EL CLAN DE LOS
PARRICIDAS
Ambrose Bierce
PARRICIDAS
Ambrose Bierce
_
Aceite de perro
Me llamo Boffer Bing. Mis respetables padres eran de clase muy humilde: él
fabricaba aceite de perro y mi madre tenía un pequeño local junto a la iglesia del
pueblo, en donde se deshacía de los niños no deseados. Desde mi adolescencia me
inculcaron hábitos de trabajo: ayudaba a mi padre a capturar perros para sus
calderos y a veces mi madre me empleaba para hacer desaparecer los «restos» de su
labor. Para llevar a cabo esta última tarea tuve que recurrir con frecuencia a mi
talento natural, pues todos los guardias del barrio estaban en contra del negocio
materno. No se trataba de una cuestión política, ya que los guardias que salían
elegidos no eran de la oposición; era sólo una cuestión de gusto, nada más. La
actividad de mi padre era, lógicamente, menos impopular, aunque los dueños de los
perros desaparecidos le miraban con una desconfianza que, en cierta medida, se
hacía extensible a mí. Mi padre contaba con el apoyo tácito de los médicos del
pueblo, quienes raras veces recetaban algo que no contuviera lo que ellos gustaban
llamar Ol.can. Y es que realmente el aceite de perro es una de las más valiosas
medicinas jamás descubiertas. A pesar de ello, mucha gente no estaba dispuesta a
hacer un sacrificio para ayudar a los afligidos y no dejaban que los perros más
gordos del pueblo jugaran conmigo; eso hirió mi joven sensibilidad, y me faltó poco
para hacerme pirata.
Cuando recuerdo aquellos días a veces siento que, al haber ocasionado
indirectamente la muerte de mis padres, tuve la culpa de las desgracias que afectaron
tan profundamente mi futuro.
Una noche, cuando volvía del local de mi madre de recoger el cuerpo de un
huérfano, pasé junto a la fábrica de aceite y vi a un guardia que parecía vigilar
atentamente mis movimientos. Me habían enseñado que los guardias, hagan lo que
hagan, siempre actúan inspirados por los más execrables motivos; así que, para
eludirle, me escabullí por una puerta lateral del edificio, que por casualidad estaba
entreabierta. Una vez dentro cerré rápidamente y me quedé a solas con el pequeño
cadáver. Mi padre ya se había ido a descansar. La única luz visible era la del fuego
que, al arder con fuerza bajo uno de los calderos, producía unos reflejos rojizos en las
paredes. El aceite hervía con lentitud y de vez en cuando un trozo de perro asomaba
a la superficie. Me senté a esperar que el guardia se fuera y empecé a acariciar el pelo
corto y sedoso del niño cuyo cuerpo desnudo había colocado en mi regazo. ¡Qué
hermoso era! A pesar de mi corta edad ya me gustaban apasionadamente los niños, y
al contemplar a aquel angelito deseé con todo mi corazón que la pequeña herida roja
que había sobre su pecho, obra de mi querida madre, hubiera sido mortal.
Mi costumbre era arrojar a los bebés al río que la naturaleza había dispuesto
sabiamente para tal fin, pero aquella noche no me atreví a salir de la fábrica por
miedo al guardia. «Seguro que si lo echo al caldero no pasará nada —me dije—. Mi
padre nunca distinguirá sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que
pueda ocasionar la administración de un tipo de aceite diferente al incomparable
Ol.can. no pueden ser importantes en una población que crece con tanta rapidez.» En
resumen, di mi primer paso en el crimen y arrojé al niño al caldero con una tristeza
inexpresable.
Al día siguiente, y para asombro mío, mi padre nos informó, frotándose las
manos de satisfacción, que había conseguido la mejor calidad de aceite nunca vista y
que los médicos a los que había enviado las muestras así lo afirmaban. Añadió que
no tenía la menor idea de cómo lo había hecho, pues los perros eran de las razas
habituales y habían sido tratados como siempre. Consideré mi deber dar una
explicación y eso fue lo que hice, aunque de haber previsto las consecuencias, me
habría callado. Mis padres, tras lamentar haber ignorado hasta entonces las ventajas
que la fusión de sus respectivos quehaceres suponía, pusieron manos a la obra para
reparar tal error. Mi madre trasladó su negocio a una de las alas del edificio de la
fábrica y mis obligaciones respecto a ella cesaron: nunca más volvió a pedirme que
me deshiciera de los cuerpos de los niños superfluos. Como mi padre había decidido
prescindir totalmente de los perros, tampoco hubo necesidad de causarles más
sufrimientos. Eso sí, aún conservaban un lugar honorable en el nombre del aceite. Al
encontrarme abocado, tan repentinamente, a llevar una vida ociosa, me podría haber
convertido en un chico perverso y disoluto, pero no fue así. La santa influencia de mi
querida madre siguió protegiéndome de las tentaciones que acechan a la juventud, y
además mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay! ¡Y pensar que por mi culpa unas
personas tan estimables tuvieran un final tan trágico!
Debido al doble provecho que encontraba en su actividad, mi madre se entregó
totalmente a ella. No sólo aceptaba encargos para eliminar bebés no deseados, sino
que se acercaba a las carreteras y caminos en busca de niños más crecidos, e incluso
adultos, a los que conseguía arrastrar con engaños hasta la fábrica. Mi padre,
encantado con la superior calidad del producto, también se dedicaba con diligencia y
celo a abastecer sus calderos. La transformación de sus vecinos en aceite de perro
llegó a ser, en pocas palabras, la pasión de sus vidas; una codicia absorbente y
arrolladora se apoderó de sus almas y pasó a ocupar el lugar antes destinado a la
esperanza de alcanzar la Gloria, que, por cierto, también les inspiraba.
Se habían hecho tan emprendedores que llegó a celebrarse una asamblea
pública en la que se aprobaron varias mociones de censura contra ellos. El presidente
hizo saber que en lo sucesivo los ataques contra la población hallarían una
contundente respuesta. Mis pobres padres abandonaron la reunión con el corazón
partido, sumidos en la desesperación y creo que algo desequilibrados. A pesar de
ello, creí prudente no acompañarles a la fábrica aquella noche y preferí dormir fuera,
en el establo.
Hacia la medianoche, un misterioso impulso me hizo levantarme y espiar a
través de una ventana el cuarto en el que, junto al horno, mi padre dormía. Los
fuegos ardían vivamente, como si la cosecha del día siguiente fuera a ser abundante.
Uno de los enormes calderos hervía lentamente, con un misterioso aire de
contención, en espera de la hora propicia para desplegar todas sus energías. La cama
estaba vacía: mi padre se había levantado y, en camisón, estaba haciendo un nudo en
una soga. Por las miradas que lanzaba hacia la puerta de la habitación de mi madre,
adiviné lo que estaba tramando. Mudo e inmóvil por el terror, no supe qué hacer
para evitarlo. De pronto, la puerta de la alcoba se abrió sin hacer el menor ruido y los
dos, algo sorprendidos, se encontraron. Mi madre también estaba en camisón y
blandía en la mano derecha su herramienta de trabajo: una larga daga de hoja
estrecha.
Ella, como mi padre, no estaba dispuesta a quedarse sin la única oportunidad
que la actitud poco amistosa de los ciudadanos y mi ausencia le dejaban. Por un
instante sus miradas encendidas se cruzaron e inmediatamente saltaron el uno sobre
el otro con una furia indescriptible. Lucharon por toda la habitación como demonios:
mi madre gritaba y pretendía clavar la daga a mi padre, que profería maldiciones e
intentaba ahogarla con sus grandes manos desnudas. No sé durante cuánto tiempo
tuve la desgracia de contemplar aquella tragedia familiar pero, por fin, después de
un forcejeo particularmente violento, los combatientes se separaron de pronto.
El pecho de mi padre y la daga mostraban pruebas de haber entrado en
contacto. Durante un momento mis progenitores se miraron de la forma más hostil;
entonces, mi pobre padre, malherido, al sentir la proximidad de la muerte, dio un
salto hacia delante y, sin prestar atención a la resistencia que ofrecía, agarró a mi
madre en brazos, la llevó hasta el caldero hirviente y, sacando fuerzas de flaqueza, se
precipitó con ella en su interior. En solo un instante los dos desaparecieron y su
aceite se unió al del comité de ciudadanos que habían traído la citación para la
asamblea del día anterior.
Convencido de que estos desafortunados acontecimientos me cerraban todas las
puertas para llevar a cabo una carrera honrada en aquel pueblo, me trasladé a la
conocida ciudad de Otumwee, desde donde escribo estos recuerdos con el corazón
lleno de remordimiento por aquel acto insensato que dio lugar a un desastre
comercial tan espantoso.
Me llamo Boffer Bing. Mis respetables padres eran de clase muy humilde: él
fabricaba aceite de perro y mi madre tenía un pequeño local junto a la iglesia del
pueblo, en donde se deshacía de los niños no deseados. Desde mi adolescencia me
inculcaron hábitos de trabajo: ayudaba a mi padre a capturar perros para sus
calderos y a veces mi madre me empleaba para hacer desaparecer los «restos» de su
labor. Para llevar a cabo esta última tarea tuve que recurrir con frecuencia a mi
talento natural, pues todos los guardias del barrio estaban en contra del negocio
materno. No se trataba de una cuestión política, ya que los guardias que salían
elegidos no eran de la oposición; era sólo una cuestión de gusto, nada más. La
actividad de mi padre era, lógicamente, menos impopular, aunque los dueños de los
perros desaparecidos le miraban con una desconfianza que, en cierta medida, se
hacía extensible a mí. Mi padre contaba con el apoyo tácito de los médicos del
pueblo, quienes raras veces recetaban algo que no contuviera lo que ellos gustaban
llamar Ol.can. Y es que realmente el aceite de perro es una de las más valiosas
medicinas jamás descubiertas. A pesar de ello, mucha gente no estaba dispuesta a
hacer un sacrificio para ayudar a los afligidos y no dejaban que los perros más
gordos del pueblo jugaran conmigo; eso hirió mi joven sensibilidad, y me faltó poco
para hacerme pirata.
Cuando recuerdo aquellos días a veces siento que, al haber ocasionado
indirectamente la muerte de mis padres, tuve la culpa de las desgracias que afectaron
tan profundamente mi futuro.
Una noche, cuando volvía del local de mi madre de recoger el cuerpo de un
huérfano, pasé junto a la fábrica de aceite y vi a un guardia que parecía vigilar
atentamente mis movimientos. Me habían enseñado que los guardias, hagan lo que
hagan, siempre actúan inspirados por los más execrables motivos; así que, para
eludirle, me escabullí por una puerta lateral del edificio, que por casualidad estaba
entreabierta. Una vez dentro cerré rápidamente y me quedé a solas con el pequeño
cadáver. Mi padre ya se había ido a descansar. La única luz visible era la del fuego
que, al arder con fuerza bajo uno de los calderos, producía unos reflejos rojizos en las
paredes. El aceite hervía con lentitud y de vez en cuando un trozo de perro asomaba
a la superficie. Me senté a esperar que el guardia se fuera y empecé a acariciar el pelo
corto y sedoso del niño cuyo cuerpo desnudo había colocado en mi regazo. ¡Qué
hermoso era! A pesar de mi corta edad ya me gustaban apasionadamente los niños, y
al contemplar a aquel angelito deseé con todo mi corazón que la pequeña herida roja
que había sobre su pecho, obra de mi querida madre, hubiera sido mortal.
Mi costumbre era arrojar a los bebés al río que la naturaleza había dispuesto
sabiamente para tal fin, pero aquella noche no me atreví a salir de la fábrica por
miedo al guardia. «Seguro que si lo echo al caldero no pasará nada —me dije—. Mi
padre nunca distinguirá sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que
pueda ocasionar la administración de un tipo de aceite diferente al incomparable
Ol.can. no pueden ser importantes en una población que crece con tanta rapidez.» En
resumen, di mi primer paso en el crimen y arrojé al niño al caldero con una tristeza
inexpresable.
Al día siguiente, y para asombro mío, mi padre nos informó, frotándose las
manos de satisfacción, que había conseguido la mejor calidad de aceite nunca vista y
que los médicos a los que había enviado las muestras así lo afirmaban. Añadió que
no tenía la menor idea de cómo lo había hecho, pues los perros eran de las razas
habituales y habían sido tratados como siempre. Consideré mi deber dar una
explicación y eso fue lo que hice, aunque de haber previsto las consecuencias, me
habría callado. Mis padres, tras lamentar haber ignorado hasta entonces las ventajas
que la fusión de sus respectivos quehaceres suponía, pusieron manos a la obra para
reparar tal error. Mi madre trasladó su negocio a una de las alas del edificio de la
fábrica y mis obligaciones respecto a ella cesaron: nunca más volvió a pedirme que
me deshiciera de los cuerpos de los niños superfluos. Como mi padre había decidido
prescindir totalmente de los perros, tampoco hubo necesidad de causarles más
sufrimientos. Eso sí, aún conservaban un lugar honorable en el nombre del aceite. Al
encontrarme abocado, tan repentinamente, a llevar una vida ociosa, me podría haber
convertido en un chico perverso y disoluto, pero no fue así. La santa influencia de mi
querida madre siguió protegiéndome de las tentaciones que acechan a la juventud, y
además mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay! ¡Y pensar que por mi culpa unas
personas tan estimables tuvieran un final tan trágico!
Debido al doble provecho que encontraba en su actividad, mi madre se entregó
totalmente a ella. No sólo aceptaba encargos para eliminar bebés no deseados, sino
que se acercaba a las carreteras y caminos en busca de niños más crecidos, e incluso
adultos, a los que conseguía arrastrar con engaños hasta la fábrica. Mi padre,
encantado con la superior calidad del producto, también se dedicaba con diligencia y
celo a abastecer sus calderos. La transformación de sus vecinos en aceite de perro
llegó a ser, en pocas palabras, la pasión de sus vidas; una codicia absorbente y
arrolladora se apoderó de sus almas y pasó a ocupar el lugar antes destinado a la
esperanza de alcanzar la Gloria, que, por cierto, también les inspiraba.
Se habían hecho tan emprendedores que llegó a celebrarse una asamblea
pública en la que se aprobaron varias mociones de censura contra ellos. El presidente
hizo saber que en lo sucesivo los ataques contra la población hallarían una
contundente respuesta. Mis pobres padres abandonaron la reunión con el corazón
partido, sumidos en la desesperación y creo que algo desequilibrados. A pesar de
ello, creí prudente no acompañarles a la fábrica aquella noche y preferí dormir fuera,
en el establo.
