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sábado, 12 de diciembre de 2009

GUY DE MAUPASSANT ANTE LA MASCARADA DE LA VIDA



GUY DE MAUPASSANT ANTE LA MASCARADA
DE LA VIDA
ENSAYO
-
La soledad de la vida me da más frío que la soledad que habita la casa. Siento
esta inmensa desorientación de los seres, el peso del vacío y en medio de esa
desbandada del Todo, mi cerebro funciona con lucidez, con exactitud, deslumbrándome
con la nada extema.
(Carta a su madre, Laure de Maupassant, enero de 1881)
RESUMEN

La obra de Ouy de Maupassant abarca temas muy diversos según las épocas: él
mismo se define como «ini industrial de las letras» y resulta difícil elegir entre tantos posibles
numdos de ficción. Este artículo .se detiene principalmente en los fenómenos inconscientes
y en la figura obsesiva del hombre alienado que de forma recurrente aparecen
en sus cuentos.
PALABRAS CLAVE: Maupassant; siglo XIX; relato corto; literatura francesa.
____________________________
RESUME
L'oeuvre de Ouv de Maupassant embrasse les themes les plus divers selon les
périodes de sa vie; lui-méme se définit comine «un industriel des Lettres» et il est
difficile de faire un clioix parmi tant de mondes possibles. Cet article s'intéresse
principalemenl aux phénoménes inconscients et á figure obsessive de Thomme aliené qui
apparaít constainment dans ses contes.
MOTS CLEF:
Maupassant, XIX siécle; textes courts: littérature française.
BRIGITTE LEGUEN
______________
Cuando Maupassant escribe esta carta tiene solamente treinta y un años y acaba de
publicar, un año antes, en 1880, el relato que le lanza a la fama Bola de sebo. A pesar del
éxito, de su aspecto jovial y robusto, este hombre joven aficionado a los deportes al aire
libre y a las mujeres no consigue alcanzar la felicidad y considera el mundo con una mirada
cargada de pesimismo y de melancolía. Encuentra en la lectura de las obras de Schopenhauer',
recién traducido al francés, una comunidad de ideas que luego trasladará a sus
cuentos y a la totalidad de su obra: se identifica con el nihilismo, la negación de todos los
afectos, la visión de un mundo sin dioses, vacío y desolador. El rechazo de los valores establecidos
y el ateísmo se extienden mientras tanto en la sociedad de la época y se intentan
sustituir las antiguas costumbres por la fe en el progreso y en las ciencias, por el
culto a la historia y, en el caso de la burguesía recién estrenada, por un nuevo concepto de
confort moral y material. Guy de Maupassant rechaza la banalidad y el nuevo conformismo
burgués y se adentra en un mundo mucho más atormentado, absurdo, trágico y
doloroso. Confía en el conocimiento intuitivo que sólo se puede percibir en su totalidad
a través de la experiencia erótica. Su aproximación existencial rompe decididamente con
el intelectualismo y sale en busca del redescubrimiento del hombre como sujeto aislado
e individualizado.
Maupassant es también un ávido lector de Sade el gran contramoralista que pone en
evidencia la malignidad del ser humano y de la naturaleza que le rodea. A lo largo de todos
sus escritos, tanto crónicas como artículos, cuentos o novelas, el escritor no se cansa
de expresar su malestar en un mundo en el que no se siente en adecuación y que, según
él, un dios monstruoso ha creado.
Junto a esta actitud cargada de desesperación, el escritor novel encuentra en Gustave
Flaubert, el hombre de la famosa novela de la nada, un guía y un maestro que le inicia
en el difícil oficio de escritor. Maupassant seguirá siempre a su mentor y como él buscará
la perfección formal «un libro sin ataduras exteriores, que se sostendría por sí solo,
apoyado en la fuerza intema de su estilo, tal y como lo hace la Tierra, que se mantiene en
el aire sin que nada la sostenga, un libro que casi no tendría tema o al menos cuyo tema
resultaría casi invisible en la medida de lo posible. Las obras más bellas son las que tienen
la menor cantidad posible de materia: cuanto más cerca queda la expresión del
pensamiento, cuanto más se adecué a la palabra dicho pensamiento, sin que se note, más
bello resultará. Creo que el porvenir va en esta dirección» (carta de Flaubert a su amiga
Louise Collet, 16 de enero 1852). Esta reflexión constituye una breve definición de lo que
es para el maestro Flaubert la literatura. Su joven discípulo Maupassant compartirá esta
visión que se aparta en muchos puntos de las consignas naturalistas difundidas por parte
de los miembros del llamado Grupo de Médan.
También influye en los primeros años de formación la presencia de la madre, Laure
de Maupassant, quien se encarga de supervisar los primeros pasos de su hijo en el difícil
mundo de las letras. En cuanto al padre, Gustave de Maupassant, su papel queda en segundo
plano ya que el matrimonio se separa en 1860, dejando a los dos hijos al cuidado
' Arthur Schopenhauer (1788-1860) fue traducido al francés a partir de 1877. Un amigo cercano a Maupassant,
Jean Bourdean tradujo en 1880 pernees, máximes effragments. La filosofía de Schopenhauer influenció
a Guy de Maupassant desde muy joven y existen numerosas alusiones al pensamiento del filósofo alemán en su
obra.
de la madre, en Normandía. Entre los dos «Gustave», el joven Guy elige a Gustave
Flaubert aunque siga manteniendo buenas relaciones con su padre biológico. Hereda la
fragilidad nerviosa del lado materno y sigue los pasos del padre en su incesante p)ersecución
del placer. A Hervé de Maupassant, su único hermano, le une una estrecha relación
que permanecerá hasta la muerte de éste en 1889.
A pesar de la sífilis que consume su vida y de una sensibilidad a flor de piel o precisamente
gracias a ello, el escritor encuentra en el arte su salvación. No forma parte de
los que en Francia se denominan con cierta delectación «los intelectuales». Se deja
guiar por las sensaciones, en busca de la emoción que encuentra en la belleza, en el arte,
en las mujeres, en los paisajes. Desea, dice, «breves y raras y violentas revelaciones de la
belleza» (Carta a su amigo J.Bordeau, 1889). Emprende una busca dionisíaca que le lleva
a las Playas de Etretat, en el seno de su Normandía natal. Le gusta el mar, el barco, las
armas. Navega también por el Sena con sus amigos los «canotiers». Es misógino, solitario
y sensual, independiente en sus juicios y en sus relaciones. Los vínculos que le unen
a la Escuela Naturalista y al grupo de Médan se rompen en cuanto muere su padre
adoptivo Gustave Flaubert en 1880.
A partir de entonces sigue su trayectoria en solitario y se aleja de las escuelas. Dice
a Paul Alexis, en una carta de 1877 «no creo más en el Naturalismo y en el realismo que
en el Romanticismo» y añade que los realistas deberían denominarse «ilusionistas»^.
Es significativo el poco interés que pone en teorizar o simplemente en exponer sus
opiniones literarias. Su Estudio sobre la novela que precede a la novela Fierre et Jean
(1887) constituye su única aportación importante en esta materia junto con algunos artículos
de prensa. Estamos muy lejos del dogmatismo zoliano, lo que no impide que el joven
escritor se impregne de todas las influencias que le rodean: la huella aún fresca del
Romanticismo, la influencia de Baudelaire al que cita repetidas veces. De los románticos
hereda los nuevos criterios estéticos que recuperará toda su generación: no hay temas tabúes,
lo feo puede ser bello, todo es relativo y depende del prisma desde donde se mire.
A continuación el realismo propone una renovada descripción de la realidad; la de la Historia
y de la sociedad contemporánea. La Prensa recién democratizada introduce en los
periódicos las novelas por entregas. Junto a los folletines, los relatos cortos conocen un
renovado éxito.
El género corto de moda responde también a la evolución del gusto artístico en general,
orientado hacia la anécdota sacada de los sucesos recientes, hacia la pequeña
crónica de sociedad, el fragmento de vida (la famosa «tranche de vie»), los tópicos heredados
de las «fisiologías» realistas, lo instantáneo'.
Maupassant, como muchos de sus atormentados contemporáneos, busca remedios a
su angustia y se siente preso del enorme desencanto que embarga a la sociedad francesa
en el período de la post-Revolución de 1848. Busca en la dirección de las ciencias o de
las seudo-ciencias, en el magnetismo avalado por Messmer, en el ocultismo que atrae a
^ Esta reflexión procede de su único texto teórico titulado Etude sur le román, prólogo a la novela Fierre et
Jean, septiembre de 1887.
' Jules Lemaitre escribe en les contemporains, «tenemos cada vez más prisas; nuestra mente anhela placeres
rápidos o emociones súbitas; queremos novelas lo más condensadas a ser posible e incluso, en el peor de los
casos, se reduce en lugar de condensar».
Hugo, Villiers de L'Isle-Adam y a continuación Huysmans. Maupassant además acude a
los seminarios organizados por Charcot como también lo hizo Sigmund Freud con algunos
años de diferencia.
El Naturalismo refuerza e intensifica ciertos procedimientos realistas ya instaurados
y aspira a inspirarse en las ciencias naturales para copiar su método de análisis. La conocida
Novela experimental de Zola pretende precisamente calcar la medicina experimental
de Claude Bemard y llevar la literatura al mismo plano que la ciencia''.
Obviamente existen también diferencias capitales con la etapa anterior —la del
Realismo— que coinciden con importantes variaciones en las condiciones históricas
y socio-culturales. Se adhieren nuevos territorios a explorar, en particular todos los espacios
referentes a los márgenes de la sociedad, y a la conciencia individual y colectiva.
Pero allí valen más los matices y las diferencias individuales que son las que determinan
el carácter único y original de cualquier obra de arte en el seno de la
modernidad. Flaubert, Valles o Maupassant abarcan el espacio literio de un modo personal
e intransferible. La época se caracteriza precisamente por su diversidad creativa
y por la libertad con que se expresa su imaginario. Existen sin embargo aspectos
dominantes que convienen al conjunto de los artistas: una cierta conciencia del desorden
social e individual, una renovada voluntad de experimentar los límites, los
márgenes de la realidad y su relación con el imaginario, tanto en el plano de la conciencia
como en el territorio aún poco explorado del inconsciente. El movimiento, no
nos quepa duda, traspasa obviamente el espacio estrictamente nacional. Este periodo
coincide también con los progresos de la psiquiatría, con nuevas nociones y definiciones
de la salud mental y de la higiene'. La presencia del cuerpo durante el siglo xix
cobra nuevos significados. El de la mujer, en particular, evoluciona sorprendentemente
hasta llegar a las primeras «gar9onnes» que tanto escandalizarán a ciertos sectores de
la sociedad. Se estudian desde otros enfoques las correspondencias entre la fisionomía
y la personalidad, entre lo visible y lo invisible, y nos dirigimos hacia una nueva cultura
de lo somático. Las investigaciones acerca de la psique y el novísimo campo del
psicoanálisis (los primeros estudios de Freud son de 1895) se propagan. No es entonces
puro azar si Maupassant crea lo que Louis Vax denomina «un fantástico interior
» que se nutre de las pulsiones más profundas que desartollará apoyándose en las
nuevas ciencias o seudo-ciencias*. Maupassant sigue la evolución del pensamiento europeo
que se orienta de modo convergente a lo largo de la década de los 80 hacia la
elaboración desde un enfoque racionalista de los fenómenos inconscientes ya percibidos
de modo más intuitivo tiempo atrás. ¿Cómo no vislumbrar en la obra de Maupassant
la presencia especular del inconsciente al recorter estos relatos poblados de
personajes empujados por fuerzas que no controlan? Las apariencias de la realidad objetiva
—situaciones concretas, paisajes y ciudades, personajes pintorescos o singulares,
etc..—, están rápidamente trascendidas y reconducidas hacia otra realidad de la
•* la novela le román experimental de Emile Zola se publicó por primera vez en 1878 en Le Voltaire.
' Véanse sobre este tema tan revelador el libro de Philippe Perrot, le travail des apparences. Le corpsféminin,
XVIII" y XIX". col., Points «histoire», éd. Seuil. París, 1984
' El término de psiquiatra como médico que trata diversos tipos de alineación mental, se emplea a partir de
