-

.

SEARCH GOOGLE

..

-

domingo, 22 de julio de 2007

LA NOCHE DE LOS LAPICES // MARIA SEOANE - HECTOR RUIZ NUÑEZ

LA NOCHE
DE LOS
LÁPICES


María Seoane — Héctor Ruiz Núñez
LA NOCHE DE LOS LÁPICES




A los chicos, siempre.
Ya todos los adolescentes que, como ellos,
se sienten comprometidos
con la solidaridad y la justicia,
y no consideran una utopía
proponer un mundo
donde sea más digno vivir.





LOS CHICOS



Francisco López Muntaner 16 años
secuestrado 16.9.76
desaparecido

María Claudia Falcone 16 años
secuestrada 16.9.76
desaparecida

Claudio de Acha 17 años
secuestrado 16.9.76
desaparecido

Horacio Ángel Úngaro 17 años
secuestrado 16.9.76
desaparecido

Daniel Alberto Racero 18 años
secuestrado 16.9.76
desaparecido

María Clara Ciocchini 18 años
secuestrada 16.9.76
desaparecida

Pablo Alejandro Díaz 18 años
secuestrado 21.9.76
reaparecido


Prólogo

Durante los días y meses de trabajo para este libro, los hemos acompañado. Conocimos a sus fami­lias, compañeros y amigos. Participamos de sus sue­ños y juegos. Compartimos su despertar político, la pasión por la justicia y la sensibilidad social que los impulsó a la lucha. Los vimos manifestarse por el bo­leto estudiantil secundario y enseñar a leer a los más pequeños en las villas miseria.

Los vimos crecer en la tormenta de años impiado­sos, bajo la ilegalidad de dictaduras. Escuchamos su rabia cuando, como dirigentes estudiantiles destacados, fueron perseguidos por el terrorismo de ultraderecha, la Triple A y las bandas del CNU, gestadas en el gobierno de Isabel Perón bajo el amparo de los minis­tros de Educación del régimen. Vivimos su desaliento ante la derrota de un proyecto y la desaparición de compañeros queridos. Su resistencia a dejarse vencer por el autoritarismo, a ceder conquistas que llevaban años.

Los vimos, con impotencia, marchar solos hacia la tragedia desde el 24 de marzo de 1976 cuando los mi­litares sediciosos comenzaron a instrumentar su secuestro, tortura y exterminio, como un requisito pre­vio para la implantación de la Doctrina de la Seguri­dad Nacional en la cultura. Vimos como se acuñaba La noche de los lápices en las oficinas de Inteligencia de la dictadura, con el apoyo de algunos educadores, para truncar un proyecto "peligroso" de ser humano y a la vez producir un escarmiento ejemplar para otros jóvenes.

Estuvimos en la noche del terrorismo de Estado. Vimos a Camps y a los hombres de la policía de la provincia de Buenos Aires violar sus domicilios, arrastrarlos desnudos, encerrarlos en campos de concentra­ción, torturarlos y negar a sus padres que estuvieran detenidos. Supimos de la complicidad en sus secues­tros y tormentos de la jerarquía de la Iglesia Católica, al menos por silencio. Conocimos el ocultamiento de la prensa sobre estos episodios, con lo que se contri­buyó a la ejecución del plan represivo.

Transparentes, los vimos tomarse las manos, darse aliento y amarse en el Pozo de Banfield. Vimos a sus carceleros burlarse de la solidaridad y la ternura. Escuchamos el llanto de los bebés que ayudaron a nacer durante el cautiverio. Presenciamos la escena de Pablo despidiéndose de los otros chicos que quedaban prisioneros, sabiendo —porque conocíamos el futuro— que sería un adiós definitivo.

Vimos a sus padres, hermanos y amigos partir al exilio. A sus familiares reclamarlos con desesperación, cosechando respuestas mentirosas de funcionarios militares, policiales, judiciales y eclesiásticos. Los vimos perderse en las tinieblas sin poder retenerlos, presin­tiendo, aunque intentando negar, su destino final.

Festejamos la reaparición de Pablo Díaz y su devo­ción por la memoria. Con la democracia recuperada, escuchamos la sentencia alentadora pero insuficiente de los jueces de la Cámara Federal en el juicio a las ex­juntas militares. En ese momento, decidimos que nuestro libro no tuviera epílogo porque aún no ha­bían sido dadas todas las respuestas.

Hoy, soñamos con los jóvenes que conocerán a nuestros chicos y los levantarán como bandera. Tam­bién sabemos que quien lea estas páginas no permane­cerá indiferente. Del impacto emocional por la revela­ción de la perversidad que asesinó a la adolescencia, podrá o no recuperarse. Nosotros, ya lo hemos incor­porado a nuestras vidas y jamás nos recuperaremos. Es nuestra fatalidad y nuestro privilegio.

María Seoane - Héctor Ruiz Núñez

Mayo 9, 1985


Sala de Audiencias del Palacio de Justicia, frente a la Plaza Lavalle, a las 16,35 del tercer jueves del juicio público a las ex-cúpulas militares. Dentro del recinto de diez metros por veinte había 323 perso­nas entre público, invitados y periodistas nacionales y extranjeros. Ninguno de los reos. Sobre el estrado delantero y de espaldas al vitreaux con la inscrip­ción Afianzar la Justicia, estaban sentados los seis jueces de la Cámara Federal: León Carlos Arslanian, Jorge Valerga Aráoz, Jorge Edwin Torlasco, Andrés D’Alessio, Guillermo Ledesma y Ricardo Gil Lavedra. Los ventiladores no dejaban de funcionar sobre las bandejas inferiores, mientras las cámaras de la tele­visión oficial registraban los gestos sin sonido de una historia que comenzaría a ser contada. En el costado izquierdo, frente a los jueces, el fiscal Julio César Strassera con su adjunto Luis Gabriel Moreno Ocampo. En el centro, el testigo.

Juez D’Alessio: Señor, usted ha sido citado a prestar declaración testimonial en esta causa que se sigue contra los integrantes de las tres primeras juntas militares, para determinar su responsabilidad con motivo de delitos que puedan haber cometido los integrantes de las fuerzas armadas de seguridad, o policiales bajo comando operativo de las pri­meras, en la lucha contra la subversión terrorista. Su declaración va a tener lugar bajo juramento. En tales condiciones debo prevenirle que el Código Penal Argentino sanciona con uno a cuatro años de prisión al testigo que se exprese en forma falsa o reticente, pena que puede agravarse de uno a diez años de reclusión o prisión si ese testimonio perjudicara al procesado en causa criminal como ésta. ¿Jura usted decir la verdad?
Testigo: Sí, señor
Juez D’Alessio: Díganos su nombre
Testigo: Pablo Alejandro Díaz
Juez D’Alessio: Edad
Testigo: 27 años
Juez D’Alessio: Estado civil
Testigo: Soltero
Juez D’Alessio: Profesión u oficio
Testigo: Empleado
Juez D’Alessio: Nacionalidad
Testigo: Argentino
Juez D’Alessio: ¿Conoce usted a los procesados y tiene noticias de esta causa?
Testigo: No, señor
Juez D’Alessio: No me refiero a si lo conoce per­sonalmente. ¿Sabe quiénes son los procesados?
Testigo: Sí, señor
Juez D’Alessio: ¿Tiene noticias de la existencia o el objeto de este juicio de acuerdo a lo que le he explicado?
Testigo: Sí, señor
Juez D’Alessio: ¿Es usted pariente, amigo o enemigo de alguno de ellos?
Testigo: No, señor
Juez D’Alessio: ¿Ha formulado alguna denuncia contra ellos?
Testigo: Sí, señor
Juez D’Alessio: ¿En dónde?
Testigo: En la CONADEP y en mi causa que está en el juzgado de La Plata de Borrás. Juez D’Alessio: Perdón, ¿en dónde?
Testigo: En el juzgado de Borrás, presentado por la CONADEP
Juez D’Alessio: ¿Usted no se ha presentado a ese juzgado?
Testigo: No, señor
Juez D’Alessio: ¿Tiene algún otro pleito con los procesados?
Testigo: No, señor
Juez D’Alessio: ¿Usted se considera víctima de algún hecho que pueda atribuirse, vincularse con esta causa?
Testigo: Sí, señor
Juez D’Alessio: ¿A pesar de ello mantiene usted su compromiso de expresarse con veracidad?
Testigo: Sí, señor
Juez D’Alessio: Relátenos sintéticamente las circuns­tancias de ese hecho que lo perjudicara.


Primera Parte: CRECER EN LA TORMENTA


Diez años antes, en primavera


"La esperanza es un niño ilegal, inocente,
reparte sus volantes, anda contra la sombra".


Juan Gelman

Con los ojos abiertos


"¿Nunca más vuelve a dormir en paz quien abrió los ojos alguna vez?" Vicente Aleixandre no imaginó que los estudiantes secundarios de La Plata lo cita­rían para recordar los días de la refundación de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES). En la llu­viosa mañana del 19 de abril de 1973, días antes de la asunción de Héctor Cámpora a la presidencia, en la avenida La Plata 246, sede central del Partido Justicialista, numerosos representantes de organiza­ciones secundarias de todo el país decidieron unifi­carse. En La Plata, los primeros pasos se habían dado el año anterior con la integración de dos vertientes: la Alianza de la Juventud Peronista, considerada irónicamente como "la derecha", por su apego a la ortodoxia, y el Movimiento de Acción Secundario (MAS) ligado al Frente de Agrupaciones Eva Perón (FAEP), embrión de la futura JUP. La avalancha de votos de 1973 en favor del FREJULI facilitó la unidad. Corrían los tiempos en que había un país "en movimiento, con los brazos en alto y dispuesto a que la balanza de la liberación o la dependencia se incline, en este siglo, por el bienestar y la justicia", como decía la primera declaración de la UES.
Lo querían a Perón y resolvieron que la nueva estructura se denominara como en 1952. Pero ese año estaba lejos y la tinta de la historia no era tan roja entonces como lo había sido en el epílogo de la dictadura de los generales Juan Carlos Onganía, Roberto Marcelo Levingston y Alejandro Agustín Lanusse. La nueva UES dejaría atrás sus primitivos objetivos de nuclear a los secundarios en centros de recreación o en complejos polideportivos: declaraban que querían sumar el estudiantado a la lucha por la liberación nacional. El primer Consejo Nacional fue integrado, entre otros, por Cristian Careti, de Capital Federal, Publio Molinas, de Santa Fe; el chaqueño Antonio Silva y el misionero Ricardo Fleytas. Veían “con los ojos abiertos”, que en el fondo del país había una realidad "signada por la crudeza de la injusticia (...) que late en la sangre de quienes saben que la lucha no es otra cosa que una inmensa voca­ción de justicia y hermandad". Esa era la meta. Mientras tanto había que exigir la derogación inme­diata de la ley de De La Torre, que prohibía la libre agremiación estudiantil y que sirvió durante muchos años como argumento jurídico para evitar que los adolescentes combatieran el autoritarismo. Sarmien­to no les gustaba pero por eso no eran la barbarie. Moreno les recordaba sus ideales de independencia, la mano dura contra otra ocupación, otra colonia. Redescubrían a los próceres, despojándose del amor y el odio sin mediaciones inculcados por la historia oficial. Así se aproximaron por esos días a la lucha popular, abandonando a Julio Verne, escuchando a Sui Generis, heredando el gusto por Los Beatles y despidiéndose definitivamente del Tigre de la Malasia, el pirata "tercermundista" Sandokán. Si como él no querían morir esclavos, debían ser prota­gonistas de su propia pasión.1
Jorge Taiana, el ministro de Educación de Cámpora, escuchó las manifestaciones multitudinarias: la ley De La Torre fue derogada y proliferaron legalmente los centros de estudiantes, los cuerpos de delegados, los clubes colegiales y las coordinado­ras. Tiempos de democratizar la energía y de empa­rentar los ideales con la acción. Los chicos de la UES se sentían herederos de esa consigna que la generación de sus hermanos mayores, integrados a la JUP, habían visto pintada durante su infancia en las calesitas: "Los únicos privilegiados son los niños". El mensaje social y político los incitaba a que se transformaran en los dueños de la sortija, el puente del futuro.
La mayoría de los militantes de esa partida no pa­saba los 16 años; comenzaban a fumar públicamente sus primeros cigarrillos. Miguel Carlos Sfeir (militante de Vanguardia Comunista) y Oscar Horacio Lisak (de la UES), ambos de 17 años, no alcanzaron a apa­gar los suyos: fueron asesinados la noche del 25 de mayo de 1973 a las puertas del penal de Villa Devoto. Un preanuncio de las descargas del futuro. Con Lisak, los secundarios peronistas tuvieron su primer mártir en la democracia, y aunque reclamaron mientras lo llevaban arropado entre guitarreadas y manifestacio­nes como bandera, Ezeiza no los dejaría respirar. Hugo Lanvers cayó asesinado bajo el fuego cruzado de la banda de Osinde & López Rega en el Puente 12. El ábaco de la primaria ya no alcanzaría para contar a los ausentes. El 22 de agosto aparecía acribillado Eduardo Bekerman; las bandas de la AAA estaban festejando a su manera la continuidad de Trelew. En ese clima, Oscar Ivanissevich irrumpió en las aulas secundarias y universitarias y Taiana se fue, con los últimos pétalos mustios de una demo­cracia abortada, el 14 de agosto de 1974. El golpe de 1976 se adelantó dos años en los pasillos estudian­tiles. Los secundarios no querían al ministro de Edu­cación de Isabel Martínez y López Rega; pero la dere­cha peronista, sí.
Hacia 1974, los colegios dependientes de la Uni­versidad Nacional de La Plata (UNLP): Bellas Artes, Liceo Víctor Mercante y Colegio Nacional, consti­tuían la oposición más firme a la derechización. Pero en 1975, con la evolución de las consignas (de "universidad popular" a "reapertura de los centros intervenidos") correspondería a los bachilleratos y los normales llevar la voz cantante, entre ellos al colegio España y al Normal No 3.
En ese período, la UES local había estructurado para la dirección del movimiento un Consejo Estu­diantil formado por un representante por cada colegio: "universitarios" (secundarios de la UNLP), bachilleres, técnicos y nocturnos. En cada escuela funcionaban grupos de actividad llamados ámbitos, con tres niveles de participación: militantes, acti­vistas y colaboradores.
Junto con los secundarios peronistas, otras fuerzas estudiantiles gritaban contra la fascistización de la enseñanza: la Juventud Guevarista (JG), cuyo lema era la consigna del Che "El presente es lucha, el futuro es nuestro", la Juventud Socialista (JS), la Federación Juvenil Comunista (FJC), la Juventud Radical Revolucionaria (JRR), antecedente histórico de la Coordinadora, con sus agrupaciones nucleadas en Franja Morada, y el Grupo de Estudiantes So­cialistas Antimperialistas (GESA). Confluyeron a partir de 1974, en la Coordinadora de Estudiantes Secundarios (CES). Allí participaban algunos secun­darios posteriormente asesinados como Claudio Slemenson, fundador de la UES de Tucumán, y Ricardo "Patulo" Rave, de 17 años, ahorcado con alambres en el barrio de Los Talas de Berisso, el 24 de diciembre del ‘75. La represión avanzaría por igual sobre las banderas de unos y otros.
Las estadísticas del genocidio no estaban abier­tas todavía cuando en la ciudad que Dardo Rocha dibujó como un cuadrado perfecto (que enmarca­ría simétricamente al infierno) comenzaba, exacta­mente seis meses y ocho días antes del comunicado N° 1 de la Junta Militar integrada por Videla, Massera y Agosti, la lucha por el boleto estudiantil secun­dario (BES).
Fue en esos días que se conocieron María Claudia Falcone, Claudio de Acha, Horacio Úngaro, Daniel Racero, Emilse Moler y Francisco López Muntaner, todos militantes de la UES. Pablo Díaz, a pesar de ha­ber pertenecido a las mismas filas hasta los primeros meses de 1975, para la primavera llegó alistado en la Juventud Guevarista cuyo bastión más importante en­tre los secundarios de La Plata estaba en el Colegio España, bautizado como "La Legión" (por la Legión Extranjera), por ser el lugar donde iban desterrados los que, como Pablo, habían sido expulsados por "molestos" de otros colegios de la ciudad.


El boleto de la discordia


El 22 de agosto de 1972, el país fue conmocionado por el ametrallamiento, en esa madrugada, de 16 guerrilleros pertenecientes a ERP, FAR, y Monto­neros que días antes habían intentado fugarse del penal de Rawson. El sistema de represalias, esta vez practicado por el Batallón de Infantería N° 4 al man­do del capitán de corbeta Sosa, en la brumosa y fría Base Aeronaval Almirante Zar, desenterró el ojo por ojo y diente por diente de las guerras civiles del siglo pasado. También inauguró una forma de represión integrada a la Doctrina de la Seguridad Nacional.
El azar (o no) unió la sanción del boleto escolar con el calendario de los crímenes políticos en Argentina: ese día, los funcionarios de la Dirección de Transporte del Ministerio de Obras Públicas de la Provincia de Buenos Aires firmaban el decreto 4594, que reactualizaba el decreto 4029 sancionado en 1969 durante el gobierno de Onganía.
El boleto estudiantil primario había salvado su pellejo desde que en 1952 fuera establecido por el peronismo para facilitar la educación de los sectores populares. Durante el régimen de Onganía la franqui­cia se extendió a los secundarios, otorgándose un 20 % de descuento sobre la tarifa general.
El nuevo decreto permitía a la Cámara Gremial del Transporte Automotor de la provincia compen­sar la merma de ingresos originada por las tarifas preferenciales para estudiantes con un aumento de las tarifas comunes. En el artículo tercero se esta­blecía el 20 % de descuento para los estudiantes se­cundarios y el personal docente; en el cuarto, para los universitarios. Estaba previsto, entonces, que el usuario pagara una parte del boleto de sus estudiantes y profesores, dentro de una conquista popular que llevaba años. También estaba previsto que las tarifas escolares quedaran sujetas a los mismos incrementos de precios que los boletos generales. El estallido de la inflación y el tironeo del Estado con las compañías de transporte por la exigencia de continuos reajustes, pondría la existencia del boleto escolar en perma­nente peligro de eliminación.
A pesar de la disposición provincial, en La Plata y sus alrededores, el boleto escolar no se hizo exten­sivo a los estudiantes secundarios. En la primavera de 1975, éste será el tema de la discordia.CLAUDIO


En el ‘71, cuando se radicaron en La Plata, su hermana Sonia tenía seis años y él trece, y la familia se había mudado por lo menos media docena de veces.
Ese verano, mientras cursaba el preparatorio para ingresar al Nacional, pegó un estirón: alto, flaco, de piernas largas. Se hizo hincha de Estudian­tes (abandonó a su padre en la tribuna de Boca) y se dedicó a escribir poesías contra la guerra de Vietnam. Escuchaba a Sui Generis, Los Beatles, folclore latino­americano, Beethoven y los partidos de fútbol de los domingos: se divertía retrasmitiéndolos para los chicos del barrio.
Ese año se entusiasmó con Los compañeros, La batalla de Argel, y Los 400 golpes, y como no siempre había plata para ver buen cine francés o italiano, leía las crónicas periodísticas de cabo a rabo. Era un antibelicista "visceral". El año ante­rior, el equipo psicopedagógico de su escuela había hecho un test: les preguntaron qué deseaban para el futuro. La mayoría de sus compañeros contestó plata, un coche o una casa grande. Él, que no hubiera guerras ni hambre en el mundo. Pero se olvidó de pedir dos cosas: más estabilidad domiciliaria y más bibliotecas (con los libros le pasaba lo mismo que con el cine: los tenía que pedir prestados). Tenía el tic de la lectura; leía montado sobre la bicicleta o caminando. Lo miraban como a un loco.
Su chifladura tenía genealogía.

Claudio de Acha, 16 años (1975)


Las huellas I

Nació pelirrojo el Día de la Primavera del ‘58, un domingo tranquilo del barrio de Los Plátanos, cerca de La Plata. El "Vasco"2, buen amigo de sus padres, diría: "Este es el único bebé que conozco que no tiene cara de buñuelo". A su madre el embarazo le costó el empleo. No podían tirar manteca al techo porque su padre, pintor y dibujante egresado de Bellas Artes, en esa época era obrero de Ducilo. Para marxistas como Olga Koifmann e Ignacio de Acha era un orgullo, pero se morían de hambre.
Se mudaban con frecuencia, más por bohemia que por pobreza. Claudio nunca lo entendió, y su­fría. Su abuela materna lo sobreprotegía, igual que su madre. Le daba vuelta las medias para que las costuras no le lastimaran los pies pero lo obligaba a que llevara el pantalón siempre planchado. Así fue hasta que murió en el ‘66. Él hubiera preferido que lo siguiera molestando con eso de guardar las formas.
Ya lo habían bautizado "Mao" por sus ojos entornados cuando, en el jardín de infantes, su madre confirmó que era muy tímido. El primer día se sentó solo en una punta del salón y tardó semanas en hablar con otros chicos (siempre sería así, excepto en otras circunstancias, quince años más tarde). Con la excusa de los juegos de pelota logró integrar­se a grupos, lentamente, porque era lento para todo. O rápido, a veces: un día, aún preescolar, lo sorpren­dieron hojeando El Capital. "¿Qué haces, Mao?", le preguntaron riéndose, y se asustó. Creyendo que lo que estaba mal era la posición del libro, lo giró para mirarlo al revés.
Antes del nacimiento de su hermana, su padre comenzó a trabajar como publicitario y podía pasar las tardes con él. Le enseñaba a dibujar y le contaba historias. Después de la cena, el relevo era su madre con Poesías para cebollitas de María Elena Walsh o El Principito. Un día decidió convocar al peque­ño héroe; que entrara por su ventana. Su padre lo sorprendió, esperándolo.
En el ‘67, cuando ya vivían en Necochea, frente al mar, la vida le cambió. No dejó de ser silencioso y reflexivo, pero estaba más feliz. Su padre instaló un atelier de arte, y entre pincel y pincel, le expli­caba a Fanon y a Monteiro Lobato y, más allá de la pedagogía, las jornadas de la revolución bolchevi­que. Con tantos cambios de escuela no era un alumno sobresaliente pero le alcanzaba. Decía que su otra patria eran los libros, “casas rodantes como de caracoles”, y más inofensivos que las personas que lastimaban al despedirse.

instantánea familiar
Su tía Nélida y sus primos, él y su madre en la estación de Necochea. Es el momento de las despedidas porque las vacaciones han terminado y sus primos regresan a Buenos Aires. Claudio exige que le compren una revista. El tren está por salir. Los primos llorany la tía lo abraza y lo besa. Él se esconde en la lectura para no es­cuchar: "Chau, Claudio, chau".

A los doce años, antes de llegar a la Plata, ya conocía bien la crónica del Cordobazo, la vida del Che, y la necesidad de un cambio. Se hablaba de que la dictadura iba a dar elecciones a la corta o a la larga. "Mamá, creo que en este país la única solu­ción es el socialismo". Sus padres compartían esa opinión y lo estimulaban en lecturas de historia y política.
En esa época, no pensaba en el peronismo.


Las huellas II

Ingresó al Nacional en el ‘72, cuando una ola de huelgas de los trabajadores no docentes de la universidad y de manifestaciones estudiantiles pro­hibidas conmovían el "orden" de la dictadura de Lanusse.
Pero fueron los fusilamientos de Trelew los que lo convencieron (como a la mayoría de los compa­ñeros de su promoción) de que había llegado "la hora de la acción". Si había gente que moría defen­diendo ideales como los suyos, le comentó a su padre, él no podía permanecer al margen. Después de la victoria de Cámpora, participó en la toma del Nacio­nal. Exigían la renuncia del rector Caraza Torre, la sustitución de profesores ligados al régimen ante­rior, el gobierno tripartito, y la eliminación del uniforme y del examen de ingreso que fomentaban el elitismo. Consiguieron todas las reivindicaciones, hasta otras como fumar en las aulas. Se lo veía dando saltos de alegría con sus piernas largas: "Es­tudiantes, estudiantes del Colegio Nacional, todos juntos adelante por cultura popular".
En 1974 nació su hermano Pablo y después de la muerte de Perón se incorporó a la UES. Discu­tió con sus padres esa decisión que no se correspondía con la historia familiar. "Yo no llego al peronismo por las vísceras, viejos. Estoy ahí por mi formación marxista. Creo que la izquierda nunca entendió bien la cuestión nacional". Eran sus fundamentos.
En el grupo de la UES del colegio conoció a Adela Segarra, que fue su mejor amiga. Era la única que no se plegaba a las bromas de los otros compañe­ros. "Sos un puro total", le decían, porque no bai­laba, ni tomaba, ni fumaba. Con ella se quedaba horas charlando, después de las reuniones. En las vacaciones le enseñaban a leer, de día, a los chicos de las villas, y por las noches se quedaban allí toman­do mate con los obreros más combativos, que les contaban anécdotas de la resistencia peronista.
Adela lo entendía. Un día, él le planteó que esta­ba preocupado porque muchos preceptores y chicos de quinto año se drogaban, y que la UES tendría que combatir ese hábito aunque sin hacer moralina. "Menos mal que a los compañeros no se les dio por eso", se calmaba. También, que la crisis política del peronismo había lastimado el compromiso de muchos chicos. "No te digo que sean oportunistas y obsecuentes, pero que no te prometan algo y después te fallen a las citas". Y Adela sabía que tenía derecho para reclamar así porque recordaba, sin decírselo, cuando en las pintadas a él le tembla­ban las piernas largas pero se anotaba primero para apretar el aerosol.
Anduvieron siempre juntos, hasta el otoño del ‘76, cuando Adela le dijo que se iba de La Plata. En la última cita hablaron de la peligrosidad de los precep­tores del colegio (la mayoría del CNU) que delataban a estudiantes de la UES y de otras agrupaciones. Ella lo encontró muy entusiasmado con sus cosas. Ya no se aburría de la mediocridad general de su curso, al que tantas veces había criticado. Pensaba que los estudiantes reaccionarían en masa contra el clima represivo impuesto por la dictadura. Aunque no había cambiado el sistema autoritario del ‘‘75, las "ausencias" se notaban cada vez más. Adela no estaba tan optimista.
—Ya cayeron muchos chicos, Claudio. No voy a dejar la actividad pero en La Plata ya no puedo se­guir, dijo.
—¿Estás bajoneada?
—Más o menos. Comenté en el Consejo Estudiantil que quiero irme a Buenos Aires; además, mi com­pañero también se va para allá. ¿Vos no te das cuenta que la cosa está cada vez más difícil?
—Sí, pero sabés como es esto. Ahora no se puede fallar. Tendremos que tener más cuidado y no propo­ner actividades descolgadas.

Después cambiaron de tema y disimularon hablan­do de lo bien que cantaba la "Tana" Rinaldi. Esta vez, cuando se separaron, Claudio no leyó; pero tampoco se despidió.
Sólo su madre sabía que estaba enamorado de Adela.




Con los pies en la calle

Cuatro ministros de Economía se sucedieron en los últimos ocho meses del gobierno de Isabel Martínez: Celestino Rodrigo, que recurrió a la receta del shock. Pedro Bonani, Antonio Cafiero y Emilio Mondelli. Una devaluación drástica y la anulación de paritarias provocó numerosas movilizaciones populares e hizo que el mismo Lorenzo Miguel pusiera las columnas de la UOM en la calle. El verticalismo resquebrajado hasta en el entorno presiden­cial, daba la medida de la crisis interna del peronis­mo, teñida de sangre desde Ezeiza y profundizada con la muerte de Perón y la debacle económica.
Los cambios producidos en el gabinete el 11 de agosto de 1975 liquidaron oficialmente el pe­ríodo de la "Misión Ivanissevich". El nombramien­to de Pedro José Arrighi como ministro de Educación confirmaba, en el área educacional, la ofensiva del eje sindical-castrense contra el lopezrreguismo.
En un mes, Isabel Martínez había perdido dos de sus ministros más cercanos: José López Rega y Oscar Ivanissevich. Respaldó la gestión de Arrighi, quién debía, supuestamente, conseguir el alejamiento de los decanos que se oponían a la normalización uni­versitaria, luego de la intervención iniciada un año antes por la "Misión". En la misma semana rodó la cabeza del decano de la Facultad de Filosofía y Le­tras de la UNBA, Tomás Sánchez Abelenda, y se puso en peligro la del interventor de la Universidad de Bahía Blanca, Alberto Remus Tetu, ambos confe­sionales del Opus Dei, aunque este último conservó su puesto.
El día de la asunción, Arrighi se declaró como "un hombre católico que está en lo nacional".3 Su profesión de fe por la derecha no le sirvió la noche del 24 de marzo de 1976 cuando fue arrestado en su casa en camiseta, y encerrado en un camarote del buque cárcel "Bahía Aguirre", custodiado por un ma­rinero.4
Los secundarios y universitarios de La Plata no habían olvidado el currículum de Arrighi como interventor de la UNLP durante la gestión del minis­tro que reemplazaba. Había intervenido la Asociación de Trabajadores de la Universidad (ATULP) y comen­zado a preparar los archivos secretos de "agitadores profesionales", como denominaban los funcionarios del gobierno a los militantes estudiantiles que exigían sus renuncias y la derogación de la ley universitaria, que prohibía la actividad política y gremial en los claustros al estilo de la ley De La Torre.
Los estudiantes se movilizaron en momentos en que un proyecto de elecciones anticipadas comenzaba a rondar por la cabeza de los dirigentes políticos, para capear la crisis, y dentro del clima de terror que generaban la represión gubernamental y las bandas de la AAA, que se atribuyeron, ese mes, 51 crímenes. Los secundarios tenían pocos aliados en el gobierno de la provincia. Hombre de la derecha peronista, el gobernador Victorio Calabró aspiraba a integrar como dirigente el eje sindical-castrense. Despertaba muchas simpatías entre los jefes militares y similar encono entre los estudiantes. Muchos de sus cola­boradores pertenecían al Comando de Organización (C. de O.) y al Comando Nacional Universitario (CNU), organizaciones acusadas de proveer cuadros civiles a la AAA, o "tres armas" como también las denominaban para indicar la integración de las FFAA en las tareas paramilitares del momento.
Bajo este clima y en vísperas de la primavera, los secundarios iniciaron su lucha por el BES.

—Hacía calorcito —recuerda Marcelo Demarchi, actual presidente del Centro de Estudiantes de la Escuela de Teatro de La Plata—, y la Coordinadora de Estudiantes Secundarios nos había convocado para que lucháramos por el boleto secundario. En ese momento yo estaba en el colegio Virgen del Pilar y un día vino Ricardo Rave, que era compa­ñero mío de año, para pedirnos que participáramos en las reuniones previas a las manifestaciones. La primera reunión a la que fui era en la UES. Allí conocí a Horacio Úngaro, María Claudia Falcone, Pablo Díaz y Claudio de Acha. Recuerdo que por los colegios católicos privados estaba el nuestro, y el Carmen de Tolosa y que no aceptaron la invi­tación los colegios San Luis, Misericordia y Eucarístico. Nosotros queríamos hacer algo porque en nuestra escuela estábamos luchando para que se reemplazara el uniforme por un delantal para todos. Pero los que llevaban la delantera en la lucha eran el Bellas Artes, el Colegio Nacional, los normales N° 1 y 3 y La Legión, como le decíamos al Colegio España. Allí estaban los chicos que después secues­traron. También estaban los otros dos normales, los industriales, el Vergara y el Liceo Víctor Mercante. Había una voluntad enorme entre todos y mucha solidaridad porque el boleto no era para unos pocos. María Claudia se sentó al lado mío en esa reunión..., ¿qué puedo decir? Ella tenía 15 años y yo 17 pero su fuerza interior me impresionó. Recuerdo que me dijo: aunque el boleto no lo consigamos para noso­tros, quedará para los futuros estudiantes.

El primero de setiembre de 1975 el Consejo Deliberante de La Plata se hizo eco de los reclamos estudiantiles. En la prensa local se informó que se encontraba en estudio de la Comisión de Transporte y Tránsito un proyecto presentado por el concejal Rodolfo Mariani del FREJULI tendiente a establecer un boleto con tarifa reducida, similar al de la ense­ñanza primaria, y que beneficiara a los alumnos de los ciclos secundarios y de escuelas nocturnas.
En la noche del 4 de setiembre se realizó una asamblea de más de 300 alumnos en su mayoría delegados de sus colegios en un aula del Normal N° 2, preparatoria de la movilización del día 5. Se admitió que se habían agotado todas las instancias posibles y que lo único que quedaba por hacer era marchar por las calles de la ciudad. Claudio de Acha, aunque no asistía en representación del Nacional como delegado, insistió en que la movilización era la carta más importante que tenían para convencer a las autoridades. Llevaba la voz de la UES, trepado a la tarima desde donde se coordinaba la asamblea.
Pablo Díaz recuerda que en esa reunión ya sos­pechaban que la policía los vigilaba.
—Sabíamos que había un cana que anotaba nues­tros nombres y nos fichaba. Estaban al pie del cañón todos los chicos, Horacio Úngaro, María Claudia Falcone, Daniel Racero, Marcelo Demarchi, Francisco López Muntaner, Patricia Miranda, Emilse Moler, pero el que más se destacaba era Claudio de Acha. Decidimos que la marcha se haría con o sin represión y todos estuvimos de acuerdo, hasta que uno de los chicos dijo que si había represión era mejor pedirle a una organización guerrillera que nos protegiera. Se armó un revuelo bárbaro y al pibe casi lo echan, pero se arregló que cada colegio pusiera su propia seguridad.
Votaron por unanimidad que se marchara, y se dipuso que cada centro delegara en un grupo de alumnos su seguridad, distinguiéndose entre sí con brazaletes de distintos colores.
El día 5 estaba templado. Los secundarios salieron de sus colegios encolumnados detrás de sus banderas, que hacían confluir, alineándolas, con el cartel unificador de la CES encabezando la marcha. Los del Industrial iban con sus limas, sus overoles y sus reglas "T"; los normales con sus guardapolvos, sus carpetas; el Nacional, mayoritariamente varones, con sus sacos y corbatas de nudos anchos; y el Bellas Artes, como serían futuros artistas, con ropas informales las chicas, y los conjuntos de pantalón y campera de jean los varones. Bellas Artes y La Legión marcharon desde la Plaza Dardo Rocha por 7 hasta 58. El Normal 3 cruzó la calle, y el Nacional y los Industriales se acercaron por 7 hacia 59.
Se concentraron más de tres mil a las puertas del Ministerio de Obras Públicas, en 7 entre 58 y 59, para entregarle a las autoridades el petitorio en el que la Coordinadora Estudiantil exigía un BES de un peso. En el parque del ministerio estaban estacionados cuatro carros de la guardia de infantería, y la policía montada lista para cargar en la esquina de 7 y 59. Había perros jadeantes y muchos rostros iguales, con cascos marrones alineados y las escopetas listas.
Los estudiantes gritaban, estaban contentos y decididos. Las consignas retumbaban en los despa­chos oficiales: "Luchar, luchar, por el boleto popular"; "Eso, eso eso, boleto de un peso"; "Lucha, lucha, lucha, secundarios a la lucha"; mezcladas con las bromas: "Eso, eso, eso nos sacaremos el queso", y la expresión gruesa de una general antipatía: "Calabró, Calabró, la puta que te parió".
Una delegación, integrada por diez alumnos de distintos colegios, intentó conversar con el director de Transporte, Juan Carlos Schiff. Los palos de la guardia de infantería tenían que adelantarse, y la valla policial provocó un forcejeo a las puertas del ministerio. Unos vidrios rotos fueron la excusa para que se dispararan más de 20 bombas de gases lacrimó­genos contra los adolescentes, en apenas cinco minutos. Si querían parlamentar, pensaron los jefes policiales, mejor que lo hicieran desconcentrados y con algunos contusos.
Pablo Díaz revive las escaramuzas con la represión.
—Mientras nos dispersábamos corriendo, tiramos piedras y les devolvimos algunos cartuchos de gas. Nos reconcentramos en la calle 8 y 50 para formar pequeños grupos que fueran a parlamentar con las autoridades. Yo fui a Obras Públicas con Claudio de Acha y María Claudia Falcone. Horacio Úngaro y Daniel Rocero estaban en la comisión que fue a la intendencia municipal a entrevistarse con un amigo del gobernador Calabró, el intendente Juan Pedro Brun.