Hacia la medianoche, un misterioso impulso me hizo levantarme y espiar a
través de una ventana el cuarto en el que, junto al horno, mi padre dormía. Los
fuegos ardían vivamente, como si la cosecha del día siguiente fuera a ser abundante.
Uno de los enormes calderos hervía lentamente, con un misterioso aire de
contención, en espera de la hora propicia para desplegar todas sus energías. La cama
estaba vacía: mi padre se había levantado y, en camisón, estaba haciendo un nudo en
una soga. Por las miradas que lanzaba hacia la puerta de la habitación de mi madre,
adiviné lo que estaba tramando. Mudo e inmóvil por el terror, no supe qué hacer
para evitarlo. De pronto, la puerta de la alcoba se abrió sin hacer el menor ruido y los
dos, algo sorprendidos, se encontraron. Mi madre también estaba en camisón y
blandía en la mano derecha su herramienta de trabajo: una larga daga de hoja
estrecha.
Ella, como mi padre, no estaba dispuesta a quedarse sin la única oportunidad
que la actitud poco amistosa de los ciudadanos y mi ausencia le dejaban. Por un
instante sus miradas encendidas se cruzaron e inmediatamente saltaron el uno sobre
el otro con una furia indescriptible. Lucharon por toda la habitación como demonios:
mi madre gritaba y pretendía clavar la daga a mi padre, que profería maldiciones e
intentaba ahogarla con sus grandes manos desnudas. No sé durante cuánto tiempo
tuve la desgracia de contemplar aquella tragedia familiar pero, por fin, después de
un forcejeo particularmente violento, los combatientes se separaron de pronto.
El pecho de mi padre y la daga mostraban pruebas de haber entrado en
contacto. Durante un momento mis progenitores se miraron de la forma más hostil;
entonces, mi pobre padre, malherido, al sentir la proximidad de la muerte, dio un
salto hacia delante y, sin prestar atención a la resistencia que ofrecía, agarró a mi
madre en brazos, la llevó hasta el caldero hirviente y, sacando fuerzas de flaqueza, se
precipitó con ella en su interior. En solo un instante los dos desaparecieron y su
aceite se unió al del comité de ciudadanos que habían traído la citación para la
asamblea del día anterior.
Convencido de que estos desafortunados acontecimientos me cerraban todas las
puertas para llevar a cabo una carrera honrada en aquel pueblo, me trasladé a la
conocida ciudad de Otumwee, desde donde escribo estos recuerdos con el corazón
lleno de remordimiento por aquel acto insensato que dio lugar a un desastre
comercial tan espantoso.
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Una conflagración imperfecta
En junio de 1872, una mañana temprano, asesiné a mi padre, acto que me
produjo una tremenda impresión. Fue antes de mi boda, cuando aún vivía en
Wisconsin con mi familia. Estábamos mi padre y yo en la biblioteca de casa
repartiéndonos el producto de un robo que habíamos cometido aquella noche. Se
trataba, en su mayor parte, de enseres domésticos, y la tarea de dividirlos
equitativamente se presentaba difícil. Al principio nos entendimos muy bien sobre el
reparto de las servilletas, toallas y cosas así, e incluso el reparto que hicimos de la
plata fue bastante justo; pero cuando le tocó el turno a una caja de música, vimos que
era muy problemático dividirla entre dos sin que esta división diera mucho resto.
Aquella caja fue la que ocasionó el desastre y la desgracia de mi familia: si no la
hubiéramos robado, mi padre aún estaría vivo.
Era una obra de la más bella y exquisita artesanía, con incrustaciones de ricas
maderas labradas con gran trabajo. No sólo tocaba una gran variedad de melodías
sino que, incluso sin haberle dado cuerda, podía silbar como una codorniz, ladrar
como un perro y cacarear al amanecer, además de recitar los Diez Mandamientos.
Esta última característica fue la que más gustó a mi padre y le llevó a cometer el
único acto deshonroso de su vida (aunque de haber seguido viviendo habría
cometido alguno más): trató de ocultarme la caja y me juró por su honor que no la
había cogido. Sin embargo, yo sabía de sobra que su intención al intervenir en el robo
no había sido otra que la de hacerse con ella.
La había escondido bajo su capa (nos las habíamos puesto para evitar ser
reconocidos) y afirmaba solemnemente que no la tenía. Yo sabía que era mentira y
además estaba al tanto de algo que él desconocía: si conseguía prolongar el reparto
de los beneficios hasta el amanecer, la caja cacarearía y le delataría. Y así fue. Cuando
la luz de gas de la biblioteca empezaba a palidecer y se adivinaban las formas de las
ventanas tras las cortinas, un largo kikirikí salió de la capa de mi padre, seguido de
unos cuantos compases del Tannhauser que terminaron en un sonoro «click». El
hacha que habíamos utilizado para entrar en la desafortunada mansión estaba sobre
la mesa. La cogí. El anciano, al comprender que era inútil ocultar la caja por más
tiempo, la sacó y la puso sobre la mesa.
—Bueno, pártela por la mitad si así lo prefieres —dijo—. Yo sólo intentaba
salvarla de la destrucción.
Mi padre era un apasionado amante de la música: tocaba el acordeón con gran
sentimiento.
—No discuto la pureza de tus razones. Sería presuntuoso por mi parte juzgarte.
Pero los negocios son los negocios y estoy dispuesto a disolver nuestra sociedad con
este hacha a menos que consientas llevar un cascabel en los robos futuros.
—Imposible —dijo después de reflexionar—. No, no podría hacerlo, sería como
una confesión de mi deshonra. La gente diría que no confiabas en mí.
Su carácter y sensibilidad resultaban admirables. Me sentí orgulloso de él y a
punto estuve de pasar por alto su falta. Pero una mirada rápida a la caja ricamente
adornada me decidió y, como dije, despaché al viejo de este valle de lágrimas.
Después de hacerlo me sentí un poco a disgusto. No sólo era mi padre —mi
procreador—, sino que además iban a descubrir su cuerpo. Era ya pleno día y mi
madre podía entrar en la biblioteca en cualquier momento. En tales circunstancias, lo
más oportuno era acabar también con ella, y eso fue lo que hice. Después, pagué a los
criados y los despedí.
Aquella misma tarde fui a ver al comisario de policía; le conté todo y le pedí
consejo. Sería muy doloroso para mí que los hechos salieran a la luz. Todo el mundo
condenaría mi conducta y, si alguna vez intentaba presentarme a unas elecciones, los
periódicos sacarían a relucir el asunto. El comisario comprendió el peso de estas
consideraciones —él también era un asesino con gran experiencia. Tras consultar con
el magistrado que presidía el Tribunal de Jurisdicción Variable, me aconsejó que
ocultara los cadáveres en una de las estanterías de la biblioteca, que hiciera un buen
seguro a la casa y le prendiera fuego. Enseguida me puse manos a la obra.
En la biblioteca había una estantería que mi padre había comprado a un
inventor chiflado hacía poco tiempo y que aún estaba vacía. Su forma y tamaño
recordaban a los armarios antiguos que hay en los dormitorios que no tienen ropero.
Se abría de arriba a abajo, como los camisones de señora, y las puertas eran de cristal.
Había amortajado a mis padres hacía unas horas y sus cuerpos estaban bastante
rígidos para mantenerse erectos. Entonces los metí en una estantería, a la que había
quitado las baldas, y tapé sus cristales con unas cortinas. Aunque el inspector de la
compañía de seguros pasó media docena de veces por delante, no se dio cuenta de
nada.
Por la noche, después de obtener la póliza, prendí fuego a la casa y, a través del
bosque, me dirigí a la ciudad que quedaba a unas dos millas. Allí me las ingenié para
que me vieran en el momento en que más animación había. Dos horas después de
haber provocado el incendio, me uní a la multitud y, dando gritos de dolor por la
suerte de mis padres, volví a la casa en llamas. Cuando llegué, toda la ciudad estaba
allí. El fuego había arrasado la casa, pero entre los rescoldos aún incandescentes,
cerrada y en pie, estaba la estantería, completamente intacta. Las cortinas,
evidentemente, habían ardido y, al quedar los cristales a la vista, la luz de las ascuas
iluminaba su interior. Allí estaba mi querido padre, «tal y como era», y a su lado la
compañera de sus penas y alegrías. No tenían ni un solo pelo chamuscado y sus
ropas estaban como nuevas. Las heridas que me vi obligado a causarles para llevar a
cabo mis planes se podían apreciar claramente, en la cabeza y en la garganta. La
gente se había quedado sin habla, como en presencia de un milagro. El respeto y el
temor habían paralizado sus lenguas. Yo también me sentía muy afectado.
Unos tres años después, cuando los sucesos aquí relatados ya casi se habían
borrado de mi memoria, fui a Nueva York para ayudar a pasar unos bonos
falsificados. Un día, al mirar el escaparate de una tienda de muebles, vi la réplica
exacta de la estantería.
—La compré por una miseria a un inventor arrepentido —me explicó el
propietario—. Decía que era una estantería a prueba de fuego, que los poros de la
madera habían sido rellenados con alumbre y que el cristal estaba hecho de asbestos.
Supongo que no será cierto. Se la dejo al precio de una estantería normal.
—No —dije—. Si no me puede garantizar que es a prueba de fuego, no la
quiero.
Le di los buenos días y me marché.
No me la habría quedado por nada del mundo. Despertaba en mí unos
recuerdos excesivamente desagradables.
En junio de 1872, una mañana temprano, asesiné a mi padre, acto que me
produjo una tremenda impresión. Fue antes de mi boda, cuando aún vivía en
Wisconsin con mi familia. Estábamos mi padre y yo en la biblioteca de casa
repartiéndonos el producto de un robo que habíamos cometido aquella noche. Se
trataba, en su mayor parte, de enseres domésticos, y la tarea de dividirlos
equitativamente se presentaba difícil. Al principio nos entendimos muy bien sobre el
reparto de las servilletas, toallas y cosas así, e incluso el reparto que hicimos de la
plata fue bastante justo; pero cuando le tocó el turno a una caja de música, vimos que
era muy problemático dividirla entre dos sin que esta división diera mucho resto.
Aquella caja fue la que ocasionó el desastre y la desgracia de mi familia: si no la
hubiéramos robado, mi padre aún estaría vivo.
Era una obra de la más bella y exquisita artesanía, con incrustaciones de ricas
maderas labradas con gran trabajo. No sólo tocaba una gran variedad de melodías
sino que, incluso sin haberle dado cuerda, podía silbar como una codorniz, ladrar
como un perro y cacarear al amanecer, además de recitar los Diez Mandamientos.
Esta última característica fue la que más gustó a mi padre y le llevó a cometer el
único acto deshonroso de su vida (aunque de haber seguido viviendo habría
cometido alguno más): trató de ocultarme la caja y me juró por su honor que no la
había cogido. Sin embargo, yo sabía de sobra que su intención al intervenir en el robo
no había sido otra que la de hacerse con ella.
La había escondido bajo su capa (nos las habíamos puesto para evitar ser
reconocidos) y afirmaba solemnemente que no la tenía. Yo sabía que era mentira y
además estaba al tanto de algo que él desconocía: si conseguía prolongar el reparto
de los beneficios hasta el amanecer, la caja cacarearía y le delataría. Y así fue. Cuando
la luz de gas de la biblioteca empezaba a palidecer y se adivinaban las formas de las
ventanas tras las cortinas, un largo kikirikí salió de la capa de mi padre, seguido de
unos cuantos compases del Tannhauser que terminaron en un sonoro «click». El
hacha que habíamos utilizado para entrar en la desafortunada mansión estaba sobre
la mesa. La cogí. El anciano, al comprender que era inútil ocultar la caja por más
tiempo, la sacó y la puso sobre la mesa.
—Bueno, pártela por la mitad si así lo prefieres —dijo—. Yo sólo intentaba
salvarla de la destrucción.
Mi padre era un apasionado amante de la música: tocaba el acordeón con gran
sentimiento.
—No discuto la pureza de tus razones. Sería presuntuoso por mi parte juzgarte.
Pero los negocios son los negocios y estoy dispuesto a disolver nuestra sociedad con
este hacha a menos que consientas llevar un cascabel en los robos futuros.
—Imposible —dijo después de reflexionar—. No, no podría hacerlo, sería como
una confesión de mi deshonra. La gente diría que no confiabas en mí.
Su carácter y sensibilidad resultaban admirables. Me sentí orgulloso de él y a
punto estuve de pasar por alto su falta. Pero una mirada rápida a la caja ricamente
adornada me decidió y, como dije, despaché al viejo de este valle de lágrimas.
Después de hacerlo me sentí un poco a disgusto. No sólo era mi padre —mi
procreador—, sino que además iban a descubrir su cuerpo. Era ya pleno día y mi
madre podía entrar en la biblioteca en cualquier momento. En tales circunstancias, lo
más oportuno era acabar también con ella, y eso fue lo que hice. Después, pagué a los
criados y los despedí.
Aquella misma tarde fui a ver al comisario de policía; le conté todo y le pedí
consejo. Sería muy doloroso para mí que los hechos salieran a la luz. Todo el mundo
condenaría mi conducta y, si alguna vez intentaba presentarme a unas elecciones, los
periódicos sacarían a relucir el asunto. El comisario comprendió el peso de estas
consideraciones —él también era un asesino con gran experiencia. Tras consultar con
el magistrado que presidía el Tribunal de Jurisdicción Variable, me aconsejó que
ocultara los cadáveres en una de las estanterías de la biblioteca, que hiciera un buen
seguro a la casa y le prendiera fuego. Enseguida me puse manos a la obra.
En la biblioteca había una estantería que mi padre había comprado a un
inventor chiflado hacía poco tiempo y que aún estaba vacía. Su forma y tamaño
recordaban a los armarios antiguos que hay en los dormitorios que no tienen ropero.
Se abría de arriba a abajo, como los camisones de señora, y las puertas eran de cristal.
Había amortajado a mis padres hacía unas horas y sus cuerpos estaban bastante
rígidos para mantenerse erectos. Entonces los metí en una estantería, a la que había
quitado las baldas, y tapé sus cristales con unas cortinas. Aunque el inspector de la
compañía de seguros pasó media docena de veces por delante, no se dio cuenta de
nada.