1802 en Francia.
conciencia que filtra, de las sucesivas pantallas que las modifican, de la sensibilidad y
habilidad del lector^.
El novelista asume el carácter ilusorio de la realidad y dice en su Etude sur le román
lo siguiente:
«Cada uno de nosotros mira simplemente al mundo como una ilusión y el escritor tiene
como única misión la de reproducir fielmente dicha ilusión con todos los procedimientos artísticos
que ha adquirido y que están a su alcance»*.
El terreno neurótico sobre el que se edifica la obra y la ciclotimia del creador de la
misma explican ampliamente el lugar que ocupa lo fantástico desde los principios de la
obra así como la innegable intuición del autor ante los fenómenos inconscientes que
Freud atribuye a ciertas personas, en particular a los artistas y a los paranoicos'. Conviene
sin embargo recordar que la crítica, confundiendo más de lo debido al hombre con su
obra, tiende con cierta unanimidad a presentar la escritura como exutorio de la enfermedad
o incluso como premonición de la misma.
La época cultiva todos los «ailleurs», otros lugares, otras dimensiones, y no cabe duda
que aquella búsqueda coincide con la crisis que castiga a la sociedad francesa vencida en
1870; se trata de buscar fuera lo que ya no puede oñ"ecer el estrecho marco nacional. Todas
las negaciones se acumulan: negación de los valores religiosos y morales, ñn del antropomorfismo,
de las agotadas convicciones patrióticas. Todo ello engendra un «mal de
vivir», un aburrimiento mustio muy fin de siglo que lleva a un sentimiento reafirmado de
la nada, más cercano del absurdo sartriano que del mal du siécle romántico. Acontece en
un período muy cercano al actual en el que una sociedad desorientada y desencantada busca
refugio en los paraísos artificiales (éter, opio, absenta) y en el erotismo. Una cierta cultura
del malestar y de la neurosis, el espíritu de aventura aplicado a la experiencia de los límites,
engendran el gusto por lo fantástico y lo raro como objeto estético'".
Maupassant es un hombre de su época en todo. Busca y cultiva lo fantástico sin erradicar
la verosimilitud que le sirve de contrapunto y de elemento subversivo; juega con la
indecisión y la duda. En el seno de la normalidad, incluso en medio de la mayor banalidad,
el azar (siempre maligno en los cuentos) le brinda la ocasión de un encuentro con la
pavorosa verdad. Lo imprevisible surge por sí mismo o por la mediación de los objetos
más cotidianos. El miedo e incluso la angustia se manifiestan en los recovecos de lo insípido.
Cuánto más pobre en detalles resulta el espectáculo más espectacular resultará el
desenlace. La cotidianeidad anodina sobrecoge a la víctima desarmada. Allí está precisamente
la modernidad del procedimiento que se basa en la incierta identidad del personaje
y en su precario equilibrio.
' Véase sobre este tema en particular los trabajos de André Vial en particular su Tesis sobre Maupassant y
el libro de louis Vax titulado la séduction de rétrange. Etude sur la littérature fantastique, PUF, 1965.
» Sobre la relación de Maupassant con las manifestaciones del inconsciente ver el estudio de Fierre Bayard,
Maupassant juste avant Freud, éd. Minuit, col. Paradoxe, 1994.
' Se trata de lo que Freud denomina «saber endopsíquico». Se trata de una intuición particular hacia
ciertos fenómenos inconscientes, por parte de individuos determinados, como artistas y paranoicos.
'" Escritores como Jean Lorrain, Rémy de Gourmont, CatuUe Mendés ilustran a través de sus obras la atracción
por las situaciones extremas con motivos como el sexo, la droga, y la muerte.
Maupassant introduce la confusión con una llamada al otro que llevamos dentro; la
locura de los personajes cuestiona la unicidad, la estabilidad de la personalidad y nos
hace dudar".
Mientras que en el psicoanálisis freudiano el inconsciente está ligado a lo no visible,
a lo que se oculta detrás de lo visible y que habrá que desvelar para luego interpretarlo, en
Maupassant la presencia del inconsciente, el otro, el doble que pone en acción lo no visible,
se manifiesta sin cesar en un exceso de visibilidad y de legibilidad. Está estrechamente
vinculado al tema del encuentro y del descubrimiento de la identidad oculta o de
la identidad dudosa. El novelista insiste en mostrar que no existen encuentros anodinos ya
que no existe el otro anodino. Todo produce sentido, en particular en la encrucijada de
dos ejes obsesivos: el deseo y la locura.
La cuestión tan a menudo aludida a lo largo de toda la obra, el tema de la identidad
dudosa, nos remite, en el nivel del enfoque psicoanalítico, a la obra de Otto Rank quien
descartó la sexualidad como elemento más determinante y crucial del funcionamiento
psíquico. Para Maupassant lo sexual no resulta tabú aunque sí recoge sin cesar el poco
control que el hombre tiene sobre su propia conducta y la vertiginosa versatilidad de sus
comportamientos.
Los personajes son los actores de un desenlace cargado de fatalidad cuyo movimiento
apenas controlan y que no pueden explicar. Esta voluntad por parte del autor de
mantener la máxima ambigüedad queda reflejada en la segunda versión de su famoso
cuento El Horla en la que el autor renuncia a la explicación científico-médica que permitía
autentificar el discurso del narrador.
La risa ocupa poco lugar en esta obra en la que el hombre que describe aparece
siempre como alienado, perseguido, ensombrecido. Sólo queda lugar para una cierta risa
acida y cruel. A lo largo del siglo xix asistimos a la vuelta a la tradición de la novela cómica,
recogida por diversos autores como Théophile Gautier con su Romans gauguenards,
o Alphonse Daudet con sus Cantes du Lundi y este intertexto humorístico impregna
también la obra de Maupassant sobre todo en su primera época.
La pasión misógina de Maupassant hacia el género femenino es de todos conocida.
Aquella atracción queda muy bien reflejada en su obra y se centra en un personaje femenino
cuyo atractivo sexual ocupa un lugar privilegiado y obsesivo. La prostituta, la esclava
mora, la mujer fatal abundan en sus cuentos; es por regla general una amenaza para
el hombre: es una mujer vampiro que llega a poner en peligro el sexo mismo del varón.
Todo aquello responde una vez más a la estética de la época que encontramos también en
autores como Goethe (la novia de Corinteo), en Mérimée {la Guzla) o en Théophile Gautier
(La muerta enamorada)..., pintores como Gustave Moreau o Knopp siguen las mismas
tendencias.
La figura femenina está a menudo asociada al fetichismo, pero a un fetichismo idealizado
al que repugna lo grotesco, lo irrisorio o lo vulgar. Estamos a años luz del sórdido
personaje de Gustave Mirbeau, el señor Rabour, en la novela Diario de una criada
fascinado por las botas de las mujeres. Maupassant no busca al fetichista tipo tal y
como lo describen Charcot y Magnan, obsesionado por las nalgas, los gorros de noche,
" Marie-Claire Ropars-Wuillenmier en su prólogo a la edición de la novela Fierre etjean, Livre de poche,
éd. Albín Michel, parís, 1984, alude al tema del doble
.
los delantales blancos o los clavos en las suelas de los zapatos. Quiere poetizar el acto fetichista
y liberarlo de la monótona repetición aplicada a objetos feos o carentes de belleza
artística.
Sin embargo y a pesar de su extrema misoginia, Maupassant sale en defensa de ciertos
derechos que todavía no se reconocían: el derecho al divorcio, el derecho a la igualdad
entre hombres y mujeres, e incluso el derecho al aborto; defiende a las prostitutas y
denuncia la miseria social que les rodea aunque nunca sitúa sus relatos en el seno de la
clase obrera. Le atraen más los personajes víctimas de la crueldad sádica de sus opresores:
animales maltratados, marginales perseguidos, pobres de espíritu,...
La angustia y la soledad del ser humano constituyen el telón de fondo del conjunto
de la obra. Maupassant insiste en la incomunicación que rodea la vida humana, en la alienación
y en el aislamiento en el que quedan atrapados sus protagonistas. Es plenamente
consciente de la ambigüedad de lo que llamamos «realidad» y procura elegir espacios
propicios a la ensoñación: el paisaje acuático, París «l'immonde cité» como la llama Baudelaire
y su Normandía natal.
Dado el tipo de género, su brevedad, el tiempo se reduce casi siempre a un momento
fugaz y huidizo, incluso cuando abarca una época más larga de la vida humana.
¿Cuentos o novelas cortas? Resulta difícil delimitar y definir los relatos cortos de
Maupassant. El término anglosajón «short story» sigue siendo la mejor manera de acabar
con una polémica que los mismos escritores de la generación de Maupassant no solucionaron,
ya que emplearon indistintamente las dos palabras para sus obras breves.
Maupassant insiste en el carácter oral del cuento como tal y en el tipo de escritura más
«literaria» de la novela corta. Existen también una serie de elementos propios a este tipo
de relatos: brevedad, condensación, unidad en tomo a una única acción, número limitado
de personajes y de espacios. Ciertos relatos como El cordelillo engendran a su vez
otro cuento o relato. Este tipo de historia implica la presencia de un narrador y de un público
cuya participación ostensible adopta el tono del relato oral (como por ejemplo el
cuento titulado La Felicidad). El narrador en casos semejantes ha podido ser testigo de
excepción o protagonista de la historia. La aventura siempre pertenece a un tiempo acabado
y la labor de quien lo cuenta es precisamente la de devolver su presencia a los acontecimientos,
su «aquí y ahora», para revivirlos desde una nueva perspectiva. En tal caso,
la imprevisibilidad, el efecto de sorpresa, dependen por completo del discurso, de la elocuencia
de quien narra y de la finalidad moral o filosófica del cuento.
Muchos consideran el relato corto como una infra-novela, como el campo de experimentación
previo a la novela. Ocurre frecuentemente que ciertos capítulos de novelas
procedan de relatos cortos adaptados. Kafka lo hizo en su novela América, Chandler
igualmente incorporó a sus novelas policíacas relatos cortos ya publicados anteriormente.
Maupassant reconvierte una misma historia con formas diferentes y con procedimientos
oblicuos y mixtos (lo vemos concretamente en Una vida y en BelAmi).
En medio de la enorme producción de un autor como Maupassant algunos textos siguen
respondiendo a las inquietudes del lector contemporáneo inmerso en la post-modemidad,
consciente de la ambigua relación que establece el individuo con la sociedad
que le rodea. Textos en los que el autor describe a un individuo alienado, preso de sus deseos
y pasiones, un hombre de poca fe, atento a la realidad que le rodea: amor, muerte,
locura, suicidio, soledad, crueldad, guerra...
La escritura maupassiana resulta extremadamente moderna en su forma de enfocar
todo aquel mundo oscuro y desgarrador con una peculiar y sutil intuición de los fenómenos
inconscientes, unos cuantos años antes de que el psicoanálisis los formule teóricamente.
Se trata para el novelista de percibir «uno de esos misteriosos e inconscientes
recuerdos de la memoria que nos representan a menudo cosas desatendidas por nuestra
conciencia, y que nuestra inteligencia pasó por alto» (Magnetismo).
El autor nos ofrece una concepción original de la psique junto a una fiel representación
de la ferocidad humana, siguiendo los pasos de su maestro Flaubert. Es como él, según
otro importante escritor de la época, Paul Bourget, « un nihilista hambriento de lo absoluto
». Su profético encuentro en Etretat, tierra de la infancia, con Swinbume y Powel,
su fascinación temprana ante la estética prerrafaelista de Rosetti, Bume-Jones o Gustave
Moreau'^; sus lecturas de Nerval, Poe y Hoffmann que guían sus primeros pasos, pesan
más sin duda en su recorrido literario que las famosas veladas de Médan.
Maupassant sigue siendo nuestro contemporáneo. Con él todavía nos podemos identificar
y encontramos en sus historias parte de la nuestra. Nos ofrece la libertad de imaginar
y nos devuelve a todas las pasiones que agitan la humanidad desde siempre. Asume
la polisemia de esta realidad y la ambivalencia de las emociones a las que reserva un lugar
privilegiado en el marco de una cultura dividida entre la pulsión y la razón.
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jueves, 24 de septiembre de 2009

