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jueves, 14 de agosto de 2008

TERROR -- LA PLANTA IV -- STEPHEN KING


STEPHEN
KING
La Planta IV

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Del diario de Riddley Walker
25/3/81
Luego de lo que fueron como diez semanas de pura excitación —de la variedad
más enfermiza— las cosas en Zenith House finalmente parecen haber vuelto a su
acostumbrado holgazaneo. Porter entra furtivamente en la oficina de Jackson y olfatea el
asiento de su sillón durante el periodo de cinco minutos en que cada mañana, entre las
diez y las diez y media, el sillón queda libre (lo está durante esa media hora porque todas
las mañanas la señorita Jackson desaparece en el baño de señoras con un ejemplar de
Vogue o de Las Mejores Casas y Jardines, lugar donde ella realiza su vertedero diario);
Gelb ha continuado con sus visitas subrepticias al Casino de Riddley Walker y luego de
proponerme un imprudente doble-o-nada, me terminó debiendo ya 192.50 dólares; Herb
Porter, tras su breve fuga, se ha subido una vez más al asiento de la gran locomotora
política de la que solo él se imagina capaz de conducir, de entre todos los millones de
personas en la Tierra; y yo he recomenzado a escribir estas páginas luego de una pausa
de tres semanas en las que me las pasé barriendo tranquilamente la mugre durante el día
y los relatos desparramados por la noche; y si ésa no es pomposidad disfrazada de
elocuencia, entonces nada lo es.
¿Pero es el acostumbrado holgazaneo realmente el mismo de antes, o no? Existen
dos importantes razones para preguntárselo. Una de ellas se encuentra bajando por el
pasillo y la otra justo aquí, en mi pequeño cubículo de conserje... o quizás sólo lo estén
en mi mente. Daría cualquier cosa para saber donde están, y por favor créeme que no
estoy exagerando cuando lo digo. El cambio pasillo abajo es, por supuesto, John Kenton.
El cambio aquí (o en mi mente) es Zenith la Hiedra Común.
Herb Porter ni se percató de que algo anda mal con Kenton. Bill Gelb lo ha notado
pero le tiene sin cuidado. Fue Sandra Jackson quien me preguntó ayer si yo tenía la
menor idea de por qué John había decidido revolver los viejos manuscritos de ese rincón
de la sala de correo a la que yo llamo La Isla de las Novelas Olvidadas.
—¡Ninguna, s'ita! —le dije—. ¡Yo no saber na'a!
—Bien, pues preferiría que terminara con eso —masculló. Abrió ruidosamente su
polvera, se miró en ella, y empezó a atizarse el pelo con un peine afro—. Ya ni siquiera
puedo entrar allí sin estornudar hasta ponerme azul. Está todo cubierto de polvo y de toda
esa sustancia seca y repulsiva que sale cuando se abren esos sobres baratos. Tú debes
detestarlo.
—¡Son rea'mente polvorientos, sita Jackson, y es un hecho!
—¿Está devolviéndolos por correo?
—Yo no saber si lo hace ni si no lo hace.
—Bueno, pero tú eres el encargado del correo, ¿no? —me preguntó, mientras
guardaba su polvera y sacaba un tubo de lápiz labial. Al girarle la tapa apareció algo con
la forma y el tamaño del pene de un niño y del color de la gorra de un cazador. Empezó a
aplicárselo en grandes y brillantes manchones. Aspiré una bocanada e inmediatamente
entendí porqué Porter olfatea su asiento en lugar de su cara.
—¡Sí, s'ita, eso soy!
—De modo que si no has visto que estén saliendo, entonces no están saliendo. Es así
de simple. Si él los estuviera devolviendo, tendría que quejarme a Roger o incluso enviar
un memo sobre el asunto al señor Enders. —Le dio otro giro a su lápiz de labios, lo
cerró, y lo dejó caer en la boca del enorme y deforme baúl al que ella llama su cartera.
Ninguno de esos manuscritos estaba acompañado por una estampilla de reembolso. Esa
es la razón de que estén allí. Nuestro negocio no es devolverlos —ni la mayoría ni todos
— pero él lo hace pagándolo con su propio bolsillo, y ese no es para nada negocio de La
Jackson.
—Preferiría que se detenga, aunque esté tirándolos por el incinerador —reconoció
ella, haciendo aparecer ahora un bote de plástico que, cuando lo abrió, reveló un
desempolvador y un bollo esponjoso un poco desteñido. A continuación, Sandra Jackson
desapareció en una sofocante nube rosa que me produjo el mismo efecto que el que a ella
le producía la oficina de Kenton—. Está haciendo que el resto de nosotros parezcamos
malos y no hay ninguna maldita necesidad de hacer eso— concluyó desde el interior de
la nube.
—Ninguna s'ita —le dije, y estornudé.
—¿Estás cultivando marihuana aquí, Riddley? —preguntó—. Huele bien.
—¡No, s'ita, para na'a!
—Ah —dijo ella, y se guardó el bollo. Empezó a desabotonarse la blusa justo
cuando yo empezaba a confiar en que iba a poder escapar. Se la abrió, revelando dos
pequeños y decorosos pechos de señora blanca, como panecillos crudos con una cereza
clavada en cada uno. Empezó a bajarse el cierre de la falda y luego se detuvo de repente,
dándome otro momento de esperanza fugaz—. ¿Qué otra cosa anda mal en él, Riddley?
—Ah, yo no saber, s'ita Jackson —le contesté, pero lo sé, muy bien, y Roger Wade
también lo sabe; es casi increíble que haya podido convencer a semejante romántico para
que se quedara, pero de algún modo lo hizo. Porter no lo sabe, a Gelb no le importa, y
Jackson es demasiado egoísta para ver lo que está justo enfrente de sus ligeramente
caídas tetitas de señora blanca: su chica le dijo que él simplemente desapareció del
ranking de los Cuarenta Principales de su vida. Y Kenton ha reaccionado (con una
pequeña ayuda de Roger Wade, lo concedo) de una forma que me parece tanto aceptable
como honorable, de la forma en que me gusta pensar que yo reaccionaría: poniendo a
trabajar su jodido culo.
Su falda formó un montón alrededor de sus pies y salió de él.
—¿Quieres jugar al camionero y al autostopista hoy, Riddley? — me preguntó.
—¡Sí, s'ita Jackson! —exclamé cuando sus manos buscaron la hebilla de mi cinturón
y tironearon hasta desabrocharla. Para momentos como éste recurro a unas cuatro
fantasías que nunca fallan. Una, lamento decirlo, es la de pensar en mi hermana Deidre,
primero poniéndome los pañales y luego acomodándome después de que yo me hiciera
pipí encima. Ah, el sexo es una gran comedia, seguro. Que no te quepa la menor duda.
—¡Oh, señor camionero, es tan grande y duro! —alabó Jackson con una chillona
voz de muchacha cuando me lo agarró. Y, gracias a Deidre y a los pañales, allí estaba.
—¡Esa de ahí es mi palanca de cambios, s'ita Au'topista! —gruñí yo—, y ahora
mismo la e'toy poniendo en sobremarcha!
—Lléveme al menos diez minutos, señor camionero —pidió ella, recostándose—.
Quiero al menos tres y usted sabe cómo hacerme... —suspiró satisfecha cuando hundí mi
árbol de levas en su juntura universal— ...alcanzar velocidad crucero en seguida.
Justo antes de salir (se dió unos buenos tirones más al pelo con el
peine afro antes de dejarlo caer en su cartera, sobre las bragas) echó una aguda mirada
alrededor y me preguntó de nuevo si yo no estaba cultivando una pequeña cannabis aquí.
—¡No, s'ita! —respondí; entonces supe con certeza que era a Zenith lo quien estaba
oliendo, así como sé que Zenith la Hiedra Común no huele como ninguna hiedra que yo
haya encontrado en mi vida.
—Porque si lo estás haciendo —dijo—, quiero mi parte.
—¡Pero s'ita Jackson! Yo ya decirle a usted...
—Lo sé. Pero simplemente recuerda que si lo estás haciendo, quiero mi parte. —Y
se fue. Tal como resultaron las cosas, ella consiguió cuatro en lugar de tres, y con algo de
suerte volverá a probarlo en una o dos semanas, cuando reaparezca repentinamente para
jugar al Camionero y la Autostopista o a la Virgen y el Chofer o posiblemente a la
Editora Blanca Adolescente y el Gran Conserje Negro, que es, en definitiva, de lo que se
tratan todos estos juegos.
Pero no importa; estamos aquí para otra cosa, y es la planta, la hiedra enviada por el
némesis de Kenton. Me plantea una pregunta que nunca he logrado responderme
satisfactoriamente, quizás porque durante mucho tiempo, mi vida y mis ambiciones la
han considerado intrascendente. Lo que quiero decir es que se trata de una pregunta que,
como no la he meditado con seriedad, ni tan constantemente ni con el interés necesario,
hizo que mantenga una apuesta personal en la respuesta desde que tenía... oh, once años
o algo así, calculo. La pregunta es muy simple: ¿Hay un mundo invisible o no? ¿Son
posibles los eventos sobrenaturales en un mundo donde todo parece perfectamente
explicado o absolutamente razonable? Todo, es decir, salvo el Sudario de Turin...
...y, quizás, Zenith, la Hiedra Común.
Me encuentro pensando una y otra vez en las sensaciones de profundos
presentimientos que parecieron abalanzarse sobre mí cuando toqué la caja...
No; no, en realidad no fue así. Para explicar cualquier otra experiencia estaría bien,
pero éste no es definitivamente el caso. Las horribles sensaciones que me produjo esa
caja —temor, repulsión, una íntima e ingobernable impresión de haber traspasado una
frontera claramente limitada, hacia tierra tabú— no vinieron desde afuera. El escalofrío
que sentí no me cayó encima ni me sofocó ni me corrió por la columna como si se tratara
de frías pisadas de gato. Esa sensación vino de adentro, elevándose como la primavera de
la tierra, un pequeño y frío círculo en el que puedes vislumbrar tu cara, o la cara de la
luna. O aún mejor, llegó de la forma en que Faulkner dice que llega la oscuridad, no
cayendo desde el cielo, si no subiendo inexorablemente desde la tierra. Sólo que en este
caso creo que la tierra (Floyd se burlaría) viene a ser mi propia alma.
Pero bueno, no interesa; dejémoslo. No importan las sensaciones, los vapores, los
megrims... ni "los fenómenos subjetivos," si quieres decirlo de manera cortés.
Permitámonos tener en cuenta algunos datos prácticos.
Primero: Luego de investigar en todas las referencias a la hiedra de las
Enciclopedias Grolier y Collier, más las fotografías que hay en el libro de botánica de
cuando Floyd fue a la universidad, estoy en condiciones de decir que Zenith no se parece
a ninguna de las hiedras allí fotografiadas. Lo que quiero decir es que se les parece tanto
como un Ford se parece a un Bugatti —ambos son vehículos impulsados por gasolina
con cuatro neumáticos de caucho— pero no se parecen en más nada.
Segundo: Aunque el pequeño cartel clavado en la tierra de la maceta identificaba a
Zenith como "la Hiedra Común", aparentemente no existe tal cosa. Están la hiedra
venenosa, la Enredadera de Virginia, la Hiedra de la Tierra, la Hiedra de Boston, y la
Hiedra Japonesa; también está la Hiedra Inglesa, y supongo que podría ser conocida
como Hiedra Común por algunas personas, pero Zenith se parece más a una cruza entre
la Hiedra Japonesa y la hiedra venenosa que a la Hiedra Inglesa. El hecho de enviarle a
Kenton una hiedra venenosa pareciera ser algo acorde con el sentido del humor de un
tipo como Carlos Detweiller, pero yo la he manipulado, toqué sus hojas y ramas, y no
tengo ningún salpullido. Ni tampoco soy inmune. He tenido algunos terribles casos de
hiedra venenosa cuando Floyd y yo éramos niños.
Tercero: Tal como comentó Jackson, huele igual que una cannibis sativa. Esta
noche, camino a casa, pasé por lo de un floricultor y olfateé una Hiedra de Boston y un
híbrido llamado Hiedra de Marion. Ninguna olía como hierba. Le pregunté al propietario
si conocía alguna hiedra que oliera como marihuana y dijo que no; agregó que la única
planta que sabía que apestaba como la cannibis se llamaba aguileña oscura.
Cuarto: Está creciendo a una velocidad que encuentro poco menos que aterradora.
He revisado cuidadosamente mis pocas referencias a la planta que escribí en este diario
—y créeme cuando digo que si hubiera sabido de qué forma iba a obsesionarme habría
habido muchas más— y noté lo siguiente: el 23 de febrero, cuando llegó, creí que
probablemente se moriría; el 4 de este mes le noté una apariencia más saludable, un
mejor olor, cuatro hojas abiertas y dos más desplegándose, además de un único zarcillo
que llegó al borde de la maceta. Ahora tiene como dos docenas de hojas, bien anchas, de
un color verde oscuro y de aspecto aceitoso. El zarcillo que había alcanzado el borde de
la maceta ahora se ha adherido a la pared y se extendió unos quince centímetros hacia el
techo. Casi parecería una antena de radio FM si no fuera por los estirados rizos de las
nuevas hojas a lo largo de su extensión. Otros zarcillos han empezado a arrastrarse sobre
el estante donde puse la planta, y están enredándose entre ellos a la manera en que lo
hacen las hiedras. Arranqué uno de estos zarcillos sueltos (tuve que pararme sobre mi
balde de limpieza puesto al revés para alcanzar la altura de Zenith) y se soltó... pero me
produjo cierta repugnancia. Los zarcillos se han pegado al estante de madera con una
fuerza sorprendente. Pude oír el leve sonido rasgante del zarcillo cuando se separó de la
madera, y no le presté mucha atención al sonido. Dejó una pequeña marca en la pintura.
Tiene, cerca de la maceta, una única flor azul oscuro: ni muy bonita ni demasiado
notable. Es un tipo de flor, me parece, producida por la clase de hiedra llamada
comúnmente agalla-sobre-el-suelo. ¿Pero... todo esto en tres semanas?
Tengo un desagradable presentimiento con respecto a esta planta. Se debe tanto a la
manera en que tan fácil e inconscientemente me refiero a eso como "él," creo, como por
su extraordinario y rápido crecimiento. Sería bueno que un botánico le eche un vistazo.
Floyd debe conocer alguno. Hay algo más pero no pienso ni anotarlo. Creo q
(más tarde)
La de recién fue mi tía Olympia, llamando desde Babylon, Alabama. Mi madre
murió. Fue muy súbito, me dijo a través de sus lágrimas. Un ataque cardíaco. Durante su
siesta. No sintió dolor, me dijo a través de sus lágrimas. Como cualquiera lo sabe. Oh
mierda, mi madre. Yo la amaba. Tía O. dijo que estaba tratando de comunicarse con
Floyd pero que nadie le contesta, oh yo la amaba, a mi dulce, gorda y quejosa madre que
vio mucho más de lo que contaba y supo mucho más de lo que decía. Oh yo la amaba y la
amo.
Ahora lo mejor es ponerse en movimiento. Primero Floyd, luego todos los arreglos;
la familia; el entierro. Oh mamá, te amo.
Tenía whisky. Tomé dos tragos largos. Ahora sí voy a escribirlo. Esa planta. Zenith.
