el mundo resultaría
insufrible. Mr. Willis, como ya he dicho, habló con honradez, y hasta con emoción, de
las buenas relaciones que había mantenido siempre con Poe. Los señores John Neal y
George Graham llamaron al señor Griswold al orden. El señor Longfellow —y ello es
tanto más meritorio cuanto que Poe le había maltratado cruelmente— supo alabar de
una manera digna de un poeta su elevada potencia como poeta y como prosista. Un
desconocido escribió que la América literaria había perdido su cabeza más poderosa.
Pero el corazón partido, el corazón desgarrado, el corazón traspasado por siete
puñales, fue el de la señora Clemm. Edgar era a la vez su hijo y su hija. «¡Rudo destino
—dice Willis, de quien tomo estos detalles casi textualmente—, rudo destino el que ella
velaba y protegía! Porque Edgar A. Poe era un hombre embarazoso; aparte de que
escribía con una fastidiosa dificultad y con un estilo demasiado por encima del nivel
intelectual corriente para poderle pagar caro, estaba siempre atosigado por apuros
monetarios, y con frecuencia él y su mujer enferma carecían de las cosas más precisas en
la vida.» Un día, Willis vio entrar en su despacho a una mujer, vieja, dulce, seria. Era la
señora Clemm. Buscaba trabajo para su querido Edgar. El biógrafo dice que se sintió
hondamente emocionado no sólo por el elogio perfecto, por la exacta apreciación que
hizo ella del talento de su hijo, sino también por todo su aspecto exterior, por su voz
suave y triste, por sus maneras un poco anticuadas, pero bellas y nobles. «Y durante
varios años —añade— hemos visto a esa infatigable servidora del genio, pobre y mal
vestida, de diario en diario para vender unas veces un poema, otras un artículo,
diciendo en ocasiones que estaba enfermo —única aplicación, única razón, invariable
disculpa que ella daba cuando su hijo se hallaba atacado momentáneamente de una de
esas esterilidades que conocen los escritores nerviosos—, sin permitir nunca que sus
labios soltasen una palabra que pudiera ser interpretada como una duda, como una falta
de confianza en el genio y en la voluntad de su bienamado.» Cuando su hija murió, ella
se consagró al superviviente de la destrozada batalla con un ardor maternal
acrecentado, vivió con él, le cuidó, le vigiló, defendiéndole contra la vida y contra él
mismo. «En verdad —termina Willis con una elevada e imparcial razón—, si la
abnegación de la mujer, nacida con un primer amor y mantenida por la pasión humana,
glorifica y consagra su objeto, ¿qué no dice en favor del que le inspiró una abnegación
como ésta, pura, desinteresada y santa como un centinela divino?» Los detractores de
Poe hubieran debido, en efecto, darse cuenta de que hay seducciones tan poderosas, que
no pueden ser sino virtudes.
Es de imaginar lo terrible que fue la noticia para la desdichada mujer. Escribió una
carta a Willis, de la cual son estas líneas:
«He sabido esta mañana la muerte de mi bienamado Eddie… ¿Puede usted
comunicarme algunos detalles, algunas circunstancias?… ¡Oh, no deje a su pobre amiga
en esta amarga aflicción!… Dígale al señor X que venga a verme; tengo que participarle
un encargo de mi pobre Eddie… No necesito rogarle que anuncie usted su muerte, y
que hable bien de él. Sé que lo hará. Pero recalque usted bien el hijo afectuoso que era
para mí, su pobre madre desolada…»
Esta mujer se me aparece grande y más que noble. Herida por un golpe irreparable,
sólo piensa en la reputación del que lo era todo para ella, y no basta para contestarle con
decir que era un genio; es preciso que sepan que era un hombre recto y afectuoso. Es
evidente que esa madre —antorcha y hogar encendidos por un rayo del más alto cielo—
ha sido dada como ejemplo a nuestras razas, muy poco preocupadas de la abnegación,
del heroísmo y de todo cuanto es más que el deber. ¿No era justo inscribir a la cabeza de
las obras del poeta el nombre de la que fue el sol moral de su vida? Aromará en su
gloria el nombre de la mujer cuya ternura sabía curar sus llagas, y cuya imagen volará
sin cesar por encima del martirologio de la literatura.