RESEÑA BIOGRAFICA DE GUY DE MAUPASSANT

RESEÑA BIOGRAFICA DE GUY DE MAUPASSANT


El 5 de Agosto de 1850 nace René Albert Guy de Maupassant en el castillo de Miromesnil en el distrito de Tourville-sur-arques, según la versión oficial. Parece que hay alguna duda respecto del lugar dado que es posible que sus padres inventaran esta localización toda vez que ambos aspiraban a la gloria de una nobleza bastante dudosa. Su hijo Guy continuará esta tradición. Su padre, Gustave Maupassant , era descendiente de una familia lorenesa establecida en Normandía desde el siglo XVIII. El apellido Maupassant probablemente derivaba de mauvais passant. Su esposa Laura Le Poittevin nació en Rouen en 1821. Esta, hija de armadores, pertenecía a la alta burguesía normanda. Laura y su hermano Alfredo habían sido amigos de infancia de Gustave Flubert, hecho decisivo en la posterior andadura de Guy en el terreno literario. Laura se casó con Gustave Maupassant en 1846.
La infancia de Guy se vio entristecida por las continuas disputas entre un padre disoluto y violento y una madre neurótica. Su padre era un cabeza hueca y un mariposón. Traicionaba a su mujer a mansalva. En 1856 nace Hervé (Tanto Guy como su hermano más joven, Hervé, heredaron una enfermedad de origen venéreo que les conduciría a ambos a a la locura y a la muerte). La maternidad recompensó en parte a la señora Maupassant de sus diferencias conyugales que culminaron en la separación en 1862.
En 1859 y 1860, realizó sus estudios en el Liceo Napoleón, en el colegio eclesiástico de Yvetot, de donde fue expulsado, y finalmente en el Liceo de Rouen, donde el joven Maupassant mantuvo una relación epistolar con Louis Bouilhet, gran amigo de Flaubert. Estudios, vagabundeos y borracheras, lecturas y descubrimientos. La adolescencia del escritor estuvo conformada por estas fecundas contradicciones y por la presencia imperiosa de una madre que acababa de separarse del marido. Poco a poco, Flaubert representará en la imaginación del adolescente y más tarde, del escritor, el papel de padre. Fue precisamente este último quien le corrigió las primeras poesías y los primeros cuentos enseñándole el arte de escribir. En el prólogo a su novela "Pedro y Juan", Maupassant describe como Flaubert lo estimula y aconseja.
Maupassant fue llamado a las armas y hubo de participar en la guerra franco-prusiana. Tras su regreso a la vida civil, en 1872, trabajó como empleado en el ministerio de Marina. La vida de oscuro funcionario y la atmósfera kafkiana del ministerio le inspirarán una de sus obras maestras L'Heritage. Repartía su tiempo libre entre la creación literaria bajo la guía de Flaubert, amigo de su madre, y las excursiones a lo largo del Sena en compañía de jovencitas fáciles y remeros. En 1876 y merced al padrinazgo de Flaubert, Maupassant comienza a colaborar en diversos periódicos y revistas con el seudónimo de Guy de Valmont. Se hace construir una casa donde fueron representadas privadamente algunas de las obras de teatro que escribió en esta época.
Su debut literario está ligado al relato Bola de sebo (Boule de suif, 1880), aparecido en el volumen Las veladas de Médan (Les soirées de Médan), especie de manifiesto del naturalismo, que reunía cuentos sobre el tema de la guerra de 1870 escritos por varios escritores que constituían el llamado grupo Médan, dirigido por Emile Zola y frecuentado por J.-K. Huysmans, Paul Alexis, León Hennique y Henry Céard. Maupassant hizo alarde en él de su talento de narrador gracias a una aguda capacidad de observación; fustigaba con violencia satírica a pequeños y grandes burgueses, desenmascarados en su bellaquería por la guerra; y presentaba con una dureza grotesca el penoso sacrificio de una prostituta inmolada al pudor de las damas y a a la oración de dos monjas. Lógicamente se había establecido que el relato de Zola tuviera prioridad sobre los demás. Maupassant fue el último en leer su relato. Apenas acabada la lectura, le aclamaron a coro y en un impulso de entusiasmo, típicamente francés, le proclamaron maestro. Cursiosamente casi nadie, a simple vista, había intuido el genio de Maupassant; Zola contó a Frank Harris que en la época de Las veladas de Médan nadie esperaba nada de él. El exito es inmediato. Maupassant entra en la vida literaria como un meteoro.
Así lo describe su amigo Frank Harris cuando lo conoció en 1881: " Maupassant no parecía un hombre genial. Apenas de estatura media, era robustísimo y guapo; la frente alta y cuadrada, el perfil griego, la mandíbula fuerte y sin dureza, los ojos gris-azulados profundamente hundidos, el bigote y el pelo casi negros. Tenía modales perfectos, pero al primer momento parecía reservado y poco propenso a hablar de sí mismo o de sus obras..."
En 1881 vio la luz su primer volumen de relatos, La casa Tellier (La maison Tellier), seguido por Mademoiselle Fifí (Mademoiselle Fifi, 1882) y luego por novelas de gran éxito: Una vida (Une vie, 1883), delicada trama narrativa centrada en un aspecto femenino de ascendencia flaubertiana,y Bel Ami (1885), que explota el tema del arribismo social a través del periodismo y las mujeres para condenar políticamente el mundo de las altas finanzas especulador y colonialista. El éxito obtenido con sus primeras obras le permitió no sólo vivir de la pluma, sino también poder realizar sus sueños: el lujo, la inagotable actividad amatoria, los largos y solitarios viajes por mar en su yate Bel Ami y el ingreso en la buena sociedad de Cannes y de Paris, donde se ganó una fama de seductor inveterado. Curiosamente estaba más orgulloso de sus empresas amorosas que de sus obras literarias: "¿Quién puede preveer si mis historias sobrevivirán? ¿Quién puede saberlo? Hoy te consideran un gran hombre y la próxima generación te tira al mar. La gloria es cuestión de suerte, una jugada a los dados, mientras el amor es una sensación nueva arrancada a la nada". Era deportivo, practicaba el piragüismo y estaba orgulloso de su fuerza. Solía decir: "Dentro del buen animal encontramos al buen hombre". Su vigor físico era increíble y aseguraba que después de un día de piragüismo por el Sena, todavía podía remar la noche entera. Le atraían los ejercicios violentos aún cuando llevara la peor parte.
Con la publicación de Mademoiselle Fiif, Maupassant se convierte en el escritor de moda, lo que hoy llamaríamos un autor de best-sellers, y sus derechos de autor le proporcionan muy buenos ingresos, y, en el giro de unos años, una verdadera fortuna: tiene por esos años un piso en París -más un picadero para encuentros clandestinos con mujeres-, una casa de campo en Etretat y un par de residencias en la Costa Azul, amén de su yate Bel Ami. Son también años de frecuentes viajes -Italia, Africa, Inglaterra...
En 1883 nace su primer hijo, fruto de sus relaciones con Joséphine Litzelmann. Guy tendría otros dos hijos con la joven, pero nunca quiso reconocerlos, aunque sentía por ellos mucho cariño y siempre se preocupó de atender a sus necesidades materiales.
Hacia el final de su vida, la adulación de la aristocracia le confirió un ligero tinte de esnobismo y dice la leyenda que en el interior de su sombrero sus iniciales iban presididas por una corona de marqués y que ni siquiera tenía derecho a la preposición con la que hizo preceder siempre su apellido.
Su actividad literaria, por otra parte, no conoció desmayos. De 1887 es Mont-Oriol, de 1888 Pierre et Jean, análisis psicológico de una pareja de hermanos divididos repentinamente por una herencia y por el descubrimiento de su origen adúltero. En 1889 apareció Fuerte como la muerte. Mientras tanto se había ido sucediendo una ininterrumpida producción de relatos, en la que brilla mejor la perspicacia estilística de Maupassant (aparte de las recopilaciones citadas, merecen ser recordadas: Miss Harriet, 1884; Las hermanas Rondoli, 1884; Claro de luna, 1884; Tonio, 1885; Cuentos del día y de la noche, 1885; Monsierur Parent; 1886; El horla, 1887; La mano izquierda, 1889 Nuestro corazón, 1890.En el final de su carrera, una buena cantidad de cuentos está inspirada por la idea fija del suicidio, la obsesión de lo invisible, la angustia. Ya había cumplido con negar a la Providencia y considerar a Dios como "ignorante de todo lo que hace". También había cumplido con describir una ruta de pesimismo, diciendo que el Universo es un desencadenamiento de fuerzas ciegas y desconocidas, y que "el hombre es una bestia escasamente superior a las demás"-El pesimista Maupassant acentúo para sus últimos años la hostilidad hacia los demás y terminó consumido en una soledad que solamente lo nutrió de fantasías como "El miedo". Este y otros cuentos escritos en lo últimos años de su vida, los tomaron los psiquiatras como fieles testimonios de su progresiva locura. Cuentos de terror y angustia como El miedo ,demostraron no sólo a los psiquiatras que Maupassantt era todo un maestro del cuentos fantástico, haciendo recordar la grandeza de Edgar Allan Poe.
La noche del 1 de enero de 1892, intentó por tres veces abrirse la garganta con un coraplumas de metal. Sus amigos y el fiel Françoise Tassart, lo trasladaron a París; allí fue internado el 7 de enero en la clínica del doctor Blanche, donde moriría al cabo de dieciocho meses -el 6 de julio de 1893-, periodo que transcurrió en una incosnciencia casi total, aunque con periódicas crisis violentas que obligaban a los enfermeros a ponerle la camisa de fuerza.

