COMICO -- EL BICHO DE BELHOMME -- GUY DE MAUPASSANT
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EL BICHO DE BELHOMME
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Se disponía a salir de Criquetot la diligencia del Havre, y todos los viajeros aguardaban en el parador a que los fueran llamando para ocupar sus asientos.
Era un coche amarillo, cuyas ruedas —con indelebles incrustaciones de barro—, pequeñísimas las del juego delantero, grandes y delgadas las de atrás apoyaban el cajón, deforme y panzudo como el cuerpo de un coleóptero gigantesco. Tres rocinantes blancos, de cabezas enormes y callosas e hinchadas rodillas —dos enganchados en varas y uno delantero—debían arrastrar aquel vehículo monstruoso. Las pobres bestias parecían adormiladas en sus arreos.
El mayoral, Cesáreo Harloville, un hombrecito panzudo y sin embargo ligero — gracias a la obligada costumbre de subir al pescante y a la baca trepando por las ruedas—, que tenía el rostro curtido, arrebolado por el sol y el frío, por el viento, la lluvia y el aguardiente se asomó a la puerta del parador enjugándose los labios con el dorso de su manaza. Canastos redondos y achatados llenos de gallinas alborotadas, yacían a los pies de los campesinos inmóviles. Cesáreo Harloville los cogió unos tras otro, para encaramarse una y otra vez a dejar su carga en lo alto del coche. Luego colocó, sin traquetearlas, con el mayor cuidado posible, las cestas de huevos. Tiró desde abajo, para no subir una vez más, los morrales de los piensos, paquetes y líos: todas las menudencias Luego abrió la portezuela, y sacó un papel del bolsillo y empezó a llamar a los víajeros:
—El señor párroco de Gorgeville.
Avanzó el cura, hombre fornido, alto, grueso, violáceo y de maneras afables. Se recogió la sotana para levantar el pie, como se recogen el vestido las mujeres, y subió en la diligencia.
—El señor maestro de Rollebose-les-Grinets.
Se apresuró, larguirucho, tímido, enlevitado; y desapareció a su vez, al entrar en la caja.
—El señor Poiret, dos asientos.
Se acercó Poiret, encorvado por la labranza, enflaquecido por la abstinencia, consumido; anguloso, con la piel resquebrajada y sucia. Le seguía su mujer, insignificante y encogida, oprimiendo entre ambas manos un colosal paraguas verde.
El señor Rabot, dos asientos.
Vaciló, por ser en todo indeciso, y mientras avanzaba dijo:
—Me has llamado, ¿no es cierto?
El mayoral, que tenía fama de brusco, se disponía a soltarle una desvergüenza, cuando Rabot fué a dar en la portezuela empujado por su mujer, una cuarentona metida en carnes, de vientre abultado, semejante a un tonel y de manos enormes.
Rabot se coló en el coche como un ratoncillo en su madriguera.
— El señor Caniveau.
Más pesado que un buey, al subirse al estribo se achataron las ballestas; y a su vez se acomodó en la caja.
—El señor Belhomme.
Belhomme, alto, acartonado, se aproximó con el rostro contraído, como si le angustiara un dolor agudo; apretaba un pañuelo sobre la oreja.
Todos llevaban, sobre sus trajes domingueros, de paño verdoso o negro, blusas azules que se quitarían al llegar al Havre; y cubrían su cabeza con gorras de seda altas como torres: la suprema elegancia del campesino normando.
Cesáreo Harloville cerró la portezuela del coche y subió al pescante, y al restallar su látigo, los tres rocinantes, como si despertaran, erguidos, hicieron sonar los cascabeles de las colleras. Entonces el mayoral, sacudió las bridas y gritó con todo el brío de sus pulmones: «¡Ooé! ¡Ooé! ¡Ooé!», para animar a los pobres animales. «¡Ooé!... ¡Ooé!... ¡Ooé!...».
Sacando fuerzas de flaqueza arrancaron con un trote inseguro y lento. Y al rodar el coche retemblaban los cristales, crujían las maderas, rechinaban los hierros—como si todo aquel artefacto fuese a desquiciarse —con un ruido estruendoso, mientras las dos filas de viajeros traqueteados y sacudidos se agitaban con el vaivén tumultuoso de las olas.