III
La vida de Poe, sus costumbres, sus modales, su ser físico, todo lo que constituye el
conjunto de su personalidad, se nos aparece como algo tenebroso y brillante a la vez. Su
persona era singular, seductora, y, como sus obras, estaba marcada por un indefinible
sello de melancolía. Por lo demás, él se hallaba notablemente dotado en todos los
sentidos. De joven había demostrado una rara aptitud para todos los ejercicios físicos, y
aun siendo pequeño de estatura, con pies y manos femeniles, mostrando todo su ser ese
carácter de delicadeza femenina, era más que robusto y capaz de maravillosas pruebas
de fuerza. En su juventud ganó una apuesta como nadador que supera la medida
ordinaria de lo posible. Diríase que la Naturaleza da a aquellos de quienes quiere
conseguir grandes cosas un temperamento enérgico, así como da una poderosa vitalidad
a los árboles encargados de simbolizar el duelo y el dolor. Esos hombres, de apariencia a
veces enfermiza, están forjados como atletas, son aptos para la orgía y para el trabajo,
prontos a los excesos y capaces de asombrosas sobriedades.
Hay algunos puntos relativos a Edgar A. Poe sobre los cuales existe un acuerdo
unánime, como, por ejemplo, su elevada distinción natural, su elocuencia y su belleza,
de la que, según dicen, se sentía un tanto vanidoso.
Sus maneras, mezcla singular de altivez y de dulzura exquisita, estaban llenas de
firmeza. Su fisonomía, sus andares, sus gestos, sus movimientos de cabeza, todo le
señalaba, máxime en sus días buenos, como un ser elegido. Toda su persona respiraba
una solemnidad penetrante. Estaba, en realidad, marcado por la Naturaleza, como esas
figuras de viandantes que atraen la mirada del observador y preocupan su memoria. El
propio pedante y agrio Griswold confiesa que, cuando fue a visitar a Poe y le encontró
pálido y enfermo aún por la muerte y la enfermedad de su mujer, se sintió conmovido
en alto grado no sólo por la perfección de sus modales, sino también por su fisonomía
aristocrática, por la atmósfera perfumada de su habitación, muy modestamente
amueblada. Griswold ignora que el poeta posee más que todos los otros hombres ese
maravilloso privilegio, atribuido a la mujer parisiense y a la española, de saber
adornarse con nada, y que Poe, enamorado de lo Bello en todas las cosas, hubiese
encontrado el arte de transformar una choza en un palacio de nueva clase. ¿No ha
escrito, con el talento más original y curioso, proyectos de mobiliarios, planos de casas
de campo, de jardines y de reformas de paisajes?
Existe una carta encantadora de la señora Frances Osgood, que fue una de las
amigas de Poe, y que nos da sobre sus costumbres, sobre su persona y sobre su vida
doméstica los más curiosos detalles. Esta dama, que era también un escritora
distinguida, niega valientemente todos los vicios y todas las faltas achacados al poeta.
«Con los hombres —dice a Griswold—, quizá fuese como usted le describe, y como
hombre puede usted tener razón. Pero yo afirmo el hecho de que con las mujeres era
muy distinto, y de que nunca ha habido mujer alguna que haya conocido a Mr. Poe que
no haya experimentado hacia él un profundo interés. Siempre se me apareció como un
modelo de elegancia, de distinción y de generosidad…
«La primera vez que nos vimos fue en Astor House. Willis me había dado en casa El
cuervo, sobre el cual el autor, me dijo, deseaba conocer mi opinión. La música misteriosa
y sobrenatural de ese poema extraño me penetró tan íntimamente, que, cuando supe
que Poe deseaba serme presentado, experimenté un sentimiento singular que se
asemejaba al espanto. Apareció él con su bella y orgullosa cabeza, sus ojos sombríos que
lanzaban una luz elegida, una luz de sentimiento y de pensamiento; con sus maneras
que eran una mezcla intraducible de altivez y de suavidad. Me saludó, tranquilo, serio,
casi frío; pero bajo aquella frialdad vibraba una simpatía tan marcada, que no pude por
menos de sentirme impresionada a fondo. A partir de aquel momento, hasta su muerte,
fuimos amigos…, y sé que en sus últimas palabras tuve mi parte de recuerdo, y que él
me dio, antes que su razón fuese derrocada de su trono de soberana, una prueba
suprema de su fiel amistad.