jueves, 28 de agosto de 2008

CIENCIA -- EL HOMBRE DE MARTE -- GUY DE MAUPASSANT

CIENCIA -- EL HOMBRE DE MARTE -- GUY DE MAUPASSANT
EL HOMBRE DE MARTE

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Estaba trabajando cuando mi criado me anunció:
—Señor, es un hombre que quiere hablar con el señor.
—Hágalo entrar.
De pronto vi a un hombrecillo que saludaba. Tenía aspecto de un enclenque maestro con gafas, cuyo cuerpo endeble no se adhería a ninguna parte de sus ropas demasiado flojas.
Balbuceó:
—Le pido perdón, señor.
Se sentó y continuó:
—Dios mío, señor, estoy demasiado turbado por las gestiones que emprendo. Pero era absolutamente necesario que yo manifestara mis inquietudes a alguien, y no había nadie más que usted..que usted... En fin, me he armado de valor...pero verdaderamente...ya no me atrevo.
—Atrévase pues, Señor.
—Verá, Señor, es que, tan pronto como empiece a hablar usted me tomará por un loco.
—Dios mío, señor, eso dependerá de lo que vaya a contarme.
—Exactamente, señor, lo que voy a decirle es raro. Pero le ruego que considere que no estoy loco, precisamente por esto, yo mismo reconozco lo inusual de mi confidencia.
—Y bien, señor, adelante.
—No señor, no estoy loco, pero tengo ese aspecto propio de los hombres que han reflexionado más que otros y que han franqueado un poco, bien poco, las barreras del pensamiento medio. Piense pues, señor, que nadie piensa en nada en este mundo. Cada uno se ocupa de sus asuntos, de su fortuna, des sus placeres, de su vida en una palabra, o de pequeñas tonterías divertidas como el teatro, la pintura, la música o la política, la más grande de las necedades, o de cuestiones industriales. ¿Quién piensa? ¿Quién? ¡Nadie!¡Oh!¡Me acelero demasiado! Perdón. Vuelvo a mi asunto.
Hace cinco años que yo llegué aquí, señor. Usted no me conoce pero yo le conozco muy bien...Yo nunca me mezclo con la gente que frecuenta la playa o el Casino. Vivo sobre el acantilado, adoro con pasión estos acantilados de Etretat. No conozco otros más bellos, más sanos. Quiero decir sanos para el espíritu. Es una admirable ruta entre el cielo y el mar, un camino de hierba, que discurre sobre esta gran muralla, al borde de la tierra, por encima del océano.
Mis mejores días son aquellos que he pasado tendido sobre una pendiente de hierba, a pleno sol, a cien metros por encima de las olas, soñando.¿Me comprende?
—Sí señor, perfectamente.
—Ahora, ¿me permite hacerle una pregunta?
—Hágala, señor.
—¿Usted cree que los otros planetas estén habitados?
Yo respondí sin dudar y sin parecer sorprendido:
—Ciertamente lo creo.
Se volvió loco de alegría, se levantó, se volvió a sentar, embargado por unas ganas evidentes de estrecharme entre sus brazos y gritó:
—¡Ah, ah!¡Qué suerte!¡Qué alegría!¡Respiro!¿Pero cómo he podido dudar de usted? Un hombre no sería inteligente si no creyera en los mundos habitados. Hace falta ser un tonto, un idiota, un bruto, para suponer que los millares de universos brillan y giran únicamente para divertir y asombrar al hombre, ese insecto estúpido por no comprender que la Tierra no es nada mas que una mota de polvo invisible en medio de la polvareda de los mundos, que todo nuestro sistema entero no está formado mas que por algunas moléculas de vida sideral que muy pronto morirán. Mire la Vía Láctea, ese río de estrellas, y piense que ésta no es nada más que una mancha dentro de la extensión que es el infinito. Piénselo solo durante diez minutos y comprenderá porque nosotros no sabemos nada, no adivinamos nada, no comprendemos nada. Nosotros solo conocemos un punto, no sabemos nada del más allá, nada del exterior, nada de ninguna parte, y creemos, y nos afirmamos.¡Ah!¡ah!¡ah! ¡Si de repente nos fuera revelado el secreto de la gran vida ultraterrestre, qué estupefacción! Pero no...pero no...yo soy una bestia en mi entorno, nosotros no lo comprenderíamos ya que nuestro espíritu no está hecho más que para comprender las cosas de esta tierra; no puede extenderse más lejos, es limitado, como nuestra vida, encadenado a esta bolita que nos lleva, y juzga todo por comparación. Vea, pues, señor, como todo el mundo es ignorante, estrecho y persuadido del poder de nuestra inteligencia, que apenas sobrepasa el instinto de los animales. Nosotros no tenemos ni siquiera la facultad de percibir nuestra imperfección; estamos hechos para saber el precio de la mantequilla y del trigo, y, como mucho, para hablar sobre el valor de los caballos, de los barcos, de los ministros o de los artistas.
Eso es todo. Somos aptos exactamente para cultivar la tierra y servirnos torpemente de lo que está por debajo de ella. Apenas comenzamos a construir máquinas que funcionan, nos asombramos como niños por cada descubrimiento que, desde hace siglos habríamos debido hacer, si hubiéramos sido seres superiores. Estamos todavía rodeados de lo desconocido, incluso en este momento en el que han sido necesarios miles de años de vida inteligente para intuir el concepto de la electricidad. ¿Somos de la misma opinión?.
Yo respondí riendo:
—Sí señor.
—Entonces muy bien. Y bien, señor, ¿alguna vez se ha interesado usted por Marte?
—¿Por Marte?
—Si, por el planeta Marte.
—No, señor.
—¿Me permitiría contarle algunas cosas sobre él?
—Por supuesto, señor, con gran placer.
—Usted sabe, sin duda, que los mundos de nuestro sistema solar, de nuestra pequeña familia se formaron por la condensación en globos de primitivos anillos gaseosos desprendidos unos después de otros de la nebulosa solar
—Sí señor.
—De esto resulta que los planetas más alejados son los más viejos y deben de ser, consecuentemente, los más civilizados. Este es el orden de su nacimiento: Urano, Saturno, Júpiter, Marte, la Tierra, Venus, Mercurio.¿Admite usted que estos planetas estén habitados como la Tierra?
—Evidentemente.¿Por qué creer que la Tierra es una excepción?
—Muy bien. El hombre de Marte, aún siendo más anciano que el de la Tierra....perdón, voy muy deprisa. En primer lugar voy a probarle que Marte está habitado. Marte presenta a nuestros ojos aproximadamente el aspecto que la Tierra debe de presentar a los observadores marcianos. Los océanos allí ocupan menos espacio y están más diseminados. Se les reconoce por su tono negro porque el agua absorbe la luz mientras que los continentes la reflejan. Las modificaciones geográficas sobre este planeta son frecuentes y prueban la actividad vital. Tiene dos estaciones parecidas a las nuestras, con nieve en los polos que vemos aumentar y disminuir siguiendo las épocas del año. Un año es muy largo, seiscientos ochenta y siete días terrestres, es decir seiscientos sesenta y ocho días marcianos, descompuestos como sigue: ciento noventa y uno en primavera, ciento ochenta y uno para verano, ciento cuarenta y nueve para otoño y ciento cuarenta y siete para invierno. Se ven menos nubes que aquí, así que allá debe de hacer más frío y más calor.
Le interrumpí:
—Perdón señor, estando Marte mucho más lejos del Sol que nosotros, debe de hacer siempre más frío, me parece.
Mi extraño visitante gritó con vehemencia:
—¡Error, señor! ¡Error absoluto! Nosotros estamos, nosotros, más lejos del sol en verano que en invierno. Hace más frío sobre la cima del Mont Blanc que en su base. Le remito, por otra parte, a la teoría mecánica del calor de Helmotz y de Schiaparelli. El calor del Sol depende principalmente de la cantidad de vapor de agua que contiene la atmósfera. He aquí por qué: el poder absorbente de una molécula de vapor de agua es dieciséis veces superior a la de una molécula de aire seco, así que el vapor de agua es nuestra fuente de calor; y Marte, teniendo menos nubes, debe de ser al mismo tiempo mucho más caluroso y mucho más frío que la Tierra.
—No lo pongo en duda.
—Muy bien. Ahora, señor, escúcheme con atención. Se lo ruego.
—Es lo que estoy haciendo, señor.
—¿Ha oído usted hablar de los famosos canales descubiertos en 1884 por Schiaparelli?
—Muy poco.
—¡Cómo es posible! Sepa, pues, que en 1884, Marte, encontrándose en oposición y separada de nosotros solo por una distancia de veinticuatro millones de leguas, Schiaparelli, uno de los más eminentes astrónomos de nuestro siglo y uno de los observadores más fiables, descubrió de repente una gran cantidad de líneas negras rectas o quebradas siguiendo formas geométricas constantes, y que unían, a través de los continentes, los mares de Marte! Sí, sí, señor, canales rectilíneos, canales geométricos, de una igual anchura durante todo el recorrido, canales construidos por seres! Sí, señor, la prueba de que Marte está habitado, que allí hay vida, que allí se piensa, que allí se trabaja, que nos observan. ¿Comprende usted? ¿Comprende?
Veinte años más tarde, durante la siguiente alineación volvimos a ver esos canales, más numerosos, sí, señor. Y son gigantescos, su anchura no tiene menos de cien kilómetros.
Yo sonreí respondiendo:
—Cien kilómetros de anchura. Han sido necesarios obreros muy rudos para excavarlos.
—¡Oh señor! ¿Qué dice? ¡Usted ignora que este trabajo es infinitamente más fácil en Marte que en la Tierra puesto que la densidad de sus materiales constitutivos no sobrepasa la sexagésima novena parte de los nuestros! La intensidad de la gravedad allí alcanza a penas la trigésimo séptima parte de la nuestra. ¡Un kilogramo de agua solo pesa 370 gramos!
Me lanzaba estas cifras con tal seguridad, con la confianza típica de comerciante que sabe el valor de un número, que no pude impedir reírme y tenía ganas de preguntarle lo que pesan, en Marte, el azúcar y la mantequilla.
Movió la cabeza.
—Usted se ríe, señor, me toma por estúpido después de tomarme por loco. Pero las cifras que le cito son las que usted encontrará en todas las obras especializadas de astronomía. El diámetro de Marte es casi la mitad más pequeño que el nuestro; su superficie no es más que la veintiseisava centésima parte de la del globo terráqueo; su volumen es seis veces y media más pequeño que el de la Tierra y la velocidad de sus dos satélites prueba que pesa diez veces menos que nosotros. Ahora bien, señor, la intensidad de la fuerza de gravedad, dependiente de la masa y del volumen, es decir, del peso y de la distancia de la superficie al centro, de ello se deduce, indudablemente, un estado de levedad sobre este planeta que convierte la vida en algo diferente, regula de forma desconocida para nosotros las acciones mecánicas y debe de hacer predominar las especies aladas. Sí, señor, el ser Rey de Marte tiene alas.
Vuela, pasa de un continente a otro, se pasea, como un espíritu, alrededor de su universo al cual le ata sin embargo la atmósfera que no puede franquear, aunque...
En fin, señor, ¿se imagina este planeta cubierto de plantas, de árboles y de animales cuyas formas no podemos ni sospechar y habitado por grandes seres alados semejantes a como nos han descrito a los ángeles? Yo los veo revoloteando por encima de las llanuras y de las ciudades en el aire dorado que tienen allá. Ya que, por otra parte, creíamos que la atmósfera de Marte era roja como la nuestra azul, pero es amarilla, señor, de un hermoso amarillo dorado.
¿Se asombra usted ahora de que esas criaturas hayan podido excavar anchos canales de cien kilómetros? Y además, piense únicamente en lo que la ciencia ha hecho aquí desde hace un siglo...desde hace un siglo...y piense que los habitantes de Marte son tal vez superiores a nosotros...
Se calló bruscamente, bajó los ojos, y después murmuró con voz suave:
—Ahora es cuando usted va a tomarme por loco...cuando le diga que yo estuve a punto de verlos...yo...la otra tarde. Usted sabe, o no sabe, que estamos en la estación de las estrellas fugaces. Durante la noche del 18 al 19 principalmente, se ven todos los años en cantidades innombrables; es probable que nosotros pasemos en ese momento a través de los restos de un cometa.
Así que, yo estaba sentado sobre la Mane-Porte, sobre ese enorme saliente del acantilado que se mete un paso sobre el mar y miraba esa lluvia de pequeños mundos sobre mi cabeza. Es más divertido y más hermoso que unos fuegos de artificio, señor. De repente, percibí uno por encima de mi, muy cerca, un globo luminoso, transparente, rodeado de alas inmensas y palpitantes o al menos yo creí ver unas alas en medio de las tinieblas de la noche. Hacía tirabuzones como un pájaro herido, giraba sobre si mismo con un enorme ruido misterioso, parecía que estaba jadeando, muriendo, perdido. Pasó delante de mi. Parecía un monstruoso balón de cristal, lleno de seres enloquecidos, apenas claros, pero agitados como la tripulación de un navío en peligro que ya no se gobierna y navega de ola en ola. Y el curioso globo, habiendo descrito una inmensa curva, fue a desplomarse a lo lejos en medio del mar, donde escuché su profunda caída parecida al ruido de un disparo de cañón.
Todo el mundo, por otra parte, en el país, escuchó este choque formidable que tomaron por un trueno. Solo yo le vi...yo vi...si hubieran caído sobre la costa cerca de mi, habríamos conocido a los habitantes de Marte. No diga ni una palabra, señor, piense, piense largo tiempo y después cuéntelo un día si usted quiere. Sí, yo vi..yo vi..el primer navío aéreo, el primer navío sideral lanzado al infinito por unos seres pensantes...a menos que yo no haya más que asistido simplemente a la muerte de una estrella fugaz capturada por la Tierra. Ya que, usted no ignora, señor, que los planetas cazan a los mundos errantes del espacio como nosotros aquí perseguimos a los vagabundos. La Tierra, que es ligera y débil, no puede detener en su camino más que a los pequeños transeúntes de la inmensidad.
Se levantó, exaltado, delirante, abriendo los brazos para simular la marcha de los astros.
—Los cometas, señor, que vagabundean por las fronteras de la gran nebulosa, de los cuales nosotros somos condensaciones, los cometas, pájaros libres y luminosos, vienen hacia el Sol de las profundidades del infinito. Vienen arrastrando su cola inmensa de luz hacia el astro rey; vienen, aceleran tanto su excéntrico curso que no pueden reunirse con quien les llama; solamente después de haberlo rozado, son relanzados al espacio por la velocidad misma de su caída..
Pero si, en el curso de su viaje prodigioso, han pasado cerca de un poderoso planeta, si han sentido, desviados de su ruta, su influencia irresistible, vuelven entonces a este nuevo amo que los mantiene, en lo sucesivo, cautivos. Su parábola ilimitada se transforma en una curva cerrada y es así como nosotros podemos calcular el regreso periódico de los cometas. Júpiter tiene ocho cautivos. Saturno uno, Neptuno también uno, y su planeta exterior igualmente uno, además de una armada de estrellas fugaces.,..Entonces...entonces..puede que yo haya visto solamente a la Tierra detener a un pequeño mundo errante...
Adiós señor, no me responda nada, reflexione, reflexione y cuente todo esto un día si usted quiere....
Eso es todo. Este chiflado no me pareció tan tonto como un simple rentista.