Pasaron muchas horas, desde el mediodía en que se había iniciado la marcha a la salida de clases, hasta que Schiff recibió, aunque no personalmente, el petitorio estudiantil. Les mandó decir lo mismo que a la prensa: que se estaban estudiando las medidas pertinentes. El diario "El Día" señaló en su edición del 6 de setiembre que los estudiantes habían sido recibidos personalmente por Schiff, pero Pablo Díaz recuerda que no fue así. Con más suerte, quienes habían ido al Senado se entrevistaron con el titular del cuerpo, Arturo Ares del FREJULI. Les reiteró las promesas del director de Transporte. Otra dele­gación vio a los concejales Luis Cansolini y Rodolfo Mariani del peronismo, al radical Pedro de la Canal y a Raúl Torchio de la Alianza Popular Revolucio­naria (APR). Las respuestas fueron similares. Las autoridades coincidían en aconsejarles paciencia. Los estudiantes no se desmovilizaron; en los días pos­teriores se realizaron asambleas en la mayoría de los .colegios para seguir con atención el curso de los acontecimientos.

HORACIO


La tarde del 12 de mayo del ‘59, Olga Fermán se sonrió con su marido Alfredo Úngaro. El fibroma que le había diagnosticado nueve meses antes el gine­cólogo, resultó Horacio Ángel, el último de sus cuatro hijos. Luis Arsenio, Martha Noemí y Nora Alicia ya tenían doce, once y seis años.
La casa quinta en la que vivían, en Gonnet, era amplia pero oscura, y durante los primeros años después de la llegada de Horacio estuvo convulsio­nada. Al "Nene" no le gustaban las mamaderas ni los chupetes; le daban las primeras comidas con las cucharitas más pequeñas que podían encontrar.
Alfredo Úngaro había heredado de su padre la pasión por la República española y cierta tozudez política como militante comunista. Olga trabajaba de contadora en el ministerio de Economía y antes de salir por las mañanas disponía las cosas para que sus hijos funcionaran en equipo. Supieron leer antes de comenzar el colegio primario.
Alfredo reunía a los chicos por la noche y les contaba historias, con distintos personajes que en­contrarían a lo largo de sus vidas. Horacio, el más pecoso e introvertido, lo escuchaba sosteniéndose el mentón, inmóvil.
Entonces Pedrito se va del campamento, deja a sus amiguitos boy-scouts, y peligrosamente se acerca al de los indios vecinos. Pasaron muchas horas y Pedro no volvía. Todos pensaron que se había extraviado porque era un chico de la ciudad. Después de buscarlo por el bosque, atra­vesando árboles gigantes y temiendo que algún animal feroz se les cruzara en el camino, lo en­contraron cuando anochecía, distraído y des­preocupado.
—¿Qué hiciste? —le preguntaron.
—Nada, estuve pescando —dijo.
—Tanto tiempo afuera y no hay un solo pescadito.
—Bueno, es que estoy esperando que pase una lata de sardinas La Campagnola.

Horacio Úngaro, 16 años (1975)

Todos cursaron la primaria en la escuela N° 18. Atravesaban el camino Centenario por las mañanas, sumergidos en bufandas y en el olor tibio de los eucaliptos, mientras el frío les apagaba las pecas. Los hermanos se preocupaban por la seriedad de Horacio; pensaron que nunca tendría amigos porque era tími­do y hermético. Sin embargo, Nora lo encontró diferente aquel Día del Niño del ‘67.
—Él estaba cursando tercer grado. Entro al aula y lo veo rodeado de compañeritos. Me alegró mucho porque nosotros éramos muy expansivos. Ya no tendríamos que preocuparnos por el "Nene".


El primer sacudón

1968. Horacio, acurrucado, con los ojos abiertos, acomodándose nervioso su pelo rubio y lacio, escu­chaba detrás de la puerta. Recién llegaba de sus clases de francés. Alguien había traído la noticia de que su hermana Martha estaba detenida. Cursaba el pri­mer año de medicina y se había solidarizado con la toma de la facultad de Arquitectura. Se la habían llevado junto con otros 400 estudiantes a los que la guardia de infantería apaleó durante la evacuación del edificio. Salió pronto, pero con un decreto fir­mado por el interventor de la dictadura de Onganía, arquitecto Rodríguez Sauna, la expulsaron de la Universidad.
Con el estallido del Cordobazo, la Brigada de Investigaciones intentó detenerla nuevamente. Cuando Martha fue a responder los golpes prepo­tentes en la puerta, Horacio estaba aferrado a sus polleras.
—¡Policía! Buscamos a Martha Úngaro.
Tembló cuando su hermana cerró con violencia y huyó por los fondos de la casa. Los hombres de la Brigada querían llevarse, a cambio, una amiga que estaba de visita.
—No, déjenla, esta no es, impidió el policía más joven. Yo conozco a Martha Úngaro porque estudiamos juntos.
Horacio no durmió en toda la noche. Tampoco lloró, pero su rabia y su impotencia comenzaban a macerar juntas.
Martha y Nora ya eran militantes comunistas, siguiendo la tradición paterna. Horacio había apren­dido a decir Martha antes que mamá. Tal vez por eso se incorporó a la FJC.

El jirón de la bandera

Decía que para afiliarse a un partido había que leer mucho. Así le explicó al compañero de la Juven­tud Comunista cuando lo quería "ganar" para el movimiento. Andaba por la casa con El hombre mediocre y Las fuerzas morales, leyéndoles a sus hermanos largos párrafos de José Ingenieros.
—Si me afilio es porque estoy convencido. ¿Leís­te esa parte en la que Ingenieros dice que un hombre que tiene una idea sin conocerla se transforma en un fanático?. Yo no quiero ser un fanático.
Cuando en el ‘71 ingresó al Normal N° 3, dejó de aturdir a la familia con "los socialistas utópicos", como decía Martha. Se encerraba durante horas en su cuarto para leer a Lenin (hasta poco tiempo antes releía las aventuras de Sandokán), escuchar a Sui Generis y a Mercedes Sosa. Latinoamérica le invadía la conciencia no sólo por las movilizacio­nes populares de Chile y Uruguay: también con el canto de Quilapayún y Daniel Viglietti. Su hermano Luis lo había invitado a varios recitales en el Club Atenas. De su padre escuchaba, todavía, las cancio­nes de la guerra civil española.
Si la historia era contada "un poco sí y un poco no", como él decía, era mejor descubrirla en los libros prohibidos. A los 15 años se apasionó con Mariano Moreno y su Plan de Operaciones para la defensa de la Revolución de Mayo. Álvaro Yun­que, por su parte, le había ayudado a entender cuál era el destino de los niños explotados, de los sirvientitos, de los vagabundos, de los margi­nados por la justicia. El mundo de los adultos, con­cluía, había que cambiarlo sí o sí.
En los primeros meses del ‘74, quebrando la tra­dición familiar, se incorporó a la UES. La decisión pareció tomarla aquella tarde en que llegó, cansado, de la olla popular que habían instalado varias villas en Berisso, donde colaboraba con frecuencia. La gente, mayoritariamente, era peronista, lo querían y lo respetaban. Evitaban hacerle bromas pesadas porque sabían que se ponía colorado, y lo escuchaban con atención cuando hablaba del Che. Trabaja­ba en las villas porque no le parecía suficiente su actividad en el centro de estudiantes. "La gente necesita nuestra ayuda, y nosotros aprender de ellos".
Como la represión oficial crecía y las bandas de la AAA empezaban su masacre impune, le re­comendaron que se cuidara para no terminar como Tupac Amarú. Horacio admiraba al inca rebelde, y matizaba la lectura de novelas con las historias de las revueltas populares. También con los textos (casi clandestinos) de John William Cooke y el Diario del Che. Pero la literatura surgía pálida frente a la rea­lidad. Había aprendido a mezclar el tono afectuoso familiar con sentencias serias. "Hay que defender­se de los fachos", repetía. Si sus padres aceptaron que militara en el peronismo no fue solamente porque compartían sus ideales de lucha por la libera­ción del país, sino porque no descuidó sus estudios. Entre los 16 y 17 años permaneció en el cuadro de honor del colegio.
A fines del ‘74, en la villa de Berisso, había cono­cido a la "Negra" Mirtha Aguilar. Estaba apasionado por esa estudiante de derecho, entregada al trabajo en las comisiones de defensa de los presos políticos. Nora recuerda la tarde del ‘75, cuando la mataron.
—La Negra y un amigo habían ido al velorio de un pibe asesinado por las bandas paramilitares. La madre del chico dijo que quería envolver el cajón con una bandera argentina. Ellos salieron a buscar la bandera. Nunca volvieron. Al otro día aparecie­ron en el camino a Punta Lara, acribillados. La ima­gen que tengo es de Horacio tirado en la cama leyen­do la crónica del diario. Se le caían las lágrimas, y con un esfuerzo terrible me dijo: Sabés, debe haber tenido mucho miedo.
Esa tarde, Horacio escribió en las paredes de su cuarto: "Vive tu vida hermano mío, pero también vive la mía". Aunque esa consigna no pertenecía a sus batallas sino a la de los tres hermanos Horacios de la antigua Roma, en guerra contra los Curiacios que esclavizaban su patria. Se sentía como el único sobreviviente de los Horacios de la historia de Tulio Hostilio.
Participó en las luchas por el boleto secundario en la primavera del ‘75, con Daniel Racero y Gastón Dilon5, sus compañeros inseparables. Por esa época, pensaba estudiar medicina como su hermana Martha. "Quiero hacer medicina social", le comentaba a Da­niel. Su proyecto universitario no lo distraía, sin embargo, de las luchas que sabía lo esperaban antes de terminar su bachillerato; afianzar las conquistas estudiantiles y cubrir el vacío de los compañeros caídos. De algún modo, como el Horacio de la le­yenda.
En marzo del ‘76, cuando la conoció a María Clara Ciocchini, andaba más taciturno que nunca.



Victoria empieza con "V"

El 13 de setiembre de 1975, Daniel Racero se trepó al mástil del patio del Normal N° 3, flanqueado por Horacio Úngaro, para anunciar la conquista del BES. Los secundarios de la ciudad se saludaban por las calles formando con sus manos la "V" de la victoria. Por primera vez en la historia de La Plata tenían un boleto secundario popular. A la cero hora de ese día, el decreto 6809 sancionado por Obras Públicas lo ponía en vigencia, con la firma de Victorio Calabró, cuyos hombres del CNU, confundidos entre los perros y las tropas policiales, habían "marca­do" y golpeado a los estudiantes en la manifestación del día 5.
El decreto disponía que las nuevas tarifas preferenciales regirían en los partidos de La Plata, Berisso y Ensenada, en turnos diurnos y nocturnos, de lunes a viernes. Se admitía que: "Es preocupación de este Ministerio, en salvaguarda de los intereses del sector estudiantil secundario, implementar la creación de un boleto especial, que regirá de lunes a viernes".
El día 12, el intendente Juan Brun y el secre­tario de gobierno interino Ezequiel Zuloaga habían firmado el decreto 4193 con base en la ordenanza aprobada en la sesión ordinaria Nro. 4 del Con­cejo Deliberante. La novedad en el nuevo decreto era la fijación de un BES con valor único de dos pesos para todos el recorrido. Los artículos segundo y quinto creaban la figura de "tarifas planas", no sólo para el BES sino también para el boleto general. La eliminación de las secciones se había conseguido luego de quince días de deliberaciones entre los bloques del FREJULI y la UCR, coordinados por la titular del Concejo Municipal, Berta Centinari de Heredia.
El día 13, Juan Carlos Schiff informó a la prensa que el Ejecutivo bonaerense había "tenido en cuenta a los trabajadores y a los sectores populares" al sancionar medidas que no consideraban el kilometra­je recorrido para la fijación del precio de los bole­tos, en las líneas de transporte urbanas y suburba­nas. El 16 quedó reglamentado el BES, cuando Schiff firmó la disposición 9943 que regulaba su uso: cesa­ría el último día del año escolar 1975 pero "en los años sucesivos regirá desde el comienzo al fin del pe­ríodo lectivo". El Director de Transportes no supo adivinar el futuro. Berta Centinari de Heredia tam­poco: el 22 de octubre firmó la ordenanza 4228 por la que el Concejo Deliberante comunicaba al intendente Brun que se ampliaba el beneficio del boleto estudiantil a los acompañantes de los alum­nos de escuelas diferenciadas. Aún no se había dis­puesto la extensión a los colegios del área privada, mayoritariamente religiosos.
A caballo de la crisis económica, las modifica­ciones no tardaron en llegar. En los seis primeros meses del año, el déficit fiscal se había incrementado un 149 por ciento; la desocupación alcanzaba el 6 por ciento. Una doble devaluación en setiembre: 3 por ciento el día 16 y 2 por ciento sobre el epí­logo del mes.6 En octubre se produjo un reajuste tarifario que elevó el precio del BES. Pero aún no estaba en juego la supervivencia de la conquista es­tudiantil.


Alguien anda por ahí

Nueve días antes de la movilización de los secun­darios platenses del 5 de setiembre, Jorge Rafael Videla remplazaba al teniente general Alberto Numa Laplane como comandante en jefe del Ejército. El viernes 4, Roberto Viola era nombrado jefe del Estado Mayor; el sábado 6, Ramón Díaz Bessone asumía como comandante del II Cuerpo y Luciano Benjamín Menéndez del III Cuerpo. Carlos Guiller­mo Suárez Mason, en esa época, sostenía frecuentes entrevistas con el rector de la Universidad de Bahía Blanca, Alberto Remus Tetu. En el encuentro proto­colar con Isabel Martínez, en conjunto con el coman­dante en jefe de la Armada, Emilio Eduardo Massera, y el comandante general de la Aeronáutica, Héctor Luis Fautario, Videla se declaró "un profesional integrado".7
La trilogía para el futuro se completaba en di­ciembre, cuando el brigadier Ramón Agosti despidió a su antecesor. El mayor mérito de Fautario había sido guardar silencio ante las pugnas internas del peronismo y ante los planes de Osinde y López Rega para el puente 12. "Miró hacia arriba", cuando le correspondía la custodia del aeropuerto de Ezeiza en la mañana del 20 de junio del ‘73.8 En diciembre del ‘75, los hombres del golpe estaban en sus puestos.
La movilización de los secundarios había cedido en los últimos meses del año. Tomaron sus vacaciones con el BES en el bolsillo. Francisco López Muntaner viajó con su familia a Pinamar, en carpas y con su equipo completo de pesca. María Claudia Falcone a San Clemente del Tuyú, y después a Mar del Plata con sus padres. Horacio Úngaro permaneció en la ciudad y Daniel Racero partió con su familia hacia Punta Alta. María Clara Ciocchini se instaló en La Plata. Bahía Blanca, de donde venía, se había transfor­mado en un laberinto poblado de bandas paramilitares. Por la difícil situación económica de sus padres, Claudio de Acha trabajó durante el verano, primero en una fábrica de fideos y después en una imprenta. En su casa repetía que nunca sería un hombre prácti­co porque no sabía siquiera conectar una garrafa de gas.
Los primeros días de enero, Pablo Díaz partió para Bariloche con un amigo. Viajaron a dedo hasta el barrio de oficiales del Ejército, en San Carlos, donde vivía uno de sus primos. Una noche, éste le preguntó si había "mucho lío en La Plata".
—En La Plata no pasa nada —contestó Pablo. Su amigo se reía detrás de un mate.
Después de veinte días siguieron viaje hacia el lago Mascardi y se encontraron con una delegación del Nacional. Antes de continuar con el periplo hablaron con ellos sobre la situación política. Recor­daron las anécdotas de la lucha por el BES y pensaron en la importancia de continuar unidos para que se reabrieran los centros y volviera a funcionar la Coor­dinadora.
Mientras vagaban bajo el cielo despejado de los bos­ques del sur, evaluaron que el golpe era una amenaza cierta,
—Me parece que Isabel no pasa de mayo —comentó un compañero del Nacional.
Era un optimista.

El invierno más perverso






"Yo era el rey de este lugar,
hasta que un día llegaron ellos.
Gente brutal, sin corazón,
que destruyó el mundo nuestro ".
Charly Garcia - Sui Generis

Ruido de botas

Cuando el 24 de marzo de 1976 el helicóptero que llevaba a la destituida Isabel Martínez comenzaba a separarse de la Casa Rosada, a lo largo del país se estaba produciendo la ocupación militar de los edifi­cios gubernamentales, organismos públicos y emiso­ras. La perfecta coordinación de las fuerzas del Ejér­cito, la Marina y la Fuerza Aérea desnudaban una pro­gramación minuciosa de meses, tal vez de más de un año.
En ese plan, la provincia de Buenos Aires estaba considerada el objetivo principal de la "guerra contra la subversión apátrida". Las directivas que la cúpula tenía dispuestas para dominar ese territorio decisivo, si bien eran similares a las que se aplicarían en otras zonas, profundizaban una característica: la permisivi­dad de los métodos a utilizar sólo quedaba limitada por "el criterio del Comandante del área". Restaba colocar en los puestos claves a hombres que subordi­naran sus escrúpulos a las órdenes.
A las 2.30 de la madrugada, una compañía del Re­gimiento 7o, pertrechada para campaña, rodeó las manzanas de las calles 5 y 6, entre 51 y 53, en La Plata. La ciudad presentaba un aspecto inusual, con un reducido tránsito de vehículos y peatones. El silencio acentuaba la sensación de que se vivían circuns­tancias excepcionales.
Flanqueado por un pelotón, el coronel Roberto Leopoldo Roualdes subió las amplias escalinatas del edificio del Ejecutivo provincial. Al llegar al descanso, donde la escalera se bifurca en dos alas, eligió sin ti­tubear la derecha para acceder al primer piso hasta el despacho del gobernador. No necesitó golpear la puer­ta que estaba abierta. Lo esperaban.
El gobernador Victorio Calabró no sólo sospecha­ba —como sus colegas de las demás provincias— la in­minencia del golpe militar. Contando con una precisa información (de la que carecía la misma Presidente), originada en su estrecha relación con los uniformes y su identificación con la ideología de los sublevados, Calabró había regresado al palacio de gobierno cerca de la medianoche, a la espera de su sucesor.
A las 3, el jeep cinematográfico de los conquista­dores modernos ingresó por la explanada trasera. Con gesto adusto, el general Adolfo Sigwald se encaminó hacia el ascensor privado.
La ceremonia de trasmisión del mando fue breve: media hora. Victorio Calabró se convirtió en el único gobernador constitucional que legalizó la sedición con la entrega formal del poder. Aunque la prensa no fue admitida, se filtraron algunos párrafos del sumario discurso de Sigwald: "Después de una dramática espe­ra, las Fuerzas Armadas han resuelto interrumpir el orden institucional porque aspiran a jerarquizar el país que soñaron nuestros mayores".
Inmediatamente, el interventor militar y el gober­nador depuesto-renunciante se reunieron a solas. La conversación se centró en la lucha frontal contra la izquierda, peronista y marxista; los activistas en la universidad y los colegios; la colaboración de la CNU en las tareas de represión. Calabró y Sigwald se suce­dían armoniosamente.
El coronel Roberto Roualdes entró al despacho del ministro de Gobierno de la provincia y se sentó al amplio escritorio: sería su dominio durante catorce días. Su ordenanza se apresuró a encender el velador de trabajo que pintó nuevos tonos en la sobria boisserie de las paredes. Roualdes caminó hasta la ventana con vista a la calle 53 y observó: sólo sus soldados en vigilia. Había refrescado mucho y sintió frío. Se preguntó si la calefacción funcionaría bien en el edificio. El otoño sería áspero con la ciudad, y el invierno, especialmente cruel.

MARÍA CLARA

Tenía diecisiete años cuando bajó en la estación de La Plata acompañada de su guitarra, un bolso con lo necesario (no pensaba mudarse definitivamente), y sus tres hermanas: Ana, Claudia y María Eugenia. Durante el viaje no cruzó más de tres frases con su madre, Elda Suárez, porque la había obligado a salir de Bahía Blanca casi a los empujones. También su padre, Héctor Ciocchini ("choquini", como María Clara corregiría después a sus carceleros) le había dado un ultimátum. Si para ella no había sido fácil abandonar el territorio de su primera conciencia, para la familia tampoco. A la inversa, recorrían el camino de diecinueve años antes.


Allá en el sur

Los Ciocchini emigraron de La Plata hacia Bahía Blanca luego de la fundación de la Universidad del Sur en 1956. No habían querido ejercer el profesorado en Letras durante los años del gobierno peronista. Allí se instalaron en el barrio universitario, rodeados de un enorme potrero, y Héctor comenzó su carrera como profesor.
María Clara nació en un otoño tenue, el 21 de abril, y hasta que fue al jardín de infantes tuvo dos grandes diversiones: revolcarse en el barro del potrero y golpear las puertas de los vecinos para "reclamar" galletitas y caramelos. Era vital y poco reflexiva, según la madre, "una rubia divina, la más expansiva de mis hijas".


María Clara Ciocchini, 17 años (1975)

La casa, pensada para estudiantes, era incómoda para una familia numerosa. María Clara tenía diez años cuando se mudaron al centro, y en los pasillos del nuevo departamento sustituyó el barro por las baldosas, para hacer gimnasia. Después estudió guita­rra y danza moderna, pero del baile se aburrió.
Cuando ingresó al Normal, ya le gustaba cantar con su guitarra frente al espejo, incursionar en Espe­leología porque le interesaban las cavernas y los dinosaurios, confirmar que no estaba tan gorda para coquetear en los bailes, y romperle las reuniones políticas a sus hermanas porque "no debía", y quería, enterarse de lo que se hablaba. Estaba saliendo de la infancia cuando la juventud universitaria de Bahía Blanca comenzaba a participar en las manifestaciones antidictatoriales de ese año.
Entonces se alistó como girl-scout en La Pequeña Obra de Bahía Blanca, con un grupo de monjas tercermundistas que recogían el mensaje del Concilio Vaticano II, y organizaban actividades de apoyo educacional y sanitario en las villas y los barrios pobres. Con ellas fue de campamento a Córdoba, bajo el estandarte de las "Guías de Santa Juana de Arco", en su primera experiencia "mundana". Con estas compañeras de aventuras tenía en común la admiración por el Che y el "cura guerrillero" Camilo Torres, la pasión por el folclore y el rock nacional, y la poesía latinoamericana, especialmente por Pablo Neruda y Juan Gelman. Y la vocación por los pobres, aunque no quería ser monja sino médica.
Entró en la UES, como muchos de sus compañe­ros a partir de su formación cristiana, en el ‘73, sin la bendición de su padre. "Pero, papi, no hay ninguna diferencia entre lo que hago como cristiana sincera para ayudar a la gente y lo que se hace como peronista", le explicaba sin convencerlo. La veían levantarse de madrugada para pintar consignas termi­nantes: "Perón o muerte. ¡Viva la Patria!" o "Libres o muertos, jamás esclavos", y llegar muy tarde en la noche después de las reuniones en el barrio marginal Sánchez Elía, donde habían "adoptado" a una madre soltera y a su hija. Le pintaban la casa, cocinaban, le enseñaban a leer y a escribir, y después del trabajo María Clara cantaba, como cantaría siempre luego de las reuniones de los secundarios, de las asambleas estudiantiles en el Parque de Mayo. Y en el Pozo de Banfield.
Durante el ‘74 cuando asumió la responsabilidad del equipo de la UES en el Normal, la "Misión Ivanissevich" ya había entrado del brazo de Remus Tetu. Después del 1o de Mayo, cuando Perón endureció su discurso contra la juventud peronista, particular­mente contra Montoneros, se la escuchaba decir: "Qué desastre, mirá lo que nos hizo el viejo", con una mezcla de decepción e incredulidad. Empezarían a ser las víctimas de la derecha peronista, las pequeñas y fáciles víctimas de las bandas de las AAA. Pero siguió en la militancia secundaria, "testaruda", según su padre, aunque sus hermanas ya comenzaban a tomar distancia, preocupadas por una violencia que acumulaba muertos del campo popular. Se sucedían los asesinatos políticos "pero los pobres siguen existiendo". Ese era el argumento de María Clara ante sus padres.


Emigrar o morir

Hasta que a mediados de noviembre del ‘75, mientras su padre estaba en Buenos Aires, su madre revisó la situación.
—Le dije que así no podíamos seguir. El ambiente de Bahía Blanca era terrible porque es una ciudad muy conservadora donde estaba muy mal vista la política que hacían los chicos. Había empezado a actuar la AAA y los custodios de Remus Tetu eran verdaderos fascinerosos. En noviembre se llevaron a un chico amigo de ella, estudiante de ingeniería, que apareció colgado de un puente con más de cien bala­zos, como una estatua de lo que podía pasarle a cual­quiera. María Eugenia me dijo: Mamá, yo no me quedo un día más en casa; pero había que convencerla a María Clara. Una de esas noches fuimos a dormir todos fuera de casa. Yo estuve en lo de una vecina, pero a la mañana siguiente vino el portero y me preguntó dónde me había metido porque en la madrugada habían venido a buscar a María Clara. Describió a los hombres de esa patota como monstruos, parecidos a los que habían secuestrado al estudiante de ingenie­ría. Me pregunté: ¿en qué anda esta criatura para que fascinerosos como ésos se la quieran llevar, si es la menor, la más chiquita...? No puede ser, me dije, si ni siquiera terminó el secundario, no puede ser que haga nada malo. Entonces traté de explicarle que yo sólo quería que defendiera su vida, no que traicionara, que cuidara su vida para seguir luchando. ¿Pude convencerla...?

María Clara tardó en ceder. Estaba de mal humor porque le parecía que desertaba de la lucha, que traicionaba sus compromisos. El último 22 de agosto, en la manifestación recordatoria de Trelew, habían detenido a dos de los mejores chicos de la UES. Ella era la encargada de mantener el contacto con la cárcel, de no abandonarlos, y enviarles la correspon­dencia en papel muy delgado o en servilletas dentro de los paquetes de cigarrillos. Sufría porque tenía que separarse de Cecilia "Lauchita" Larrañaga, su compañera del alma, con la que había compartido la escuela, la política, y el secreto de su amor imposi­ble: en esos meses se había enamorado del profesor de matemáticas. "Ciegamente", como le decía "Lau­chita", porque se quitaba los anteojos para coquetearle pero no veía "ni una vaca a dos centímetros". No se enojaba; desde los bailes de primer año de la secunda­ria le decían "la cieguita" y con ese apodo había transitado la militancia.
A fines de noviembre la situación familiar empeoró. Ya no había lugares donde dormir ni esconderse. Las puertas se entornaban por el miedo. Su madre le exi­gió una decisión.
—O te vas con nosotros o no sabemos lo que nos puede pasar.
—Primero lo tengo que consultar —le contestó.
—¿Con quién? —Le molestó ser la segunda en un asunto tan grave.
—Con mis compañeros.
Se despidió de "Lauchita" con bronca y amargura porque sentía que había perdido la batalla. Le pidió que "tomara su posta" y que "nunca aflojara". En el cinturón que aún conserva una de sus compañeras de quinto año, escribió: "Aunque no hayamos con­cluido nuestra misión dentro del colegio, sabemos que en la nueva etapa hay mucho que hacer y mejorar".
Viajaron hacia La Plata a mediados de diciembre del ‘75 para instalarse en la casa de sus abuelos mater­nos. En enero del ‘76 les allanaban el departamento de Bahía Blanca. Decidieron olvidarse del sur por un tiempo.
María Clara deambuló por la casa de la calle 63, triste. Hasta que en marzo conoció a sus nuevos com­pañeros de la UES.



Tiempo de orden


El denominado Proceso fue cubriendo los cargos gubernamentales con la celeridad que requería su in­tención de "restablecer el orden".
El nuevo intendente de La Plata, capitán de navío Oscar Macellari, se hizo cargo del gobierno municipal el 28 de marzo. Esa mañana, el diario local "El Día" lo había saludado desde la columna "El país" firmada por José del Río: "Tiempo de gobernar", anunciaba el entusiasmado apologista del flamante régimen.
El día 29 de marzo asumió como presidente Jorge Rafael Videla. La adusta ceremonia coincidía con la reiniciación de las clases en todas las escuelas secunda­rias del país. También en la Universidad Nacional de La Plata, donde ejercería el rectorado el capitán de navío Eduardo Luis Saccone.
Como ministro de Educación fue designado el profesor Ricardo Pedro Bruera. Junto con Martínez de Hoz, los únicos civiles en el gabinete. Ya durante los gobiernos de facto de Levingston y Lanusse, Brue­ra había desempeñado idéntica función en la provin­cia de Santa Fe. La línea de su gestión era predecible: se centralizaría en los estudiantes secundarios. Según su diagnóstico: "La crisis se manifiesta en toda su crudeza en los problemas que surgen al nivel de la en­señanza media". Pero llegaba con soluciones: "Las respuestas residen en una concepción política global sobre el destino nacional".
El diario platense "El Día" acumulaba su apoyo. El 4 de abril, José del Río reiteraba: "Se inicia la mar­cha". Al mismo tiempo, el director del periódico ex­ponía en la reunión de la SIP en Aruba sobre "la gra­ve situación soportada por la prensa" durante el go­bierno de Isabel y las perspectivas favorables con el gobierno militar. El optimismo del liberal Raúl Kraiselburd se sustentaba en la censura más rigurosa impuesta al periodismo argentino en décadas.
El 8 de abril, Adolfo Sigwald entregaba la gober­nación de Buenos Aires a su camarada Ibérico Saint Jean. Acompañando al nuevo general asumió la ma­yor parte de su gabinete. Jaime L. Smart en Gobierno reemplazando al coronel Roualdes.
El ministerio de Educación se mantenía vacante: el Dr. Joseba Kelmendi de Ustarán, nuevo titular de Bienestar Social, desempeñaría el cargo como interino relevando al coronel Risso Patrón, que estaba al fren­te desde que el 24 de marzo ocupara militarmente el edificio del ministerio. Pero el nombramiento definiti­vo no se hizo esperar. El 12 de abril fue anunciado que el general Ovidio Solari se haría cargo de la carte­ra. En el gabinete de Saint Jean, cuyos miembros eran casi todos civiles, la presencia de un militar en Educa­ción confirmaba la importancia asignada al área en el operativo de represión.
Desde la misma primera plana que "El Día" asig­naba a la noticia del nombramiento de Solari, el mi­nistro Martínez de Hoz declamaba su confianza en la libertad de comercio: "Los empresarios tendrán la responsabilidad de los precios". En la misma página, algo más abajo, recibía una respuesta inmediata: "Au­mentan los medicamentos un 20 % ".
Aunque no todas eran malas noticias: trescientas mil personas habían concurrido a la Feria del Libro. Una exposición del libro donde cientos de libros te­nían prohibido el acceso.
Mientras juraba Solari el 13 de abril, su par nacio­nal estaba grabando un mensaje que emitiría por la noche la red de radiodifusión. "Se restaurará el orden en la educación", aseguró el ministro Ricardo Bruera. Incluso anunció las medidas que se dispondrían para alcanzar ese objetivo: "Si por desviaciones eventuales llegase a ser necesario —en resguardo del bien común— serán separados los alumnos los docentes e, incluso, los establecimientos".
El capitán de navío Eduardo Saccone, rector de la Universidad de La Plata, coincidía con los conceptos de su superior. En cuanto al general Solari, hubiera firmado cada línea pronunciada por su colega.
Los estudiantes secundarios de La Plata que con­currían al Colegio Nacional "Rafael Hernández", al Bachillerato de Bellas Artes "Prof. Francisco Américo de Santo" (ambos dependientes de la Universidad Na­cional de La Plata), a la Escuela de Enseñanza Media N° 2 "España" (de la provincia), y a la Escuela Nacio­nal Normal N° 3 "Almafuerte" (de la nación), podían considerarse afortunados: quienes los regían desde los cargos más altos buscaban "el bien común".
Aunque algunos chicos que estaban concurriendo a esos colegios estaban lejos de sospechar que pocos meses más tarde, por esas "desviaciones eventuales", serían drásticamente "separados".




