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martes, 23 de octubre de 2007

EL MANUSCRITO DE UN LOCO // CHARLES DICKENS

El manuscrito de un loco
Charles Dickens



¡Sí...! ¡Un loco! ¡Cómo sobrecogía mi corazón esa palabra hace años! ¡Cómo abría
despertado el terror que solía sobrevenirme a veces, enviando la sangre silbante y
hormigueante por mis venas, hasta que el rocío frío del miedo aparecía en
gruesas gotas sobre mi piel y las rodillas se entrechocaban por el espanto! Y, sin
embargo, ahora me agrada. Es un hermoso nombre. Mostradme al monarca cuyo
ceño colérico haya sido temido alguna vez más que el brillo de la mirada de un
loco... cuyas cuerdas y hachas fueran la mitad de seguras que el apretón de un
loco. ¡Ja, ja! ¡Es algo grande estar loco! Ser contemplado como un león salvaje a
través de los barrotes de hierro... rechinar los dientes y aullar, durante la noche
larga y tranquila, con el sonido alegre de una cadena, pesada... y rodar y
retorcerse entre la paja extasiado por tan valerosa música.
¡Un hurra por el manicomio! ¡Ay, es un lugar excelente!
Me acuerdo del tiempo en el que tenía miedo de estar loco; cuando solía
despertarme sobresaltado, caía de rodillas y rezaba para que se me perdonara la
maldición de mi raza; cuando huía precipitadamente ante la vista de la alegría o
la felicidad, para ocultarme en algún lugar solitario y pasar fatigosas horas
observando el progreso de la fiebre que consumiría mi cerebro. Sabía que la
locura estaba mezclada con mi misma sangre y con la médula de mis huesos.
Que había pasado una generación sin que apareciera la pestilencia y que era yo
el primero en quien reviviría. Sabía que tenía que ser así: que así había sido
siempre, y así sería; y cuando me acobardaba en cualquier rincón oscuro de una
habitación atestada, y veía a los hombres susurrar, señalarme y volver los ojos
hacia mí, sabía que estaban hablando entre ellos del loco predestinado; y yo huía
para embrutecerme en la soledad.
Así lo hice durante años; fueron unos años largos, muy largos. Aquí las noches
son largas a veces... larguísimas; pero no son nada comparadas con las noches
inquietas y los sueños aterradores que sufría en aquel tiempo. Sólo recordarlo me
da frío. En las esquinas de la habitación permanecían acuclilladas formas
grandes y oscuras de rostros insidiosos y burlones, que luego se inclinaban sobre
mi cama por la noche, tentándome a la locura. Con bajos murmullos me
contaban que el suelo de la vieja casa en la que murió el padre de mi padre
estaba manchado por su propia sangre, que él mismo se había provocado en su
furiosa locura. Me tapaba los oídos con los dedos, pero gritaban dentro de mi
cabeza hasta que la habitación resonaba con los gritos que decían que una
generación antes de él la locura se había dormido, pero que su abuelo había
vivido durante años con las manos unidas al suelo por grilletes para impedir que
se despedazara a sí mismo con ellas. Sabía que contaban la verdad... bien que lo
sabía. Lo había descubierto años antes, aunque habían intentado ocultármelo.
¡Ja, ja! Era demasiado astuto para ellos, aunque me consideraran como un loco.
Finalmente llegó la locura y me maravillé de que alguna vez hubiera podido
tenerle miedo. Ahora podía entrar en el mundo y reír y gritar con los mejores de
entre ellos. Yo sabía que estaba loco, pero ellos ni siquiera lo sospechaban.
¡Solía palmearme a mí mismo de placer al pensar en lo bien que les estaba
engañando después de todo lo que me habían señalado y de cómo me habían
mirado de soslayo, cuando yo no estaba loco y sólo tenía miedo de que pudiera
enloquecer algún día! Y cómo solía reírme de puro placer, cuando estaba a solas,
pensando lo bien que guardaba mi secreto y lo rápidamente que mis amables
amigos se habrían apartado de mí de haber conocido la verdad. Habría gritado de
éxtasis cuando cenaba a solas con algún estruendoso buen amigo pensando en
lo pálido que se pondría, y lo rápido que escaparía, al saber que el querido amigo
que se sentaba cerca de él, afilando un cuchillo brillante y reluciente, era un loco
con toda la capacidad, y la mitad de la voluntad, de hundirlo en su corazón.