Zenith la Hiedra Común. No puede ser una hiedra. La puta cosa es carnívora. Hoy ví
enrolladas dos hojas que se abrieron hace tres días. Así que las desenrollé. Esto pasó
mientras estaba parado sobre el cubo de la limpieza, mirándola. Había una mosca muerta
dentro de una hoja. Lo que me temo que era una araña bebé, descompuesta en su mayor
parte, dentro de la otra hoja. Ahora no es el momento. Me ocuparé de eso en otra
oportunidad.
Cristo, desearía haber podido decirle adiós a mi mamma. ¿Alguna vez en la vida
tenemos una oportunidad para decir adiós?
Extraído del The New York Post, página 1, 27 de marzo de 1981:
¡GENERAL LOCO MUERE EN LA FUNERARIA DEL HORROR!
(Especial para el Post)
Ayer por la tarde fueron recuperadas las
cenizas mezcladas de un hombre y una
mujer del exterior del crematorio de la
Funeraria Descanso Sombrío (L.I.), y las
cenizas y huesos de un segundo hombre,
que se sospecha que pertenecen al
General Mayor Anthony R. Hecksler
(Ret.), quien escapó hace veintitrés días
del Asilo de Oak Cove del estado de
New York, y que fueron encontradas
dentro del propio horno del crematorio.
Los otros dos cuerpos eran los del
señor Hubert D. Leekstodder y su
esposa, los propietarios de Descanso
Sombrío.
Fuentes cercanas a la investigación
dijeron ayer al Post que Hecksler había
tenido tratos comerciales con el señor y
la señora Leekstodder hace algunos
años, y que ellos estaban en su "lista de
rencores". Un oficial de la policía que
pidió no ser identificado dijo que el loco
dejó una nota señalando a los
Leekstodders como "apóstoles del
anticristo" y como "los auténticos
perdedores de los alrededores."
La nota se encontró clavada al lóbulo
de la oreja de un cadáver en el cuarto de
reposo de la Funeraria.
"Perdedores o no, ellos ahora están
más que crujientes," dijo el Teniente de
Policía Rodney Marksland del
Departamento de Policía de Long
Island.
Según la fuente policial del Post, los
detalles de lo que ahora se cree que es
un suicidio y un doble asesinato son
sumamente espantosos. "Creemos que
primero mató a los Leekstodders y luego
quemó los cuerpos en el crematorio,
más que nada porque es demasiado
horrible pensar que pudiera quemarlos
mientras todavía estaban vivos," dijo la
fuente. "Pero no hay muchas dudas
sobre lo que hizo luego; barrió las
cenizas, encendió el gas, se arrastró al
interior del horno —a pesar de que la
temperatura debe haber sido muy alta—
y simplemente accionó su Bic. ¡Puf!
1,500 grados de temperatura. Los
chorros de llamas todavía estaban
ardiendo cuando las alarmas de calor se
escucharon en la calle y la nuera de los
Leekstodders fue a ver qué estaba
pasando."
No fue un encendedor Bic el que el
General loco realmente accionó, sino un
Zippo plateado con el Emblema del
Ejército en él y en el que estaba grabado
PARA TONY DE DOUG/AG. 7, 1945.
Se cree que el "Doug" es el más íntimo
amigo de Hecksler, el General Douglas
MacArthur.
"Era Tripas de Hierro, seguro,"
afirmó la fuente del Post, agregando que
además del encendedor, los
investigadores encontraron varios
artículos entre los montones de huesos
manchados de cenizas en el horno de la
muerte, que fueron positivamente
identificados como pertenecientes a
Hecksler. Aunque rechazó describir
todos estos elementos, nuestra fuente
exclusiva reveló al Post que dos de ellos
eran dientes de oro implantados luego
de finalizada la Segunda Guerra
Mundial. Hecksler fue brevemente
capturado por los alemanes durante un
operativo de inteligencia en noviembre
de 1944, y dos de sus dientes le fueron
arrancados durante un interrogatorio.
Fueron los reemplazos para esos dos
dientes los que encontraron los
investigadores en el horno del
crematorio, según la fuente del Post.
Historias relacionadas: Los
Neoyorquinos Respiran un Suspiro de
Alivio (pag. 4); La Pintoresca Carrera
de Tripas de Hierro Hecksler (página
central).
DE LAS INCURSIONES DE TRIPAS DE HIERRO HECKSLER
[Nota del Editor: Estas anotaciones fueron escritas en varios borradores S & H Green
Stamp que aparentemente el General llevaba consigo en todo momento.]
29 de Marzo del 81
1990 hrs.
Localización Clasificada
Operación Pie Caliente completada con éxito. Dos nuevos apóstoles del Anticristo
exitosamente despachados al infierno del que vinieron. Además de un vagabundo.
Afligido por tener que sacrificar el encendedor. Duele bastante, pero estoy bien. Puedo
soportar el dolor. Siempre he podido. ¡¡JA!! Los periódicos dicen que estoy muerto.
Uniforme quemado. Tras las líneas enemigas. El tiro dio en el blanco. He estado antes
allí, ¡¡JA!! Irse se pone duro. El rufián continúa. Debo infiltrarme en la ciudad. El Judío
Señalado sin duda se siente aliviado por los informes sobre mi muerte. La guardia baja.
El próximo fin de semana comenzará la Operación Lombriz-de-Libro. Un abril tramposo
para el Judío Señalado, ¡¡JA!! He tenido un sueño. Alguien llamado CARLOS está
buscándome. ¿Significa una amenaza para mí? Sí pienso que sí. CARLOS=nombre
sudaca. Los sudacas condenaron a los buenos luchadores. Son astutos. La ciudad llena de
rufianes mongoloides-políglotas. Peor que nunca. El aire lleno de transmisiones matacerebros.
¿Hubo un terrorista llamado CARLOS? No importa. Zenith House es mi
objetivo. Me infiltro este fin de semana. Asesinar al Judío Señalado. Asesinar a todo el
personal si es posible. Asesinar a CARLOS si es que CARLOS existe. A todos los
apóstoles del Anticristo. Podré pensar mejor en el Anticristo y en otras cosas luego de
conseguirme algunos supositorios.
Un memorándum de Harl
fecha: 30/3/81
a: Roger Wade, Editor en Jefe, Zenith House
asunto: ¡¡Tres Libros!! ¡¡La Ley de la Gravedad!!
¡Rog!
Escucha, nene, me entrevisté este último vier. con Teddy Graustark, el vip de Apex a
cargo de Medios Impresos. Los temas principales fueron: Herramientas Calientes, El
Ciclo Crudo, El Mercenario del Tercer Mundo, Tu Embarazo, y Las Nenas Calientes. Ya
los desechamos a todos salvo a El Mercenario del Tercer Mundo y a Tu Embarazo.
También tocamos el asun. de Zenith House. Te conseguí un poco más de tiempo, nene,
pero mejor olvídate del año que te prometí (que de todas formas ya estaría promediando
los nueve meses, ¿quieres editar a Tu Embarazo?; es una broma). Graustark te dará hasta
el 30 de junio para encontrar tres (3) libros que garantices que sean hits en la lista de
Bestsellers del New York Times. Creo que si no lo logras tendrás el trabajo asegurado
sólo hasta el verano de 1982. Si estos libros realmente se convierten en bestsellers,
estarás a salvo hasta la mitad de la década o incluso por mucho más tiempo. Pero si
fallas, para finales de octubre, la permanencia de Zenith seguirá el mismo camino que
Herramientas Calientes y El Ciclo Crudo.
Puede no interesarte, Roger, nene, pero Graustark me azuzó con su propia versión de la
Ley de la Gravedad, que me sonó a algo así como ¡CIERTO, CIERTO, CIERTO!: ¡LA
MIERDA RUEDA CUESTA ABAJO! Como una avellana. Y aunq' sea triste, es la verdad.
Esta bola de mierda en particular empezó con el Gran Jefe Número Uno de Apex,
Sherwyn Redbone, después rodó hasta mí. Ahora estoy haciéndola rodar hacia tí, Rog, y
supongo que tú la seguirás haciendo rodar hacia abajo, a tu personal de redacción, los
únicos que podrían detenerla antes de que recorra todo el camino hasta el fondo de la
colina. Si ellos no pueden detenerla, tu cómoda y pequeña casita en el fondo de la colina
va a terminar sepultada bajo una enorme y apestosa bola de mierda.
Recapitulando (que eso no suene como una rendición, ¿estamos?), aquí está tu misión, tu
única opción es aceptarla (una broma). Tres (3) libros que puedas garantizar que sean
bestsellers, entregados para el 30 de junio. Los tres deben aparecer en la lista del Times
este año, lo que significa que lo mejor sería que los empieces a producir lo más pronto
posible.
Lamento la prisa, nene, pero como dice El Jefe de las Tablas (o sea Frank Sinatra, no el
señor Redbone), "Así es la vida, así es como se pasa."
Tuyo,
Harl Enders
Interventor, Apex
de la oficina del editor en jefe
A: John Kenton, Herb Porter, Bill Gelb, Sandra Jackson,
FECHA: 30/3/81
MENSAJE: Bien, mi intrépida redacción, el globo se ha soltado. Querrán leer la obra
maestra de Harlow Enders por sí mismos, pero el desafío que nos han planteado está bien
claro: ubicar tres libros de bolsillo en la lista del Times, donde nunca antes ha estado
ningún producto de Zenith House, para el 31 de diciembre o antes. Esto es absurdo, por
supuesto —es como desafiar a alguien a escalar el Everest en bermudas y zapatillas—
pero eso no cambia nada.
Hoy a la tarde tenemos reunión editorial, como siempre, aunque esta vez me gustaría
por escrito: ¿tiene alguno de ustedes un libro que podamos considerar un bestseller?
Quiero los memorándums para el mediodía.
Memos, por favor, no llamadas. Desde ahora y hasta el fin, quiero transcripciones de
todo lo que hagamos. Aunque no sirva para otra cosa, podría necesitar un gran fajo de
papel para meterle a alguien en el culo.
Roger
memorándum de oficina
A: Roger
DE: Bill Gelb
REF: ¿¿¿Posible Bestseller???
Estás bromeando, por supuesto. Esto es una locura. Tengo la nueva novela de Mort
Yeager (la escribió en la biblioteca de la prisión de Attica) y sólo sería publicable si le
recortamos la brutalidad (en la mitad del libro, y no te estoy cagando, el villano tiene
sexo con el gato de la casa), pero es así. También conseguimos los derechos para novelar
Lesbo Drácula (se vé tan pictórico como Las Nenas Calientes de este mes), aunque ahora
aparecieron ciertas dudas sobre si distribuirlo en cualquier parte que no sean las tiendas
de pornografía. Más allá de eso, el armario está vacío.
B.G.
P.D. ¿Este memorándum de Enders es una broma, no? Una broma cruel.
P.P.D. ¿Cuándo vuelve Riddley de Alabama?
memorándum de oficina
A: Roger
DE: Herb Porter
REF: Posible Bestseller
La idea de que este lugar pueda generar un bestseller, y no hablemos de tres, es
absurda. Habiendo dicho eso, tengo una idea un poco alocada, y puedes ignorarla si
quieres, pero aquí va. Hagamos que Olive Barker —quien en mi opinión sigue siendo
nuestra mejor escritora fantasma— escriba una rápida biografía de Tripas de Hierro
Hecksler, centrada en su desbarajuste final. Ahora que el tipo está muerto, tenemos el
cuento completo: el comienzo, el nudo, y el ardiente desenlace. Incluso podría agregar en
un capítulo lo que pasó aquí, quizá sacándole un poco el jugo. ¿Qué te parece?
Herb
P.D. Creo que debes agarrar a Enders y matarlo, solamente por llamarte "nene". Las
malas noticias ya son lo suficientemente malas. El tipo está siendo condescendiente.
P.P.D. ¿Has tenido alguna noticia de nuestro cartero y personal de conserjería?
Riddley, en otras palabras. Hoy pasé por su cuarto. Algo allí huele muy bien. Como a
tostada caliente y mermelada.
memorándum de oficina
A: Roger Wade
DE: SANDRA JACKSON
REF: Petición absolutamente idiota.
Roger (¿o tendría que llamarte "Nene"?),
Zenith House nunca ha publicado un bestseller y nunca PUBLICARÁ un bestseller.
Aunque YO tengo una idea bastante interesante. Tiene que ver con Anthony L.K.
LaScorbia, nuestro escritor de Inmundas Criaturas del Infierno. Aparentemente la gente
le ha estado enviando chistes a Tony. Por ejemplo: "¿Cómo le dicen a 5 millones de
hormigas rojas brasileñas marchando?" Respuesta: La hora del almuerzo en Río. O si no:
"¿Cuántos bebés se necesitan para saciar a una horda de escorpiones alborotados?"
Respuesta: ¿Cuántos conseguiste? Sé que no parecen muy cómicos, pero yo me reí hasta
casi mearme encima, y varias personas a las que se los conté también se rieron (y algunas
contra su voluntad, por el aspecto de sus caras). ¿Por qué no dejamos que lo intente? No
puede ofender a nadie. Piensa llamarlo Chistes del Infierno. Insiste en que se trata de un
nuevo estilo de humor, lo que él llama el "Chiste Enfermo."
¿Y tú qué piensas?
Sandi
P.D. ¿Cuándo vuelve Riddley? ¡Mi cesto está desbordado! Hoy me asomé en su
cuarto, ¿y sabes qué? Huele bien. De la misma forma que olía la cocina de mi abuela
cuando cocinaba galletitas. Quizá me las esté perdiendo.
memorándum de oficina
A: Roger
DE: John
REF: Petición demente
REF: Respuestas de Bill, Herb, y Sandra.
Herb fue el que mejor lo expuso, nene: la idea es absurda. No obstante, continúo
abriéndome paso a través de los manuscritos viejos. Por el momento no he encontrado
ninguno bueno, y ya voy por los últimos dos estantes. Aunque no sirva para nada, al
menos vamos a quedarnos sin empleo, pero sabiendo que el cuarto del correo está limpio
para la próxima compañía que se mude aquí.
Habiéndote dicho eso, déjame agregar que me desalenté (más de lo normal, quiero
decir) al comprender que debo contarme, junto con Bill, entre las cabras en lugar de las
ovejas. Quiero decir que, al menos, Herb y Sandra propusieron ideas, ¿no es así? Lo cual
me lleva al propósito real de este memo. Tú eres el jefe, no yo, pero realmente creo que
ambas ideas tienen mérito. Un libro sobre el General se vendería, sobre todo si nos
apresuramos a lanzarlo. Sé que no tenemos la capacidad como para producir un "libro del
momento" como los que siguieron al descubrimiento de las grabaciones de Watergate,
pero Olive podría trabajar rápido, sobre todo si Herb se pusiera a trabajar con ella. Estoy
seguro de que él se daría un papel estelar, pero hasta eso podría funcionar.
La idea del libro de chistes es algo más difusa, pero tengo que reconocer que cuando
la leí, sentí que algún oscuro circuito en mi interior (probablemente uno del que debiera
sentirme avergonzado) se calentaba. ¿Sería posible que pudiéramos extender el alcance,
es decir, publicar los chistes más enfermos de cada tema? ¿Y buscarle un nombre cómico
al autor, algo así como Ima Enfermo o I.B. III? Sé cómo suena esto —en una palabra,
inmaduro— pero sin embargo me parece que podría haber algo allí.