«Era, sobre todo en su interior, a la vez sencillo y poético, donde el carácter de Edgar
A. Poe se mostraba para mí bajo su mejor aspecto. Bromista, afectuoso, ingenioso; tan
pronto dócil como indómito, lo mismo que un niño mimado, tenía siempre para su
joven, dulce y adorada mujer, y para todos los que acudían, aun en medio de sus más
fatigosas labores literarias, una palabra amable, una sonrisa benévola, atenciones
graciosas y corteses. Se pasaba horas interminables ante su mesa, bajo el retrato de su
Leonora, la amada y la muerta, siempre asiduo, siempre resignado y fijando con su
admirable letra las brillantes fantasías que cruzaban su asombroso cerebro, sin cesar en
alerta. Recuerdo haberle visto una mañana más alegre y jovial que de costumbre.
Virginia, su dulce mujer, me había rogado que fuese a verlos, y me era imposible resistir
sus ruegos… Le encontré trabajando en la serie de artículos que ha publicado bajo el
título The Literature of New York. "Vea usted —me dijo, desplegando con una risa
triunfal varios pequeños rollos de papel (escribía sobre tiras estrechas, sin duda para
adaptar su copia a la justificación de los diarios)—; voy a mostrarle por la diferencia de
tamaños los diversos grados de estimación que tengo por cada miembro de su especie
literaria. En cada uno de estos papeles, uno de ustedes es vapuleado y discutido
particularmente. ¡Ven aquí, Virginia, y ayúdame!" Y los desplegaron todos, uno por uno.
Al final había uno que parecía interminable. Virginia, riendo, retrocedía hasta un
extremo de la habitación, cogiéndolo por una punta, y su marido hacia otro rincón, con
la otra punta. "¿Y quién es el afortunado —dije— que ha juzgado usted digno de esa
inconmensurable ternura?" "¿Ustedes la oyen? ¡Como si su vanidoso corazoncito no le
hubiese ya dicho que es ella!"
«Cuando me vi obligada a viajar por motivos de salud, sostuve una correspondencia
regular con Poe, obedeciendo en esto a las vivas instancias de su mujer, quien creía que
podía yo tener sobre él una influencia y un ascendiente saludables… En cuanto al amor
y a la confianza que existían entre su mujer y él, y que eran para mí un espectáculo
delicioso, no podría hablar de ellos con la convicción y el calor suficientes. No menciono
algunos pequeños episodios poéticos a los cuales le impulsó su temperamento
novelesco. Creo que era la única mujer a quien él amó de verdad…»
En las novelas cortas de Poe no hay nunca amor. Al menos, Ligeia, Eleonora, no son,
hablando con propiedad, historias de amor, ya que la idea principal sobre la que gira la
obra es otra por completo. Acaso él creía que la prosa no es lengua a la altura de ese
singular y casi intraducible sentimiento; porque sus poesías, en cambio, están
fuertemente saturadas de él. La divina pasión aparece en ellas, magnífica, estrellada,
velada siempre por una irremediable melancolía. En sus artículos habla a veces del amor
como de una cosa cuyo nombre hace temblar la pluma. En The Domain of Arnhaim
afirmará que las cuatro condiciones elementales de la felicidad son: la vida al aire libre,
el amor de una mujer, el desapego de toda ambición y la creación de una nueva Belleza.
Lo que corrobora la idea de la señora Frances Osgood referente al aspecto caballeresco
de Poe por las mujeres es que, pese a su prodigioso talento para lo grotesco y lo horrible,
no haya en toda su obra un solo pasaje que se refiera a la lujuria, ni siquiera a los goces
sensuales. Sus retratos de mujeres están, por decirlo así, aureolados; brillan en el seno de
un vapor sobrenatural y están pintados con la manera enfática de un adorador. En
cuanto a los pequeños episodios novelescos, ¿puede a uno extrañarle que un ser tan
nervioso, cuya sed por lo Bello era quizá su rasgo principal, haya cultivado a veces, con
un ardor apasionado, la galantería, esa flor volcánica, almizclada, para quien el cerebro
vehemente de los poetas es un terreno predilecto?