AMOR -- UN FRACASO -- GUY DE MAUPASSANT

AMOR -- UN FRACASO -- GUY DE MAUPASSANT
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UN FRACASO


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Iba yo a Torino, atravesando la isla de Córcega.
En Niza tomé pasaje para Bastia, y en cuanto el vapor se hizo a la mar, descubrí, sentada en el puente, una mujer muy bonita, muy modesta, cuyos ojos miraban a lo lejos, y me dije: «Ya tengo distracción durante la travesía.»
Me instalé frente a ella, contemplándola y preguntándome todo lo que debemos preguntarnos en presencia de una desconocida que nos interesa: su estado, su edad y su carácter. Luego, de lo que se ve, se deduce lo que no se ve. Sondamos con los ojos con el pensamiento la figura de lo que aparece sujeto por el corsé y de lo que se cubre con el vestido. Se nota la esbeltez del busto si está sentada y se procura verla el tobillo; se observan las condiciones de sus manos, que revelarán la dulzura de sus caricias, la forma de las orejas, que indica el origen mejor que una partida de bautismo, en la cual es fácil mentir. Se hace lo posible para oír su voz, cuyas entonaciones descubrirán las tendencias de su alma, en tanto que sus frases nos dan idea de su ingenio. El timbre de la voz y todos los matices de las palabras denuncian, a un observador experimentado, toda la contextura sentimental de un carácter, porque siempre hay conexiones, aunque sea muy difícil precisarlas, entre la idea y la función que la exterioriza.
Yo contemplaba detenidamente a mi compañera de viaje, procurando advertir síntomas favorables y analizando sus gestos, con la esperanza de que me la revelaran sus actitudes.
Abrió un saquito de viaje y sacó un periódico. Me froté las manos de gusto. «Dime lo que lees y te diré lo que piensas.»
Comenzó por el articulo de entrada con expresión curiosa y satisfecha. El título del diario me saltó a los ojos: L’echo de Paris. Quedé perplejo. Ella leía, sonriendo, una crónica de Scholl. ¡Diablo! Sin duda no era gazmoña y mostraba gusto por el ingenio cultivado, la malicia intencionada, la sal y hasta un poquito de pimienta. «¡Bravo!», pensé; revela su lectura un temperamento franco y expansivo. ¿Si fuese también algo sentimental?
Para tocar este resorte, acercándome a ella lo más posible, me puse a hojear un tomo de poesías que llevaba conmigo: La canción de amor, por Félix Frank.
Noté que había leído el rótulo de la cubierta en un parpadeo rápido, como un pajarito coge al vuelo una mosca. Muchos viajeros pasaron por delante de nosotros para mirarla; pero, al parecer ella se abstraía en su lectura por completo. Al terminar, dejó el periódico, y aprovechando la oportunidad, le dije:
!Me permite usted que lo vea, señora?
—Con mucho gusto — contestó, alargándome la hoja impresa.
—Si la distrajesen estas poesías, las pongo a su disposición.
—¿Es cosa divertida?
Me desconcertó bastante aquella pregunta, refiriéndose a un volumen de versos amorosos. Luego contesté:
—Mejor que divertida es la lectura que ofrezco; la juzgo encantadora, delicada, emocional.
—Déme usted.
Cogió el libro, y mientras recorría varias hojas con cierta expresión de sorpresa, comprendí que no tenía costumbre de leer versos.
A veces parecía conmoverse o sonreía, pero de otra manera que ante la crónica de Aureliano Scholl.
De pronto, le pregunté:
—¿Le gusta?
—Si—me contestó—; pero me gustan más las cosas alegres; no me atrae lo sentimental.
Ya teníamos conversación. Supe que la viajera estaba casada con un capitán de dragones, de guarnición en Ajaccio, y que iba entonces a reunirse con su marido. De sus palabras deduje que no le quería con mucho entusiasmo. Le quería, sí, pero de cierto modo; como quiere una mujer al hombre que no supo despertar en su corazón grandes ilusiones durante su luna de miel. La había paseado de guarnición en guarnición, de pueblo en pueblo, todos aburridos, muy aburridos. Por fin la reclamaba desde la isla, que debería de ser lúgubre. No; la vida no es alegre para todos. Hubiera preferido quedarse con sus padres en Lyón, porque allí trataba a mucha gente. Pero era forzoso ir a Córcega. El ministro nunca procuraba servir al capitán, y eso que tenía éste una brillante hoja de servicios.
Hablamos de las residencias que refería.
—¿Le gusta París?—pregunté.
—¡Oh! ¡Si me gusta Paris! Caballero, ¿es posible que me haga usted semejante pregunta?
Y me habló de Paris con tal entusiasmo, con tal frenesí, con tal ansia, que pensé: «Ya tengo el resorte que me conviene tocar.» Adoraba a París desde lejos, deseándolo, enloqueciendo por su brillo, con hambre, con fiebre, con pasión delirante de provinciana, con impaciencia loca de pájaro enjaulado que descubre, a través de los hierros, el bosque frondoso bañado por el sol.
Me hizo mil preguntas palpitantes, apresuradas; quería enterarse de todo, averiguarlo todo en cinco minutos. Conocía los nombres de todas las celebridades y de muchas personas que nunca oí nombrar.
—¿Cómo es Gounod? ¿Y Sarou? ¡Ah! Caballero, ¡cuánto me gustan las obras de Sardou! Siempre tan ingenioso, tan vivo, tan interesante! ¡Cada vez que veo representar una obra de Sarou, sueño en sus complicaciones durante muchos días. Leí también un libro de Daudet que me gustó lucho: Safo. ¿Usted lo ha leído? Es un guapo mozo Daudet? ¿Usted le conoce? Y Zola, ¿cómo es? ¡Con su Germinal me hizo llorar! Recuerda usted al pobre niño que muere a oscuras? ¡Qué terrible! Me impresionó tanto, que me sentí enferma. No, eso no hace reír. También he leído un libro de Bourget: Cruel enigma, y a mi prima le hizo tal impresión esa novela, que hasta escribió a Bourget. Me gusta, pero me parece de sobra poético: prefiero aventuras alegres. ¿Conoce usted a Grévin? ¿Y a Coquelín? ¿Y a Damalá? ¿Y a Rochefort? ¡Dicen que tiene mucho ingenio! ¿Y a Cassagnac? Según parece, se desafía diariamente…
***

Al cabo de una hora se iban agotando sus preguntas, y habiendo satisfecho su curiosidad ansiosa, pude hablarla de lo que me convenía.
Conté historias y amoríos del mundo parisiense, del gran mundo. Me escuchaba muy atentamente, con toda su alma. ¡Oh! Debió de adquirir una idea muy lúcida ¡y exacta! de las hermosas damas, de las ilustres damas de Paris. Todo eran aventuras galantes, citas, rápidos triunfos y derrotas apasionadas. Me preguntaba ella de cuando en cuando:
—¿Así es el gran mundo?
Sonriendo maliciosamente, yo contestaba:
—Es como digo, y solamente las humildes burguesas que se aburren arrastrando vida monótona por melindres virtuosos, por una virtud que nadie las agradece...
Y comencé a fustigar las domésticas virtudes con reflexiones filosóficas, ironías punzantes y ligeras burlas. Hice mofa, descaradamente, de las pobres necias que van envejeciendo sin haber sentido lo bueno, lo dulce, lo escabroso, lo galante; sin haber saboreado las delicias de los besos furtivos, profundos, ardientes; y todo por estar casadas con un hombre receloso y estúpido, cuya reserva en las caricias conyugales priva injustamente a una criatura de toda sensualidad refinada y de todo sentimentalismo elegante.
Luego reforzaba mis reflexiones con el relato de nuevas aventuras. Cuentos de gabinetes particulares, intrigas que yo suponía propaladas en todo el universo. Y como estribillo, colocaba siempre un elogio entusiástico del amor brusco y secreto, de la sensación robada, como un fruto prohibido recogido por sorpresa, de paso...
La noche cerraba, una tranquila y calurosa noche, y el buque se deslizaba estremecido por la máquina, sobre un mar oscuro, bajo un cielo estrellado.
La mujer callaba, respirando lentamente y dejando escapar algún suspiro. De pronto se levantó, diciéndome:
—Ya es hora de acostarme; buenas noches.
Y me ofreció la mano.
Yo sabia que a la tarde siguiente debía tomar la diligencia que va de Bastia a Ajaccio, a través de las montañas, hasta el amanecer.
—Buenas noches—respondí, estrechando sus dedos entre los míos.
Y bajé a mi camarote.
Por la mañana tomé los tres asientos de berlina para mi solo; y cuando al anochecer me dirigí hacia el viejo coche que debía conducirnos, el mayoral me preguntó si tendría inconveniente alguno en ceder un asiento a una señora.
Dije bruscamente:
—¿A qué señora?
Y el mayoral contestó:
—A la señora de un capitán de Ajaccio.
—Dígale que puede contar con lo que desea.
Llegó la mujer, diciendo que habla dormido todo el día. Disculpó su descuido, me dio las gracias y entró en la berlina.
La cual era una especie de cajón herméticamente cerrado, que sólo tenia cristal en las dos portezuelas. Ya estábamos allí juntos y solos. Arrancaron los caballos al trote largo. Pronto nos vimos en la montaña. Un perfume fresco de hierbas aromáticas entraba por las ventanillas, ese perfume propio de la isla de Córcega, que los marinos reconocen a larga distancia; emanaciones penetrantes como los olores de un cuerpo, como el sudor de la tierra verde, que un ardiente sol evapora y el viento arrastra.
Volví a referirle cosas de Paris y ella volvió a escucharme con atención calenturienta. Mis narraciones eran cada vez más atrevidas y más desnudas, abundando en frases intencionadas y pérfidas, en esas frases que encienden la sangre.
Cerró la noche. Yo no veía nada, ni siquiera el óvalo blanquecino que hasta entonces revelaba el rostro de la mujer. Solamente aparecían, a los resplandores del farol de la diligencia, los cuatro caballos ganando al paso el repecho.
De cuando en cuando, el rumor de un torrente llegaba confundido con el cascabeleo de las guarniciones; luego se perdía, quedando atrás, cada vez más lejos de nosotros.
Adelanté con mucho tiento un pie, aproximándolo a mi compañera, que no retiró el suyo. Estuve un rato inmóvil, en acecho, y de pronto, cambiando el registro, empecé a insinuarme con palabras afectuosas y tiernas. Mi mano encontró la suya. La cogí dulcemente, y ella no la retiró. Seguí hablando casi a su oído, muy cerca de su boca. Yo sentía palpitar su corazón contra mi pecho; palpitaba con rudos golpes; buena señal. Entonces, con mucha suavidad, puse mis labios en su cuello, seguro de mi conquista, de tal modo seguro, que hubiese apostado cualquier cosa.
Pero ella, sacudiéndose como si despertara, me rechazó. Y Antes que me diese cuenta de nada, recibí una porción de arañazos y una lluvia de golpes rápidos, en todas direcciones; la oscuridad que nos envolvía me hizo imposible cubrirme y evitarlos.
Extendí los brazos, procurando vanamente aprisionar los suyos. Luego, no sabiendo ya qué hacer, me volví, escondiendo la cabeza, presentando solamente la espalda, que recibía su furioso ataque. Ella debió de comprender esta maniobra desesperada y suspendió la paliza.
Recogiéndose luego en su rincón, estuvo llorando más de una hora.
Yo me sentía inquieto y avergonzado. Hubiera querido hablar; pero ¿qué decir entonces? Nada me parecía oportuno. ¿Excusas? No; resultaban del todo necias. En semejante situación se imponía el silencio.
Lloraba la mujer, lanzando suspiros profundos que me conmovían y me desconcertaban. Tuve tentaciones de prodigarle consuelos, acariciándola tiernamente como a los niños, o pidiéndole perdón a sus pies de rodillas. Pero no me atreví.
¡Son estúpidas tales situaciones!
Al fin se calmó, y quedamos cada uno en nuestro rinconcito, inmóviles y mudos, mientras avanzaba el coche, deteniéndose de cuando en cuando para los relevos. Al penetrar en la berlina un reflejo de faroles de las cuadras, cerrábamos los ojos para no mirarnos. Otra vez la diligencia en marcha, el aire fresco y oloroso del campo nos acariciaba las mejillas y los labios, embriagándome como el vino.
¡Caramba! ¡Qué viajecito si mi compañera se hubiese mostrado menos simple!
Amanecía. Los primeros reflejos de la aurora entraron en la berlina. Miré a la mujer, que fingía dormir. Luego el sol, apareciendo sobre las montañas, inundó pronto de resplandores un golfo inmenso, todo azul, rodeado por cumbres enormes y crestas de granito. Al extremo del golfo una ciudad blanca se extendía delante de nosotros.
Mi compañera, fingiendo entonces despertar, abrió los ojos, encendidos por el llanto; abrió la también la boca, se estremeció, se ruborizó y balbució:
—¿Llegaremos pronto?
—Muy pronto; falta menos de una hora.
Mirando a lo lejos, dijo:
—Es muy fatigoso pasar en diligencia toda una noche.
— ¡ Oh! Sí; los riñones duelen.
—Y más fatigoso aún después de una travesía.
—¡Oh! ¡Sí!
—¿Es Ajaccio aquel pueblo qué se descubre?
—Sí; es Ajaccio.
—Quisiera que llegásemos cuanto antes.
—Me lo explico.
El timbre de su voz revelaba cierta inquietud; evitando que se cruzara con la mía su mirada, se sentía molesta. Sin embargo, nada permitía suponer que recordase lo sucedido.
Yo la admiraba. ¡Qué diplomacia instintiva tienen las mujeres!
Llegamos, en efecto, al cabo de una hora. Un gallardo mozo vestido de uniforme, un hércules, erguido junto al parador, agitaba un pañuelo al acercarse la diligencia.
Mi compañera se lanzó en sus brazos, y dándole muchos besos, repetía:
—¿Cómo estás? ¡Cuánto deseaba verme cerca de ti!
Bajaron de la imperial mi maleta y cuando ya me iba discretamente, la mujer me llamó:
—¡Ah! ¡Caballero! ¿Se marcha sin despedirse?
Murmuré:
— Señora, por no distraerla de sus alegrías.
Ella dijo a su esposo:
—Da las gracias a este caballero; ha estado muy obsequioso conmigo durante nuestro viaje. Me ha cedido un asiento en la berlina. Da gusto encontrar compañeros tan amables.
El capitán me oprimió la mano, agradeciéndome con toda su alma tantas atenciones.
La mujer sonreía mirándonos...
Yo, sin duda, puse cara de imbécil en aquel momento.