Al principio, todos callaban porque les imponía respeto la presencia del sacerdote; pero como era éste de carácter expansivo y franco, no tardó en provocar la conversación.
—¿Qué me dice usted de bueno, señor Caniveau?
El voluminoso campesino, ligado con el sacerdote por una simpatía de naturaleza robusta y exuberante, respondió sonríente:
—Nada de particular, señor párroco: y usted, ¿cómo sigue?
—Perfectamente. Yo no puedo quejarme. ¡Vaya! ¡Vaya! y el señor Poiret, ¿de qué se duele ahora?
— ¡Nunca me faltan motivos!. La cosecha es medianeja este año, y los negocios... Ya no hay negocios.
—Cada vez se hace más difícil todo.
—Sí; cada vez se hace más difícil todo—repitió la señora Rabot, con acento de marimacho.
Como no era de su parroquia, el sacerdote la conocía sólo de referencias.
—¿Es usted la Blondel?
—Sí, la Blondel; casada Rabot.
Rabot, endeble y tímido, inclinó la cabeza, y sonrió como si dijera: «Si; la Blondel se casó conmigo.»
De pronto, el señor Belhomme, que seguía sujetándose contra la oreja el pañuelo, comenzó a gemir de una manera lamentable; daba alaridos y pataleaba para desahogar su horrible sufrimiento.
El sacerdote le preguntó:
—¿Le duelen a usted las muelas?
El campesino dejó un momento de gemir para responder:
—No; no son las muelas...; no me duele ninguna muela... Es el oído...; es dentro del oído...
—Y ¿qué tiene usted en el oído? ¿Un absceso?
—Lo que tengo es un bicho que se me introdujo mientras yo dormía en el pajar.
—¿Un bicho? ¿Está usted seguro?
—¿Si estoy seguro? ¡Como de que hay cielo y purgatorio, señor párroco! Estoy seguro, porque me hurga y me roe constantemente. Me devora, me da calentura...¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!...
Comenzó de nuevo a patalear y a dar alaridos.
Interesaron sus desdichas. Cada uno expresaba su parecer. Poiret suponía el tal bicho una araña; el maestro se inclinaba creerlo una oruga. En Campemuret—donde había regentado la escuela siete años— presenció un caso muy semejante: la oruga, que había entrado por la oreja, salió por la nariz, y como para ello, tuvo que romper el tímpano, dejó sordo al paciente.
—Más creíble me parece que sea una lombriz—dijo el sacerdote.
El señor Belhomme, con la cabeza inclinada y apoyado en la portezuela, no dejaba de gemir.
—¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!... Muerde como un lobo... Se abre camino... ¡Me come! ... ¡Huy! ...¡Huy!...
—¿No has consultado al médico?—le preguntó Caniveau.
—No, no he consultado al médico.
—¿Por qué no fuiste a su casa?
El miedo al médico pareció aliviar a Belhomme.
Se enderezó, pero sin apartar la oreja de la mano, con que sostenía el pañuelo.
—¡A casa del médico! Y en cuanto un médico te coge, te de arruina. ¡ Si bastara verle una vez! Pero a nada que tenga uno, hace una visita, y otra, y otra; no se cansa de visitar. Luego hay que darle diez francos, o veinte francos, o treinta francos... Y ¿Qué me hubiera hecho? ¿Lo sabes tú?
Caniveau reía.
—No lo sé. Pero ¿adónde vas así?
—Voy al Havre, a que me vea Chambrelán.
—¿Quién es Chambrelán?
—Un curandero.
—Y ¿te curará?
—Sí. A mi padre lo curó.
—¿A tu padre?
—Sí. Hace mucho tiempo.
—¿Qué tenía tu padre?
—Un mal de aire, que no le dejaba mover el brazo, ni la pierna.
—Y ¿qué le hizo el curandero?
—Le sobó el costado, como soban el pan cuando amasan, y en un par de horas lo puso bueno.
Belhomme sabia que Chambrelán aseguraba el efecto de sus curas con ciertas frases mágicas; pero no se atrevió a decirlo en presencia del sacerdote.