De su singular belleza personal, a la que se refieren varios biógrafos, el espíritu
puede, creo yo, hacerse una idea aproximada recurriendo a todas las nociones vagas,
características, contenidas en la palabra romántica, palabra que sirve generalmente para
representar los géneros de belleza que consisten sobre todo en la expresión. Poe tenía
una frente amplia, dominadora, en la que ciertas protuberancias revelaban las facultades
desbordantes que están encargadas de representar —construcción, comparación,
causalidad— y donde predominaban en un orgullo tranquilo el sentido de la idealidad,
el sentido estético por excelencia. Sin embargo, pese a esos dones, o aun a causa de esos
privilegios exorbitantes, aquella cabeza, vista de perfil, no presentaba tal vez un aspecto
agradable. Como en todas las cosas excesivas por un sentido, un déficit podía originarse
de la abundancia, una pobreza de la usurpación. Tenía unos ojos grandes, sombríos y
luminosos a la vez, de un color incierto y tenebroso, tendiendo al violeta; la nariz, noble
y sólida; la boca, fina y triste, aunque levemente sonriente; el cutis, moreno claro; el
rostro, de ordinario, pálido; la fisonomía, un poco distraída e imperceptiblemente
velada por una melancolía habitual.
Su conversación era de las más notables y con un fondo sustancioso. No era eso que
se llama un charlista presuntuoso —cosa horrible—, y, además, su palabra, como su
pluma, tenía horror a lo convencional; pero una amplia cultura, un rico vocabulario,
profundos estudios, impresiones recogidas en varios países, hacían de su palabra una
enseñanza. Su elocuencia, esencialmente poética, llena de método y moviéndose,
empero, fuera de todo método conocido, arsenal de imágenes sacadas de un mundo
poco frecuentado por la mayoría de los espíritus; un arte prodigioso para deducir de
una proposición evidente y en absoluto aceptable nociones secretas y nuevas, para abrir
sorprendentes perspectivas; en una palabra, el don de extasiar, de hacer pensar, de hacer
soñar, de arrancar las almas del fango de la rutina: tales cosas eran sus deslumbradoras
facultades, de las que muchas personas han conservado recuerdo. Pero sucedía a veces
—eso cuentan, al menos— que el poeta, complaciéndose en un capricho destructor,
arrastraba de nuevo con brusquedad a sus amigos a la tierra por obra de un cinismo
desconsolador y derrocaba, brutal, su obra, henchida de espiritualidad. Hay, por lo
demás, que señalar una cosa: que era muy poco exigente en la elección de sus oyentes, y
creo que el lector encontrará sin dificultad en la Historia otras inteligencias grandes y
originales para quienes toda compañía era buena. Ciertos espíritus, solitarios en medio
de la multitud, y que se nutren en el monólogo, prescinden de la delicadeza en materia
de público. Es, en suma, una especie de fraternidad basada en el desprecio.
De esa embriaguez —celebrada y reprochada con una insistencia que podría hacer
creer que todos los escritores de los Estados Unidos, excepto Poe, son ángeles de
sobriedad— hay que hablar, no obstante. Existen varias versiones plausibles, y ninguna
excluye las otras. Ante todo, estoy obligado a hacer observar que Willis y la señora
Osgood afirman que una cantidad muy pequeña de vino o de licor bastaba para
perturbar por completo su organismo. Es, por cierto, fácil de suponer que un hombre
tan verdaderamente solitario, tan profundamente desdichado, y que pudo considerar
con frecuencia todo el sistema social como una paradoja y una impostura; un hombre
que, acosado por un destino inexorable, repetía a menudo que la sociedad no implica
más que un tropel de miserables (Griswold refiere esto tan escandalizado como un
hombre que puede pensar lo mismo, pero que no lo dirá nunca); es natural, digo,
suponer que ese poeta, muy infantil en los azares de la vida libre, con el cerebro cercado
por un trabajo áspero y continuo, haya buscado algunas veces una voluptuosidad de
olvido en las botellas. Rencores literarios, vértigos del infinito, dolores hogareños,
insultos de la miseria.
Poe huía de todo ello en la negrura, como de una tumba preparatoria, de la
borrachera. Pero, por buena que parezca semejante explicación, no la encuentro lo
bastante amplia, y desconfío de ella a causa de su deplorable simplicidad.
He sabido que él no bebía como un ansioso, sino como un bárbaro, con una
actividad y una economía de tiempo totalmente americanas, como si realizase una
función homicida, como si tuviese algo en él que matar, a worm that would not die. Se
cuenta, además, que un día, en el momento de volver a casarse (habían corrido las
amonestaciones, y cuando le felicitaban por aquel enlace que le aportaba las más
elevadas condiciones de felicidad y de bienestar, habría él dicho: «Es posible que hayan
corrido las amonestaciones; pero fíjense bien en esto: ¡no me casaré!»), fue con una
borrachera atroz a escandalizar en la vecindad de la que debía ser su mujer, recurriendo
así a su vicio para librarse de un perjurio hacia la pobre muerta, cuya imagen vivía
siempre en él y a quien había cantado a maravilla en su Annabel Lee. Considero, pues,
en un gran número de casos el hecho infinitamente precioso de premeditación como es
sabido y comprobado.