¡Ay, era una vida alegre!
Las riquezas fueron mías, la abundancia se derramó sobre mí y alborotaba entre
placeres que multiplicaban por mil la conciencia de mi secreto bien guardado.
Heredé un patrimonio. La ley, la propia ley de ojos de águila, había sido
engañada, y había entregado en las manos de un loco miles de discutidas libras.
¿Dónde estaba el ingenio de los hombres listos de mente sana? ¿Dónde la
habilidad de los abogados, ansiosos por descubrir un fallo? La astucia del loco
les había superado a todos.
Tenía dinero. ¡Cómo me cortejaban! Lo gastaba profusamente. ¡Cómo me
alababan!
¡Cómo se humillaban ante mí aquellos tres hermanos orgullosos y despóticos! ¡Y
el anciano padre de cabellos blancos, qué deferencia, qué respeto, qué dedicada
amistad, cómo me veneraba! El anciano tenía una hija y los hombres una
hermana; y los cinco eran pobres. Yo era rico, y cuando me casé con la joven vi
una sonrisa de triunfo en los rostros de sus necesitados parientes, pues
pensaban
que su plan había funcionado bien y habían ganado el premio. A mí me tocaba
sonreír. ¡Sonreír! Reírme a carcajada limpia, arrancarme los cabellos y dar
vueltas por el suelo con gritos de gozo. Bien poco se daban cuenta de que la
habían casado con un loco.
Pero un momento. De haberlo sabido, ¿la habrían salvado? La felicidad de la
hermana contra el oro de su marido. ¡La más ligera pluma lanzada al aire contra
la alegre cadena que adornaba mi cuerpo! Pero en una cosa, pese a toda mi
astucia, fui engañado. Si no hubiera estado loco, pues aunque los locos tenemos
bastante buen ingenio a veces nos confundimos, habría sabido que la joven antes
habría preferido que la colocaran rígida y fría en una pesado ataúd de plomo que
llegar vestida de novia a mi rica y deslumbrante casa. Habría sabido que su
corazón pertenecía a un muchacho de ojos oscuros cuyo nombre le oí pronunciar
una vez entre suspiros en uno de sus sueños turbulentos, y que me había sido
sacrificada para aliviar la pobreza del hombre anciano de cabellos blancos y de
sus soberbios hermanos.
Ahora no recuerdo ni las formas ni los rostros, pero sé que ella era hermosa. Sé
que lo era, pues en las noches iluminadas por la luna, cuando me despierto
sobresaltado de mi sueno y todo está tranquilo a mi alrededor, veo, de pie e
inmóvil en una esquina de esta celda, una figura ligera y desgastada de largos
cabellos negros que le caen por el rostro, agitados por un viento que no es de esta
tierra, y unos ojos que fijan su mirada en los míos y jamás parpadean o se
cierran. ¡Silencio! La sangre se me congela en el corazón cuando escribo esto...
ese cuerpo es el de ella; el rostro está muy pálido y los ojos tienen un brillo
vidrioso, pero los conozco bien. La figura nunca se mueve; jamás gesticula o
habla como las otras que llenan a veces este lugar, pero para mí es mucho más
terrible, peor incluso que los espíritus que me tentaban hace muchos años... Ha
salido fresca de la tumba, y por eso resulta realmente mortal.
Durante casi un año vi cómo ese rostro se iba volviendo cada vez más pálido;
durante casi un año vi las lágrimas que caían rodando por sus dolientes mejillas,
y nunca conocí la causa. Sin embargo, finalmente lo descubrí. No podía evitar
durante mucho tiempo que me enterara. Ella nunca me había querido; por mi
parte, yo nunca pensé que lo hiciera; ella despreciaba mi riqueza y odiaba el
esplendor en el que vivía; pero yo no había esperado eso. Ella amaba a otro y a
mí jamás se me había ocurrido pensar en tal cosa. Me sobrecogieron unos
sentimientos extraños y giraron y giraron en mi cerebro pensamientos que
parecían impuestos por algún poder extraño y secreto. No la odiaba, aunque
odiaba al muchacho por el que lloraba. Sentía piedad, sí, piedad, por la vida
desgraciada a la que la habían condenado sus parientes fríos y egoístas. Sabía
que ella no podía vivir mucho tiempo, pero el pensamiento de que antes de su
muerte pudiera engendrar algún hijo de destino funesto, que transmitiría la
locura a sus descendientes, me decidió. Resolví matarla.