Caniveau insistía risueño:
—¿No será un conejo lo que se te ha entrado en el oído? Al ver la maraña de pelo que asoma, semejante a un zarzal, pudo confundirlo con su madriguera. Voy a espantarlo; verás cómo sale.
Y sirviéndole de tornavoz las palmas de las manos comenzó a imitar la estridente algarabía de perros de caza cuando persiguen a una res. Aullaba, ladraba, chillaba, gruñía, gemía. Y todos los viajeros, incluso el maestro, que no se reía nunca, se hartaron de reír.
El sacerdote comprendió que a Belhomme le molestaba ya servir de pretexto para tan ruidosa broma, y para dar a la conversación otro giro, dirigió a la hercúlea señora Rabot esta pregunta:
¿Tiene usted muchos hijos?
Muchos; demasiados — respondió la mujerona—. ¡ Cuesta mucho criar tanta familia!
Rabot inclinó la cabeza como para reforzar el razonamiento de su mujer.
—¿Cuántos hijos tiene usted?
Con arrogancia, con voz firme y segura, dijo la señora Rabot:
—¡Quince! Catorce de mi marido.
El tal marido sonreía expresivamente, satisfecho. Tenía catorce hijos, a pesar de su aparente insignificancia. La mujer lo confesaba; nadie lo pondría en duda. Estaba orgullosa de tener catorce hijos.
Pero ¿de quién era el otro, si tenía quince? La mujer no lo dijo entonces y a nadie sorprendió; conocerían la historia: un hijo anterior al matrimonio, un desliz de soltera. Ni Caniveau, que reparaba en todo, hizo comentarios ni preguntas; nada.
Belhomme volvió a gimotear:
—¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!...
—¡Me hurga! ¡Me come! ¡Qué desgracia la mía!
La diligencia se detuvo en una posada. El sacerdote dijo:
—Tal vez con un poco de agua saldría. ¿Por qué no lo prueba? ¿Quiere usted probarlo?
—!Bueno, sí; lo probaré! Se apearon todos para presenciar la operación.
El sacerdote pidió una jofaina, una toalla y medio vaso de agua, y encargó al maestro que sujetara la cabeza del paciente para mantener la oreja en posición horizontal, y cuando el agua hubiese penetrado bien, le volviera de pronto para verterla de un golpe.
Pero Caniveau, que tenía los ojos clavados en la oreja de Belhomme, procurando a simple vista descubrir el bicho, exclamo:
—¡Rediós, qué mermelada! Es necesario destapar la madriguera para que pueda salir el conejo. Se le pegarían las patas en esa confitura.
El sacerdote, al ver el orificio completamente cegado, también opinó que allí no era posible intentar nada. El maestro se encargó de la limpieza valiéndose de un palitroque y de un trapo.
Entre la general ansiedad, el sacerdote vertió en el pabellón de la oreja medio vaso de agua, que, al rebosar corría por la cara, por el pelo, por el cogote del paciente. Después, el maestro hizo girar violentamente la cabeza, como si fuese a desatornillarla. Cayeron algunas gotas de líquido en la jofaina. Todos los viajeros se acercaron a ver lo que había salido; pero no vieron bicho alguno.
Sin embargo, Belhomme dijo:
—Ya no siento nada; ya nada me duele.
Y el sacerdote, satisfecho, exclamó:
—¡Es posible que haya muerto ahogado!
Volvieron todos a la diligencia, pero apenas comenzaron a trotar los rocinantes, Belhomme lanzó nuevamente ayes horribles. El bicho se había despertado con más furia; ya le roía, le devoraba el cerebro. Chillaba y se retorcía de tal modo, que la señora Poiret, creyéndole poseído por el demonio, comenzó a llorar y hacer cruces. Luego el dolor se calmó algo; el paciente notaba que había vuelto hacia fuera el bicho. Imitaba con los dedos la marcha del animal, y como si lo viera, decía:
—¡Ya sube otra vez!... ¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!... ¡Qué desdichado soy!
Caniveau empezaba a impacientarse.