Leo, por otra parte, en un largo artículo de Southern Literary Messenger —esa
misma revista cuya fortuna había él iniciado— que jamás la pureza y la perfección de su
estilo, jamás la claridad de su pensamiento y su ardor en el trabajo fueron alterados por
esa terrible costumbre; que la confección de la mayoría de sus excelentes trozos precedió
o siguió a alguna de sus crisis; que después de la publicación de Eureka se entregó
lamentablemente a su inclinación, y que en Nueva York, la mañana misma en que
aparecía El cuervo, cuando el nombre del poeta estaba en todas las bocas, él cruzaba
Broadway tambaleándose de un modo bochornoso. Observen ustedes que las palabras
precedido o seguido implican que la embriaguez podía servir de excitante lo mismo que
de descanso.
Ahora bien: es indudable que —parecidas a esas impresiones fugaces y chocantes,
tanto más chocantes en sus reapariciones cuanto más fugaces son, que siguen a veces a
un síntoma exterior, especie de advertencia como el sonido de una campana, una nota
musical o un perfume olvidado, las cuales son también seguidas de un suceso análogo a
otro suceso ya conocido y que ocupaba el mismo lugar en una cadena anteriormente
revelada; semejantes a esos singulares sueños periódicos que se repiten cuando
dormimos— existen en la borrachera no sólo encadenamientos de sueños, sino una serie
de razonamientos que necesitan, para reproducirse, del medio que les ha dado origen. Si
el lector me ha atendido sin repugnancia habrá adivinado ya mi conclusión: creo que en
muchos casos —no en todos, ciertamente— la embriaguez de Poe era un medio
mnemotécnico, un método de trabajo, método enérgico y mortal, pero apropiado a su
naturaleza apasionada. El poeta había aprendido a beber, como un escritor escrupuloso
se ejercita llenando cuadernos de notas. No podía resistir el deseo de hallar de nuevo las
visiones maravillosas o aterradoras, las concepciones sutiles que había encontrado en
una tempestad precedente: eran viejas amistades que le atraían, imperativas, y para
reanudar su relación con ellas tomaba el camino más peligroso, pero el más directo. Una
parte de lo que hoy produce nuestro goce es lo que le mató.
IV
De las obras de ese singular genio poco tengo que decir; el público mostrará lo que
de ellas piensa. Me sería difícil quizá, pero no imposible, esclarecer su método, explicar
su procedimiento, sobre todo en la parte de sus obras cuyo principal efecto reside en un
análisis bien manejado. Podría yo introducir al lector en los misterios de su fabricación,
extenderme largamente sobre esa porción de genio americano que le hace regocijarse de
una dificultad vencida, de un enigma explicado, de un tour de force realizado; que le
impulsa a divertirse con una voluptuosidad infantil y casi perversa en el mundo de las
probabilidades y de las conjeturas, y a crear mentiras a las cuales su arte sutil presta una
vida verdadera. Nadie negará que Poe es un prestidigitador maravilloso, y sé que
otorgaba sobre todo su estimación a otra parte de sus obras. Tengo que hacer algunas
observaciones más importantes, muy breves, en suma.
No es por sus milagros materiales, que le han dado, empero, su fama, por lo que él
conquistará la admiración de las gentes que piensan, sino por su amor a lo Bello, por su
conocimiento de las condiciones armónicas de la belleza, por su poesía profunda y
gimiente, siquiera trabajada, transparente y correcta como una joya de cristal; por su
admirable estilo, puro y singular —apretado como las mallas de una cota—,
complaciente y minucioso —y cuya más ligera intención sirve para llevar suavemente al
lector hacia un fin deseado—, y, en fin, sobre todo, por ese genio especialísimo, por ese
temperamento único que le ha permitido pintar y explicar de una manera impecable,
sorprendente, terrible, la excepción en el orden moral. Diderot, para escoger un ejemplo
entre cientos, es un autor sanguíneo. Poe es el escritor de los nervios, e incluso de algo
más, y el mejor que yo conozco.
En él, toda entrada en materia es atrayente sin violencia, como un torbellino. Su
solemnidad sorprende y mantiene el espíritu alerta. Percibe uno en seguida que se trata
de algo serio. Y lentamente, poco a poco, se desenvuelve una historia cuyo interés todo
se basa sobre una imperceptible desviación del intelecto, sobre una hipótesis audaz,
sobre una dosificación imprudente de la Naturaleza en la amalgama de las facultades. El
lector, apresado por el vértigo, se ve obligado a seguir al autor en sus atractivas
deducciones.