MISERIA CAMPESINA -- EL CIEGO -- GUY DE MAUPASSANT

MISERIA CAMPESINA -- EL CIEGO -- GUY DE MAUPASSANT
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EL CIEGO

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¿Qué será esta alegría del primer sol? ¿Por qué esta luz caída sobre la tierra nos llena así de la dulzura de vivir? El cielo está todo azul, la campiña toda verde, las casas todas blancas; y nuestros ojos embelesados beben esos colores vivos a los que convierten en júbilo para nuestras almas. Y nos entran ganas de bailar, ganas de correr, ganas de cantar, una dichosa ligereza del pensamiento, una especie de ternura por todo; quisiéramos abrazar al sol.
Los ciegos de las puertas, impasibles en su eterna oscuridad, permanecen tan tranquilos como siempre en medio de esta nueva alegría y, sin comprender, apaciguan a cada minuto a su perro que quisiera brincar.
Cuando regresan, terminado el día, del brazo de un hermano más pequeño o de una hermanita, si el niño dice: «¡Ha hecho muy bueno hoy!», el otro responde:
«Ya me he dado cuenta de que hacía bueno, Loulou era incapaz de quedarse en su sitio».
He conocido a uno de esos hombres, cuya vida fue uno de los más crueles martirios que imaginarse pueda.
Era un campesino, el hijo de un granjero normando. Mientras vivieron su padre y su madre, cuidaron más o menos de él; apenas sufrió por su horrible invalidez; pero en cuanto los viejos desaparecieron, se inició una atroz existencia. Recogido por una hermana, todos en la granja lo trataban como a un mendigo que come el pan de los otros. En cada comida, le echaban en cara su alimento; le llamaban holgazán, patán; y aunque su cuñado se había apoderado de su parte de la herencia, le daban a regañadientes la sopa, lo justo para que no muriera.
Tenía un rostro muy pálido, y dos grandes ojos blancos como obleas; y permanecía impasible ante los insultos, tan encerrado en sí mismo que se ignoraba si los oía. Por lo demás, nunca había conocido la menor ternura, ya que su madre lo había maltratado siempre, pues no lo amaba; en el campo los inútiles son un estorbo, y los campesinos harían de buen grado lo que las gallinas, que matan a las inválidas.
En cuanto había engullido la sopa, iba a sentarse ante la puerta en verano, pegado a la chimenea en invierno, y no volvía a moverse hasta la noche. No hacía un gesto, un movimiento; sólo sus párpados, que agitaba una especie de dolencia nerviosa, caían a veces sobre la mancha blanca de sus ojos. ¿Tenía un alma, un pensamiento, una conciencia clara de su vida? Nadie se lo preguntaba.
Durante unos años, las cosas marcharon así. Pero su impotencia para hacer nada, así como su impasibilidad, acabaron exasperando a sus parientes, y se convirtió en el hazmerreír de todos, en una especie de bufón-mártir, de pieza entregada a la ferocidad natural, a la alegría salvaje de los brutos que lo rodeaban.
Se idearon todas las crueles bromas que su ceguera podía inspirar. Y, para cobrarse lo que comía, se convirtieron sus comidas en horas de esparcimiento para los vecinos y de suplicio para el impotente.
Los campesinos de las casas cercanas acudían a tal diversión; se lo comunicaban de puerta en puerta, y la cocina de la granja se encontraba llena cada día. A veces colocaban sobre la mesa, ante su plato, donde él empezaba a tomar el caldo, un gato o un perro. El animal olfateaba por instinto la invalidez del hombre y, muy suavemente, se acercaba, comía sin ruido, lamiendo con delicadeza; y cuando un chapoteo de la lengua un poco más ruidoso despertaba la atención del pobre diablo, se alejaba prudentemente para eludir el golpe de la cuchara que él lanzaba al azar ante si.
Entonces se producían risas, empujones, pataleos de los espectadores apretujados a lo largo de las paredes. Y él, sin decir jamás una palabra, volvía a ponerse a comer con la mano derecha, mientras que, con la izquierda adelantada, protegía y defendía su plato.
Otras veces le hacían mascar corchos, maderas, hojas e incluso desperdicios, que no podía distinguir.
Después se cansaron incluso de estas chanzas; y el cuñado, siempre furioso por tener que alimentarlo, le pegó, lo abofeteó sin cesar, riéndose de los inútiles esfuerzos del otro para parar los golpes o devolverlos. Hubo entonces un juego nuevo: el juego de las bofetadas. Y los mozos de labranza, el criado, las sirvientas, le ponían a cada momento la mano en la cara, lo cual imprimía a sus párpados un movimiento precipitado. No sabía dónde esconderse y permanecía sin cesar con los brazos extendidos para evitar que se le acercaran.
Por último, lo obligaron a mendigar. Lo apostaban en las carreteras los días de mercado, y, en cuanto oía un ruido de pasos o el rodar de un carruaje, alargaba su sombrero balbuciendo: «Una caridad, por favor».
Pero el campesino no es pródigo, y, durante semanas enteras, no consiguió una perra chica.
Hubo entonces un odio desenfrenado, despiadado, contra él. Y he aquí cómo murió.
Un invierno, la tierra estaba cubierta de nieve, y helaba horriblemente. Ahora bien, su cuñado, una mañana, lo llevó muy lejos, a una carretera principal para que pidiera limosna. Lo dejó allí todo el día y, cuando llegó la noche, afirmó ante su gente que no lo había encontrado. Después agregó: «¡Bah! No hay que preocuparse, alguien se lo habrá llevado porque tenía frío. No se habrá perdido, ¡pardiez! Volverá mañana a comer su sopa».
Al día siguiente, no regresó.
Tras largas horas de espera, asaltado por el frío, sintiéndose morir, el ciego había echado a andar. No pudiendo reconocer el camino sepultado bajo aquella espuma blanca, había errado al azar, cayendo en las cunetas, levantándose, siempre mudo, buscando una casa.
Pero el torpor de las nieves lo había invadido poco a poco y, como sus débiles piernas ya no podían sostenerlo, se había sentado en el centro de una llanura. No se levantó más.
Los blancos copos que seguían cayendo lo sepultaron. Su cuerpo rígido desapareció bajo la incesante acumulación de su muchedumbre infinita; y nada indicaba ya el lugar donde el cadáver estaba tendido.
Sus parientes fingieron averiguar y buscarlo durante ocho días. E incluso lloraron.
El invierno era duro y el deshielo tardaba en llegar. Ahora bien, un domingo, al ir a misa, los granjeros observaron un gran revuelo de cuervos que giraban sin fin sobre la llanura, después se dejaban caer como una lluvia negra amontonados en el mismo lugar, volvían a alzarse y seguían regresando.
A la semana siguiente aún estaban allí, los sombríos pajarracos. En el cielo había una nube de ellos, como si se hubieran congregado de todos los rincones del horizonte; y descendían con grandes graznidos a la nieve resplandeciente, que manchaban de forma extraña, hurgando en ella con obstinación.
Un chaval fue a ver lo que hacían, y descubrió el cuerpo del viejo, semidevorado ya, desgarrado. Sus ojos pálidos habían desaparecido, picoteados por los largos picos voraces.
Y jamás puedo sentir la viva alegría de los días de sol sin un recuerdo triste y un pensamiento melancólico hacia el pordiosero, tan desheredado en la vida que su horrible muerte fue un alivio para todos los que lo habían conocido.

COMICO -- EL BICHO DE BELHOMME -- GUY DE MAUPASSANT

COMICO -- EL BICHO DE BELHOMME -- GUY DE MAUPASSANT
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EL BICHO DE BELHOMME