Durante varias semanas pensé en el veneno, y luego en ahogarla, y en el fuego.
Era una visión hermosa la de la gran mansión en llamas, y la esposa del loco
convirtiéndose en cenizas. Pensé también en la burla de una gran recompensa, y
algún hombre cuerdo colgando y mecido por el viento por un acto que no había
cometido... ¡y todo por la astucia de un loco! Pensé a menudo en ello, pero
finalmente lo abandoné. ¡Ay! ¡El placer de afilar la navaja un día tras otro,
sintiendo su borde afilado y pensando en la abertura que podía causar un golpe
de su borde delgado y brillante!
Finalmente, los viejos espíritus que antes habían estado conmigo tan a menudo
me susurraron al oído que había llegado el momento y pusieron la navaja abierta
en mi mano. La sujeté con firmeza, la elevé suavemente desde el lecho y me
incliné sobre mi esposa, que yacía dormida. Tenía el rostro enterrado en las
manos. Las aparté suavemente y cayeron descuidadamente sobre su pecho.
Había estado llorando, pues los rastros de las lágrimas seguían húmedos sobre
las mejillas.
Su rostro estaba tranquilo y plácido, y mientras lo miraba, una sonrisa tranquila
iluminó sus rasgos pálidos. Le puse la mano suavemente en el hombro.
Se sobresaltó... había sido tan sólo un sueño pasajero. Me incliné de nuevo hacia
delante y ella gritó y despertó.
Un solo movimiento de mi mano y nunca habría vuelto a emitir un grito o sonido.
Pero me asusté y retrocedí. Sus ojos estaban fijos en los míos. No sé por qué,
pero me acobardaban y asustaban; y gemí ante ellos. Se levantó, sin dejar de
mirarme con fijeza. Yo temblaba; tenía la navaja en la mano, pero no podía
moverme. Ella se dirigió hacia la puerta. Cuando estaba cerca, se dio la vuelta y
apartó los ojos de mi rostro. El encantamiento se deshizo. Di un salto hacia
delante y la sujeté por el brazo. Lanzando un grito tras otro, se dejó caer al suelo.
Podría haberla matado sin lucha, pero se había provocado la alarma en la casa.
Oí pasos en los escalones. Dejé la cuchilla en el cajón habitual, abrí la puerta y
grité en voz alta pidiendo ayuda.
Vinieron, la cogieron y la colocaron en la cama. Permaneció con el conocimiento
perdido durante varias horas; y cuando recuperó la vida, la mirada y el habla,
había perdido el sentido y desvariaba furiosamente.
Llamamos a varios médicos, hombres importantes que llegaron hasta mi casa en
finos carruajes, con hermosos caballos y criados llamativos. Estuvieron junto a
su lecho durante semanas. Celebraron una importante reunión y consultaron
unos con otros, en voz baja y solemne, en otra habitación. Uno de ellos, el más
inteligente y famoso, me llevó con él a un lado y me rogó que me preparara para
lo peor. Me dijo que mi esposa estaba loca... ¡a mí, al loco! Permaneció cerca de
mí junto a una ventana abierta, mirándome directamente al rostro y dejando una
mano sobre mi hombro. Con un pequeño esfuerzo habría podido lanzarlo abajo, a
la calle. Habría sido divertido hacerlo, pero mi secreto estaba en juego y dejé que
se marchara. Unos días más tarde me dijeron que debía someterla a algunas
limitaciones: debía proporcionarle alguien que la cuidara. ¡Me lo pedían a mí!¡Salí
al campo abierto, donde nadie pudiera escucharme, y reí hasta que el aire resonó
con mis gritos!
