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martes, 12 de agosto de 2008

LA LOCA -- GUY DE MAUPASSANT -- GUERRA

LA LOCA
GUY DE MAUPASSANT



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A Robert de Bonnières.


Verán, dijo el señor Mathieu d’Endolin, a mí las becadas* me recuerdan una siniestra anécdota de la guerra.
Ya conocen ustedes mi finca del barrio de Cormeil. Vivía allá en el momento de la llegada de los prusianos.
Tenía entonces de vecina a una especie de loca, cuya razón se había extraviado bajo los golpes de la desgracia. Antaño, a la edad de veinticinco años, perdió, en un sólo mes, a su padre, a su marido y a un hijo recién nacido.
Cuando la muerte entra una vez en una casa, regresa a ella casi de inmediato, como si conociera la puerta.
La pobre joven, fulminada por la pena, cayó en cama, deliró durante seis semanas. Después, una especie de tranquila lasitud sucedió a la crisis violenta, y permaneció sin moverse, comiendo apenas, revolviendo solamente los ojos. Cada vez que intentaban levantarla, gritaba como si la matasen. La dejaron, pues, acostada, y tan solo la sacaban de entre las sábanas para los cuidados de su aseo y para darle la vuelta a los colchones.
Una anciana criada permanecía junto a ella, obligándola a beber de vez en cuando o a masticar un poco de carne fiambre. ¿Qué ocurría en aquella alma desesperada? Jamás se supo, pues no volvió a hablar. ¿Pensaba en sus muertos? ¿Desvariaba tristemente, sin un recuerdo concreto? ¿O bien su pensamiento aniquilado permanecía inmóvil como un agua estancada?
Durante quince años se quedó así, cerrada e inerte. Llegó la guerra; y, en los primeros días de diciembre, los prusianos entraron en Cormeil.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Caía una helada de esas que resquebrajan las piedras; yo mismo estaba tumbado en un sillón, inmovilizado por la gota, cuando oí el golpeteo pesado y acompasado de sus pasos. Desde mi ventana, los vi pasar.
Era un desfile interminable, todos iguales, con esos movimientos de muñecos que les son peculiares. Después los jefes distribuyeron a sus hombres entre los habitantes. Me tocaron diecisiete. Mi vecina, la loca, tenía doce, entre ellos un comandante, un verdadero soldadote, violento y tosco.
Durante los primeros días todo transcurrió normalmente. Al oficial de al lado le habían dicho que la señora estaba enferma, y no se preocupó para nada. Pero pronto aquella mujer a la que nunca veía empezó a irritarlo. Se informó sobre su enfermedad; le respondieron que la anfitriona guardaba cama desde hacía quince años, a consecuencia de una pena muy honda. No lo creyó, sin duda, e imaginó que la pobre loca no se levantaba por orgullo, para no ver a los prusianos y no hablarles, para no rozarse con ellos.
Exigió que lo recibiera; lo llevaron a su habitación. Le pidió con un tono brusco:
«Zírvace uzted, ceñora, lefantarce y bajar, para que la feamoz.»
Ella volvió hacia él sus ojos extraviados, sus ojos vacíos, y no respondió.
El prosiguió:
«No toleraré maz inzolencias. Ci uzted no ce lefanta por laz buenaz, lla me laz arreglaré para que ce pacee zola.»
Ella no hizo el menor gesto, siempre inmóvil, como si no lo hubiera visto.
El rabiaba, tomando aquel silencio tranquilo por un signo de supremo desprecio. Y agregó:
«Ci no baja manana...»
Y después salió.
Al día siguiente, la anciana criada, aterrada, quiso vestirla; pero la loca empezó a chillar, debatiéndose. El oficial subió en seguida; y la sirvienta, arrojándose a sus pies, gritó:
«No quiere, señor, no quiere. Perdónela; es muy desdichada.»
El soldado se quedó turbado, sin atreverse, a pesar de su cólera, a hacer que sus hombres la sacaran de la cama. Pero de pronto se echó a reír y dio unas órdenes en alemán.
Pronto se vio partir un destacamento que sostenía un colchón, como quien lleva a un herido. En aquella cama que nadie había deshecho, la loca, siempre silenciosa, permanecía tranquila, indiferente a los acontecimientos con tal de que la dejaran acostada. Detrás, un hombre llevaba un paquete de ropas femeninas.
Y el oficial pronunció, frotándose las manos:
«Lla veremoz ci puede o no festirce zola y dar un paceíto.»
Luego se vio al cortejo alejarse en dirección al bosque de Imauville.
Dos horas después los soldados regresaron solos.
Nadie volvió a ver jamás a la loca. ¿Qué habían hecho con ella? ¿A dónde la habían llevado? Nunca se supo.
La nieve caía día y noche, sepultando la llanura y los bosques bajo un sudario de espuma helada. Los lobos venían a aullar hasta nuestras puertas.
La idea de aquella mujer perdida me obsesionaba, e hice diversas gestiones con la autoridad prusiana, con el fin de conseguir información. A punto estuve de ser fusilado.
Volvió la primavera. El ejército de ocupación se alejó. La casa de mi vecina seguía cerrada; una tupida hierba crecía en las avenidas.
La anciana criada había muerto durante el invierno. Nadie se ocupaba ya de aquella aventura; sólo yo pensaba en ella sin cesar.
¿Qué habían hecho con aquella mujer? ¿Se habría escapado a través de los bosques? ¿La habrían recogido en alguna parte, y metido en un hospital, al no poder obtener de ella ninguna información? Nada venía a aliviar mis dudas; pero, poco a poco, el tiempo apaciguó la inquietud de mi corazón.
Ahora bien, en el otoño siguiente, las becadas pasaron en tropel; y, como mi gota me daba una pequeña tregua, me arrastré hasta el bosque. Ya había matado cuatro o cinco aves de largo pico, cuando derribé una que desapareció en un hoyo lleno de ramas. Me vi obligado a bajar a él para recoger al animal. Lo encontré caído junto a una calavera. Y bruscamente el recuerdo de la loca embistió contra mi pecho como un puñetazo. Otros muchos habían expirado acaso en aquellos bosques durante aquel año siniestro; pero, no sé por qué, estaba seguro, se lo digo, de que había encontrado la cabeza de la infeliz maniática.
Y de repente comprendí, lo adiviné todo. La habían abandonado sobre el colchón, en el bosque frío y desierto, y, fiel a su idea fija, ella se había dejado morir bajo el espeso y leve plumón de la nieve sin mover un brazo o una pierna.
Después los lobos la habían devorado.
Y los pájaros habían hecho su nido con la lana de su lecho desgarrado.
He conservado esa triste osamenta. Y hago votos por que nuestros hijos no vean jamás una guerra.


** Este cuento es el primero de la colección .”Cuentos de la becada”; seguía a una introducción en la que se narraba cómo unos cazadores, reunidos para matar becadas, se contaban por la noche diversos sucedidos.