MARÍA CLAUDIA


Para Jorge Ademar Falcone aún no habían cicatri­zado las penas de la Libertadora cuando en la noche del 16 de agosto del ‘60 nació María Claudia. Jorge, de siete años, esperaba impaciente la llegada de su hermana a la casa de la calle 8. Primer subsecretario de Salud Pública e intendente de La Plata entre el ‘49 y ‘50, y senador provincial hasta la muerte de Eva Perón, Falcone fue detenido y condenado a muerte por su participación en el alzamiento del general Juan José Valle. Indultado tres meses después por una orden "sorpresiva", debió atemperar su pasión por la política aunque la derivó al ejercicio de la me­dicina y a la escultura. Nelva Méndez, su mujer, era maestra de la escuela N° 55 en las afueras de la ciudad y lo acompañó en los días opacos del exilio interior. Él le trasmitió a sus hijos el amor por la plástica y Nelva la preocupación por los otros: les contaba la dificultad de enseñar a escribir a quienes no tenían qué comer.
La resistencia peronista había dejado atrás la experiencia frustrada de guerrilla rural de "Uturuncos" y entraba en la etapa del programa cegetista de Huerta Grande del ‘62, cuando María Claudia jugaba con un amiguito extraterrestre que le prometía pro­tegerla contra todos los males. Su hermano Jorge, a escondidas, se disfrazaba con un piloto de capa y una careta de gitana de los carnavales platenses, y detrás de un vidrio asumía el personaje de "Zota". Cuando aparecía, ella le explicaba como era su vida en la tierra. "Nosotros somos cuatro y mi mamá es maestra y mi papá doctor, comemos churrascos con ensalada y papas fritas y bizcochitos. ¿Por qué tardás tanto en venir de nuevo?"

María Claudia Falcone, 16 años (1976)

Por un largo tiempo no supo que su hermano era el marciano bueno, y aturdió a la familia con sus en­cuentros cercanos del tercer tipo. Sus padres jamás apagaron su fantasía, preludio de la utopía. Pero, en el marco de la realidad, la inscribieron en el jardín de infantes del Normal N° 2. Jorge protestó. Se estaban divirtiendo con sus códigos. Desde las primeras aventuras habían aprendido a decir "Picoque", cruzando los dedos y cerrando los ojos con fuerza, cuando estaban en peligro.
Creció entre la magia y la política. Y cuando la premiaron como la "mejor compañera" tenía once años, leía Cuentos para Verónica, miraba de reojo al vecinito que rondaba en bicicleta por la cuadra y pensaba en la nacionalización del nombre de la perra.


¿Igual que Evita?

Jorge ya tenía novia y había terminado el bachi­llerato de Bellas Artes el día que convinieron que, después de Trelew y "en plena lucha contra la dic­tadura y la oligarquía", la perra no podía llamarse Darling. Era una vergüenza para los Falcone.
El rito de nacionalización fue violento. Darling se resistía atrincherada en su cucha de madera a que se le cambiara la identidad. Claudia intentaba alejarla tirando de una cuerda atada a su pata mientras Jorge preparaba la pintura de bautismo. En el force­jeo ganaron los cruzados antiimperialistas y la perra terminó acurrucada debajo de una silla, aullando, mientras en su cucha se consumaba la purificación: "Viva la Madre María", "Boca corazón", "Carlitos cada día canta mejor", "Viva Perón y Ceferino Namuncurá", pintaron inspirados.
—Y a ella, ¿cómo le ponemos?, —preguntó Jorge.
—Se me ocurre que Coqui o Coquita, —dijo Clau­dia.
—Coquita es mejor, ¿no?
—Sí, con lo que le gustan los coquitos del pan le va a quedar rebién.

Antes que la perra se acostumbrara a su nuevo nombre, en el ‘73, Claudia ingresó al Bellas Artes. Fue elegida delegada de su curso en primer año, mientras leía El son entero, aprendía de memoria los versos de Mario Benedetti, Letras de emergencia "para un país en emergencia", como decía, y garaba­teaba al ritmo del songorocosongo las siglas de la UES.
Si su hermano estudiaba arte, su padre era escul­tor, su madre maestra y su abuelo Delfor poeta, sería peronista y artista. Frente al espejo intentaba des­cubrirse parecida a Evita. Tenían en común, pensaba, el pelo lacio, rubio ceniza oscuro. También el fastidio visceral por la injusticia y la pobreza. Sus ojos celestes, transparentes, comenzaban a trascender su cuarto cálido. "No puede ser que la gente se muera de ham­bre y encima no tenga donde curarse gratis y bien".
Transformó su casa en un albergue contra el hambre. Su madre se acostumbró a que los mediodías llegara acompañada..
—A esta casa siempre venía algún chico a tomar la leche o a comer. Como tenían doble escolaridad, Claudia traía a los compañeros que vivían lejos. Aparecía en la puerta con una sonrisa pícara y me decía: mamá, te presento a fulanita que vive en City Bell o en Los Hornos, ¿puede quedarse a comer?
Si el pan no era suficiente, compartía la ropa.
—Un día la veo a Fabiana, una de sus amigas íntimas, con una blusa igual a la que le había com­prado hacía poco. A la noche le pregunto si Fabiana tenía una igual o era la suya. Por supuesto, era la suya. Así con todo. Prestaba pullóveres, sacos, de repente aparecía con un poncho porque el tapado se lo había dado a alguien que no tenía abrigo.
A los trece, se enamoró de Roberto. Se sentaban en el pasillo de la casa construida en los ‘40, ampara­dos por la penumbra fresca de los corredores con techos altos. Compartían Los Beatles, Sui Generis, acurrucados en nostalgias jóvenes. Roberto le hablaba por teléfono todos los días y la esperaba en la puerta para acompañarla al colegio. En la primavera, la besó en el zaguán. Jorge lo echó, dijo que era un muchacho gritón e infantil, poco para su hermana. Pensó que tenía derechos por haberla iniciado en la política, en la magia de Brecht, en la rabia progresiva de La ciudad y los perros, en la rayuela latinoamericana de Mi planta de naranja lima. Y originó una correspon­dencia clandestina, una tristeza oteliana, arrinconada en el imaginario prohibido. Claudia aceptó romper con Roberto, pero dejó constancia en sus cuadernos de su amor contrariado. Escribió en inglés su mensaje de despedida: "Yo ciertamente te amo, Roberto. Mucha suerte para nosotros. Por favor. Clau". Después se vengó disfrazándose con una peluca negra, como Morticia, tal vez porque veía a su familia como "Los locos Adams".
Por el ‘73 colaboró con la UES en las tareas de sanidad y de apoyo escolar en las villas y barrios pobres. En el ambiente creado por la consigna de "Reconstrucción Nacional" descubría su parecido con Juana Azurduy. "Quiero la liberación nacional, la justicia social, la segunda y definitiva independencia", resumía en las extensas charlas con su hermano sobre la situación del país. Jorge percibía que estaba frente a "una mujercita que se las traía", con un sentido precoz del deber y cierta ingenuidad que la desprotegía. Era la que mejor manejaba la ironía y los crayones en las paredes del Bellas Artes para pintar contra López Rega, la "Misión Ivanissevich" y los preceptores-delatores del CNU.


"Zota" no se rinde

En las sobremesas familiares se hablaba de la derechización del gobierno de Isabel Martínez. Su padre se alistó en el Peronismo Auténtico, que lideraban Bidegain y Obregón Cano, y Jorge continuó en la JP. Claudia escuchaba atentamente las discusiones y aunque percibía aún no claramente que el barco tambaleaba, se mantenía orgullosa de su militancia secundaria, de integrar el equipo de la UES del colegio. Continuó representando a su curso como delegada estudiantil.
Se desesperaba por la persecución a algunos compañeros y la expulsión de los profesores más progresistas del colegio. Entonces se encerraba los fines de semana para diseñar volantes o carteles, mientras escuchaba la banda sonora, una y otra vez, de El camino hacia la muerte del viejo Reales. "Me emociona la epopeya de la gente del interior pero me da bronca la resignación", le comentaba a Jorge mientras pasaba el disco.
Iba al Teatro Argentino a ver buen ballet o a las peñas con guitarreada hasta la madrugada. Y se pin­taba muy pocas veces los párpados, a veces para co­quetearle al viento, a veces a los chicos del Nacional.
En la primavera del ‘75, mientras participaba de la campaña por el boleto secundario, retomó con Jorge la idea de ilustrar los sobresaltos de la época, con el cristal de la ironía que era la característica familiar. Al loro abogado y al caballo "Paisano" les sucedió: "Subdesarrollo Comics presenta: La revolución fallida de dos mulatos Mulé". Eran unas historietas sobre las desventuras de dos negritos que vivían solos en la Isla Mulé bajo la tiranía de "Anas­tasio Garaztazú Rojas" (los hermanos asociaban Nicaragua, Brasil y la Plaza de Mayo bombardeada en el ‘55), y luchaban con métodos desesperados, desde el suicidio "en masa" hasta el sabotaje, siempre fallidos.
Para Jorge ese comic también representaba el carácter fallido de la revolución por la que se venía lu­chando desde el Cordobazo. Se había tornado cuidado­so después de los secuestros de sus mejores compañe­ros por la AAA. Por primera vez sentía la necesidad de recomendar a Claudia que fuera despacio, que pasara los escalones de a uno para no caerse. Tenía miedo de que sus advertencias los distanciaran, pero no fue así, en ese verano del ‘76 por lo menos. Vol­verían sobre el tema con otros tonos y menos coin­cidencias. Desde Mar del Plata, Claudia le escribió con el amor "compinche" de siempre:
¿Comantalevú? Está de más decirte que el viaje fue excesivamente calcinante con las clásicas ilusiones ópticas que te hacen ver la ruta mojada. Mar del Plata está decadente, misiadura, frío y más misiadura. No hemos podido meter un mísero callo en el "pro­celoso". Extraño tremendamente la ciudad de las diagonales. ¡Qué suerte pa’ la desgracia! La primera anécdota reconfortante fue protagonizada por mami, por supuesto. Hete aquí que yo me hallaba disfru­tando de un baño calentito digamos, mami irrumpió desesperadamente y al apoyar sus voluminosas sentaderas en el bidet para higienizarse, emergió un chorro de agua hirviendo que hizo que ésta se quemara tremendamente el culo y saliera gritando: ¡Me quemé el culo como un pollo! ¡Como un pollo! En fin, son cosas que pasan. Hablando de nuestro pelado progenitor: no hace más que tomar mate amargo con el hotelero, dormir la siesta y hacer extensos monólogos sobre el fenómeno de Mar del Plata. ¿Cómo van las cosas por nuestra casita? ¿Algún electrocutado acaso? Tengo un montón de cosas que charlar y contarles. Pronto verán mi rostro con "Sapolán" en vuestra puerta, con una sonrisa de oreja a oreja y una docena de Havanna. Supongo que mami te va a mandar algunas líneas más. No te escribo más porque sino la carta no llega. Un beso de esos que llegan a doler para vos y un beso tipo ventosa para Clau. Salutti a tutti.
A fines de marzo, Claudia conoció a María Clara Ciocchini. Juntas percibían el círculo de terror que comenzaba a ceñir la ciudad amenazando a sus fami­lias y a sus compañeros. En la primera semana de abril desaparecieron varios chicos del Bellas Artes. Claudia estaba preocupada: el recurso del "Picoque" de su infancia no servía para conjurar estos peligros. Se mudó a la casa de su tía abuela paterna, "Tata" en la jerga familiar, y a partir de ese momento su nueva casa cambió de cara invadida por los chicos de la UES.
El doctor Falcone sabía que las cosas estaban "más bravas que nunca". Tenía memoria. Esta vez los golpistas no se detendrían hasta exterminar al último opositor. Una tarde decidió invitar a Claudia a dar un paseo en auto. ¿Cómo le pediría después de tantos años de educarla en la lucha, en la lealtad, en la necesidad de justicia social, que diera un paso al costado?
Para ambos sería difícil. Claudia sabía cuál era el tema.
—Nena, las cosas están bastante mal, ya te lo dijo Jorge. ¿No te das cuenta? Yo no te pido que dejes de colaborar con tus compañeros pero tenés que ser más prudente. No se pueden regalar así, por Dios.
—No me digas eso papi. Yo me cuido, pero qué querés que haga. ¿Querés que me borre justo ahora que la cosa está dura? Así es fácil hablar de justi­cia...
—Hija, no te estoy pidiendo que te borres ni que traiciones. Tu mami y yo sólo queremos que te cuides, que no te pase nada.
—Papá, por favor, pará el coche que me bajo.
—¿Adónde vas?
—Pará, papá, tengo ganas de caminar sola. Dale, dejáme.
Obedeció, amargado. No la había convencido aunque conservaba alguna esperanza de que reflexio­nara. Vio como se perdía con pasos rápidos por la calle 5.
Esa noche, cuando llegó a su casa, la encontró pensativa, recostada sobre su cama. Se había quedado a cenar antes de regresar a lo de “Tata”.
—¿Pensaste en lo que hablamos hoy?, le pregun­tó con miedo.
Claudia lo abrazó, evadiéndose.
—No, en serio, nena, ¿qué pensaste?
—Que "Zota" no se rinde, papá.



Prohibido permitir


El general de brigada (R) Ovidio Jesús Antonio Solari había tenido una carrera militar extensa y di­versificada. Egresado del arma de infantería, el Ejér­cito lo envió a Estados Unidos donde estudió adminis­tración de empresas. Se había graduado, también, en ingeniería química. Director de Producción de Fabri­caciones Militares, y director de la Escuela Superior Técnica del Ejército, durante la dictadura de Onganía había ejercido como presidente del Consejo Nacional de Educación Técnica. Solari aceptó su designación como ministro de Educación de la provincia de Bue­nos Aires considerándolo un verdadero destino mili­tar en tiempos de guerra. Había enemigos, diversas clases de armas, un campo de batalla y un objetivo. El general asumió su cargo el 13 de abril de 1976 con una precisa decisión sobre cómo imponer su autoridad.
El coche del ministro llegó al estacionamiento del edificio de la calle 13 entre 56 y 57 a gran velocidad, precedido por otro de custodia que le abría paso imperativamente. Solari descendió ágilmente del vehícu­lo, alto y atlético.
Recorrió minuciosamente su despacho. El cuadro de San Martín detrás del escritorio, y el de Sarmiento —de cuerpo entero— sobre una pared lateral. Observó sólo un instante por el ventanal a la calle 56 y luego alzó la vista hasta el celeste-pastel del techo. Se apol­tronó en el cómodo sillón y examinó el cuarto, hasta reparar en la mesita de los teléfonos al alcance de su mano. Extrajo despaciosamente, entonces, su pistola de la sobaquera y la colocó junto al intercomunicador; ese sería su lugar, cualquiera fuera el visitante que recibiera.
Al día siguiente, Solari ordenó retirar los picapor­tes del lado exterior de su despacho. Quien quisiera ingresar debería anunciarse golpeando la puerta según la contraseña diaria. Para mayor precaución, el minis­tro lo recibiría con el arma en la mano.
El general Ovidio Solari estaba convencido de que la desidia y la pereza eran las características principa­les del personal del Ministerio. Una de sus primeras medidas fue prohibir el tránsito por los pasillos del edificio sin autorización expresa de los jefes de ofici­na, incluso para ir a los baños. La directiva N° 001 del 14 de abril adquirió mayor dureza con la N° 010: "Se ha observado personal conversando en los pasillos y otras dependencias de esta Secretaría de Estado: en lo sucesivo no será tolerado. Prohíbense en las ofici­nas las reuniones y conversaciones que no se relacio­nen con trabajo".
Aunque su secretaria Perla Peluffo sabía acompa­ñar a Solari, quienes mejor lo secundaban eran Edith de Dunrauff, a quien nombró subsecretaría de Educa­ción, y el director de Personal Enrique Rodríguez, lla­mado por algunos "el monje negro".
Las directivas que el general Ovidio Solari fue emitiendo —como verdaderos bandos de guerra— po­drían conformar la "Antología de la represión en la educación". Esos documentos son más reveladores so­bre la política instrumentada en aquel período que todo un extenso análisis.
La N° 008 (5.8.76) nació de la impaciencia del militar: "Habiéndose observado una marcada demora en la tramitación de los expedientes, llegándose en al­gunos casos a abusos que en lo sucesivo no serán tole­rados por el suscripto, (...) se establece que toda aque­lla tramitación o informe recabado por el suscripto deberá ser evacuado en el término de cuarenta y ocho (48) horas".
Por la N° 012 del 5 de octubre de 1976 se limita­ba "el acceso a los establecimientos escolares de pu­blicaciones y material formativo e informativo". Podrían ingresar exclusivamente aquellos que fomenta­ran "el amor a Dios, el concepto de Patria, y el respe­to a la familia y a la autoridad". Los docentes que no se ajustaran a esta disposición se considerarían "com­prendidos en la comisión de falta grave".
Ante algunas quejas de sus camaradas, Solari rati­ficó en la circular N° 025 el privilegio de los hijos de los militares: "Visto los numerosos casos planteados por miembros de las Fuerzas Armadas en los que se denuncian inconvenientes en la inscripción de sus hijos en establecimientos escolares dependientes de este Ministerio, se establece: (...) La concesión de va­cantes en los pases extendidos a los alumnos comprendidos en la presente (hijos de personal de las Fuerzas Armadas y de Seguridad) será prioritaria en todos los casos".
La circular que llevó las palmas fue, sin discusión la N° 011 del 23 de agosto de 1976. Con el funda­mento de controlar el acceso de personas a los esta­blecimientos educativos, Solari puntualizó con deli­rante precisión militar la nómina de autorizados. Se­gún el ministro, los maestros y profesores podían in­gresar, (art. 3-A); también los alumnos (art. 3-C).
La Escuela de Enseñanza Media N° 2 "España" —conocida como "La Legión"—, en su condición de instituto provincial debía regirse por estas disposicio­nes del general Solari. A esa escuela asistía, en 1976, Pablo Díaz.



PABLO

Hedda Caracoche y Benito Díaz tuvieron siete hijos: Graciela, Estela, Amalia, Cristina, Daniel, Pablo y Marisa. Cuando Pablo nació, el 26 de junio de 1958 en el Instituto Médico Platense, estaban terminando de construir la casa de la calle 10. Ella era maestra de escuela y él profesor de Historia y Geografía en el Nacional Rafael Hernández. La abuela "Cota" (Clotilde de Caracoche) vivía en una casa antigua de fondo amplio e higueras frondosas. Siempre decía que Pablo era un bebé "gordito y feo pero simpático".


Magia sí, polenta no

La mayor de las hermanas se encargó de cuidar a los tres menores, y se turnaba con Estela y Cristina para llevar a Pablo al colegio N° 33. Pero no le gustaba separarse de su casa y armaba escándalos descomunales. O sus hermanas se quedaban con él o no paraba de llorar. Perdió primer grado. En 1965 ya habían logrado convencerlo de que se quedara solo en clases y lo anotaron en el colegio N° 78. Como no le gustaba la polenta, robaba los paquetes y los escondía en su ropero. Le tomó cariño a la escuela tres años después. La polenta la odió toda su vida.
En los últimos años de la primaria fue escolta de la bandera. Probablemente su cambio tuvo a "Cota" como artífice porque se dedicaba a él como nadie en su familia. Pablo se había instalado en la casa de las higueras y de las plantas de jazmines. Por esa época le dio una súbita pasión por el ahorro: "Compráme muchas estampillas para la libreta de ahorros así cuando soy grande puedo tener una casa linda", le pedía a la abuela.
—Lo que más me impresionaba de "Cota" no era su manía de enjabonar las plantas de jazmines, sino el cuadro de Cristo, colgado sobre su cama demasiado ancha para la viudez, esa cara terrible y humana que me perseguía aunque ya no la viera.
Si a los seis años tenía ínfulas de explorador (se escapaba de su casa para relevar el barrio), a los ocho años quería volar. Subía y bajaba del techo hasta que se animó: voló con un paraguas desde dos metros. En la gesta se lastimó un tobillo, y la cola por los "chirlos" que le dieron. Cota tenía razón: "Pablito es muy comprador, pero qué travieso". El techo también le servía de escondite para escribir sus tempranas poesías.
Castillo forrado de amor
paredes fundidas de sol
ya solo guardas el recuerdo
de los años en flor
castillo del gran señor
despierta ahora con tu jardín de color.

Pablo Díaz, 18 años (1976)

Las ocultaba porque desconfiaba de los adultos que no querían volar. Ya sabía.
A los diez, le dio por la magia. La familia se habi­tuó a que la mayor parte de su tiempo lo pasara en la terraza, hablando con "los dioses del cielo". Les pre­guntaba si él tenía poderes, por qué estaba en la tierra y para qué. Los dioses, crueles (como los que conocería más tarde), no le contestaban. Se desesperaba y obser­vaba las estrellas, espiando cualquier movimiento que pareciera una respuesta. "Si tengo poderes manden una señal. Hagan llover, yo lo pido", ordenaba. Un día se aburrió.
Ya era fanático de Estudiantes cuando empezó a entender por qué sobre el escritorio de su padre había varios retratos de Rosas, acompañados por una pila de libros sobre Perón.


Los ecos de Octubre

Como vivía cerca de Plaza Italia donde se hacían las manifestaciones prohibidas del 17 de octubre, en cada aniversario participaba de la excitación del barrio. Junto a su padre se había interesado por el peronismo pero Rosas le resultaba lejano. El 17 de octubre del ‘70 (tenía doce años) recibió su bautismo político junto con su amigo Juan Diego Reales. Estaban char­lando en la puerta de su casa cuando vieron correr a varios muchachos perseguidos por la policía. Como si estuvieran mirando una película, observaron como los detenían, los tiraban contra la pared, llegaba el celular y se los llevaban esposados.
—Vamos a Plaza Italia a ver qué pasa, Juan.
—Seguro que hay otro acto de los peronistas, loco.
En el trayecto veían dispersarse a los manifestan­tes, protegerse detrás de los árboles o en los negocios y casas abiertas. Miraron con asombro como un grupo arrojaba una bomba molotov dentro de uno de los carros de asalto. La policía escapó de las llamas pero se reagrupó para responder con una descarga de bombas lacrimógenas. Los dos "exploradores" acabaron refugiados en un zaguán hasta que horas después la dueña de la casa les organizó la huida por los fondos.
Pablo volvió siempre a las manifestaciones que se hicieron en la plaza. Le había gustado la fuerza colectiva, la solidaridad que se generaba cuando cargaba la represión. La protesta llegaba a La Plata, ampliada desde el Cordobazo, incontenible desde que en 1971 se hablaba del retorno de Perón. La ciudad bullía de energía juvenil dispuesta a luchar por un país más justo.
La bronca de Pablo crecía a medida que miraba a su alrededor:

Campesino muerto hoy
por hambre y sudor
¿tú gritabas en la noche?
dónde está Dios?
Cansado solías curar heridas
señor y ¡Dios! repetías
mientras dolor había.
Un día de fiesta
tu hermano moría
pero a la noche
el señor reía.

Tardaría en reconciliarse con Dios.
Se alegró de que su padre no sólo coleccionara retratos de Rosas y libros sobre el peronismo sino también discos con obras de grandes poetas. Pablo Neruda, Rafael Alberti, Miguel Hernández, García Lorca y Antonio Machado fueron sus preferidos, y con Juan Diego se daban panzadas de poesía y música latinoamericana, desde Neruda hasta Viglietti y Quilapayún.
La abuela era su única interlocutora política dentro de la familia, aunque fuera radical y nunca coincidieran.
—Los peronistas son unos vagos —le decía.
Él contestaba con una provocación:
—Alpargatas sí, libros no.
"Cota" contraatacaba con alguna historia trucu­lenta de los gobiernos peronistas para desanimarlo. El día que Pablo le dijo que se había afiliado a la UES, se enojó.
—Perón creó la UES para que las chicas jóvenes se pasearan con él en la motoneta.
—Ay abuela, ese es el invento más viejo de la oligarquía.


La seducción de las masas

En 1972 ingresó becado al colegio católico José Manuel Estrada. Como su hermano Daniel y los chi­cos más grandes del barrio se habían afiliado a la Alianza Popular Revolucionaria (APR), él también. Pero en menos de un año cambió de idea y volvió al peronismo. Apenas conocido el triunfo de Cámpora, festejó en los asados de la unidad básica del barrio y se incorporó a la Alianza de la Juventud Peronista, luego integrada a la UES. "Me siento protagonista de algo indestructible", le decía a "Cota" descri­biéndole las manifestaciones multitudinarias de ese año. Lo seducían esas multitudes, sus códigos; se conmovía frente a ellas como con las películas de amor.
Romántico pero revoltoso, lo echaron del colegio en segundo año. Junto a otros compañeros se había enfrentado al cura director que se oponía a que fundaran el centro de estudiantes. El religioso los castigó porque lo acusaron de ser "un gorilón amigo de monseñor Plaza". Nunca se supo por cual de las dos imputaciones. Durante el ‘74 no quiso estudiar, le dijo a su padre que trabajaría en un aserradero. Argumentaba que debía ser un obrero para identi­ficarse mejor con la gente por la que luchaba. Entraba a las cinco de la mañana a levantar troncos y salía a media tarde. No pudo aguantar. El capataz lo encontró dormido sobre una pila de tablones y lo echó. Enton­ces se fue con su amigo "Patulo" Rave a vender diarios al centro. Hasta que su familia logró convencerlo de que volviera al colegio.
Fue a parar a "La Legión" como correspondía a un expulsado. Desde allí participó de la lucha por el boleto secundario en la primavera del ‘75. Pero ya no estaba en la UES. Se había incorporado a la Juventud Guevarista e intervenía en la campaña de solidaridad que realizaba la Coordinadora de Estudiantes Secundarios en los barrios pobres y en las villas. Apoyaba el trabajo escolar de los chiquitos y ayudaba a perforar pozos para el agua. Un día estaban comiendo cuando se les cayó encima una pared de chapas. Imaginó un castigo divino porque robaba comida de su casa para llevarla a la villa.
Cuando volvió del viaje al sur, ese verano del ‘76, se reintegró a la militancia. Para entonces su madre se había jubilado y su padre era jefe del Departamento de Historia y Geografía de la univer­sidad. Pablo se había distanciado de él y del peronismo de derecha hacía mucho. Su madre lo espiaba cuando entraba a la casa con las manos manchadas por imprimir volantes o pintar paredes.
—Ojo con lo que hacés Pablo, tené mucho cuida­do. ¿Por qué llegás siempre tan tarde?
—No te preocupes vieja, ya voy a venir más temprano, —se evadía.
En abril, comenzó a llegar más tarde que nunca.

Rectores militares


Cuando las autoridades nombradas por el régimen militar se hicieron cargo de su dirección, la Universi­dad Nacional de La Plata podía ufanarse de su presti­gio académico local e internacional. Mantener esa re­putación, sin embargo, no era el objetivo principal del nuevo rector, capitán de navío Eduardo Luis Saccone.
El Gobierno nacional había impartido instruccio­nes a los responsables de los organismos y estableci­mientos de enseñanza: la educación pública no estaba incluida entre las cuestiones prioritarias del Proceso; se reduciría drásticamente el presupuesto asignado al área; se consideraba a las universidades, a los profeso­res progresistas, a los dirigentes estudiantiles, a los grupos de investigación, como potenciales focos de "subversión política".
Los actos y las declaraciones del ministro Bruera se dirigían a la aplicación de esas pautas. El 12 de ma­yo de 1976 anticipaba los argumentos que servirían para las amputaciones a los fondos asignados a la ins­trucción: "La centralización es la causa de las defi­ciencias educativas. El monstruoso Ministerio agota los recursos y limita las posibilidades". El 3 de junio, en un reportaje por televisión, declaró que debía completarse la primera etapa de reorganización para, seguidamente, "encarar los problemas de fondo". Para el ministro, la "reorganización" transitaba por la acción represiva y la disciplina prusiana en los estable­cimientos educativos. El 22 de mayo se había conoci­do una advertencia dirigida a los adolescentes, preocu­pación especial de las autoridades: "Se aplicarán san­ciones a los alumnos secundarios que no respeten nor­mas de conducta". Las represalias consistían en sus­pensiones y expulsiones drásticas e inapelables.
En La Plata, el capitán Saccone actuaba en perfec­ta concordancia con su superior. El jueves 15 de julio firmó un nuevo reglamento de disciplina para ser aplicado en el ámbito de la universidad. Las nuevas nor­mas eran más propias de claustros conventuales o de institutos militares, que de la clásica libertad de los universitarios y del fresco desenfado de los estudian­tes secundarios.
No obstante, la gestión del rector militar sería breve. El tiempo mínimo necesario para imponer un espíritu que su sucesor sabría mantener. Desde julio de 1976, las reuniones del capitán Saccone con el ve­terinario Guillermo Gilberto Gallo, profesor asignado a la Clínica de Grandes Animales, se hicieron más fre­cuentes.
Gallo podía vanagloriarse de una extensa trayec­toria universitaria. Había accedido a la Facultad de Ciencias Veterinarias el 8 de mayo de 1954 como pro­fesor adjunto de Patología Médica. Una característica evidente de su carrera resultaba su facilidad para ade­cuarse a autoridades y gobiernos de distinto signo. In­gresado durante el gobierno de Perón —muchos asegu­ran que hacía gala de sus simpatías hacia el justicialismo—, conservó su puesto cuando la denominada Re­volución Libertadora, y con Frondizi e Illia.
El 25 de agosto de 1969, tiempos de la dictadura de Onganía, había sido designado vicepresidente de la universidad. Con este antecedente, no resultó sorpresivo que la nueva dictadura de marzo de 1976 lo tu­viera presente para ocupar un alto cargo. El 3 de se­tiembre se hacía público el anuncio y el día 6 de ese mes Bruera firmaba el decreto N° 978/76: Guillermo Gilberto Gallo sería el nuevo rector de la Universidad Nacional de La Plata.
El martes 14 de setiembre, llegó muy temprano al edificio del rectorado en la calle 7, entre 47 y 48, y se detuvo unos instantes en la explanada, contemplando el gran monumento a Joaquín V. González, fundador de la universidad. En seguida, con pasos rápidos, subió las amplias escalinatas hasta el despacho que sería su­yo.
El capitán Saccone aún no había llegado, y Gallo tuvo oportunidad de recorrer la amplia sala. Siempre le habían sorprendido los cristales opacos de los tres ventanales —adornados con el emblema de la universi­dad— que impedían observar la calle 7. El escritorio le era familiar. Acarició el majestuoso tintero de plata que había pertenecido a Dardo Rocha. Se imaginó presidiendo las reuniones en la amplia mesa laqueada de raíz de cedro, un geométrico octógono. Se sentó en cualquiera de las sillas y sacó del bolsillo de su saco las hojas del discurso que llevaba preparado. Antes de repasarlas, dirigió otra mirada a la habitación, a las pa­redes celestes y al techo azul... Se sintió feliz. Horas más tarde, Susana, su mujer, le comentaría que el lu­gar estaba decorado en estilo francés del siglo XIX.
A la ceremonia de asunción asistieron el contraal­mirante Enrique Carranza, secretario de Educación de la Nación, el general Ovidio Solari y el intendente de La Plata, capitán Oscar Macellari. Carranza pronunció unas breves palabras, sin omitir la inevitable referen­cia al "clima de orden, de respeto, que permita que nuestra juventud encuentre la orientación que deman­da ese período tan particular de su vida".
El discurso de Guillermo Gallo también fue conci­so, apenas dos carillas. Su parte central fue un elogio y tuvo destinatarios: "Se continuará con la política desarrollada por la Intervención militar encabezada por el señor capitán de navío Eduardo Luis Saccone y su equipo, que ha tenido la virtud de restaurar el or­den y el principio de autoridad perdido en estos últi­mos años. Han puesto, por otra parte, de manifiesto una vez más que no son solamente señores del mar, si­no señores y caballeros de la conducción universitaria en el breve lapso que han debido actuar en esta Uni­versidad".
Más tarde se sirvió una copa de champagne. El cli­ma era de franca cordialidad y camaradería. Entre los presentes, los militares eran numerosos. Incluyendo al nuevo rector, que se había desempeñado en Sani­dad Militar con el grado de Teniente Io.
Gallo tenía decidido cómo ejercer la dirección de la universidad, pero vacilaba respecto a los estableci­mientos secundarios. De la UNLP dependían dos: el Nacional "Rafael Hernández" y el Bellas Artes "Pro­fesor Francisco De Santo".
Desde el día que le confirmaron su nombramien­to, había mantenido varias reuniones con el rector del Nacional, Horacio Miguel Picco —que llevaba apenas dos meses en el cargo—, y con el vicerrector Juan An­tonio Stomo. Gallo se sentía más cómodo con Stomo, que parecía interpretar mejor el papel que el Proceso había asignado a las autoridades educacionales.
En esas oportunidades analizaron la política a se­guir con el centro de estudiantes, sus dirigentes, y con los alumnos conocidos por su oposición activa al nue­vo régimen. Si se mencionaron nombres, debieron de­tenerse especialmente en uno: Claudio de Acha.
Para informarse sobre la situación en el Bellas Ar­tes, el rector Gallo tenía un camino "doméstico". Su mujer, Susana Raquel Fittipaldi Garay de Gallo, ha­bía sido nombrada Regente de ese establecimiento poco tiempo antes. Tal vez por su sugerencia, el rector firmó —apenas el día siguiente a su asunción— una re­solución confirmando como rectora a la hasta enton­ces interventora Elena Makaruk.
Al Bellas Artes concurrían María Claudia Falcone y Francisco López Muntaner. Como muchos de sus compañeros, ellos no simpatizaban con la señora re­gente, cuyo agrio carácter motivaba frecuentes co­mentarios. Los chicos veían pasar a Susana de Gallo, el pelo enrulado, no muy agraciada pero impecablemen­te vestida, con preocupado recelo. Cuando su esposo fue nombrado rector presintieron que su influencia y poder se ampliarían, y temieron.