Mi primera reacción fue desearía haber sido yo el que pensara en eso. Un chiste
enfermo en sí mismo. Está claro que hemos alcanzado el fondo del barril, pero creo que
debe quedarte algún cartucho. Entretanto, yo continuaré con los últimos manuscritos sin
devolver. Llegué demasiado lejos como para echarme atrás justo ahora.
John
P.D. Un libro de chistes sería más rápido de terminar que un libro ficticio sobre el
viejo Tripas de Hierro. Lo tendríamos listo en algo así como una semana. Todos
tendríamos que ponernos a trabajar para encontrar la mayor cantidad de chistes
escabrosos que podamos recordar. P: ¿Cómo le dicen a un niño que no tiene ni brazos ni
piernas? R: Segunda base.
P.P.D. Realmente fui presidente de la Sociedad Literaria en la Brown, aunque todo
aquello ahora me parece como si fuera un sueño. De hecho, todo este año me parece un
sueño.
P.P.D.D. ¿Por qué están todos tan preocupados por Riddley? ¿Que es eso de buenos
olores saliendo de su armario? La última vez que estuve allí olía a moho y a Lysol.
Tendré que comprobarlo. Además, estoy tentado de decirle a Sandra que sé exactamente
donde puede meterse su cesto. Me encantaría poder ayudarla con el procedimiento de
inserción, además.
P.P.D.D.D. ¿Cuándo vuelve Riddley? ¡Lo extraño a e'te tipo! ¡Sí seor!
de la oficina del editor en jefe
A: Herb
FECHA: 30/3/81
MENSAJE: El libro sobre Hecksler tiene luz verde. Título provisorio: El General del
Diablo. Comunícate de inmediato con Olive Barker. Estás autorizado a ofrecerle 2,500
dólares más gastos, a 150 dólares semanales, durante cuatro semanas. Si nos estamos
hundiendo, al menos vayámonos a pique gastando el dinero de Apex tan rápido como
podamos. Necesitaremos fotografías para una sección en medio del libro. Tú trabajarás
con Olive a cada paso del camino, Herb. Dile a ella que tendrá que dejar los barbitúricos
durante el trabajo.
Los antidepresivos son mejores.
Roger
de la oficina del editor en jefe
A: Sandra
FECHA: 30/3/81
MENSAJE: El libro de chistes tiene luz verde, pero olvídate de LaScorbia; déjalo que se
concentre en sus avispas y sus moscas. Nosotros cinco vamos a escribir este pequeño y
escabroso tomo. Título provisorio: Los Chistes Más Enfermos Del Mundo. Esta tarde
tendremos nuestra primera sesión editorial acerca de este proyecto, en la Taberna de
Flaherty, calle abajo. Ésto es lo más cercano a un ganador que tenemos, así que
tomémoslo en serio. Tendremos que decidir si queremos (o nos atrevemos) a ser racistas,
como en "cuántos polacos se necesitan" o "a cuántos mexicanos les toma." Mi impresión
es que si vamos a bucear en la cloaca, tendremos que hacer todo el trayecto hasta el
fondo. Y que ni tú ni ningún otro me hable de compartir los derechos de autor de un libro
de chistes sobre bebés muertos y sodomía. Aquí estamos salvando nuestros trabajos, o al
menos intentándolo.
Quizás debamos invitar a Riddley a nuestra pequeña reunión de cerebros. Él
regresará la semana próxima, y espero que lo hagas circular entre tus colegas. Acá
estamos todos medio muertos, y lo único que parece importarles es el maldito conserje.
Roger
P.D. Además, mantente alejada de su armario. Me parece que allí guarda sus
cachivaches personales.
P.P.D. A menos que quieras limpiar algunas ventanas o encerar algunos suelos, por
supuesto. En ese caso, tienes mi permiso.
memorándum de oficina
A: Roger
DE: Bill Gelb
REF: La posible contribución de Riddley Walker al delirante y ofensivo libro de chistes
Hagámoslo entrar en el proyecto apenas vuelva, por todos los medios. Tal vez pueda
contribuir con algunos chistes sobre la mamá muerta.
de la oficina del editor en jefe
A: Bill Gelb
Fecha: 30/3/81
MENSAJE: Para ser alguien que no ha propuesto la más mínima idea, ni siquiera para un
libro de cualquier clase, sugiero que te guardes tus chistes para tí mismo. O si no, baja
hasta el armario de R.W. y aspira un poco de ese aire. Parece haber hecho maravillas en
Herb y Sandra. No se trata de una sugerencia seria. Tal como le dije a Sandra, el armario
del conserje es es del estricto dominio de Riddley.
Del diario de John Kenton
30 de marzo de 1981
Esta noche me arrastré hasta mi departamento bastante borracho, desde la sesión de
tormenta de ideas más rara de mi vida (el lugar: la Taberna de Flaherty; el asunto: cómo
le dicen a un leproso en una tina caliente, etc., etc.). Ultimamente estoy tomando
demasiado, y sería un gran mentiroso si no dijera que sentí una extraña y vergonzosa
excitación. No es sólo la bebida la que domina mis emociones, al menos no creo que así
sea. No sé si un libro de chistes podrá entrar en la lista de bestsellers del New York Times
—probablemente no— pero creo que todos percibimos esa sensación de que realmente
algo estaba sucediendo. Antes de que nos largáramos, la mitad de las personas que había
en la taberna contribuyeron con chistes, siendo mi favorito el anteriormente mencionado
sobre cómo le dicen a un leproso en una tina caliente (Stu, por supuesto). Si sirve como
consuelo, tanto Sandra como Bill terminaron más borrachos que yo, Roger quizás un
poco menos. Herb Porter no bebe. Creo que tiene un problema con la bebida, y va a esas
reuniones donde te presentas por tu primer nombre.
Una reunión rara, muy rara. Pero no tan rara como la carta que encontré
esperándome en el buzón cuando finalmente buceé hasta casa. Esta noche tengo una
jaqueca demasiado fuerte como para seguir escribiendo, todo lo que quiero hacer es
comer algo poco sustancioso y acostarme, pero sujetaré la carta de la señorita Barfield a
esta página del diario, y mañana la llevaré a la oficina. Quizás para ese entonces el frío
que me corre por la espalda ya se haya ido.
Roger sabrá qué hacer. Por lo menos eso espero. Y quizás también sepa algo más:
cómo hizo una mujer que maneja una tienda de flores y un invernadero en Central Falls,
Rhode Island, para conocer mi dirección. La dirección de mi casa.
Y a Kevin.
¿Cómo, en el nombre de Dios, pudo haberse enterado de lo de Kevin? Y no sólo
Kevin. Kevin Anthony, escribe ella.
Kevin Anthony, 7/7/67.
También dice que no le gusta Carlos Detweiller —que tiene miedo de él— y que
hay mucho por lo que estar agradecido, pero yo encuentro que no estoy muy aliviado.
Después de todo, podría estar mintiendo.
Que se vaya a la mierda, me voy a la cama. Con algo de suerte, se mantendrán todos
fuera de mis sueños. Ruth Tanaka, sobre todo. Hay algo curioso: en un momento dado,
durante nuestra reunión en Flaherty, fui al baño. Mientras estaba de pie frente al urinario,
el nombre de Ruth estalló en mi mente. Su nombre pero no su cara. Durante un par de
segundos no pude verle cara en absoluto. En cambio, lo que me vino fue la última de las
"fotografías del sacrificio." Carlos Detweiller, con su cara en las sombras, sosteniendo un
corazón chorreante.
Cristo.
carta de la señora Tina Barfield a John Kenton
28 de marzo del '81
Estimado Sr John Kenton,
Usted no me conoce de la Víspera de la Primera Madre pero yo sí lo conozco.
Ambos tenemos a Carlos en común, y sabe exactamente a quién me refiero. Me llano
Tina Barfield, y soy la propietaria de la Casa de Flores de Central Falls. Usted piensa
que está a salvo de Carlos pero Carlos no se olvidó de usted. Está en peligro. Yo estoy
en peligro. Todos en la editorial donde usted trabaja están en peligro. Pero también
tienen una gran oportunidad. Los Poderes Oscuros tienen que dar antes de poder
recibir. Podría contarle ciertas cosas.
Venga y véame en cuanto reciba esta carta. Tan pronto como la lea. Mi tiempo
aquí acabará pronto. Algunas de las Lenguas han empezado a menearse.
Tal vez piense que estoy loca. La respuesta es: sí, lo piensa. Pero yo puedo
ayudarle a encontrar lo que está buscando. Ha estado en ese cuarto todo el tiempo.
¿Por qué hago esto? En parte porque mi alma, a pesar de estar consagrada a la Cabra,
todavía puede ser redimida. Principalmente porque le temo y aborrezco a Carlos
Detweiller. ¡Odio a ese hijo de puta! Habría que hacer algo para ver sus planes
Explorados y Arruinados. Créame cuando le digo que exagerarán bastante las noticias
sobre su muerte. Como la del General.
Si puede, venga el martes. Traiga al Aguatero, si lo prefiere. Usted puede hacer
más que un paso al costado en la venganza de Carlos, señor John Kenton. Con mi ayuda
puede valerse de él para lograr su sueño. Si duda de mí, piense en esto: Kevin Anthony
7/7/67. Lamento si ésto lo inquieta, pero no podemos perder tiempo convenciéndolo de
que sé lo que sé.
Atentamente,
Tina Barfield
Del diario de John Kenton
31 de marzo de 1981
Éste ha sido un largo día; un día terrible; un día maravilloso... un día no-sé-qué. Lo
único que sé con seguridad es que estoy temblando hasta los huesos. Hasta mi propia
alma. Uno puede citar despreocupadamente a Hamlet —"hay más cosas en el cielo y en
la tierra que las que nunca soñaste en tu filosofía"— y no pensar nunca en lo que esas
palabras significan. Y quizá un día toda la mierda se te venga encima, como la que hoy
nos sepultó a Roger y mí. Y ese suelo que tan confiado caminaste durante toda tu vida de
repente se vuelve transparente y comprendes que hay un pavoroso abismo allá abajo. Y
lo peor de todo es que el abismo no está vacío. Hay cosas en él. No sé qué son esas
cosas, pero me dan la impresión de estar hambrientas. Preferiría estar fuera de todo este
lío. Y todavía queda lo que dijo Roger. Siento algo de la loca excitación que pude ver en
sus ojos. Yo
Oh, muchacho, esto no está nada bien. Me estoy yendo por las ramas. Tomemos un
poco de tiempo para respirar profundamente, para poder tranquilizarme, y empezar por el
principio. Voy a escribirlo aunque me lleve toda la noche. De todas formas, tengo la
impresión de que no me podría dormir. ¿Y sabes lo que me obsesiona? ¿Qué es lo que me
sigue rondando por la cabeza como alguna especie de loco mantra? Los Poderes Oscuros
tienen que dar antes de poder recibir. ¡Las posibilidades que encierra una declaración
tan simple! ¡Si semejante y simple declaración fuera cierta!
Bien. Desde el principio.
Normalmente a la alarma le lleva cinco minutos de ininterrumpido rebuzno lograr
despertarme, pero esta mañana mis ojos se abrieron de golpe por sí solos a las 6:58 AM,
dos minutos antes de que sonara. Tenía la mente despejada, el estómago recuperado, no
tenía señales de resaca, pero cuando me levanté dejé mi silueta oscura dibujada en la
sábana; por la noche debo haber sudado más de un litro de alcohol mezclado con agua
salada. Tuve sueños feos, intrincados; en uno de ellos perseguía a Ruth con alguna clase
de planta venenosa, gritándole que si se comía las hojas, viviría para siempre.
—¡Tú sabes que lo quieres, perra! —le gritaba— ¡Huele las hojas! ¡Como las
galletas que cocinaba tu abuela! ¿Cómo puede ser malo algo que huela así?
Me tomé una ducha rápida, unos pocos tragos de jugo directamente del cartón, y
luego abrí la puerta y me fui. Roger siempre llega temprano, pero esta mañana quería
ganarle.
En el autobús releí la carta de esta mujer, Barfield. Anoche, confundido por la
bebida y por aproximadamente dos mil chistes de lesbianas, negros, y monjas sordas, lo
único que pude ver fue el nombre de mi hermano muerto. A la monótona luz gris de una
nublada mañana en New York, sentado entre la última ola de collares azules y la primera
ola de collares blancos y rosas —extrañamente sereno en esa mezcla inquieta de Posts y
Wall Street Journals— leí la carta de nuevo, esta vez un poco más capaz de apreciar sus
múltiples rarezas. Era al nombre de mi hermano al que mis ojos aún seguían volviendo.
Caminé desde el ascensor hacia el quinto piso del 409 Park Avenue South a las 7:50
AM, seguro de haberle ganado a Roger al menos por media hora... pero las luces de su
oficina ya estaban encendidas, y pude oír el lejano claqueteo de su IBM. Resultó que
estaba copiando los chistes. Y aunque sus ojos estaban algo enrojecidos, no parecía más
ansioso de lo que yo me sentía. Mirándolo allí sentado, sentí cierto odio aturdido hacia
Harlow Enders y todos aquellos como él, tipos que —apostaría por eso—nunca leen ni
uno solo de los libros que publican. La idea que tienen de un giro de página es de un
informe anual de fuertes ganancias.
—Ellos no se merecen a alguien como tú —declaré.
Él miró a su alrededor, sobresaltado, y luego sonrió.
—Llegaste temprano. Pero me alegro. Tengo algo para mostrarte, John.
—Yo también tengo algo para mostrarte.
—Bien. —Empujó hacia atrás la máquina de escribir, y luego la miró disgustado—.
El libro sobre el General Hecksler va a ser desagradable, pero el libro de chistes...
hombre, este material es horrible. —Miró la hoja que estaba copiando y leyó:
—'¿Cuántos Biafarans hambrientos puedes meter en la cabina de un ascensor?'
—A todos ellos —le respondí. Ahora que estábamos lejos del humo y de la risa y de
los gritos que pedían bebidas y de la rockola sonando que, combinados, hacían que
Flaherty sea Flaherty, el chiste no era cómico en absoluto. Era triste, feo y peligroso. El
hecho de que las personas se rieran de él era lo peor de todo.
—A todos ellos asintió suavemente. A todos ellos.
—No tenemos porqué hacer este libro —sugerí—. Todavía no existe ningún
documento, salvo un par de memos, y éstos podrían desaparecer.
—Si no lo hacemos nosotros, lo hará algún otro —explicó Roger—. Es una idea a la
que le llegó la hora. Es brillante, a su propia apestosa manera. ¿Y sabes qué?
Negué con la cabeza.
—¿Quieres saber algo más? Opino que va a ser un bestseller. Y pienso que la
docena o así de continuaciones que haremos van a ser bestsellers. Creo que durante los
próximos dos años, los chistes sobre negros, kikes, ciegos, y minorías agonizantes van a
estar en... boga. —Su boca dio un tirón hacia abajo... y luego se rió. Fue horrible, esa
risa. Ultrajada y codiciosa. Entonces escuché que yo también me reía, y eso fue aun más
horrible.
—¿Qué querías mostrarme, John?
—Esto. —Le alcancé la carta. Sus ojos fueron primero a la firma, y entonces se
dilataron. Me miró y yo asentí—. La jefa de Carlos en Central Falls. Quizá no
terminamos con él después de todo.
—¿Cómo consiguió tu dirección?