EL LOBO -- GUY DE MAUPASSANT -- CUENTO DE MIEDO

EL LOBO
GUY DE MAUPASSANT

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Ved ahí lo que nos refirió el viejo marqués de Arville, a los postres de la comida con que inaugurábamos aquel año la época venatoria en la residencia del barón de Rávels.
Habíamos perseguido a un ciervo todo el día. El marqués era el único invitado que no tomó parte alguna en aquella batida, porque no cazaba jamás.
Durante la fastuosa comida, casi no se habló más que de matanzas de animales. Hasta las señoras oían con interés las narraciones sangrientas, y con frecuencia inverosímiles; los oradores acompañaban con el gesto la relación de los ataques y luchas de hombres y bestias; levantaban los brazos, ahuecaban la voz.
Agradaba oír al señor de Arville, cuya poética fraseología resultaba un poco ampulosa, pero de buen efecto. Es indudable que habría referido muchas veces, en otras ocasiones, la misma historia, , porque ninguna frase le hizo dudar, teniéndolas todas ya estudiadas, muy seguro de producir la imagen que le convenía.
—Señores: yo no he cazado nunca; mi padre, tampoco; ni mi abuelo ni mi bisabuelo. Este último era hijo de un hombre que había cazado él solo más que todos ustedes juntos. Murió en mil setecientos sesenta y cuatro, y voy a decir de qué manera.
Se llamaba Juan, estaba casado y era padre de una criatura, que fue mi bisabuelo; habitaba con su hermano menor, Francisco de Arville, nuestro castillo de Lorena, entre bosques.
Francisco de Arville había quedado soltero; su amor a la caza no le permitía otros amores.
Cazaban los dos todo el año sin tregua, sin descanso y sin rendirse a las fatigas. Era su mayor goce; no sabían divertirse de otro modo; no hablaban de otro asunto: sólo vivían para cazar.
Dominábalos aquella pasión terrible, inexorable, abrasándolos, poseyéndolos, no dejando espacio es su corazón para nada más.
Habían prohibido que por ninguna causa les interrumpieran en sus cacerías. Mi bisabuelo nació mientras perseguía su padre a un zorro; y sin abandonar su pista, Juan de Arville murmuró:
—¡Recristo! Bien pudo esperar este pícaro hasta que yo terminase.
Su hermano Francisco aún se apasionaba más en su afición. Lo primero que hacía, en cuanto se levantaba, era ver a los perros y a los caballos; luego, entreteníase disparando a los pájaros en torno del castillo, hasta la hora de salir a caza mayor.
En la comarca llamábanlos el señor marqués y el señor menor; entonces los aristócratas no establecían en los títulos —como ahora la nobleza improvisada quiere hacerlo— una jerarquía descendiente; porque no es conde un hijo de marqués ni barón un hijo de vizconde, como no es coronel de nacimiento el hijo de un general. Pero la vanidad mezquina de los actuales tiempos lo dispone así.
Vuelvo a mis ascendientes.
Parece ser que fueron agigantados, velludos, violentos y vigorosos; el joven aún más que su hermano mayor; y tenía una voz tan recia, que, según una opinión popular, que le complacía, sus gritos agitaban todas las hojas del bosque.
Y al salir de caza, debieron de ofrecer un espectáculo admirable aquellos dos gigantes, galopando en dos caballos de mucha talla y brío.
El invierno de mil setecientos sesenta y cuatro fue muy crudo, y los lobos rabiaron de hambre.
Atacaban a los campesinos rezagados, rondaban de noche alrededor de las viviendas, aullaban desde la puesta de sol hasta el amanecer, y asaltaban los establos.
Circuló un rumor terrible. Hablábase de un lobo colosal, de pelo gris, casi blanco; había devorado dos niños y el brazo de una mujer; había matado a todos los mastines de la comarca; y saltando las tapias, olisqueaba, sin temor alguno, bajo las puertas. Ningún hombre dejó de sentirle resoplar; su resoplido hacía estremecer la llama de las luces. Invadió la provincia un pánico terrible. Nadie salía de casa de noche ni al atardecer. La oscuridad parecía poblada por todas partes por la sombra de aquella bestia...
Los hermanos de Arville, resueltos a perseguir y matar al monstruo, dispusieron grandes cacerías, invitando a los nobles de la región.
Todo fue inútil; ni en los bosques ni entre las malezas lo hallaron jamás. Mataban muchos lobos; pero aquel no parecía. Y cada noche, al terminar la batida, como para vengarse, la bestia feroz causaba estragos mayores, atacando a algún caminante o devorando alguna res; pero siempre a distancia del sitio donde lo buscaron aquel día.
Entró un de aquellas noches en la pocilga del castillo de Arville; y devoró los dos mejores cerdos.
Juan y Francisco reventaban de cólera, suponiendo aquel ataque una provocación del monstruo, una injuria directa, un reto. Con sus más resistentes sabuesos, acostumbrados a perseguir temibles bestias, aprestáronse a la caza, rebosando sus corazones odio y furor.
Desde el amanecer hasta que descendía el sol, arrebolados, entre los troncos de los árboles desnudos, batieron inútilmente los matorrales.
Regresaban furiosos y descorazonados, llevando al paso las cabalgaduras por un camino abierto entre maleza, sorprendiéndose de que burlase un lobo toda su precaución y poseídos ya de una especie de recelo misterioso.
Juan decía:
—Esa bestia no es como las demás. Parece que piensa y calcula como un hombre.
Y contestaba francisco:
—Acaso conviniera que nuestro primo, el obispo, bendijese una bala, o que lo hiciese algún sacerdote de la región, rogándole nosotros que pronunciase las palabras oportunas.
Callaron, y, después de un silencio, advirtió Juan:
—mira el sol, qué rojo. La fiera no dejará de causar algún daño esta noche.
Apenas había terminado la frase, cuando su caballo se encabritó; el de Francisco giraba. Un matorral cubierto de hojas marchitas, crujió, abriendo paso a una bestia enorme y gris, que, saliendo rápidamente de su escondrijo, internóse al punto en el bosque.
Los dos de Arville articularon una especie de rugido, que demostraba su fiera satisfacción, y encogiéndose, inclinados hacia delante, pegándose al cuello de sus briosos cabellos, impulsándolos con todo el cuerpo, los lanzaron a la carrera, excitándolos de tal modo con las voces, con sus movimientos, con la espuela, que los hercúleos caballeros, como si un ímpetu gigantesco los condujera volando, parecían arrastrar entre las piernas a sus caballos, que iban a escape, tocando en el suelo con el vientre,, haciendo crujir los matorrales y salvando las torrenteras, encaramándose por escarpadas pendientes y descendiendo por angostas gargantas. Los caballeros hacían resonar las trompas con toda la fuerza de sus pulmones, llamando a sus criados y a sus perros.
De pronto, en aquella furiosa y precipitada persecución, tropezó mi abuelo con la cabeza en una rama, que le abrió el cráneo, y cayó sin sentido, mientras el caballo continuaba su carrera loca, desapareciendo en la densa oscuridad que iba envolviendo al bosque.
Francisco de Arville paró en seco y se apeó, cogiendo en brazos a su hermano; vio que por la herida, entre la sangre, asomaba también el cerebro.
Entonces, apoyándolo sobre sus rodillas, contempló el rostro ensangrentado, las facciones rígidas, inertes, del marqués. Poco a poco un miedo le invadió, un miedo extraño que no había sentido nunca. Temía la oscuridad, la soledad, el silencio del bosque; hasta llegó a temer que apareciera el fantástico lobo, que se vengaba de aquella persecución tenaz de los Arville, haciendo morir al mayor de los hermanos.
Espesaban las tinieblas; el frío, agudo, hacía crujir los árboles. Francisco se incorporó, tembloroso, incapaz de permanecer allí más tiempo, sintiéndose casi desfallecer. No se oía nada; ni ladridos de perros, ni voces de trompa; todo estaba mudo en el invisible horizonte; y aquel silencio taciturno de una helada noche tenía bastante de horroroso y extraño.
Alzó entre sus manos de coloso el cuerpo gigantesco de Juan, atravesándolo sobre la silla para llevarlo al castillo; montó y se puso en marcha, despacio, sintiendo una turbación semejante a la embriaguez, perseguido por espectros indefinibles y espantosos.
De pronto, una forma vaga cruzó el sendero que la nocturna oscuridad invadía. Era la bestia. Una sacudida brusca, un verdadero espanto agitó al cazador; algo frío, como una gota de agua, se deslizó sobre sus riñones; y, como un ermitaño que ahuyenta los demonios, el caballero hizo la señal de la cruz, desconcertado ante aquella temible aparición del espantoso vagabundo. Pero sus ojos refrescaron su memoria, presentándole a su hermano muerto; y de pronto, pasando en un instante del miedo al odio, rugió furiosamente, y espoleando al caballo, lanzóse tras el lobo.
Lo siguió entre los matorrales, por las torrenteras y a través de bosques desconocidos. Galopaba con la vista penetrante, clavada en la sombra que huía; tropezaban en los troncos y en las rocas la cabeza y los pies del muerto atravesado en la silla. Las zarzas le arrancaban el cabello y salpicaba con sangre los troncos, golpeándolas con la frente; las espuelas arrancaban tiras de las cortezas de los árboles.
De pronto, la bestia y el perseguidor salieron del bosque y se lanzaron a un valle cuando aparecía la luna en lo alto del monte; un valle pedregoso, cerrado por enormes rocas. No hallando fácil salida por aquella parte, la bestia retrocedió.
Francisco no pudo contener un alarido estruendoso de alegría, que los ecos repitieron como repiten el rodar de un trueno, y saltó atierra empuñando el cuchillo de monte.
La bestia, con los pelos erizados y arqueado el cuerpo, le aguardaba. Pero antes de comenzar el combate, cogiendo el cazador el cuerpo de su hermano lo apoyó entre unas rocas, y sosteniéndole con piedras la cabeza, que parecía una masa de sangre cuajada, le dijo a voces, como si hablara con un sordo:
—¡Mira Juan! ¡Mira eso!
Y se arrojó sobre la bestia. Sentíase bastante poderoso para levantar en vilo una montaña, para triturar pedernales entre sus dedos. La bestia quiso hacer presa de él, procurando arrimar su hocico al vientre del cazador; pero éste la tenía sujeta por el cuello y la estrangulaba tranquilamente con la mano, sin acordarse del cuchillo, gozándose al sentir los ahogos de su garganta y las palpitaciones de su corazón. Reía, reía más cuanto más apretaba; reía gritando: "¡Mira Juan! ¡Mira eso!" Ya no hallaba resistencia; el cuerpo del monstruo cedía con blandura. Estaba muerto.
Entonces Francisco lo alzó, y acercándose a su hermano con aquella carga inerte, dejó caer un cadáver a los pies de otro cadáver, diciendo, conmovido y cariñoso:
—Toma, Juan; tómalo: ahí lo tienes.
Después colocó en la silla los dos cuerpos, y se puso en marcha.
Entró en el castillo riendo y llorando, como Gargantúa cuando el nacimiento de Pantagruel. Pregonaba la muerte de la bestia con exclamaciones de triunfador y gritos de gozo; refería la muerte de su hermano gimiendo y mesándose las barbas.
Y, pasado el tiempo, cuando hablaba de aquella noche fatal, decía con lágrimas en los ojos:
—¡Si, al menos, hubiese podido ver el pobre Juan cómo estrangulé al otro, es posible que muriera satisfecho! ¡Estoy seguro!
La viuda educó a su hijo haciéndole odiar la caza, y ese odio se ha transmitido hasta mí, de generación en generación.
El marqués de Arville había terminado. Alguien preguntó:
—Esa historia es una leyenda; ¿verdad?
Y el marqués respondió:
—Aseguro que todo es cierto, que todo ha ocurrido
Y una señora dijo, con dulzura:
—Da igual. Es hermoso sentir pasiones semejantes...