Murió al día siguiente. El anciano de cabello blanco la siguió hasta la tumba y los
orgullosos hermanos dejaron caer una lágrima sobre el cadáver insensible de
aquella cuyos sufrimientos habían considerado con músculos de hierro mientras
vivió. Todo aquello alimentaba mi alegría secreta, y reía oculto por el pañuelo
blanco que tenía sobre el rostro mientras regresamos cabalgando a casa, hasta
que las lágrimas brotaron de mis ojos.
Pero aunque había cumplido mi objetivo, y la había asesinado, me sentí inquieto
y perturbado, y pensé que no tardarían mucho en conocer mi secreto. No podía
ocultar la alegría y el regocijo salvaje: que hervían en mi interior y que cuando
estaba a solas, en casa, me hacía dar saltos y batir palmas, dan do vueltas y más
vueltas en un baile frenético, y gritar en voz muy alta. Cuando salía y veía a las
masas atareadas que se apresuraban por la calle, o acudía a teatro y escuchaba
el sonido de la música y contemplaba la danza de los demás, sentía tal gozo que
m, habría precipitado entre ellos y les habría despedazado miembro a miembro,
aullando en el éxtasi que me produciría. Pero apretaba los dientes, afirmaba los
pies en el suelo y me clavaba las afilada uñas en las manos. Mantenía el secreto
y nadie sabía aún que yo era un loco.
Recuerdo, aunque es una de las últimas cosa que puedo recordar, pues ahora la
realidad se mezcla con mis sueños, y teniendo tanto que hacer, habiéndome
raído
siempre aquí tan presurosa mente, no me queda tiempo para separar entre lo
dos, por la extraña confusión en la que se halla] mezclados... Recuerdo de qué
manera finalmente se supo. ¡Ja, ja! Me parece ver ahora sus mirada asustadas, y
sentir cómo se apartaban de mí, mientras yo hundía mi puño cerrado en sus
rostros blancos y luego escapaba como el viento, y les dejaba gritando atrás.
Cuando pienso en ello me vuelve la fuerza de un gigante. Mirad cómo se curva
esta barra de hierro con mis furiosos tirones. Podría romperla como si fuera una
ramita, pero sé que detrás hay largas galerías con muchas puertas; no creo que
pudiera encontrar el camino entre ellas; y aunque pudiera, sé que allá abajo hay
puertas de hierro que están bien cerradas con barras. Saben que he sido un loco
astuto, y están orgullosos de tenerme aquí para poder mostrarme.
Veamos, sí, había sido descubierto. Era ya muy tarde y de noche cuando llegué a
casa y encontré allí al más orgulloso de los tres orgullosos hermanos, esperando
para verme... dijo que por un asunto urgente. Lo recuerdo bien. Odiaba a ese
hombre con todo el odio de un loco. Muchas veces mis dedos desearon
despedazarle. Me dijeron que estaba allí y subí presurosamente las escaleras.
Tenía que decirme unas palabras. Despedí a los criados. Era tarde y estábamos
juntos y a solas... por primera vez.
Al principio aparté cuidadosamente mis ojos de él, pues era consciente de lo que
él no podía ni siquiera pensar, y me glorificaba en ese conocimiento: que la luz de
la locura brillaba en mis ojos como el fuego. Permanecimos unos minutos
sentados en silencio. Finalmente, habló. Mi reciente disipación, y algunos
comentarios extraños hechos poco después de la muerte de su hermana, eran un
insulto para la memoria de ésta. Uniendo a ello otras muchas circunstancias que
al principio habían escapado a su observación, había terminado por pensar que
yo no la había tratado bien. Deseaba saber si tenía razón al decir que yo pensaba
hacer algún reproche a la memoria de su hermana, faltando con ello al respeto a
la familia. Exigía esa explicación por el uniforme que llevaba puesto.
Aquel hombre tenía un nombramiento en ejército... ¡un nombramiento comprado
con mi dinero y con la desgracia de su hermana! Él fue el que: más había
tramado para insidiar y quedarse con n riqueza. Él había sido el principal
instrumento para obligar a su hermana a casarse conmigo, y bien sabia que el
corazón de aquélla pertenecía al piadoso muchacho. ¡Por causa de su uniforme!