—No tengo ni idea.
—¿Piensas que pudiera obtenerla de Detweiller?
—Ella dice que lo odia.
—No significa que sea así. ¿Quién es Kevin Anthony? ¿Alguna idea?
—Kevin Anthony era mi hermano. Cuando tenía diez años, empezó a perder la vista
en un ojo. Era un tumor. Le sacaron el ojo, pero el cáncer ya había penetrado en su
cerebro. A los seis meses ya estaba muerto. Mis padres nunca lo superaron.
El color abandonó la cara de Roger.
—Dios, lo siento. No lo sabía.
—No, claro. Hasta donde sé, nadie en New York lo sabe. Dejando de lado Central
Falls. Ni siquiera se lo había dicho a Ruth.
—¿Y la fecha? Fue el...
Asentí.
—El día que murió, exacto. Por supuesto, nada de esto es top secret. La mujer pudo
haberlo averiguado. Los mediums hacen su trabajo investigando el material que se
supone que no conocen, y al final no termina siendo otra cosa que un trabajo de búsqueda
y de investigación. Pero...
—Tú no lo crees. Y yo tampoco —Roger señaló la carta—.'Traiga al Aguatero si lo
prefiere.'
—Me pregunté qué quiso decir —le dije.
—Cuando estaba en la escuela secundaria, me quedé afuera del equipo de fútbol.
Me lo tomé muy en serio, y fui un tonto. No pesaba más de sesenta kilos, pero tenía la
esperanza de ser... no sé... de ser la versión de Knute Rockne de la Escuela Secundaria
Reading, supongo. Yo me lo tomé muy en serio, pero nadie más lo hizo. Los demás casi
se mueren de la risa. El equipo, las animadoras, el grupo estudiantil completo. Seguí
entrenando con el resto. Terminé siendo el aguatero del equipo. Se convirtió en mi
apodo. Incluso está en el anuario. Roger Wade, Clase del '68, Club de Drama, Club de la
Alegría, Periódico. Ambición, escribir la Gran Novela Americana. Apodo, el Aguatero.
Por un momento ninguno de los dos dijo nada. Luego tomó la carta de nuevo.
—Parece dar a entender que Tripas de Hierro Hecksler todavía está vivo. ¿Crees que
eso es posible?
—No veo cómo pueda ser. Pero sí lo comprendí, al menos un poco. No fue más que
un fuego, después de todo. No quedó nada excepto cenizas y unos pocos dientes. Podría
hacerse. Sugiere un grado de astucia en el que no me agrada demasiado pensar, pero sí...
podría hacerse.
—Ella nos quiere en Central Falls —dijo Roger, apagando su máquina de escribir y
poniéndose de pie—. Démosle lo que quiere. Aún tenemos tiempo suficiente como para
mover el culo hasta la Estación Penn y tomar El Peregrino. Podemos estar en Rhode
Island para el mediodía.
—¿Y qué pasa con el libro de chistes? ¿Y con El General del Diablo?
—Dejemos que esos tres inútiles trabajen un poco, para variar—dijo Roger,
señalando con el pulgar el corto corredor que llevaba a los despachos de los editores.
—¿En serio?
—Tan serio como un ataque cardíaco.
Y así fue. A las 9:40 estábamos caminando hacia el Peregrino de Amtrak en las
entrañas de la Estación Penn, armados con revistas y rosquillas; a las 12:15 estábamos
caminando en Central Falls; a la una salíamos de un taxi en la Calle Alden, delante de la
Casa de Flores de Central Falls. El lugar es un saltbox de Nueva Inglaterra bastante
decadente que se destaca detrás de un jardín muerto, todavía manchado con algunos
copos de nieve derritiéndose. La parte trasera es un enorme invernadero que en realidad
se extiende todo el camino hasta la calle siguiente. Sin tener en cuenta los Jardines
Botánicos en D.C., es el invernadero más condenadamente grande que alguna vez haya
visto. Pero a diferencia del Botánico que hay D.C., éste está sucio: las ventanas están
mugrientas, algunas de ellas remendadas con cinta. Pudimos ver pequeños resplandores
de calor elevándose por encima del techo; del ápice, si me perdonas la expresión.
Durante el extraño Mardi Gras de locura de Detweiller, alguien se refirió a este edificio
como una jungla —no recuerdo quién lo hizo, probablemente uno de los polis— y hoy
Roger y yo pudimos ver por qué. No era sólo por el calor que subía desde los paneles de
vidrio hacia el frío gris de
 Apex (como Apex Corporation) significa ápice en inglés. (N. del T.)
marzo; principalmente lo era por la oscura mata de plantas que se vislumbraba detrás de
esos paneles. En la deslucida luz parecían negras en lugar de verdes.
—Mi tío se volvería loco —dijo Roger—. Si aún viviera, quiero decir. El tío Ray.
Cuando yo era un chico, siempre me saludaba con un 'Hey, soy el tío Ray de Green Bay.'
A lo cual yo tenía que contestar, 'Hey, Ray,de qué me estás hablando?' Y él continuaba
con '¿Puedes quedarte, o tienes que salir hoy?'
Escuché este recuerdo un tanto extraño en silencio. Lo importante era que no podía
quitar los ojos de la oscuridad, atestada de toda esa cantidad de plantas.
—De todas maneras, él era un horticultor aficionado, y tenía un invernadero. Uno
pequeño. Nada que ver con esto. Vamos, John.
Yo pensé, siguiendo con el humor en verso, que se podría agregar una estrofa, como
ser: vayamos adentro, pero él siguió caminando por el sendero. Los escalones del porche
estaban manchados con un poco de sal de invierno. Más allá de ellos, en la ventana de la
puerta, había un anuncio de FTD con un Mercurio alado en él, y con una leyenda en que
se leía ¡ENTREN, TENEMOS ABIERTO! Las palabras estaban flanqueadas por rosas.
Cuando alcanzamos los escalones me detuve por un segundo.
—Acabo de recordarlo; dijiste que tú también tenías algo para mostrarme. Allá en la
oficina. Pero nunca lo hiciste.
—Así es. Creo que sería mejor mostrártelo cuando volvamos.
—¿Tiene algo que ver con el cuarto de Riddley? —No sé de dónde me vino esa
idea, exactamente, pero una vez que la formulé supe que tenía razón.
—Sí. Así es.—Me miró fijamente. Allí de pie al comienzo de las escaleras, con el
cuello de su gabán levantado encuadrando su rostro, y con un poco de color en las
mejillas, se me ocurrió que Roger Wade era un tipo bastante guapo. Mejor parecido
ahora, probablemente, que muchos de los compañeros que se burlaban de él en la escuela
secundaria, llamándolo Aguatero y Dios sabe cuántas otras cosas más. Roger incluso
podría averiguarlo, si volvía a alguna de sus reuniones
'Hey, I'm Uncle Ray from Green Bay.'
'Hey, Ray, what do you say?'
'Can ya stay, or do ya have to leave today?'
Come on, John.
Let's get it on.
de clase... pero esas voces de la secundaria en realidad nunca abandonan nuestras mentes,
¿no es así? Quizá lo hacen si amasas suficiente dinero y te llevas a la cama a bastantes
mujeres (no sé nada sobre estas cosas, ya que soy tan pobre como tímido), pero dudo que
estas voces te abandonaran incluso entonces.
—John —me dijo.
—¿Qué?
—Nos estamos demorando.
Y como supe que era cierto —ninguno de los dos quería entrar en el lugar del
antiguo empleo de Carlos Detweiller, dije: —No más demoras— y subí primero los
escalones.
Una campanilla tintineó sobre la puerta cuando entramos. Lo siguiente que noté fue
el olor de las flores... pero no sólo flores. El pensamiento que cruzó mi mente fue Una
sala fúnebre. Una sala fúnebre en lo profundo del sur, durante una ola de calor. Y
aunque nunca he estado en el sur durante una ola de calor —nunca he estado en el sur en
definitiva— supe que estaba en lo cierto. Porque había otro olor bajo el pesado perfume
de rosas y orquídeas y claveles y Dios sabe qué más. Era un olor carnoso, que bordeaba
lo rancio. Desagradable. La boca de Roger se torció bruscamente hacia abajo por las
comisuras. Él también lo sintió.
Probablemente por los años cuarenta y cincuenta, cuando el lugar había sido una
casa de familia, el cuarto en el que entramos formaba dos habitaciones: la entrada y el
pequeño salón delantero. En algún punto había sido derribada una pared, formando una
gran área de ventas con un mostrador atravesado a casi tres cuartos del recorrido. Había
un panel para pasar a través del mostrador, ahora levantado, y más allá de él una puerta
abierta que llevaba al invernadero. Era de allí de donde venía lo peor del olor. El cuarto
estaba muy caliente. Detrás del mostrador había un compartimiento de vidrio en frío (no
sé si le llaman refrigerador a ese tipo de cosas; supongo que deben llamarlo así). Allí
había ramilletes de flores cortadas y arreglos florales, pero el vidrio estaba tan empañado
—supongo que por la diferencia de temperatura entre los dos ambientes— que apenas
podía diferenciarse a las azucenas de los crisantemos. Era como mirar a través de una
pesada niebla inglesa (y no, nunca he estado allí, tampoco).
A la izquierda y detrás del mostrador, sentado bajo un pizarrón en el que estaban
anotados varios precios, se encontraba un hombre con el Providence Journal abierto
delante de la cara. Solamente alcanzábamos a ver unos pocos rastros de pelo blanco
flotando como hierba mala sobre un cráneo calvo. De la señorita Tina Barfield no había
ni rastros.
—¡Hola! —dijo Roger vigorosamente.
El hombre del periódico no respondió. Tan sólo estaba sentado allí mostrando los
titulares: REAGAN SALDRÁ DE ESTO, PROMETEN LOS DOCTORES.
—¿Hola?¿Señor?
Ningún movimiento. Una rara idea se me ocurrió entonces: que en realidad no era
un hombre sino un maniquí posando con el periódico levantado. Para cubrirse de los
ladrones de tiendas, quizás. No es que los ladrones frecuentaran demasiado las florerías,
pensé.
—¿Perdón? —dijo Roger, hablando aun más ruidosamente—. Vinimos para ver a la
señorita Barfield.
Ninguna respuesta. El diario ni siquiera se movió.
Sintiéndome un poco como una criatura en un sueño (aunque todavía no me había
separado completamente de la realidad; a esa parte estaré llegando en breve), caminé
hasta el mostrador, donde había una campanilla al lado de una tarjeta que decía POR
FAVOR TOQUE PARA SER ATENDIDO. La golpeé brevemente con la palma,
produciendo un único y agudo ¡ding! Tenía el loco impulso de anunciar "¡Al Frente, por
favor!" con mi mejor voz de empleado-de-escritorio-snob-de-New-York, pero lo reprimí.
Despacio, muy despacio, el diario bajó. Cuando lo hizo, deseé que se hubiera
quedado arriba. El Journal descendente reveló una cara que yo ya había visto antes, en
las "Fotografías del Sacrificio." En ellas aparecía distorcionada por el dolor, el horror, y
la incredulidad. Ahora, la cara de Norville Keen, autor de perlas tales como "Para qué
describir a un invitado cuando puedes verlo a ese invitado," era un absoluto espacio en
blanco.
No. Eso no es lo correcto.
Mierda
(más tarde)
Permanecí sentado delante de esta pequeña y piojosa Olivetti durante casi cinco
minutos, tratando de imaginar cuál podría ser la mejor manera de describirlo, y la mejor
que pude encontrar es laxo. La cara del hombre no estaba simplemente desprovista de
expresión, me entiendes, sino aparentemente desprovista también de la tensión muscular.
Acaso siempre fue una cara larga, pero ahora parecía absurdamente larga, casi como una
de esas caras que se vislumbran en uno de aquellos engañosos espejos de feria. Colgaba
de su cráneo como masa colgando del borde de un cuenco de mezcla.
Noté que Roger contuvo la respiración a mi lado. Más tarde me dijo que al principio
pensó que estábamos viendo un caso de Alzheimer, pero creo que fue una mentira.
Somos hombres modernos, Roger y yo, un par de cristianos que vivimos en la gran
ciudad, que pasamos nuestros días bajo los principios de la ley y la suposición de...
¿como podría explicarlo? De que existe una realidad material. No creemos que la
realidad sea benigna, pero tampoco la encontramos verdaderamente maligna. Todavía
tenemos nuestra memoria racial, por supuesto, y está íntimamente relacionada con los
órganos de nuestro instinto animal. Ese órgano que se alimenta de lo suprarrenal dormita
la mayor parte del tiempo, pero está allí. El nuestro despertó en el despacho de la Casa de
Flores de Central Falls y nos dijo a ambos la misma cosa: que el hombre que nos miraba
desde esos inexpresivos y polvorientos ojos negros no estaba para nada vivo. Que era, de
hecho, un cadáver.
(más tarde)
No he cenado y tampoco quiero nada; tal vez me vuelva el apetito cuando haya
terminado con esto. De todas formas, recién fui a la vuelta de la esquina por un exprés
doble, y ya me está despabilando. Hizo que me reanimara un poco. Y sin embargo —
para hablar con la verdad, y que se avergüencen los demonios— me encontré
prácticamente corriendo de farol en farol, escapándole a la oscuridad, sintiéndome
observado. No por alguna otra persona (por cierto que no percibí que Carlos Detweiller
me acechara, tal vez con un par de buenas y afiladas tijeras de podar) sino por la misma
oscuridad. Esos órganos del instinto que mencioné están ahora totalmente despiertos,
como puedes ver, y lo que menos les gusta es la oscuridad. Pero ahora que estoy de
nuevo en mi confortable cocina, bajo el brillo de la luz fluorescente, y con media taza de
un cargado y caliente café en mi mano derecha, las cosas mejoraron.
Porque, sabes, hay un lado bueno en todo esto. Ya lo verás.
¿Bien, dónde estaba? Ah sí, ya sé. El periódico bajo y la pálida mirada fija. La
mirada fija y laxa.
Al principio ni Roger ni yo pudimos decir nada. Al hombre —al señor Keen— no
parecía importarle; él solo estaba sentado en su taburete junto a la caja registradora,
mirándonos fijamente con el periódico arrugado en el regazo en vez de adelante de su
cara. La página en que lo tenía abierto parecía ser un anuncio a doble página de un
distribuidor de automóviles. Pude ver las palabras REHÚSESE A SER ESTAFADO.
Finalmente reaccioné.
—¿Es usted el señor Keen? ¿El señor Norville Keen?
Nada. Tan sólo esos ojos fijos. Me parecían tan polvorientos como piedras en un
foso seco.
—Usted vive en el edificio de Carlos, verdad? —pregunté— ¿De Carlos Detweiller?
Nada.
Roger se inclinó hacia adelante y habló muy despacio y claramente, como lo haría
alguien que se dirige a un hombre del que se cree que es sordo, retrasado mental, o
ambas cosas.
—Estamos... buscando... a... Tina... Barfield... ¿Está... aquí?
Al principio tampoco hubo respuesta. Estuve a punto de probar mi suerte (todo el
tiempo pensando en algún lugar en el fondo de mi mente que no estaba nada bien tratar
de extraer información de un muerto; la gente lo ha estado intentando durante años sin
éxito), cuando, muy despacio, el señor Keen levantó una mano. Llevaba una camisa
blanca de mangas cortas, y los músculos de su antebrazo colgaban flojos, como si se
bambolearan desde el hueso. Señaló con un largo y amarillo dedo, y pensé El Fantasma
de la Navidad Acaba de Llegar, señalando implacablemente a la tumba olvidada de
Ebeneezer Scrooge. No era una tumba a la que el señor Keen estaba apuntando, sino a la
puerta abierta del invernadero.