UN GOLPE DE ESTADO -- GUY DE MAUPASSANT -- POLITICA Y CACIQUISMO

UN GOLPE DE ESTADO
GUY DE MAUPASSANT

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París acababa de enterarse del desastre de Sedán. Se proclamaba la República. Francia entera jadeaba al comienzo de esa demencia que duró hasta después de la Comuna. Se jugaba a los soldados de una punta a otra del país.
Fabricantes de géneros de punto eran coroneles y desempeñaban cargos de generales; revólveres y puñales se desplegaban en torno a gruesos vientres pacíficos rodeados por cinturones rojos; pequeños burgueses convertidos en guerreros de ocasión mandaban batallones de voluntarios chillones y juraban como carreteros para adquirir empaque.
El mero hecho de manejar armas, de tener fusiles complicados enloquecía a aquella gente, que hasta entonces sólo había manejado balanzas, y la hacía, sin la menor razón, temible para el recién llegado. Ejecutaban a inocentes para probar que sabían matar; fusilaban, merodeando por las campiñas todavía vírgenes de prusianos, a los perros vagabundos, a las vacas que rumiaban en paz, a los caballos enfermos que pacían en los pastos.
Cada cual se creía llamado a desempeñar un gran papel militar. Los cafés de los más míseros villorrios, llenos de comerciantes de uniforme, parecían cuarteles o ambulancias.
El pueblo de Canneville ignoraba aún las desquiciadas noticias del ejército y de la capital; pero una extremada agitación lo perturbaba desde hacía un mes, dos partidos contrarios se encontraban frente a frente.
El alcalde, señor vizconde de Varnetot, un hombrecillo flaco, ya anciano, legitimista incorporado al Imperio hacía poco, por ambición, había visto surgir un decidido adversario en el doctor Massarel, un gordo sanguíneo, jefe del partido republicano en el distrito, venerable de la lógica masónica de la cabeza de partido, presidente de la Sociedad de Agricultura, y del cuerpo de bomberos, y organizador de la milicia rural que salvaría a la comarca.
En quince días se las había arreglado para decidir a defender el país a sesenta y tres voluntarios casados y padres de familia, campesinos prudentes y tenderos del lugar, y los adiestraba, todas las mañanas, en la plaza del ayuntamiento.
Cuando el alcalde, por casualidad, iba al edificio municipal, el comandante Massarel, cargado de pistolas, pasando fieramente, con el sable en la mano, al frente de su tropa, hacía gritar a su gente: «¡Viva la patria!» Y ese grito, lo habían notado, excitaba al menudo vizconde, que veía en él sin duda una amenaza, un desafío, al mismo tiempo que un odioso recuerdo de la gran Revolución.
El 5 de septiembre por la mañana, el doctor, de uniforme, con el revólver sobre la mesa, pasaba consulta a una pareja de viejos campesinos, uno de los cuales, el marido, que sufría de varices desde hacía siete años, había esperado a que su mujer las tuviera también para ir al médico, cuando el cartero le llevó el periódico.
El señor Massarel lo abrió, se levantó bruscamente y, alzando los brazos al cielo con un gesto exaltado, se puso a vociferar con toda su voz ante los dos aldeanos asustados:
«¡Viva la República! ¡Viva la República! ¡Viva la República! »
Después se dejó caer en su butaca, desfallecido de emoción.
Y como el campesino continuaba: «Empezó con unos hormigueos que me corrían sin parar a lo largo de las piernas», el doctor Massarel exclamó:
«Déjeme en paz, no tengo tiempo para ocuparme de sus tonterías. Se ha proclamado la República, el emperador está prisionero, Francia se ha salvado. ¡Viva la República!» Y, corriendo a la puerta, bramó: «¡Celeste! ¡Pronto! ¡Celeste!»
La criada acudió asustada; él tartamudeaba, de tan rápido que quería hablar:
«Mis botas, mi sable, mi cartuchera y el puñal español que está sobre mi mesilla de noche: ¡date prisa!»
Y como el campesino, obstinado, aprovechando un instante de silencio, proseguía:
«Después me salieron como unas bolsas que me hacían daño al andar.»
El médico, exasperado, chilló:
«Déjeme en paz, maldita sea, ¡si se hubiera lavado los pies, no le pasaría eso!»
Después agarrándolo por el cuello, le escupió a la cara:
«¿No te das cuenta de que ya tenemos república, pedazo de animal?»
Pero la conciencia profesional lo calmó en seguida, y empujó hacia fuera al estupefacto matrimonio, repitiendo:
«Vuelvan mañana, vuelvan mañana, amigos míos. Hoy no tengo tiempo.»
Mientras se equipaba de pies a cabeza, dio de nuevo una serie de órdenes urgentes a su criada:
«Corre a casa del teniente Picart y del alférez Pommel, y diles que los espero aquí inmediatamente. Y mándame también a Torchebeuf con su tambor, ¡de prisa! ¡De prisa!».
Cuando Celeste hubo salido, se concentró, preparándose para superar las dificultades de la situación.
Los tres hombres llegaron juntos, con ropas de trabajo. El comandante, que esperaba verlos de uniforme, tuvo un sobresalto.
«¿No saben nada, diantre? El Emperador está prisionero, se ha proclamado la República. Es preciso actuar. Mi posición es delicada, y diría aún más, peligrosa.»
Reflexionó unos segundos ante los rostros atontados de sus subordinados, y después prosiguió:
«Hay que actuar sin vacilar; los minutos valen horas en semejantes momentos. Todo depende de la prontitud de las decisiones. Usted, Picart, vaya a buscar al cura y conmínele a que toque a rebato para reunir a la población, a la que voy a prevenir. Usted, Torchebeuf, toque llamada en todo el municipio, hasta los caseríos de la Gerisaie y de Salmare, para reunir a la milicia armada en la plaza. Usted, Pommel, póngase rápidamente el uniforme, sólo la guerrera y el quepis. Vamos a ocupar juntos el ayuntamiento y a conminar al señor de Varnetot a que me entregue sus poderes. ¿Entendido?
—Sí.
—Pues manos a la obra, y rápidamente. Lo acompaño a su casa, Pommel, pues actuamos juntos.»
Cinco minutos después, el comandante y su subalterno, armados hasta los dientes, aparecían en la plaza en el mismo momento en que el menudo vizconde de Varnetot, con polainas como para partida de caza, el fusil Lefaucheux al hombro, desembocaba a rápidos pasos por la otra calle, seguido por sus tres guardias de guerrera verde, con el cuchillo sobre el muslo y el fusil en bandolera.
Mientras el doctor se detenía, estupefacto, los cuatro hombres penetraron en el ayuntamiento, cuya puerta se cerró a sus espaldas.
«Se nos han adelantado, murmuró el médico, ahora hay que esperar refuerzos. No se puede hacer nada de momento. »
El teniente Picart reapareció.
«El cura se ha negado a obedecer, dijo; y hasta se ha encerrado en la iglesia con el sacristán y el guarda.» Y, al otro lado de la plaza, frente al ayuntamiento blanco y cerrado, la iglesia, muda y negra, mostraba su gran puerta de roble claveteada con herrajes.
Entonces, cuando los intrigados habitantes asomaban la nariz por las ventanas o salían al umbral de las casas, redobló de pronto el tambor, y apareció Torchebeuf, tocando con furia los tres golpes precipitados de la llamada. Cruzó la plaza a paso gimnástico y después desapareció camino de los campos.