FRANCISCO


Aunque lo bautizaron Francisco Bartolomé, lo llamaron "Panchito" desde que nació, con la piel morena y una pelusa negrísima sobre su cabeza, el 7 de setiembre del ‘60. Sus padres Irma Irene Muntaner y Francisco Ernesto López, se habían preocu­pado porque demoró más de un mes en nacer. Luis César, en el ‘50, y Miguel Ernesto, en el ‘52, habían llegado en término. No querían recordar la muerte temprana de la nena que había dejado vacío el ter­cer lugar y la ilusión de tener una "chancleta" en la familia. Su abuela, Natividad Gómez de Muntaner, que vivía con ellos, también se había alarmado: “El chico es duro para nacer”, repetía en el patio de la casa estrecha pero luminosa de la calle 3.
Los López Muntaner insistieron en la búsqueda de la nena y dos años después nació Víctor Leonardo, apodado "El Chino" por sus ojos entornados, y más tarde, Emilio Fernando y Mónica Lucrecia. Miguel, Panchito, Emilio y Mónica habían nacido en setiembre. Era un mes de cumpleaños para la familia pero también de duelos. Enrolados en el movimiento peronista desde las vísperas de octubre del ‘45, lloraron los bombardeos sobre la plaza y siguieron con esperanzas el alzamiento del general Valle. Luis César no se resignaba a esas tristezas familiares. No estaba dispuesto a sufrir la misma impotencia que sus padres, y así lo afirmaba después del Cordobazo.

Francisco López Muntaner, 14 años (1975)

En los días que Panchito nació, su padre conocía la verdadera cara del Plan Conintes implementado por Frondizi. Empleado de YPF desde el ‘47 y miembro del sindicato, había vivido las purgas de la Libertadora. Tuvo que guardar silencio para mantener a su familia pero rumiaba que alguna vez sería distinto. Que Perón iba a volver. Las palabras prohibidas afuera bien podía pronunciarlas en familia. En su casa, ser peronista era tan natural como llamarse López Muntaner.


Las patas del mundo

A los tres años, el mayor entretenimiento de Panchito era empolvar con talco a las hormigas del fondo de la casa para impedir que avanzaran hacia sus hormigueros. Con el estímulo de Luis César extendió su interés del mundo de cuatro patas al de dos. En los primeros papeles que bo­rroneó en el jardín de infantes, intentó dibujar indígenas, negros y mulatos en actitud de combate.
A fines del ‘70, la familia se mudó a Villa Elvira (ex Circunvalación) y abrió un pequeño almacén. Panchito ingresó a la escuela N° 58 a terminar su primaria. Con su cara de indio y sus espaldas anchas se convirtió en el defensor de los chicos de su clase. Candidato natural, fue elegido el "mejor compañero" en los dos últimos años.
Mientras la dictadura de Onganía agonizaba, las discusiones políticas entre Luis César y su padre se hacían más frecuentes. El deseo del retorno de Perón, tantas veces expresado por los mayores y ahora asumido por la juventud, era el tema obligado de las conversaciones familiares. "Lo vamos a traer por las buenas o por las malas", le decía Luis a su padre. Y Panchito preguntaba qué era eso de traerlo "por las malas". Don Francisco admitía la pasión de Luis que era estudiante de Arquitectura, pero no compartía, por miedo o por confianza en el sindicalismo ortodoxo, sus ímpetus revoluciona­rios. La brecha generacional estaba planteada y Panchito tomó partido por su hermano mayor.
A los doce años dejó de leer poesías para chicos y las aventuras de Sandokán. La mitología griega le abrió un mundo de nuevas preguntas. "Si los griegos inventaron la democracia y tenían muchos dioses, ¿por qué nosotros debemos tener uno solo si queremos ser democráticos?", le planteó a Luis una tarde. Hablando de sus gustos, le confesó que sus materias preferidas eran Educación Democrática y Dibujo. Para esa época ya tocaba flauta y guitarra de oído, jugaba al rugby en Universitario y se lle­vaba a los chiquilines del barrio a pescar al arroyo de 79 y 80. En ocasiones, les enseñaba a hacer los deberes o a jugar al ajedrez.
Su hermano Víctor, el "Chino", recuerda cuanto lo admiraba.
—Tenía un perro que se llamaba Coli y que sólo le obedecía a él. Con su canario era igual. Le abría la jaula, lo tenía a su lado mientras comía y tomaban juntos la leche.


El amor y la UES

Había sólo dos cosas que no compartía con el "Chino": una novia y la abuela Natividad. Estuvie­ron más de dos semanas sin hablarse cuando descubrieron que les gustaba la misma chica. Su madre los obligó a hacer las paces y dictó una sentencia inapelable: "De ahora en adelante, ninguno de los dos la visita más".
Para el "Chino" estas reconciliaciones eran un alivio. De nuevo podría escuchar la risotada "satá­nica" y estruendosa de Panchito, y pescar los fines de semana. Junto a las cañas vigiladas, escucharía de la pelea de los indios contra los españoles, de los gauchos, de la injusticia, de que lo único que le esta­ba prohibido a un hombre era explotar a otro hom­bre.
Después del casamiento de Luis, "Panchito" se refugió más en Natividad. Hija de un criollo conservador y viuda de un radical, le contaba, apasionadamente, las discusiones entre yerno y suegro durante la década infame. "Dale abuela, contáme eso del fraude y de los malevos". Y se encerraban en la pieza del fondo a intercambiar, entre mate y mate, sus historias. Panchito recibía información sobre la década del ‘30, mientras Nati­vidad se introducía en el rock nacional, Los Beatles y Joe Cocker. El acuerdo incluía que él le leyera el Martín Fierro.
Panchito era hincha de Gimnasia, pero aunque no compartía la pasión familiar por Estudiantes, sí militó en el peronismo. En el ‘73, Luis César se había encargado de la secretaría de prensa de la JUP en Arquitectura y su padre había asumido, inmediatamente después de la victoria de Cámpora, la misma función en la unidad básica "17 de Octu­bre" de su barrio. Entonces dejó de armar sus "tolderías" en el fondo de la casa y repetía una frase de San Martín en la guerra de la Independencia: "Si es necesario iremos en pelotas como nuestros hermanos indios.” ¿Entendiste "Chino"?, gritaba.
Se incorporó a la UES en el ‘74, apenas ingresó al Bellas Artes, becado por ser hijo de familia numerosa. Allí conoció a María Claudia Falcone y al poco tiempo eran íntimos amigos. Juntos participaron del trabajo en las villas y en los barrios, juntos organizaron el equipo de la UES del Bellas Artes. Con otros chicos de primer año solían delirar, cuando hacían las reuniones en el Parque Saavedra, con el amor de las estatuas. Cada uno elegía su novia o novio entre las cinco estatuas. Se burlaban de la pasión de Panchito por la "tetona".
En el colegio, su participación en las asambleas del centro de estudiantes no era vista con simpatía. Hasta las risotadas, que tanto gustaban a su hermano, le estaban prohibidas. Así lo contaba en el diario que inició el 14 de abril del ‘75: Me levanté y co­mo esa mañana tenía dibujo fui a la escuela. Me quedé en la plaza cuando salimos y esperé hasta las doce y cuarto y me dirigí hacia la escuela. Tuvi­mos 2 horas libres y llegó la hora del acontecimien­to: por unas insignificantes risas varios fuimos condenados a hacer nuestro diario. Luego de una hora nos fuimos, nos dirigimos por la calle 7 hasta 50. Tomé el micro y me fui a casa. En mi casa jugué al ajedrez y cuando vi que mi rey estaba por ser jaqueado, tiré el tablero como buen tramposo. Mi padre me mandó a que me encerrara en mi pieza y allí me acosté y me dormí.
Ese intento de diario, fugaz, terminó el día siguiente:
Me levanté, me fui al baño y estaba preparada la leche, el café y todos los artículos del desayuno. Luego atendí el negocio de mi casa (como buen hijo). Luego del transcurso de unas horas me preparé para la escuela. Tuvimos 3 horas libres y jugamos a las cartas etc... (y otras cosas). Luego de varias horas nos fuimos a nuestras respectivas casas. Cuan­do llegué a mi hogar me esperaba un delicioso emparedado. Atendí un poco el negocio y luego miré televisión (el programa de Kung-Fu y Odol pregunta). Luego llegó mi padre y conversamos sobre el negocio (la mercadería que falta, los clientes que no pagan, etc.) Luego de un cordial beso de buenas noches me fui al sobre. Como el gato duerme en una almohada al lado de mi cama me dormí tarde por su maldito ronroneo.
Entre las manifestaciones por el boleto secun­dario, los castigos por las risas y las arengas, las asambleas contra la intervención del centro de estudiantes y "las otras cosas" que mencionaba en su diario, repitió segundo año. "Igual tengo quince años y mucho tiempo por delante", disi­mulaba ante el "Chino". Pero le dolía porque tenía que separarse de María Claudia que pasaba a tercero.
Después de las vacaciones del ‘76, sin embargo, permanecían juntos en el equipo de la UES. Una de las primeras tareas que se propusieron fue leer y debatir La formación de la Conciencia Nacional de José Hernández Arregui.
Ambos pudieron leerlo pero, por muchas razo­nes, nunca llegaron a debatirlo.



La muerte y el general


Excepto en su identificación con la política repre­siva, eran más numerosas las cuestiones que separaban a los generales Videla y Suárez Mason, que las que los unían. El miembro de la Junta Militar estaba preocu­pado por la escasa discreción con que el comandante del Primer Cuerpo atendía sus negocios. La SIDE le había suministrado una carpeta sobre la logia masóni­ca que integraba Suárez Mason, junto con Massera y el italiano Licio Gelli, entre otros.
Limitado por la necesidad de evitar enemigos que lo desgastaran en la interna militar, el comandante del Ejército no quería sumar diferencias con su camarada de la Propaganda Dos. Ya desde los primeros días del Proceso, Suárez Mason le había hecho conocer su de­sacuerdo con algunos nombramientos. Y ahora, que debía concretar una designación de vital importancia, Videla temía un serio enfrentamiento.
Desde antes de la asonada sediciosa del 24 de marzo, los jefes militares tenían dispuesto que la represión en la decisiva provincia de Buenos Aires, sería encara­da principalmente con los hombres y recursos de la policía provincial. Desde esa determinación, el nom­bre del responsable de conducir esas fuerzas se había convertido en un asunto de suma trascendencia. De­bía ser un oficial que supiera llegar hasta las últimas consecuencias, que transpasara cualquier límite si lo exigía el cumplimiento de los objetivos, que no tuvie­ra escrúpulos morales; en síntesis: un fanático.
Videla vaciló el 13 de abril —martes 13— mientras retiraba del sobre la hoja que le enviaba Suárez Ma­son. Su par le había anticipado por teléfono: "Me pa­rece fundamental que se tenga en cuenta para Jefe de la policía de Buenos Aires a quien te señalo en la nota que acabo de enviarte". El presidente de facto no pudo ocultar su júbilo y en su cara de rasgos aquilinos se dibujó un rictus que intentó semejar una sonrisa; en el pequeño rectángulo de papel blanco sólo apare­cía un nombre: el mismo que él tenía decidido desde hacía días.
Tenía 49 años el coronel Ramón Juan Alberto Camps cuando se hizo cargo de la jefatura de la Poli­cía de la Provincia de Buenos Aires, el 27 de abril de 1976. Un día que La Plata sufría una atmósfera incó­moda, suma del último calor del verano y un 100% de humedad.
El comisario Brignone, su antecesor, lo recibió en el hall de entrada del casi centenario edificio de la re­partición y juntos subieron hasta el primer piso.
El suntuoso despacho del Jefe de Policía le pare­ció a Camps adecuado. Contaba con un amplio priva­do y una sala contigua de conferencias, con una gran mesa rectangular. La boisserie hasta la mitad de las paredes, revestidas en la parte superior con una tela de brocato de color rosa-morado y flores de lys en la trama. Aprobó el escritorio de su oficina y la mesa circular para pequeñas reuniones de trabajo, aunque tuvo la sensación de que faltaban algunos detalles. Po­cos días más tarde hizo trasladar algunos muebles des­de el palacio de la Legislatura Provincial: no habría Congreso por largo tiempo... Encontró confortable el sillón del presidente de la Cámara de Diputados.
Camps se abocó de inmediato a conformar un equipo militar que le brindara asesoramiento. Junto con el teniente coronel Ernesto Guillermo Trotz que había sido designado Subjefe, completaron el elenco de quienes integrarían el Estado Mayor: los tenien­tes coroneles Gatica, Muñoz, Rospide, Campoamor, Roualdes.
Las primeras declaraciones públicas de Camps no dejaron dudas sobre cual sería su blanco: "Se intensi­ficará la lucha contra la subversión". En ese cometi­do, el Jefe y su Estado Mayor elaboraron una estrate­gia que incluía la organización de una estructura para­lela a la policía. Formada principalmente por policías, utilizaría los medios de la policía y funcionaría en los locales de la policía. Pero no tendría existencia for­mal. Así nació el Comando de Operaciones Tácticas de Investigaciones, que sembraría el terror bajo la si­gla COTI.
En un primer tiempo, Camps pensó en el comisa­rio general Verdún, director de Investigaciones, para conducir la nueva organización, pero a poco desechó la idea: sus caracteres no congeniaban. Se alegró cuan­do Verdún pidió el retiro argumentando razones de salud.
Cubrió el cargo interinamente con el comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz en quien encontró un asistente-consejero que sabía ejecutar sus órdenes y un subordinado leal. La figura de Etchecolatz fue cre­ciendo dentro de la policía; en poco tiempo era ascen­dido a Comisario General y confirmado como titular de la Dirección de Investigaciones. El policía encaró la tarea de organizar los COTI: de elegir los hombres entre quienes ambicionaban ascensos rápidos, tenían fama de duros y ejecutaban las órdenes sin preguntas.
En poco tiempo, la dedicación de las bandas COTI se veía recompensada por el éxito. Como resultado de sus innumerables operativos, centenares de activis­tas políticos, sospechosos, dirigentes gremiales y estu­diantiles, intelectuales, sus familiares y simples cono­cidos iban siendo confinados en centros de cautiverio e interrogatorio, en todo el ámbito de la provincia.
Los datos arrancados en la tortura originaban otros operativos y aumentaban con nuevos cautivos los "pozos" de detención.
Camps había simpatizado con Etchecolatz. Aun­que estuvieran solos lo invitaba a su sala de conferen­cias. El comisario sabía presentarle informes concisos ilustrados con gráficos simples, sin agregar palabras in­necesarias, al antiguo estilo militar que tanto gustaba al coronel.
El 9 de julio, el capellán de la repartición, Anto­nio Plaza, realizó una visita protocolar al Jefe de Poli­cía. El arzobispo se sentía cómodo en ese cargo. Sus deberes eran escasos y su sueldo —el correspondiente a la jerarquía de Comisario General— le proporciona­ba un ingreso interesante cada mes.
Desde su nombramiento, había un día del año que lo gratificaba especialmente: el 13 de noviembre, "Día de la Policía de la Provincia de Buenos Aires". En esa jornada, vestía los atributos de su cargo y se dirigía al lugar donde lo aguardaban las tropas policia­les formadas. Se sentía pleno cuando el oficial a cargo ordenaba: "Al señor Capellán General de la Policía de la Provincia de Buenos Aires: ¡vista dereeecha". Y él saludaba, con un inimitable tono de voz cura-poli­cía: "A mis hijos de la Policía de la Provincia de Bue­nos Aires, su Capellán General los bendice".
Ese Día de la Independencia de 1976 dedicó su conversación con Camps a comentar la homilía que acababa de pronunciar el cardenal Aramburu: "Nues­tra libertad está en juego. El ateísmo anhela provocar la aniquiladora lucha fraticida".
Una de las preocupaciones permanentes del Jefe de Policía era la "subversión" que se refugiaba en las facultades y los colegios secundarios. Consideraba a los estudiantes como el instrumento clásico de los "ex­tremistas" y el peligro mayor, porque conjugaban la pasión política con la temeridad juvenil. En sus con­versaciones con el capitán Saccone, rector de la uni­versidad, era el tema central y excluyente.
Durante el mes de agosto del ‘76, los informes so­bre intranquilidad en los establecimientos secundarios se sucedían sobre el escritorio de Camps. Pintadas nocturnas, volanteadas, actos sorpresa. Y la reactuali­zación del tema del boleto escolar que había motori­zado las movilizaciones en la primavera del año ante­rior. "Todo es obra de los sucios comunistas", estalla­ba el militar. En su simplificación ideológica no admi­tía que —aunque había comunistas— los dirigentes se­cundarios también podían ser peronistas (la mayoría), socialistas, radicales o independientes.
En los últimos días del mes, Camps convocó a su Estado Mayor y a Etchecolatz. El tema de la reunión era único y la decisión terminante: en setiembre, pun­to final a la agitación de los secundarios. No habría cambios en el esquema operativo, esos jóvenes repre­sentaban un riesgo, igual o mayor que los adultos, pa­ra una sociedad argentina, ordenada, occidental y cris­tiana.


DANIEL


Le decían Calibre desde los ocho años porque en las competencias para ver quien orinaba más lejos, siempre ganaba. "Lo que pasa es que tenés un pito de calibre largo", objetaban los chicos del barrio. Y le quedó el sobrenombre. En esa época era fanático de Luis Di Palma y de los di­bujos animados. Soñaba con ser corredor de au­tos o mecánico (preparaba minuciosamente sus cochecitos de carrera) y con parecerse al Llanero Solitario. Lo llevaban al Club Hípico de Puerto Belgrano para que fantaseara arriba de algún caballo, gritara que venía a hacer justicia y blandiera sus dedos como un arma. Según la mirada fraterna (su hermana Norma, la mayor, y Silvia, la segunda) era un buen alumno, “el más inteligente de los tres” y un gordito simpático de ojos celestes.
Hasta que se mudaron a La Plata en 1967. Allí terminó la primaria en la Escuela N° 7 “Espo­ra”, tres años después, cuando ya no era gordito sino flaco, extrovertido, siempre simpático, aunque melancólico de a ratos. Dejó sus cochecitos para coleccionar herramientas, se inició en la pesca de mojarras y las truchas en los viajes al sur y se hizo hincha de Gimnasia.


Como papá

El traslado de la familia de Punta Alta (frente a Puerto Belgrano) hacia La Plata, tenía su historia política. Cuando Daniel nació el 28 de julio de 1958 en el Hospital Naval de Puerto Belgrano, su padre, el suboficial Juan Antonio Racero, ya ha­bía solicitado el retiro de la Marina. Como pero­nista, estaba cansado de la persecución de la Li­bertadora y de que muchos de sus colegas lo cla­sificaran como "poco confiable".
Su carrera no tenía futuro y con su mujer, Elsa Pereda, evaluaron que era mejor buscar otros puertos. Ingresó a la marina mercante porque, como decía, era un hombre de mar. En esa deci­sión pesó que Norma ingresaba a la Universidad de La Plata a estudiar Biología y que Silvia que­ría dedicarse a la danza. Pensaron que él estaría cerca del puerto de Ensenada si la familia se muda­ba a La Plata.
En el ‘71 Daniel ingresó al Normal N° 3 sin dejar de soñar con un buen curso de mecánico o de tornero. "No sabés como me gusta inventar diseños para herramientas o máquinas", le decía a su padre. Había aprendido muchas cosas de él. Y aunque en su casa se hablaba poco de política porque la identidad peronista había significado per­secuciones, nunca olvidó el día que su padre com­pró todos los diarios a un canillita de ocho años para que volviera rápido a su casa. "Es demasiado chico para andar por la calle a las diez de la noche", le explicó. Daniel sentía, como él, una solidaridad profunda por los que vivían a la intemperie o vestidos con la pobreza.

Daniel Alberto Racero, 18 años (1976)

Por eso a la familia le pareció natural que en el ‘72 se incorporara al Movimiento de Acción Se­cundaria (MAS) y que en el verano del ‘73 organi­zara los equipos de la UES que debían acompañar a miles de chicos de los barrios más pobres de La Plata y del Gran Buenos Aires en su primera visita a la Ciudad de los Niños. O que ese mismo año participara en el Primer Encuentro Nacional de Estudiantes de la UES en Salta. El entonces go­bernador Miguel Ragone recibió a más de 700 secundarios de todo el país que, como Daniel, entre guitarreadas y batucadas trabajaron en los barrios marginales en tareas de educación, en la vacunación de los más chiquitos, y en la reparación de vivien­das precarias. Con sus compañeros, en esas jor­nadas, se sintió trascender.
El ‘73 fue definitivo, no sólo porque como decía entusiasmado "encontré una trinchera para luchar por una patria más justa". También murió su padre. No quiso verlo muerto ni estar en su ve­lorio. Se escapó, vagó muchas horas por la ciudad hasta que lo encontraron en las afueras con la madrugada congelándole las lágrimas. Nunca más habló de él, y cuando alguien decía que se le pare­cía, bajaba la vista y se quedaba silencioso. Durante más de un año no entró al cuarto de sus padres. Pero un día, se sentó en la cama de su madre y la abrazó.
—¿Te parece que soy como papá?
Como papá, empezó a trabajar con una bicicle­ta prestada repartiendo paquetes y encomiendas para llevar un sueldo a la casa, hasta que en el ‘74 la pensión por su padre les alivió la situación. De mañana iba al Normal, de tarde al trabajo. Y de noche a la UES, para hacer reuniones o pin­tar en las paredes del colegio o de la ciudad:

Is "A" bel
López Reg "A" Son las AAA
Vill "A" r


En la primera línea

Como todos, cuando era chico había leído El Principito y las aventuras de Sandokán y en el ‘74 escuchaba a Sui Generis, a Almendra, a Joan Manuel Serrat y a Los Beatles. Le gustaba el tango cantado por la "Tana" Rinaldi, Astor Piazzola y el rock nacional. Fue en ese tiempo, en el Normal, que conoció a Horacio Úngaro. Se volvieron insepa­rables. "Flor de pareja, ustedes...", se burlaban de ellos en los plenarios del Parque Pereyra Iraola. "A este lo gané yo para la UES", se jactaba Daniel. Eran distintos. Horacio, reflexivo, "el intelectual"; Daniel, el dinámico, el hombre práctico. También los provocaban preguntándoles si se acostaban con la misma chica o si se la "bancaban" juntos. Lo primero, no.
En ese año, a Daniel lo nombraron responsable del equipo de la UES de su colegio. Organizaron actos relámpagos para luchar contra "la escuela de Ivanissevich" y por el retorno del gobierno tripartito. Casi todos los actos terminaban con un muñeco de papel que representaba al "brujo" (López Rega), incendiado. Estuvo en la primera línea durante las movilizaciones por el boleto esco­lar. En el patio del colegio, desde el mástil al que le gustaba treparse, lanzó la consigna "vengamos a pie o en bicicleta al colegio, pero no tomemos colectivos para no romper la lucha".
En las vacaciones del ‘76 en Punta Alta, habló con su hermana Norma sobre la crisis del peronis­mo. Estaba preocupado y quería terminar rápido el secundario para dedicarse a trabajar de mecánico, en algún taller industrial. Alejarse del ambiente estudiantil. "Con los obreros es más fácil seguir adelante", argumentó. En marzo, simultáneamente con su último año de bachillerato, se inscribió en el Industrial Modelo de Berisso para cursar Tornería Mecánica. Ya para esa época, lo que más lo apasio­naba no era coordinar la resistencia contra el golpe militar en los colegios normales de la ciudad, sino su trabajo en la comisión de solidaridad con los presos políticos formada por la Coordinadora de Estudiantes Secundarios. "Si abandonamos a los presos los liquidan, los tienen como rehenes", le explicaba a Horacio Úngaro, en esas tardes de abril en que se quedaban preparando algún volante, alguna reunión o, simplemente, mirando televisión. Ese mes, fue el primero en llegar a la cita del bar Don Julio.

Los hombres del General

· ABUD - Teniente Coronel - Jefe Operacional Área 111, con sede en el Batallón de Arsenales 601 "Domingo Viejo Bueno" (1976). Petiso, ca­noso, nariz aguileña.
· ACOSTA ("el perro") - Policía Pcia. de Buenos Aires - Destinado al COTI Lanús (1976). Su apo­do se originaría en su desagradable aspecto físico y su agresividad.
· ALCÁNTARA - Oficial Principal de la PPBA - Je­fe de Transradio, La Plata (1976). "Archivado" en la Dirección General de Seguridad (1977). Comisa­rio de la Io de Avellaneda (1984). Comisario Ins­pector (1985). Alcanzado por un proyectil en la nuca en un procedimiento, quedó inválido (fines de 1985).
· ARANA ("la chancha") - Comisario Inspector de la PPBA - 2o Jefe del Área Metropolitana (1975). Je­fatura (1976). Brigada de San Justo (1977). Media­na estatura, canoso, tez trigueña.
· ASTOLFI ("el cura") - Teniente Io - Miembro de la DIN, organismo de contraespionaje del Minis­terio del Interior (Diagonal Norte y Suipacha - Ca­pital). Se habría hecho pasar por sacerdote para ob­tener informaciones de secuestrados-desaparecidos. Integrante Regimiento 7o de La Plata, asignado a la Brigada de Investigaciones de La Plata (1976).
· BALDASERRE ("Dietrich" - "Capitán Valdi") - Parapolicial - Vestía habitualmente uniforme de capitán del ejército. Dependía directamente del ge­neral Camps. Contextura física robusta, aproxima­damente 1.75 de estatura, usaba bigotes.
· BERGES, Jorge Antonio ("Menguele chico" -"ángel de la muerte" - "Dr. Zhivago") - Oficial Subinspector Médico de la PPBA - Ingresó a la po­licía como agente del Cuerpo de Camineros, siendo practicante de medicina (1972). Graduado de mé­dico ascendió a oficial y, según testimonios, mudó su personalidad. Comando de Operaciones Tácticas de Investigaciones (COTI) (1976). Acusado por va­rios sobrevivientes de la represión, incluso por Pa­blo Díaz.
· CARDOZO, Carlos ("Carlitos" - "capicúa" - "ca­denero") - Comando Nacional Universitario (CNU).
· CASTILLO, Carlos ("el indio") - CNU - Infiltra­do, como preso, en la cárcel de Olmos, entre 1976 y 1978. Su misión habría consistido en "marcar subversivos".
· DÍAZ, José ("el petiso") (su nombre real sería Juan Rivadeneira) - CNU - Asignado al centro clandestino de detención "La Cacha" (L. Olmos, La Plata) bajo órdenes del Servicio Penitenciario Federal y del Batallón 601 de Inteligencia.
· ETCHECOLATZ, Miguel Osvaldo ("Miguelito") - Comisario General de la PPBA - Segundo del co­misario Verdún en la Dirección General de Investi­gaciones de la PPBA. A cargo interinamente cuan­do Verdún pidió licencia por "carpeta médica" (1976). Efectivizado en el cargo, como hombre de confianza del general Camps, organizó el Comando de Operaciones Tácticas de Inteligencia (COTI).
· FERNANDEZ, Alfredo - Comisario General de la PPBA - Comisaría Io de Vicente López (1969) - Jefe de Zona Junín (1970) - Jefe de la Brigada de San Justo (1976) - Director de Investigaciones de la PPBA (1978). Enlace entre la DIPBA y el Batallón 601. La orden de detención de María Claudia Falcone lleva su firma. Algunos testimonios lo se­ñalan como quien bautizara el operativo de secues­tro de adolescentes como "La noche de los lápices".
· GONZALES, Juan Manuel ("Eneí") - Comisario de la PPBA - COTI de Puesto Vasco (1976) - Unidad Regional Tandil - Comisario Mayor, asignado a 9 de Julio - Retirado (1980). Practicaba karate, yu­do y deportes "duros".
· GUNTHER, Celestino ("el alemán") - Oficial Prin­cipal de la PPBA - Destinado a la Brigada de Inves­tigaciones de La Plata (1976). Muerto por error de un compañero, en un operativo en calle 8 entre 47 y 48, en La Plata (1978).
· LEIVA, Oscar (“el negro”) (su nombre real sería Virgilio Fernández Mutilva) - CNU - Dependiente del Batallón 601 (1976). Habría integrado la Triple A.
· MASOTTA - CNU - Dos hermanos. Grupo de Ta­reas del comisario Pacheco (1976).
· MINICUCCI, Federico Antonio - Teniente Coro­nel - Jefe Operacional Área 112 (1976). Jefe del Regimiento 3o de Infantería (1977). Retirado co­mo General de Brigada.
· NOGARA ("el flaco" - "Nogarita" - "el monje blanco") - Oficial Principal de la PPBA - Brigada de Investigaciones de La Plata, BILP (1976). Secre­taría Privada del Jefe de Policía, general Camps (1977). Jefe de la BILP. Morocho, flaco, de trato afable.
· OSTERRIER, Juan Carlos ("el verdugo" - "la ma­riposa") - Oficial Principal de la PPBA - Jefe del Grupo de Tareas "Puma" - Excelente tirador; el primer policía que recibió de la Armada un Itaka con mira infrarroja. Sus propios compañeros lo consideraban como extremadamente violento.
· PARRA ("Parrita" - "Chicho chico", se le decía “Chicho grande” a Camps) - Sargento de la PPBA - Asistente del general Camps - La "sombra" del ex Jefe de Policía; hasta le probaba la comida. Per­maneció junto al jefe militar.
· PONS - Subcomisario de la PPBA - Subjefe del Comando Radioeléctrico (1976).
· QUINTEROS ("el gordo" - "la mosquita") - CNU - Grupo de Tareas del comisario Pacheco (1976). Carece de la falange del dedo índice de la mano derecha.
· ROUSSE, Alberto ("el flaco") - Comisario Inspec­tor de la PPBA - Comisario de la Io de Avellaneda (1973/5). 2° Jefe del Área Interior (1976). Retira­do por serio incidente con el jefe de policía Gral. Ovidio Riccheri (1980).
· TARELA, Eros Amílcar ("Himmler" - "el loco") - Subcomisario de la PPBA - Secretario de Camps. Jefe de Inteligencia de Etchecolatz. Nexo entre Camps, el Jefe de Inteligencia y el Jefe de Investi­gaciones de la PPBA. Se refugió en el Paraguay.
· TRALAMAN ("el turco" - "el profesor") – CNU - Grupo de Tareas del comisario Pacheco. Dibujan­te, se ocupaba de asistir a marchas, manifestaciones y asambleas estudiantiles para confeccionar poste­riormente los "identikit" de los dirigentes.
· TROTA ("el tartamudo") - Subcomisario de la PPBA - COTI Central (1976).
· TROTZ, Ernesto Guillermo - Teniente Coronel - 2o Jefe de Policía. Miembro del Estado Mayor de Camps.
· VERCELLONE, Carlos ("el doctor") - Subcomisario de la PPBA - Dirección Gral. de Investigacio­nes, Delitos Económicos (1976). Graduado de abo­gado. Alto, 1.90 de estatura, pelo castaño claro.
· VERDUN ("Mariscal Tito") - Comisario General de la PPBA - Jefe de la Dirección General de In­vestigaciones (1976) - Por diferencias con Camps solicitó licencia por "carpeta médica" y luego el re­tiro definitivo.
· VIDES, Héctor Luis ("el lobo") - Comisario de la PPBA - Jefe de Cuatrerismo en La Matanza (1976). Integrante del GT1, Grupo de Tareas del Io Cuer­po de Ejército. Se le decía "hombre de Camps". Denunciado en varios testimonios. Pablo Díaz lo reconoció como jefe del operativo de su secuestro.
· WOLF ("el patón") - Comisario Mayor de la PPBA - Jefe del Área Metropolitana (1976). 2o Jefe de la Dirección General de Investigaciones (1977). Tez morena, usaba bigotes, 1.90 de estatu­ra.

(La lista precedente —de imputados en operativos re­presivos en la zona de La Plata, año 1976— se ha con­feccionado a partir de los testimonios de víctimas reaparecidas, ex represores y miembros de fuerzas de seguridad, ampliados con datos obtenidos durante la investigación encarada para este libro.)