Por la noche, después de obtener la póliza, prendí fuego a la casa y, a través del
bosque, me dirigí a la ciudad que quedaba a unas dos millas. Allí me las ingenié para
que me vieran en el momento en que más animación había. Dos horas después de
haber provocado el incendio, me uní a la multitud y, dando gritos de dolor por la
suerte de mis padres, volví a la casa en llamas. Cuando llegué, toda la ciudad estaba
allí. El fuego había arrasado la casa, pero entre los rescoldos aún incandescentes,
cerrada y en pie, estaba la estantería, completamente intacta. Las cortinas,
evidentemente, habían ardido y, al quedar los cristales a la vista, la luz de las ascuas
iluminaba su interior. Allí estaba mi querido padre, «tal y como era», y a su lado la
compañera de sus penas y alegrías. No tenían ni un solo pelo chamuscado y sus
ropas estaban como nuevas. Las heridas que me vi obligado a causarles para llevar a
cabo mis planes se podían apreciar claramente, en la cabeza y en la garganta. La
gente se había quedado sin habla, como en presencia de un milagro. El respeto y el
temor habían paralizado sus lenguas. Yo también me sentía muy afectado.
Unos tres años después, cuando los sucesos aquí relatados ya casi se habían
borrado de mi memoria, fui a Nueva York para ayudar a pasar unos bonos
falsificados. Un día, al mirar el escaparate de una tienda de muebles, vi la réplica
exacta de la estantería.
—La compré por una miseria a un inventor arrepentido —me explicó el
propietario—. Decía que era una estantería a prueba de fuego, que los poros de la
madera habían sido rellenados con alumbre y que el cristal estaba hecho de asbestos.
Supongo que no será cierto. Se la dejo al precio de una estantería normal.
—No —dije—. Si no me puede garantizar que es a prueba de fuego, no la
quiero.
Le di los buenos días y me marché.
No me la habría quedado por nada del mundo. Despertaba en mí unos
recuerdos excesivamente desagradables.
_
Mi crimen favorito
Después de haber asesinado a mi madre en circunstancias singularmente
atroces, fui arrestado y tuve que hacer frente a un juicio que duraría siete años. El
juez del tribunal de Absolución, el encomendar al jurado su tarea, señaló que mi
crimen era uno de los más espantosos que le había tocado resolver en su vida.
En ese momento, mi abogado se levantó y dijo:
—Con la venia de su señoría, los crímenes son horribles o agradables sólo
cuando se los compara. Si usted conociera los detalles del anterior asesinato que mi
cliente cometió, el de su tío, apreciaría en su último delito (si es que así puede
denominarse) una cierta compasión paciente y consideración filial hacia los
sentimientos de la víctima. De la espantosa crueldad que acompaña al primer crimen
no podía deducirse, si se quería ser consecuente, más que un veredicto de
culpabilidad. De no haber sido porque el magistrado presidente del tribunal dirigía
una compañía de seguros que aceptaba pólizas contra el ahorcamiento (una de las
cuales había sido suscrita por mi cliente) no sé de qué otra manera decente podría
haber sido absuelto. Si su señoría fuera tan amable de escuchar, a título de ilustración
y asesoramiento, el relato de los hechos, mi desdichado cliente accedería a
exponerlos bajo juramento a pesar del gran dolor que le causa.
El fiscal intervino:
—Protesto, su señoría. Tal declaración sería considerada como prueba
testimonial y éstas ya han sido cerradas. El relato del acusado debía haber sido
expuesto hace tres años, en la primavera de 1881.
—De acuerdo con el procedimiento —dijo el juez—, tiene usted toda la razón, y
en un tribunal de Impugnaciones y Detalles Técnicos el fallo sería a su favor. Pero no
en uno de Absolución. Por tanto no se acepta la protesta.
—Entonces, disiento —replicó el fiscal.
—No puede —continuó el juez—. Debe tener en cuenta que para disentir
primero ha de conseguir que este caso sea transferido al tribunal de Disensiones
presentando una moción formal debidamente acompañada de declaraciones juradas.
Le recuerdo que a su predecesor en el cargo le denegué una moción similar durante
el primer año de este juicio. Oficial, tome juramento al acusado.
Una vez cumplida esta formalidad habitual, hice mi declaración, tras lo cual el
juez se sintió tan impresionado al ver la trivialidad del delito que se me imputaba
que no tuvo necesidad de buscar más circunstancias atenuantes y solicitó al jurado
mi absolución. Después, abandoné la sala con mi reputación limpia de toda mancha.
«Nací en 1856 en Kalamakee, Michigan. Mis padres (a uno de los cuales aún
conservo, gracias a Dios, para consuelo de mis últimos años) eran personas honradas
y cumplidoras. En 1867 nos trasladamos a California y nos establecimos cerca de
Nigger Head, donde mi padre abrió un albergue para caminantes con el que
prosperó más de lo que codiciosamente esperaba. Aunque era un hombre reservado
y taciturno, su austeridad se ha relajado un poco con el paso de los años; creo que es
únicamente el recuerdo del triste acontecimiento por el que se me juzga el que le
impide manifestar auténtica alegría.
»Cuatro años después de abrir aquel negocio, apareció un predicador
ambulante que, al no tener mejor forma de pagar su alojamiento nocturno, nos
obsequió con un sermón de gran categoría. Inmediatamente mi padre envió a buscar
a su hermano, el honorable William Ridley de Stockon, a quien cedió el albergue sin
cobrarle nada por el traspaso ni por los útiles que en él había, esto es, un Winchester,
una escopeta de cañones recortados y un conjunto de máscaras hechas con sacos de
harina. Entonces nos mudamos a Ghost Rock y abrimos un salón de baile. Se llamaba
El organillo: reposo de los santos. El espectáculo comenzaba cada noche con una oración
y fue allí donde mi santa madre se ganó, por su gracia en el baile, el sobrenombre de
La morsa saltarina.
»En el otoño de 1875 tomé la diligencia en Ghost Rock para ir a Coyote, que está
en el camino de Mahala. Iba con otros cuatro pasajeros. Tres millas más allá de
Nigger Head, unos individuos, a los que identifiqué como el tío William y sus dos
hijos, nos asaltaron y, al no encontrar nada en la saca del correo, decidieron
registrarnos. Mi actuación fue de lo más honrosa: me puse en fila con los demás,
levanté las manos y me dejé robar cuarenta dólares y un reloj de oro. Nadie pudo
sospechar por mi comportamiento que conocía a los caballeros que organizaban el
espectáculo. Al cabo de unos días fui a Nigger Head a reclamar la devolución de lo
robado. Mi tío y sus hijos me juraron que no sabían nada del asunto y aparentaron
creer que habíamos sido mi padre y yo los que, con el ánimo de violar la buena fe por
la que el comercio ha de regirse, habíamos cometido el asalto. El tío William llegó a
amenazarme con la apertura de otro salón de baile en Ghost Rock como venganza.
Me di cuenta enseguida de que esta operación, que parecía ventajosa, iba a ser
nuestra ruina, pues El reposo de los santos había perdido mucho prestigio. Entonces le
dije a mi tío que si me aceptaba en su proyecto y no le hacía ningún comentario sobre
ello a mi padre, estaba dispuesto a olvidar lo ocurrido. Pero rechazó mi razonable
oferta y fue entonces cuando empecé a pensar que las cosas irían mejor y serían más
agradables cuando mi tio estuviera muerto.
»Al cabo de cierto tiempo dedicado a perfeccionar los planes para acabar con él,
se los comuniqué a mis padres y tuve la gran alegría de contar con su aprobación.
Papá dijo que estaba orgulloso de mí y mamá me prometió que, aunque su religión
prohibía colaborar en la destrucción de una vida humana, rezaría para que todo
saliera bien. Lo primero que hice, para evitar ser descubierto y como medida
cautelar, fue solicitar mi ingreso en la poderosa orden de los Caballeros del Crimen.
A su debido tiempo fui nombrado miembro de la comandancia de Ghost Rock. El día
que mi periodo de prueba terminó, tuve acceso, por primera vez, a los archivos de la
orden y pude conocer quiénes eran sus miembros (hasta entonces los ritos de
iniciación habían sido dirigidos por individuos enmascarados). Cuál no sería mi
sorpresa cuando, al examinar la lista, descubrí que el vicecanciller segundo de la
orden era mi propio tío, cuyo nombre aparecía en tercer lugar. Era algo que superaba
todas mis ansias de grandilocuencia: al asesinato podría añadir la insubordinación y
la traición. Mi madre lo habría llamado «un capricho especial de la providencia».
»Por esos días se produjo un acontecimiento que hizo que mi alegría
desembocara en una vorágine de felicidad: arrestaron a tres forasteros por el asalto a
la diligencia. Se les juzgó y, a pesar de mis esfuerzos por salvarles e inculpar a tres de
los ciudadanos más dignos y respetables de Ghost Rock, fueron condenados con las
mínimas pruebas. Desde aquel momento, mi crimen podría ser todo lo infundado y
disparatado que yo quisiera.
»Una mañana me eché el Winchester al hombro y me dirigí a casa de mi tío.
Pregunté a mi tía Mary, su esposa, si él estaba en casa y añadí que tenía la intención
de matarle. Mi tía replicó, con su habitual sonrisa, que eran tantos los caballeros que
llegaban con la misma idea y se marchaban sin obtener ningún resultado, que
dudaba de mis intenciones. Agregó que no tenía aspecto de querer matar a nadie, así
que, para demostrarle mi buena fe, cogí el rifle y le pegué un tiro a un chino que
pasaba por allí. Entonces comentó que conocía a familias enteras que podían hacer
cosas así, pero que Bill Ridley era harina de otro costal. Sin embargo, tras indicarme
que podía encontrarle en el redil, al otro lado del río, se despidió de mí diciendo que
esperaba que ganara el mejor.
»Desde luego, la tía Mary era una de las personas más ecuánimes que he
conocido.
»Encontré al tío William arrodillado, enfrascado en la tarea de esquilar a una
oveja. Estaba desarmado y no tuve el valor de dispararle. Me acerqué, le saludé
amablemente y le sacudí un fuerte culatazo en la cabeza. Como suelo golpear
bastante bien, le dejé tirado sobre un costado. Después, se dio la vuelta,
desentumeció los dedos y se encrespó. Antes de que recuperara la posesión de sus
miembros, agarré el cuchillo que había estado utilizando y le corté los tendones.
Como usted sabrá, cuando se rompe el tendón de Aquiles, el paciente ya no puede
usar la pierna, es como si no la tuviera. Bien, pues le corté los dos, y cuando quiso
recobrarse, estaba totalmente bajo mi voluntad. En cuanto se percató de la situación
dijo:
»—Samuel, me tienes en tus manos y puedes permitirte ser generoso. Sólo
quiero pedirte una cosa: llévame a casa y acaba conmigo en el seno familiar.
»Le contesté que su petición me parecía razonable y que estaba dispuesto a
hacer lo que me pedía si me dejaba meterle en un costal de trigo: sería más fácil
transportarle y llamaríamos menos la atención si nos cruzábamos con algún vecino.
Una vez que hubo aceptado, me fui al granero a por el saco. Pero no era fácil meterle
dentro, pues mi tío era grueso y bastante alto. Decidí doblarle las piernas con las
rodillas contra el pecho y embutirle dentro, tras lo cual hice un nudo sobre su cabeza.
Aunque empleé todas mis fuerzas para llevarlo sobre la espalda, me resultaba
bastante pesado. Fui dando trompicones hasta llegar a un columpio que unos niños
habían colgado de la rama de un roble. Le puse encima y me senté sobre él a
descansar. Al ver la cuerda se me ocurrió una feliz idea. Veinte minutos después, mi
tío, aún en el saco, se balanceaba a merced del viento.
»Había bajado la cuerda, y tras atar uno de sus extremos a la boca del saco y
pasar el otro por encima de la rama, levanté el fardo a una altura de unos cinco pies.
Amarré el último cabo de nuevo en el saco y tuve el placer de ver a mi pariente
convertido en un pesado y hermoso péndulo. No parecía muy consciente del cambio
que había sufrido, aunque, para ser justo con su recuerdo, debo decir que no creo que
me hubiera hecho perder mucho tiempo con sus vanas protestas.
»Mi tío tenía un carnero que era famoso en la región por sus dotes para la lucha.
El animal estaba en un constante estado de indignación crónica: algún profundo
desengaño durante sus primeros años de vida había amargado su carácter y le había
llevado a declarar la guerra a todo ser viviente. Decir que siempre estaba dándose
topetazos contra cualquier objeto no sería más que dar una ligera idea de la
naturaleza y alcance de su actividad bélica. Todo el universo era su enemigo y sus
métodos eran los de un proyectil. Peleaba como lo hacen los ángeles contra los
demonios, a media altura; surcaba el aire como un pájaro, describiendo una parábola
tras la que descendía sobre su víctima justo sobre el ángulo exacto de incidencia en el
que mejor aprovechaba su fuerza y velocidad. Su impulso, calculado en
kilográmetros, era algo increíble. Se le había visto destrozar a un toro de cuatro años
con un simple impacto sobre su frente rugosa. No se conocía una sola pared de
piedra que aguantara su embestida, ni había árboles suficientemente duros para
soportarla: los hacía astillas y arrastraba sus frondosos galardones por el suelo. Esa
bestia irascible y despiadada, esa personificación del rayo, estaba echada a la sombra
de un árbol cercano, ansiosa de conquista y gloria. Y precisamente se me ocurrió
colgar a su dueño tal y como he descrito con la idea de citarla más adelante en el
campo del honor.
»Una vez terminados los preparativos, transmití al péndulo avuncular un suave
balanceo, y tras buscar protección en una roca cercana, solté un largo y agudo grito
cuya débil nota final fue ahogada por un chillido que, procedente del saco, recordaba
al de un gato furioso. Inmediatamente, aquel formidable morueco se puso en pie y
comprendió la situación bélica de un solo vistazo. Tras un breve instante, se acercó
piafando hasta unas cincuenta yardas del bamboleante adversario quien, con su
avance y retroceso, parecía invitar al combate. Vi que el animal de repente doblaba la
testuz como si le pesara la enorme cornamenta: desde aquel lugar, como una
ondulante franja blanca apenas perceptible, se arrancó en dirección horizontal hasta
llegar a poco menos de cuatro yardas del punto sobre el que se encontraba el
enemigo. Entonces asestó una fuerte cornada hacia arriba y, antes de que pudiera
percibir con claridad el lugar en el que había comenzado el movimiento, oí un golpe
terrible seguido de un profundo alarido. Mi pobre tío salió disparado hacia adelante
y la cuerda se elevó por encima de la rama a la que estaba sujeta. Al caer, se tensó de
golpe y el vuelo se detuvo. Entonces comenzó a balancearse de nuevo lentamente
hacia el otro extremo del arco descrito. El carnero había caído de bruces y apenas se
distinguía más que una amalgama de lana, cuernos y patas; pero se recobró y, una
vez esquivada la caída de su antagonista, se retiró sacudiendo la cabeza y dando
patadas contra el suelo. Retrocedió más o menos hasta el mismo punto desde el que
había lanzado el primer ataque y se detuvo; como si estuviera rezando para
conseguir la victoria, agachó la cabeza y salió de nuevo disparado. Esta vez tampoco
le pude ver con claridad: sólo capté la misma franja blanca que tras extenderse en
monstruosas ondulaciones, terminaba en una brusca elevación. Su trayectoria
formaba ángulo recto con la anterior y su impaciencia era tan grande que golpeó al
enemigo antes de que éste hubiera alcanzado el punto más bajo del arco. Esto hizo
que el fardo empezara a dar vueltas y más vueltas en sentido horizontal con un radio
de unos diez pies, la mitad de la longitud total de la cuerda. Los alaridos de mi tío,
crescendo cuando se acercaba y diminuendo al alejarse, hacían que la rapidez del giro
fuera más perceptible con el oído que con la vista. Debido a la postura que tenía y a
la distancia del suelo a la que estaba, recibía los golpes en las extremidades inferiores
y en los riñones: se moría lentamente de abajo a arriba, como una planta que da con
sus raíces en terreno ponzoñoso.