El comandante desenvainó el sable, avanzó solo, más o menos a media distancia entre los dos edificios donde se había atrincherado el enemigo y, agitando su arma sobre la cabeza, berreó con toda la fuerza de sus pulmones:
«¡Viva la República! ¡Muerte a los traidores!»
Después se replegó hacia sus oficiales.
El carnicero, el panadero y el farmacéutico, inquietos, echaron los cierres. Sólo quedó abierta la tienda de ultramarinos.
Sin embargo los hombres de la milicia llegaban poco a poco, vestidos de diversas maneras y tocados todos con un quepis negro galoneado de rojo, pues el quepis constituía todo el uniforme del cuerpo. Iban armados con sus viejos fusiles herrumbrosos, los viejos fusiles colgados desde hacía treinta años sobre las chimeneas de las cocinas, y se parecían bastante a un destacamento de guardas rurales.
Cuando hubo una treintena alrededor de él, el comandante, en pocas palabras, los puso al corriente de los sucesos; después, volviéndose hacia su estado mayor: «Y ahora, actuemos», dijo.
Los habitantes se congregaban, examinaban y platicaban.
El doctor decidió rápidamente su plan de campaña:
«Teniente Picart, usted avanzará hasta las ventanas de ese ayuntamiento y conminará al señor de Varnetot, en nombre de la República, a entregarme la casa de la villa. »
Pero el teniente, un maestro albañil, se negó:
«Pues sí que es usted listo. Para que me larguen un tiro. Muchas gracias. Los que están allí dentro tienen buena puntería, ya lo sabe usted. Haga el recado usted mismo. »
El comandante se puso rojo.
«Le ordeno que vaya en nombre de la disciplina.»
El teniente se rebeló:
«No pienso dejar que me rompan la cara sin saber por qué.»
Los notables, reunidos en un grupo próximo, se echaron a reír. Uno de ellos exclamó:
«Tienes razón, Picart, no es el momento.»
Entonces el doctor murmuró:
«¡Cobardes!»
Y, dejando su sable y su revólver en manos de un soldado, avanzó con paso lento, con los ojos clavados en las ventanas, esperando ver salir un cañón de fusil apuntado hacia él.
Cuando sólo estaba a unos metros del edificio, las puertas de los dos extremos que daban paso a las dos escuelas se abrieron, y una oleada de pequeños seres, niños por aquí, niñas por allá, escaparon por ellas y empezaron a jugar en la gran plaza vacía, chillando, como una manada de gansos, en torno al doctor, que no podía hacerse oír.
En cuanto los últimos alumnos salieron, las dos puertas volvieron a cerrarse.
El grueso de los críos se dispersó por fin, y el comandante llamó con voz potente:
«¡Señor de Varnetot!»
Se abrió una ventana del primer piso. El señor de Varnetot apareció.
El comandante prosiguió:
«Caballero, ya conoce usted los grandes acontecimientos que acaban de cambiar la faz del gobierno. Aquel al que usted representa ya no existe. El que yo represento sube al poder. En estas dolorosas aunque decisivas circunstancias, vengo a pedirle, en nombre de la nueva República, que ponga en mis manos las funciones con las que lo había investido el poder anterior.»
El señor de Varnetot respondió:
«Señor doctor, soy el alcalde de Canneville, nombrado por la autoridad competente, y seguiré siendo alcalde de Canneville mientras no haya sido revocado y reemplazado por un mandato de mis superiores. Como alcalde, estoy en mi casa en el ayuntamiento, y aquí me quedo. Por lo demás, intente hacerme salir.»
Y cerró la ventana.
El comandante regresó hacia su tropa. Pero, antes de explicarse, miró de arriba a abajo al teniente Picart.
«¡Es usted un valiente! ¡Menudo conejo, la vergüenza del ejército! Lo degrado de su puesto.»
El teniente respondió:
«Me importa un pepino.»
Y fue a mezclarse con el grupo murmurador de los habitantes.
Entonces el doctor vaciló. ¿Qué hacer? ¿Dar el asalto? Pero sus hombres, ¿avanzarían? Y, además, ¿tenía derecho a hacerlo?
Lo iluminó una idea. Corrió a telégrafos, cuya oficina estaba frente al ayuntamiento, al otro lado de la plaza. Y envió tres despachos:
A los señores miembros del gobierno republicano, en París; al nuevo prefecto republicano del Sena Inferior, en Ruán; al nuevo subprefecto republicano de Dieppe.
Exponía la situación, hablaba del peligro corrido por el municipio al quedar en manos del ex-alcalde monárquico, ofrecía sus abnegados servicios, pedía órdenes y firmaba acompañando su nombre de todos sus títulos.
Después regresó hacia su cuerpo de ejército y, sacando diez francos del bolsillo, dijo: «Tengan, amigos míos, vayan a comer y beber un poco; dejen aquí sólo un destacamento de diez hombres para que nadie saiga del ayuntamiento. »
Pero el ex-teniente Picart, que charlaba con el relojero, lo oyó; se echó a reír burlonamente y pronunció:
«Pardiez, si salen, será una oportunidad de entrar. Sin eso, no acabo de verlo a usted allí dentro.»
El doctor no respondió y se marchó a almorzar.
Por la tarde, dispuso guardias todo alrededor del municipio, como si estuviera amenazado por una sorpresa.
Pasó varias veces ante las puertas de la alcaldía y de la iglesia sin observar nada sospechoso; se hubiera dicho que los edificios estaban vacíos.
El carnicero, el panadero y el farmacéutico volvieron a abrir sus tiendas.
Se cotilleaba mucho en las casas. Si el emperador estaba prisionero, alguna traición habría debajo. No se sabía exactamente cuál de las repúblicas volvía.
Cayó la noche.
Hacia las nueve, el doctor se acercó solo, sin hacer ruido, a la entrada del edificio municipal, persuadido de que su adversario se había marchado a dormir; y cuando se disponía a hundir la puerta a golpes de pico, una voz potente, la de un guardia, preguntó de pronto:
«¿Quién va?»
Y el señor Massarel se batió en retirada a todo correr.
Se alzó el día sin que la situación hubiera cambiado en nada.
La milicia armada ocupaba la plaza. Todos los habitantes se habían reunido en torno a la tropa, esperando una solución. Los de los pueblos vecinos llegaban a ver.
Entonces, el doctor, comprendiendo que se jugaba su reputación, resolvió acabar fuera como fuera; e iba a tomar una resolución cualquiera, enérgica seguramente, cuando se abrió la puerta de telégrafos y la criadita de la directora apareció, llevando en la mano dos papeles.
Se dirigió primero hacia el comandante y le entregó uno de los despachos; después, cruzando el centro desierto de la plaza, intimidada por todos los ojos clavados en ella, con la cabeza gacha y a menudos pasos, fue a llamar suavemente a la casa atrancada, como si hubiera ignorado que en ella se ocultaba un partido armado. La puerta se entreabrió; una mano de hombre recibió el mensaje, y la chiquilla regresó, muy colorada, a punto de llorar, al ser así contemplada por el pueblo entero.
El doctor pidió con voz vibrante:
«Un poco de silencio, por favor.»
Y cuando el populacho calló, prosiguió orgullosamente:
«He aquí la comunicación que acabo de recibir del gobierno.» Y, alzando su despacho, leyó:
«Ex-alcalde revocado. Sírvase avisar urgentemente. Recibirá instrucciones ulteriores.
Por el subprefecto,
SAPIN, concejal.»