Segunda Parte: LA NOCHE

Las vísperas


"Sandokán —dijo Yáñez— me parece que estás muy inquieto.
—Sí —repuso el Tigre de la Malasia— no te lo oculto, querido amigo.
—¿Temes algún encuentro?
—Estoy seguro de ser seguido o precedi­do, y un hombre de mar difícilmente se engaña."
Emilio Salgari

El reencuentro


—Casi ninguno de nosotros faltó a la cita en el bar Don Julio, en 6 y 49, a fines de abril de ‘76, empieza a relatar Pablo Díaz.
Desde el día del golpe la ciudad había sido inva­dida por una violencia desembozada y saltaba en las noches por las explosiones y los tiroteos. Las sirenas policiales, los autos sin chapa, los hombres de civil ar­mados para la guerra, retumbaban sobre puertas y persianas entornadas desde horas más tempranas. Despejadas al atardecer, las diagonales parecían más rec­tas que de costumbre. Los diarios acumulaban muer­tos anunciados por los partes militares y los vecinos murmuraban los procedimientos nocturnos en los que se llevaban encapuchado a algún joven.
La Coordinadora de Estudiantes Secundarios (CES) convocó a la resistencia contra el golpe. Llamó a la participación y recordó que la victoria en las lu­chas por el boleto secundario había sido obtenida por la unidad. Pero el reagrupamiento era difícil porque ya habían sido secuestrados algunos estudiantes y ha­bía miedo. Los días posteriores al comunicado N° 1 de la Junta, se instalaron policías en los techos de "La Legión", del Normal N° 3 y del Liceo Víctor Mercan­te. A las puertas del Nacional se apostaban patrulleros para pedir documentos. Los estudiantes sintieron que algunos profesores y regentes estaban colaborando es­trechamente con la represión. Los docentes menos in­tegrados al nuevo régimen se limitaban a impedir el acceso a clases de los chicos que no llevaban corbata. En el Bellas Artes se vigilaba cada rincón, los baños, los pasillos. Los centros funcionaban clandestinamen­te y las reuniones se hacían en los bares, los parques y plazas o en las casas de los militantes de la UES y del resto de las agrupaciones. Los profesores sospecho­sos de alguna oposición al golpe fueron cesanteados: más de 58 en abril.
Como todos los atardeceres, el bar Don Julio hor­migueaba de estudiantes. Nadie hubiera sabido expli­car el por qué de tanta popularidad. Las vetustas me­sas de madera exhibían cicatrices provocadas por los desbordes juveniles de muchas promociones. Los in­cómodos bancos frente al mostrador nunca se desocu­paban. Opacados por los rastros de moscas antiguas, los globos de luz suspendidos del techo altísimo casi no alumbraban. Las paredes con azulejos de dudoso blanco denunciaban el pasado de "lechería". Segura­mente tan escasos atractivos estaban compensados por los famosos licuados de banana y por la toleran­cia del patrón, don Julio Mazzuchelli. Las tres puer­tas, la de cada calle y la de la ochava, se abrían con­tinuamente al incesante ir y venir de chicas y mucha­chos.
Entre los secundarios que llegaron, estaban Pablo, por la Juventud Guevarista, Daniel Racero, Claudio de Acha y Horacio Úngaro, por la UES, "el flaco" Ale­jandro, por el Grupo de Estudiantes Secundarios Antimperialistas (GESA), representantes de la Federa­ción Juvenil Comunista (FJC), e independientes. La reunión se desarrolló en un clima de desánimo. Las noticias de la represión en las escuelas y la desmovili­zación en sus propias filas les hacía sentir que enfren­taban a Goliath.
Horacio admitió que a partir del golpe se habían dificultado los encuentros y las movilizaciones, pero aseguró que apenas pasaran los primeros meses del go­bierno los secundarios volverían a reagruparse.
—Tenemos que seguir poniendo cajitas volanteras en los baños, gancheras y hacer pintadas. Y ojo, que de­trás de la clausura de los centros vienen otras medidas.
Alejandro coincidió con Horacio pero hizo obser­vaciones sobre la seguridad del grupo.
—Si seguimos encontrándonos en bares nos van a ca­zar como a moscas.
Pablo asintió.
—Los preceptores saben que somos nosotros los que pintamos y volanteamos. Estuvimos en lo del boleto y se las discutimos a los profesores. No se la bancan. A mi ya me dijeron que si sigo en esa, pierdo.
Acordaron que las reuniones de la Coordinadora se hicieran de grupos reducidos mientras se consolida­ban en los colegios. Si les prohibían hacer manifestaciones, harían actos relámpagos en las calles céntricas. Pintarían los colegios por dentro y por fuera llaman­do a la resistencia, explicando que la dictadura significaba la pérdida de conquistas que llevaron años y mucho esfuerzo. Deberían cuidarse de los espías, so­lidarizarse con los profesores, pedir la reapertura de los centros y la libertad de los compañeros presos.
También exigir "que la policía no ande pavoneán­dose por los pasillos de los colegios con sus ametra­lladoras apuntando a todos y a nadie". Que no les allanaran las peñas de la CES entrando en patota, de civil o en uniforme, cortándoles la música y alineán­dolos contra la pared, para palparlos de armas y pedir­les documentos. En esos operativos llevaban a muchos con la excusa de “averiguación de antecedentes”.
Antes de despedirse, Daniel se mostró preocupado porque las comisiones de solidaridad con los presos "no están haciendo un carajo".
—¿Qué hacemos?—preguntó
— Y, veamos... —dijo Claudio—. Primero debemos refor­zar la CES incorporando otros colegios, y después ver si hay más gente para las comisiones de solidaridad. Si no, sigamos con las que van a las villas que todavía funcionan más o menos bien.
—Claro, es una joda. ¿Cómo hacés para visitar ahora a los presos y que no te dejen adentro?Además si tenés que avisarle a una familia que se llevaron a un pibe por ahí te quedás pegado —agregó Alejandro.
La evocación que Pablo va haciendo de aquel en­cuentro de abril en el bar Don Julio, deriva hacia si Claudio usaba una campera oscura o si era Horacio. Que Alejandro interrumpía para hablar del campeona­to de fútbol y que Daniel era quien estaba más moles­to porque "este boliche parece una pajarera".
Se esfuerza por precisar detalles, otros diálogos. No puede. Los años de miedo han logrado colocar una losa pesada sobre las imágenes y las palabras.
—Es todo lo que recuerdo de esa reunión. Nosotros estábamos convencidos de que no había que reducir la marcha, que la gente iba a resistir a la dictadura.


La carga del tarifazo

La asunción del gobernador Saint Jean fue prece­dida por modificaciones en el precio del boleto secun­dario. El 6 de abril, su antecesor, general Osvaldo Sigwald, había incrementado las tarifas del transporte ur­bano de La Plata, Berisso y Ensenada y del resto de la provincia. El BES pasó de 3 a 6 pesos, un 100 % de aumento en apenas 4 meses, pero con disculpas oficia­les: "Es preocupación de esta intervención militar en salvaguarda de los intereses de los sectores estudianti­les secundarios mantener el boleto con tarifa espe­cial".9
En la mañana del 5 de junio, los argentinos se des­pertaron con un aumento del 26 % en las tarifas del transporte automotor y en los servicios públicos. El intendente de La Plata, capitán de navío (R) Oscar Macellari, guardó silencio sobre las nuevas tarifas loca­les pero la prensa dejó trascender que el boleto prima­rio sufriría un incremento del 100 % (de 1 a 2 pesos) y que había forcejeos por el precio del boleto secundiario.10 Las diez líneas de colectivos (cinco comuna­les y cinco intercomunales) nucleadas en la Cámara de Transporte aplicaron inmediatamente aumentos, no autorizados aún por las municipalidades respectivas. No se había reglamentado "el tarifazo" pero sí se sa­bía que la conquista del precio único en los boletos generales y preferenciales con independencia del kilo­metraje recorrido ("tarifas planas"), estaba en la pico­ta.
En las oficinas del tercer piso de la Cámara de Transporte, en la calle 50 N° 889, se conspiraba. En la dirección de Obras Públicas, se escuchaba a los conspiradores. Los empresarios utilizaban como excu­sa el aumento en los costos para suspender beneficios a los usuarios y obtener mayores ganancias, y el go­bierno no quería enemistarse con ellos. Tenía simila­res intereses. En los pasillos del Bellas Artes, de "La Legión" y del Colegio Nacional circulaba la versión de que el BES sería suprimido. Aunque ya había te­mor de peticionar a cara descubierta, se organizaron comisiones en cada colegio para pedir aclaración a las autoridades. Nadie quiso responder.
El mutismo oficial se mantuvo hasta el viernes 11. La prensa había eliminado cualquier referencia al BES, aunque ya se habían fijado las nuevas tarifas pa­ra los boletos generales, incluido el de escolares pri­marios.
El bar Astro, en 48 y 7, fue el punto de reunión donde la Coordinadora de Estudiantes Secundarios planificó, esos días, las medidas contra la supresión del boleto. En el equipo de la UES del Bellas Artes estaban María Claudia Falcone, Panchito López Muntaner y Emilse Moler. Claudio coordinaba a sus compañeros del Nacional, y Daniel y Horacio a los del Normal N° 3. Pablo, con Víctor Treviño y otros com­pañeros de la Juventud Guevarista, representaban a "La Legión". María Clara Ciocchini, que ya vivía con María Claudia, se había integrado al grupo del Bellas Artes.
La inquietud de los secundarios se extendería más allá del 11 de junio. Ese día el titular de Obras Públi­cas, Pablo Gorostiaga, se lamentó de que las tarifas "fueran un golpe para la economía familiar". Pero de­claró que era la única manera de mantener un servicio eficiente. Le preocupaba que en 1975 se hubieran in­corporado sólo 24 unidades cero kilómetro y que a ese ritmo se tardaría 200 años para la renovación to­tal.
Gorostiaga ya sabía que las empresas habían sus­pendido el expendio de boletos secundarios, pero los chicos le preocupaban menos que el parque automo­tor. El ministro de Educación de la provincia tampo­co intervino ante las denuncias de los padres de los es­tudiantes: en los colegios, particularmente en los de­pendientes de la universidad, se había suspendido la certificación de "alumno regular", requisito indispen­sable para que las empresas reconocieran el carnet del BES.
El martes 15 de junio, el gobierno mostró sus últi­mas cartas. La Cámara de Transporte había triunfado: se eliminaban las "tarifas planas" y se volvía al siste­ma de secciones. Para los servicios de La Plata, Berisso y Ensenada, el BES costaría 8 pesos. Los secundarios protestaron porque los que tenían viajes que abarca­ban más de una sección, debían caminar varias cua­dras para que les correspondiera el pago mínimo. En caso contrario no pagarían 8 pesos sino 16. El aumen­to general había sido mayor al 200 % .
A tales decisiones, que eran un nuevo golpe para la economía cotidiana de los sectores populares, el ministro Gorostiaga agregó una ironía: "También po­drán tener boleto diferencial aquellos que cursen en colegios privados, especialmente gratuitos, porque en su población hay estudiantes tanto o más modestos que aquellos que cursan en establecimientos oficia­les", distorsionando la realidad para encubrir los lazos del gobierno militar con los institutos religiosos.11
Recién tres días más tarde, el director de Trans­porte, capitán Santiago Bassani, firmó la disposición 2012 que reglamentaba el uso del BES. En su artículo 4o se limitaban las conquistas del ‘75: sólo se exten­derían dos pasajes diarios (ida y vuelta) a cada estu­diante. La medida fue ratificada por el marino inten­dente Macellari y por Jaime Smart, ministro de Go­bierno de Saint Jean.

En la mira


Las resoluciones de junio sobre el boleto secunda­rio no habían conformado a los estudiantes, sumán­dose que en los colegios se continuaba demorando la entrega de las constancias de regularidad y se comen­taba por los pasillos que el boleto no regiría más allá de setiembre. En las semanas sucesivas, Pablo, Clau­dio y Horacio se encontraron a la salida de los cole­gios y en la villa miseria de 19 y 527 donde trabajaban, para discutir como se procedería si el BES fuera suspendido. Pensaban que el último reajuste había de­mostrado que los militares intentaban barrer esa con­quista. Con bastante candidez, suponían que la defen­sa de "su" boleto, igual que el año anterior, convoca­ría masivamente a los estudiantes.
A fines de agosto, Claudia y Panchito permanecie­ron toda una noche dentro del Bellas Artes pintando y distribuyendo volantes para alertar a los estudian­tes sobre la probable eliminación del boleto. Pero los intentos de organizar una manifestación fallaron, mientras aumentaba el riesgo para los dirigentes estu­diantiles.
Después de una de las citas en el bar Astro, a Claudio, Horacio y María Claudia los había seguido la policía. Esa noche, María Claudia llegó a la casa de su tía Rosa Matera y encontró a María Clara discu­tiendo con Panchito.
—Creo que al BES no lo van a sacar porque se les tira toda la ciudad encima, estaba diciendo María Clara.
—No te la creas. Claudio dice que todos nosotros estamos fichados. Él piensa que por ahí esto es una maniobra para meternos a todos en cana, intervino Claudia.
—Puede ser. Igual si al boleto no lo sacan ahora, lo sacan después, vas a ver, insistió Panchito.
Se callaron cuando Rosa Matera entró a ofrecerles algo para tomar. María Claudia le dijo que ya irían a dormir. No les creyó. Las reuniones hasta la madruga­da eran un hábito.
—¿Qué decías?, continuó Panchito.
Claudia vaciló.
—Que me parece que de acá también nos tendría­mos que mudar. Hoy di unas vueltas bárbaras para llegar, porque sentí que me seguían. El bar estaba lleno de "tiras".
Panchito tomó el colectivo después de deambular por varias calles para dificultar posibles seguimientos. Se había quedado preocupado por la charla. Tal vez Claudio tenía razón y el boleto había sido utilizado por la dictadura como una trampa para detectarlos. De todas maneras aprovecharían la oportunidad para intentar su anulación. La vieja estación de La Plata, abandonada, ubicada al final de la calle donde vivía, le recordaba su infancia. La gente apurada, yendo o regresando de su trabajo. Si lo fueran a buscar, ¿servi­ría esconderse detrás de la pila de durmientes amon­tonados en las vías?No quería irse del barrio, le gus­taba estar entre gente abierta como él. Como siempre, la abuela Natividad lo esperaba cabeceando de a ratos. Estaba sentada en la habitación del fondo de la casa, en la vigilia de su edad, en el sitio donde Panchito ha­cía los deberes y ella lo rondaba, planchando o cocinando. Poco antes, él le había comentado que le gustaba más vivir en un barrio que en el centro. ¿Sa­bés por qué abuela? Porque en el centro si les golpeás la puerta te dicen, ‘espere’. Acá, en cambio, te dicen, ‘pase’, ¿no?" Natividad lo vio muy inquieto.
—Hijo querido, ¿por qué no vas a dormir? Mañana tenés examen de Matemáticas.
Panchito entró a la pieza que compartía con el "Chino", despacio. Ojalá que esa noche no soñara otra vez, como en los últimos tiempos, que Claudia no llegaba a la cita junto a la estatua del cántaro, en el parque Saavedra. Le había contado a su hermano Luis y a Natividad cuanta angustia le daba ese sueño.
El 1 ° de setiembre, Saint Jean firmó, con Gorostiaga y Smart, el decreto 4357 que volvía a incremen­tar la tarifa del BES. Accedía a lo que la Cámara de Transporte había solicitado por expediente 2417-4766. Se fijaban diez secciones de tres kilómetros ca­da una, que encarecían el viaje de los estudiantes de barrios alejados, y un incremento en el BES del 25 % . Aunque el boleto estudiantil se mantenía, seguían re­cortándose sus beneficios.12
Con los amagos premeditados de autoridades y empresarios transportistas de suprimir el BES, los or­ganismos de inteligencia militar habían logrado detec­tar a los más activos dirigentes secundarios de La Pla­ta. A la cero hora del primero de setiembre de 1976, comenzó la cacería.


Anticipos

El mes de agosto se despidió agitadamente en el Colegio Nacional. En sus últimos días, el ruido de los petardos había sido acompañado por la aparición de misteriosas pintadas favorables al ERP. Lo extraño de esas manifestaciones era que no se correspondían con las prácticas ni la filosofía de los grupos políticos que actuaban en el colegio. Simultáneamente, se habían notado presencias extrañas en los alrededores. Co­menzó a circular una lista de origen desconocido con el nombre de cinco estudiantes. Se les imputaba la au­toría de las leyendas y los desórdenes.
El 1° de setiembre amaneció sumergido en la cal­ma tibia y densa que anticipa las tormentas. Mientras ingresaban, los alumnos notaron que varios individuos desconocidos —de conspicuos anteojos negros— con­versaban con algunos celadores de conocida militancia en el CNU. Por el trato amistoso, se conocían. En los clásicos corrillos se fueron multiplicando las conje­turas sobre esas presencias: algo estaba por ocurrir.
Poco más tarde comenzaría a develarse el miste­rio. Los estudiantes nombrados en la lista incriminatoria fueron recluidos en la sala de Disciplina. Faltaba uno de los cinco: Luis Favero había viajado a Buenos Aires para intentar la participación de León Gieco en un festival de solidaridad.
El vicerrector Juan Stomo cumplía con eficiencia un papel ordenador. Iba acompañando, de uno en uno, hasta la Secretaría del colegio a los chicos con­finados; allí los esperaban para interrogarlos los hom­bres de anteojos negros. Las preguntas eran secas, enérgicas. Eduardo Pintado, Pablo Pastrana, Víctor Vicente Marcaciano, militantes de la Federación Juve­nil Comunista, soportaron el rigor de la situación y las mismas acusaciones que Cristian Krause, que no tenía actividad política ni estudiantil alguna. De a ra­tos, los ojos de los muchachos dirigían un pedido de ayuda a Stomo que presenciaba la escena, sin interve­nir.
Los alumnos del Nacional consideraron sospecho­so que se ordenara su salida quince minutos antes del horario habitual con la excusa de "la tormenta que se avecina" y permanecieron en las inmediaciones. Un rato más tarde, traspasando las cuatro columnas de la entrada, aparecieron los demorados, ante los vítores alborozados de sus compañeros. Los "anteojos ne­gros" habían calculado a la perfección para que la li­beración tuviera testigos.
Minutos después, mientras cruzaba la avenida 1 hacia la 49, Víctor Marcaciano era apresado e intro­ducido en un coche Fiat 1500 Familiar. Estaría cua­tro meses desaparecido, sufriendo crueles torturas du­rante los primeros veinte días, al tiempo que lo inte­rrogaban sobre el nombre de los dirigentes estudianti­les, especialmente de aquellos que impulsaban la lu­cha por el BES.
Pablo Pastrana —que ya había sufrido un secues­tro el 1o de agosto— y Cristian Krause fueron rapta­dos minutos más tarde. También se intentó una acción similar contra Eduardo Pintado, pero logró escapar. En los cuatro casos los atentados fueron cometidos por los individuos de anteojos oscuros que los habían interrogado en el colegio.
La acción en el Nacional, sólo fue el prólogo de otras. En la madrugada del día 4 eran secuestrados Víctor Treviño de "La Legión", Fernanda María Gu­tiérrez del Liceo Mercante y Carlos Mercante del Co­legio del Pilar. Les siguieron los militantes del Grupo de Estudiantes Secundarios Antimperialistas (GESA), Alejandro Desío, Abel Fuks y Graciela Torrano del Bellas Artes, y Luis Cáceres de la Escuela Técnica. Tenían entre 15 y 18 años.


El último sol

El 15 de setiembre, desde temprano, el sol se exhibió despreocupado frente a la amenaza de las pe­queñas y escasas nubes. Después de un otoño y un in­vierno más desapacibles que los habituales, la prima­vera del ‘76 se anticipaba sobre La Plata.
Para los vecinos de la ciudad, ese miércoles no se presentaba diferente a muchos otros. A su lado, un grupo de adolescentes vivía, como una angustia imprecisa, sus presagios.
Ese mediodía, después de llegar del colegio, Claudia se sentó a esperar que María Clara volviera, para contarle la última discusión con su hermano. Jor­ge estaba enojado por la ligereza con que manejaba sus actividades estudiantiles. Aunque apoyaba su lu­cha apasionada por ideales compartidos, le reprocha­ba su negación del peligro que en esos días era el pro­tagonista de la ciudad. Rosa "Tata" Matera no preguntó nada cuando la vio ensimismada. Sabía que un rato más tarde Claudia estaría cocinando alguna tor­ta o alguna tonelada de papas fritas. "Los vicios no se pierden así nomás", pensó. En ese momento la escu­chó recordarle que el día siguiente se cumpliría el 21° aniversario de la Libertadora.
—Día de Brujas para cazar peronistas, ironizaba Claudia desde la cocina.
El recuerdo de la historia fa­miliar asaltó inmediatamente a Rosa Matera, pero Claudia no se detuvo en el augurio. Estaba escuchan­do las noticias por radio.
Videla había tenido un almuerzo de trabajo con varios gobernadores, una reunión con la comisión eje­cutiva de la Conferencia Episcopal y seis horas de maratón con sus colegas de la Junta para analizar la mar­cha del plan Martínez de Hoz. Con la Iglesia trató va­rios temas. Había pedido a los obispos que retiraran de circulación la Biblia Latinoamericana, editada en 1974 por Ediciones Paulinas en España, aún en época del generalísimo Franco, "por su contenido e ilustra­ciones marxistas". Los monseñores Juan Carlos Aramburu, Vicente Zaspe y Raúl Primatesta también escucharon sus explicaciones sobre la marcha de la repre­sión y los logros para "la pacificación del país", inclu­yendo una promesa de mejoras en el salario de los trabajadores. El secretario del episcopado Carlos Galán fue el encargado de calificar a la reunión como "muy cordial". Sobre la biblia impugnada, se apresuró a recordar que el obispo de San Juan, Ildefonso María Sansierra, había abierto el fuego una semana antes: "La Biblia Latinoamericana es un fraude y una falsifi­cación marxista", e informó que la Comisión de Teo­logía estaba estudiando el tema.
En Tucumán se estaba desarrollando la V Asam­blea del Consejo Federal de Educación. El Ministro Bruera presidía las deliberaciones, a las que asistía in­vitado el gobernador tucumano y jefe de la V Brigada, general Domingo Bussi. Como anfitrión, correspondió el discurso de apertura al ministro de Educación local, Olegario Von Büren, que señaló el "Dios, Patria y Ho­gar" como meta de la educación. Bruera saludó que la Asamblea se realizara en el lugar donde la subversión había sido derrotada, y reafirmó que se combatiría la infiltración ideológica. Las directivas para los rectores sobre ese tema, señalaría luego a los periodistas, "eran de carácter reservado". Claudia tuvo la certeza de que la circular firmada por Solari, adoptada en el Bellas Artes, que ordenaba la represión a los Testigos de Jehová y a quienes se negaran a venerar los símbolos patrios13, se integraba a una trama que se estaba haciendo pública en Tucumán.
A media tarde, fue a buscar a su madre al colegio donde trabajaba. Le pidió plata para comprar una lá­mina porque debía llevar un collage como tarea. Nelva la vio contenta y juguetona como siempre.
Esa tarde, María Clara buscó a Horacio. Él le gustaba, pero no hubiera podido definir sus senti­mientos. Seguía poniéndose colorada cuando Nora Úngaro la llamaba: "cuñada". Se preguntaba si sus sensaciones se habían despertado aquel día de marzo, cuando estuvieron bailando toda la noche en la peña del Bellas Artes, o si en esos meses de exilio en La Plata lo había buscado como refugio contra su sole­dad. Se sentía todavía más desprotegida desde que en la última semana de agosto debió apartarse de su fa­milia. Buscándola, el Ejército había allanado la casa de la calle 63, llevándose detenidos a sus padres por unas horas.
Encontró a Horacio en su casa, solo. Concentrado en pintar sobre su delantal un ojo enorme y una gran lágrima. La clásica representación de la tristeza.
—Creo que es mejor no vernos por unos días, fijáte lo que les pasó a los chicos del Nacional. Claudio piensa lo mismo.
—¿Te parece que se las tomarán con nosotros?, preguntó Horacio.
—¿Todavía no estás convencido?
Horacio la observaba jugar con los pinceles.
—Estás medio bajoneada, ¿no?
—Más o menos... Mis viejos no vinieron a la cita del domingo, espero que no les haya pasado nada.
—Mirá, no te calentés al pedo. Ya los tuvieron y los largaron. No tiene sentido que les sigan haciendo problemas. Dale, "cieguita", anda a cebar unos mates. Apenas venga mi hermana tengo que ir a atender el kiosco de mi vieja.
Cucharita, yerba y azúcar que no le impidieron re­cordar el último encuentro con sus padres en la misa en el Sagrado Corazón, en 9 y 58. ¿Había sido el úl­timo domingo de agosto? No, un poco antes. Después de ese día había conseguido hablar con ellos por telé­fono, pero no era suficiente. Necesitaba tocarlos, aun­que tenía miedo de ponerlos en peligro. Sí, había sido para mediados de agosto. Escucharon misa con aque­lla música detrás de los rezos: "Escucha hermano la canción de la alegría, en que los hombres volverán a ser hermanos". Su padre la había mirado con ternura, mientras ella se abrazaba a su madre con el llanto an­tiguo pero breve.
—Mate sí, Úngaro, gritó desde la cocina, pero a cambio del libro que estás leyendo.
—Esperá que lo termine. ¿Estás segura de que no te vas a escandalizar con Politzer? Vos sos medio monjita... la provocó Horacio.
Nora Úngaro alcanzó a escuchar la discusión des­de el pasillo. Estaba acostumbrada a los jueguitos dia­rios de su hermano y María Clara, que finalmente se resignó a esperar el libro unos días más. Atardecía cuando salieron juntos del departamento. Horacio ha­cia el kiosco de su madre y María Clara a la casa de "Tata" Matera. Ante ella debería seguir fingiendo que sus padres estaban en Bahía Blanca.
La enfermedad de su abuela, que decidió el re­pentino viaje de su madre a Punta Alta, había pertur­bado a Daniel. Vivía un momento especialmente ino­portuno para sufrir ausencias definitivas o tempora­rias. Aunque en cuanto a su madre, tal vez le evitaba explicaciones. Las detenciones de otros estudiantes lo habían decidido a dejar su casa por algunos días. Su hermana Norma discutió esa resolución, intentando convencerlo de que se quedara, que nada sucedería; aunque se había resignado al final. Al punto de conse­guir que una amiga suya le permitiera a Daniel dormir en su departamento. Pero esa noche no podía contar con ese refugio. La amiga se había reconciliado con el novio y en un departamento de un ambiente no ca­bían los tres.
Había oscurecido cuando buscó a Horacio en el kiosko. Se entretuvieron comentando el partido que Gimnasia le había ganado a Independiente en la pri­mera fecha del Nacional. Daniel insistía que no podía faltar el domingo siguiente: Gimnasia, de local, frente a Temperley; Horacio estaba desganado. Sin percibir­lo, el fútbol era su recurso natural de defensa para conjurar los duendes de la inquietud.
No tenían otras alternativas, así que fueron a pa­sar la noche en el departamento de Olga de Úngaro. Apenas llegados se trenzaron en una disputa recurren­te por esos días: sus respectivos méritos para el padri­nazgo del hijo de Inés.14 Ser tíos a esa edad era "un lujo". Nora intervino para calmarlos, con poco éxito. Terminaron trabados en una reñida lucha libre sobre la cama, como era habitual. Impotente frente a las risotadas y forcejeos, Nora les ofreció panqueques de dulce de leche a cambio del cese de hostilidades. Se los tenía prometidos desde varias semanas.
Comieron desaforadamente, miraron dibujos ani­mados, y luego terminaron de pintar, juntos, el ojo y la lágrima en el delantal. La idea había sido de Daniel. Ese ojo estaba en la reproducción del Guernica de Pi­casso que su madre tenía colgada en la peletería. Des­pués de la cena, Nora fue a dormir al cercano departa­mento de una vecina. Los chicos quedaron solos. Pa­recían contentos, a su edad aún podían distraer preo­cupaciones con panqueques de dulce de leche.
Panchito se sentía imprevistamente solo. Había pasado un par de días desde la última conversación con Claudia. El lunes el doctor Falcone lo había acompañado a comprarse camisas, y Claudia se había invitado al paseo, así, de paso, charlaban. Ella tenía ganas de dejar el Bellas Artes. No soportaba la presión represiva y el "discurso pro-milico" de algunos profe­sores. En cuanto a Claudio, seguramente ese día había faltado al colegio porque no lo encontró en la esquina de 1 y 47. Los contactos con él se habían espaciado desde las detenciones en el Nacional. De Emilse Mo­ler, que también venía a las reuniones en su casa, tampoco tenía noticias. ¿Qué estaba pasando?
Había perdido la tarde buscándolos. Cuando vol­vió al almacén, su familia se preparaba para el asado en la casa de los vecinos. Festejaban el mejorado de la calle de tierra, finalmente. La comida duró hasta tar­de. Como siempre, le pidieron que tocara su flauta o la guitarra pero se disculpó. Estaba desconcertado, no sabía qué hacer.
No se acostó inmediatamente. Su abuela Nativi­dad lo escuchó pasear por el fondo de la casa, patean­do piedritas.
Pablo no veía a los chicos de la UES desde fines de agosto, no sólo porque lo dificultaban sus horarios, trabajaba por la mañana y por la tarde iba a "La Le­gión", sino porque la actividad conjunta había decaí­do mucho. Durante la semana había viajado a Las De­licias, en Entre Ríos, para tramitar su ingreso al cole­gio agrotécnico mientras tentaba su incorporación a los Astilleros Navales de Río Santiago. El martes 14 le confirmaron lo del astillero. Una suerte completa: podía dejar de estudiar, y trabajar en una fábrica na­val como quería. Además su nombramiento significa­ba que era "apto" para el régimen. Había llenado una ficha de la SIDE junto con la solicitud.
Como otra posibilidad había tramitado la incor­poración en una empresa algodonera del Chaco, que lo becaría en el colegio agrotécnico durante tres años y posteriormente lo enviaría al norte como técnico en cultivo de algodón. Su padre festejaba que, por fin, sentara cabeza.
Ni la ficha de la SIDE ni su "sentar cabeza" im­portaban a quienes tenían otros planes para su futuro próximo.
Esa mañana, Claudio debía repartir volantes an­tes de entrar a clases. Si Olga de Acha se quedó dor­mida y no lo despertó, fue porque, en el fondo, que­ría impedírselo. Claudio no se lo reprochó, aunque es­taba molesto por haber faltado a su compromiso. Co­mo era habitual cuando no iba al colegio, cuidó a su hermano Pablo y estuvo practicando jueguitos con la pelota, solo en el fondo. De cualquier manera, no sen­tía deseos de salir de su casa.
Lamentaba no haberse encontrado con Panchito en los últimos días; se hubieran animado mutuamen­te. Lo del Nacional había sido grueso. El 1o de agosto habían detenido a Pablo Pastrana de la FJC por 24 horas. Lo golpearon duro para que informara sobre las actividades y los miembros del centro de estudian­tes. Si a Pastrana, que tenía 15 años, lo habían trata­do así, la edad no protegía de las palizas. Lo del 1o de setiembre alimentaba su preocupación. El interrogato­rio a Krause, Pastrana y Marcaciano que terminó con su secuestro.
Al atardecer fue a telefonear a una casa cercana. La vecina estaba excitada porque su gata tendría cría de un momento a otro. Conocía la pasión de Claudio por los gatos y también la oposición de su madre a que tuviera alguno en la casa.
—Te prometo uno apenas nazcan.
—No, mi vieja no quiere.
—Cómo no, la vas a convencer.
Permanecieron un rato largo hablando sobre gatos. Apostaron al parto esa misma noche o a la maña­na siguiente.
Regresó a su casa para la cena. Cuando sus herma­nos se durmieron, se sentó cerca de su madre y escu­chó Pato trabaja en una carnicería. Moris le gustaba tanto como Los Beatles. Se identificaba más con sus letras y las del flaco Spineta que con las de Joe Cocker o John Lennon.
Se acostó cerca de medianoche, con La condición humana de André Malraux. A poco, se rendía al ago­bio de esos días de tensión. El libro quedó cubiréndole la cara.