—¿Allí está ella? —preguntó Roger en un demencialmente cordial tono de voz; era
como si compartiéramos un chiste muy poco gracioso. P.¿Cuántos hombres muertos se
necesitan para manejar un invernadero? R. Sólo Norv.
No hubo respuesta por parte del señor Keen. Salvo por el dedo que apuntaba, claro
está. Es imposible comunicar cuán misterioso era. Me he preguntado una y otra vez si
respiraba, y simplemente no lo sé. Es el dedo señalando lo que mejor recuerdo: la uña
estaba mellada y astillada, como si se la hubiera roído. Y sus ojos. Esas polvorientas,
inexpresivas piedras que eran sus ojos.
—Vamos —dijo Roger, y pasó a través del panel levantado.
Comencé a decir, "¿De verdad te parece que está bien..." pero era obvio que Roger
pensaba que era una buena idea, porque siguió caminando. O quizá sólo decidió que era
la única idea. Y, como no quería quedarme bajo la mirada fija y sin parpadeos del señor
Keen, lo seguí.
Me precipité a través del hueco en el mostrador con la cabeza ligeramente baja, y
como resultado corrí derecho a la espalda de Roger y por poco no lo choqué. Algo lo
detuvo de golpe unos tres metros dentro del invernadero, y cuando levanté la cabeza para
mirar, vi de qué se trataba.
Y aquí descubro que las habilidades descriptivas de John Kenton son absolutamente
inadecuadas para expresar lo que vimos en ese condenado lugar. Obtuve una A en todos
mis cursos de composición, he publicado una buena cantidad de historias sentimentales
en un buen número de "pequeñas revistas" sentimentales (aunque ninguna últimamente,
como si el hecho de publicar los libros de Macho Man y Viento Flotante hubiera
adormecido de manera considerable mi apetito por la escritura), y en la Brown fui
considerado como el principal candidato a ser uno de los leones literarios de América, en
los últimos años del siglo veinte. Uno puede seguir creyéndolo hasta que se pone a
prueba. Hoy fui probado, y esta noche tuve lo que quería. Incluso creo que si un Mailer o
un Roth o un Bellow hubieran estado esta tarde con nosotros, cuando entramos en el
invernadero que corre entre Alden Steet y Isle Avenue (donde termina en un alto cerco
de tablas cubierto con carteles de PROHIBIDO EL PASO), cualquiera de ellos se habría
sentido igual de acobardado ante la tarea de describir lo que había del otro lado de esa
puerta. Quizás sólo un poeta —un Wallace Stevens o un T.S. Eliot— hubiera podido
realizar la tarea. Pero como ellos no están aquí, tendré que hacer lo mejor que pueda.
La sensación predominante fue la de haber traspasado la frontera a otro mundo,
hacia un pesadillesco ecosistema de helechos gigantes, árboles prehistóricos, y lujurioso
verdor alienígena. No estoy diciéndote que no reconocí ninguna de las plantas, porque lo
hice. Bordeando el pasillo central, por ejemplo, tan atestado que caminar de otra manera
que no fuera en fila hubiera resultado casi imposible, estaban lo que tomé como helechos
comunes, aunque crecidos hasta un tamaño y altura descomunales (Roger lo confirmó al
decirme que en su mayor parte eran Boston anormalmente crecidos y helechos cabellos
de doncella). Además de rematar el pasillo en cuyo comienzo estábamos parados, sus
presuntos vástagos —rizomas, si recuerdo la palabra que Roger utilizó— serpenteaban
como una mata de tentáculos de algún tipo, por entre los agrietados azulejos de un color
naranja sucio.
Más allá de ellos y a ambos lados, sobresaliendo en algunos casos toda la distancia
que los separaba de los sucios paneles de vidrio del tejado, había palmeras con plantas de
bananas (algunas de ellas repletas de diminutos manojos de colgantes plátanos verdes
que parecían capullos de insectos), y grandes rododendros, verdes en su mayor parte,
aunque florecidos aquí y allá en retorcidas masas de azalea. De alguna manera, estos
colosales grupos de vegetación asustaban por su vitalidad; su atestado verdor parecía
amenazar, prometiendo provocar en tu cabeza y nariz cada alergia dormida... no sin antes
envolverte y aplastarte hasta la muerte, claro. Y estaba caliente. Podría haber treinta
grados o así en la oficina, pero aquí rondaba los treinta y cinco o quizá incluso cuarenta.
Humeante, además, el aire desprendía humedad.
—Uau —dijo Roger con una voz diminuta, casi jadeante. Se quitó el gabán con los
lentos movimientos de un sonámbulo, y yo lo imité. —Por Cristo, Johnny. Por Cristo
nuestro Señor. —Empezó a bajar por el pasillo, rozando las ramas que colgaban de los
grandes helechos con su chaqueta, que se había echado sobre el brazo, y echando una
mirada a su alrededor con ojos dilatádos, incrédulos.
—Roger, quizá no sea una buena idea —dije—. A lo mejor deberíamos... —Pero no
me prestaba atención, así que me apresuré detrás de él.
Alrededor de diez metros más allá, un nuevo pasillo cruzaba el que habíamos
empezado a recorrer. Como para agregarle un surrealista toque final, había una señal de
tránsito plantada en el barro, de este lado de la intersección. Una flecha que apuntaba
directamente hacia adelante decía AQUÍ. La otra que apuntaba a ambos caminos a lo
largo del cruce del pasillo decía ALLÍ y ALLÁ. Habría sido agradable creer que alguien
tenía cierto sentido del humor, quizás inspirado por Lewis Carroll, pero yo, de hecho, no
lo creí. Por alguna razón, las señales parecían mortalmente serias. (Aunque admito sin
problemas que pudo haber sido tan sólo mi percepción; digamos que no estaba en un
estado mental capaz de apreciar el ingenio).
Alcancé a Roger y le sugerí de nuevo que regresáramos. Él pareció no oírme.
—Esto es irreal—dijo—. Johnny, esto es absolutamente irreal.
No podría decidir si me agradó que me llamara Johnny; es un diminutivo que no
escucho desde la primaria. En cuanto a la calidad irreal del invernadero de la señorita
Barfield, no pareció requerir ningún comentario. Era algo evidente, y no sólo ante
nosotros, sino también a nuestro alrededor. Ya sudaba a través de la camisa, y los latidos
del corazón me retumbaban en los oídos como un tambor.
—Allí hay un heliotrop —dijo, señalándolo—. Un hibisco está creciendo por detrás
él. Absolutamente florecientes. ¿Puedes sentir el olor del 'bisco?
Sentía al hibisco, claro, mas una docena de otras fragancias florales y/o herbáceas,
algunas tan suaves como un atardecer en la Polinesia, otras ásperas y amargas. Un abeto
enano y un gran árbol de tejo crecían en la esquina donde estábamos parados, pareciendo
querer alcanzarnos con sus espesas ramas. Pero por debajo de toda la mezcla de olores
estaba aquel otro, ese olor mortuorio y carnoso.
Una ola de calor allá en el sur, pensé. Primero el choque de trenes, luego la falla
de energía. Ahora hay cuarenta cuerpos allí abajo, mutilados y comenzando a apestar.
Incluso con todas las flores. Algunos de los cadáveres con sus ojos abiertos,
polvorientos y blancos, como piedras en un foso seco...
—Roger...
Dejé de mirar el enredo de tejos y abetos (no podía entender por qué razón alguien
querría plantar árboles como esos en un invernadero, pero allí estaban) y descubrí que
Roger se había ido. Estaba solo.
Entonces vi apenas un atisbo de su gabán a mi derecha, a lo largo del pasillo
marcado ALLÍ. Empecé a correr detrás suyo, luego me detuve, metí la mano en mi
bolsillo, y saqué un papel arrugado. Era, de hecho, mi copia del memo de Harlow Enders,
el de la maníaca petición en que nos decía que o ubicábamos tres bestsellers en el New
York Times o salíamos a ventilar nuestros culos flacos a la calle, lo que fuera que
resultara más productivo. Arranqué un pedazo del borde del memo, lo estrujé, y lo tiré en
el centro de la intersección de AQUÍ, ALLÍ, y ALLÁ. Lo observé rebotar hasta detenerse
en los sucios azulejos, y después corrí en busca de Roger. Me sentí como un absurdo
Hansel abandonado por Gretel.
En la Calle ALLÍ, los helechos y la hiedra de Boston se apiñaban aun más juntos
unos con otros; las hojas hicieron un desagradable sonido susurrante cuando rozaron la
tela de mi cada vez más húmeda camisa. Vi delante mío otro revoloteo del gabán, y uno
de los zapatos de Roger antes de que girara de nuevo, esta vez a la izquierda.
—¡Roger! —grité— ¿Por el amor de Dios, puedes esperarme?
Arranqué otro pedazo de papel del memo de Enders, lo dejé caer, y troté a lo largo
de la nueva senda, siguiendo a Roger. Aquí el camino no estaba flanqueado por helechos
pero sí por cactus sobredimensionados, de un verde brillante en sus bases, marchitándose
hasta una desagradable sombra amarilla en sus extremos, echando ramas como si fueran
brazos corvos, todas ellas acorazadas con gruesas agujas que terminaban en unas puntas
asquerosas. Como las ramas de los helechos, éstas parecían meter la mano en el camino.
Sin embargo, el rozar de los brazos del cactus no produciría sólo un bajo y susurrante
sonido; si llegaras a tocarlos, correría la sangre. Si crecieran un poco más cerca, una
persona no podría atravesar el camino, pensé, y entonces se me ocurrió que si Roger y
yo intentábamos desandar este sendero, encontraríamos el pasillo obstruido. Este lugar
era un laberinto. Una trampa. Y estaba vivo.
Me dí cuenta de que podía escuchar algo más que los latidos de mi corazón.
También había un sonido bajo, gorgoteante, como si alguien de pocos modales estuviera
sorbiendo una sopa. Sólo que parecían ser un montón de "alguien".
Entonces se me ocurrió otra idea: aquel de adelante no era Roger en absoluto. Roger
había sido atrapado en la selva, y yo estaba persiguiendo a alguien que había robado su
abrigo y uno de sus zapatos. Estaba siendo atraído, atraído al centro, donde alguna
gigantesca planta carnívora esperaba por mí, una boca voladora de venus, una planta
carnívora, tal vez algún tipo de parra homicida.
Pero llegué a la esquina siguiente (un cartel señalaba esta triple intersección como
AL OTRO LADO, ATRÁS, y MÁS ALLÁ) y Roger estaba allí parado, con el saco ahora
colgando de una mano, y con la camisa mojada en su espalda, formando una oscura
forma de árbol. Casi esperaba verlo de pie en la orilla de un río selvático, un perezoso
afluente del Amazonas o del Orinoco que atravesara lentamente el centro de Central
Falls, Rhode Island. No había ningún río, pero los olores eran más densos y picantes, y
ese tufo a carne corrompida era aun más fuerte. La combinación era lo suficientemente
amarga para hacerme picar la nariz y lagrimear los ojos.
—No te muevas hacia tu derecha —me dijo Roger, hablando de forma casi distraída
—. Zumaque venenoso, roble venenoso, e hiedra venenosa. Todos creciendo juntos.
Yo miré y alcancé a ver un aglutinado montón de brillantes hojas, muy verdes, con
un poco de malsano color escarlata, que casi parecían gotear sus venenosos aceites. Toca
esa mierda y te rascarás durante un año, pensé yo.
—Johnny.
—Tenemos que salir de aquí —dije. Luego agregé: —Es decir, si podemos
encontrar nuestro camino.
¿Por qué habíamos entrado aquí, en primer lugar? ¿Por qué, cuándo el tipo que nos
señaló el camino estaba tan evidentemente muerto? No tenía ni idea. Debíamos estar
embrujados.
Por cierto que Roger Wade parecía embrujado. Pronunció mi nombre de nuevo.
—Johnny —como si yo no hubiera dicho nada.
—¿Qué? —le pregunté, mirando con desconfianza la brillante masa mezclada de
roble venenoso, zumaque, y hiedra. Ese sonido absorbente y baboso parecía más cerca
ahora. Era la planta devoradora de hombres, sin duda, ansiosa por su comida. Tarta de
editores de New York, qué rico.
—Son todas venenosas —dijo con esa misma voz soñadora—. Veneno o
alucinógeno o ambos. Ésa es una datura, allí, una mala hierba comúnmente llamada
jimson... —señalaba una sucia maraña verde que parecía una piscina de agua estancada
— y darlingtonia... un hierbajo joe-pye... allí hay una nicotiana y una belladona...
foxglove... euphorbia, la versión peligrosa de una poinsettia... Cristo, me parece que
aquella es una cereus de flores nocturnas. —Señalaba una inmensa planta de flores
herméticamente cerradas en esa opaca luz gris. Roger se volvió hacia mí—. Y muchas
otras que no conozco. Montones de ellas.
—Puede reconocer el anthurium, por supuesto —dijo una voz divertida detrás
nuestro.
Nos dimos vuelta y allí estaba esa pequeña mujer de cara varonil y cuerpo bajo y
rechoncho, de pelo encanecido. Llevaba puesta una boina de gamuza gris y fumaba un
cigarrillo. No parecía acalorada en lo más mínimo.
—Esa no es peligrosa, aunque desde ya, las hojas del ruibarbo podrían cortarle la
digestión —y no me sorprendería que de manera permanente— y las vainas de la wisteria
también son bastante asquerosas. ¿Quién de ustedes es John Kenton?
—Soy yo —le dije—. Y usted es la señora Barfield.
—Señorita —corrigió ella—. No compro esa mierda educadamente correcta. Nunca
lo hice. Y su colega no debería estar aquí.
—Lo sé —dije desconsoladamente.
Podría haber agregado algo más, pero antes de que lo hiciera, Tina Barfield hizo
algo asombroso. Levantó un pie calzado con un sobrio zapato negro, inhaló del cigarrillo,
y lo sostuvo a su lado, donde una pesada rama con vainas de algún tipo que colgaban
sobre el sendero (yo ya no podía pensar en él como en un pasillo, por más que estuviera
embaldosado con esos resquebrajados restos de azulejos anaranjados; estábamos en la
selva, y cuando estás allí son senderos los que sigues, no pasillos... si, es decir, tienes la
suerte suficiente como para encontrar uno). Una de las vainas se hendió, transformándose
en una boca pequeña, ávida. Se comió el extremo del cigarro que todavía ardía en su
mano y luego se cerró de nuevo.
—Buen Dios —dijo Roger con voz ronca.
—Es del tipo de las atrapamoscas —dijo la mujer con indiferencia—. Un bicho
tonto que se come cualquier cosa. Uno se imaginaría que podría ahogarse, pero no. Ya
que están aquí, permítanme mostrarles algo.
Ella se adelantó y siguió por el sendero, sin siquiera mirar atrás para asegurarse de
que la estuviéramos siguiendo... lo cual estábamos haciendo. Dobló a la izquierda, a la
derecha, luego a la derecha de nuevo. En todo ese rato aquellos desacompasados sonidos
absorbentes se volvieron más poderosos. Noté que ella vestía un traje con pantalones
color arándano, todo tan sobrio como sus zapatos. Está vestida, pensé, como una mujer
que tiene lugares adonde ir y cosas que hacer.