Triunfaba; su corazón latía de gozo; sus manos temblaban, pero Picart, su antiguo subalterno, le gritó desde un grupo vecino:
«Todo eso está bien; pero si los otros no salen, ¿de qué le sirve su papel?»
Y el señor Massarel palideció. En efecto, si los otros no salían, iba a tener que avanzar él. No era solamente su derecho, sino también su deber.
Y miraba ansiosamente al ayuntamiento, esperando que iba a ver abrirse la puerta y replegarse a su adversario.
La puerta seguía cerrada. ¿Qué hacer? La muchedumbre aumentaba, se agolpaba alrededor de la milicia. Reían.
Una reflexión torturaba sobre todo al médico. Si daba el asalto, tendría que marchar a la cabeza de sus hombres; y como, muerto él, toda oposición cesaría, era sobre él, sobre él solamente sobre quien tirarían el señor de Varnetot y sus tres guardias. Y disparaban bien, muy bien; Picart acababa de repetírselo. Pero lo iluminó una idea y, volviéndose hacia Pommel:
«Vaya en seguida a pedir al farmacéutico que me preste una servilleta y un palo.»
El lugarteniente se precipitó.
Iba a hacer una bandera de parlamento, una bandera blanca cuya visión acaso alegrara el corazón legitimista del ex-alcalde.
Pommel regresó con la prenda pedida y un mango de escoba. Con unos bramantes montaron un estandarte que el señor Massarel aferró con ambas manos; y avanzó de nuevo hacia el ayuntamiento sujetándolo ante si. Cuando estuvo frente a la puerta, volvió a llamar:
«Señor de Varnetot. »
La puerta se abrió de pronto, y el señor de Varnetot apareció en el umbral con sus tres guardias.
El doctor retrocedió con un movimiento instintivo; después, saludó cortésmente a su enemigo y pronunció, estrangulado por la emoción: «Vengo, caballero, a comunicarle las instrucciones que he recibido.»
El aristócrata, sin devolverle el saludo, respondió: «Me retiro, señor, pero sepa usted bien que no es por temor, ni por obediencia al odioso gobierno que usurpa el poder.» Y, resaltando cada palabra, declaró: «No quiero que parezca que sirvo ni un solo día a la República. Eso es todo.»
Massarel, cortado, no respondió nada; y el señor de Varnetot echó a andar con pasos rápidos, desapareciendo por una esquina de la plaza, seguido siempre por su escolta.
Entonces el doctor, loco de orgullo, regresó hacia la muchedumbre. En cuanto estuvo lo bastante cerca para hacerse oír, gritó: «iHurra! ¡Hurra! La República triunfa en toda la línea.»
Nadie manifestó la menor emoción.
El médico prosiguió: «El pueblo es libre, sois libres, independientes. ¡Enorgulleceos de ello! »
Los aldeanos inertes lo miraban sin que la menor gloria iluminase sus ojos.
A su vez, él los contempló, indignado de su indiferencia, buscando lo que podría decir, lo que podría hacer para dar un gran golpe, electrizar a aquel pueblo plácido, cumplir su misión de iniciador.
Lo invadió una inspiración y, volviéndose hacia Pommel: «Teniente, vaya a buscar el busto del ex-emperador que está en la sala de juntas del concejo, y tráigalo con una silla. »
Pronto el hombre reapareció trayendo sobre el hombro derecho el Bonaparte de yeso, y llevando en la mano izquierda una silla de paja.
El señor Massarel fue a su encuentro, cogió la silla, la dejó en el suelo, colocó sobre ella el busto blanco y después, retrocediendo unos pagos, lo interpeló con voz sonora:
«Tirano, tirano, hete ahí caído, caído en el lodo, caído en el fango. La patria expirante gemía bajo tu bota. El Destino vengador te ha herido. La derrota y la vergüenza han hecho presa en ti; caes vencido, prisionero del prusiano; y, sobre las ruinas de tu imperio que se desploma, la joven y radiante República se yergue, recogiendo tu espada rota… »
Esperaba unos aplausos. Ningún grito, ninguna palmada estalló. Los campesinos pasmados callaban; y el busto de puntiagudos bigotes que sobresalían de las mejillas a ambos lados, el busto inmóvil y bien peinado como una muestra de peluquero, parecía mirar al señor Masseral con su sonrisa de yeso, una sonrisa inefable y burlona.
Así estaban, frente a frente, Napoleón sobre su silla, el médico de pie, a tres pasos de él. La cólera asaltó al comandante. Pero ¿qué hacer? ¿Qué hacer para emocionar a aquel pueblo y ganar definitivamente esta victoria de la opinión?
Su mano, por casualidad, se posó sobre el vientre, y encontró, bajo su cinturón rojo, la culata de su revólver.
No se le ocurría ninguna idea, ninguna palabra. Entonces, sacó su arma, dio dos pasos y, a quemarropa, fulminó al ex-monarca.
La bala hizo en la frente un agujerito negro, parecido a una mancha, casi nada. El efecto había fallado. El señor Massarel disparó un segundo tiro, que hizo un segundo agujero, después un tercero, y después, sin detenerse, soltó los tres últimos. La frente de Napoleón volaba convertida en polvo blanco, pero los ojos, la nariz y las finas guías de los bigotes seguían intactos.
Entonces, exasperado, el doctor derribó la silla de un puñetazo y, apoyando un pie sobre el resto del busto, en una postura de triunfador, se volvió hacia el público aturdido vociferando: «¡Perezcan así todos los traidores! »
Pero como seguía sin manifestarse el menor entusiasmo, como los espectadores continuaban pasmados de asombro, el comandante gritó a los hombres de la milicia: «Ya podéis regresar a vuestros hogares.» Y él mismo se dirigió a grandes pasos hacia su casa, como si huyera.
Su criada, en cuanto apareció, le dijo que unos enfermos lo esperaban desde hacía tres horas en su despacho. Corrió a él. Eran los dos campesinos de las varices, de vuelta con el alba, obstinados y pacientes.
Y el viejo reanudó al punto su explicación: «Empezó con unos hormigueos que me corrían sin parar a lo largo de las piernas...»