La pesadilla


"Detrás de las paredes
que ayer se han levantado
te ruego que respires todavía.
Apoyo mis espaldas
y espero que me abraces,
atravesando el muro de mis días.
Y rasguña las piedras,
y rasguña las piedras,
y rasguña las piedras hasta mí"

Charly García - Sui Generis

La noche debajo de El Día


En la mañana del viernes 17, Pablo repasó las pá­ginas del diario El Día, por segunda vez y ya escasas esperanzas. Sobre la suerte de los chicos, nada. En pri­mera plana, a cinco columnas, la declaración inicial del Consejo Federal de Educación reunido en Tucumán: "El Estado está inserto en un orden cristiano y debe proteger la esencia de la nacionalidad, las institu­ciones, la paz, el orden, los símbolos nacionales, la moral y la integridad de la familia". De acuerdo a las noticias que había recopilado durante el día anterior, no correspondía al Estado extender esa protección a sus compañeros.
Tenía sólo treinta minutos el día 16. Rosa Matera se acomodaba al sueño leve de sus setenta y ocho años, cuando escuchó los primeros golpes en la puer­ta, a poco sobre los muebles heredados de sus padres, los pasos duros en el living y las voces extrañas. En­contró fuerzas para salir de su dormitorio y gritó con las entrañas porque sus pulmones estaban enfermos, para impedir que los seis o siete hombres maltrataran a María Clara y a Claudia. La empujaron con las ar­mas hasta su cama, pero se repuso y volvió al escuchar el interrogatorio, las cabezas gachas de las chicas, ven­das en sus ojos. Entonces la encerraron y ataron el pi­caporte. Las frases le llegaron a trozos. Luego, silen­cio. Se arrastró hasta la ventana y vio a Claudia y a María Clara forzadas a subir a un camión del Ejército. El living había quedado desierto. Sólo unas láminas y el collage inconcluso sobre la mesa. Apenas llegaron al departamento del sexto piso de la calle 56 N° 586 el doctor Falcone y Nelva Méndez, avisados por el por­tero, Rosa se desmayó.15
El almirante Rojas había celebrado en el Luna Park otro aniversario de su golpe contra Perón. Más adelante, la página de espectáculos. No era habitual insertar allí noticias sobre detenciones de estudian­tes, pero Pablo quiso asegurarse. David Niven en Ti­gres de papel y Vittorio Gasman en Nos habíamos amado tanto brillaban desde la nómina de películas. En otra ocasión se hubiera detenido a considerar cuándo las vería: le gustaban los filmes románticos. Al costado, la reposición de Yo tengo fe, de Palito Ortega, el programa de televisión y los horarios de funciones del circo Eguino Bros.
Las dos y treinta y cinco. El grupo encapuchado irrumpió en el N° 2539 de la calle ‘73: "¡Ejército Ar­gentino, entreguen las armas!" Se abalanzaron sobre Ignacio Javier de Acha y Olga Koifmann que estaban acostados y los empujaron hasta la pared de la cocina: "Los libros, ¿dónde están los libros y las armas?". "No tenemos armas, y los únicos libros son los de los chicos, de la escuela ", balbuceó Olga.
El pequeño Pablo había quedado hipnotizado por el cañón de una de las armas. "Por favor, tengan cui­dado, está recién operado del corazón, tiene sólo tres años". "Señora, no complique las cosas", advirtió uno de los encapuchados. "¿Quién es ésta?" Preguntaba por Sonia, de 11 años. "¿Y éste, que hace?". Es Clau­dio, va al bachillerato, al Colegio Nacional", contestó Ignacio de Acha. "Bien, debemos llevarlo por razones de seguridad del Ejército ". Olga vio como lo arrastra­ban en ropa interior por el pasillo, gritó que la dejaran alcanzarle un pantalón y lo besó y acarició apenas.
Eran las cinco de la mañana cuando los de Acha atravesaron Plaza Italia, y se detuvieron un segundo para abrazarse y llorar.16
¿Qué hacer? Después de lo de la madrugada del 16, sentía miedo de ir al colegio y también de quedar­se en su casa. En un momento, se le había ocurrido preguntar por los chicos en las comisarías pero inme­diatamente se asustó de su atrevimiento. El impulso de acudir a su padre aumentó su inquietud, y lo des­cartó.
Al anochecer fue a la estación de servicio donde trabajaba uno de sus amigos del barrio, en 13 y 520. Que lo ayudara a pensar cómo sobrevolar esos días hasta que la tormenta amainara.
Las cuatro y cuarenta. Calle 116 N° 542. Olga Fermán de Úngaro pidió tiempo para vestirse a los ocho hombres del Ejército que querían entrar, y se desesperó hasta el cuarto de Daniel y Horacio para avisarles. Los chicos tuvieron tiempo de desprenderse del arma que escondían debajo de la almohada: era el libro de Politzer que voló por la ventana. Prisionera en la cocina, Olga escuchó el interrogatorio y los golpes. Horacio y Daniel repetían que no sabían nombres, que no conocían a las personas por las que pregunta­ban los encapuchados. Le dijeron: "Los llevamos para interrogarlos. Más tarde se los devolveremos, señora". Y escuchó como los arrastraban desnudos por las es­caleras. Cada escalón le desgarraba el pecho, desde el quinto piso hasta la planta baja.17
Se les ocurrió que la misma estación de servicio podía servir de escondite. Juntos la revisaron de arri­ba a abajo, pero pronto se desanimaron. No había huecos en las paredes, la oficina era de vidrio tras­parente y el foso para coches demasiado peligroso. Tomaron mate por un largo rato, hasta que una idea salvadora les despejó la angustia. ¿Quién sospecharía que dentro de una expendedora de hielo Rolito esta­ría durmiendo un hombre?
Pablo tendió la frazada sobre el colchón de dia­rios, dentro de la expendedora para automovilistas. Acostado, acarició la idea de que estuviera en servicio. Podría copiar a aquellos famosos de Hollywood que pagaban montañas de dólares para ser congelados y revivir luego de años de vida latente. Él sólo necesita­ba que pasaran esos días.
Ese domingo 19, desde el suplemento de El Día, Horangel vaticinaba: "El país tiene un porvenir muy destacado en 1977 (...) y entra como un balazo en 1980". Pablo no hubiera percibido la trágica literali­dad de "como un balazo", porque la muerte en la adolescencia, es ajena. De otra manera, hubiera senti­do el tiempo suspenderse y un muro delante de su his­toria. Pero no leyó la predicción, preocupado por lo que haría al día siguiente.
Las cinco de la madrugada. Después de rajar a cu­latazos la puerta del N° 2123 de la calle 17, los seis hombres uniformados con ropa de fajina del Ejército, sólo dos a cara descubierta, le exigieron a gritos a Irma Muntaner de López que los llevara hasta sus hi­jos. Los precedió encañonada, por el pasillo lateral de la casa. Cinco autos grandes en la puerta y hombres parapetados en los techos. Supo que buscaban sin precisiones cuando entraron al almacén donde dor­mían Panchito y Víctor.
"¿Dónde están las armas?", preguntaron. Panchi­to negó que las tuvieran, pero insistieron: él debía te­ner asignada una. El grupo que se había desplazado para revisar el resto de la casa regresó frustrado: ni armas ni volantes. Como machacaban con la acusa­ción de armas escondidas, Panchito les señaló el rope­ro que compartía con su hermano. Encontraron un rifle de aire comprimido, viejo y partido en dos, y una pistola de aire comprimido, pero nueva. "¿Nos estás cargando?", gritaron furiosos. "Nos lo tenemos que llevar, señora. Cuando conteste lo que queremos saber se lo devolvemos". Panchito se atrevió: "Es que yo no sé nada". "Entonces, pibe", amenazó uno de ellos, "atenéte a las consecuencias".
Irma les rogó que lo dejaran vestirse. Vio como sa­caban un pullover y un pantalón azul del ropero. Tra­tó de seguirlos pero la amenazaron con una ametralladora. Apenas desaparecieron corrió a la casa de Luis, su hijo mayor, que era quien más la preocupaba. A Panchito ya se lo devolverían.18
¿Cuánto tiempo resistiría sin actividades, con la angustia del futuro, visitando sobresaltado a su gen­te?. En la tarde del 20 regresó a su casa y habló con su padre sobre su actividad estudiantil y el secuestro de los chicos. El profesor opinó que nada grave podía pasarle, que permaneciera en casa, que después de to­do él no había cometido ningún delito. No logró tran­quilizarse.
Hizo una ronda por las casas de sus amigos y ter­minó cenando en lo de "Bachicha", como le decían a su amigo Juan Diego Reales. Comió como nunca.
—Mirá, bromeó con Diego, creo que de esta noche no paso, así que prefiero estar con la panza llena.
A las cuatro, la primavera irrumpió armada en el N° 435 de la calle 10. Daniel Díaz se asomó por la ventana de la planta alta respondiendo a los culatazos sobre el portón de entrada.
—Dejá, le gritó Pablo, me vienen a buscar a mí. Bajaba la escalera en ese momento subiéndose los pantalones.
Los ocho hombres con pasamontañas cubriéndo­les la cara vestían ropas diversas, algunos, bombachas del Ejército. Lo empujaron al suelo y le apoyaron una pistola en la nuca, mientras obligaban al resto de su familia a tirarse a su lado. Lo intimaron a entregar lo que tenía escondido.
—No entiendo, yo no escondo nada, respondió.
Los escuchó identificarse como Ejército Argenti­no. "Después me dijeron que habían robado, que se habían llevado un bolso de mi hermana, una cámara fotográfica, unas joyas de mi madre . Al living entró el hombre que daba las órdenes lamentándose de que en la casa no había nada especial. Un señor de cua­renta y cinco años, canoso, que posteriormente por fotos yo puedo reconocer como el comisario Vides”.
Lo arrastraron hasta la puerta y lo tiraron dentro de uno de los cuatro coches, sobre alguien que ya es­taba boca abajo, encapuchado.
Imaginó a los vecinos cerrando sus ventanas y de­jándolo solo cuando los secuestradores gritaron: "¡Bajen las persianas o tiramos!", y esa representa­ción ahondó su miedo. "¿Adónde me llevan?", bal­buceó, y recibió un culatazo seco en la espalda.
Cerca de media hora más tarde y una travesía por la ciudad, frenaron frente a un portón. "Me mostra­ron después un croquis y creo reconocer que era Ara­na. Se decía campo de concentración Arana".
Pablo era el último de los marcados. La jaula de La noche de los lápices se había completado. Estaba frío y amanecía.
Martes 21, Día del Estudiante.


Los dueños de la muerte

El coche se detuvo en un espacio abierto. Lo baja­ron a empujones y lo tiraron, atado y encapuchado con su pullover, en una especie de hall. "Quedáte tranquilo. Ya vamos a hablar", le decían voces alter­nadas. Temblaba y transpiraba a pesar del frío de la madrugada. "Ahora me piden documentos, me toman las huellas y me largan", intentaba tranquilizarse.
Se inclinó hacia atrás para poder observar el lugar por debajo del pullover. Una pieza pequeña, desnuda, con una puerta de hierro con mirilla y dos ventanas clausuradas. Se asustó cuando le sacaron con rudeza el pullover y le colocaron una venda de tela roja, algo traslúcida.
—¿Vos en qué andás?, le preguntó el cuarentón canoso.
—No sé dónde estoy, tartamudeó.
— Vamos, ¿cuál es tu grado en la guerrilla? ¿En qué organización estás?
A través de la venda intuía los contornos. Entre ellos no se llamaban por sus nombres. Uno lo mante­nía parado frente al canoso. Su garganta se contraía, filtrando una voz cortada.
—¿Cómo funcionan en tu colegio? ¿Vos qué ha­cés ahí?, insistió el canoso.
—Yo estoy en el centro de estudiantes, reconoció.
—Pero hacen circular revistas, ¿no? ¿Qué revistas leés?
—No, no... no leo nada.
Trajeron a otro secuestrado, también atado y ven­dado. Sin que supiera que él estaba al lado, le ordena­ron que hablara sobre Pablo Díaz. Contestó que era un chico que estaba en el centro de estudiantes de "La Legión", simpatizante de la Juventud Guevarista, y que había participado en las movilizaciones del bo­leto secundario. Que no sabía nada más.
Cuando se lo llevaron, sentenció el cuarentón:
—Te salvaste. Aunque sólo vas a vivir si yo quiero.
Después, el dios lo mandó tirar como un fardo en un calabozo.


La máquina de la verdad

"Ya era de día, no sé, ahí uno se daba cuenta cuando era de día o cuando era de noche por las tor­turas, casi siempre de noche, cuando no se podía vi­sualizar la luz y empezaba a escuchar los gritos de las mujeres. Entonces uno se daba cuenta de que había llegado la noche".
Escuchó disparos y el silbido de balas varias veces durante el día. Sabía que estaba en las afueras de la ciudad pero no lograba reconocer un olor a carne chamuscándose que entraba a ráfagas por las ranuras. "¿Qué quemarán?". Aún no sabía.
El ladrido de los perros, lo confirmaría después, anunciaba la noche. La puerta se abrió rechinando. Lo arrastraron entre dos policías (podía distinguir la ropa de fajina y el ruido de los borceguíes) hasta una pieza, lo desnudaron aunque se resistió, y lo tiraron sobre un catre húmedo.
—Ahora te damos una sesión para que no te olvi­des, le anunciaron mientras lo vendaban con una cin­ta resistente, opaca. Lo sumergían en la nada.
Respiró cuando escuchó decir que le darían con la máquina de la verdad. Eso estaba bien, quería que la trajeran rápido, que el aparato que usaban en las pelí­culas policiales moviera su aguja de un lado a otro. Así se darían cuenta de que no mentía: "Seguro que después me largan".
—Sí, que traigan la máquina, gritó.
Lo picanearon en los labios, en las encías, en los genitales. Y subía el olor a su carne quemándose, hin­chándose violenta. Ahora sabía.
—Dale, decínos el nombre de un chico y te deja­mos, escuchó a uno.
—¿Así que querías ser agrotécnico para servir a la patria?, se divirtió otro.
En sus gritos no había nombres. No se los daría. "Si vas a cantar, abrí la mano". Cerraba los puños pa­ra resistir.
—Dale, un chico, el nombre de un chico. Y la pregunta se repetía invariable e incansable: "Vamos, el nombre de un chico..."
Se olvidó del tiempo.
Cuando lo dejaron en el calabozo, desnudo y vo­mitando, lo único que quería era agua. "Si te damos agua, reventas como un sapo, pibe", le dijeron los guardias.
Por los gritos, por el movimiento de los coches y los ladridos, reconoció otra noche. ¿Habían pasado dos días completos?. No dejaron que durmiera tran­quilo.
Lo llevaron ante un escribiente que no reparó que tenía la venda corrida y podía espiar. Vio la máquina de escribir, los bigotes espesos y el uniforme de poli­cía de la provincia.
—A ver, me vas a contar todo lo tuyo, dijo el es­cribiente. Desde que naciste.
Y no supo por qué raro impulso fue exponiendo su corta historia ante ese extraño. Desprolija, a borbo­tones de fragmentos triviales y episodios queridos. De la infancia, del secundario, de su familia. Y el nombre de cada uno de los suyos era un ahogo. Como un huérfano reciente extrañando el calor de cuerpos co­nocidos.
Lo obligaron a firmar sin leer la declaración y lo devolvieron al calabozo. Ellos no sabrían que al obli­garlo a recordar su historia le permitieron atrapar imá­genes de amor. En ese ensueño se adormeció. No im­portaba que hiciera frío, tuviera puesto sólo un pantalón y hubiera perdido los zapatos.


Los perros

Gritó como nunca por el pasillo largo mientras lo arrastraban a la pieza mugrienta donde se fundían en un hedor único la perversidad y la carne chamuscada. Otra vez los hombres sobre él. El aliento contenido, la picana perforándole la piel, los músculos, la boca siempre abierta y el dolor en oleadas.
—No te vas a meter más, pendejo. Ya vas a ver.
Y una descarga. Abría y cerraba las manos para que pa­raran, pero no había nombres. Lo giraban en el catre, arriba, abajo... Olor a mierda, olor a mierda. Abría las manos pero no había nombres.
—¿Así que querés jugar, hijo de puta?
Otra des­carga.
Como un bramido, escuchó: "Traeme la pinza". Y sintió un tirón brutal en un pie que su grito no pu­do cubrir.
—¡Me quiero morir. Me quiero morir! ¡Por favor, basta, basta! Y sus alaridos se resolvieron en sollozos. Por favor... ¡mátenme!
Se despertó en el calabozo, ensangrentado, y pal­pó el vacío de su uña arrancada. La vida y la muerte, el delirio y el tormento se mezclaban como en una pe­sadilla.
Al tercer día se enteró sobre otros detenidos. "Por los nombres pude escuchar que ahí estaban Víc­tor Treviño, Walter Docters, Néstor Eduardo Silva y su novia, a quien decían "la negrita", y José María Schunk, que le decían "Carozo". Había una chica que le decían "la paraguaya", que ellos se jactaban porque había muerto allí. Se jactaban, digo, porque decían: ‘Se murió, tirála a los perros. Se te murió a vos, dijo uno, enterrála’. Pienso que la llevaron al mismo lugar donde me torturaban a mí y ella gritaba. Después vi­no ése que dijo: tirála a los perros"19
Fue esa noche, o la siguiente, que vino un sacer­dote a ajustarle los nudos de la venda y a decirle que se confesara porque lo iban a fusilar.
—No, padre, que no me maten. Por favor, avise a mi casa, dígales donde estoy.
—No te hagas el tonto, confesáte. ¿En qué anda­bas?
—Sólo en lo del boleto escolar, en el centro de es­tudiantes... en serio, por favor, padre.
—No te preocupes, te mandamos a un lugar donde vas a estar mejor que acá. Lo sacó del calabozo y lo arrastró hasta un muro.
Quedó temblando de espaldas al paredón. No es­taba solo, había un grupo de chicas que gritaban: "¡Mamá, mamá, me van a matar! ¡Mamá!" Una voz de hombre que repetía: "¡Viva la patria! ¡Vivan los Montoneros!"
Sonaron las descargas. ¿De dónde le brotaba san­gre? Lentamente fue recuperando su cuerpo: el pecho, la cabeza, el vientre. No había sangre, no estaba muer­to.
El terror había congelado los gemidos. Hasta que una voz quebró el silencio.
—¿Se cagaron, eh? Esta vez se salvaron... Y a vos, ¿te gusta gritar Montoneros?, ahora te vamos hacer gritar, hijo de puta.
"Habían pasado, yo calculo, cinco o seis días. Po­dían haber sido siete, no sé muy bien, pero yo había entrado el 21 de setiembre".
Una noche lo trasladaron. Para entonces ya sabía que el lugar que dejaba era Arana, la División Cuatrerismo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en 137 y 640, dependiente de la Comisaría 5o de La Pla­ta. También, que uno de los jefes era un tal subcomisario Nogara.


Soy Pablo Díaz

Ahora que estaba amontonado junto a catorce o quince personas dentro de un micro, atado y venda­do, cubierto con una remera que no era suya ¿qué pa­saría en la ciudad? ¿su familia lo estaría buscando? su padre estaría muy jodido. Su padre... Extrañaba aque­lla cama improvisada dentro de la expendedora Rolito.
En aquellos días, cuando Pablo soñaba con hiber­nar como Walt Disney, Saint Jean visitaba la Repú­blica de los Niños. El general se trasladó con una cor­te de funcionarios para repasar los trabajos de repara­ción y conservación de la ciudad. Saint Jean en el pe­queño puerto que reconstruía la Marina de Guerra, en el estadio, en el cine, en la casa de los muñecos. Husmeando el desolado Palacio de Justicia. En realidad había ido a supervisar la remodelación del edifi­cio destinado a mostrar a los chicos las gloriosas acti­vidades del Ejército Argentino.
El motor en marcha lo regresó al miedo. Uno de los guardias se sentó sobre su espalda. Estaba acos­tumbrándose a calcular los trayectos con un reloj imaginario. "No es tan fácil irse del tiempo", pensó. Esta vez había viajado el triple que la vez anterior, cuando lo llevaron a Arana. En el vaivén su cuerpo to­caba otros cuerpos, boca abajo como él, pero nadie decía una palabra. Escuchó que abrían y cerraban un portón cuando el micro se detuvo; la marcha len­ta y después un giro pequeño a la izquierda.
—A ver, vamos, abajo. Vos, vos..., dijo uno.
No se movió hasta que lo tironearon fuerte de la remera (lo obsesionaba saber a quién pertenecía) y gi­mió por el sacudón su cuerpo ablandado por la pica­na, débil. Había escalones, y el individuo que lo sos­tenía no soportaba su peso muerto. "Este se me cae", maldecía. Calculó que habían subido un piso, unos pasos cortos en un entrepiso, otro piso y que estaban en la parte más alta porque el calor crecía y el encierro también.
Lo tiraron dentro de un calabozo y la puerta de hierro se cerró, pesada. Escuchó ruidos iguales de otros cerrojos, sellando la oscuridad. El silencio poste­rior le confirmó que los guardias se habían ido. Al­guien gritó.
—Soy Ernesto Ganga, no tengamos miedo, somos todos compañeros.
El eco retumbó en la galería de calabozos.
—Soy Pablo Díaz, contestó.
Y los demás nombres se escucharon en distintos tonos, en rosario, como cuando pasaban lista en la escuela.
"Empezamos a hablar de donde estábamos. Cree­mos que en la Brigada de Investigaciones de Banfield. Allí estaban Graciela Pernas, Horacio Úngaro, tenía 17 años, María Claudia Falcone, tenía 16 años, Fran­cisco López Muntaner, tenía 15 años, Daniel Alberto Racero, creo que tenía 18 años, Claudio de Acha, te­nía 17, pero después me dijo que el 21 de setiembre había cumplido 18. Espero no olvidarme de ninguno: María Clara Ciocchini y Osvaldo Busetto".
En los espacios que les dejaba el cambio de los tres turnos de guardia, intentaron explicarse por qué estaban allí. Por los interrogatorios se convencieron de que el motivo era su participación en lo del boleto escolar. Los torturadores querían saber qué hacían en el centro de estudiantes, por qué pedían un boleto se­cundario, qué grados tenían en las organizaciones gue­rrilleras, cuál era el nombre de su responsable, cuáles eran sus nombres de guerra. Después se habían con­formado con pedirles "el nombre de otro chico". En ese único tema se fueron los primeros días.
No les dieron de comer durante toda la semana, pero el hambre compartido parecía menos hambre. A pesar de la soga al cuello y las manos atadas a la espal­da, del cuerpo llagándose sobre la baldosa fría y rota del calabozo, de la penumbra quebrada por un hilo de luz. El terror era permanente, apenas conjurado a ra­tos por el recuerdo de cosas compartidas, antes. Falta­ba establecer un código clandestino porque no siempre era posible comunicarse a gritos.
Lo propuso otro secuestrado, Néstor Silva, el día que a Pablo lo confinaron toda una noche en el ante­último calabozo de la galería inundado por diez centí­metros de agua.
Pablo repitió: "Un golpe, la A; otro, la B; tres, la C..."
—Caminá, loco, le gritaba Néstor, si no te vas a morir de frío. Yo golpeo todo el tiempo para que no te duermas.
Había cinco pasos desde la puerta a la pared. Con­tó más de treinta mil.


El pozo

Hacía más de dos meses que le habían cambiado la venda y colocado unos algodones sostenidos con cinta adhesiva. Los ojos le picaban y la supuración formaba una masa gomosa con los algodones y las pestañas. A pantallazos, había aprendido a reconocer el lugar cuando se atrevía a levantar la venda, sobre­saltado por el llanto nocturno de las mujeres que gri­taban "mamá", y los pasos de la guardia.
Por la mirilla de su calabozo recorría el mapa de ese infierno quieto, perturbado por los traslados, los cerrojos, los gritos, donde los días eran iguales a las noches. Noches de oscuridad. Tumba de pasillos y ventanas tapiadas. A veces, el timbre de un teléfono de alguna oficina cercana le mentía sobre la existen­cia de un mundo exterior.
¿Cuántos kilos habría perdido? ¿Cinco, seis, diez? Del pelo de su barba le subía, pegajoso, un olor ran­cio.


Estaban en un pabellón con dos galerías, y el te­cho coincidía con el de los calabozos. Probablemente sobre sus cabezas estaba la terraza. Veía un ventiluz tapiado a medias con alambres cruzados, y en el co­rredor tres ventanas de paño fijo, formando cuadra­dos de vidrio sobre las paredes blanqueadas a cal. Al final del pasillo estaban los baños con piletones de cemento; una pared dividía los correspondientes a cada galería. En el otro extremo, puertas enrejadas y el banco donde la guardia se sentaba a vigilar el de­pósito de secuestrados. "De aquí no se escapa nadie", pensó.
Contó doce calabozos en cada galería. Por lo que pudo observar, dieciocho estaban ocupados, el resto parecía destinado a los detenidos en tránsito.
En el primero de su fila estaban Graciela Pernas y Alicia Carminatti; después el suyo, que a veces com­partía con José María Noviello. Al lado, Osvaldo Busetto. Seguían: Ernesto Ganga, una embarazada20, "la negrita", y otra embarazada21. Dos calabozos li­bres, y estaba Néstor Silva, después el calabozo inun­dado, cercano a los baños. En la hilera de atrás estaban, en orden: Víctor Carminatti, María Claudia Falcone, que a veces cuidaba a una embarazada22, un calabozo para tránsito, luego Panchito López Muntaner; al lado, María Clara Ciocchini que compartía la pared con Daniel Racero. En las tres celdas siguientes estaban Claudio de Acha, Horacio Úngaro y otra em­barazada. Seguramente esa sería la disposición defini­tiva porque habían colocado cartelitos con el nombre de cada uno, colgados de las puertas.
¿El orden coincidía con la militancia? De un lado habían encerrado a todos los peronistas.


Un hombre

"Un, dos, tres, arriba, respirar". No querían pen­sar en cosas dolorosas, así que decidieron hacer gim­nasia y cantar. A veces, Pablo cantaba a coro con Claudio o con Panchito y María Claudia; era tan desa­finado que terminaban a las carcajadas. Si la moral ba­jaba se iban a la mierda o, lo que era peor, desapare­cían del todo. Daniel no siempre se plegaba al canto. Caía en silencios prolongados y podía pasar horas y hasta un día entero sin hablar. "¿Qué te pasa Cali­bre?", le preguntaban. "Nada, nada. Estoy medio bajoneado", escuchaban bajito. Después, como si des­pertara, hablaba sin parar y hacía chistes.
Las chicas también se deprimían, sobre todo en las noches. Panchito, en cambio, estaba siempre pare­jo de ánimo, y Claudio, tan tímido afuera, era quien más sostenía y conversaba con los compañeros. Cuan­do permanecía en silencio, seguro que estaba recor­dando alguna película o episodios de alguna novela. Él era así, decía.
"Para mí, recuerda Pablo Díaz, el hombre en serio del pabellón era Osvaldo Busetto. No porque fuera un duro del ERP, como decían los guardias, con bronca o respeto porque no les había dado datos ni nombres en la tortura. Él discutía políticamente todo, les de­cía que aunque lo mataran no triunfarían sobre el pueblo. Con nosotros, en cambio, era como un her­mano mayor de treinta y tantos años".
Lo habían detenido en 7 y 54 cuando debía en­contrarse con otros compañeros. Vio movimientos ra­ros y trató de escapar. Le pegaron dos tiros en una pierna y uno en el estómago. Lo secuestraron herido, lo operaron en el hospital naval de Río Santiago y después lo tiraron allí, aunque le dijeron a la prensa que había muerto en combate.
Le habían dejado unos clavos en su pierna y una cicatriz llena de pus en el estómago.
—Che, vení, le ordenó a Pablo el médico petiso con traje a rayas. Tenés que cuidar a ese bofe de Buse­tto. 23
Pablo se levantó. El traje a rayas lo sostuvo del brazo y lo trasladó al calabozo de al lado, con un bal­de y un trapo de piso.
—Cuando yo cierre la puerta, le indicó, levántate la venda y limpiálo.
¿Cómo podría limpiarlo con eso? Busetto lo espió.
—No te preocupes, Pablito. Vos dale nomás y si grito mucho le hacemos una joda a los chicos para que se crean que me están torturando.
Le alivió el sus­to cuando Osvaldo empezó a aullar como si fuera una broma. Primero se escuchó gritar a Claudio y ensegui­da a las chicas.
—¿Qué te hacen, Osvaldo? ¿Qué te hacen?
Inme­diatamente sonaron las famosas risotadas de Panchito que había descubierto la trampa.
En esos días de enfermero, Osvaldo le repetía que la lucha había sido justa; que los milicos no serían eternos; que había que resistir el encierro. "So­bre todos ustedes, que son unos perejiles lindos. Por eso van a salir", lo alentaba. Necesitaba creerle.
En tanto tiempo los habían llevado una sola vez a ducharse, desnudos y vendados, todos juntos. A ellas les quedaba el corpiño y unas bombachas harapientas. A él, sólo el elástico del calzoncillo con un taparrabos de tela sucia. Mientras se bañaban habían aprovecha­do para tocarse las manos pacíficas y trasmitirse áni­mos en voz baja: "ya vamos a salir".
La soga en el cuello les ahogaba el deseo, y ha­bían perdido la vergüenza por la desnudez. Pero man­tenían el pudor, el asco y las ganas de vivir.


La vida

En los calabozos habían ido agregando seis emba­razadas, dejándolas al cuidado de los chicos. Decidie­ron que la ración de pan se la darían a ellas y a Osval­do. Una tarde llegó el médico petiso y arrastró a Pa­blo a otra celda.
—Esta va a tener, lo que tenés que hacer cuando empiecen las contracciones es tomarle el pulso. Y gri­ten todos, que la guardia va a subir.
Sin más precisio­nes, se fue.
¿Qué?, pensó. Si él no sabía nada de pulsos ni contracciones. Se quedó frente a la mujer desnuda, que se retorcía porque habían empezado las últimas contracciones.
—¡Pablo! ¡Pablo! ¡Ya viene! ¡Ya viene!
—¡Calmáte, calmáte! Por favor...
Le pasó la mano por la frente, la acarició. Y su cuerpo tembló al ritmo del cuerpo de la parturienta sobre la baldosa.
—¡Me sale mi hijo, Pablo! ¡Me sale mi hijo!
Sus gritos llenaban la galería.
—¡Chicos, chicos!, golpeó con desesperación la puerta. ¡Griten, griten, que ya nace!
Se escuchó un coro a destiempo: "¡Guardias, guardias!", insistiendo hasta que subieron con una chapa como camilla, la cargaron y se la llevaron arras­trando por las escaleras.
Después de unas horas se escuchó el llanto del be­bé y cuando subieron los guardias supieron que había sido varón. A partir de ese día, también a Claudia le había tocado atender un parto, los sorprendió el se­creto de la vida.
Una vida que ahí dentro había decidido ser muy sobreviviente. Unas madres y unos bebés que no vol­vieron a ver nunca más.


La risa y los cerdos

"Desde el cumpleaños de Graciela Pernas, el 9 de diciembre —me acuerdo bien porque pude ir de cuer­po después de más de dos meses— empezaron a dar­nos unos guisos grasientos una vez por día. Supongo que para mantenernos vivos, para maniobrarnos me­jor y que no nos desplomáramos como bolsas de pa­pas".
Para comer los sacaban al corredor y los sentaban de espaldas a las puertas frente a unos bols de plásti­co, como perros atados o mendigos. A los que no po­dían moverse los tironeaban de la soga del cuello.
En una de esas comidas, Pablo dio la nota cómica. La risa de los chicos le recordó que a pesar de esa cotidianeidad absurda, un hilo de humor los ligaba a la vida.
—¿Quién quiere repetir?, había gritado el guardia.
—¡Yo, yo, yo.., por favor!, contestaron todos.
Hubo otra ronda de un cucharón con grasa para cada uno.
—¿De quién es el bols verde?, se escuchó.
—Mío, dijo Pablo.
Y recibió un cachiporrazo que lo volteó.
—Así que sos vivo y te levantás la venda.
Resona­ron varias carcajadas en la galería: ¡Qué boludo!

Ya habían terminado de comer y lo seguían bro­meando. "Cómo te pisaste, viejo. ¿Así que sos vivo?" Imitaban a los guardias. Y bueno, que lo cargaran. ¿Lo suyo era una torpeza? Después de todo había po­dido burlarlos levantándose la venda y hasta desatán­dose, a veces.
¿Fue esa noche u otra noche lo de María Clara?. No recordaba, pero le había dolido escuchar ese cla­mor desgarrado. A las chicas siempre las encerraban después que a los varones cuando terminaba la cena. Para manosearlas. Apenas los habían dejado en las cel­das oyeron sus gritos: "¡No me toque más! ¡No me toque más! Me mato... me mato...", y se golpeaba la cabeza contra la puerta. " ¡No, para, para...!, ¿qué es­tás haciendo?, ¿estás loca?", se escuchaba desde cada calabozo.
Pablo hubiera querido calmarla, acercarse para acariciarla y que pudiera dormirse. Después, mezclada con el llanto de María Clara, escuchó la bronca entredientes de Osvaldo: "Son unos cerdos hijos de puta, unos cerdos..."


Sui Generis y Dios

Hablaban muchas veces de lo que harían cuando salieran del Pozo. Que no era posible que por el bole­to escolar los tuvieran mucho tiempo encerrados. Pa­blo había programado con Horacio, con Calibre, con Claudia, con todos los chicos tomarse unas bue­nas vacaciones; quien sabe si volverían al colegio. Y de hacer política, ni pensarlo por mucho tiempo.
Como de la navidad se esperaban cosas buenas, presintieron que en Nochebuena, a más tardar en Año Nuevo, los dejarían en libertad. "Era bárbaro como hacíamos planes para después: primero los viejos, la familia, pasear por la ciudad, el cine, los amigos, ver la luz. ‘Y tomarse unas cervezas en el Astro’, decía Calibre. Y nos enganchábamos todos en la imagen de la espumita subiendo, espesa, en el balón. Una cer­veza o cualquier cosa al aire libre, cuando volviéra­mos a circular, limpitos y con la panza llena entre la gente común".
En lugar de la libertad, esa Nochebuena no les dieron de comer. Les dejaron un poco de agua en los jarros sucios y los guardias se despidieron recomen­dándoles, paternales, que pensaran en sus familias a la hora del brindis.
Fue María Clara la que propuso un rezo conjunto. "Ahora se arma", pensó Pablo.
—Decíme para qué, gritó Horacio. Si Dios existie­ra nos sacaría de acá.
—No digas eso, intervino Claudia desde su calabo­zo. Hay gente que piensa que Dios sirve porque luchó por los pobres. Y aunque no vaya a misa...
Calibre la estaba interrumpiendo, pero no se le entendía. "Hablá claro, ¿qué te pasa?"
—Que Dios está distraído.
—No tanto como vos, ironizó María Clara.
No se escuchaba, como otras noches, el ruido de motores en marcha o de coches entrando y saliendo. Ni los perros ladraban ese día.
—Yo no digo que Dios exista, no lo puedo afirmar, siguió Claudia, pero en la villa de 19 y 527 hay un cu­ra que es un ejemplo. Trabaja con la gente, y la gente lo quiere y le creen.
Pablo no intervino en la discusión. No tenía de­masiado que decir, todavía. Estaba incrédulo después de lo que había pasado, aunque a veces rezaba y pen­saba en un Dios salvador. Si estuviera seguro de que lo escuchaba...
—Che, ¿y no es mejor si cantamos algo?, dijo.
—Yo digo que Dios es un facho, insistió Horacio que no quería terminar la discusión.
—No nos vamos a poner de acuerdo. Yo sí creo, se escuchó enojada a María Clara. Además, es cierto que hay gente como Plaza, pero también estuvo Mugica. Yo aprendí mucho de él y pienso que entre el cristia­nismo y la revolución no hay contradicciones.
—Qué tiene que ver..., qué tiene que ver..., seguía Horacio.
Claudio, que había estado discutiendo por su lado con Néstor Silva, golpeó fuerte la puerta desde el cen­tro de la galería.
—Basta, che. Los que piensen que Dios existe que recen y los que no, que hagan lo que quieran. Vamos, cantemos...
No había terminado de decirlo, cuando se escu­chó: "Dios es empleado en un mostrador, da para re­cibir..." La salida de Horacio y la letra de Charly Gar­cía lograron que la discusión se extinguiera entre ri­sas. Sabían que el asunto no se acababa así pero acep­taron la tregua.
Desde el centro del pabellón, Claudia y María Clara intentaron un dúo, también convocando a Sui Generis. Sus voces arrastraron las otras, cantando lo que siempre les servía para animarse: "Detrás de las pare­des / que ayer se han levantado / te ruego que respi­res todavía. / Apoyo mis espaldas / y espero que me abraces / atravesando el muro de mis días. / Y rasguña las piedras / y rasguña las piedras / y rasguña las pie­dras hasta mí."
No todos la sabían. Los "viejos" y los desafinados cantaban por su lado y mezclaban letras. Y Osvaldo, harto del "surrealismo" de esa música, se largó con un tango.
—No, paren, paren, qué quilombo, gritó Claudia.
Se pusieron de acuerdo cuando llegó la mediano­che, hora del brindis. Pablo propuso: "Por nuestra fa­milia, por la libertad y por nosotros". Se escucharon golpes contra las puertas y algunos sollozos, que fue­ron desapareciendo cuando desde un calabozo se en­tonó Zamba de mi esperanza.
Cada verso convocaba nuevas voces, hasta que se unieron todas. Porque esa sí la sabían, estrofa por es­trofa.