¡El uniforme e su degradación! Volví mis ojos hacia él... no pude evitarlo; pero no
dije una sola palabra.
Vi que bajo mi mirada se produjo en él un cambio repentino. Era un hombre
valiente, pero el color desapareció de su rostro y retrocedió en su silla. Acerqué la
mía a la suya; y mientras reía, pues entonces estaba muy alegre, vi cómo se
estremecía. Sen que la locura brotaba de mi interior. Sentí miedo de mí mismo.
-Quería usted mucho a su hermana cuando el vivía-le dije-. Mucho.
Miró con inquietud a su alrededor, y le vi sujeta con la mano el respaldo de la
silla; pero no dije nada.
-Es usted un villano -le dije-. Le he descubierto. Descubrí sus infernales trampas
contra mí; que el corazón de ella estaba puesto en otro cuando usted la
obligó a casarse conmigo. Lo sé... lo sé.
De pronto, se levantó de un salto de la silla y blandió en alto, obligándome a
retroceder, pus mientras iba hablando procuraba acercarme más a él.
Más que hablar grité, pues sentí que pasiones tumultuosas corrían por mis
venas, y los viejos espíritus me susurraban y tentaban para que le sacara el
corazón.
-Condenado sea-dije poniéndome en pie y lanzándome sobre él-. Yo la maté.
Estoy loco. Acabaré con usted. ¡Sangre, sangre! ¡Tengo que tenerla! Me hice a un
lado para evitar un golpe que, en su terror, me lanzó con la silla, y me enzarcé
con él. Produciendo un fuerte estrépito, caímos juntos al suelo y rodamos sobre
él.
Fue una buena pelea, pues era un hombre alto y fuerte que luchaba por su vida,
y yo un loco poderoso sediento de su destrucción. No había ninguna fuerza igual
a la mía, y yo tenía la razón. ¡Sí, la razón, aunque fuera un loco! Cada vez fue
debatiéndose menos. Me arrodillé sobre su pecho y le sujeté firmemente la
garganta oscura con ambas manos. El rostro se le fue poniendo morado; los ojos
se le salían de la cabeza y con la lengua fuera parecía burlarse de mí. Apreté
todavía más.
De pronto se abrió la puerta con un fuerte estrépito y entró un grupo de gente,
gritándose unos a otros que cogieran al loco.
Mi secreto había sido descubierto y ahora sólo luchaba por mi libertad. Me puse
en pie antes de que me tocara una mano, me lancé entre los asaltantes y me abrí
camino con mi fuerte brazo, como si llevara un hacha en la mano y les atacara
con ella. Llegué a la puerta, me lancé por el pasamanos y en un instante estaba
en la calle.
Corrí veloz y en línea recta, sin que nadie se atreviera a detenerme. Por detrás oía
el ruido de uno; pies, y redoblé la velocidad. Se fue haciendo más débil en la
distancia, hasta que por fin desapareció totalmente; pero yo seguía dando saltos
entre los pantanos y riachuelos, por encima de cercas y d, muros, con gritos
salvajes que escuchaban seres extraños que venían hacia mí por todas partes y
aumentaban el sonido hasta que éste horadaba el aire Iba llevado en los brazos
de demonios que corrían sobre el viento, que traspasaban las orillas y los se tos,
y giraban y giraban a mi alrededor con un ruido y una velocidad que me hacía
perder la cabeza, hasta que finalmente me apartaron de ellos con un golpe
violento y caí pesadamente sobre el suelo. Al despertar, me encontré aquí, en
esta celda gris a la que raras veces llega la luz del sol, y por la que pasa la luna
con unos rayos que sólo sirven para mostrar mi alrededor sombras oscuras, y
para que pueda ve esa figura silenciosa en su esquina. Cuando esto despierto, a
veces puedo oír extraños gritos procedentes de partes distantes de este enorme
lugar. N sé lo que son; pero no proceden de ese cuerpo pálido, y tampoco ella les
presta atención. Pues desde las primeras sombras del ocaso hasta la primera luz
de la mañana, esa figura sigue en pie e inmóvil en c mismo lugar, escuchando la
música de mi cadena d hierro, y viéndome saltar sobre mi lecho de paja.

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