»Tras este segundo golpe el animal no se retiró. La fiebre de la batalla hervía en
su corazón y su cerebro estaba ebrio de sangre. Como un púgil que llevado por la
rabia olvida lo mejor de su destreza y lucha cuerpo a cuerpo, intentaba alcanzar, con
torpes saltos verticales, al fugaz enemigo que le pasaba por encima. Aunque a veces
conseguía golpearle débilmente, casi siempre acababa en el suelo, pues su ardor iba
mal encauzado. Cuando empezaba a agotarse, los círculos que el fardo describía se
estrecharon y la velocidad de giro se redujo. Todo ello, unido al escaso trecho que
había entre el saco y el suelo, hizo que su táctica produjera mejores resultados y se
consiguiera una calidad de alarido superior. Yo disfrutaba con placer.
»De repente, como si hubieran tocado retirada, el carnero suspendió las
hostilidades y se alejó resoplando. Arrancó unas cuantas briznas de hierba y las
masticó lentamente. Parecía cansado del fragor de la batalla y decidido a cambiar la
espada por el arado y a cultivar las artes de la paz. Desde el campo de la fama avanzó
con paso firme hasta una distancia de un cuarto de milla. Entonces, de espaldas al
enemigo, se detuvo y continuó rumiando, medio dormido. Sin embargo, aprecié que
de vez en cuando volvía ligeramente la cabeza, como si su apatía fuera más fingida
que real.
»Mientras tanto los gritos del tío William, y su movimiento, habían disminuido:
no se oían más que unos largos y débiles lamentos junto a los que aparecía mi
nombre pronunciado en un tono suplicante que resultaba de lo más agradable.
Evidentemente mi tío no tenía la menor idea de lo que ocurría y estaba aterrorizado;
ciertamente, cuando la muerte se acerca rodeada de misterio resulta terrible. Poco a
poco el balanceo fue reduciéndose hasta que se detuvo. Cuando me iba acercando al
fardo para darle el golpe de gracia, sentí una sucesión de rápidos temblores que
sacudían la tierra, algo así como un pequeño terremoto. Me volví hacia donde estaba
el carnero y vi una nube de polvo que se aproximaba a una velocidad tan inusitada
que resultaba alarmante. Como a unas treinta yardas, se plantó bruscamente y me
pareció ver que un enorme pájaro blanco se elevaba por los aires. Su ascenso fue tan
suave, sencillo y regular que, admirado de su donaire, apenas pude captar su
extraordinaria celeridad. Recuerdo que su movimiento era lento, intencionado. El
morueco, pues no era otro que él, se elevaba con una fuerza distinta a la de su propio
ímpetu y parecía ser sostenido en el aire con una ternura y cuidado infinitos. Su
ascensión producía un gran placer, igual que antes había resultado aterrador verle
aproximarse por tierra. El noble animal surcaba los cielos con la cabeza entre las
rodillas y las pezuñas inclinadas hacia atrás como si fuera una garza en vertiginoso
ascenso.
»A los cuarenta o cincuenta pies, según recuerdo con ternura, alcanzó su cenit y
se quedó inmóvil por un instante; entonces, sesgó el cuerpo hacia adelante y, sin
variar la posición de sus miembros, salió disparado hacia abajo con una trayectoria
cada vez más oblicua y una velocidad frenética. Pasó por encima de mí con el
estruendo de una bala de cañón y golpeó a mi pobre tío exactamente en el centro de
la cabeza. Tan espantoso fue el impacto que no sólo le partió el cuello sino que
incluso la cuerda se rompió. El cuerpo del difunto se estrelló contra el suelo y fue
deshecho por las cornadas del meteórico musmón. La sacudida detuvo todos los
relojes entre Lone Hand y Dutch Dan y el profesor Davidson, que andaba por el
lugar y era una autoridad en temas sísmicos explicó que las vibraciones iban de norte
a sudoeste.
»En resumen, creo que, en lo que a atrocidad artística se refiere, el asesinato del
tío William ha sido superado en muy contadas ocasiones.»
Mi crimen favorito
Después de haber asesinado a mi madre en circunstancias singularmente
atroces, fui arrestado y tuve que hacer frente a un juicio que duraría siete años. El
juez del tribunal de Absolución, el encomendar al jurado su tarea, señaló que mi
crimen era uno de los más espantosos que le había tocado resolver en su vida.
En ese momento, mi abogado se levantó y dijo:
—Con la venia de su señoría, los crímenes son horribles o agradables sólo
cuando se los compara. Si usted conociera los detalles del anterior asesinato que mi
cliente cometió, el de su tío, apreciaría en su último delito (si es que así puede
denominarse) una cierta compasión paciente y consideración filial hacia los
sentimientos de la víctima. De la espantosa crueldad que acompaña al primer crimen
no podía deducirse, si se quería ser consecuente, más que un veredicto de
culpabilidad. De no haber sido porque el magistrado presidente del tribunal dirigía
una compañía de seguros que aceptaba pólizas contra el ahorcamiento (una de las
cuales había sido suscrita por mi cliente) no sé de qué otra manera decente podría
haber sido absuelto. Si su señoría fuera tan amable de escuchar, a título de ilustración
y asesoramiento, el relato de los hechos, mi desdichado cliente accedería a
exponerlos bajo juramento a pesar del gran dolor que le causa.
El fiscal intervino:
—Protesto, su señoría. Tal declaración sería considerada como prueba
testimonial y éstas ya han sido cerradas. El relato del acusado debía haber sido
expuesto hace tres años, en la primavera de 1881.
—De acuerdo con el procedimiento —dijo el juez—, tiene usted toda la razón, y
en un tribunal de Impugnaciones y Detalles Técnicos el fallo sería a su favor. Pero no
en uno de Absolución. Por tanto no se acepta la protesta.
—Entonces, disiento —replicó el fiscal.
—No puede —continuó el juez—. Debe tener en cuenta que para disentir
primero ha de conseguir que este caso sea transferido al tribunal de Disensiones
presentando una moción formal debidamente acompañada de declaraciones juradas.
Le recuerdo que a su predecesor en el cargo le denegué una moción similar durante
el primer año de este juicio. Oficial, tome juramento al acusado.
Una vez cumplida esta formalidad habitual, hice mi declaración, tras lo cual el
juez se sintió tan impresionado al ver la trivialidad del delito que se me imputaba
que no tuvo necesidad de buscar más circunstancias atenuantes y solicitó al jurado
mi absolución. Después, abandoné la sala con mi reputación limpia de toda mancha.
«Nací en 1856 en Kalamakee, Michigan. Mis padres (a uno de los cuales aún
conservo, gracias a Dios, para consuelo de mis últimos años) eran personas honradas
y cumplidoras. En 1867 nos trasladamos a California y nos establecimos cerca de
Nigger Head, donde mi padre abrió un albergue para caminantes con el que
prosperó más de lo que codiciosamente esperaba. Aunque era un hombre reservado
y taciturno, su austeridad se ha relajado un poco con el paso de los años; creo que es
únicamente el recuerdo del triste acontecimiento por el que se me juzga el que le
impide manifestar auténtica alegría.
»Cuatro años después de abrir aquel negocio, apareció un predicador
ambulante que, al no tener mejor forma de pagar su alojamiento nocturno, nos
obsequió con un sermón de gran categoría. Inmediatamente mi padre envió a buscar
a su hermano, el honorable William Ridley de Stockon, a quien cedió el albergue sin
cobrarle nada por el traspaso ni por los útiles que en él había, esto es, un Winchester,
una escopeta de cañones recortados y un conjunto de máscaras hechas con sacos de
harina. Entonces nos mudamos a Ghost Rock y abrimos un salón de baile. Se llamaba
El organillo: reposo de los santos. El espectáculo comenzaba cada noche con una oración
y fue allí donde mi santa madre se ganó, por su gracia en el baile, el sobrenombre de
La morsa saltarina.
»En el otoño de 1875 tomé la diligencia en Ghost Rock para ir a Coyote, que está
en el camino de Mahala. Iba con otros cuatro pasajeros. Tres millas más allá de
Nigger Head, unos individuos, a los que identifiqué como el tío William y sus dos
hijos, nos asaltaron y, al no encontrar nada en la saca del correo, decidieron
registrarnos. Mi actuación fue de lo más honrosa: me puse en fila con los demás,
levanté las manos y me dejé robar cuarenta dólares y un reloj de oro. Nadie pudo
sospechar por mi comportamiento que conocía a los caballeros que organizaban el
espectáculo. Al cabo de unos días fui a Nigger Head a reclamar la devolución de lo
robado. Mi tío y sus hijos me juraron que no sabían nada del asunto y aparentaron
creer que habíamos sido mi padre y yo los que, con el ánimo de violar la buena fe por
la que el comercio ha de regirse, habíamos cometido el asalto. El tío William llegó a
amenazarme con la apertura de otro salón de baile en Ghost Rock como venganza.
Me di cuenta enseguida de que esta operación, que parecía ventajosa, iba a ser
nuestra ruina, pues El reposo de los santos había perdido mucho prestigio. Entonces le
dije a mi tío que si me aceptaba en su proyecto y no le hacía ningún comentario sobre
ello a mi padre, estaba dispuesto a olvidar lo ocurrido. Pero rechazó mi razonable
oferta y fue entonces cuando empecé a pensar que las cosas irían mejor y serían más
agradables cuando mi tio estuviera muerto.
»Al cabo de cierto tiempo dedicado a perfeccionar los planes para acabar con él,
se los comuniqué a mis padres y tuve la gran alegría de contar con su aprobación.
Papá dijo que estaba orgulloso de mí y mamá me prometió que, aunque su religión
prohibía colaborar en la destrucción de una vida humana, rezaría para que todo
saliera bien. Lo primero que hice, para evitar ser descubierto y como medida
cautelar, fue solicitar mi ingreso en la poderosa orden de los Caballeros del Crimen.
A su debido tiempo fui nombrado miembro de la comandancia de Ghost Rock. El día
que mi periodo de prueba terminó, tuve acceso, por primera vez, a los archivos de la
orden y pude conocer quiénes eran sus miembros (hasta entonces los ritos de
iniciación habían sido dirigidos por individuos enmascarados). Cuál no sería mi
sorpresa cuando, al examinar la lista, descubrí que el vicecanciller segundo de la
orden era mi propio tío, cuyo nombre aparecía en tercer lugar. Era algo que superaba
todas mis ansias de grandilocuencia: al asesinato podría añadir la insubordinación y
la traición. Mi madre lo habría llamado «un capricho especial de la providencia».
»Por esos días se produjo un acontecimiento que hizo que mi alegría
desembocara en una vorágine de felicidad: arrestaron a tres forasteros por el asalto a
la diligencia. Se les juzgó y, a pesar de mis esfuerzos por salvarles e inculpar a tres de
los ciudadanos más dignos y respetables de Ghost Rock, fueron condenados con las
mínimas pruebas. Desde aquel momento, mi crimen podría ser todo lo infundado y
disparatado que yo quisiera.
»Una mañana me eché el Winchester al hombro y me dirigí a casa de mi tío.
Pregunté a mi tía Mary, su esposa, si él estaba en casa y añadí que tenía la intención
de matarle. Mi tía replicó, con su habitual sonrisa, que eran tantos los caballeros que
llegaban con la misma idea y se marchaban sin obtener ningún resultado, que
dudaba de mis intenciones. Agregó que no tenía aspecto de querer matar a nadie, así
que, para demostrarle mi buena fe, cogí el rifle y le pegué un tiro a un chino que
pasaba por allí. Entonces comentó que conocía a familias enteras que podían hacer
cosas así, pero que Bill Ridley era harina de otro costal. Sin embargo, tras indicarme
que podía encontrarle en el redil, al otro lado del río, se despidió de mí diciendo que
esperaba que ganara el mejor.
»Desde luego, la tía Mary era una de las personas más ecuánimes que he
conocido.
»Encontré al tío William arrodillado, enfrascado en la tarea de esquilar a una
oveja. Estaba desarmado y no tuve el valor de dispararle. Me acerqué, le saludé
amablemente y le sacudí un fuerte culatazo en la cabeza. Como suelo golpear
bastante bien, le dejé tirado sobre un costado. Después, se dio la vuelta,
desentumeció los dedos y se encrespó. Antes de que recuperara la posesión de sus
miembros, agarré el cuchillo que había estado utilizando y le corté los tendones.
Como usted sabrá, cuando se rompe el tendón de Aquiles, el paciente ya no puede
usar la pierna, es como si no la tuviera. Bien, pues le corté los dos, y cuando quiso
recobrarse, estaba totalmente bajo mi voluntad. En cuanto se percató de la situación
dijo:
»—Samuel, me tienes en tus manos y puedes permitirte ser generoso. Sólo
quiero pedirte una cosa: llévame a casa y acaba conmigo en el seno familiar.
»Le contesté que su petición me parecía razonable y que estaba dispuesto a
hacer lo que me pedía si me dejaba meterle en un costal de trigo: sería más fácil
transportarle y llamaríamos menos la atención si nos cruzábamos con algún vecino.
Una vez que hubo aceptado, me fui al granero a por el saco. Pero no era fácil meterle
dentro, pues mi tío era grueso y bastante alto. Decidí doblarle las piernas con las
rodillas contra el pecho y embutirle dentro, tras lo cual hice un nudo sobre su cabeza.
Aunque empleé todas mis fuerzas para llevarlo sobre la espalda, me resultaba
bastante pesado. Fui dando trompicones hasta llegar a un columpio que unos niños
habían colgado de la rama de un roble. Le puse encima y me senté sobre él a
descansar. Al ver la cuerda se me ocurrió una feliz idea. Veinte minutos después, mi
tío, aún en el saco, se balanceaba a merced del viento.