Puedo recordar ahora lo asustado que estaba, pero sólo de manera imprecisa. Cuán
seguro estaba de que nunca saldríamos de ese horrible lugar humeante. Entonces la mujer
dobló una última esquina y se detuvo. Nos reunimos con ella.
—Mierda... santa —susurré.
El caminó terminó delante nuestro. O quizás estaba demasiado cubierto de
vegetación. Las plantas que bloqueaban el camino eran de un sucio negro grisáceo, y de
las flores de sus ramas brotaba —supongo que eran flores— el rosa rojizo de las
heridas infectadas. Eran largas, como las azucenas a punto de florecer, y se abrían y
cerraban muy despacio, emitiendo esos sonidos succionantes. Sólo que ahora que
estábamos allí, ya no sonaba como si succionaran. Parecía como si estuvieran hablando.
Aquí llega un punto en el que la mente se derrumba o se cierra sobre sí misma.
Ahora lo sé. Me vi repentinamente colmado de una especie de calma surrealista que
nunca antes había experimentado. En cierto nivel, yo sabía que me encontraba allí,
observando esas flores horrorosas, que hablaban lentamente. Pero en otro, lo rechacé por
completo. Yo estaba en casa. En mi cama. Tenía que estarlo. La alarma no me había
despertado, era así de simple. No iba a llegar a la oficina antes que Roger como hubiera
querido, pero igual estaba bien. Más que bien. Porque cuando finalmente me despertara,
todo esto habría desaparecido.
—En el nombre de Dios... ¿Qué son esas cosas? —preguntó Roger.
Tina Barfield me miró con las cejas levantadas. Era la expresión que pone un
maestro al preguntarle al estudiante que debería conocer la respuesta.
—Esas son las Lenguas —dije—. ¿Recuerdas la carta? Decía algo sobre las Lenguas
que habían empezado a menearse.
—Bien dicho —dijo la mujer—. Quizá no sea tan estúpido como cuando Carlos
entró en contacto con usted.
Por un momento nadie dijo nada. Simplemente nos quedamos los tres mirando esas
flores que se abrían y se cerraban, con sus entrañas escarlata parpadeando. El suave
sonido susurrante, sin dientes, me hizo sentir como si presionara mis manos sobre los
oídos. Casi eran palabras, verás. Una charla casi real.
Oh, mierda. Olvídalo. Era una charla real.
—¿Lenguas? —preguntó Roger por fin.
—Son la lengua de la viuda —respondió Tina Barfield—. Conocida en algunos
países europeos como lengua de bruja o la perdición de la vieja arrugada. ¿Tiene idea de
sobre qué están hablando, señor Kenton?
—Sobre nosotros —dije—. ¿Podemos salir de aquí? Me siento como si estuviera
por desmayarme.
—Y yo también, de verdad —agregó Roger.
—Irnos sería lo más prudente. —Ella señaló con el brazo a su alrededor, como para
abarcar a todo ese mundo de plantas húmedas y poderosos hedores—. Éste es un lugar
hechizado, y siempre lo fue. Ahora está más hechizado que nunca. De hecho, es bastante
peligroso. Pero necesitaban verlo para poder entender. Los Poderes Oscuros se han
desatado. El hecho de que fuera un tonto del culo sin cerebro como Carlos quien los
liberara da lo mismo. Él lo pagará, por supuesto. Pero mientras tanto, es imprudente
provocar demasiado a ciertas fuerzas. Vengan, muchachos.
No me gustó que me llamara muchacho, pero estaba más que ansioso por seguirla,
créeme. Ella nos condujo rápidamente y sin vacilaciones. En cierto momento pude ver
claramente cómo una raíz que llegaba serpenteando desde el follaje del costado izquierdo
de la calle ALLÍ se le enroscaba alrededor del zapato. Ella le dio un tirón impaciente,
zafando el pie de la raíz sin echarle siquiera un vistazo. Y durante todo el tiempo
podíamos oír ese bajo, susurrante, y absorbente sonido detrás nuestro. Las Lenguas,
meneándose.
Yo buscaba los arrugados bollitos de papel que había dejado caer, pero habían
desaparecido. Algo los había agarrado, así como la raíz había agarrado el zapato de Tina
Barfield, y había arrojado mis señales lejos, en algún lugar entre la maleza.
No estaba sorprendido. Si en ese momento hubiera aparecido entre los arbustos
John F. Kennedy paseando del brazo con Adolf Hitler, no creo que me hubiera
sorprendido.
Se me terminó el café exprés. Prometí que esta noche me mantendría apartado de la
bebida, pero en la cocina tengo una botella de escocés y necesito un poco, después de
todo. Ahora mismo. Para propósitos medicinales. Si no logra otra cosa, quizás al menos
acabe con el temblor de mis manos. Me gustaría terminar de escribir esto antes de la
medianoche.
(más tarde)
Aquí estoy. Gracias a los poderes restauradores del Dewers, terminaré a la
medianoche. Y no es que esté siendo demasiado minucioso, créeme. Estoy escribiendo
tan rápido como puedo, poniendo todo aquello que siento que es absolutamente
esencial... y escribirlo me hace sentir extrañamente bien, como si recuperara alguna
emoción que creía perdida para siempre. Todavía estoy devanando los eventos del día, y
tengo cierta sensación de haberme librado de mil cosas que siempre asumí como
afianzadas —toda una manera de pensar y percibir— pero también siento una innegable
alegría. Aunque más no sea, al menos tengo algo que agradecer: el recuerdo de Ruth
Tanaka apenas se me cruzó por la mente. Esta noche, cuando pienso en Ruth, me parece
muy pequeña, como una persona vislumbrada a través del extremo equivocado de un
telescopio. Cosa que, me parece, es un alivio.
Regresamos a la oficina en poco tiempo, siguiendo bien de cerca los talones de Tina
Barfield. La oficina parecía calurosa al entrar desde la calle, pero después de volver del
invernadero se sentía indudablemente helada. Roger volvió a ponerse su abrigo, y yo lo
imité.
El viejo estaba sentado exactamente donde lo habíamos dejado, sólo que con el
diario otra vez alzado delante del rostro. Barfield nos llevó más allá de él (lo esquivé al
pasar a su lado, recordando esa película de horror donde la mano sale disparada de la
tumba y agarra a uno de los adolescentes) hasta una oficina más pequeña.
Este cuarto contenía un escritorio, una silla plegable metálica, y un tablón de
anuncios. La superficie del escritorio estaba vacía salvo por un cenicero con un par de
colillas aplastadas y un cesto de ENTRADAS/SALIDAS con nada en ambas bandejas. El
tablón de anuncios estaba vacío salvo por un pequeño grupo de chinchetas en la esquina
inferior. Había unos pocos ganchos para cuadros alrededor de las paredes, cada uno
localizado en un cuadrado de empapelado de un color crema vagamente más lustroso.
Situadas junto a la puerta había tres maletas preparadas, del mismo color arándano que el
traje de la mujer, pero apenas necesité mirarlas para entender que Tina Barfield no se
quedaría mucho tiempo más en la Casa de Flores... ni en Central Falls. Supongo que hay
algo en el viejo "soretito" Kenton que hace que las personas quieran ponerse sus zapatos
boogie para largarse del pueblo. Se trata de una tendencia que comenzó con Ruth, ahora
que lo pienso.
Barfield se sentó en la silla junto al escritorio y buscó intensamente sus cigarros en
el bolsillo de su chaqueta.
—Les pediría que se sentaran, muchachos —dijo—, pero como pueden ver, los
asientos son limitados.—Mientras sacaba un cigarrillo del paquete, miró críticamente a
Roger—. Usted se ve como la mierda, señor... no conozco su nombre.
—Roger Wade. Y me siento como la mierda.
—¿No estará por desmayarse, verdad?
—No lo creo. ¿Podría convidarme un cigarrillo?
Ella lo consideró, y luego le ofreció el atado. Roger tomó uno con una mano que
estaba bastante lejos de aparentar firmeza. Ella me ofreció el atado. Empecé a rechazarlo,
pero tomé uno. En la universidad fumaba como una chimenea —parecía ser lo que tenías
que hacer si eras alguien creativo, como dejarte el pelo largo y usar vaqueros— pero no
volví a hacerlo desde entonces. Éste parecía ser un buen momento para empezar de
nuevo. Como podría decir en el Necronomicon de H.P. Lovecraft, Cuando las Lenguas se
menean, verás, el antiguo fumador volverá a sus malignos hábitos; incluso hasta a tres
atados un día, él volverá. Y ya que estoy con este tema, también podría confesar que ese
exprés doble no fue lo único que compré en la pequeña fiambrería coreana de la vuelta
de la esquina; también me anoté un atado de Camels. Sin filtros. Si no elige Ir, si no junta
los doscientos dólares, vaya directamente al Cáncer Pulmonar.
La antigua jefa de Carlos sacó una carterita de fósforos de debajo del celofán del
paquete, encendió uno, y luego prendió el cigarrillo de John y el mío. Hecho esto, agitó
el fósforo, lo dejó caer en el cenicero, rascó otro, y encendió su propio cigarrillo.
—Nunca enciendas tres con un solo fósforo —dijo—. Trae mala suerte. Sobre todo
cuando te vas de viaje. Cuando viajen, muchachos, necesitarán toda la suerte que puedan
conseguir.
Aspiré una profunda bocanada, esperando que me doliera la cabeza. No me dolió. Ni
siquiera tosí. Fue como si nunca lo hubiera dejado. Puede que eso sea todo lo que se
necesite decir sobre el estado de mis emociones y de mi mente.
—¿A dónde se va? —le preguntó Roger.
Ella lo miró fríamente.
—No necesita saberlo, amigo mío. Lo que necesita saber puedo decírselo en cosa de
cinco minutos. Lo cual es bueno. —Echó un vistazo a su reloj—. Ahora es justo la una y
cuarto...
Sobresaltado, miré mi propio reloj. Ella tenía razón. Sólo había pasado una hora
desde que nos bajáramos de El Peregrino. Muchas cosas habían pasado desde entonces.
Éramos hombres más viejos y más sabios. Y también hombres más asustados.
—... y le dije a la compañía de taxis que mande rápidamente a alguien aquí a la una
y media. Cuando esa bocina suene, muchachos, la conferencia habrá terminado.
—¿Usted es una bruja, no es cierto? —pregunté—. Usted es una bruja, Carlos es un
brujo, y de verdad hay una especie de aquelarre funcionando en Central Falls. Es como
en... —Pero en lo único que podía pensar era en El Bebé de Rosemary, y parecía
estúpido.
Agitó su mano con impaciencia, dejando detrás un sendero de humo azul grisáceo.
—No perderemos el tiempo repitiendo siempre lo mismo ¿no? Eso sería tonto. Si
quiere llamarme bruja, bien, sí, soy una bruja. Y si quiere llamar aquelarre a un grupo de
personas que utilizaban juntos la tabla Ouija y que comían endemoniados sandwiches de
jamón, puede hacerlo. Pero no cometa el error de llamar brujo a Carlos. Carlos es un
idiota. Pero un idiota peligroso. Un idiota poderoso. Por suerte para ustedes, muchachos,
también es una especie de ganso dorado. O podría serlo. Carlos es como alguna de las
cosas que hay allí en el invernadero. Como el foxglove, por ejemplo. Cómetelo en los
bosques, y tu corazón se detendrá como un reloj de bolsillo barato. Pero si lo procesas y
le inyectas...
—Abracadabra —dijo Roger.
—Alcáncele a este chico su muñeca —dijo ella, disgustada—. No tengo tiempo
como para contarles la historia completa de las Artes y los Poderes de la Oscuridad, y no
lo haría incluso si lo tuviera. Salvo por los geeks y los dweebs, es tan aburrida como
cualquier otra. Además, no me creerían ni la mitad.
—Después de lo que vimos allí dentro, un poco le creería —murmuró Roger.
Inhaló el cigarrillo, expulsando el humo por sus fosas nasales, como si fueran dos
jets gemelos.
—¡Bolchevique! La gente siempre está diciendo algo así, pero no lo dicen en serio.
No lo creerían ni por un minuto. Acéptemelo, muchachote, que usted no se tragaría ni la
mitad de la historia. Pero quizá en este momento crea lo suficiente como para prestar
atención a lo que le digo. La cual es la razón por la que lo traje aquí, ¿de acuerdo?
Aplastó el cigarrillo en el cenicero y nos miró a través de la nube de humo.
—Lección uno, chicos: sea lo que sea lo que Carlos les haya dicho, tómenlo como la
pura verdad. Es demasiado tonto como para mentir. Cualquier cosa que hayan visto en
esas fotos que él les envió, considérenlo la pura verdad, también. En cuanto a la planta
que les mandó... ¡úsenla! ¿Por qué carajo no? Ustedes tendrían que conseguir algo de
este asunto, al menos por la molestia que les causó. Úsenla, tengan cuidado con ella, y no
le permitan que crezca demasiado. La Ouija dice A SALVO —yo la consulté— así que,
por el momento, ustedes están bien. Habrá derramamiento de sangre, es inevitable, pero a
menos que consigan ayuda, las fuerzas oscuras sólo pueden atraparse a si mismas. Con
tal de que su nueva planta no obtenga sangre inocente, todo estará tranquilo... por lo
menos en el corto plazo. La Ouija dice A SALVO. Aunque claro que si juegan con
cuchillos demasiado tiempo, tarde o temprano alguien va a cortarse. No es más que un
hecho de la vida. El punto es este: una vez que tengan lo que necesiten, dénle a esa planta
una buena ducha de DDT. No sean ambiciosos. Y adios hiedra. Adios Carlos.
—Pero no hay ninguna planta —dije—. Es decir, él me escribió una carta en la que
prometía enviarme una, pero usó un seudónimo bastante penoso que descubrí en seguida.
Le envié a Riddley, el encargado de nuestra sección del correo, un memo en el que le
ordené que la tirara al incinerador, si llegara. Hasta donde yo sé, nunca llegó.
—Vino —dijo Roger disimuladamente.
—¿Lo hizo? ¿Cuándo? Debe haber sido después de que Riddley se fuera al funeral
de su mad...
—No —dijo Roger—. Llegó antes. Riddley la tiene en una pequeña maceta, que
está casi totalmente desbordada. La maldita cosa se está extendiendo como una cizaña —
miró a Tina Barfield—. Si me disculpa la expresión.
—¿Por qué no? Es una cizaña. Una forma de hiedra bastante particular, importada
de... bueno, de otro lugar. Dejémoslo ahí, muchachos, ¿qué les parece?
—En el transcurso del discurso rápido, supongo que Buttwheat dijo otay —replicó
Roger, y yo solté una sincera y sorprendida carcajada. Uno o dos segundos después, Tina
Barfield se nos unió. No nos hizo amigos, Dios sabe que no, pero tranquilizó un poco el
ambiente. Restauró el sentido de la lógica, sin importar qué tan ilusorio pudo haber sido.
Roger se volvió a mí, luciendo ligeramente ensalzador.
—Eso era lo que pensaba a mostrarte esta mañana —me dijo—. La planta en el
cubículo de Riddley. Sentía curiosidad sobre los memos de Herb y Sandra... y sobre los
agradables olores que dijeron que venían de allí... y bajé a echar un vistazo. Yo...