El día sobre la noche

Pablo tenía contados noventa y siete días de en­cierro cuando de madrugada el traje a rayas lo arras­tró fuera del calabozo. Estaba con la piel reseca, el pelo hasta los hombros, pegajoso, y se desmayaba por cualquier esfuerzo. Le iban a quitar los algodones que le infectaban los ojos. Cuando lo sentaron percibió un lugar distinto al de la pieza de torturas. Otros olores, otros ruidos.
Uno de los guardias le advirtió que no debía mirar porque allí había un teniente coronel.
—Si lo reconocés, perdiste, pibe, le dijo.
Era imposible que lo viera. Desde hacía tiempo sólo distinguía los contornos y tenía nubes húmedas en los ojos. El médico lo agarró de atrás, le arrancó la venda y lo limpió con alcohol.
—Aguantá si sos hombre.
Gritó con desesperación, mientras la cinta gomo­sa, podrida, se despegaba llevándose sus pestañas, las cejas, y el alcohol penetraba la piel llagada. Ubicó la voz del teniente coronel a sus espaldas.
—A este chico hay que mejorarlo, mirá como está. Vas a pasar al PEN, pibe. Pero no le podemos sacar la foto así. Vaciló. Bueno, ¿qué hacemos? Le cortamos el pelo..., no. Qué se yo..., sacále la foto así.
Lo acomodaron para fotografiarlo de perfil. Se sintió asustado por este nuevo trato.
—¿Dónde estoy?, preguntó.
—Decíle señor. El guardia le pegó. ¿No escuchaste que es un teniente coronel?
—Señor, ¿dónde estoy?, repitió.
Lo movieron, le agarraron las manos, los dedos. Le tomaron impresio­nes digitales.
—Mirá, pibe, dijo el teniente coronel, ya estás bien, te vamos a sacar de acá. Pero te quiero hacer una advertencia: vos no sabés donde estuviste, ni con quien estuviste. Nunca contés nada, ¿entendido?
Mientras lo devolvían a la celda, aún con la soga al cuello, el guardia le dijo: "Esta noche te trasladan, no hables con nadie porque perdés. Quedáte tranquilo, salís en libertad". No podía creer que se iría de ese in­fierno. ¿Y los chicos? ¿Se irían con él? ¿Qué era eso de PEN? ¿Lo llevarían esa misma noche a su casa? "A casa esta noche", repitió para que fuera cierto.
Cuando la guardia se alejó, le gritó a los chicos que "lo pasaban al PEN".
—Bárbaro, Pablo, eso quiere decir que reaparecés. Reaparecés, flaco, le contestaron.
—Creo que nos sacan a todos, dijo convencido.
Después, cuando el silencio cubrió la galería, pen­só en Claudia. No quería irse sin verla. Entre ellos ha­bía nacido algo lindo, un cariño grande, producto de esa soledad. Ella le gustaba. Le gustaba cómo le habla­ba de sus cosas; cómo le decía que él la ayudaba a vi­vir. Le dolía escucharla llorar, llamando a su madre. No sabía cómo consolarla, a veces tocaba la pared mientras hablaban, acariciaba el cemento imaginando que un calor igual llegaba desde el otro lado.
Alguien en el pasillo comentó que era 28 de di­ciembre "Día de los inocentes". No podía irse sin ver­la. Le pidió a uno de los guardias, un "blando", que lo llevara para despedirse de ella.
—Bueno, pero te doy quince minutos. Y que no lo sepan porque me matan.
—No te preocupes. Le prometió. Gracias.
Cuando quedaron a solas, sin las vendas y desata­dos, se sentaron apretándose las manos, mirándose en silencio.
—Gracias por las fuerzas que me das, Pablo.
—No, no. Ya vas a salir vos...vas a salir enseguida. Cuando estemos afuera vamos a vernos, no sé...
—No puedo darte nada, nada. Y la confesión llegó entre los sollozos. Me violaron en la tortura por atrás, por adelante... No puedo.
—No llores, por favor. Pablo no sabía como reac­cionar ante la confidencia inesperada, que lo cargaba a la vez de indignación y de impotencia. Y de ternura.
—Ya se va a arreglar todo, en serio. La acarició.
Escucharon los pasos de la guardia.
—Por favor, andá a lo de mis viejos. Mi dirección es 8, 1334. Decíles que estoy acá.
No supo qué otra cosa agregar, más que prometer­le que iría a lo de sus padres. Estaba aturdido y lo tu­vieron que empujar fuera de la celda. Si no hubiera sentido que le correspondía a él representar el papel de fuerte, se habría largado a llorar, desesperado.
En la madrugada, cuando lo vinieron a buscar, golpeó por última vez la pared de Claudia. La oyó triste, en un último pedido.
—Todos los 31 de diciembre levantá la copa por mí, por todos. Yo ya estaré muerta.
Y no reparó en la ropa que trajeron para vestirlo, ni que el guardia lo arrastrara como a un perro. Gritó para ella, para todos los chicos.
—No, no digas eso, por favor. ¡Van a salir! ¡Van a salir todos!, vas a ver.
Se escuchó bramando esa consigna mientras atra­vesaba la galería. Las rejas se cerraron detrás de él.
Cuando lo pusieron dentro del baúl de un Citroen, cuando ingresó a un taller que apestaba a grasa de au­tos y cuando, horas después, otro secuestrado le con­tó que estaba en la Brigada de Investigaciones de Quilmes, la voz de Claudia le apretaba el corazón.



Tercera Parte: LA MEMORIA

Mayo 9, 1985


Pablo Díaz: Ahí nos reciben, y nos empiezan a pegar, esto es, uno dice: "voy a llevar las car­petas", y nos empiezan a pegar, y viene uno diciendo: "no, no, no, qué hacen, están locos, si estos ya están legalizados, no, aparte no tienen nada". Nos llevan al calabozo y de nuevo arriba; era arriba porque subimos unas escaleras. Nos atan y nos vendan pero sin la soga al cuello. Estábamos en Quilmes. Pasa esa noche, un guardia nos toma los nombres.
Juez D’Alessio: Perdón. ¿Estaba usted y quién más?
Pablo Díaz: José María Noviello, y volvemos todo de nuevo. Quién es, quiénes están, a quiénes trajeron, cómo se llaman. Ahí estaba Walter Docters, Gustavo Calotti, dos chicos más que no recuerdo, eso era en el tercer piso porque me enteré que era la Brigada de Investigaciones de Quilmes. La celda ya no era sellada, sino que había un pasaluz que daba en diagonal, así enfrente de una pieza, de ahí solían poner a comunes y al lado de un ventanal grande había un bonito. Y cuando los ponían allí, ellos nos veían a nosotros. Nos asomábamos y les con­tábamos que estábamos vendados y atados, después la comunicación era con el segundo piso, nos decían que estaban chicas, que había chicas, desaparecidas. Yo creo reconocer que allí estaban Patricia Moler o Emilse Moler y Patricia Miranda, no sé muy bien. El 31 de diciembre, la noche de Año Nuevo, lo primero que preguntamos era dónde estábamos. Des­pués, por un guardia que se había apiadado de nosotros, no sé, que nos levantaba la venda, y nos decía: “A mí no me preocupa que me miren porque yo no torturo, porque soy un ser humano”. Se llamaba Jorge, el apellido no sé. Después voy a relatar de este señor, cuando me sacaron de allí. Estábamos vendados y atados y ahí vino al otro día un médico que me decía que me había dado gotas para los ojos por el trato hacia mis ojos, yo sabía que me estaban tratando de curar, no de destruir. Comíamos una vez por día, pero nos daban bastante pan, mucho pan. Ya no había un límite. Pedíamos la cantidad de pan que quisiéramos y nos da­ban. El baño, no, seguíamos con la lata, nos bañaron una sola vez, la vez que nos bañamos nos quedamos desnudos enfrente de la celda todos. Cuando estaba Jorge y uno que le decían “El Negro” nos hacían cantar. Cantaba él también, fue el único que nos dejaba a cara descubierta. En un momento este señor nos dice que va a tratar de llegar a cada una de nuestras casas, que nos dejaría hacer una car­ta. Nunca pasó. Una noche vinieron unos pe­ruanos de la localidad de Quilmes, de naciona­lidad peruana, que nos dijeron que estábamos en la Brigada de Investigaciones de Quilmes. “Nos fue a buscar el Ejército”, nos dijeron. Ellos no estaban ni vendados ni atados, noso­tros les decíamos mirá, todavía no habíamos escuchado tortura, golpes sí, lo que pasa que yo digo tortura a la picana, pero los golpes son una tortura ¿no?, es la costumbre. A ellos los sacaron a la noche, y nos habíamos equivo­cado porque empezamos a escuchar los gritos de ellos, cuando a la noche, de repente, entra­ron a la celda, nos sacaron toda el agua, y los trajeron a ellos arrastrando y los tiraron en la celda, y tenían los labios quemados, los geni­tales, les habían dado picana, pero, qué sé yo, me horroricé de nuevo de estar, de pasar otra vez por eso, ¿no? Nos habían dicho que los había agarrado el Ejército, que había hombres del Ejército en la Brigada de Investigaciones de Quilmes, que había sido en el primer piso. A ellos los vinieron a buscar al otro día y se los llevaron. Nunca más supimos de ellos. El nombre no lo puedo afirmar tampoco.
Juez D’Alessio: ¿Conoció ahí a alguna otra persona que estuviera detenida?
Pablo Díaz: Estaban Walter Docters, Gustavo Calotti, a ellos se los llevaron antes que a mí me trasladaran; Patricia Moller, Patricia Miran­da, creo, Emilse Moler, que también se los lle­varon, ahí me enteré de que estuvo Víctor Treviño, que un día a las 4 de la tarde aproximada­mente lo habían bañado, lo habían perfumado y lo habían sacado de ahí. Con posterioridad me entero de que Víctor Treviño estaba desapareci­do. Yo creí que se había ido en libertad, ¿no?
Juez D’Alessio: ¿Hasta qué fecha permaneció allí?
Pablo Díaz: Ahí habré estado hasta... el 22 de enero, hasta el 27 de enero, habré salido de ahí, del 22 para adelante.
Juez D’Alessio: ¿Pero usted había llegado, o yo me confundí el 28 de diciembre?
Pablo Díaz: El 28 de diciembre, exactamente, pasé Año Nuevo ahí, lo único que supimos que fue Año Nuevo porque nos dijo el guardia, ese día nos dieron todo el pan que quisimos.
Juez D’Alessio: ¿En qué fecha salió de allí?
Pablo Díaz: De ahí salí, este, calculo el 24 de enero, no el 24 de enero no, el 27 de enero, no estoy seguro.
Juez D’Alessio: Bien.
Pablo Díaz: Yo le iba a decir del 22 al 27, en ese período, quiero hablar de fechas seguras y sé que son seguras. Las condiciones: seguí atado, vendado, yo ya sabía que estaba en el PEN. Un guardia me decía "Tu decreto del PEN fue el 28 de diciembre, está tu carpeta”; yo no entendía si estaba legalizado, seguía con los desaparecidos; a mí me trasladan, un día me sa­can a las 4 de la tarde, sube este señor poli­cía, porque a veces subía vestido de policía, Jorge me dice: "Pablo, te llevan, te vas en li­bertad, te van a dejar libre”. Eran las cuatro de la tarde, porque él me dijo: "Son las 4”. Yo quiero decir que todavía seguía con el pelo largo, con la barba larga, en las mismas condi­ciones, flaco, porque lo único que comía, la única recuperación digamos, si ellos me quisie­ron dar una recuperación, no puedo afirmarlo, era de curarme los ojos y darme más raciones de pan; yo ya ahí me levantaba, ya caminaba, porque me sacaban al sol, digo al sol, porque el pasillo del tercer piso de Quilmes es un, están las celdas, un pasillito y con rejas, o sea que el sol penetra, para darme mayor ubicación no sé si sale el sol, si...
Juez D’Alessio: Continúe.
Pablo Díaz: Entonces me sacaban desnudo, me ponían ahí frente al sol, y me dejaban horas y horas, ¿no? Después pasó ese día a las 4 de la tarde, me saca, me baja Jorge, me da un abrazo, me dice: "Si algún día te encontrás en la calle conmigo, recordáme bien”. Me di­ce: "yo no te torturé, no te hice nada, yo te traté como ser humano o por lo menos pude". Esas fueron textuales palabras, me subieron a una camioneta de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, digo esto porque en el trayecto me dijeron: "Sacáte la venda, desatáte". Yo digo: "No puedo". Me hicieron darme vuelta, me desataron en el camino, me saqué. "Sacá­te la venda, estás libre"; me saqué la venda, ya podía ver medio nublado, del ojo izquierdo casi no veía y del derecho veía nublado; me se­guían poniendo las gotas, pude verlos a ellos tres, a los policías que me trasladaban en la camioneta; me dejaron, fuimos hasta la comi­saría tercera de Lanús, con José María Noviello, me bajaron en ese momento, yo veo que hay vecinos en la puerta de la comisaría, ven las condiciones que yo entro, con un pantalón apenas, no tenía zapatos, tenía el pelo, seguía con el pelo largo, con la goma del pelo, del cautiverio de Banfield, porque era todo una goma, los vecinos, yo veo que nos miran, yo puedo reconocer la tercera de Valentín Alsina porque tiene un vidrio grande, además, ya sin vendas, me llevaban al calabozo. La gente que estaba en el mostrador me ve, yo les veo las caras, yo no quisiera ni haberme visto en un espejo cómo estaría, estaba débil, totalmente débil, me desmayaba cada, yo no sé, pero cuando me agitaba así me desmayaba.
Ahí en la celda de la tercera de Valentín Alsina ya legalizados, digo legalizados porque tenía visitas, un Walter Docters, Gustavo Calotti, y no recuerdo otro nombre.
Al otro día ahí me dicen que iba a estar bien, que iba a poder ver a mi familia, pero no es así, al otro día me trasladan a la Unidad 9 de La Plata; esto es, aproximadamente, el 29 de enero, un día antes, así que me deben haber cambiado a la tercera de Valentín Alsina, sí me cambiaron el 29; fue el 29 que pasé de la tercera de Va­lentín Alsina a la Unidad 9 de La Plata.
En la Unidad 9 de La Plata, me pelan y todo eso y dicen: "Este va al hospital”. Me tuvieron que levantar entre dos y yo recién ahí pude ver a mi familia, el 8 de febrero. Yo mandaba cartas, nunca les llegaron, nunca me dejaron decirle hasta dos días antes creo del 28 de febrero dónde estaba yo. En la Unidad 9 de La Plata me dejaban al sol, comía, yo calculo que cuatro veces al día, yo seguía con las marcas al costado de cuando había dormido en el suelo, todavía me veía la carne, se me podía ver un poco en los labios, en los genitales, las quemaduras, todavía se podía visualizar la uña arrancada, y se podía ver lo blanco que estaba y lo débil, pienso que no me dejaron ver a mi familia porque me tenía que recuperar, pero ellos son testigos de que yo no estaba como a mí me habían llevado, el 21 de setiembre ".

Por cielo y tierra


"Dios es empleado en un mostrador: da para recibir.
¿Quién me dará un crédito, mi Señor?,
sólo sé sonreír".
Charly García - Sui Generis

De exilios y laberintos


Pasaron días, meses, años, y los chicos seguían au­sentes. En tanto, sus familiares no se habían detenido ante silencios y portazos oficiales. Sus caminos se entrecruzaron en los pasillos del Ministerio del Interior, las oficinas de la Cruz Roja Internacional y las Nacio­nes Unidas, las antesalas de embajadas, los atrios e iglesias de todos los credos, las alambradas de los re­gimientos.
En la peregrinación por la recuperación de los chi­cos hubo ausencias, hipocresías, mentiras, abandonos, y algunas luces: los intensos reclamos entornarían la puerta de la verdad. La búsqueda semejaba un túnel sin fin donde cada respuesta negativa conducía a la desesperación. Y cada indicio sobre el paradero de los chicos, a veces una frase murmurada con temor, apor­taba fuerzas y nuevas preguntas. La esperanza indes­tructible de que seguían con vida y que pronto regre­sarían a casa.
A partir del 16 de setiembre de 1976, la vida de los padres de los siete adolescentes secuestrados esta­lló como un rompecabezas, pero juraron buscarlos "por cielo y tierra" mientras veían a sus otros hijos partir al exilio. En la tierra había espanto y el cielo parecía clausurado. ¿Nelva Falcone olvidaría, acaso, que sus súplicas ante los representantes de "lo divino" se convirtieron en una repetición de lo siniestro?
"He visto sacerdotes, entre ellos al padre Astolfi24 que era capellán del Séptimo de Infantería de La Plata, y él me decía que había visitado a los chicos, que estaban allí, prácticamente secuestrados, que les había dado asistencia espiritual. Mi esposo y yo que­damos desconcertados ante las explicaciones de este sacerdote. Me dijo que a mi hija seguramente la mandarían a una granja de recuperación. No sé a qué recuperación se refería, si María Claudia era una chica extraordinaria (...). También habíamos ido a ver a monseñor Plaza, porque cuando mi esposo fue inten­dente le había hecho muchos favores que él le pidió. Pero no se acordaba de haberlo conocido porque nos atendió fríamente y no volvimos más. La segunda vez fui sola a la Curia. Me llamó la atención ver dos perso­nas armadas en la puerta, me sentí desconcertada. Me atendió el secretario, señor Marcicano, pero no me su­po dar ningún dato concreto".25
El matrimonio Falcone interpuso dos recursos de hábeas corpus por su hija, incorporados a los expe­dientes N° 47166 y 25820 del 17 de setiembre de 1976, con respuestas negativas por parte de las poli­cías federal y la provincia, y del Ejército Argentino. Tal vez porque no cejaron en sus indagaciones, se les proporcionó otra respuesta: el 13 de abril de 1977 los Falcone fueron secuestrados por las FFAA, alojados en el campo de concentración "La Cacha" —ubicado en los talleres de Radio Provincia— y liberados sema­nas más tarde, luego de haber sido torturados para que denunciaran el paradero de su hijo Jorge.
Siguiendo los pasos de sus colegas del Ejército, la Policía Federal los secuestró nuevamente el 14 de enero de 1978 en la localidad de San Miguel. Trasla­dados al campo de concentración "El Banco" —en el camino al aeropuerto de Ezeiza—, volvieron a tortu­rarlos interrogándolos sobre la misma cuestión. Des­pués de 45 días, el 27 de febrero, fueron liberados. En noviembre del ‘78, Jorge Falcone debió exiliarse con su esposa, en Suecia y más tarde en España.
A pesar de los vejámenes no abandonaron a María Claudia. Hubo dos nuevos recursos de hábeas corpus —expediente N° 1364 del Io de julio de 1977 y N° 19346 del 11 de abril de 1979— con negativas reitera­das de la policía provincial.
Sólo Nelva Falcone llegaría a exponer el caso ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Perso­nas (CONADEP). El 29 de julio de 1980, su esposo había muerto de un paro cardíaco: los tormentos su­fridos agravaron una vieja lesión de su corazón. La tía Rosa "Tata" Matera murió el 24 de mayo de 1984, a los 81 años. También se había apagado su corazón.
Recuerda Olga de Acha: "Decían siempre que no, que Claudio jamás había estado detenido". Hubo un expediente, el N° 125351. La foja N° 2, fechada en octubre del ‘76 con el informe negativo de la policía provincial, ratifica ese recuerdo. Después, los de Acha abandonaron la ciudad para radicarse en Necochea hasta fines de agosto de 1978. Antes de hacer las vali­jas, habían recorrido todas las dependencias policia­les y militares de La Plata. Sus últimos reclamos so­bre el paradero de Claudio vincularon la espada con la cruz.
"Hicimos una presentación ante Saint Jean, y su secretario nos derivó a Camps. Los funcionarios poli­ciales que nos atendieron dijeron no saber nada. El médico pediatra de Claudio, Samuel Estola, nos dijo que Claudio había estado detenido en la Brigada de Investigaciones de La Plata, según le habían referido algunos colegas suyos. Pobre Estola, desapareció unos meses después. Desesperados, solicitamos una entre­vista con monseñor Plaza. Nos atendió uno de sus se­cretarios.
—Ustedes nunca más volverán a ver a su hijo, dijo.
—Señor, pregunté, ¿por qué está tan seguro?
— ¿Su hijo fue detenido entre el 15 y el 16 de se­tiembre?
—Sí, señor, pero ¿cómo sabe? Y él nos respondió convencido: ‘Ustedes no lo verán más’. Le repetí que no podía ser, que yo tenía entendido que sólo Dios podía ser tan infalible. ‘¿No puede haber un error?’, pregunté. Y él me respondió tajante: ‘Nunca más lo van a ver’. Esas palabras suyas no las pude olvidar..., no las pude olvidar".
En setiembre del ‘78 los de Acha se exiliaron en Suecia, donde se establecieron. Nélida Koifmann, tía de Claudio, continuó la búsqueda. Desde Necochea a La Plata las versiones se fueron sucediendo: Claudio había sido visto en "La Cacha", en Gonnet, en Mag­dalena. En marzo de 1984, la CONADEP titulaba "Expediente N° 148 - Claudio de Acha, su desapari­ción".
Irma Muntaner de López sintió miedo la mañana del 16 de setiembre de 1976 cuando presentó el pri­mer recurso de hábeas corpus por Panchito en el Juz­gado Federal N° 3 de La Plata. Cualquier trámite ofi­cial le hacía temer que la represión se extendiera has­ta sus otros hijos, Luis César y Miguel Ernesto, ya amenazados. "Pensaba que no debía hacer barullo, que hacer más denuncias era como reclamar ante de­lincuentes. Estábamos desamparados. Pero terminé recorriendo una por una las comisarías de la ciudad, peticionando ante el Ministerio del Interior. La res­puesta era siempre la misma: Panchito no estaba dete­nido ni tenía antecedentes".27
Su cautela inicial fue inútil. Luis César fue secues­trado el 9 de abril de 1977 en Mendoza. Nunca reapa­reció. Un mes más tarde, también Miguel y su esposa fueron torturados y amenazados: "Los vamos a fusi­lar, a ustedes y a toda esa familia", sentenciaban sus carceleros. Recuperaron la libertad a tiempo para acompañar a Irma Muntaner a interponer un nuevo recurso de hábeas corpus por Panchito, en julio de 1977. En la foja N° 5 del expediente N° 1362 consta, de rigor, la respuesta negativa de la policía de la pro­vincia: Camps no sabía de Francisco López Munta­ner...

El 30 de setiembre de 1976, Nora Úngaro y Nor­ma Racero fueron secuestradas de la casa de Elsa Pe­reda de Racero, madre de Daniel. Nora estaba allí pa­ra recoger el número del documento de identidad de Daniel. Quería presentar un recurso de hábeas corpus por él y por su hermano Horacio. Una semana des­pués, Norma fue liberada; a Nora Úngaro la traslada­ron al pozo de Arana hasta el 20 de octubre.
Elsa Pereda también buscó a Daniel incansable­mente. "Fui al Regimiento 7o, fui a la comisaría 2o, que pertenece a mi barrio, visité todo lo que podía ser policía, regimiento. A todos pedía hablar con al­guien que tuviera autoridad, pero todos me decían lo mismo. Lo único que me dio alguna esperanza fue que en 1 y 60 había un comisario conocido y pedí hablar con él. Tanto le insistí que me dijo: ‘Vaya tranquila, señora, seguro que lo tenemos nosotros, venga dentro de dos o tres días a la comisaría segunda que voy a estar yo’. Fui. El primer día me trató bien, me dijo que tenía que esperar y me citó para el día siguiente, pero ya no estaba. Me cansé de ir y nunca más lo vi. Después me dijeron que le habían dado el pase a Mar del Plata. Ahí termina mi calvario por las dependencias policiales"28
A mediados de 1979, Elsa Pereda se trasladó con su hija Norma a Neuquén. "Creo que lo decidí cuan­do dejé de esperar que Daniel tirara una piedrita a la ventana de mi habitación, como hacía siempre para avisarme que había llegado a casa. Durante meses, du­rante años, aún ahora, un ruido similar me sigue estre­meciendo".
Como el resto de la familia, los Ciocchini vivieron su propia noche. Las tres hermanas mayores de María Clara se exiliaron en diferentes países de Europa. Héctor y Elda de Ciocchini presentaron su denuncia a la CONADEP como estación terminal de cientos de bús­quedas infructuosas. Obligados al exilio interior, escu­charon la historia de Pablo Díaz para recuperar "a fragmentos, la memoria de María Clara".
Algunos de los protagonistas de esa noche de an­gustias y dolor, no obstante, preferían mantener ce­rrada la puerta de la verdad.


Los ausentes

Emilse Moler y Patricia Miranda habían participa­do en las movilizaciones por el boleto secundario en la primavera del ‘75. Ambas cursaban el bachillerato en el Bellas Artes. Cuando se realizaron los operativos de La noche de los lápices, Emilse Moler integraba el equipo de la UES de su colegio, junto con María Clau­dia Falcone y Panchito López Muntaner. Con diecisie­te años recién cumplidos, Emilse Moler y Patricia Mi­randa fueron secuestradas en la madrugada del 17 de setiembre de 1976 de sus casas.
Algunos testimonios vertidos en el juicio a las ex juntas militares, indicaron que ambas habían perma­necido inicialmente en el Pozo de Arana —como el resto de los chicos— y trasladadas posteriormente a la Brigada de Investigaciones de Quilmes hasta el 24 de diciembre de 1976, sin pasar por el Pozo de Banfield. En su testimonio, Pablo Díaz mencionó que ambas habían sido trasladadas, luego de esa fecha, a la comi­saría 3a. de Valentín Alsina, junto con Walter Docters, Calotti y Víctor Treviño, quien nunca reapare­ció.
Nora Úngaro corroboró la declaración de Pablo: "Cuando me trasladan a otro lugar que es Seguridad Policial de Quilmes, yo me cruzo con una de las chi­cas que se llevan en el grupo de La noche de los lápi­ces, que es Emilse Moler. El padre de ella, Oscar Mo­ler, es policía. Cuando yo salgo le aviso que había es­tado con la hija. El viene a verme a mi casa y me pre­gunta si yo quería saber adónde había estado. Le describo el lugar, le digo que escuchaba dos trenes, uno a la mañana y otro a la tardecita. ‘El lugar del interro­gatorio es Arana; y el lugar donde te cruzaste con mi hija es Seguridad Policial de Quilmes’, me dice. Él sa­bía donde había estado, porque tuvo oportunidad de ver a su hija (...) Cuando la veo a Emilse Moler me dice: ‘Yo estuve con tu hermano, estuvimos aproxi­madamente una semana juntos, luego nos trasladaron. Me cuenta que no los dejaban hablar, y trataban de tocarse las manos. Como no los dejaban hablar, in­tentaban rezar para mantenerse juntos. Emilse me di­ce que a mi hermano, o sea Horacio, a Daniel Racero, a María Claudia Falcone, María Clara Ciocchini y Francisco López Muntaner, los trasladan a todos juntos, pero que ellos bajan en otro lugar".29
Walter Docters confirmó el relato de Nora: "El 24 de diciembre nos cargan en una camioneta a Emilse Moler, a Patricia Miranda, a la chica que estaba emba­razada, a Gustavo Calotti, nos ponen en el piso de la caja de la camioneta y nos tapan con frazadas, y des­pués nos ponen cajas vacías arriba nuestro".
Luego de su retiro de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, el comisario inspector Oscar Moler, pa­dre de Emilse, había instalado un comercio de ropas en la diagonal 74 de La Plata. En la primavera del ‘76, sin embargo, debió retomar contacto con sus viejos colegas: tenía que salvar a su hija. Logró ver en secre­to al coronel Roberto Roualdes, a pesar de que el mi­litar no concedía entrevistas a familiares de secuestra­dos. Pidió clemencia a Camps y al comisario Luis Vi­des, quien más se oponía a la libertad de su hija.
Finalmente, la orden llegó a Camps proveniente de las oficinas de Inteligencia del Primer Cuerpo de Ejército donde Roualdes podía influir sobre el general Suárez Mason. En la navidad del ‘76, Emilse Moler fue trasladada del Pozo de Quilmes a la comisaría 3o de Valentín Alsina, una antigua zona de servicio del ex comisario Moler. A mediados de enero del ‘77 fue alojada en el penal de Villa Devoto hasta el 20 de abril de 1978 en que salió bajo el régimen de "liber­tad vigilada". El ex comisario inspector había logrado su objetivo a cambio de garantías de silencio. Nunca se escucharon sus testimonios ante la CONADEP ni durante el juicio a las ex-juntas militares. Patricia Mi­randa tampoco declaró.
Las últimas noticias sobre Emilse Moler provienen de una conversación telefónica con los autores de este libro, el 18 de junio de 1986. Con voz nerviosa, refirió: "No puedo asumir públicamente lo que sucedió. No me fue fácil. Yo pensé: borrón y cuenta nueva y construí mi vida, entre comillas, claro, en Mar del Pla­ta. Para mí fue un sacudón el juicio, y dudé. Pero des­pués me pregunté: ¿hasta qué punto mi testimonio puede servir?".
Su declaración, así como la de Patricia Miranda, hubiera sido decisiva. Alojadas durante tres días en el Pozo de Arana, entre el 17 y 20 de setiembre del ‘76, formaron parte de La noche de los lápices y sufrie­ron los mismos tormentos que sus compañeros. Sus palabras, unidas a las referencias de Pablo Díaz, hu­bieran probado lo que la Cámara Federal no admitió en su fallo: que todos los chicos fueron salvajemente torturados.
Inquieta por la trascendencia de aquella noche trágica, Emilse Moler apareció fugazmente para decir que todavía no estaba dispuesta a reaparecer.



Testigo de cargo


"Todavía cantamos,
todavía pedimos,
todavía soñamos,
todavía esperamos
que nos digan adónde
han escondido las flores
que aromaron las calles
persiguiendo un destino...
Dónde, dónde se han ido "
Víctor Heredia

¿Por qué?


Pablo Díaz permaneció prisionero a disposición del Poder Ejecutivo durante tres años, nueve meses y diez días en la Unidad Penitenciaria N° 9 de La Plata; jamás se le sustanció proceso judicial. En las horas cir­culares de su cautiverio, lo turbaba una pregunta recu­rrente: "¿Por qué yo?". Elegido entre todos los chi­cos para reaparecer, lo obsesionaba encontrar la res­puesta.
Repasó aquellos meses del ‘76. Si los secuestros de setiembre habían golpeado a estudiantes comu­nistas, socialistas y peronistas, el blanco de los opera­tivos del día 16 fueron exclusivamente los chicos de la UES. Aunque por esa época él integraba la Juven­tud Guevarista, sus torturadores en el Pozo de Arana parecían tenerlo registrado como peronista y es posi­ble que ese error haya motivado su inclusión en La noche de los lápices. "En los interrogatorios, prime­ro me acusaban de estar con la UES, luego volvían y me preguntaban por la Juventud Guevarista. Además, si los seguimientos se realizaron durante los meses an­teriores, coincidieron con la época en que me la pasa­ba haciendo trámites laborales, en agosto y setiem­bre. Tenían una gran confusión aumentada, pienso, porque no les di nombres de otros chicos y me negué a aceptar que era un terrorista como ellos querían que confesara".
Sin embargo, Pablo dudaba de que su no perte­nencia a la UES hubiera sido el motivo decisivo para su reaparición. Después de todo, ¿en qué se diferen­ciaba su activismo estudiantil al de los otros chicos? ¿No se había secuestrado y asesinado a mucha gente "por las dudas"? ¿La incesante búsqueda de su fami­lia podía haber influido?
La madrugada del 21, horas después de su secues­tro, su hermano Daniel intentó movilizar al Comando Radioeléctrico y, posteriormente, asentó una denun­cia por secuestro y robo en la comisaría 2o de la ciu­dad. Previamente había recorrido otras dependencias policiales averiguando su paradero. La respuesta ofi­cial fue siempre negativa: "Pablo Díaz no está deteni­do ni tiene orden de captura".
Los primeros días de octubre del ‘76, su madre había logrado penetrar los dominios de monseñor Pla­za, luego de implorar a varios militares cercanos al ge­neral Camps. Uno de ellos transmitió a Hedda de Díaz el "pálpito" del obispo: "Díganle que el chico se sal­vará".
"El obispo les aseguró que había hablado a Camps por mí, y les dijo que me iban a dar un escarmiento, que estaba en Banfield pero que no hicieran nada por­que sino me mataban".
Hedda de Díaz continuó la búsqueda y repitió las súplicas a cada uno de los militares que por diferentes motivos estaban relacionados con su familia.
En enero del ‘77 logró entrevistarse con el general Guillermo Suárez Mason, jefe del Primer Cuerpo de Ejército, en su despacho del Regimiento I de Palermo.
—Señor, quiero saber dónde está detenido mi hijo y cuándo saldrá en libertad. Hedda de Díaz contenía el llanto. No quería flaquear ante el general, que revi­saba con lentitud una carpeta. Displiscente, sin mirar­la, el militar leyó uno de los papeles.
—Señora, su hijo fue detenido repartiendo panfle­tos en la calle, el 28 de diciembre de 1976.
—No señor, eso no es verdad. A mi hijo se lo lleva­ron de mi casa el 21 de setiembre.
Suárez Mason cerró la carpeta bruscamente.
—Le repito señora que su hijo fue arrestado el 28 de diciembre por seguridad, y de ahora en adelante mejor que no se olvide de esa fecha.
—No, señor. Me lo sacaron de casa el 21 de se­tiembre, se obstinó. Ahora, dígame dónde está, por favor.
El general golpeó sobre el escritorio. Hedda de Díaz tembló.
—¡Sáquenla! ¡Llévensela!, indicó al oficial que presenciaba la entrevista. Y por su bien, señora, le re­pito que de ahora en más recuerde: fue el 28 de di­ciembre, el 28 de diciembre.
Mientras el oficial la empujaba hacia la puerta, Hedda de Díaz no transigió.
—No señor. A mi hijo me lo sacaron el 21 de se­tiembre.30
La búsqueda continuó en el Ministerio del Inte­rior, el Departamento Central de la Policía Federal, la Curia Metropolitana, y los regimientos cercanos a La Plata. Hedda de Díaz recorrió el camino de todas las madres de desaparecidos.
¿El prestigio del profesor Benito Díaz había in­fluido en la decisión final de los represores? "Él era jefe del departamento de Historia de la Universidad de La Plata. Identificado con el rosismo y con el pero­nismo de derecha, era admirado por la gente del CNU, y dentro de la cárcel me trataban bien porque yo era su hijo".
El dilema de Pablo no se resolvía. ¿Cuántos chi­cos secuestrados que nunca aparecieron tenían padres influyentes? ¿Todas las madres no habían recorrido, acaso, el mismo camino que la suya en la búsqueda de sus hijos? ¿Cuánto de arbitrario había en la conducta selectiva de la represión?
Su libertad llegó la tarde lluviosa del 19 de no­viembre de 1980, después de haber sido sometido a extensos interrogatorios en los cuales distintos jefes militares quisieron asegurarse de su "recuperación".
Los primeros fueron con el teniente coronel Campoamor, asesor de Camps, y el coronel Carlos Sánchez Toranzos, enlace del Estado Mayor del Ejército con Institutos Penales. "Me acuerdo que Toranzos me cui­daba porque era peronista como mi viejo. Entre los dos me preguntaban si yo tenía algún resentimiento, qué pensaba de la familia. Yo estaba en el primer pa­bellón de la cárcel y, a diferencia de los presos del ter­cero, quinto y sexto, teníamos muchos interrogato­rios de ese tipo. Ya habíamos convenido que contes­taríamos lo que querían oír. Cuando nos preguntaban por el resentimiento les decíamos que no teníamos ninguno. Si hablábamos de la familia lo teníamos que hacer como dice esa consigna: "Dios, Patria y Hogar". Les respondíamos: quiero salir para formar una fami­lia, trabajar y servir a la patria. Conmigo insistían por­que querían tener la garantía de que nunca contaría que había estado desaparecido. Por eso en el momen­to en que me dan la libertad me amenazan mucho".
El 12 de noviembre mantuvo la última entrevista con el mayor Pena, integrante de la 10° Brigada de Infantería de La Plata, en el despacho del director del penal. Lo sentaron frente al mayor.
—Mirá, pibe, estoy a cargo de los casos como el tuyo. Acá tengo tu carpeta. Quiero que me contés por qué te llevaron, por qué me dejaron semejante des­pelote.
El mayor le extendió una carpeta atravesada por una banda rosa con la inscripción "subversivo". Pablo la hojeó lentamente. Vio su orden de detención y el grado de peligrosidad que le atribuían.
—¿Así que tenés peligrosidad mínima?, leyó Pena.
—Sí.
Pablo no apartaba sus ojos del expediente. Como se lo había comunicado Suárez Mason a su ma­dre, su detención se había producido, según leía, el 28 de diciembre en “la vía pública por repartir pan­fletos”, el mismo día de su traslado del Pozo de Banfield a la Brigada de Investigaciones de Quilmes.
—Señor, esto está mal, señaló el expediente. Me llevaron el 21 de setiembre de mi casa.
Esperó a ver la reacción del Mayor ante la audacia, mientras inten­taba disimular su miedo.
—Ya sé, pibe. El Mayor lo miró socarronamente. Por eso vine a verte. Vas a salir, pero si contás lo del secuestro ya sabés lo que te puede pasar a vos y a tu familia. ¿Entendiste?
Pablo asintió con la cabeza. Estaba asustado y sin­tió deseos de huir.
Una semana más tarde atravesaba las pesadas puertas del penal. El miedo y la libertad comenzaban a coexistir, contradictoriamente. Para mantener la li­bertad debía callar, y el temor a perderla y el dolor le impidieron, entonces, recordar. Durante los primeros meses sintió que lo vigilaban, aunque nunca lo verifi­có. Tal vez había sido una ilusión alentada por las amenazas de sus carceleros.
Su sentimiento de culpa por sobrevivir lo ayuda­ría a recordar. Antes de conocer al padre Carlos Bru­no, intuía el camino de la memoria.