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Se disponía a salir de Criquetot la diligencia del Havre, y todos los viajeros aguardaban en el parador a que los fueran llamando para ocupar sus asientos.
Era un coche amarillo, cuyas ruedas —con indelebles incrustaciones de barro—, pequeñísimas las del juego delantero, grandes y delgadas las de atrás apoyaban el cajón, deforme y panzudo como el cuerpo de un coleóptero gigantesco. Tres rocinantes blancos, de cabezas enormes y callosas e hinchadas rodillas —dos enganchados en varas y uno delantero—debían arrastrar aquel vehículo monstruoso. Las pobres bestias parecían adormiladas en sus arreos.
El mayoral, Cesáreo Harloville, un hombrecito panzudo y sin embargo ligero — gracias a la obligada costumbre de subir al pescante y a la baca trepando por las ruedas—, que tenía el rostro curtido, arrebolado por el sol y el frío, por el viento, la lluvia y el aguardiente se asomó a la puerta del parador enjugándose los labios con el dorso de su manaza. Canastos redondos y achatados llenos de gallinas alborotadas, yacían a los pies de los campesinos inmóviles. Cesáreo Harloville los cogió unos tras otro, para encaramarse una y otra vez a dejar su carga en lo alto del coche. Luego colocó, sin traquetearlas, con el mayor cuidado posible, las cestas de huevos. Tiró desde abajo, para no subir una vez más, los morrales de los piensos, paquetes y líos: todas las menudencias Luego abrió la portezuela, y sacó un papel del bolsillo y empezó a llamar a los víajeros:
—El señor párroco de Gorgeville.
Avanzó el cura, hombre fornido, alto, grueso, violáceo y de maneras afables. Se recogió la sotana para levantar el pie, como se recogen el vestido las mujeres, y subió en la diligencia.
—El señor maestro de Rollebose-les-Grinets.
Se apresuró, larguirucho, tímido, enlevitado; y desapareció a su vez, al entrar en la caja.
—El señor Poiret, dos asientos.
Se acercó Poiret, encorvado por la labranza, enflaquecido por la abstinencia, consumido; anguloso, con la piel resquebrajada y sucia. Le seguía su mujer, insignificante y encogida, oprimiendo entre ambas manos un colosal paraguas verde.
El señor Rabot, dos asientos.
Vaciló, por ser en todo indeciso, y mientras avanzaba dijo:
—Me has llamado, ¿no es cierto?
El mayoral, que tenía fama de brusco, se disponía a soltarle una desvergüenza, cuando Rabot fué a dar en la portezuela empujado por su mujer, una cuarentona metida en carnes, de vientre abultado, semejante a un tonel y de manos enormes.
Rabot se coló en el coche como un ratoncillo en su madriguera.
— El señor Caniveau.
Más pesado que un buey, al subirse al estribo se achataron las ballestas; y a su vez se acomodó en la caja.
—El señor Belhomme.
Belhomme, alto, acartonado, se aproximó con el rostro contraído, como si le angustiara un dolor agudo; apretaba un pañuelo sobre la oreja.
Todos llevaban, sobre sus trajes domingueros, de paño verdoso o negro, blusas azules que se quitarían al llegar al Havre; y cubrían su cabeza con gorras de seda altas como torres: la suprema elegancia del campesino normando.
Cesáreo Harloville cerró la portezuela del coche y subió al pescante, y al restallar su látigo, los tres rocinantes, como si despertaran, erguidos, hicieron sonar los cascabeles de las colleras. Entonces el mayoral, sacudió las bridas y gritó con todo el brío de sus pulmones: «¡Ooé! ¡Ooé! ¡Ooé!», para animar a los pobres animales. «¡Ooé!... ¡Ooé!... ¡Ooé!...».
Sacando fuerzas de flaqueza arrancaron con un trote inseguro y lento. Y al rodar el coche retemblaban los cristales, crujían las maderas, rechinaban los hierros—como si todo aquel artefacto fuese a desquiciarse —con un ruido estruendoso, mientras las dos filas de viajeros traqueteados y sacudidos se agitaban con el vaivén tumultuoso de las olas.
Al principio, todos callaban porque les imponía respeto la presencia del sacerdote; pero como era éste de carácter expansivo y franco, no tardó en provocar la conversación.
—¿Qué me dice usted de bueno, señor Caniveau?
El voluminoso campesino, ligado con el sacerdote por una simpatía de naturaleza robusta y exuberante, respondió sonríente:
—Nada de particular, señor párroco: y usted, ¿cómo sigue?
—Perfectamente. Yo no puedo quejarme. ¡Vaya! ¡Vaya! y el señor Poiret, ¿de qué se duele ahora?
— ¡Nunca me faltan motivos!. La cosecha es medianeja este año, y los negocios... Ya no hay negocios.
—Cada vez se hace más difícil todo.
—Sí; cada vez se hace más difícil todo—repitió la señora Rabot, con acento de marimacho.
Como no era de su parroquia, el sacerdote la conocía sólo de referencias.
—¿Es usted la Blondel?
—Sí, la Blondel; casada Rabot.
Rabot, endeble y tímido, inclinó la cabeza, y sonrió como si dijera: «Si; la Blondel se casó conmigo.»
De pronto, el señor Belhomme, que seguía sujetándose contra la oreja el pañuelo, comenzó a gemir de una manera lamentable; daba alaridos y pataleaba para desahogar su horrible sufrimiento.
El sacerdote le preguntó:
—¿Le duelen a usted las muelas?
El campesino dejó un momento de gemir para responder:
—No; no son las muelas...; no me duele ninguna muela... Es el oído...; es dentro del oído...
—Y ¿qué tiene usted en el oído? ¿Un absceso?
—Lo que tengo es un bicho que se me introdujo mientras yo dormía en el pajar.
—¿Un bicho? ¿Está usted seguro?
—¿Si estoy seguro? ¡Como de que hay cielo y purgatorio, señor párroco! Estoy seguro, porque me hurga y me roe constantemente. Me devora, me da calentura...¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!...
Comenzó de nuevo a patalear y a dar alaridos.
Interesaron sus desdichas. Cada uno expresaba su parecer. Poiret suponía el tal bicho una araña; el maestro se inclinaba creerlo una oruga. En Campemuret—donde había regentado la escuela siete años— presenció un caso muy semejante: la oruga, que había entrado por la oreja, salió por la nariz, y como para ello, tuvo que romper el tímpano, dejó sordo al paciente.
—Más creíble me parece que sea una lombriz—dijo el sacerdote.
El señor Belhomme, con la cabeza inclinada y apoyado en la portezuela, no dejaba de gemir.
—¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!... Muerde como un lobo... Se abre camino... ¡Me come! ... ¡Huy! ...¡Huy!...
—¿No has consultado al médico?—le preguntó Caniveau.
—No, no he consultado al médico.
—¿Por qué no fuiste a su casa?
El miedo al médico pareció aliviar a Belhomme.
Se enderezó, pero sin apartar la oreja de la mano, con que sostenía el pañuelo.
—¡A casa del médico! Y en cuanto un médico te coge, te de arruina. ¡ Si bastara verle una vez! Pero a nada que tenga uno, hace una visita, y otra, y otra; no se cansa de visitar. Luego hay que darle diez francos, o veinte francos, o treinta francos... Y ¿Qué me hubiera hecho? ¿Lo sabes tú?
Caniveau reía.
—No lo sé. Pero ¿adónde vas así?
—Voy al Havre, a que me vea Chambrelán.
—¿Quién es Chambrelán?
—Un curandero.
—Y ¿te curará?
—Sí. A mi padre lo curó.
—¿A tu padre?
—Sí. Hace mucho tiempo.
—¿Qué tenía tu padre?
—Un mal de aire, que no le dejaba mover el brazo, ni la pierna.
—Y ¿qué le hizo el curandero?
—Le sobó el costado, como soban el pan cuando amasan, y en un par de horas lo puso bueno.
Belhomme sabia que Chambrelán aseguraba el efecto de sus curas con ciertas frases mágicas; pero no se atrevió a decirlo en presencia del sacerdote.
Caniveau insistía risueño:
—¿No será un conejo lo que se te ha entrado en el oído? Al ver la maraña de pelo que asoma, semejante a un zarzal, pudo confundirlo con su madriguera. Voy a espantarlo; verás cómo sale.
Y sirviéndole de tornavoz las palmas de las manos comenzó a imitar la estridente algarabía de perros de caza cuando persiguen a una res. Aullaba, ladraba, chillaba, gruñía, gemía. Y todos los viajeros, incluso el maestro, que no se reía nunca, se hartaron de reír.
El sacerdote comprendió que a Belhomme le molestaba ya servir de pretexto para tan ruidosa broma, y para dar a la conversación otro giro, dirigió a la hercúlea señora Rabot esta pregunta:
¿Tiene usted muchos hijos?
Muchos; demasiados — respondió la mujerona—. ¡ Cuesta mucho criar tanta familia!
Rabot inclinó la cabeza como para reforzar el razonamiento de su mujer.
—¿Cuántos hijos tiene usted?
Con arrogancia, con voz firme y segura, dijo la señora Rabot:
—¡Quince! Catorce de mi marido.
El tal marido sonreía expresivamente, satisfecho. Tenía catorce hijos, a pesar de su aparente insignificancia. La mujer lo confesaba; nadie lo pondría en duda. Estaba orgullosa de tener catorce hijos.
Pero ¿de quién era el otro, si tenía quince? La mujer no lo dijo entonces y a nadie sorprendió; conocerían la historia: un hijo anterior al matrimonio, un desliz de soltera. Ni Caniveau, que reparaba en todo, hizo comentarios ni preguntas; nada.
Belhomme volvió a gimotear:
—¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!...
—¡Me hurga! ¡Me come! ¡Qué desgracia la mía!
La diligencia se detuvo en una posada. El sacerdote dijo:
—Tal vez con un poco de agua saldría. ¿Por qué no lo prueba? ¿Quiere usted probarlo?
—!Bueno, sí; lo probaré! Se apearon todos para presenciar la operación.
El sacerdote pidió una jofaina, una toalla y medio vaso de agua, y encargó al maestro que sujetara la cabeza del paciente para mantener la oreja en posición horizontal, y cuando el agua hubiese penetrado bien, le volviera de pronto para verterla de un golpe.
Pero Caniveau, que tenía los ojos clavados en la oreja de Belhomme, procurando a simple vista descubrir el bicho, exclamo:
—¡Rediós, qué mermelada! Es necesario destapar la madriguera para que pueda salir el conejo. Se le pegarían las patas en esa confitura.
El sacerdote, al ver el orificio completamente cegado, también opinó que allí no era posible intentar nada. El maestro se encargó de la limpieza valiéndose de un palitroque y de un trapo.
Entre la general ansiedad, el sacerdote vertió en el pabellón de la oreja medio vaso de agua, que, al rebosar corría por la cara, por el pelo, por el cogote del paciente. Después, el maestro hizo girar violentamente la cabeza, como si fuese a desatornillarla. Cayeron algunas gotas de líquido en la jofaina. Todos los viajeros se acercaron a ver lo que había salido; pero no vieron bicho alguno.
Sin embargo, Belhomme dijo:
—Ya no siento nada; ya nada me duele.
Y el sacerdote, satisfecho, exclamó:
—¡Es posible que haya muerto ahogado!
Volvieron todos a la diligencia, pero apenas comenzaron a trotar los rocinantes, Belhomme lanzó nuevamente ayes horribles. El bicho se había despertado con más furia; ya le roía, le devoraba el cerebro. Chillaba y se retorcía de tal modo, que la señora Poiret, creyéndole poseído por el demonio, comenzó a llorar y hacer cruces. Luego el dolor se calmó algo; el paciente notaba que había vuelto hacia fuera el bicho. Imitaba con los dedos la marcha del animal, y como si lo viera, decía:
—¡Ya sube otra vez!... ¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!... ¡Qué desdichado soy!
Caniveau empezaba a impacientarse.
—Con el agua se ha exasperado No le gustará sin duda el agua... Echadle vino.
Volvieron todos a reír estrepitosamente.
—Cuando lleguemos a una venta echadle un trago de lo añejo y se calmará. Es lo que pide.
Pero, entre tanto, Belhomme sentía mordeduras inaguantables, Comenzó a gritar como si le arrancasen el alma. El sacerdote le sostenía la cabeza y el mayoral accedió a detenerse para pedir auxilio en cualquier casa de labor.
Así lo hicieron. Entre todos bajaron a Belhomme de la diligencia y lo tendieron sobre un banco de la cocina para preparar la operación. Caniveau aconsejaba se hiciera con aguardiente aguado el nuevo lavatorio, con objeto de adormecer al bicho emborrachándole, y matarlo así tal vez. El sacerdote prefirió vinagre.
Lo dejaba caer gota a gota para que penetrase hasta el fondo, y así estuvo algún rato. Era imposible que resistiera el bicho tan prolongada y desagradable inundación. Después de preparar como antes una jofaina para recibir en ella lo que saliese del orificio, el sacerdote y Caniveau —dos celosos—volvieron a Belhomme y lo sostuvieron en vilo mientras el maestro le golpeaba en la oreja sana para que se vaciase completamente la otra.
Hasta Cesáreo Harloville estaba presente, atraído por la curiosidad, con el látigo en la mano.
De pronto, repararon que había en la jofaina una mota negra, ¡una pulga que se ahogaba en el vinagre! Hubo exclamaciones de sorpresa primero y después, gritos y risas ruidosas. ¡Una pulga! ¡Tenía gracia, muchísima gracia! Caniveau se golpeaba las rodillas con las manos. Cesáreo Harloville hizo chascar su látigo; el sacerdote soltó la carcajada; el maestro desahogaba su alegría la con una especie de estornudo, y las dos mujeres chillaban de un modo semejante al cacareo de las gallinas.
Belhomme se había sentado, y con la jofaina sobre las rodillas contemplaba con odio y placer al bicho, que forcejeaba por librarse de las gotas de vinagre que no le permitían saltar.
Masculló:
—¡Al fin caíste, roña!—y la envolvió en un salivazo escupido furiosamente.
Cesáreo, loco de alegría, exclamaba:
—¡Una pulga! ¡Una pulga! ¡Ya caíste, animal feroz, animal feroz !
Pero calmándose de pronto, exclamó:
—¡Señores, al coche! Nos hemos entretenido ya demasiado ¡Al coche!
Y los viajeros iban hacia la diligencia sin dejar de reír.
Belhomme, rezagado, insinuó:
—Me quedo aquí para volverme a pie. Ya no tengo que hacer nada en el Havre.
Cesáreo le dijo:
—Está bien. Págame tu asiento.
—Te daré la mitad, pues no he llegado a medio camino siquiera.
—No puede ser; pagarás el asiento hasta el Havre, porque así lo encargaste.
Hubo réplicas insistentes, y la discusión degeneró en disputa furiosa: Belhomme decía que sólo pagaría un franco, y el mayoral que le cobraría dos.
Vociferaban, acercándose mucho el uno al otro, mirándose amenazadores, topando casi nariz contra nariz.
Caniveau intervino:
—De todos modos, Belhomme, debes al sacerdote dos francos por la cura, y a todos una convidada por los auxilios; en junto, dos francos y medio, más uno que debes a Cesáreo, son tres francos y medio. Paga.
El mayoral se regocijaba seguro de que Belhomme se vería obligado a soltar aquel dinero, y dijo:
—Me conformo.
—Paga—insistió Caniveau.
—No pago y no pago—sostuvo el otro—. No pago. El sacerdote no es médico.
—Si no pagas en seguida, te meto en la diligencia y te llevaré al Havre.
Cogió a Belhomme por la cintura y lo alzó como a un chiquillo.
Belhomme, al ver que sería inútil su resistencia, sacó la bolsa y pagó.
El coche siguió hacia el Havre, mientras Belhomme desandaba lo andado por la carretera, pesaroso y a pie; y los viajeros reían aún a carcajadas al ver cómo se balanceaba al compás de sus largas piernas.