EL HIJO -- GUY DE MAUPASSANT -- HIJOS

EL HIJO
GUY DE MAUPASSANT

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Se habló, de sobremesa, acerca de un caso de aborto ocurrido por aquellos días en el pueblo. La baronesa decía, indignada:
—¿Es concebible siquiera tamaña monstruosidad? La muchacha, soltera, seducida por el mozo de una carnicería, había arrojado a su hijo a un precipicio. ¡Qué espanto! ¡Se demostró que la pobre criatura no había muerto en el acto!
El médico, que figuraba aquella noche entre los comensales del palacio, daba detalles horribles con toda tranquilidad, y hasta parecía admirarse del valor demostrado por aquella madre miserable, que tras dar a luz, sola, había hecho dos kilómetros a pie para asesinar a su criatura. Yrepetía una y otra vez:
—Tiene una constitución de hierro esa mujer. ¡Qué indomable energía necesitó para cruzar el bosque, llevando en brazos al pequeño que lloraba! ¡Me aterra el pensar en semejantes sufrimientos morales! ¡Figúrense ustedes los terrores de aquella alma, las desgarraduras de aquel corazón!. ¡Qué odiosa y despreciable es la vida! Prejuicios viles..., si, señora, prejuicios viles..., un falso sentimiento de la honra, más repugante que el crimen mismo; un cúmulo de sentimientos artificiosos. de odiosa respetabilidad, de decencia abominable, empujan al asesinato, al infanticidio, a desdichadas muchachas que han obedecido sin resistencia a la ley imperiosa de la vida. ¡Qué baldón para la Humanidad el haber establecido una moral semejante, convirtiendo en crimen el abrazo de dos seres!
La barónesa se había puesto pálida de indignación. Y replicó:
—Según eso, doctor, usted coloca el vicio por encima de la virtud y a la prostituta por delante de la mujer honrada. A la que se abandona a sus instintos vergonzosos la considera usted igual a la esposa sin tacha, que cumple con sus deberes en toda su integridad, de acuerdo con su conciencia.
El médico, hombre entrado en años y que había tenido que poner sus manos en muchas llagas, se levantó y dijo con voz firme:
—Usted, señora, habla de cosas que desconoce, porque no ha sentido en si misma las pasiones indomables. Déjeme usted que le relate un suceso reciente, del que fui testigo. ¡Señora baronesa, sea usted siempre indulgente, buena y misericordiosa! ¡Si usted supiese! ... ¡Desdichadas de aquella personas a las que la Naturaleza ha dotado de apetitos ínaplacables! Las gentes tranquilas, que han nacido sin instintos violentos, se conservan honradas por necesidad. A las personas que no se sienten nunca torturadas por los deseos furiosos les resulta fácil mantenerse dentro del deber. Yo veo a mujeres de la clase medía, frías de temperamento, rígidas de costumbres, de apetitos sin exageración y de pasiones moderadas, lanzar gritos de indignación cuando se enteran de las fal tas de las mujeres caídas.
Usted, señora baronesa, duerme tranquila en un lecho pacifico en torno al cual no rondan los sueños febriles. Vive usted rodeada de personas parecidas a usted, de conducta igual que la de usted que se hallan defendidas por la castidad instintiva de sus sentídos. Apenas si tiene usted que luchar contra una simulación de arrebato de las pasiones. Cruza, a veces pensamientos nocivos únicamente por vuestro espíritu sin que vuestro cuerpo se revuelva en cuanto la idea tentadora roza su sensibilidad.
Pero en aquellas personas que por un azar nacieron apasionadas, señora, los sentidos son invencibles. ¿Podéis detener en su carrera al viento? ¿Podéis contener la mar embravecida? ¿Podéis encadenar las fuerzas de la Naturaleza? No. Los sentidos son también fuerzas de la Naturaleza, Igual que la mar y el viento
Levantan y arrastran al hombre, lanzándolo a la voluptuosidad. sin que él pueda resistir a la vehemencia de sus ansias. Las mujeres sin tacha son mujeres que carecen de temperamento. Abundan. Yo no atribuyo mérito a su virtud, porque no tienen que luchar. Pero, téngalo usted muy presente, una Mesalina o una Catalina no será jamás mujer casta. No puede serlo. ¡Ha nacido para la caricia vehemente! Los órganos de su cuerpo no se parecen a los vuestros; su carne es distinta, vibra, enloquece mucho más al contacto de otra carne; y cuando vuestros nervios no han sufrido sensación alguna, los de ella están trabajando, la conmueven y se enseñorean de ella. Veamos si es usted capaz de alimentar a un gavilán con esas semillitas redondas que da a su loro. Sin embargo, los dos son pájaros de pico corvo y fuerte. Pero sus instintos no son los mismos.
¡Los sentidos! Si supiera usted la fuerza que tienen! Ellos os hacen pasar noches enteras febril, con la piel cálida, el corazón latiendo precipitado y la imaginación aguijoneada por imágenes enloquecedoras. Mire usted, señora baronesa: las personas de principios inflexibles son, ni más ni menos, que gentes de naturaleza fría, que sienten celos desesperados de las otras, sin que ellas mismas se den cuenta.
El doctor hizo una pausa, y prosiguió:
—Escúcheme, señora: Llamare Elena. a la persona de la que voy a hablar; ésa si que era mujer sensual. Se le despertó la sensualidad desde su primera niñez. Aún antes de que empezase a hablar. Era una enferma, me dirá usted. ¿Por qué? ¿No serán más bien ustedes unas personas desvigorizadas? Me consultaron cuando sólo tenía doce años. Pude comprobar que era ya mujer, y que la acosaban, sin darle tregua, las ansias amorosas. No había más que verla para comprenderlo. Labios gruesos, vueltos hacia afuera, entreabiertos como flores; cuello fuerte, piel cálida, nariz grande, un poco ancha y palpitante; ojos grandes y brillantes, que encendían a los hombres con su mirada.
¿Quién era capaz de sosegar la sangre de aquel animal ardoroso? Se pasaba las noches llorando sin motivo alguno. Sentía angustias de muerte, porque le faltaba el macho.
La casaron, por fin, a los quince años. Dos más tarde, fallecía su marido, tuberculoso. Lo había agotado. Otro acabó de igual manera a los dieciocho meses. El tercero resistió cuatro años, y optó por separarse de ella. Aún estaba a tiempo.
Al quedarse sola, se propuso vivir castamente. Estaba imbuida de todos los prejuicios que ustedes tienen. Un buen día me mandó llamar, porque sufría crisis nerviosas que la tenían intranquila. Comprendí en seguida que su viudez la estaba matando. Se lo dije. Era una mujer honrada, señora baronesa. A pesar de los tormentos que sufría, se negó a echarse un amante, como yo se lo aconsejé.
En el pueblo decían que estaba loca. Salía de casa durante la noche y se daba grandes caminatas para domar las rebeldías de su cuerpo. Luego sufría síncopes, seguidos de espasmos aterradores.
Vivía sola, en un palacio próximo al de su madre, y a los de otros parientes suyos. Iba yo a visitarla de cuando en cuando, no habiendo qué hacer contra la ‘encarnizada voluntad de la Naturaleza, o contra la propia voluntad de aquella mujer.
Pues bien: una noche, a eso de las ocho, cuando yo acababa de cenar, llegó a mi casa. Así que estuvimos a solas, me dijo:
—Estoy perdida. ¡Me encuentro encinta!
Pegué un bote en mi silla.
—¿Cómo dice?
—¡Que estoy encinta!
—¿Usted?
—Sí, yo.
Bruscamente, con voz entrecortada, mirándome a los ojos, dijo:
—Estoy encinta de mi jardinero, doctor. Un día que me paseaba por el parque sufrí un mareo. El hombre me vio caer, acudió en mi ayuda, y me levantó en sus brazos para llevarme al palacio. ¿Hice yo algo? ¡Lo ignoro! ¿Lo abracé, lo besé? ¡Acaso sí! Usted está al corriente de mi desgracia de mi vergüenza. Sea como sea, me hizo suya. Soy culpable, porque volví a entregarme a él de igual manera al día siguiente, muchos más. ¡Se acabó! Ya me era imposible resistir.
La mujer dejó escapar un sollozo, y prosiguió con altivez:
—Le pagaba un tanto; prefería hacer eso antes que echarme amante, como usted me aconsejó. Me ha dejado embarazada. No tengo para usted recovecos ni vacilaciones. He intentado provocar el aborto. Me he bañado en agua casi hirviendo, he montado caballos muy ariscos, he hecho gimnasia en el trapecio, he tomado pócimas, ajenjo, azafrán y otras cosas más. Y no he conseguido nada. Usted conoce a mi madre y a mis hermanos, ¿verdad? Estoy perdida. Mi hermana está casada con un hombre honrado. Mi deshonra caerá sobre todos ellos. Y ¡qué decir de todos nuestros amigos, de la gente del pueblo, de nuestro buen nombre..., de mi madre...!
Rompió en sollozos. La tomé de las manos y procedí a interrogarla. Por último, la aconsejé que emprendiese un viaje largo y fuese a dar a luz lejos de la región.
Ella contestaba: «Sí..., sí..., sí...»; pero no parecía estar escuchándome.
Se marchó.
La hice varias visitas. Aquella mujer empezaba a desvariar. El pensamiento de aquel niño que iba creciendo en su vientre, de aquella ignominia vivía, se había clavado en su alma como aguda flecha. No dejaba un instante de pensar en ello, no se atrevía a salir de día, ni a recibir visitas por miedo a que se descubriese su secreto vergonzoso. Todas las noches se desnudaba delante de la luna del armario y contemplaba la deformación de su contorno; y después se metía una toalla en la boca para ahogar sus gritos, y se tiraba al suelo. Se levantaba veinte veces de la cama, encendía la luz, y volvía a ponerse frente al ancho espejo. que le presentaba la imagen de su cuerpo abultado. Y, entonces, fuera de si, se daba puñetazos en el vientre, queriendo matar al ser aquel que era su ruina. Se trabó una lucha terrible entre los dos. Pero él no se moría; al contrario, se movía constantemente como si se defendiese. Elena se revolcaba sobre el suelo entarimado para aplastar al que llevaba dentro. Durmió con un peso encima, para ahogarlo. Lo odiaba. como se odia al enemigo encarnizado que amenaza nuestra vida.
Tras estas luchas inútiles, tras estos forcejeos impotentes por desembarazarse de él, huía por los campos, corría desatinada, enloquecida de dolor y de espanto.
Un día la recogieron por la mañana en un arroyo, con los pies metidos en el agua, y la mirada extraviada; la gente supuso que se trataba de un acceso de locura, pero no imaginó la verdad.
Estaba atenazada por una idea fija. Arrancar de su cuerpo aquel. hijo maldito.
Durante una velada, se le ocurrió a su madre decirle riendo:
«¡Cómo estás engordando, Elena! Si tuvieses el marido en casa, yo hubiera creído que estás encinta.»
Estas palabras debieron de ser para ella una puñalada mortal. Dio por terminada su visita, y regresó inmediatamente a su propia casa.
¿Qué ocurrió allí? Volvió sin duda a contemplar durante largo rato su vientre hinchado; sin duda, se dio golpes en él, hasta causarse lastimaduras, y como todas las noches, hizo que chocase contra las esquinas de los muebles. Por último, bajó descalza a la cocina, abrió el armario y echó mano del cuchillo de gran tamaño con que trinchaban la carne. Subió otra vez a su habitación, encendió cuatro velas, y tomó asiento en una silla de mimbre, delante del espejo.
Entonces, irritada y movida de rencor contra aquel embrión desconocido y aterrorizador, resuelta a arrancárselo del seno y a matarlo al fin, a retorcerle el cuello y arrojarlo lejos de sí, buscó el sitio exacto donde se movía aquella larva, y dándose un golpe con la afilada cuchilla, se rajó el vientre.
Debió de actuar con gran rapidez y habilidad, porque consiguió agarrar a aquel enemigo al que hasta entonces no había podido llegar. Tiró de una pierna, lo arrancó del seno, e intentó tirarlo a las cenizas del hogar. Pero no había cortado las ligaduras que lo ataban a ella, quizá antes de darse cuenta de lo que tenía que hacer para arrancarlo de sí, cayó sin sentido, encinta de su hijo, ahogado en una oleada de sangre.
¿Cree usted, señora baronesa, que fue de veras culpable?
El médico se calló y esperó. La baronesa no contestó.

martes, 25 de marzo de 2008

EL SABUESO -- H. P. LOVECRAFT

EL SABUESO
H. P. Lovecraft


Título Original: The Hound. 1922


En mis torturados oídos resuenan incesantemente un chirrido y un aleteo de pesadilla, y un breve ladrido lejano como el de un gigantesco sabueso. No es un sueño... y temo que ni siquiera sea locura, ya que son muchas las cosas que me han sucedido para que pueda permitirme esas misericordiosas dudas.