—Con el agua se ha exasperado No le gustará sin duda el agua... Echadle vino.
Volvieron todos a reír estrepitosamente.
—Cuando lleguemos a una venta echadle un trago de lo añejo y se calmará. Es lo que pide.
Pero, entre tanto, Belhomme sentía mordeduras inaguantables, Comenzó a gritar como si le arrancasen el alma. El sacerdote le sostenía la cabeza y el mayoral accedió a detenerse para pedir auxilio en cualquier casa de labor.
Así lo hicieron. Entre todos bajaron a Belhomme de la diligencia y lo tendieron sobre un banco de la cocina para preparar la operación. Caniveau aconsejaba se hiciera con aguardiente aguado el nuevo lavatorio, con objeto de adormecer al bicho emborrachándole, y matarlo así tal vez. El sacerdote prefirió vinagre.
Lo dejaba caer gota a gota para que penetrase hasta el fondo, y así estuvo algún rato. Era imposible que resistiera el bicho tan prolongada y desagradable inundación. Después de preparar como antes una jofaina para recibir en ella lo que saliese del orificio, el sacerdote y Caniveau —dos celosos—volvieron a Belhomme y lo sostuvieron en vilo mientras el maestro le golpeaba en la oreja sana para que se vaciase completamente la otra.
Hasta Cesáreo Harloville estaba presente, atraído por la curiosidad, con el látigo en la mano.
De pronto, repararon que había en la jofaina una mota negra, ¡una pulga que se ahogaba en el vinagre! Hubo exclamaciones de sorpresa primero y después, gritos y risas ruidosas. ¡Una pulga! ¡Tenía gracia, muchísima gracia! Caniveau se golpeaba las rodillas con las manos. Cesáreo Harloville hizo chascar su látigo; el sacerdote soltó la carcajada; el maestro desahogaba su alegría la con una especie de estornudo, y las dos mujeres chillaban de un modo semejante al cacareo de las gallinas.
Belhomme se había sentado, y con la jofaina sobre las rodillas contemplaba con odio y placer al bicho, que forcejeaba por librarse de las gotas de vinagre que no le permitían saltar.
Masculló:
—¡Al fin caíste, roña!—y la envolvió en un salivazo escupido furiosamente.
Cesáreo, loco de alegría, exclamaba:
—¡Una pulga! ¡Una pulga! ¡Ya caíste, animal feroz, animal feroz !
Pero calmándose de pronto, exclamó:
—¡Señores, al coche! Nos hemos entretenido ya demasiado ¡Al coche!
Y los viajeros iban hacia la diligencia sin dejar de reír.
Belhomme, rezagado, insinuó:
—Me quedo aquí para volverme a pie. Ya no tengo que hacer nada en el Havre.
Cesáreo le dijo:
—Está bien. Págame tu asiento.
—Te daré la mitad, pues no he llegado a medio camino siquiera.
—No puede ser; pagarás el asiento hasta el Havre, porque así lo encargaste.
Hubo réplicas insistentes, y la discusión degeneró en disputa furiosa: Belhomme decía que sólo pagaría un franco, y el mayoral que le cobraría dos.
Vociferaban, acercándose mucho el uno al otro, mirándose amenazadores, topando casi nariz contra nariz.
Caniveau intervino:
—De todos modos, Belhomme, debes al sacerdote dos francos por la cura, y a todos una convidada por los auxilios; en junto, dos francos y medio, más uno que debes a Cesáreo, son tres francos y medio. Paga.
El mayoral se regocijaba seguro de que Belhomme se vería obligado a soltar aquel dinero, y dijo:
—Me conformo.
—Paga—insistió Caniveau.
—No pago y no pago—sostuvo el otro—. No pago. El sacerdote no es médico.
—Si no pagas en seguida, te meto en la diligencia y te llevaré al Havre.
Cogió a Belhomme por la cintura y lo alzó como a un chiquillo.
Belhomme, al ver que sería inútil su resistencia, sacó la bolsa y pagó.
El coche siguió hacia el Havre, mientras Belhomme desandaba lo andado por la carretera, pesaroso y a pie; y los viajeros reían aún a carcajadas al ver cómo se balanceaba al compás de sus largas piernas.