HIJOS -- ABANDONADO -- GUY DE MAUPASSAT

HIJOS -- ABANDONADO -- GUY DE MAUPASSAT
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ABANDONADO

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—Es preciso estar loca para salir al campo a estas horas con un calor insufrible. De dos meses a esta parte, se te ocurren ideas muy extrañas. A la fuerza me haces venir a la orilla del mar, cuando en cuarenta y cinco años que llevamos de matrimonio jamás tuviste semejante fantasía. Sin pedirme parecer, eliges como residencia de verano esta población triste, Fècamp, y te invade un deseo furioso de hacer ejercicio (¡eso tú, que nunca dabas dos pasos!), al extremo de querer salir al campo a estas horas en el día más caluroso del año. Dile a nuestro amigo Apreval que te acompañe, puesto que se presta amablemente a todos tus caprichos. Yo, por mi parte, me quedo a dormir la siesta.
La señora Cadour dijo:
—¿Quiere usted acompañarme, Apreval?
Este se inclinó, sonriendo con una galantearía de los tiempos pasados. mientras decía:
—Iré a donde usted vaya.
—Bueno; idos a coger una insolación—exclamó el señor de Cadour.
Y se metió en su cuarto del hotel de los Baños para echarse un par de horas en la cama.
Cuando la respetable señora y su antiguo compañero quedaron solos, se pusieron en marcha. Ella dijo con voz muy baja y apretándole una mano:
—¡Al fin! ¡Al fin!
El murmuró:
—Se ha vuelto usted loca. Estoy convencido en absoluto de que se ha vuelto usted loca. Piense cuánto arriesga. Si ese hombre...
Ella le interrumpió, sobresaltada:
—¡Oh, Enrique! No diga usted nunca ese hombre cuando hablemos de él.
El prosiguió bruscamente:
—¡Bueno! Si nuestro hijo sospecha cualquier cosa, y receloso descubre la verdad, nos tiene cogidos para siempre. Pudo usted pasar cuarenta años alejada, sin conocerle siquiera, ¿qué antojo es el de hoy?
Habían seguido la calle que va de la playa al pueblo. Volvieron a la derecha para subir el repecho de Etretat. El camino blanco se inundaba con los abrasadores rayos del sol.
Andaban despacio, sofocándose, a paso corto. Ella se apoyaba en el brazo de su amigo, mirando hacia adelante, con los ojos fijos, insistentes.
Preguntó:
—¿De manera que tampoco usted le ha visto nunca?
—¡Jamás!
—Pero ¿es posible?
—No comencemos nuevamente la eterna discusión. Yo tengo mujer y tengo hijos, como usted tiene un marido; como usted, debo guardarme de murmuraciones.
Ella no respondió. Pensaba en su juventud lejana, en las cosas que ya pasaron. Todo era triste.
Se había casado, como se casan muchas mujeres, a instancias de la familia, con un hombre al que apenas conocen. Su marido era diplomático; vivió con él como viven todas las mujeres de buena sociedad.
Pero sucedió que un joven, Apreval, casado también, la quiso con un amor profundo, y durante una larga ausencia del señor Cadour, que había ido a las Indias, enviado por el Gobierno, la señora sucumbió.
¿Le hubiera sido posible resistir más? ¿Negarse? ¿Pudo resolverse a no ceder, adorándole como le adoraba? ¡No! ¡Ciertamente, no! ¡Era pedirle demasiado! Era demasiado sufrir. ¡La vida es tan miserable y engañosa! ¿Puede uno evitar ciertas asechanzas de la suerte, huir su destino? Siendo mujer, abandonada, sola, sin ternuras que la remedien, sin hijos que la defiendan, ¿se puede, un día y otro día, evitar una pasión que arrastra la existencia? ¿Se puede huir del sol, para encerrarse hasta la muerte en la oscuridad?
Entonces, después de tanto tiempo, recordaba ella todos los detalles, las caricias, las ansias, las impaciencias aguardándole.¡Qué días tan felices! Los únicos felices. Y ¡qué pronto acabaron!
Luego se sintió embarazada. ¡Qué angustias!
—¡Oh! Aquel viaje al Mediodía, un viaje largo, doloroso; los temores incesantes, la vida misteriosa, oculta en la casita solitaria, cerca del mar, en el fondo de un jardín del que nunca se atrevió a salir.
¡Cómo recordaba los días eternos que pasó al pie de un naranjo, con los ojos fijos en el fruto redondo y rojo, escondido casi entre verdes hojas! Deseaba salir, acercarse al mar, cuya brisa fecunda recibía por encima de la tapia, cuyo constante vaivén oía sin cesar, cuya superficie azul, brillante al sol, y salpicada por blancas velas, era su encanto. Pero tenía miedo hasta de asomarse a la puerta. Si alguien la hubiese reconocido en aquel estado, con aquella cintura deforme y vergonzosa...
Y los días de inquietud, los últimos días torturadores; y la espantosa noche del suceso. ¡Cuántas miserias había padecido!
¡Qué noche aquella! ¡Cuánto gimió, cuánto gritó! No se borraba de su memoria el rostro pálido de su amante, besándole a cada minuto las manos; la cabeza calva del médico, la cofia blanquísima de la enfermera.
Y la sacudida violenta de su corazón al oír el débil gemido de la criatura, aquel primer esfuerzo de una voz de hombre.
Y al día siguiente... ¡Ah! ¡Al día siguiente, único de su vida en que lo tuvo cerca y besó a su hijo! Porque jamás volvieron a verle sus ojos.
Y desde entonces, ¡qué larga, penosa y vacía existencia, en la cual siempre, siempre flotaba el recuerdo imborrable de aquella criatura! ¡Y jamás volvió a verle, ni una sola vez, a aquel pedazo de sus entrañas, al hijo de sus amores!
Lo cogieron, lo llevaron, lo escondieron. Ella supo solamente que unos campesinos normandos lo educaban, que vivía como campesino, que se casó, bien casado, y que fue bien establecido por su padre.
¡Cuántas veces, durante cuarenta años, ella quiso ir a verle, para besarle! ¡No imaginaba que se habría desarrollado! Le suponía siempre como aquella larva humana que sólo un día cogió en brazos, apretándo1e contra su cuerpo dolorido.
Cuantas veces dijo a su amante: «No aguardo más, quiero verle, voy a verle», siempre la convencía, la contenía. Ella no sabia reprimirse, callarse, y el otro adivinaría y exploraría, comprometiéndolos.
—¿Cómo es?—preguntaba la señora.
—No lo sé. Tampoco le conozco.
—¿Es posible? ¡Tener un hijo y no conocerle! ¡Rechazarle con temor, ocultarle como una vergüenza!
Iban camino adelante, fatigados por el calor, ganando poco a poco el inacabable repecho.
Ella prosiguió:
—Parece un castigo. Jamás tuve otro. Y a aquél, no verle... No. Era imposible resistir al deseo de verle, que hace tantos años me obsesiona. Los hombres no comprenden eso. Piense usted que no está lejos el día de mi muerte.
Y ¿era posible morir sin volverle a ver?
—¿Cómo pude aguantar tanto tiempo? He pensado en él durante toda mi vida. ¡Qué horrorosa vida, con este pensamiento constante! ¡No he despertado una sola vez, ni una sola vez, sin que mi primer pensamiento no fuese para él, para el hijo mío! ¿Cómo estará? Me siento culpable, culpable de su abandono, de mi cobardía. ¿Se debe temer al mundo en tales casos? Debí dejarlo todo para no dejarle a él; conservarle, cuidarle y educarle. Hubiera sido más dichosa. Y no me atrevíi. ¡Bien lo pagué con mi sufrimiento; ¡ Ah! Esas pobres criaturas abandonadas... ¡cómo deben de odiar a sus madres!
De pronto se detuvo, ahogada por los sollozos. El valle estaba desierto y mudo bajo la luz abrumadora del sol.
—Descanse usted un poco; siéntese un rato—dijo Apreval.
Ella se dejó conducir hasta la cuneta, y, después de sentarse, ocultó el rostro entre las manos. Sus cabellos canosos, formando rizos, caían sobre sus mejillas, mezclándose con su llanto. Lloraba, herida por un dolor profundo.
El estaba en pie, frente a ella, inquieto, no, sabiendo qué decirle, repetía:
—Vamos.., valor...
Ella se levantó de pronto:
—¡Lo tendré!
Y secándose los ojos, avanzó nuevamente con su paso inseguro de anciana.
El camino se hundía, más adelante, bajo un grupo de árboles, que ocultaban algunas casas. Oyeron el choque vibrante y regular de un martillo en un yunque.
Bien pronto vieron, a su derecha, una carreta parada junto a un cobertizo, y a la sombra dos hombres ocupados en herrar un caballo.
El señor de Apreval se acercó preguntando:
—¿La masía de Pedro Benedicto?
Uno de los hombres respondió:
Tome usted el camino a la izquierda, y siga derecho; es la tercera pasando el café. Tiene un pino junto a la valla. No es fácil equivocarse.
Volvieron a la izquierda. Ella estaba más tranquila, pero con las piernas cansadas y el corazón palpitante. A cada paso, murmuraba como un rezo: «¡Dios mío! ¡Dios mío!» Y oprimía su garganta una emoción terrible, haciéndola vacilar como si le hubiesen cortado las corvas.
El señor de Apreval, nervioso, algo pálido, le dijo bruscamente:
—Si no sabe usted moderarse, todo se descubrirá en seguida. Trate de contenerse y disimular.
Ella balbucía:
—¿Puedo hacer más de lo que hago? ¡Hijo mío! ¡Cuando pienso que voy a ver al hijo mío!
Avanzaban por una senda, entre los corrales de las masías, a la sombra de una doble fila de hayas.
Y, de pronto, se hallaron frente a la valla junto a la cual crecía un pino.
—Aquí es.
Ella se detuvo y observó.
La corralada, llena de manzanos, era grande. La casa, pequeña. Se veían también allí la cuadra, el establo, el gallinero. Bajo un cobertizo de pizarra, los carros, las carretas y una tartanita. Cuatro bueyes pastaban a la sombra de los árboles. Las gallinas iban y venían.
La puerta de la casa estaba abierta. No se veía a nadie; no se ola ningún ruido.
Entraron. Un perro negro salió de su casita, ladrando con furor.
Junto a la pared había cuatro colmenas en fila.
El señor de Apreval gritó:
—¿Hay alguien?
Apareció una chiquilla de diez años aproximadamente, vestida con una camisa de algodón y una falda de lana, con las piernas desnudas y sucias, con la expresión tímida y desconfiada. Se paró delante de la puerta como para impedir la entrada, preguntando:
—¿Qué buscan ustedes?
—¿Está en casa tu padre?
—No.
—¿Adónde ha ido?
—No lo sé.
—¿Y tu madre?
—Con las vacas.
—¿Vendrá pronto?
—No lo sé.
Y bruscamente la señora, como si temiera que se la llevaran de allí a la fuerza sin conseguir su propósito, dijo con voz precipitada:
—No me voy sin verle.
—Le aguardaremos, amiga mía. Y vieron que una campesina se acercaba con dos cántaros de hojalata que parecían muy pesados, y que lucían como espejos reflejando el sol.
Era coja la campesina; llevaba el pecho cruzado por una toquilla de lana oscura, lavada por las lluvias, deslucida por el calor, y tenía el aspecto de una criada pobre y sucia.
—Ahí viene mi madre—dijo la niña.
Acercándose la mujer, miraba recelosamente a los forasteros. Luego entró en la casa como si no los hubiera visto.
Parecía vieja, con el rostro arrugado, amarillento, duro; la cara de pavo de las campesinas.
El señor de Apreval la llamó.
—Diga usted, señora, ¿podría usted vendernos dos vasos de leche?
La mujer refunfuñó, apareciendo en su puerta después de haberse descargado los cántaros:
—No vendo leche.
—Nosotros entramos porque teníamos bastante sed. La señora es anciana y se fatigó. ¿No hay manera de que hallemos algo que beber?
La campesina, observándola con ojos inquietos y desconfiados, al fin se decidió:
—Ya que vinieron ustedes aquí, les daré leche.
Y volvió a entrar en su casa.
Luego salió la chicuela con dos sillas y las puso a la sombra de un manzano, y la mujer compareció al poco rato con dos tazones de leche, que ofreció a los forasteros.
Y se quedó cerca, vigilándolos, como si pretendiese adivinar o descubrir sus intenciones.
—¿Son ustedes de Fécamp? —preguntó la campesina.
El señor de Apreval respondió:
—Si; venimos de Fécamp, donde pasamos el verano.
Y después de un silencio prosiguió:
—¿Podría usted vendernos pollos todas las semanas?
Después de algunas vacilaciones, la campesina dijo:
—Sí podré. ¿Los quieren ustedes tiernecitos?
—Tiernecitos.
—¿A cómo los pagan ustedes en el mercado?
Apreval no lo sabía, y se volvió hacía la señora.
—¿Cuánto cuestan los pollos en el mercado?
Ella balbució con los ojos llenos de lágrimas:
—Cuatro francos, o cuatro cincuenta.
La campesina miraba de reojo, visiblemente extrañada, y luego preguntó:
—¿Está enferma esta señora?
Apreval, viendo que su amiga lloraba, no sabía qué decir.
—No, no... Es que... ha perdido el reloj en la carretera. Un magnífico reloj, y por eso... lo siente. Si alguien lo encuentra, nos avisará usted.
La campesina guardaba silencio; de pronto dijo:
—¡Miren a mi hombre!
Los forasteros no le habían visto entrar porque estaban de espaldas al postigo.
Apreval se inmutó; la señora de Cadour estuvo a punto de caer al suelo desmayada.
Un hombre apareció tirando de una vaca, encorvado, jadeante.
Sin saludar a los forasteros decía:
—Maldito animal, ¡qué penco!
Y pasó de largo para entrar en el establo.
El llanto de la señora se había secado repentinamente y estaba confundida, muda, espantada. «¡Su hijo! ¡Aquél era su hijo»
Apreval, preocupado por la misma idea, preguntó:
—¿Es el señor Benedicto?
La campesina, desconfiada, a la pregunta contestó con otra:
—¿Quién le ha dicho a usted su nombre?
Y el caballero prosiguió:
—El herrador que hay en la carretera.
Todos callaban, con los ojos fijos en la puerta del establo, que aparecía como una mancha negra en el muro. No se veía nada; se oían ruidos leves de movimientos, de pasos, amortiguados en la paja.
El hombre apareció al fin, secándose la frente, y se dirigió a la casa con lentitud, con perezoso balanceo.
Tampoco esta vez atendió a los forasteros, y dijo a su esposa:
—Tráeme un jarro de sidra, tengo sed.
Luego entró en el portal, y la campesina fue a la bodega, dejando solos a los parroquianos.
La señora Cadour, desconsolada, murmuró:
—Vámonos, Enrique. Vámonos en seguida.
El señor de Apreval, sosteniéndola como pudo, la fue llevando para que no se cayera, después de dejar cinco francos sobre una silla.
Cuando estuvieron en el camino, ella rompió a llorar, sacudida por el dolor, y balbuciendo:
—¡Ah! ¿Qué hizo usted con aquella criatura?
El, palideciendo, respondió secamente:
—Hice lo que pude hacer. Su masía vale ochenta mil francos. Es un dote que no tienen la mayor parte de los hijos de familias acomodadas.
Y volvieron despacio, sin hablar. Ella seguía llorando; sus lágrimas corrían por su rostro, continuas, interminables.
Al fin se calmó. Entraban ya en el pueblo.
El señor Cadour los aguardaba para comer. Se echó a reír al verlos llegar.
—¡Bravísimo! ¡Perfectamente! Mi testaruda mujer ha cogido una insolación. ¡Cuando yo digo que de un tiempo a esta parte se ha vuelto loca!
Nada contestaron el uno ni la otra.
Y cuando el marido preguntó, frotándose las manos:
—¿Se les hizo, al menos, agradable su caminata?
El señor de Apreval le respondió:
—Sí, muy agradable; muy agradable.

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