»Había bajado la cuerda, y tras atar uno de sus extremos a la boca del saco y
pasar el otro por encima de la rama, levanté el fardo a una altura de unos cinco pies.
Amarré el último cabo de nuevo en el saco y tuve el placer de ver a mi pariente
convertido en un pesado y hermoso péndulo. No parecía muy consciente del cambio
que había sufrido, aunque, para ser justo con su recuerdo, debo decir que no creo que
me hubiera hecho perder mucho tiempo con sus vanas protestas.
»Mi tío tenía un carnero que era famoso en la región por sus dotes para la lucha.
El animal estaba en un constante estado de indignación crónica: algún profundo
desengaño durante sus primeros años de vida había amargado su carácter y le había
llevado a declarar la guerra a todo ser viviente. Decir que siempre estaba dándose
topetazos contra cualquier objeto no sería más que dar una ligera idea de la
naturaleza y alcance de su actividad bélica. Todo el universo era su enemigo y sus
métodos eran los de un proyectil. Peleaba como lo hacen los ángeles contra los
demonios, a media altura; surcaba el aire como un pájaro, describiendo una parábola
tras la que descendía sobre su víctima justo sobre el ángulo exacto de incidencia en el
que mejor aprovechaba su fuerza y velocidad. Su impulso, calculado en
kilográmetros, era algo increíble. Se le había visto destrozar a un toro de cuatro años
con un simple impacto sobre su frente rugosa. No se conocía una sola pared de
piedra que aguantara su embestida, ni había árboles suficientemente duros para
soportarla: los hacía astillas y arrastraba sus frondosos galardones por el suelo. Esa
bestia irascible y despiadada, esa personificación del rayo, estaba echada a la sombra
de un árbol cercano, ansiosa de conquista y gloria. Y precisamente se me ocurrió
colgar a su dueño tal y como he descrito con la idea de citarla más adelante en el
campo del honor.
»Una vez terminados los preparativos, transmití al péndulo avuncular un suave
balanceo, y tras buscar protección en una roca cercana, solté un largo y agudo grito
cuya débil nota final fue ahogada por un chillido que, procedente del saco, recordaba
al de un gato furioso. Inmediatamente, aquel formidable morueco se puso en pie y
comprendió la situación bélica de un solo vistazo. Tras un breve instante, se acercó
piafando hasta unas cincuenta yardas del bamboleante adversario quien, con su
avance y retroceso, parecía invitar al combate. Vi que el animal de repente doblaba la
testuz como si le pesara la enorme cornamenta: desde aquel lugar, como una
ondulante franja blanca apenas perceptible, se arrancó en dirección horizontal hasta
llegar a poco menos de cuatro yardas del punto sobre el que se encontraba el
enemigo. Entonces asestó una fuerte cornada hacia arriba y, antes de que pudiera
percibir con claridad el lugar en el que había comenzado el movimiento, oí un golpe
terrible seguido de un profundo alarido. Mi pobre tío salió disparado hacia adelante
y la cuerda se elevó por encima de la rama a la que estaba sujeta. Al caer, se tensó de
golpe y el vuelo se detuvo. Entonces comenzó a balancearse de nuevo lentamente
hacia el otro extremo del arco descrito. El carnero había caído de bruces y apenas se
distinguía más que una amalgama de lana, cuernos y patas; pero se recobró y, una
vez esquivada la caída de su antagonista, se retiró sacudiendo la cabeza y dando
patadas contra el suelo. Retrocedió más o menos hasta el mismo punto desde el que
había lanzado el primer ataque y se detuvo; como si estuviera rezando para
conseguir la victoria, agachó la cabeza y salió de nuevo disparado. Esta vez tampoco
le pude ver con claridad: sólo capté la misma franja blanca que tras extenderse en
monstruosas ondulaciones, terminaba en una brusca elevación. Su trayectoria
formaba ángulo recto con la anterior y su impaciencia era tan grande que golpeó al
enemigo antes de que éste hubiera alcanzado el punto más bajo del arco. Esto hizo
que el fardo empezara a dar vueltas y más vueltas en sentido horizontal con un radio
de unos diez pies, la mitad de la longitud total de la cuerda. Los alaridos de mi tío,
crescendo cuando se acercaba y diminuendo al alejarse, hacían que la rapidez del giro
fuera más perceptible con el oído que con la vista. Debido a la postura que tenía y a
la distancia del suelo a la que estaba, recibía los golpes en las extremidades inferiores
y en los riñones: se moría lentamente de abajo a arriba, como una planta que da con
sus raíces en terreno ponzoñoso.
»Tras este segundo golpe el animal no se retiró. La fiebre de la batalla hervía en
su corazón y su cerebro estaba ebrio de sangre. Como un púgil que llevado por la
rabia olvida lo mejor de su destreza y lucha cuerpo a cuerpo, intentaba alcanzar, con
torpes saltos verticales, al fugaz enemigo que le pasaba por encima. Aunque a veces
conseguía golpearle débilmente, casi siempre acababa en el suelo, pues su ardor iba
mal encauzado. Cuando empezaba a agotarse, los círculos que el fardo describía se
estrecharon y la velocidad de giro se redujo. Todo ello, unido al escaso trecho que
había entre el saco y el suelo, hizo que su táctica produjera mejores resultados y se
consiguiera una calidad de alarido superior. Yo disfrutaba con placer.
»De repente, como si hubieran tocado retirada, el carnero suspendió las
hostilidades y se alejó resoplando. Arrancó unas cuantas briznas de hierba y las
masticó lentamente. Parecía cansado del fragor de la batalla y decidido a cambiar la
espada por el arado y a cultivar las artes de la paz. Desde el campo de la fama avanzó
con paso firme hasta una distancia de un cuarto de milla. Entonces, de espaldas al
enemigo, se detuvo y continuó rumiando, medio dormido. Sin embargo, aprecié que
de vez en cuando volvía ligeramente la cabeza, como si su apatía fuera más fingida
que real.
»Mientras tanto los gritos del tío William, y su movimiento, habían disminuido:
no se oían más que unos largos y débiles lamentos junto a los que aparecía mi
nombre pronunciado en un tono suplicante que resultaba de lo más agradable.
Evidentemente mi tío no tenía la menor idea de lo que ocurría y estaba aterrorizado;
ciertamente, cuando la muerte se acerca rodeada de misterio resulta terrible. Poco a
poco el balanceo fue reduciéndose hasta que se detuvo. Cuando me iba acercando al
fardo para darle el golpe de gracia, sentí una sucesión de rápidos temblores que
sacudían la tierra, algo así como un pequeño terremoto. Me volví hacia donde estaba
el carnero y vi una nube de polvo que se aproximaba a una velocidad tan inusitada
que resultaba alarmante. Como a unas treinta yardas, se plantó bruscamente y me
pareció ver que un enorme pájaro blanco se elevaba por los aires. Su ascenso fue tan
suave, sencillo y regular que, admirado de su donaire, apenas pude captar su
extraordinaria celeridad. Recuerdo que su movimiento era lento, intencionado. El
morueco, pues no era otro que él, se elevaba con una fuerza distinta a la de su propio
ímpetu y parecía ser sostenido en el aire con una ternura y cuidado infinitos. Su
ascensión producía un gran placer, igual que antes había resultado aterrador verle
aproximarse por tierra. El noble animal surcaba los cielos con la cabeza entre las
rodillas y las pezuñas inclinadas hacia atrás como si fuera una garza en vertiginoso
ascenso.
»A los cuarenta o cincuenta pies, según recuerdo con ternura, alcanzó su cenit y
se quedó inmóvil por un instante; entonces, sesgó el cuerpo hacia adelante y, sin
variar la posición de sus miembros, salió disparado hacia abajo con una trayectoria
cada vez más oblicua y una velocidad frenética. Pasó por encima de mí con el
estruendo de una bala de cañón y golpeó a mi pobre tío exactamente en el centro de
la cabeza. Tan espantoso fue el impacto que no sólo le partió el cuello sino que
incluso la cuerda se rompió. El cuerpo del difunto se estrelló contra el suelo y fue
deshecho por las cornadas del meteórico musmón. La sacudida detuvo todos los
relojes entre Lone Hand y Dutch Dan y el profesor Davidson, que andaba por el
lugar y era una autoridad en temas sísmicos explicó que las vibraciones iban de norte
a sudoeste.
»En resumen, creo que, en lo que a atrocidad artística se refiere, el asesinato del
tío William ha sido superado en muy contadas ocasiones.»
_
Una tumba sin fondo
Me llamo John Brenwalter. Mi padre, que era un borracho, tenía la patente de
un invento para hacer granos de café con arcilla; pero como era un hombre honrado,
no quiso dedicarse personalmente a su fabricación. Por eso nunca llegó a ser rico, ya
que los derechos de su valioso invento apenas le alcanzaban para pagar las costas de
los pleitos entablados contra los granujas que los violaban. En consecuencia, no pude
disfrutar de muchas de las ventajas propias de los hijos con padres indecentes y sin
escrúpulos y, de no haber sido por una madre justa y cariñosa que relegó al resto de
los hermanos y se encargó personalmente de mi educación, habría crecido en la
ignorancia y me habría visto obligado a dedicarme a la enseñanza. Verdaderamente,
ser el hijo de una mujer buena vale un tesoro.
Papá tuvo la desgracia de morirse cuando yo tenía diecinueve años. Como
siempre había disfrutado de una salud de hierro, él fue el primer sorprendido por el
hecho, que se produjo de repente durante la comida. Precisamente aquella misma
mañana le habían comunicado la concesión de la patente de un artefacto que
reventaba cajas fuertes por medio de presión hidráulica sin el menor ruido. El
Comisario de Patentes había considerado el invento como el más ingenioso, efectivo
y digno de mérito que jamás le habían presentado, y mi padre, como era de esperar,
se había hecho la ilusión de una vejez llena de prosperidad y honores. Su repentina
muerte le supuso por tanto una gran decepción, aunque a mi madre, piadosa y
resignada ante la voluntad de la Providencia, le afectó bastante menos. Al finalizar la
comida, y una vez retirado el cuerpo de mi pobre padre, nos llevó a la habitación de
al lado y se dirigió a nosotros del siguiente modo:
—Hijos míos, el extraño suceso que acabáis de presenciar es uno de los más
desagradables acontecimientos en la vida de un hombre de bien, y uno de los que
menos me gustan, os lo aseguro. Creedme si os digo que nada tuve que ver en ello.
Pero desde luego —añadió tras una pausa, bajando los ojos como en profunda
meditación— es mejor que haya muerto.
Dijo esto con un sentimiento tan claro de la naturalidad del fallecimiento que
nadie se atrevió a provocar su desconcierto pidiéndole una explicación. Y es que la
actitud de sorpresa que mi madre adoptaba cuando nos equivocábamos en algo
resultaba terrible. Recuerdo que un día, después de un acceso de mal humor en el
que me había tomado la libertad de arrancarle una oreja a mi hermano pequeño, sus
únicas palabras fueron: «John, ¡me sorprendes!» Me pareció un reproche tan severo
que, tras una noche en vela, me dirigí a ella y, entre lágrimas, me arrojé a sus pies
exclamando: «Madre, perdóname por haberte sorprendido.» Todos, pues, incluyendo
al crío desorejado, consideramos que nos iría mejor si aceptábamos la manifestación
que acababa de hacer sin el menor pestañeo. Y prosiguió:
—Debéis saber, hijos míos, que en caso de muerte repentina y misteriosa la ley
exige que se presente un forense, trocee el cadáver y entregue los pedazos a varios
señores que, después de haberlos analizado, certifican la muerte de la persona. Por
este trabajo el forense cobra un montón de dinero. Desearía en nuestro caso evitar
esta formalidad tan dolorosa, pues es algo que nunca habría tenido la aprobación de
vuestro padre. John —dijo dirigiéndose a mí con cara angelical—, tú eres un chico
educado y muy discreto. Ahora tienes la ocasión de mostrar tu gratitud por los
sacrificios que tu educación nos ha supuesto a todos los demás. Así que ve y acaba
con el forense.
No puedo expresar con palabras lo que dicha muestra de confianza me
complació, pues me daba la oportunidad de distinguirme con una acto que iba
perfectamente con mi disposición natural. Entonces, arrodillándome ante ella, besé
su mano y la bañé con lágrimas de emoción. Poco antes de las cinco de aquella
misma tarde había acabado con el forense.
Fui detenido inmediatamente y enviado a la cárcel, donde pasé una noche de lo
más incómoda, incapaz de conciliar el sueño por las blasfemias que soltaban mis
compañeros de calabozo, dos curas, cuya formación teológica les había dotado de un
sin fin de ideas impías y de un dominio sin par del lenguaje irreverente. Pero entrada
ya la noche, el carcelero, que dormía en una habitación contigua y estaba siendo
igualmente importunado, entró en la celda y, lanzando un tremendo exabrupto,
advirtió a aquellos reverendísimos caballeros que si volvía a oír más palabrotas no
tendría en cuenta su condición y los pondría de patitas en la calle. Sólo entonces
bajaron el tono de su insoportable conversación y sacaron un acordeón,
permitiéndome así dormir el sueño pacífico y refrescante de la juventud y la
inocencia.
A la mañana siguiente me llevaron ante el juez Superior, que era quien tenía
competencia en el caso, y me sometieron a los interrogatorios preliminares. Me
declaré inocente alegando que el hombre al que había asesinado era un demócrata
célebre (mi madre, que era republicana, me había instruido, desde mi más tierna
infancia, en los principios de un gobierno honrado y en la necesidad de acabar con la
oposición facciosa). Al juez, que había sido fraudulentamente elegido en un colegio
electoral republicano, mi alegato le impresionó sensiblemente y me ofreció un pitillo.
—Con la venia, su Señoría —comenzó el fiscal—. No considero necesario
presentar prueba alguna en este caso. Usted preside la sala como magistrado y, con
la ley en la mano, su misión es resolver. Testimonios y pruebas supondrían, por
igual, poner en duda la voluntad de su Señoría de llevar a cabo dicha misión
aceptada bajo juramento. Por tanto no tengo más que añadir.
Mi abogado, hermano del difunto forense, poniéndose en pie dijo:
—Con la venia de la Sala. El representante de la acusación ha manifestado tan
clara y elocuentemente que es tarea de ley entender en este caso que sólo me queda
demandar hasta qué punto él mismo se ha ajustado a ella. Ciertamente, su Señoría,
usted ha de resolver. ¿Y qué va a resolver? Eso es algo que la ley deja sabia y
justamente a su elección, e inteligentemente usted siempre se ha eximido de las
obligaciones que la legislación impone. Desde que le conozco, su Señoría ha resuelto
cometer cohecho, hurto, incendio, perjurio, adulterio, asesinato, en definitiva, todos y
cada uno de los delitos previstos en el código y todos los excesos típicos de seres
desaprensivos y depravados, entre los que incluyo al representante del ministerio
público. Ha cumplido pues, ampliamente, el cometido de resolver y, como no hay
pruebas contra mi respetable joven cliente, solicito su libre absolución.