Se disponía a salir de Criquetot la diligencia del Havre, y todos los viajeros aguardaban en el parador a que los fueran llamando para ocupar sus asientos.
Era un coche amarillo, cuyas ruedas —con indelebles incrustaciones de barro—, pequeñísimas las del juego delantero, grandes y delgadas las de atrás apoyaban el cajón, deforme y panzudo como el cuerpo de un coleóptero gigantesco. Tres rocinantes blancos, de cabezas enormes y callosas e hinchadas rodillas —dos enganchados en varas y uno delantero—debían arrastrar aquel vehículo monstruoso. Las pobres bestias parecían adormiladas en sus arreos.
El mayoral, Cesáreo Harloville, un hombrecito panzudo y sin embargo ligero — gracias a la obligada costumbre de subir al pescante y a la baca trepando por las ruedas—, que tenía el rostro curtido, arrebolado por el sol y el frío, por el viento, la lluvia y el aguardiente se asomó a la puerta del parador enjugándose los labios con el dorso de su manaza. Canastos redondos y achatados llenos de gallinas alborotadas, yacían a los pies de los campesinos inmóviles. Cesáreo Harloville los cogió unos tras otro, para encaramarse una y otra vez a dejar su carga en lo alto del coche. Luego colocó, sin traquetearlas, con el mayor cuidado posible, las cestas de huevos. Tiró desde abajo, para no subir una vez más, los morrales de los piensos, paquetes y líos: todas las menudencias Luego abrió la portezuela, y sacó un papel del bolsillo y empezó a llamar a los víajeros:
—El señor párroco de Gorgeville.
Avanzó el cura, hombre fornido, alto, grueso, violáceo y de maneras afables. Se recogió la sotana para levantar el pie, como se recogen el vestido las mujeres, y subió en la diligencia.
—El señor maestro de Rollebose-les-Grinets.
Se apresuró, larguirucho, tímido, enlevitado; y desapareció a su vez, al entrar en la caja.
—El señor Poiret, dos asientos.
Se acercó Poiret, encorvado por la labranza, enflaquecido por la abstinencia, consumido; anguloso, con la piel resquebrajada y sucia. Le seguía su mujer, insignificante y encogida, oprimiendo entre ambas manos un colosal paraguas verde.
El señor Rabot, dos asientos.
Vaciló, por ser en todo indeciso, y mientras avanzaba dijo:
—Me has llamado, ¿no es cierto?
El mayoral, que tenía fama de brusco, se disponía a soltarle una desvergüenza, cuando Rabot fué a dar en la portezuela empujado por su mujer, una cuarentona metida en carnes, de vientre abultado, semejante a un tonel y de manos enormes.
Rabot se coló en el coche como un ratoncillo en su madriguera.
— El señor Caniveau.
Más pesado que un buey, al subirse al estribo se achataron las ballestas; y a su vez se acomodó en la caja.
—El señor Belhomme.
Belhomme, alto, acartonado, se aproximó con el rostro contraído, como si le angustiara un dolor agudo; apretaba un pañuelo sobre la oreja.
Todos llevaban, sobre sus trajes domingueros, de paño verdoso o negro, blusas azules que se quitarían al llegar al Havre; y cubrían su cabeza con gorras de seda altas como torres: la suprema elegancia del campesino normando.
Cesáreo Harloville cerró la portezuela del coche y subió al pescante, y al restallar su látigo, los tres rocinantes, como si despertaran, erguidos, hicieron sonar los cascabeles de las colleras. Entonces el mayoral, sacudió las bridas y gritó con todo el brío de sus pulmones: «¡Ooé! ¡Ooé! ¡Ooé!», para animar a los pobres animales. «¡Ooé!... ¡Ooé!... ¡Ooé!...».
Sacando fuerzas de flaqueza arrancaron con un trote inseguro y lento. Y al rodar el coche retemblaban los cristales, crujían las maderas, rechinaban los hierros—como si todo aquel artefacto fuese a desquiciarse —con un ruido estruendoso, mientras las dos filas de viajeros traqueteados y sacudidos se agitaban con el vaivén tumultuoso de las olas.