St. John es un cadáver destrozado; únicamente yo sé por qué, y la índole de mi conocimiento es tal que estoy a punto de saltarme la tapa de los sesos por miedo a ser destrozado del mismo modo. En los oscuros e interminables pasillos de la horrible fantasía vagabundea Némesis, la diosa de la venganza negra y disforme que me conduce a aniquilarme a mí mismo.

¡Que perdone el cielo la locura y la morbosidad que atrajeron sobre nosotros tan monstruosa suerte! Hartos ya con los tópicos de un mundo prosaico, donde incluso los placeres del romance y de la aventura pierden rápidamente su atractivo, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos los movimientos estéticos e intelectuales que prometían terminar con nuestro insoportable aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas fueron nuestros en su época, pero cada nueva moda quedaba vaciada demasiado pronto de su atrayente novedad.
Nos apoyamos en la sombría filosofía de los decadentes, y a ella nos dedicamos aumentando paulatinamente la profundidad y el diabolismo de nuestras penetraciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en hacerse pesados, hasta que finalmente no quedó ante nosotros más camino que el de los estímulos directos provocados por anormales experiencias y aventuras «personales». Aquella espantosa necesidad de emociones nos condujo eventualmente por el detestable sendero que incluso en mi actual estado de desesperación menciono con vergüenza y timidez: el odioso sendero de los saqueadores de tumbas.

No puedo revelar los detalles de nuestras impresionantes expediciones, ni catalogar siquiera en parte el valor de los trofeos que adornaban el anónimo museo que preparamos en la enorme casa donde vivíamos St. John y yo, solos y sin criados. Nuestro museo era un lugar sacrílego, increíble, donde con el gusto satánico de neuróticos «dilettanti» habíamos reunido un universo de terror y de putrefacción para excitar nuestras viciosas sensibilidades. Era una estancia secreta, subterránea, donde unos enormes demonios alados esculpidos en basalto y ónice vomitaban por sus bocas abiertas una extraña luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías ocultas hacían llegar hasta nosotros los olores que nuestro estado de ánimo apetecía: a veces el aroma de pálidos lirios fúnebres, a veces el narcótico incienso de unos funerales en un imaginario templo oriental, y a veces —¡cómo me estremezco al recordarlo!— la espantosa fetidez de una tumba descubierta.

Alrededor de las paredes de aquella repulsiva estancia había féretros de antiguas momias alternando con hermosos cadáveres que tenían una apariencia de vida, perfectamente embalsamados por el arte del moderno taxidermista, y con lápidas mortuorias arrancadas de los cementerios más antiguos del mundo. Aquí y allá, unas hornacinas contenían cráneos de todas las formas, y cabezas conservadas en diversas fases de descomposición. Allí podían encontrarse las podridas y calvas coronillas de famosos nobles, y las tiernas cabecitas doradas de niños recién enterrados.

Había allí estatuas y cuadros, todos de temas perversos y algunos realizados por St. John y por mí mismo. Un portafolio cerrado, encuadernado con piel humana curtida, contenía ciertos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no se había atrevido a publicar. Había allí nauseabundos instrumentos musicales, de cuerda, de metal y de viento, en los cuales St. John y yo producíamos a veces disonancias de exquisita morbosidad y diabólica lividez; y en una multitud de armarios de caoba reposaba la más increíble colección de objetos sepulcrales nunca reunidos por la locura y perversión humanas. Acerca de esa colección debo guardar un especial silencio. Afortunadamente, tuve el valor de destruirla mucho antes de pensar en destruirme a mí mismo.

Las expediciones, en el curso de las cuales recogíamos nuestros nefandos tesoros, eran siempre memorables acontecimientos desde el punto de vista artístico. No éramos vulgares vampiros, sino que trabajábamos únicamente bajo determinadas condiciones de humor, paisaje, medio ambiente, tiempo, estación del año y claridad lunar. Aquellos pasatiempos eran para nosotros la forma más exquisita de expresión estética, y concedíamos a sus detalles un minucioso cuidado técnico. Una hora inadecuada, un pobre efecto de luz o una torpe manipulación del húmedo césped, destruían para nosotros la extasiante sensación que acompañaba a la exhumación de algún ominoso secreto de la tierra. Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y condiciones excitantes era febril e insaciable. St. John abría siempre la marcha, y fue él quien descubrió el maldito lugar que acarreó sobre nosotros una espantosa e inevitable fatalidad.
¿Qué desdichado destino nos atrajo hasta aquel horrible cementerio holandés? Creo que fue el oscuro rumor, la leyenda acerca de alguien que llevaba enterrado allí cinco siglos, alguien que en su época fue un saqueador de tumbas y había robado un valioso objeto del sepulcro de un poderoso. Recuerdo la escena en aquellos momentos finales: la pálida luna otoñal sobre las tumbas, proyectando sombras alargadas y horribles; los grotescos árboles, cuyas ramas descendían tristemente hasta unirse con el descuidado césped y las estropeadas losas; las legiones de murciélagos que volaban contra la luna; la antigua capilla cubierta de hiedra y apuntando con un dedo espectral al pálido cielo; los fosforescentes insectos que danzaban como fuegos fatuos bajo las tejas de un alejado rincón; los olores a moho, a vegetación y a cosas menos explicables que se mezclaban débilmente con la brisa nocturna procedente de lejanos mares y pantanos; y, lo peor de todo, el triste aullido de algún gigantesco sabueso al cual no podíamos ver ni situar de un modo concreto. Al oírlo nos estremecimos, recordando las leyendas de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de localizar había sido encontrado hacía siglos en aquel mismo lugar, destrozado por las zarpas y los colmillos de un execrable animal.

Recuerdo cómo excavamos la tumba del vampiro con nuestras azadas, y cómo nos estremecimos ante el cuadro de nosotros mismos, la tumba, la pálida luna vigilante, las horribles sombras, los grotescos árboles, los murciélagos, la antigua capilla, los danzantes fuegos fatuos, los nauseabundos olores, la gimiente brisa nocturna y el extraño aullido cuya existencia objetiva apenas podíamos estar seguros.

Luego, nuestros azadones chocaron contra una sustancia dura, y no tardamos en descubrir una enmohecida caja de forma oblonga. Era increíblemente recia, pero tan vieja que finalmente conseguimos abrirla y regalar nuestros ojos con su contenido.
Mucho —sorprendentemente mucho— era lo que quedaba del cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque aplastado en algunos lugares por las mandíbulas de la cosa que le había producido la muerte, se mantenía unido con asombrosa firmeza, y nos inclinamos sobre el descarnado cráneo con sus largos dientes y sus cuencas vacías en las cuales habían brillado unos ojos con una fiebre semejante a la nuestra. En el ataúd había un amuleto de exótico diseño que, al parecer, estuvo colgado del cuello del durmiente. Representaba a un sabueso alado, o a una esfinge con un rostro semicanino, y estaba exquisitamente tallado al antiguo gusto oriental en un pequeño trozo de jade verde. La expresión de sus rasgos era sumamente repulsiva, sugeridora de muerte, de bestialidad y de odio. Alrededor de la base llevaba una inscripción en unos caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y en el fondo, como un sello de fábrica, aparecía grabado un grotesco y formidable cráneo.

En cuanto echamos la vista encima al amuleto supimos que debíamos poseerlo; que aquel tesoro era evidentemente nuestro botín. Aun en el caso que nos hubiera resultado completamente desconocido lo hubiéramos deseado, pero al mirarlo de más cerca nos dimos cuenta que nos parecía algo familiar. En realidad, era ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores cuerdos y equilibrados, pero nosotros reconocimos en el amuleto la cosa sugerida en el prohibido Necronomicon del árabe loco Adbul Alhazred; el horrible símbolo del culto de los devoradores de cadáveres de la inaccesible Leng, en el Asia Central. No nos costó ningún trabajo localizar los siniestros rasgos descritos por el antiguo demonólogo árabe; unos rasgos extraídos de alguna oscura manifestación sobrenatural de las almas de aquellos que fueron vejados y devorados después de muertos.

Apoderándonos del objeto de jade verde, dirigimos una última mirada al cavernoso cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal como la habíamos encontrado. Mientras nos marchábamos apresuradamente del horrible lugar, con el amuleto robado en el bolsillo de St. John, nos pareció ver que los murciélagos descendían en tropel hacía la tumba que acabábamos de
profanar, como si buscaran en ella algún repugnante alimento. Pero la luna de otoño brillaba muy débilmente, y no pudimos saberlo a ciencia cierta.

Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto holandés para regresar a nuestro hogar, nos pareció oír el leve y lejano aullido de algún gigantesco sabueso. Pero el viento de otoño gemía tristemente, y no pudimos saberlo con seguridad.
Menos de una semana después de nuestro regreso a Inglaterra comenzaron a suceder cosas muy extrañas. St. John y yo vivíamos como reclusos; sin amigos, solos y en unas cuantas habitaciones de una antigua mansión, en una región pantanosa y poco frecuentada; de modo que en nuestra puerta resonaba muy raramente la llamada de un visitante.