Ningún hombre, lo repito, ha contado con mayor magia las excepciones de la vida
humana y de la Naturaleza, los ardores de curiosidad de la convalecencia, los finales de
estación cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos,
en que el viento del Sur ablanda y afloja los nervios como las cuerdas de un
instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no provienen del corazón; la
alucinación dejando lo primero sitio a la duda, y muy pronto convencida y razonadora
como un libro; lo absurdo instalándose en la inteligencia y rigiéndola como una lógica
espantosa, la histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción asentada entre
los nervios y el espíritu, y el hombre desacorde hasta el punto de expresar el dolor con
la risa. Él analiza lo que hay de más fugaz, sopesa lo imponderable y describe en una
forma minuciosa y científica, cuyos efectos son terribles, toda esa parte imaginaria que
flota en torno al hombre nervioso y le hace acabar mal.
El ardor mismo con que se arroja a lo grotesco por amor a lo grotesco, a lo horrible
por amor a lo horrible, me sirve para comprobar la sinceridad de su obra y la unión del
hombre con el poeta. He observado ya que en varios hombres ese ardor era con
frecuencia el resultado de una amplia energía vital inocupada, a veces de una obstinada
castidad y también de una profunda sensibilidad contenida. La voluptuosidad
sobrenatural que el hombre puede experimentar viendo correr su propia sangre; los
movimientos repentinos, violentos, inútiles; los fuertes gritos lanzados al aire, sin que el
espíritu mande a la garganta, son fenómenos a situar en el mismo orden.
En el seno de esta literatura en que el aire está enrarecido, el espíritu puede
experimentar esa gran angustia, ese miedo pronto a las lágrimas y ese malestar del
corazón que residen en los lugares inmensos y singulares. Pero la admiración es más
fuerte, ¡y, además, el arte es tan grande! Los fondos y los accesorios son en ella
apropiados al sentimiento de los personajes. Soledad de la Naturaleza o agitación de las
ciudades, todo está descrito en ella nerviosa y fantásticamente. Como a nuestro Eugene
Delacroix, que ha elevado su arte a la altura de la poesía grande, a Edgar A. Poe le
complace agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en que se revelan la
fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta. La naturaleza que llaman
inanimada participa de la naturaleza de los seres vivos, y, como ellos, se estremece con
un temblor sobrenatural y galvánico. El espacio se ahonda por el opio; el opio da en él
un sentido mágico a todos los tonos, y hace vibrar todos los ruidos con una sonoridad
más significativa. A veces, lejanías magníficas, henchidas de luz y de color, se
abren de repente en sus paisajes, y se ve aparecer en el fondo de sus horizontes ciudades
orientales y arquitecturas vaporizadas por la distancia, donde el sol lanza lluvias de oro.
Los personajes de Poe, o más bien el personaje de Poe —el hombre de facultades
sobreagudizadas, el hombre de nervios relajados, el hombre cuya voluntad ardorosa y
paciente lanza un reto a las dificultades, aquel cuya mirada se clava con la rigidez de
una espada sobre objetos que se agrandan a medida que él los mira— es Poe mismo. Y
sus mujeres, todas dolientes y luminosas, muriendo de males extraños y hablando con
una voz que parece música, son él también, o, cuando menos, por sus raras aspiraciones,
por su saber, por su melancolía incurable, participan mucho de la naturaleza de su
creador. En cuanto a su mujer ideal, a su Titánida, se revela bajo diferentes retratos,
esparcidos en sus poesías demasiado escasas, retratos, o, mejor, modos de sentir la
belleza, que el temperamento del autor aproxima y confunde en una unidad vaga, pero
sensible, en la que vive más delicadamente acaso que en otra parte ese amor insaciable
de lo Bello, que es su gran título; es decir, el resumen de los títulos que él posee al efecto
y al respeto de los poetas.
Si tengo nueva ocasión, como espero, de hablar de este lírico, haré el análisis de sus
opiniones filosóficas y literarias, así como, en general, de las obras cuya traducción
completa tendría pocas probabilidades de éxito entre un público que prefiere con mucho
la diversión y la emoción a la más importante verdad filosófica.

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CHARLES BAUDELAIRE

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