—Quizá, muchachos, puedan ponerse al día con sus cosas cuando vuelvan a New
York en el Metropolitano —dijo Barfield—. Estoy segura de que hará que los kilómetros
se pasen volando. Yo haría lo mismo. Y el tempus sigue fugit. ¿Alguien quiere un poco
más de nicotina?
Ambos aceptamos otro cigarrillo; así que nos convidó. Acto seguido, el ritual de los
dos fósforos.
—¿Cómo sabe que nos volvemos en el tren? —le pregunté—. ¿Se lo dijo la OUIJA?
—Leí aquellos libros de Viento Flotante —reveló, sin que viniera a cuento—. El
romance está bien, pero lo que realmente me gusta es el sexo rudo. —Nos examinó con
ojos brillantes, quizás intentando decidir si alguno de nosotros sería capaz de tener sexo
rudo—. Sin embargo, no necesito la tabla Ouija para saber que un par de tipos que
trabajan para la compañía que publica eso probablemente no vendrían hasta aquí en
avión.
—Muchas gracias, querida —dijo Roger. No parecía divertido; se veía
genuinamente enfadado.
—Lo que quiero saber —dije— es por qué está ayudándonos.
—Buena pregunta —coincidió Roger—. Tengan cuidado con los regalos producidos
por los griegos y todo eso. Como mínimo, usted se debe estar cagando de risa de
nosotros. Después de todo... —echó una mirada a la oficina desnuda— ...por cómo luce
esto, parece como si hubiera cambiado su estilo de vida.
—Si —convino, y mostró una sonrisa con dos filas de diminutos pero afilados
dientes—. Déjeme fuera de la cárcel, eso es lo que usted quiso decir. Lo que estoy
tratando de hacer es retribuirle. También intentar ponerme a salvo de Carlos. De quien, a
propósito, muy pronto estarán leyendo la noticia de su muerte. Me sorprende que todavía
no haya muerto. Ha salido del círculo protector. Hay cosas allí afuera —señaló con su
cigarrillo hacia el invernadero... y también, sospecho, a algún horrible lugar más allá de
él—, y están todas hambrientas. Cuando Carlos le envió esas fotos, y su estúpido
manuscrito, y finalmente la planta, él se entregó a esas cosas. Pero vivo o muerto, todavía
puede atraparme. A menos que, es decir, yo haga un Buen Giro genuino. —Oí claramente
las mayúsculas en su voz. Lo mismo hizo Roger; se lo pregunté más tarde—. Que
justamente es lo que estoy intentando hacer.
Ojeó de nuevo su reloj.
—Escúchenme, muchachos, y no hagan preguntas. El poder de Carlos le vino de su
madre, que no era ninguna tonta... salvo por el ciego amor que sentía por su hijo, quien
finalmente consiguió matarla. Desde 1977, cuando pasó aquello, nuestro grupo —el
aquelarre, si les gusta, aunque nunca nos llamamos así— ha estado en poder de Carlos
Detweiller. Hay una historia de un hombre llamado Jerome Bixby titulada 'Es una Buena
Vida.' Léanlo. La situación en esa historia era igual a la nuestra. Carlos asesinó a su
madre; por accidente, estoy casi segura, pero de todas formas lo hizo. Mató a Don, mi
marido, y ése no fue ningún accidente. Ni tampoco lo que le ocurrió a Herb Hagstrom.
Supuestamente, Herb era el mejor amigo de Carlos, pero tuvieron una discusión y hubo
un accidente de auto. Herb terminó decapitado.
Roger hizo una mueca. Noté que mi cara hacía lo mismo.
—El resto de nosotros sobrevivió siguiéndole la corriente a Carlos... continuando
con sus así llamadas reuniones sagradas, aunque se volvían cada vez más y más
peligrosas... y sobrevivimos. Pero sobrevivir no es lo mismo que vivir, muchachos.
Nunca lo fue, y nunca lo será.
—El viejo de allí afuera no parece ni siquiera un sobreviviente —dijo Roger.
—Norville —asintió ella—. La última víctima de Carlos. Parece algo sacado de los
libros que publican ustedes, ¿no es verdad? Él tenía el corazón latente colgándole
directamente del pecho, ¿y saben por qué? ¿Saben cual fue su pecado más grande contra
Carlos? Una noche Norv tenía un agasajo —esto fue para finales del año pasado— y
renegó de Carlos tres veces, largándose hacia el Crazy Eights. A Carlos le gusta ganarle
al Crazy Eights. Él se lo tomó como una... ofensa.
—El señor Keen está bien muerto —murmuré. Es decir, supe que lo estaba, creo que
lo supe desde el momento en que bajó su periódico y nos miró con esos horribles y
polvorientos ojos, si bien poseían esa dura racionalidad muerta. Al menos de día. Ahora,
después de cinco horas en esta Olivetti, descubro que no tengo ningún problema en
creérmelo todo. Cuando el sol salga de nuevo eso puede cambiar, pero por ahora no
tengo ningún problema en creerlo, para nada.
—Está menos que muerto —corrigió la mujer—. Es un zombie. Es mi fuerza
psíquica la que lo mantiene vivo en cierta forma. Cuando me haya ido, él se derrumbará.
No es que él vaya a enterarse o sentirse preocupado, Dios lo bendiga.
—¿Y las plantas del invernadero? —preguntó Roger—. ¿Qué hay con ellas?
—Con el tiempo, Rhode Island Electric cortará la electricidad por falta de pago.
Cuando las luces se van, el calor se va. Todo allí se morirá. De todas formas, estoy
cansada de vender hongos mágicos a un manojo de ciclistas y viejos hippis. A la mierda
ellos y los caballos rosas que monten de aquí en adelante.
De afuera llegaron los largos quejidos de una bocina. Tina Barfield se levantó
inmediatamente, apagando con vivacidad el resto de su cigarrillo en el cenicero.
—¡Me voy! —dijo—. Los anchos espacios abiertos me esperan. Simplemente
llámenme Buckarú Banzai.
—¡No puede irse todavía! —dijo Roger—. Tenemos preguntas...
—Sí-sí-seguro-seguro —dijo ella—. ¿Si un árbol se desploma en el bosque y no hay
nadie alrededor para oírlo, hace algún sonido? ¿Si Dios creó al mundo, quién creó a
Dios? ¿Realmente John Kennedy se acostó con Marilyn Monroe? Ayúdenme con mis
maletas y quizá reciban una respuesta más.
Yo tomé una y Roger dos. Tina Barfield abrió la puerta y entró en la oficina.
Norville Keen, el Floricultor Semimuerto de Central Falls, había bajado su periódico de
nuevo y estaba mirando fijamente hacia adelante. No, su pecho no se movía. Ni un poco.
El hecho de mirarlo me hirió la mente en algún profundo lugar que nunca hasta hoy había
sido herido, por lo menos que pudiera recordar.
—Norv —le dijo, y como él no la miró ella dijo algo breve y gutural. ¡Uhlahg! fue
como sonó. Fuera lo que fuera, funcionó. Él miró fijo a su alrededor—. Ábrete la camisa,
Norv.
—No —dijo Roger, inquieto—. Está bien, no necesitamos...
—A mí me parece que sí —dijo ella—. Mientras vuelvan en el tren, sus formas
normales de pensar van a reafirmarse y empezarán a dudar de todo lo que les dije. Esto,
creo... esto les pegará directamente en las costillas.—Entonces, aun más nítidamente: —
¡Uhlahg!
El señor Keen se desabotonó la camisa, despacio pero con firmeza. La abrió de un
tirón y expuso su pecho gris. Corriéndole hacia abajo por su parte central había una
horrorosa herida pálida, como una larga boca vertical. Pudimos ver en ella la barra gris y
ósea del esternón.
Roger se dio vuelta, con una mano en la boca. Detrás de ella llegó un sonido de tos
seca. En cuanto a mí, yo sólo miraba. Y me lo creí todo.
—Abotónate —dijo Tina Barfield, y Norville Keen comenzó a hacerlo, con unos
largos dedos que se movían tan despacio como lo hicieran antes. La mujer se volvió a
Roger y dijo, con apenas un toque de malicioso humor en su curiosidad: —¿No estará
por desmayarse ahora, no?
Muy lentamente, Roger se incorporó. Dejó caer la mano desde su boca. Su rostro
estaba blanco pero sereno. No había temblor en sus labios. Entonces me sentí orgulloso
de él. Yo estaba aturdido más allá de una reacción como esa, ya lo ves; Roger no lo había
logrado, aunque igual consiguió mantener adentro su café y sus rosquillas.
—No —dijo—, pero le agradezco por su preocupación.—Hizo una pausa y luego
agregó: —Perra.
—La perra está intentando ser su hada madrina —le dijo ella—. ¿Puede llevarme
aquéllas, camarada?
Roger recogió las dos maletas y se tambaleó. Yo tomé una y él me dirigió una
sonrisa agradecida y enfermiza. La seguimos hacia el porche. El aire estaba húmedo y
friolento —no más de quince grados— pero nunca saboreé un aire que fuera más dulce.
Respiré grandes bocanadas de él, aspirando tan sólo los habituales tufos de la polución
industrial. Después del invernadero, unos pocos hidrocarburos me parecieron
maravillosos. En el bordillo, estaba holgazaneando el Taxi de la Red Top.
—Sólo un par de cosas más —dijo Barfield. Toda ella se veía tan hosca y afectada
como una ejecutiva —la misma Sherwyn Redbone, quizás— que estuviera cerrando un
trato comercial. Mientras hablaba recorrió el camino, primero los escalones manchados
de sal y luego a lo largo de la vereda de concreto resquebrajado—. Primero, cuando
escuchen que Carlos está muerto, sigan comportándose como si estuviera vivo... porque
por un rato lo estará. Como un tulpa.
—Como el que infestó a Richard Nixon —dije yo.
—Correcto, correcto. —Ella se detuvo junto a los tres escalones que bajaban hacia
la acera y me miró muy bruscamente—. ¿Cómo sabe eso? —Y antes de que pudiera
contestarle, se contestó a sí misma—. Carlos, por supuesto. Cuando estaba vivo, Norv le
decía, 'Carlos, hablarás hasta caerte muerto si no tienes cuidado.' Que está
condenadamente cerca de lo que está haciendo. Sin embargo, Carlos no esperará mucho
tiempo; no sería capaz de una cosa así. Dos meses, quizá tres a lo sumo. Porque él es
tonto. Los cerebros mandan, incluso en el Otro Lado.
Una vez más escuché las mayúsculas. Ella bajó los escalones hasta la acera. El
chofer del taxi salió y abrió su portaequipajes. Guardamos las maletas dentro, junto a
algunas video caseteras embaladas que parecían, según mi ojo reconocidamente
inexperto, que fueran robadas.
—Vuelva para el auto, muchachote —le dijo Tina al conductor—. Pronto estaré con
usted.
—El tiempo es dinero, señora.
—No —le dijo ella—, el tiempo no es más que tiempo. Aun así, baje la banderita si
lo hace sentir mejor.
El taxista se retiró al asiento del conductor del Red Top. Tina se volvió una vez más
a nosotros; una pulcra y pequeña mujer, baja pero ancha de caderas y de espaldas, vestida
con su mejor traje de viajes y con su boina de gamuza.
—Trátenlo como si todavía estuviera vivo —recalcó—. En cuanto a la planta,
pronto empezará su trabajo...
—Ya comenzó —dije, porque entonces entendí mucho de lo que estaba pasando. Ni
siquiera la había visto, pero lo entendí. Herb inhaló un poco de ella y se le ocurrió El
General del Diablo. Sandra aspiró otro poco de ella y propuso la idea para un libro de
chistes escabrosos.
Barfield enarcó hacia mí una ceja cuidadosamente depilada.
—Como dijo el hombre, 'Hijo, todavía no has comprendido nada.' Necesita sangre
para ponerse realmente a funcionar, pero no se preocupe. La sangre invocada es la sangre
del mal o la sangre de la locura. Al contrario de nuestras putas cortes, los poderes de la
oscuridad no distinguen entre ambas. Y cualquier sangre inocente que beba sólo puede
venir de tipos como ustedes. De modo que no se la da cualquiera.
—¿Por quién nos toma? —preguntó Roger.
Ella le lanzó una mirada cínica pero no dijo nada... sobre ese tema, al menos. En
cambio, se volvió hacia mí.
—Va a crecer como una hija de puta. Y se va a extender por todas partes, pero nadie
lo notará salvo aquéllos que ya estén en su círculo. A cualquier otro, le parecerá nada
más que una pequeña e inocente hiedra en una maceta, no muy saludable. Ustedes tienen
que mantener a las personas alejadas de ella. Si tienen un área de recepción, refriegen
todo con ajo, entre la puerta y las oficinas editoriales. Eso debería mantener a la maldita
cosa en su lugar. La gente que quiera ir a sus oficinas más allá del área de recepción
deberá ser disuadida. A menos que ustedes no quieran hacer eso, por supuesto; en ese
caso invítenlos a tomar una cerveza.
—Una planta invisible —dijo Roger. Parecía estar digiriéndolo.
—Una planta invisible psíquica —agregué, pensando en el General Hecksler.
—Ambas acotaciones son apropiadas —dijo ella—. Y ahora, muchachos, voy poner
un huevo en mi zapato y voy a pisarlo. Que tengan un buen día, una buena vida y... oh,
casi lo olvido.—Se volvió de nuevo hacia mí—. La OUIJA dice que deje de perder el
tiempo. El que usted está buscando se encuentra en la caja púrpura en el estante del
fondo. Casi en la esquina. ¿Bien? ¿Lo tiene?
Dio la vuelta hasta la puerta trasera del taxi y la abrió antes de que ninguno de
nosotros pudiera decir algo más. No sé Roger, pero a mi me parecía que tenía al menos
mil preguntas para hacerle. Apenas sabía cuáles eran.
Se dio vuelta una vez más.
—Escuchen, muchachos. Con esa cosa no se jode. Cuando tengan lo suficiente,
mátenla. Y tengan cuidado. Puede leer las mentes. Cuando piensen en matarla, ella lo
sabrá.
—¿Cómo, en el nombre de Dios, sabremos cuando tenemos lo suficiente? —dije
bruscamente—. No se trata de algo que la gente pueda darse cuenta tan fácilmente.
—Buena pregunta —respondió ella—. Lo admiro por preguntarlo. ¿Y sabe qué?
Tengo una respuesta para darle. La OUIJA dice ESCUCHEN A RIDDLEY. Un Riddley
con dos "d". Quizá la ortografía esté equivocada, pero la tabla raramente...
—No es un error —dije —él es...
—Riddley es el conserje, señorita Barfield —concluyó Roger.
—Ya le dije que odio esa mierda educadamente correcta —le dijo ella—. ¿No
escucha cuando le dicen las cosas? —Y luego ya estaba dentro del taxi. Asomó la cabeza
por la ventanilla y dijo: —No me importa si se trata del conserje o de Chester el Molesto.
Cuando él les diga que es hora de abandonar, ustedes muchachos se hacen un gran favor
y lo dejan todo.—Su cabeza volvió adentro. Un momento después estaba fuera de
nuestras vidas. Al menos eso creo.
Me voy a tomar una pausa para un baño, para algún trago más, y después intentaré
ponerle un final a esto. Con un poco de suerte, esta noche voy a poder dormir un poco.