Al principio, todos callaban porque les imponía respeto la presencia del sacerdote; pero como era éste de carácter expansivo y franco, no tardó en provocar la conversación.
—¿Qué me dice usted de bueno, señor Caniveau?
El voluminoso campesino, ligado con el sacerdote por una simpatía de naturaleza robusta y exuberante, respondió sonríente:
—Nada de particular, señor párroco: y usted, ¿cómo sigue?
—Perfectamente. Yo no puedo quejarme. ¡Vaya! ¡Vaya! y el señor Poiret, ¿de qué se duele ahora?
— ¡Nunca me faltan motivos!. La cosecha es medianeja este año, y los negocios... Ya no hay negocios.
—Cada vez se hace más difícil todo.
—Sí; cada vez se hace más difícil todo—repitió la señora Rabot, con acento de marimacho.
Como no era de su parroquia, el sacerdote la conocía sólo de referencias.
—¿Es usted la Blondel?
—Sí, la Blondel; casada Rabot.
Rabot, endeble y tímido, inclinó la cabeza, y sonrió como si dijera: «Si; la Blondel se casó conmigo.»
De pronto, el señor Belhomme, que seguía sujetándose contra la oreja el pañuelo, comenzó a gemir de una manera lamentable; daba alaridos y pataleaba para desahogar su horrible sufrimiento.
El sacerdote le preguntó:
—¿Le duelen a usted las muelas?
El campesino dejó un momento de gemir para responder:
—No; no son las muelas...; no me duele ninguna muela... Es el oído...; es dentro del oído...
—Y ¿qué tiene usted en el oído? ¿Un absceso?
—Lo que tengo es un bicho que se me introdujo mientras yo dormía en el pajar.
—¿Un bicho? ¿Está usted seguro?
—¿Si estoy seguro? ¡Como de que hay cielo y purgatorio, señor párroco! Estoy seguro, porque me hurga y me roe constantemente. Me devora, me da calentura...¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!...
Comenzó de nuevo a patalear y a dar alaridos.
Interesaron sus desdichas. Cada uno expresaba su parecer. Poiret suponía el tal bicho una araña; el maestro se inclinaba creerlo una oruga. En Campemuret—donde había regentado la escuela siete años— presenció un caso muy semejante: la oruga, que había entrado por la oreja, salió por la nariz, y como para ello, tuvo que romper el tímpano, dejó sordo al paciente.
—Más creíble me parece que sea una lombriz—dijo el sacerdote.
El señor Belhomme, con la cabeza inclinada y apoyado en la portezuela, no dejaba de gemir.
—¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!... Muerde como un lobo... Se abre camino... ¡Me come! ... ¡Huy! ...¡Huy!...
—¿No has consultado al médico?—le preguntó Caniveau.
—No, no he consultado al médico.
—¿Por qué no fuiste a su casa?
El miedo al médico pareció aliviar a Belhomme.
Se enderezó, pero sin apartar la oreja de la mano, con que sostenía el pañuelo.
—¡A casa del médico! Y en cuanto un médico te coge, te de arruina. ¡ Si bastara verle una vez! Pero a nada que tenga uno, hace una visita, y otra, y otra; no se cansa de visitar. Luego hay que darle diez francos, o veinte francos, o treinta francos... Y ¿Qué me hubiera hecho? ¿Lo sabes tú?
Caniveau reía.
—No lo sé. Pero ¿adónde vas así?
—Voy al Havre, a que me vea Chambrelán.
—¿Quién es Chambrelán?
—Un curandero.
—Y ¿te curará?
—Sí. A mi padre lo curó.
—¿A tu padre?
—Sí. Hace mucho tiempo.
—¿Qué tenía tu padre?
—Un mal de aire, que no le dejaba mover el brazo, ni la pierna.
—Y ¿qué le hizo el curandero?
—Le sobó el costado, como soban el pan cuando amasan, y en un par de horas lo puso bueno.
Belhomme sabia que Chambrelán aseguraba el efecto de sus curas con ciertas frases mágicas; pero no se atrevió a decirlo en presencia del sacerdote.