Hubo un silencio impresionante. El juez se levantó, se puso el birrete y, con una
voz llena de turbación, me condenó de por vida, ordenando mi puesta en libertad.
Entonces se volvió hacia mi abogado y le espetó fría pero significativamente:
—Ya nos veremos.
A la mañana siguiente, aquél que tan concienzudamente me había defendido
contra la acusación de homicidio en la persona de su hermano (con el que, por cierto,
había tenido un altercado por la propiedad de unas tierras), había desaparecido y
hasta el día de hoy se ignora su paradero.
Entretanto, el cuerpo de mi padre había sido clandestinamente enterrado a
medianoche en el patio de su último domicilio, con sus botas puestas y las vísceras
sin analizar. «Estaba en contra de todo exhibicionismo —dijo mi madre mientras
acababa de apisonar la tierra sobre su cuerpo y ayudaba a sus hijos a esparcir paja
sobre su tumba—; sus instintos eran hogareños y amaba la vida tranquila.»
En la solicitud que mi madre hizo del acta de defunción manifestaba que tenía
buenas razones para creer que mi padre había fallecido, pues hacía días que no
aparecía por casa a comer; pero el juez de la Sala de Usurpasucesiones —como más
tarde mamá siempre la llamaría con desprecio— decidió que las pruebas eran
insuficientes y puso la herencia en manos del Administrador Público, que era su
yerno. Se comprobó que los haberes eran iguales a las deudas; sólo quedaba la
patente del artilugio para reventar cajas fuertes silenciosamente, que había pasado a
pertenecer ahora al juez que intervino en el asunto y al Administraidor Público —
como mi madre gustaba llamarlo. De este modo, una familia digna y respetable se
vio rebajada del bienestar al delito en unos pocos meses: la necesidad nos obligó a
trabajar.
En la selección de quehaceres nos regimos por una serie de consideraciones
tales como capacidad personal, preferencias, etc. Mi madre abrió una selecta escuela
privada en la que enseñaba el arte de cambiar las pintas en las alfombras de piel de
leopardo; mi hermano mayor, George Henry, aficionado a la música, se hizo corneta
en un asilo para sordomudos que había cerca; mi hermana Mary María aprendió a
preparar la Esencia de Llavines del Profesor Pan de Centeno, que daba diferentes
sabores a las aguas minerales, y yo me establecí como ajustador y dorador de vigas
para horcas. El resto de los hermanos, demasiado jóvenes aún para trabajar,
siguieron robando pequeños artículos, tal y como se les había enseñado.
Durante los ratos de ocio engañábamos a los viajeros para que se alojaran en
casa y, después de robarles, enterrábamos sus cuerpos en la bodega.
En una parte de esta estancia teníamos vinos, licores y provisiones. Como se
agotaban con mucha rapidez, creímos supersticiosamente que las personas allí
enterradas salían por la noche y celebraban una fiesta. Más de una mañana, a pesar
de que la puerta había sido cerrada y atrancada contra cualquier intruso,
descubrimos trozos de carne adobada, latas de conserva vacías y desperdicios por el
estilo tirados por el suelo. Alguien propuso coger las provisiones y almacenarlas en
otro lugar, pero nuestra madre, siempre tan generosa y hospitalaria, dijo que era
mejor hacer frente a las pérdidas que exponernos arriesgadamente. Si les negábamos
esa insignificante gratificación a los fantasmas podrían poner en marcha una
investigación que acabaría con nuestro esquema de división del trabajo y desviaría
las energías de toda la familia hacia la tarea que yo ejercía: pasaríamos uno a uno a
decorar con nuestros cuerpos las vigas de las horcas. Aceptamos pues su decisión
con sumisión filial, ya que reverenciábamos su astucia y pureza de carácter.
Una noche que estábamos todos en la bodega (ninguno se atrevía a bajar solo)
dedicados a la labor de dar cristiana sepultura al alcalde de una localidad cercana, mi
madre y los críos, con una vela cada uno, y George Henry y yo con el pico y la pala,
mi hermana soltó un alarido y se cubrió la cara con las manos. Todos nos
sobresaltamos y suspendimos las exequias del alcalde en el acto; pálidos y con voces
temblorosas, pedimos a Mary María que nos dijera qué le había asustado. Los
pequeños estaban tan nerviosos que las velas temblequeaban en sus manos y en las
paredes las sombras de nuestras figuras parecían bailar con movimientos toscos y
groseros, adoptando unas actitudes de lo más extrañas. La cara del interfecto tan
pronto mostraba a la luz su tez cadavérica como desaparecía por efecto de alguna
sombra: cada vez tomaba una nueva expresión más condenatoria, un ceño más
ladino. Las ratas, aún más asustadas que nosotros por el grito, corrían en tropel de un
lado a otro, emitiendo agudos chillidos, o se quedaban inmóviles con los ojos fijos en
la oscuridad de algún rincón. Esos pequeños puntos de luz verde hacían juego con la
débil fosforescencia de la descomposición que llenaba la fosa a medio cavar y
parecían la manifestación visible del ligero olor a muerto que impregnaba aquel aire
malsano. Los pequeños soltaron las velas y comenzaron a lloriquear mientras se
agarraban a las piernas de sus mayores, y nos habríamos quedado entre tinieblas de
no haber sido por aquella luz siniestra que brotaba de la tierra e inundaba los bordes
de la fosa como si de un manantial se tratara.
Mi hermana, en cuclillas sobre la tierra que habíamos sacado, se había
descubierto la cara y miraba fijamente con ojos desorbitados a un hueco oscuro entre
dos barriles.
—¡Ahí está! ¡Ahí está! —gritó mientras señalaba—. ¡Dios santo!, pero ¿es que no
lo veis?
¡Claro que lo vimos! Una figura humana apenas reconocible en la oscuridad,
que se tambaleaba como si se fuera a caer y se agarraba a los barriles en busca de
apoyo, dio un paso y por un momento se hizo visible a la luz de las pocas velas que
nos quedaban; después, se incorporó con esfuerzo y cayó de bruces sobre el montón
de tierra. Todos habíamos reconocido ya la apariencia, el rostro y el porte de nuestro
padre (muerto hacía diez meses y enterrado con nuestras propias manos), en pie —
sin ninguna duda— y completamente borracho.
No quisiera extenderme sobre los incidentes de nuestra precipitada huida lejos
de aquel lugar espantoso; sobre la desaparición de todo sentimiento humano en
aquella tumultuosa y enloquecida ascensión por las húmedas escaleras
desvencijadas, en las que nos escurrimos, tropezamos y caímos, empujándonos y
encaramándonos unos sobre otros mientras pisoteábamos a unas criaturas que
fueron rechazadas y enviadas a la muerte por su propia madre. Sólo ella, mis
hermanos mayores y yo conseguimos escapar. Los demás perecieron abajo, unos por
las heridas, otros de miedo y el resto abrasados, ya que, después de dedicar una hora
a recoger algunas ropas y lo que de valor teníamos, pegamos fuego a la casa y
huimos hacia las colinas. Ni siquiera nos detuvimos a coger la póliza del seguro,
único pecado de omisión que mi madre reconocería años después en su lecho de
muerte, muy lejos de allí. Su confesor, un santo, nos aseguró que, teniendo en cuenta
las circunstancias, Dios perdonaría su descuido.
Unos diez años después de nuestra partida, y siendo ya un próspero
falsificador, volví de incógnito a aquel lugar con la intención de conseguir los efectos
de valor que habían quedado enterrados en la bodega. Todo fue en vano: el
descubrimiento de restos humanos entre las ruinas había movido a las autoridades a
continuar las excavaciones, por lo que acabaron encontrando nuestras riquezas,
apropiándose de ellas honestamente. La casa nunca se reconstruyó y el barrio estaba,
de hecho, abandonado. Se había hablado de tantas visiones y ruidos sobrenaturales
en aquella zona que nadie quería vivir allí. Al no encontrar a quién preguntar o
importunar, decidí satisfacer mi piedad filial echando un último vistazo al rostro de
mi padre por si, después de todo, nuestros ojos nos habían traicionado y seguía
todavía en su tumba. Recordé, además, que siempre llevaba un enorme anillo de
diamantes y, como no había vuelto a saber nada de él desde su muerte, pensé que
podría estar enterrado con él. Una vez conseguida una pala, localicé rápidamente la
tumba en lo que había sido el patio y comencé a cavar. Llevaba poco más de un
metro cuando el fondo cedió y, a través de un largo conducto, fui a caer a una cloaca.
No había ningún cuerpo ni rastro de él.
Sin poder salir de allí, me arrastré por el sumidero y, después de retirar, no sin
dificultad, algunos escombros chamuscados y restos de mampostería ennegrecida
que obstruían el hueco, aparecí en lo que había sido la fatídica bodega.
Por fin todo estaba claro. Mi padre, cualquiera que fuera la causa que le había
hecho «caer enfermo» durante la comida (y creo que el testimonio de mi santa madre
podría haber arrojado alguna luz sobre el asunto) había sido enterrado vivo. Su
tumba se cavó accidentalmente sobre el centro de la bóveda de una alcantarilla y —
enterrado sin ataúd— rompió, en sus esfuerzos por volver a la vida, la podrida pared
y consiguió deslizarse hasta llegar finalmente a la bodega. Al comprobar que no era
bienvenido en su propia casa, y como no tenía otra, vivió en su encierro subterráneo,
testigo de nuestros ahorros y sustentado por nuestros alimentos; era él, ¡el muy
ladrón!, el que se apoderaba de nuestra comida y se bebía nuestro vino. En un
momento de embriaguez necesitó compañía, como le pasa a todos los borrachos, y
abandonó su escondrijo sin darse cuenta de las funestas consecuencias que acarreaba
a su familia: un error que fue casi un crimen.
Me llamo John Brenwalter. Mi padre, que era un borracho, tenía la patente de
un invento para hacer granos de café con arcilla; pero como era un hombre honrado,
no quiso dedicarse personalmente a su fabricación. Por eso nunca llegó a ser rico, ya
que los derechos de su valioso invento apenas le alcanzaban para pagar las costas de
los pleitos entablados contra los granujas que los violaban. En consecuencia, no pude
disfrutar de muchas de las ventajas propias de los hijos con padres indecentes y sin
escrúpulos y, de no haber sido por una madre justa y cariñosa que relegó al resto de
los hermanos y se encargó personalmente de mi educación, habría crecido en la
ignorancia y me habría visto obligado a dedicarme a la enseñanza. Verdaderamente,
ser el hijo de una mujer buena vale un tesoro.
Papá tuvo la desgracia de morirse cuando yo tenía diecinueve años. Como
siempre había disfrutado de una salud de hierro, él fue el primer sorprendido por el
hecho, que se produjo de repente durante la comida. Precisamente aquella misma
mañana le habían comunicado la concesión de la patente de un artefacto que
reventaba cajas fuertes por medio de presión hidráulica sin el menor ruido. El
Comisario de Patentes había considerado el invento como el más ingenioso, efectivo
y digno de mérito que jamás le habían presentado, y mi padre, como era de esperar,
se había hecho la ilusión de una vejez llena de prosperidad y honores. Su repentina
muerte le supuso por tanto una gran decepción, aunque a mi madre, piadosa y
resignada ante la voluntad de la Providencia, le afectó bastante menos. Al finalizar la
comida, y una vez retirado el cuerpo de mi pobre padre, nos llevó a la habitación de
al lado y se dirigió a nosotros del siguiente modo:
—Hijos míos, el extraño suceso que acabáis de presenciar es uno de los más
desagradables acontecimientos en la vida de un hombre de bien, y uno de los que
menos me gustan, os lo aseguro. Creedme si os digo que nada tuve que ver en ello.
Pero desde luego —añadió tras una pausa, bajando los ojos como en profunda
meditación— es mejor que haya muerto.
Dijo esto con un sentimiento tan claro de la naturalidad del fallecimiento que
nadie se atrevió a provocar su desconcierto pidiéndole una explicación. Y es que la
actitud de sorpresa que mi madre adoptaba cuando nos equivocábamos en algo
resultaba terrible. Recuerdo que un día, después de un acceso de mal humor en el
que me había tomado la libertad de arrancarle una oreja a mi hermano pequeño, sus
únicas palabras fueron: «John, ¡me sorprendes!» Me pareció un reproche tan severo
que, tras una noche en vela, me dirigí a ella y, entre lágrimas, me arrojé a sus pies
exclamando: «Madre, perdóname por haberte sorprendido.» Todos, pues, incluyendo
al crío desorejado, consideramos que nos iría mejor si aceptábamos la manifestación
que acababa de hacer sin el menor pestañeo. Y prosiguió:
—Debéis saber, hijos míos, que en caso de muerte repentina y misteriosa la ley
exige que se presente un forense, trocee el cadáver y entregue los pedazos a varios
señores que, después de haberlos analizado, certifican la muerte de la persona. Por
este trabajo el forense cobra un montón de dinero. Desearía en nuestro caso evitar
esta formalidad tan dolorosa, pues es algo que nunca habría tenido la aprobación de
vuestro padre. John —dijo dirigiéndose a mí con cara angelical—, tú eres un chico
educado y muy discreto. Ahora tienes la ocasión de mostrar tu gratitud por los
sacrificios que tu educación nos ha supuesto a todos los demás. Así que ve y acaba
con el forense.
No puedo expresar con palabras lo que dicha muestra de confianza me
complació, pues me daba la oportunidad de distinguirme con una acto que iba
perfectamente con mi disposición natural. Entonces, arrodillándome ante ella, besé
su mano y la bañé con lágrimas de emoción. Poco antes de las cinco de aquella
misma tarde había acabado con el forense.
Fui detenido inmediatamente y enviado a la cárcel, donde pasé una noche de lo
más incómoda, incapaz de conciliar el sueño por las blasfemias que soltaban mis
compañeros de calabozo, dos curas, cuya formación teológica les había dotado de un
sin fin de ideas impías y de un dominio sin par del lenguaje irreverente. Pero entrada
ya la noche, el carcelero, que dormía en una habitación contigua y estaba siendo
igualmente importunado, entró en la celda y, lanzando un tremendo exabrupto,
advirtió a aquellos reverendísimos caballeros que si volvía a oír más palabrotas no
tendría en cuenta su condición y los pondría de patitas en la calle. Sólo entonces
bajaron el tono de su insoportable conversación y sacaron un acordeón,
permitiéndome así dormir el sueño pacífico y refrescante de la juventud y la
inocencia.