Ahora, sin embargo, estábamos preocupados por lo que parecía ser un frecuente roce en medio de la noche, no sólo alrededor de las puertas, sino también alrededor de las ventanas, lo mismo en las de la planta baja que en las de los pisos superiores. En cierta ocasión imaginamos que un cuerpo voluminoso y opaco oscurecía la ventana de la biblioteca cuando la luna brillaba contra ella, y en otra ocasión creímos oír un aleteo no muy lejos de la casa. Una minuciosa investigación no nos permitió descubrir nada, y empezamos a atribuir aquellos hechos a nuestra imaginación, turbada aún por el leve y lejano aullido que nos pareció haber oído en el cementerio holandés. El amuleto de jade reposaba ahora en una hornacina de nuestro museo, y a veces encendíamos una vela extrañamente aromada delante de él. Leímos mucho en el Necronomicon de Alhazred acerca de sus propiedades y acerca de las relaciones de las almas con los objetos que las simbolizan y quedamos desasosegados por lo que leímos.
Luego llegó el terror.

La noche del 24 de septiembre de 19... oí una llamada en la puerta de mi dormitorio. Creyendo que se trataba de St. John le invité a entrar, pero sólo me respondió una espantosa risotada. En el pasillo no había nadie. Cuando desperté a St. John y le conté lo ocurrido, manifestó una absoluta ignorancia del hecho y se mostró tan preocupado como yo. Aquella misma noche, el leve y lejano aullido sobre las soledades pantanosas se convirtió en una espantosa realidad.

Cuatro días más tarde, mientras nos encontrábamos en el museo, oímos un cauteloso arañar en la única puerta que conducía a la escalera secreta de la biblioteca. Nuestra alarma aumentó, ya que, además de nuestro temor a lo desconocido, siempre nos había preocupado la posibilidad que nuestra extraña colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos acercamos a la puerta y la abrimos bruscamente de par en par; se produjo una extraña corriente de aire y oímos, como si se alejara precipitadamente, una rara mezcla de susurros, risitas entre dientes y balbuceos articulados. En aquel momento no tratamos de decidir si estábamos locos, si soñábamos o si nos enfrentábamos con una realidad. De lo único que sí nos dimos cuenta, con la más negra de las aprensiones, fue que los balbuceos aparentemente incorpóreos habían sido proferidos en idioma holandés.

Después de aquello vivimos en medio de un creciente horror, mezclado con cierta fascinación. La mayor parte del tiempo nos ateníamos a la teoría que estábamos enloqueciendo a causa de nuestra vida de excitaciones anormales, pero a veces nos complacía más dramatizar acerca de nosotros mismos y considerarnos víctimas de alguna misteriosa y aplastante fatalidad. Las manifestaciones extrañas eran ahora demasiado frecuentes para ser contadas. Nuestra casa solitaria parecía sorprendentemente viva con la presencia de algún ser maligno cuya naturaleza no podíamos intuir, y cada noche aquel demoníaco aullido llegaba hasta nosotros, cada vez más claro y audible. El 29 de octubre encontramos en la tierra blanda debajo de la ventana de la biblioteca una serie de huellas de pisadas completamente imposibles de describir. Resultaban tan desconcertantes como las bandadas de enormes murciélagos que merodeaban por los alrededores de la casa en número creciente.

El horror alcanzó su culminación el 18 de noviembre, cuando St. John, regresando a casa al oscurecer, procedente de la estación del ferrocarril, fue atacado por algún espantoso animal y murió destrozado. Sus gritos habían llegado hasta la casa y yo me había apresurado a dirigirme al terrible lugar: llegué a tiempo de oír un extraño aleteo y de ver una vaga forma negra siluetada contra la luna que se alzaba en aquel momento.

Mi amigo estaba muriéndose cuando me acerqué a él y no pudo responder a mis preguntas de un modo coherente. Lo único que hizo fue susurrar:

—El amuleto..., aquel maldito amuleto...

Y exhaló el último suspiro, convertido en una masa inerte de carne lacerada.

Lo enterré al día siguiente en uno de nuestros descuidados jardines, y murmuré sobre su cadáver uno de los extraños ritos que él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última frase, oí a lo lejos el débil aullido de algún gigantesco sabueso. La luna estaba alta, pero no me atreví a mirarla. Y cuando vi sobre el marjal una ancha y nebulosa sombra que volaba de otero en otero, cerré los ojos y me dejé caer al suelo, boca abajo. No sé el tiempo que pasé en aquella posición. Sólo recuerdo que me dirigí temblando hacia la casa y me prosterné delante del amuleto de jade verde.

Temeroso de vivir solo en la antigua mansión, al día siguiente me marché a Londres, llevándome el amuleto, después de quemar y enterrar el resto de la impía colección del museo. Pero al cabo de tres noches oí de nuevo el aullido, y antes de una semana comencé a notar unos extraños ojos fijos en mí en cuanto oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el Victoria Embankment, vi que una sombra negra oscurecía uno de los reflejos de las lámparas en el agua. Sopló un viento más fuerte que la brisa nocturna y, en aquel momento, supe que lo que había atacado a St. John no tardaría en atacarme a mí.

Al día siguiente empaqueté cuidadosamente el amuleto de jade verde y embarqué hacia Holanda. Ignoraba lo que podía ganar devolviendo el objeto a su silencioso y durmiente propietario; pero me sentía obligado a intentarlo todo con tal de desvanecer la amenaza que pesaba sobre mi cabeza. Lo que pudiera ser el
sabueso, y los motivos para que me hubiera perseguido, eran preguntas todavía vagas; pero yo había oído por primera vez el aullido en aquel antiguo cementerio, y todos los acontecimientos subsiguientes, incluido el moribundo susurro de St. John, habían servido para relacionar la maldición con el robo del amuleto. En consecuencia, me hundí en los abismos de la desesperación cuando, en una posada de Rotterdam, descubrí que los ladrones me habían despojado de aquel único medio de salvación.

Aquella noche, el aullido fue más audible, y por la mañana leí en el periódico un espantoso suceso acaecido en el barrio más pobre de la ciudad. En una miserable vivienda habitada por unos ladrones, toda una familia había sido despedazada por un animal desconocido que no dejó ningún rastro. Los vecinos habían oído durante toda la noche un leve, profundo e insistente sonido, semejante al aullido de un gigantesco sabueso.

Al anochecer me dirigí de nuevo al cementerio, donde una pálida luna invernal proyectaba espantosas sombras, y los árboles sin hojas inclinaban tristemente sus ramas hacia la marchita hierba y las estropeadas losas. La capilla cubierta de hiedra apuntaba al cielo un dedo burlón y la brisa nocturna gemía de un modo monótono procedente de helados marjales y frígidos mares. El aullido era ahora muy débil y cesó por completo mientras me acercaba a la tumba que unos meses antes había profanado, ahuyentando a los murciélagos que habían estado volando curiosamente alrededor del sepulcro.

No sé por qué había acudido allí, a menos que fuera para rezar o para murmurar dementes explicaciones y disculpas al tranquilo y blanco esqueleto que reposaba en su interior; pero, cualesquiera que fueran mis motivos, ataqué el suelo medio helado con una desesperación parcialmente mía y parcialmente de una voluntad dominante ajena a mí mismo. La excavación resultó mucho más fácil de lo que había esperado, aunque en un momento determinado me encontré con una extraña interrupción: un esquelético buitre descendió del frío cielo y picoteó frenéticamente en la tierra de la tumba hasta que lo maté con un golpe de azada. Finalmente dejé al descubierto la caja oblonga y saqué la enmohecida tapa.

Aquél fue el último acto racional que realicé.

Ya que en el interior del viejo ataúd, rodeado de enormes y soñolientos murciélagos, se encontraba lo mismo que mi amigo y yo habíamos robado. Pero ahora no estaba limpio y tranquilo como lo habíamos visto entonces, sino cubierto de sangre reseca y de jirones de carne y de pelo, mirándome fijamente con sus cuencas fosforescentes. Sus colmillos ensangrentados brillaban en su boca entreabierta en un rictus burlón, como si se mofara de mi inevitable ruina. Y cuando aquellas mandíbulas dieron paso a un sardónico aullido, semejante al de un gigantesco sabueso, y vi que en sus sucias garras empuñaba el perdido y fatal amuleto de jade verde, eché a correr; gritando estúpidamente, hasta que mis gritos se disolvieron en estallidos de risa histérica.
La locura cabalga a lomos del viento..., garras y colmillos afilados en siglos de cadáveres..., la muerte en una bacanal de murciélagos procedentes de las
ruinas de los templos enterrados de Belial... Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de la descarnada monstruosidad y el maldito aleteo resuena cada vez más cercano, yo me hundo con mi revólver en el olvido, mi único refugio contra lo desconocido.


F I N

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