Caniveau insistía risueño:
—¿No será un conejo lo que se te ha entrado en el oído? Al ver la maraña de pelo que asoma, semejante a un zarzal, pudo confundirlo con su madriguera. Voy a espantarlo; verás cómo sale.
Y sirviéndole de tornavoz las palmas de las manos comenzó a imitar la estridente algarabía de perros de caza cuando persiguen a una res. Aullaba, ladraba, chillaba, gruñía, gemía. Y todos los viajeros, incluso el maestro, que no se reía nunca, se hartaron de reír.
El sacerdote comprendió que a Belhomme le molestaba ya servir de pretexto para tan ruidosa broma, y para dar a la conversación otro giro, dirigió a la hercúlea señora Rabot esta pregunta:
¿Tiene usted muchos hijos?
Muchos; demasiados — respondió la mujerona—. ¡ Cuesta mucho criar tanta familia!
Rabot inclinó la cabeza como para reforzar el razonamiento de su mujer.
—¿Cuántos hijos tiene usted?
Con arrogancia, con voz firme y segura, dijo la señora Rabot:
—¡Quince! Catorce de mi marido.
El tal marido sonreía expresivamente, satisfecho. Tenía catorce hijos, a pesar de su aparente insignificancia. La mujer lo confesaba; nadie lo pondría en duda. Estaba orgullosa de tener catorce hijos.
Pero ¿de quién era el otro, si tenía quince? La mujer no lo dijo entonces y a nadie sorprendió; conocerían la historia: un hijo anterior al matrimonio, un desliz de soltera. Ni Caniveau, que reparaba en todo, hizo comentarios ni preguntas; nada.
Belhomme volvió a gimotear:
—¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!...
—¡Me hurga! ¡Me come! ¡Qué desgracia la mía!
La diligencia se detuvo en una posada. El sacerdote dijo:
—Tal vez con un poco de agua saldría. ¿Por qué no lo prueba? ¿Quiere usted probarlo?
—!Bueno, sí; lo probaré! Se apearon todos para presenciar la operación.
El sacerdote pidió una jofaina, una toalla y medio vaso de agua, y encargó al maestro que sujetara la cabeza del paciente para mantener la oreja en posición horizontal, y cuando el agua hubiese penetrado bien, le volviera de pronto para verterla de un golpe.
Pero Caniveau, que tenía los ojos clavados en la oreja de Belhomme, procurando a simple vista descubrir el bicho, exclamo:
—¡Rediós, qué mermelada! Es necesario destapar la madriguera para que pueda salir el conejo. Se le pegarían las patas en esa confitura.
El sacerdote, al ver el orificio completamente cegado, también opinó que allí no era posible intentar nada. El maestro se encargó de la limpieza valiéndose de un palitroque y de un trapo.
Entre la general ansiedad, el sacerdote vertió en el pabellón de la oreja medio vaso de agua, que, al rebosar corría por la cara, por el pelo, por el cogote del paciente. Después, el maestro hizo girar violentamente la cabeza, como si fuese a desatornillarla. Cayeron algunas gotas de líquido en la jofaina. Todos los viajeros se acercaron a ver lo que había salido; pero no vieron bicho alguno.
Sin embargo, Belhomme dijo:
—Ya no siento nada; ya nada me duele.
Y el sacerdote, satisfecho, exclamó:
—¡Es posible que haya muerto ahogado!
Volvieron todos a la diligencia, pero apenas comenzaron a trotar los rocinantes, Belhomme lanzó nuevamente ayes horribles. El bicho se había despertado con más furia; ya le roía, le devoraba el cerebro. Chillaba y se retorcía de tal modo, que la señora Poiret, creyéndole poseído por el demonio, comenzó a llorar y hacer cruces. Luego el dolor se calmó algo; el paciente notaba que había vuelto hacia fuera el bicho. Imitaba con los dedos la marcha del animal, y como si lo viera, decía:
—¡Ya sube otra vez!... ¡Huy!... ¡Huy!... ¡Huy!... ¡Qué desdichado soy!
Caniveau empezaba a impacientarse.
—Con el agua se ha exasperado No le gustará sin duda el agua... Echadle vino.