A la mañana siguiente me llevaron ante el juez Superior, que era quien tenía
competencia en el caso, y me sometieron a los interrogatorios preliminares. Me
declaré inocente alegando que el hombre al que había asesinado era un demócrata
célebre (mi madre, que era republicana, me había instruido, desde mi más tierna
infancia, en los principios de un gobierno honrado y en la necesidad de acabar con la
oposición facciosa). Al juez, que había sido fraudulentamente elegido en un colegio
electoral republicano, mi alegato le impresionó sensiblemente y me ofreció un pitillo.
—Con la venia, su Señoría —comenzó el fiscal—. No considero necesario
presentar prueba alguna en este caso. Usted preside la sala como magistrado y, con
la ley en la mano, su misión es resolver. Testimonios y pruebas supondrían, por
igual, poner en duda la voluntad de su Señoría de llevar a cabo dicha misión
aceptada bajo juramento. Por tanto no tengo más que añadir.
Mi abogado, hermano del difunto forense, poniéndose en pie dijo:
—Con la venia de la Sala. El representante de la acusación ha manifestado tan
clara y elocuentemente que es tarea de ley entender en este caso que sólo me queda
demandar hasta qué punto él mismo se ha ajustado a ella. Ciertamente, su Señoría,
usted ha de resolver. ¿Y qué va a resolver? Eso es algo que la ley deja sabia y
justamente a su elección, e inteligentemente usted siempre se ha eximido de las
obligaciones que la legislación impone. Desde que le conozco, su Señoría ha resuelto
cometer cohecho, hurto, incendio, perjurio, adulterio, asesinato, en definitiva, todos y
cada uno de los delitos previstos en el código y todos los excesos típicos de seres
desaprensivos y depravados, entre los que incluyo al representante del ministerio
público. Ha cumplido pues, ampliamente, el cometido de resolver y, como no hay
pruebas contra mi respetable joven cliente, solicito su libre absolución.
Hubo un silencio impresionante. El juez se levantó, se puso el birrete y, con una
voz llena de turbación, me condenó de por vida, ordenando mi puesta en libertad.
Entonces se volvió hacia mi abogado y le espetó fría pero significativamente:
—Ya nos veremos.
A la mañana siguiente, aquél que tan concienzudamente me había defendido
contra la acusación de homicidio en la persona de su hermano (con el que, por cierto,
había tenido un altercado por la propiedad de unas tierras), había desaparecido y
hasta el día de hoy se ignora su paradero.
Entretanto, el cuerpo de mi padre había sido clandestinamente enterrado a
medianoche en el patio de su último domicilio, con sus botas puestas y las vísceras
sin analizar. «Estaba en contra de todo exhibicionismo —dijo mi madre mientras
acababa de apisonar la tierra sobre su cuerpo y ayudaba a sus hijos a esparcir paja
sobre su tumba—; sus instintos eran hogareños y amaba la vida tranquila.»
En la solicitud que mi madre hizo del acta de defunción manifestaba que tenía
buenas razones para creer que mi padre había fallecido, pues hacía días que no
aparecía por casa a comer; pero el juez de la Sala de Usurpasucesiones —como más
tarde mamá siempre la llamaría con desprecio— decidió que las pruebas eran
insuficientes y puso la herencia en manos del Administrador Público, que era su
yerno. Se comprobó que los haberes eran iguales a las deudas; sólo quedaba la
patente del artilugio para reventar cajas fuertes silenciosamente, que había pasado a
pertenecer ahora al juez que intervino en el asunto y al Administraidor Público —
como mi madre gustaba llamarlo. De este modo, una familia digna y respetable se
vio rebajada del bienestar al delito en unos pocos meses: la necesidad nos obligó a
trabajar.
En la selección de quehaceres nos regimos por una serie de consideraciones
tales como capacidad personal, preferencias, etc. Mi madre abrió una selecta escuela
privada en la que enseñaba el arte de cambiar las pintas en las alfombras de piel de
leopardo; mi hermano mayor, George Henry, aficionado a la música, se hizo corneta
en un asilo para sordomudos que había cerca; mi hermana Mary María aprendió a
preparar la Esencia de Llavines del Profesor Pan de Centeno, que daba diferentes
sabores a las aguas minerales, y yo me establecí como ajustador y dorador de vigas
para horcas. El resto de los hermanos, demasiado jóvenes aún para trabajar,
siguieron robando pequeños artículos, tal y como se les había enseñado.
Durante los ratos de ocio engañábamos a los viajeros para que se alojaran en
casa y, después de robarles, enterrábamos sus cuerpos en la bodega.
En una parte de esta estancia teníamos vinos, licores y provisiones. Como se
agotaban con mucha rapidez, creímos supersticiosamente que las personas allí
enterradas salían por la noche y celebraban una fiesta. Más de una mañana, a pesar
de que la puerta había sido cerrada y atrancada contra cualquier intruso,
descubrimos trozos de carne adobada, latas de conserva vacías y desperdicios por el
estilo tirados por el suelo. Alguien propuso coger las provisiones y almacenarlas en
otro lugar, pero nuestra madre, siempre tan generosa y hospitalaria, dijo que era
mejor hacer frente a las pérdidas que exponernos arriesgadamente. Si les negábamos
esa insignificante gratificación a los fantasmas podrían poner en marcha una
investigación que acabaría con nuestro esquema de división del trabajo y desviaría
las energías de toda la familia hacia la tarea que yo ejercía: pasaríamos uno a uno a
decorar con nuestros cuerpos las vigas de las horcas. Aceptamos pues su decisión
con sumisión filial, ya que reverenciábamos su astucia y pureza de carácter.
Una noche que estábamos todos en la bodega (ninguno se atrevía a bajar solo)
dedicados a la labor de dar cristiana sepultura al alcalde de una localidad cercana, mi
madre y los críos, con una vela cada uno, y George Henry y yo con el pico y la pala,
mi hermana soltó un alarido y se cubrió la cara con las manos. Todos nos
sobresaltamos y suspendimos las exequias del alcalde en el acto; pálidos y con voces
temblorosas, pedimos a Mary María que nos dijera qué le había asustado. Los
pequeños estaban tan nerviosos que las velas temblequeaban en sus manos y en las
paredes las sombras de nuestras figuras parecían bailar con movimientos toscos y
groseros, adoptando unas actitudes de lo más extrañas. La cara del interfecto tan
pronto mostraba a la luz su tez cadavérica como desaparecía por efecto de alguna
sombra: cada vez tomaba una nueva expresión más condenatoria, un ceño más
ladino. Las ratas, aún más asustadas que nosotros por el grito, corrían en tropel de un
lado a otro, emitiendo agudos chillidos, o se quedaban inmóviles con los ojos fijos en
la oscuridad de algún rincón. Esos pequeños puntos de luz verde hacían juego con la
débil fosforescencia de la descomposición que llenaba la fosa a medio cavar y
parecían la manifestación visible del ligero olor a muerto que impregnaba aquel aire
malsano. Los pequeños soltaron las velas y comenzaron a lloriquear mientras se
agarraban a las piernas de sus mayores, y nos habríamos quedado entre tinieblas de
no haber sido por aquella luz siniestra que brotaba de la tierra e inundaba los bordes
de la fosa como si de un manantial se tratara.
Mi hermana, en cuclillas sobre la tierra que habíamos sacado, se había
descubierto la cara y miraba fijamente con ojos desorbitados a un hueco oscuro entre
dos barriles.
—¡Ahí está! ¡Ahí está! —gritó mientras señalaba—. ¡Dios santo!, pero ¿es que no
lo veis?
¡Claro que lo vimos! Una figura humana apenas reconocible en la oscuridad,
que se tambaleaba como si se fuera a caer y se agarraba a los barriles en busca de
apoyo, dio un paso y por un momento se hizo visible a la luz de las pocas velas que
nos quedaban; después, se incorporó con esfuerzo y cayó de bruces sobre el montón
de tierra. Todos habíamos reconocido ya la apariencia, el rostro y el porte de nuestro
padre (muerto hacía diez meses y enterrado con nuestras propias manos), en pie —
sin ninguna duda— y completamente borracho.
No quisiera extenderme sobre los incidentes de nuestra precipitada huida lejos
de aquel lugar espantoso; sobre la desaparición de todo sentimiento humano en
aquella tumultuosa y enloquecida ascensión por las húmedas escaleras
desvencijadas, en las que nos escurrimos, tropezamos y caímos, empujándonos y
encaramándonos unos sobre otros mientras pisoteábamos a unas criaturas que
fueron rechazadas y enviadas a la muerte por su propia madre. Sólo ella, mis
hermanos mayores y yo conseguimos escapar. Los demás perecieron abajo, unos por
las heridas, otros de miedo y el resto abrasados, ya que, después de dedicar una hora
a recoger algunas ropas y lo que de valor teníamos, pegamos fuego a la casa y
huimos hacia las colinas. Ni siquiera nos detuvimos a coger la póliza del seguro,
único pecado de omisión que mi madre reconocería años después en su lecho de
muerte, muy lejos de allí. Su confesor, un santo, nos aseguró que, teniendo en cuenta
las circunstancias, Dios perdonaría su descuido.
Unos diez años después de nuestra partida, y siendo ya un próspero
falsificador, volví de incógnito a aquel lugar con la intención de conseguir los efectos
de valor que habían quedado enterrados en la bodega. Todo fue en vano: el
descubrimiento de restos humanos entre las ruinas había movido a las autoridades a
continuar las excavaciones, por lo que acabaron encontrando nuestras riquezas,
apropiándose de ellas honestamente. La casa nunca se reconstruyó y el barrio estaba,
de hecho, abandonado. Se había hablado de tantas visiones y ruidos sobrenaturales
en aquella zona que nadie quería vivir allí. Al no encontrar a quién preguntar o
importunar, decidí satisfacer mi piedad filial echando un último vistazo al rostro de
mi padre por si, después de todo, nuestros ojos nos habían traicionado y seguía
todavía en su tumba. Recordé, además, que siempre llevaba un enorme anillo de
diamantes y, como no había vuelto a saber nada de él desde su muerte, pensé que
podría estar enterrado con él. Una vez conseguida una pala, localicé rápidamente la
tumba en lo que había sido el patio y comencé a cavar. Llevaba poco más de un
metro cuando el fondo cedió y, a través de un largo conducto, fui a caer a una cloaca.
No había ningún cuerpo ni rastro de él.
Sin poder salir de allí, me arrastré por el sumidero y, después de retirar, no sin
dificultad, algunos escombros chamuscados y restos de mampostería ennegrecida
que obstruían el hueco, aparecí en lo que había sido la fatídica bodega.
Por fin todo estaba claro. Mi padre, cualquiera que fuera la causa que le había
hecho «caer enfermo» durante la comida (y creo que el testimonio de mi santa madre
podría haber arrojado alguna luz sobre el asunto) había sido enterrado vivo. Su
tumba se cavó accidentalmente sobre el centro de la bóveda de una alcantarilla y —
enterrado sin ataúd— rompió, en sus esfuerzos por volver a la vida, la podrida pared
y consiguió deslizarse hasta llegar finalmente a la bodega. Al comprobar que no era
bienvenido en su propia casa, y como no tenía otra, vivió en su encierro subterráneo,
testigo de nuestros ahorros y sustentado por nuestros alimentos; era él, ¡el muy
ladrón!, el que se apoderaba de nuestra comida y se bebía nuestro vino. En un
momento de embriaguez necesitó compañía, como le pasa a todos los borrachos, y
abandonó su escondrijo sin darse cuenta de las funestas consecuencias que acarreaba
a su familia: un error que fue casi un crimen.
_
El hipnotizador
Algunos amigos, conocedores de mi afición a fenómenos como el hipnotismo y,
en general, a las lecturas que tratan sobre los poderes de la mente, me preguntan con
frecuencia si tengo una idea clara de cuáles son sus fundamentos. Siempre les
respondo que ni la tengo, ni deseo tenerla, pues no soy de esas personas que, por
simple curiosidad, pegan el oído a la puerta del laboratorio de la naturaleza. Los
intereses de la ciencia me importan tan poco como a ella los míos.
Sin duda dichos fenómenos son bastante simples y, si somos capaces de
interpretar sus huellas, nunca escaparán a nuestra capacidad de comprensión. Por lo
que a mí respecta, prefiero no hacer tal cosa, pues, dado mi carácter especialmente
romántico, encuentro mayor satisfacción en el misterio que en el conocimiento.
Cuando era niño, debido a mis frecuentes momentos de abstracción y a la
indiferencia que mostraba hacia lo que ocurría a mi alrededor, la gente decía que mis
grandes ojos azules, extraordinariamente bellos, daban la impresión de indagar en mi
interior en vez de mirar hacia afuera. Creo que en eso se parecían al alma que hay
tras ellos, siempre más atenta a alguna atractiva idea creada por su imaginación que
a las leyes naturales y al aspecto material de las cosas. Todo esto, aunque parezca
irrelevante y egoísta, sirve para explicar mi escasa habilidad a la hora de dilucidar un
tema que siempre me ha llamado la atención y en torno al cual existe una honda
curiosidad general. Cualquier otra persona con mis poderes y oportunidades podría
sin duda explicar gran parte de los hechos que yo me limitaré a exponer a modo de
narración.
La primera vez que fui consciente de mis extraños poderes fue a los catorce
años, en el colegio. Me había olvidado el bocadillo en casa y contemplaba con
hambre el que una niña se iba a comer. La cría levantó los ojos y nuestras miradas se
encontraron: parecía anulada e incapaz de apartar la vista. Tras un momento de
indecisión, se acercó y me cedió su bolsa, que estaba llena de manjares tentadores.
Luego, se marchó. Enormemente complacido, maté el hambre y al terminar destruí la
bolsa. Desde aquel momento no volví a preocuparme del almuerzo, pues aquella
niña pasó a ser mi proveedor habitual. Con frecuencia provecho y gozo se
combinaban: mientras apuraba el frugal sustento, la hacía asistir al banquete con
ilusorios ofrecimientos de unas viandas que al final sólo yo consumía. Ella estaba
convencida de que se lo comía todo, pero horas más tarde, sus lastimosos quejidos
hambrientos sorprendían al profesor, divertían a la clase (que la llamaba «Barriga
comilona»), y a mí me producían una placidez difícil de comprender.
Lo más desagradable era la necesaria discreción con que teníamos que hacer el
traspaso de la comida lejos del mundanal ruido, por ejemplo en el bosque. Me
produce rubor recordar los muchos otros subterfugios a los que tuve que recurrir.