11:45 P.M.
Bien, fueron dos tragos, así que denúnciame. Y ahora llegó el momento de ese
legendario final.
Roger y yo no hablamos mucho sobre lo sucedido en el camino de regreso. No sé si
eso le podrá parecer extraño al que lea estas páginas (ahora que Ruth está fuera de mi
vida, no me puedo imaginar quién pueda hacerlo), pero me pareció absolutamente
natural, la más normal de todas las reacciones. Nunca he estado en una guerra, pero
imagino que las personas que estuvieron en una terrible batalla y salieron indemnes
probablemente se comporten como lo hicimos Roger y yo mientras volvíamos a la ciudad
en el Metropolitano. Hablamos más que nada sobre cosas que no nos involucraban
personalmente. Roger dijo algo sobre el chiflado que le disparó a Ronald Reagan y yo
mencioné que leería una galera del nuevo libro de Peter Benchley y que no me gustaba
demasiado. Hablamos un poco sobre el clima. La mayor parte del tiempo, sin embargo,
permanecimos callados. No comparamos impresiones; no hicimos ningún esfuerzo por
reconstruir o racionalizar nuestra visita a la Casa de Flores. De hecho, creo que sólo una
vez mencionamos nuestro loco viaje a Central Falls durante todo el paseo de dos horas en
el tren. Roger volvió del vagón confitería con bocadillos y Cocas. Me pasó mi parte y yo
le dí las gracias. También me ofrecí a pagarle. Roger se rió y dijo que hoy lo anotábamos
en la cuenta de gastos: "visitando a un autor potencial" era cómo pensaba documentarlo.
Y entonces dijo con un tono de sólo-pregunto-casualmente:
—¿Ese viejo estaba realmente muerto, no?
—No —dije—. Estaba semimuerto.
—Un zombie.
—Exacto.
—Como en Macumba Love.
—No sé qué es eso.
—Una película —dijo—. La clase de cosa que sin duda Zenith House habría
novelado si hubiéramos existido en los años cincuenta.
Y eso fue todo.
Un taxi nos llevó desde la Estación Penn hasta el 409 de Park Avenue South, con
Roger una vez más exigiendo un recibo y guardándolo cuidadosamente en su billetera.
Yo estaba impresionado, créeme.
El taxista nos dejó en la vereda de enfrente, delante de Smiler's. Hay un vagabundo
nuevo allí, una vieja señora de áspero pelo blanco, con las dos habituales bolsas de
plástico llenas de posesiones improbables, con una taza para que los transeúntes dejaran
algo de cambio, y con una guitarra que parecía tener como mil años. Alrededor del cuello
llevaba un cartel que decía DEJA QUE JESÚS CREZCA EN TU CORAZÓN. Me
estremecí al verlo. Recuerdo haber pensado, espero que un zombie piojoso no me haya
vuelto supersticioso, y luego haberme volteado para ocultar una sonrisa. Roger había
entrado en la tienda de comestibles, y yo no quería que la señora pensara que me estaba
riendo de ella. Esto podría hacer que fuera incómodo el esperar a Roger. A ellos, a la
gente sin hogar, no les importa reirse en tu cara. De hecho, creo que les gusta.
—Eh-usted —me dijo con una voz chillona, casi varonil—. Déme-dólar-tocarécanción.
—Te diré qué —le respondí—. Te daré dos si no lo haces.
—Mierda-sí-trato-hecho —me dijo ella, y por eso fue que Roger me pescó echando
dos dólares duros de ganar en la taza de estaño de la señora, justo cuando él salía de la
tienda. Tenía una bolsa marrón en una mano y un tubo de aspirinas en la otra. Cuando se
acercó a la esquina, abrió el tubo de estaño y sacó varias tabletas. Se las metió en la boca
y empezó a masticarlas. El sólo pensar en el sabor me hizo doler los ojos.
—No deberías darles dinero —opinó mientras esperábamos la luz de CAMINAR—.
Eso los provoca.
—No deberías masticar aspirinas, tampoco, pero estás haciéndolo —le repliqué. No
estaba de humor para sermones.
—Es cierto —respondió, y me ofreció el tubo cuando cruzamos a nuestro lado de la
calle—. ¿Quieres probarlas?
Cosa curiosa, lo hice. Tomé un par y me las metí en la boca, odiando y paladeando
el sabor amargo de las píldoras, que se disolvían de forma pareja. De detrás nuestro vino
un cencerreo discordante de cuerdas de guitarra, seguidas por una voz alta y
presumiblemente femenina que empezó a chillar "Sólo Un Paseo a Solas Contigo."
—Adentro, rápido —dijo Roger, sosteniendo la puerta del vestíbulo para dejarme
pasar—. Antes de que me empiecen a sangrar los oídos.
El Metropolitano partió tarde de Central Falls y llegó tarde a la Estación Penn —
siempre pasa— y el vestíbulo de nuestro edificio estaba casi desierto. Cuando le eché un
vistazo a mi reloj en el ascensor, vi que estaba marcando las seis menos cuarto.
—A Bill, a Sandra, y a Herb —dije— ¿qué piensas a decirles?
Roger me miró como si estuviera chiflado.
—Todo —afirmó—. Es lo único que puedo hacer. La planta en el armario de
Riddley no es precisamente el Dulce William. Lo cual me recuerda, entre otras cosas,
que mañana tenemos que conseguir un cerrajero que cambie la cerradura de esa puerta.
¿Quieres saber en qué consiste mi pesadilla? Que Riddley vuelva del Dulce Hogar de
Alabama, muy confiado, dejándose caer por la tarde del domingo...
—¿Por qué lo haría? —le pregunté.
—No tengo ni idea —dijo Roger irritadamente—. Es una pesadilla, ¿no te lo dije?
Y las pesadillas muy rara vez tienen sentido. Eso es parte de lo que las hace tan
tenebrosas. Quizá quiera verificar que vaciamos los cestos en su ausencia, o qué se yo.
De todos modos, entra en su cuarto, y mientras está tanteando el interruptor de la luz,
algo se le desliza por el cuello.
No tenía que preguntarle qué clase de cosa. Todo lo que tenía que hacer era recordar
la raíz que había deslizado su delgada ramificación alrededor del zapato de Tina Barfield.
Las puertas del ascensor se abrieron en el cinco y caminamos por el corredor,
pasando BARCO NOVEL-TEAZ y CRANDALL & OVITZ (un par de antiguos pero aun
canibalísticos abogados especializados en litigios y seguros) y mis favoritos, la Agencia
de Viajes Dame El Mundo. En el otro extremo, custodiadas por un par de benditos
helechos de plástico, estaban nuestras puertas dobles con ZENITH HOUSE y UNA
COMPAÑÍA APEX grabado en letras doradas, de un oro tan falso como los helechos.
Roger sacó sus llaves y abrió la puerta. Dentro estaba la oficina de la recepcionista,
con un escritorio, una alfombra gris que por lo menos trataba de no parecer industrial, y
paredes con carteles de viaje en ellas, que Sandra había conseguido de Rita Durst, de
Dame El Mundo. Sin duda otros editores decoraban sus áreas de recepción con las tapas
de sus libros ampliadas hasta un tamaño poster, pero una oficina decorada con la portada
sobredimensionada de Macho Man: Tormenta de Fuego en Hanoi, con La Luna del
Violador, y con Ratas del Infierno seguramente no le habría levantado el ánimo a nadie.
—Mañana es uno de los días de LaShonda —le recordé a Roger. LaShonda McHue
viene tres días por semana: lunes, miércoles, y viernes. Raramente se aventura más allá
de su escritorio (donde generalmente está limándose las uñas, llamando a sus amigos, o
retocándose el pelo con un peine Afro), y cuando Tina Barfield nos habló de "el círculo,"
no creo que se refiriera a nuestra recepcionista de media jornada.
—Lo sé —dijo Roger—. Por suerte, el cuarto de señoras está pasillo abajo, pasando
Novel-Teaz, y ése es el único sitio al que suele ir.
—Pero si algo puede salir mal...
—...saldrá mal —completó él—. Sí, sí. Lo sé—. Lanzó un profundo suspiro.
—¿De modo que vas a mostrarme a nuestra nueva mascota?
—Supongo que sería lo mejor, ¿no?
Me llevó por el pasillo, pasando su oficina y las demás oficinas editoriales. Hicimos
un pequeño giro a mano izquierda, donde había dos puertas con la fuente de agua entre
ellas. En una de ellas decía CONSERJE; en la otra CORREO Y ALMACÉN. Roger
revolvió de nuevo entre sus llaves y puso la correcta en la cerradura del cubículo de
Riddley.
—Cerré con llave esta mañana, antes de que nos fuéramos —explicó.
—Dadas las circunstancias, fue una buena medida —dije.
—Ya lo creo —convino. Yo era consciente de que me miraba con curiosidad cuando
abrió la puerta. Pero entonces no fui consciente de otra cosa que no fuera el olor. Ese
olor celestial.
Mi abuela solía llevarme con ella a la tienda cuando hacía sus compras —ésto fue en
Green Bay— y lo que más me gustaba era apretar el botón que hacía funcionar el
molinillo de café en el pasillo tres. Lo que sentí entonces fue el maravilloso aroma de un
fresco Five O'Clock Dark Roast. Casi podía ver la bolsa con su etiqueta roja, y tuve el
recuerdo, tan claro que casi era realidad, de un niñito metiendo su nariz en esa bolsa para
hacer una profunda inspiración final antes de cerrarla.
—Oh, es maravilloso —dije con una suave voz que estaba cerca de las lágrimas. Mi
abuela ha estado muerta durante casi veinte años, pero durante ese único instante estuvo
viva de nuevo.
—¿A qué te sabe a tí? —me preguntó Roger. Parecía algo ansioso—. Para mí es
como la tarta de fresa, recién sacada del horno. Aún lo bastante caliente como para fundir
la crema del baño.
—A café —le dije, mientras caminaba—. A frescos granos de café. —Incluso podía
ver la máquina con su armazón de cromo y sus tres opciones: Fino, Extra-Fino, y Grueso.
Entonces vi el hueco de la puerta, y no pude decir más nada.
Se había transformado en una selva, como el invernadero de Central Falls. Pero
mientras que en la selva de Tina Barfield había plantas de muchas clases, aquí sólo había
hiedra, hiedra, y más hiedra. Creciendo por todas partes, retorciéndose sobre los mangos
de las escobas y limpiadores de ventanas de Riddley, trepando a lo largo de los estantes,
corriendo de las paredes al techo, donde se extendía furiosa sobre los azulejos, ramas
zigzagueantes de las que colgaban hojas verdes y brillantes, algunas todavía abriéndose.
El cubo de trapeador de Riddley se había convertido en una gran maceta, de la que un
enorme arbusto de hiedras se elevaban en un enredo de zarcillos, hojas, y...
—¿Qué son esas flores? —pregunté—. Esas flores azules... nunca antes he visto
nada que se les parezca, y menos aún en una hiedra.
—Nunca antes has visto algo como esto, y punto —me dijo.
Tuve que admitir que nunca lo había hecho. En uno de los estantes, justo debajo de
varias latas de cera para pisos que estaban casi sepultadas bajo una avalancha de hojas
verdes, había una diminuta maceta de arcilla roja. Era en la que la planta había venido
originalmente. Estaba seguro de eso. Tenía clavada una diminuta etiqueta de plástico. Me
incliné hacia ella y leí lo que allí decía a través de un oportuno hueco entre las hojas:
¡HOLA!
ME LLAMO ZENITH
SOY UN REGALO PARA JOHN
DE ROBERTA
—Ese bastardo de Riddley —dije—. A propósito, ¿de verdad se supone que
tenemos que creer que cualquiera que entre aquí verá nada más que una pequeña y
modesta hiedra? Nada de todo esto... —señalé con el brazo.
—No puedo contestarte esa pregunta con seguridad, pero eso fue lo que dijo la
señora ¿no? Y también dijo que cualquiera que entrara aquí podría no llegar a salir.
Observé que un tallo ya había crecido hasta fuera de la puerta.
—Mejor consigue un poco de ajo —susurré—. Y rápido.
Roger abrió la bolsa que había traído de Smiler's. Miré en ella y no me sorprendió
reparar que estaba llena de cabezas de ajo.
—Estás en todo —le dije—. Tengo que reconocerlo, Roger; estás en todo.
—Es porque soy el jefe —dijo solemnemente. Nos miramos por un instante, y luego
comenzamos a reirnos como dos tontos. Fue un momento extraño... pero no el momento
extraño. De repente comprendí que tenía una idea para una novela. Me vino, al parecer,
desde el despejado cielo azul. Ése fue el momento extraño.
Y retornando a lo del despejado cielo azul. La idea se me ocurrió con la fragancia
del café Five O'Clock, del tipo que yo solía moler para mi abuela en la tienda Price's All-
Purpose, allá en Green Bay cuando el mundo era joven... o cuando yo lo era. Por cierto
que no voy a resumir aquí mi Gran Idea —no a las doce y cinco de la noche— pero
créeme si te digo que es una buena idea, que hace que Maymonth parezca lo que
realmente era: una árida tesis de graduado que se hacía pasar por novela.
—Mierda santa —murmuré.
Roger me miraba, con algo de astucia. —¿Estás teniendo algunas ideas interesantes?
—Sabes que sí.
—Sí —reconoció—, lo sé. Supe que teníamos que ir a Central Falls para ver a esa
mujer incluso antes de que me mostraras esa carta, Johnny. Tuve la idea aquí. Anoche.
Vamos, salgamos de aquí. Dejemos... —Sus ojos chispearon de manera cómica. Ya había
visto antes ese gesto, pero no podía recordar donde—. Dejemos que crezca en paz.
Nos pasamos los siguientes quince minutos pelando cabezas de ajo y frotándolas a
los lados de la puerta, entre Recepción y Editorial. También sobre el dintel y la jamba. El
olor me hizo lagrimear, pero supongo que para mañana estarán un poco mejor. Por lo
menos eso espero. Para cuando terminamos, el lugar apestaba como una vivienda de
Little Italy a comienzos de siglo, con todas esas mujeres preparando la salsa de los
tallarines.
—Sabes qué —dije cuando finalizamos—, estamos chiflados si marcamos el límite
aquí. Lo que deberíamos estar haciendo es poner ajo en la puerta del armario de Riddley.
Manteniéndolo allí.
—No creo que ésa sea la forma en que se supone que funciona —explicó—. Creo
que se supone que tenemos que dejarla más o menos libre en la Editorial.
—Que la veamos crecer —dije. Debería haber sentido miedo entonces —Dios sabe
que ahora lo tengo— pero no lo sentí. Y había ubicado esa mirada en sus ojos, también,
esa chispa febril. Mi mejor amigo en quinto grado era un chico que se llamaba Randy
Wettermark. Y un día, luego de la escuela, cuando nos detuvimos en la tienda de dulces
para comprar Pez o algo, Randy se robó una revista de historietas de el Hombre Araña.
Simplemente se la puso bajo la chaqueta y salió. Roger tenía ese mismo aspecto en su
rostro.
Cristo, que día. Que día asombroso. Mi cerebro se siente del mismo modo en que lo
hace el intestino cuando no sólo comes mucho sino que comes demasiado. Me iré a la
cama. Espero poder dormir.

FIN DE LA PLANTA, PARTE CUATRO

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