Volvieron todos a reír estrepitosamente.
—Cuando lleguemos a una venta echadle un trago de lo añejo y se calmará. Es lo que pide.
Pero, entre tanto, Belhomme sentía mordeduras inaguantables, Comenzó a gritar como si le arrancasen el alma. El sacerdote le sostenía la cabeza y el mayoral accedió a detenerse para pedir auxilio en cualquier casa de labor.
Así lo hicieron. Entre todos bajaron a Belhomme de la diligencia y lo tendieron sobre un banco de la cocina para preparar la operación. Caniveau aconsejaba se hiciera con aguardiente aguado el nuevo lavatorio, con objeto de adormecer al bicho emborrachándole, y matarlo así tal vez. El sacerdote prefirió vinagre.
Lo dejaba caer gota a gota para que penetrase hasta el fondo, y así estuvo algún rato. Era imposible que resistiera el bicho tan prolongada y desagradable inundación. Después de preparar como antes una jofaina para recibir en ella lo que saliese del orificio, el sacerdote y Caniveau —dos celosos—volvieron a Belhomme y lo sostuvieron en vilo mientras el maestro le golpeaba en la oreja sana para que se vaciase completamente la otra.
Hasta Cesáreo Harloville estaba presente, atraído por la curiosidad, con el látigo en la mano.
De pronto, repararon que había en la jofaina una mota negra, ¡una pulga que se ahogaba en el vinagre! Hubo exclamaciones de sorpresa primero y después, gritos y risas ruidosas. ¡Una pulga! ¡Tenía gracia, muchísima gracia! Caniveau se golpeaba las rodillas con las manos. Cesáreo Harloville hizo chascar su látigo; el sacerdote soltó la carcajada; el maestro desahogaba su alegría la con una especie de estornudo, y las dos mujeres chillaban de un modo semejante al cacareo de las gallinas.
Belhomme se había sentado, y con la jofaina sobre las rodillas contemplaba con odio y placer al bicho, que forcejeaba por librarse de las gotas de vinagre que no le permitían saltar.
Masculló:
—¡Al fin caíste, roña!—y la envolvió en un salivazo escupido furiosamente.
Cesáreo, loco de alegría, exclamaba:
—¡Una pulga! ¡Una pulga! ¡Ya caíste, animal feroz, animal feroz !
Pero calmándose de pronto, exclamó:
—¡Señores, al coche! Nos hemos entretenido ya demasiado ¡Al coche!
Y los viajeros iban hacia la diligencia sin dejar de reír.
Belhomme, rezagado, insinuó:
—Me quedo aquí para volverme a pie. Ya no tengo que hacer nada en el Havre.
Cesáreo le dijo:
—Está bien. Págame tu asiento.
—Te daré la mitad, pues no he llegado a medio camino siquiera.
—No puede ser; pagarás el asiento hasta el Havre, porque así lo encargaste.
Hubo réplicas insistentes, y la discusión degeneró en disputa furiosa: Belhomme decía que sólo pagaría un franco, y el mayoral que le cobraría dos.
Vociferaban, acercándose mucho el uno al otro, mirándose amenazadores, topando casi nariz contra nariz.
Caniveau intervino:
—De todos modos, Belhomme, debes al sacerdote dos francos por la cura, y a todos una convidada por los auxilios; en junto, dos francos y medio, más uno que debes a Cesáreo, son tres francos y medio. Paga.
El mayoral se regocijaba seguro de que Belhomme se vería obligado a soltar aquel dinero, y dijo:
—Me conformo.
—Paga—insistió Caniveau.
—No pago y no pago—sostuvo el otro—. No pago. El sacerdote no es médico.
—Si no pagas en seguida, te meto en la diligencia y te llevaré al Havre.
Cogió a Belhomme por la cintura y lo alzó como a un chiquillo.
Belhomme, al ver que sería inútil su resistencia, sacó la bolsa y pagó.
El coche siguió hacia el Havre, mientras Belhomme desandaba lo andado por la carretera, pesaroso y a pie; y los viajeros reían aún a carcajadas al ver cómo se balanceaba al compás de sus largas piernas.
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