Dado mi carácter franco y abierto, tales tretas me resultaban cada vez más violentas
y, si mis padres no se hubieran empeñado en aprovecharse de las ventajas del nuevo
régime, de buena gana habría vuelto al antiguo. El plan que finalmente ideé para
liberarme de las consecuencias de mis poderes provocó un gran interés en aquella
época; sólo la parte referente a la muerte de la chica motivó la más severa condena.
Pero no la voy a contar porque apenas tiene relación con mi relato.
Durante los años siguientes tuve pocas ocasiones de practicar el hipnotismo.
Los pequeños ensayos que realizaba casi siempre eran recompensados con un
encierro a pan y agua. En otras ocasiones lo único que conseguí fueron unos cuantos
zurriagazos. Pero cuando ya estaba a punto de acabar con estos pequeños
desengaños, tuvo lugar mi hazaña más importante.
Me habían llevado al despacho del alcaide para darme ropa de paisano, una
ridícula cantidad de dinero y un montón de consejos que, tengo que decirlo, eran de
mejor calidad que la ropa. Cuando por fin salía por la puerta, camino de mi libertad,
me di la vuelta y clavé la mirada en los ojos del alcaide. En un instante lo tuve bajo
mi control.
—Eres un avestruz —le dije.
Cuando le practicaron la autopsia encontraron en su estómago varios objetos de
madera y metal, difícilmente digeribles. Atascado en el esófago apareció lo que,
según el forense, había sido la causa inmediata de la muerte: un picaporte.
Por naturaleza, yo era un hijo bueno y cariñoso, pero cuando regresé al mundo
del que me habían apartado durante tanto tiempo recordé que mis tacaños padres
habían sido los responsables, desde el asunto de los almuerzos en el colegio, de todas
las desgracias que me habían ocurrido. Y nada parecía indicar que se hubieran
reformado.
En el camino de Succostash Hill a South Asphyxia existe un pequeño solar en el
que había una chabola conocida como «la covacha de Pete Gilstrap»; en ella dicho
caballero se dedicaba a asesinar caminantes para ganarse la vida. La muerte del señor
Gilstrap y el desvío de casi todo el tránsito hacia otro camino tuvieron lugar en tan
breve espacio de tiempo que nadie sabe decir cuál fue la causa y cuál el efecto. De
cualquier modo, el solar estaba desierto y la covacha había sido quemada hacía
tiempo. Fue precisamente en aquel lugar, de camino a South Asphyxia, pueblo de mi
niñez, donde me encontré con mis padres, que iban a Succostash Hill. Habían
amarrado los caballos y estaban almorzando bajo un roble que había en el centro. La
visión de la comida me trajo desagradables recuerdos escolares y despertó a la fiera
que dormía en mi interior. Me acerqué a aquellos dos culpables, que enseguida me
reconocieron, y les indiqué que quería compartir su hospitalidad.
—De esta comida, hijo mío —dijo mi progenitor con la pomposidad que le
caracterizaba, patente aún tras el paso de los años—, sólo hay para dos. No es que sea
insensible al hambre que tus ojos reflejan, pero...
No pudo terminar la frase. Lo que él llamaba el reflejo del hambre no era otra
cosa que la mirada firme de un hipnotizador. En pocos segundos le tuve a mi
merced. Cuando, tras unos pocos más, tuve lista a mi madre, me dispuse a efectuar
lo que mi justo resentimiento me dictaba.
—Ex-padre —dije—, supongo que eres consciente de que tú y esta señora ya no
sois lo que érais.
—Sí, he observado un ligero cambio —fue la dudosa respuesta del anciano—.
Debe de ser la edad.
—Es más que eso —le expliqué—. Es algo que tiene que ver con el carácter, con
la especie. En realidad tú y esta mujer sois dos broncos, dos caballos salvajes bastante
brutos.
—Pero John —exclamó mi madre—, no estarás diciendo que soy...
—Señora —repliqué con mis ojos clavados en los suyos—, sí, así es.
Apenas había acabado de decir esto, se puso a cuatro patas y, gritando como
una posesa, reculó hacia el viejo al que lanzó una tremenda coz en la barbilla. En un
segundo, mi padre adoptó la misma postura, se dirigió hacia ella y empezó a cocear
con ambas piernas. Mi madre manejaba las suyas con la misma solemnidad aunque,
debido a la ropa que llevaba, con menos soltura. Sus cruces y entrelazamientos en el
aire eran de lo más asombroso: a veces sus pies chocaban de lleno a media altura, tras
lo cual, sus cuerpos, proyectados hacia adelante, se desplomaban y quedaban
exhaustos. Una vez recuperados, volvían al ataque emitiendo en tono delirante unos
irreconocibles sonidos, propios de las bestias que creían ser, que inundaban toda la
región con su clamor. Dieron vueltas y vueltas mientras sus patadas caían «como
rayos». Se encabritaban y retrocedían para golpear con ambos remos; después, caían
sobre las manos que resultaban demasiado débiles para aguantar su peso. La hierba
y los chinarros habían desaparecido bajo sus pies; su ropa, al igual que el pelo y el
rostro, estaba llena de sangre. Al dar las coces soltaban salvajes gritos de rabia que se
convertían en bufidos y gruñidos cuando las recibían. Nada había más parecido a
Waterloo o Gettysburg que aquel campo de batalla. El valor que demostraron en
todo momento siempre fue para mí un motivo de orgullo y satisfacción. Al final, sus
rostros ensangrentados y deshechos testificaban que el responsable de la pelea había
quedado huérfano.
Me detuvieron por perturbar el orden público, y desde entonces siempre he
sido juzgado por un Tribunal de Detalles Técnicos y Aplazamientos. Por ello,
después de quince años, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que
mi caso sea transferido al Tribunal de Revisión de Nuevos Procesos.
Éstos han sido algunos de los experimentos que he realizado en el campo de la
sugestión hipnótica. Que ésta pueda emplearse con malos propósitos, es algo que
desconozco.
El hipnotizador
Algunos amigos, conocedores de mi afición a fenómenos como el hipnotismo y,
en general, a las lecturas que tratan sobre los poderes de la mente, me preguntan con
frecuencia si tengo una idea clara de cuáles son sus fundamentos. Siempre les
respondo que ni la tengo, ni deseo tenerla, pues no soy de esas personas que, por
simple curiosidad, pegan el oído a la puerta del laboratorio de la naturaleza. Los
intereses de la ciencia me importan tan poco como a ella los míos.
Sin duda dichos fenómenos son bastante simples y, si somos capaces de
interpretar sus huellas, nunca escaparán a nuestra capacidad de comprensión. Por lo
que a mí respecta, prefiero no hacer tal cosa, pues, dado mi carácter especialmente
romántico, encuentro mayor satisfacción en el misterio que en el conocimiento.
Cuando era niño, debido a mis frecuentes momentos de abstracción y a la
indiferencia que mostraba hacia lo que ocurría a mi alrededor, la gente decía que mis
grandes ojos azules, extraordinariamente bellos, daban la impresión de indagar en mi
interior en vez de mirar hacia afuera. Creo que en eso se parecían al alma que hay
tras ellos, siempre más atenta a alguna atractiva idea creada por su imaginación que
a las leyes naturales y al aspecto material de las cosas. Todo esto, aunque parezca
irrelevante y egoísta, sirve para explicar mi escasa habilidad a la hora de dilucidar un
tema que siempre me ha llamado la atención y en torno al cual existe una honda
curiosidad general. Cualquier otra persona con mis poderes y oportunidades podría
sin duda explicar gran parte de los hechos que yo me limitaré a exponer a modo de
narración.
La primera vez que fui consciente de mis extraños poderes fue a los catorce
años, en el colegio. Me había olvidado el bocadillo en casa y contemplaba con
hambre el que una niña se iba a comer. La cría levantó los ojos y nuestras miradas se
encontraron: parecía anulada e incapaz de apartar la vista. Tras un momento de
indecisión, se acercó y me cedió su bolsa, que estaba llena de manjares tentadores.
Luego, se marchó. Enormemente complacido, maté el hambre y al terminar destruí la
bolsa. Desde aquel momento no volví a preocuparme del almuerzo, pues aquella
niña pasó a ser mi proveedor habitual. Con frecuencia provecho y gozo se
combinaban: mientras apuraba el frugal sustento, la hacía asistir al banquete con
ilusorios ofrecimientos de unas viandas que al final sólo yo consumía. Ella estaba
convencida de que se lo comía todo, pero horas más tarde, sus lastimosos quejidos
hambrientos sorprendían al profesor, divertían a la clase (que la llamaba «Barriga
comilona»), y a mí me producían una placidez difícil de comprender.
Lo más desagradable era la necesaria discreción con que teníamos que hacer el
traspaso de la comida lejos del mundanal ruido, por ejemplo en el bosque. Me
produce rubor recordar los muchos otros subterfugios a los que tuve que recurrir.
Dado mi carácter franco y abierto, tales tretas me resultaban cada vez más violentas
y, si mis padres no se hubieran empeñado en aprovecharse de las ventajas del nuevo
régime, de buena gana habría vuelto al antiguo. El plan que finalmente ideé para
liberarme de las consecuencias de mis poderes provocó un gran interés en aquella
época; sólo la parte referente a la muerte de la chica motivó la más severa condena.
Pero no la voy a contar porque apenas tiene relación con mi relato.
Durante los años siguientes tuve pocas ocasiones de practicar el hipnotismo.
Los pequeños ensayos que realizaba casi siempre eran recompensados con un
encierro a pan y agua. En otras ocasiones lo único que conseguí fueron unos cuantos
zurriagazos. Pero cuando ya estaba a punto de acabar con estos pequeños
desengaños, tuvo lugar mi hazaña más importante.
Me habían llevado al despacho del alcaide para darme ropa de paisano, una
ridícula cantidad de dinero y un montón de consejos que, tengo que decirlo, eran de
mejor calidad que la ropa. Cuando por fin salía por la puerta, camino de mi libertad,
me di la vuelta y clavé la mirada en los ojos del alcaide. En un instante lo tuve bajo
mi control.
—Eres un avestruz —le dije.
Cuando le practicaron la autopsia encontraron en su estómago varios objetos de
madera y metal, difícilmente digeribles. Atascado en el esófago apareció lo que,
según el forense, había sido la causa inmediata de la muerte: un picaporte.
Por naturaleza, yo era un hijo bueno y cariñoso, pero cuando regresé al mundo
del que me habían apartado durante tanto tiempo recordé que mis tacaños padres
habían sido los responsables, desde el asunto de los almuerzos en el colegio, de todas
las desgracias que me habían ocurrido. Y nada parecía indicar que se hubieran
reformado.
En el camino de Succostash Hill a South Asphyxia existe un pequeño solar en el
que había una chabola conocida como «la covacha de Pete Gilstrap»; en ella dicho
caballero se dedicaba a asesinar caminantes para ganarse la vida. La muerte del señor
Gilstrap y el desvío de casi todo el tránsito hacia otro camino tuvieron lugar en tan
breve espacio de tiempo que nadie sabe decir cuál fue la causa y cuál el efecto. De
cualquier modo, el solar estaba desierto y la covacha había sido quemada hacía
tiempo. Fue precisamente en aquel lugar, de camino a South Asphyxia, pueblo de mi
niñez, donde me encontré con mis padres, que iban a Succostash Hill. Habían
amarrado los caballos y estaban almorzando bajo un roble que había en el centro. La
visión de la comida me trajo desagradables recuerdos escolares y despertó a la fiera
que dormía en mi interior. Me acerqué a aquellos dos culpables, que enseguida me
reconocieron, y les indiqué que quería compartir su hospitalidad.
—De esta comida, hijo mío —dijo mi progenitor con la pomposidad que le
caracterizaba, patente aún tras el paso de los años—, sólo hay para dos. No es que sea
insensible al hambre que tus ojos reflejan, pero...
No pudo terminar la frase. Lo que él llamaba el reflejo del hambre no era otra
cosa que la mirada firme de un hipnotizador. En pocos segundos le tuve a mi
merced. Cuando, tras unos pocos más, tuve lista a mi madre, me dispuse a efectuar
lo que mi justo resentimiento me dictaba.
—Ex-padre —dije—, supongo que eres consciente de que tú y esta señora ya no
sois lo que érais.
—Sí, he observado un ligero cambio —fue la dudosa respuesta del anciano—.
Debe de ser la edad.
—Es más que eso —le expliqué—. Es algo que tiene que ver con el carácter, con
la especie. En realidad tú y esta mujer sois dos broncos, dos caballos salvajes bastante
brutos.
—Pero John —exclamó mi madre—, no estarás diciendo que soy...
—Señora —repliqué con mis ojos clavados en los suyos—, sí, así es.
Apenas había acabado de decir esto, se puso a cuatro patas y, gritando como
una posesa, reculó hacia el viejo al que lanzó una tremenda coz en la barbilla. En un
segundo, mi padre adoptó la misma postura, se dirigió hacia ella y empezó a cocear
con ambas piernas. Mi madre manejaba las suyas con la misma solemnidad aunque,
debido a la ropa que llevaba, con menos soltura. Sus cruces y entrelazamientos en el
aire eran de lo más asombroso: a veces sus pies chocaban de lleno a media altura, tras
lo cual, sus cuerpos, proyectados hacia adelante, se desplomaban y quedaban
exhaustos. Una vez recuperados, volvían al ataque emitiendo en tono delirante unos
irreconocibles sonidos, propios de las bestias que creían ser, que inundaban toda la
región con su clamor. Dieron vueltas y vueltas mientras sus patadas caían «como
rayos». Se encabritaban y retrocedían para golpear con ambos remos; después, caían
sobre las manos que resultaban demasiado débiles para aguantar su peso. La hierba
y los chinarros habían desaparecido bajo sus pies; su ropa, al igual que el pelo y el
rostro, estaba llena de sangre. Al dar las coces soltaban salvajes gritos de rabia que se
convertían en bufidos y gruñidos cuando las recibían. Nada había más parecido a
Waterloo o Gettysburg que aquel campo de batalla. El valor que demostraron en
todo momento siempre fue para mí un motivo de orgullo y satisfacción. Al final, sus
rostros ensangrentados y deshechos testificaban que el responsable de la pelea había
quedado huérfano.
Me detuvieron por perturbar el orden público, y desde entonces siempre he
sido juzgado por un Tribunal de Detalles Técnicos y Aplazamientos. Por ello,
después de quince años, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que
mi caso sea transferido al Tribunal de Revisión de Nuevos Procesos.
Éstos han sido algunos de los experimentos que he realizado en el campo de la
sugestión hipnótica. Que ésta pueda emplearse con malos propósitos, es algo que
desconozco.
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