Secreto de dos

Le había quedado inconcluso el tercer año del ba­chillerato. A principios de marzo del ‘81 se inscribió en los cursos nocturnos de la escuela religiosa Don Bosco porque le habían impedido el acceso a los esta­tales. Como allí el bachillerato era especializado, de­bió comenzar desde primer año. Cuando lo terminó había sumado diez años de secundario.
Por las mañanas, Pablo trabajaba en el restaurante de 1 y 70, atendiendo el mostrador de “comidas para llevar”. Dejó la gastronomía para manejar la fotocopiadora del Departamento de Historia de la UNLP a comienzos del ‘82, contratado por la mutual y por recomendación de su padre.
En esos tiempos leía más poesía que nunca y su romanticismo se había acentuado, pero sufría la mor­daza política. Comenzó a sentir la compulsión de participar en las marchas por los derechos humanos. Confuso, inquieto, intentaba canalizar su antigua pa­sión. "Un día no di más y me fui a Buenos Aires a participar en una marcha. Me puse en la cola porque todavía tenía miedo de que me vigilaran. Sentí que recuperaba un lugar que siempre había sido mío".
Esos años los pasó de guerra en guerra. En la de Malvinas no tuvo lugar ni como víctima. "Para sor­presa de mis amigos fui a la Décima Brigada de In­fantería y me anoté como voluntario para ir al sur. Sin decir nada a mi familia, pedí a un amigo que me acompañara. Se quedó con su coche esperándome en la puerta del cuartel por si no volvía. Mi vieja había ido tantas veces allí pidiendo por mí... El cabo que me atendió me preguntó si tenía antecedentes. Sí, di­je, fui preso político. El tipo me miró con sorpresa y anotó mi dirección. Pensé: ahora me mandan atado en un cañón o me secuestran otra vez. Pero no pasó nada; me ignoraron totalmente".
Después de la rendición, cambió la fotocopiadora por un escritorio en la Secretaría Electoral de la ciu­dad. Vaciló antes de llenar la ficha de la SIDE, obli­gatoria para cubrir cualquier cargo público. Sobre la línea de puntos correspondientes escribió: "Sin ante­cedentes". No pensaba facilitarles el trabajo, se dijo.
No abandonó las marchas por los derechos huma­nos, junto con Las Madres de Plaza de Mayo y la Co­misión de Familiares de Desaparecidos, y redobló su participación concurriendo no sólo a las que se hacían en La Plata sino en las localidades cercanas y en Bue­nos Aires. Descubría que cuanto mayor era su compromiso, menor era su angustia por el pasado. Sólo su familia conocía la historia de su secuestro, pero el secreto, como todo secreto, se vengaba de él, persi­guiéndolo.
El padre Carlos Bruno era su profesor de religión. Lo consideraba un hombre derecho y solidario por­que asistía a los presos comunes de la cárcel de Gorina. "Bruno nos pidió que formáramos un equipo de fútbol para jugar con los presos. Un día fuimos a la cárcel y cuando entramos, vi a un guardia que me co­nocía de antes. Traté de escapar pero después me arrepentí; tenía que vencer el miedo. En realidad más que miedo a volver a la cárcel sentía miedo de ser des­cubierto. Como los presos querían mucho al padre Bruno, no sé, creo que me identifiqué con él y una tarde le dije que quería hablarle".
Se vieron esa misma noche, después de la cena, en la habitación del sacerdote, dentro del colegio. Luego de algunos rodeos, Pablo intentó aproximarse al tema.
—¿Por qué querés tanto a los presos?, preguntó.
—Tuve un amigo muy querido que fue preso, dijo Bruno.
—Bueno, vaciló, yo quería decirte...
Se detuvo. Bruno le sirvió un vaso de vino. Pablo revisaba los rin­cones de la habitación como si buscara fuerzas para continuar.
—Quería decirte que yo también estuve en cana. Primero estuve desaparecido y después me tragué cua­tro años en la Unidad N° 9.
Bruno se sorprendió.
—No puede ser, no puede ser... Vos, tan chico... Repetía que no y lo abrazaba, llorando.
Sin detenerse. Pablo contó la historia de esos años. Entre mates y vino conversaron sobre la violencia y la tragedia.
—Eso sí, Carlos, te ruego que no le digas nada al director, le pidió.
—No te preocupes, ellos no lo entenderían y por ahora es mejor que no lo sepan, prometió Bruno.
"A partir de ese momento comenzamos a caminar juntos. íbamos a la cárcel, a jugar al fútbol y comer asado con los presos. Cuando me veía entre ellos, se reía y me preguntaba con complicidad si conocía a alguno de los guardias de turno. Fue una lástima que lo trasladaran. En 1984 lo mandaron a un pueblo en la provincia de Buenos Aires. Después, creo, lo envia­ron a Italia".
Cuando se despidieron, aquella noche de la confi­dencia, ya amanecía. Pablo caminó hasta su casa con el corazón liviano. Su adolescencia fracturada se re­construía lentamente. "Esa madrugada empecé a pen­sar, por primera vez, dónde podría hacer la denuncia. Esa idea me volvía a la vida".


Uno en quinientos mil

Fue de los primeros en responder el llamado pú­blico de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de las Personas. En La Plata, las víctimas de la repre­sión debían presentar sus denuncias en el Palacio Le­gislativo.
Abril era benigno con la ciudad ese mediodía en que Pablo salió de su trabajo rumbo a la legislatura. Aún no sabía cómo contaría su historia. Vacilante, se detuvo en la esquina de 8 y 50. Tal vez ese hombre mayor, de traje gris, que venía en su dirección, le ser­viría de muleta.
—Perdón, señor, ¿usted va a la legislatura?, le pre­guntó.
—Sí, respondió el hombre.
—¿Usted sabe cómo se debe hacer una denuncia allí dentro?.
Pablo señaló el edificio cercano y el hombre se interesó.
—¿Tenés algún problema?
—No, no, contestó con cautela. Los tuve.
— Veníí conmigo. Voy para allá.
Caminaron una cuadra casi en silencio, mante­niéndose próximos. Subían las escalinatas cuando el hombre se detuvo.
—Yo también voy a hacer una denuncia, dijo en­trecortado, porque tengo un hijo desaparecido.
—Sabe, yo también estuve desaparecido, se atre­vió, rápido para no oírse. ¿Cuál es el apellido de su hi­jo?
—Silva.
—¿Usted... Usted es el padre de Néstor Silva?, tartamudeó.
El hombre le clavó una mirada de cien interrogantes.
—Sí, respondió temblando.
— Yo estuve con él en el Pozo de Banfield.
Abril era benigno también con ellos. El hombre sólo atinó a llorar y a abrazarlo. Era la primera noticia que tenía de su hijo después de ocho años. Mientras entraban a la Comisión de Derechos y Garantías de la legislatura donde funcionaba la oficina local de la CONADEP, Silva repetía que ese encuentro había sido como un milagro, y Dios, tan ausente de su vida en esos años, ahora le respondía.
"Yo también me pregunté después por qué suce­dió. Por qué, si nací y viví en La Plata toda mi vida, me detuve en esa esquina a preguntarle a un descono­cido dónde estaba la comisión. La Plata tiene quinien­tos mil habitantes y que venga uno, y que sea el padre de Néstor Silva, uno de los chicos con los que había estado secuestrado, no podía ser una casualidad. Era la señal de que tenía que seguir adelante.”


La ruta de Plaza Lavalle

"Después de la denuncia ante la CONADEP, reco­rrí todos los organismos de derechos humanos de La Plata. Estaba desesperado y motivado, volvía a sentir una fuerza interior indetenible. Contar lo que había pasado era como una obsesión que sólo se saciaba con la denuncia. Comencé el rastreo de los testigos que podían comprobar mi testimonio. Lo visité a Víctor Carminatti, lo llamé a Noviello. Deseaba recordar todos los detalles sepultados. Me costó mucho porque tenía miedo de volver a sufrir".
En marzo del ‘85, recibió una citación de la fisca­lía de la Cámara Federal de la Capital abocada al juz­gamiento de las ex-juntas militares. A partir de ese día, preparó a su familia para enfrentar su declaración pública. Sabía que para ellos sería doloroso ese regre­so al pasado, pero entendieron su decisión y le propu­sieron acompañarlo el día fijado para la audiencia, el 9 de mayo de 1985. Eligió viajar solo, en micro.
Por primera vez en esos años, en las semanas pre­vias a la audiencia, soñó con los chicos. Volvió a re­cordar detalles, lugares, charlas, gestos. Se despertaba en medio de la noche, agitado, recuperando retazos de historia para su conciencia.
La mañana del 9 de mayo, Pablo estaba tormen­toso y desgarrado. Antes de salir rumbo a Buenos Ai­res debió encerrarse algunas horas en su habitación para serenarse. Lloró largamente, sin consuelo. Tanto que creyó que no podría llegar a Tribunales porque no lograba detener el llanto. Cuando finalmente pudo trepar al micro, lo reconfortó estar solo. No quería que lo vieran indefenso y temblando.
A las catorce atravesó Plaza Lavalle y penetró en el hall del Palacio de Justicia, abriéndose paso a través de un grupo de periodistas. En la sala de espera reservada a los testigos, encontró a Nelva Falcone y a Olga de Acha. Sintió pudor ante ellas; sabía que ahora se enterarían de la magnitud de la tragedia, de las viola­ciones y mutilaciones a sus hijos.
Juan Carlos López, secretario de la Cámara Fede­ral, lo llamó al estrado. Miró a los jueces, fijó los ojos en el crucifijo detrás de sus espaldas, escuchó el ru­mor de la sala repleta y el ruido incesante de los venti­ladores que no atenuaban el calor de los reflectores golpeándole la frente. Y comenzó a recordar.
Ya no estaba allí, se había transportado a la pri­mavera del ‘75, a las manifestaciones por el boleto es­colar, al olor de la carne chamuscada del Pozo de Arana, a la penumbra perpetua del Pozo de Banfield, a las canciones de Sui Generis entonadas desde el cari­ño y la ceguera, a los días en que aún tenía diecio­cho años y la muerte era tan impensada como ahora lo sería el silencio.
Le dolía recordar el llanto del bebé nacido en cautiverio, pero también lo impulsaba. Si los sollozos inundaban su garganta, respiraba hondo, tomaba fuer­zas y regresaba a las palabras guiado por los rostros queridos, lejanos, omnipresentes en ese recóndito lu­gar de su corazón. Vivientes en los oídos de los que quisieran, a partir de ese momento, saber la verdad.
Habló durante dos horas y cuarenta y cinco minu­to. Cuando calló, el fiscal Julio César Strassera y los abogados de los reos no repreguntaron. A pedido del juez Andrés D’Alessio, presidente de turno del tribunal, la sala se desocupó lentamente, amordazada por una angustia espesa.
Pablo caminó desde el estrado hacia el pasillo la­teral de la sala de audiencias. Nora Úngaro lo miraba, tocándolo en silencio.
—Viste, Nora, dijo, lo nombré a tu hermano, a Horacio.
Nora tenía las pecas húmedas.
El fiscal y su adjunto Luis Moreno Ocampo se acercaron para abrazarlo.
—Espero no haberles fallado, dijo.
Después, la gente apretándolo, aplaudiéndolo, mientras los periodistas intentaban registrar nuevas palabras. Una corriente cálida lo arrastró hacia la sala de prensa, pero sólo podía pensar en sus compañeros.
Pablo había recorrido una década de su vida en pública soledad, y cargado con la ausencia de los que nombraba como una multitud sobre sus espaldas. Cuando comenzó a testimoniar sintió que esta vez se­ría distinto, que en este trance los chicos no lo deja­rían solo. Y aunque no lo dijo, volvió a preguntarse por qué había sobrevivido.

EL FALLO


El 9 de diciembre de 1985, la Cámara Federal de Apelaciones dictó sentencia en el juicio a las tres pri­meras Juntas Militares del denominado Proceso de Reorganización Nacional, promovido por el decreto N° 158/83 del presidente Raúl Alfonsín.
Como parte integrante de ese pronunciamiento, el tribunal dictaminó particularmente sobre los se­cuestros, torturas y presuntos asesinatos de los siete adolescentes de La noche de los lápices.

Caso N° 32: DE ACHA, CLAUDIO

"Está probado que el día 15 de setiembre de 1976, entre las dos y tres horas, Claudio De Acha fue privado de su libertad en su domicilio ubicado en la calle Diagonal 73, N° 2539 de La Plata, Provincia de Buenos Aires, por un grupo armado que se identificó como perteneciente al Ejército Argentino.
Ello surge del testimonio brindado por su madre, la señora Olga Koifmann de De Acha quien da un por­menorizado relato de las circunstancias en que seis u ocho personas encapuchadas entraron por la fuerza a su casa y sin dar explicaciones procedieron a llevarse a su hijo.
Lo expuesto se encuentra corroborado con el tes­timonio de la tía de la víctima, señora Nélida Koifmann, quien si bien no presenció el hecho, tuvo cono­cimiento por su propia hermana que la anotició el mismo día del suceso.
Se suma también como indicio de innegable valor probatorio, el hecho de haber sido visto De Acha, po­co después de esa fecha, en cautiverio.
Durante su detención se hicieron gestiones ante autoridades, en procura de la averiguación de su para­dero y libertad.
A tal efecto, el padre de la víctima, Ignacio Javier De Acha presentó un recurso de hábeas corpus en fa­vor de su hijo Claudio, ante el Juzgado en lo Penal N°1 de Primera Instancia, de La Plata que tramitó bajo el N° 121.531.
Está probado que a raíz de una solicitud judicial la autoridad requerida contestó negativamente.
En efecto, en el citado expediente N° 121.531 obra agregado un informe suministrado por la policía provincial —fs.2— haciendo saber que la víctima no se hallaba detenida.
Hecha esta verificación, corresponde establecer la posible mendacidad de dicho informe.
Como quedó probado Claudio De Acha fue priva­do de su libertad por personal dependiente del Ejérci­to Argentino. Si se tiene en cuenta que el informe emanó de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, subordinada a la referida fuerza, cabe concluir que ha quedado acreditada la existencia de una respuesta mendaz.
Con relación a la Fuerza Aérea y a la Armada no está acreditado dicho extremo.
También está demostrado que a Claudio De Acha se lo mantuvo clandestinamente en cautiverio en la Brigada de Investigaciones de Banfield, perteneciente a la Policía de la Provincia de Buenos Aires que de­pendía operacionalmente del Primer Cuerpo de Ejército.
Ello en virtud del testimonio brindado por Pablo Alejandro Díaz quien manifiesta haber compartido su cautiverio con la víctima y con otras personas que como ellos eran estudiantes secundarios en La Plata, quienes relacionaban sus detenciones con una gestión que habían realizado, tendiente a conseguir el boleto escolar secundario ante la correspondiente autoridad.
Díaz manifiesta saber que estuvieron en el referi­do lugar, no sólo por los comentarios que escuchó si­no también por haber oído en una oportunidad que contestaba el teléfono dando ese nombre (Brigada de Banfield).
En igual sentido depone Víctor Alberto Carminatti, quien refiere que una vez liberado reconoció el lu­gar de detención.
Atilio Gustavo Calotti, al declarar mediante exhor­to diplomático refiere haber visto a De Acha en cauti­verio en Banfield. No está probado que en ocasión de su cautiverio fue sometido a algún mecanismo de tortura.
Al respecto sólo se cuenta como elemento proba­torio el testimonio de Pablo Alejandro Díaz, quien hace una afirmación de tipo general en el sentido de que todos eran torturados, lo que resulta insuficiente para tener por acreditado este aspecto.
Tampoco está probado que Claudio De Acha re­cuperara su libertad. Al respecto se carece de todo elemento convictivo de él.
En cuanto al conocimiento que pudieron haber tenido los Brigadieres Generales Omar Rubens Graffigna y Basilio Arturo Lami Dozo, el Teniente Gene­ral Leopoldo Fortunato Galtieri y el Almirante Jorge Isaac Anaya acerca de la privación de la libertad de que fuera víctima Claudio De Acha y sobre cuya base debían haber formulado la pertinente denuncia, con­viene hacer una distinción.
En cuanto a los Comandantes de la Fuerza Aérea y de la Armada, mal puede adjudicárseles conocimien­to de estos hechos si se tiene presente que se trató de un procedimiento ajeno a ellos. Respecto del Tenien­te General Leopoldo Fortunato Galtieri no existe ele­mento alguno, como no sea el dato puramente objeti­vo de su comandancia del arma con posterioridad a la detención, que permitan acreditar con fehacencia tal extremo.
Por último, surge de autos, que los hechos que damnificaron a Claudio De Acha fueron desarrollados de acuerdo al proceder descripto en la cuestión de he­cho N° 146.


Caso N° 33: FALCONE, MARÍA CLAUDIA

"Está probado que María Claudia Falcone fue pri­vada de su libertad, el día 16 de setiembre de 1976, aproximadamente a las 0,30 horas, mientras se encon­traba en el domicilio de una tía abuela, ubicado en la calle 56 n° 586 de La Plata, Provincia de Buenos Ai­res, en compañía de una amiga de nombre María Cla­ra Ciocchini.
Ello surge de los dichos de su madre Nelva Alicia Méndez de Falcone, vertidos en la audiencia, lo que en­cuentra corroboración en el hecho de haber sido vista en cautiverio por diversos testigos, a los que luego se hará referencia, en diversos lugares dependientes de la fuerza del Ejército.
Durante su detención se hicieron gestiones ante autoridades, en procura de la averiguación de su para­dero y libertad.
En efecto, su madre manifiesta haber presentado seis recursos de hábeas corpus. Obran agregados los N° 1364 interpuesto ante el Juzgado Federal N° 3 de La Plata, iniciado con fecha 29/6/77; N° 25820-F interpuesto ante el Juzgado Federal N° 2 de La Plata, iniciados con fecha 17/9/76 y N° 19346 y N° 47166 deducidos ante el Juzgado Federal N° 3 de La Plata.
Está probado que con motivo de una solicitud ju­dicial la autoridad requerida contestó negativamente.
En efecto, en los citados recursos de hábeas cor-pus, tanto las Policías de la Provincia de Buenos Ai­res, la Federal, el Ministerio del Interior y el Comando en Jefe del Ejército informaron que María Claudia Falcone no se encontraba detenida, lo que motivó los rechazos de los recursos.
Hecha esta verificación, corresponde establecer la posible mendacidad de dichos informes.
Como ya se adelantó María Claudia Falcone fue privada de su libertad por personal dependiente del Ejército Argentino. Si se tiene en cuenta que fue di­cha fuerza la que respondió los informes negativos en los citados recursos, cabe concluir que ha quedado acreditado la existencia de respuestas mendaces. En cambio no cabe efectuar la misma conclusión respec­to de la Fuerza Aérea y de la Armada.
A María Claudia Falcone se la mantuvo clandesti­namente en cautiverio en la Brigada de Investigacio­nes de Banfield, Provincia de Buenos Aires, que de­pendía operacionalmente del Primer Cuerpo de Ejér­cito.
Ello surge del testimonio de Pablo Alejandro Díaz, quien manifiesta haber compartido su cautiverio con la víctima y con un grupo de estudiantes secundarios, quienes relacionaban sus detenciones con una gestión que habían realizado ante las autoridades en procura de conseguir un boleto escolar. Díaz afirma conocer el lugar no sólo por comentarios entre los detenidos sino también por un llamado telefónico que escuchó mientras se encontraba en cautiverio.
En igual sentido depone Víctor Alberto Carminatti, quien reconoce a María Claudia Falcone junto con otro grupo de estudiantes secundarios a quienes vio en la Brigada de Banfield, lugar éste que, una vez libe­rado, reconoció a raíz de un trabajo que realizó en las inmediaciones.
También el testigo Francisco Fanjul manifiesta que se enteró por intermedio de una funcionaria de Institutos Penales de nombre Argentina Guzmán, que Claudia Falcone se hallaba detenida. Esta persona la reconoció a través de una fotografía.
Nora Alicia Úngaro, manifiesta que mientras se encontraba detenida, otras personas que se hallaban en su misma situación le contaron que su hermano, junto con un grupo de estudiantes secundarios entre los que se encontraba Claudia Falcone, estaban dete­nidos en el lugar.
Atilio Gustavo Calotti al declarar mediante exhor­to diplomático refiere haber permanecido privado de su libertad para la misma época que la víctima, ente­rándose por los dichos de otros cautivos que ésta ha­bía sido llevada a la Brigada de Banfield.
No está probado que en ocasión de su cautiverio fue sometida a algún mecanismo de tortura.
Obra el testimonio, en tal sentido, de Pablo Ale­jandro Díaz, no suficientemente específico —tan sólo lo escuchó—, que no aparece corroborado por ningún otro elemento de convicción.
No está probado que María Claudia Falcone hu­biera recuperado su libertad.
Al respecto se carece de todo elemento convictivo.
En cuanto al conocimiento que pudieron haber tenido los Brigadieres Generales Omar Rubens Graffigna y Basilio Arturo Lami Dozo, el Teniente Gene­ral Leopoldo Fortunato Galtieri y el Almirante Jorge Isaac Anaya acerca de la privación de la libertad de que fuera víctima María Claudia Falcone y sobre cuya base debían haber formulado la pertinente denuncia, conviene hacer una distinción.
En cuanto a los Comandantes de la Fuerza Aérea y de la Armada mal puede adjudicárseles conocimien­tos de estos hechos si se tiene presente que se trató de un procedimiento ajeno a ellos. Respecto del Te­niente General Leopoldo Fortunato Galtieri no existe elemento alguno, como no sea el dato puramente ob­jetivo de su comandancia del arma con posterioridad a la detención, que permitan acreditar con fehacencia tal extremo.
Por último, surge de autos, que los hechos que damnificaron a María Claudia Falcone fueron desarro­llados de acuerdo al proceder descripto en la cuestión de hecho N° 146".


Caso N° 34: DÍAZ, PABLO ALEJANDRO

"Está probado que Pablo Alejandro Díaz fue pri­vado de su libertad a las 21 horas del 21 de setiem­bre de 1976, en su domicilio ubicado en la calle 10 n° 435 de La Plata, Provincia de Buenos Aires, por un grupo de personas armadas, que dependían operacionalmente del Ejército Argentino.
Ello surge del propio testimonio de la víctima, co­rroborado por los dichos de sus hermanos Daniel Nemecio y Estela Hebe, quienes se encontraban presen­tes al momento del hecho y proporcionan una versión coincidente acerca de las características en que se pro­dujo.
Avala lo expuesto, el hecho de haber sido visto Díaz, con posterioridad a su privación, en cautiverio por otras personas, en diversos lugares dependientes del Ejército, como se verá más adelante.
Durante su detención se hicieron gestiones ante autoridades en procura de la averiguación de su para­dero y libertad.
Su hermana, la docente Estela Hebe Díaz expresa que se interpusieron tres recursos de hábeas corpus.
Obra agregado el deducido por la nombrada en fa­vor de la víctima por ante el Juzgado en lo Penal N° 7 de La Plata, Secretaría N° 14, que registra el N° 42.437 de fecha 30 de setiembre de 1976.
Está probado que con motivo de una solicitud ju­dicial, la autoridad requerida contestó negativamente.
En efecto, a fs. 5 del citado recurso la Dirección Judicial de la Policía de la Provincia de Buenos Aires contestó con fecha 1o de octubre de 1976 que no se encontraba detenido en jurisdicción de dicha reparti­ción.
Hecha esta verificación, corresponde establecer la posible mendacidad de dicho informe.
Como quedó probado, en la detención de Pablo Alejandro Díaz, intervino personal dependiente del Ejército Argentino. Si se tiene en cuenta que la Poli­cía de la Provincia de Buenos Aires —que respondió el informe— dependía operacionalmente a la Fuerza Ejército, cabe concluir que ha quedado acreditada la existencia de una respuesta mendaz. Por lo tanto no cabe efectuar reproche alguno —sobre este aspecto— a la Fuerza Aérea y a la Armada.
También está probado que a Pablo Alejandro Díaz se lo mantuvo clandestinamente en cautiverio en el Destacamento Policial de Arana, en la Brigada de Investigaciones de Banfield y en la Brigada de Investiga­ciones de Quilmes, pertenecientes a la Policía de la Provincia de Buenos Aires, que dependían operacionalmente del Primer Cuerpo de Ejército.
La propia víctima refiere los lugares en que estuvo cautivo y la forma en que conoció sus nombres, o sea por menciones de otros compañeros y en caso de la Brigada de Banfield por una conversación telefónica que escuchó. Posteriormente al dar las descripciones de esos sitios comprobó que efectivamente se trataba de los que él sabía.
Ello encuentra corroboración con el testimonio de Walter Roberto Docters, quien compartió su cauti­verio con Díaz en los tres centros de detención, y con el de Víctor Alberto Carminatti, quien menciona a Pa­blo Díaz como a una de las personas que vio alojado en la Brigada de Banfield.
José María Noviello, al declarar mediante exhor­to, manifiesta haber compartido su cautiverio con Díaz en los tres centros en que estuvo secuestrado, e incluso afirma haber sido trasladado con él desde un centro a otro. Agrega que en la Brigada de Banfield compartían la misma celda, junto también con el an­tes nombrado Walter Docters.
Atilio Gustavo Calotti al declarar mediante exhor­to diplomático menciona a la víctima como uno de sus compañeros de cautiverio con quien tuvo varias conversaciones.
Se encuentra probado que en ocasión de su cauti­verio fue sometido a algún mecanismo de tortura.
Ello así por cuanto la versión proporcionada por la víctima en el sentido de que fue sometido a reitera­das sesiones de interrogatorios en los que se les sumi­nistraba corriente eléctrica, aparece avalada por otros elementos probatorios. En tal sentido deben compu­tarse los testimonios de Docters y Carminatti quienes resultan contestes en mencionar las torturas a que eran sometidas las personas cautivas en el mencionado centro de detención.
También está probado que Pablo Alejandro Díaz fue puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional el 29 de diciembre de 1976.
Sus dichos en tal sentido no aparecen controverti­do por prueba alguna.
Por último, surge de autos, que los hechos que damnificaron a Pablo Alejandro Díaz fueron desarro­llados de acuerdo al proceder descripto en la cuestión de hecho N° 146".


Caso N° 35: ÚNGARO, HORACIO ÁNGEL

"Está probado que Horacio Ángel Úngaro fue pri­vado de su libertad el día 16 de setiembre de 1976, en su domicilio ubicado en La Plata, Provincia de Buenos Aires, junto con su amigo Daniel Alberto Racero, que se encontraba con él, por un grupo de per­sonas armadas, que dependían del Ejército Argentino.
Ello en virtud del testimonio brindado por su hermana Nora Alicia Úngaro, quien si bien no presen­ció el hecho, manifiesta haberse enterado del mismo a través de su madre que vivía a corta distancia.
Corrobora lo expuesto, lo manifestado por la ma­dre de Daniel Alberto Racero, señora Elsa Pereda de Racero, quien afirma haberse enterado del hecho por intermedio de la madre de Úngaro.
Ello se compadece con la circunstancia de haber sido vista la víctima, luego de la fecha del hecho, de­tenida en diversos lugares de detención, que como se verá más adelante, dependían del Ejército Argentino.
Con motivo de su detención se hicieron gestiones ante autoridades en procura de la averiguación de su paradero y libertad.
Ello surge de los dichos de su hermana Nora Ali­cia Úngaro, en cuanto afirma que su madre hizo una serie de trámites, entre ellos un recurso de hábeas corpus.
También está probado que a Horacio Ángel Úngaro se lo mantuvo clandestinamente en cautiverio en el Destacamento Policial de Arana, en la Brigada de In­vestigaciones de Banfield y en la Brigada de Investiga­ciones de Quilmes, pertenecientes a la Policía de la Provincia de Buenos Aires que dependían operacionalmente del Primer Cuerpo de Ejército.
Ello se desprende del testimonio de Pablo Alejan­dro Díaz, quien afirma haber compartido su cautive­rio con la víctima y con otros jóvenes en los referidos lugares de detención, relacionando dicha circunstan­cia con una gestión que habrían realizado ante las au­toridades en procura de conseguir un boleto escolar secundario.
Dicha circunstancia aparece avalada por los dichos de Walter Roberto Docters, quien manifiesta haber visto a Úngaro en Arana; el testimonio de su hermana Nora Alicia, quien expone que cuando se encontraba privada de su libertad en la Brigada de Investigacio­nes de Quilmes, otras personas en su misma situación le manifestaron que habían visto a Horacio Ángel. Víctor Alberto Carminatti al declarar en la audiencia refiere haber compartido su cautiverio en la Brigada de Investigaciones de Banfield, a la que una vez en li­bertad pudo reconocer, con un grupo de estudiantes, entre los que si bien no menciona a la víctima, recuer­da entre otros a Pablo Alejandro Díaz.
Atilio Gustavo Calotti al declarar mediante exhor­to diplomático, menciona a Úngaro como uno de sus compañeros de cautiverio en Arana con quien habló en varias oportunidades, agregando que supo que lue­go fue trasladado a la Brigada de Banfield.
Está probado que en ocasión de su cautiverio fue sometido a algún mecanismo de tortura.
Al respecto, los testigos referidos anteriormente resultan contestes en mencionar las torturas a que eran sometidos, resultando el testimonio de Calotti de singular relevancia en cuanto afirma que le consta que Úngaro fue torturado, por haberle visto las secue­las y escuchado sus gritos de dolor.
También coinciden en cuanto a las pésimas condi­ciones de vida a que eran sometidos. Especialmente hacen hincapié en la escasa alimentación, en la inco­modidad de las celdas, agravadas por el hecho de per­manecer atados y con los ojos vendados y práctica­mente desnudos, expuestos a las inclemencias climá­ticas.
No está probado que Horacio Ángel Úngaro hu­biera recuperado su libertad. Al respecto no se ha arri­mado ningún elemento de convicción.
En cuanto al conocimiento que pudieron haber tenido los Brigadieres Generales Omar Rubens Graffigna y Basilio Arturo Lami Dozo, el Teniente Gene­ral Leopoldo Fortunato Galtieri y el Almirante Jorge Isaac Anaya acerca de la privación de la libertad de que fuera víctima Horacio Ángel Úngaro y sobre cuya base debían haber formulado la pertinente denuncia, conviene hacer una distinción.
En cuanto a los Comandantes de la Fuerza Aérea y de la Armada mal puede adjudicárseles conocimien­tos de estos hechos si se tiene presente que se trató de un procedimiento ajeno a ellos. Respecto del Tenien­te General Leopoldo Fortunato Galtieri no existe ele­mento alguno, como no sea el dato puramente objeti­vo de su comandancia del arma con posterioridad a la detención, que permitan acreditar con fehacencia tal extremo.
Por último, surge de autos, que los hechos que damnificaron a Horacio Ángel Úngaro fueron desarro­llados de acuerdo al proceder descripto en la cuestión de hecho N° 146".


Caso N° 36: RACERO, DANIEL ALBERTO

"Está probado que Daniel Alberto Racero fue pri­vado de su libertad el día 16 de setiembre de 1976, junto con su amigo Horacio Ángel Úngaro, mientras se encontraban en el domicilio de este último ubicado en La Plata, Provincia de Buenos Aires, por un grupo de personas armadas, que dependían del Ejército Ar­gentino.
Ello surge del testimonio de Nora Alicia Úngaro, hermana de Horacio Ángel (caso N° 35), que fue anoticiada del hecho a través de su madre. En igual senti­do depone la señora Elsa Pereda de Racero, madre de la víctima.
Lo expuesto encuentra corroboración en el hecho de haber sido visto en cautiverio en lugares que, como luego se referirá, dependían de la Fuerza Ejército.
Con motivo de su detención se hicieron gestiones ante autoridades en procura de la averiguación de su paradero y libertad.
Ello surge de los dichos de su madre quien afirma haber interpuesto un recurso de hábeas corpus en La Plata.
En la carpeta suministrada al Tribunal por el Mi­nisterio del Interior, obran constancias de las gestio­nes efectuadas en su favor ante la Justicia y diversos organismos internacionales.
También quedó demostrado que a Daniel Alberto Racero se lo mantuvo clandestinamente en detención en la Brigada de Investigaciones de Banfield, perteneciente a la Policía de la Provincia de Buenos Aires que dependía operacionalmente del Primer Cuerpo de Ejército.
Ello se desprende del testimonio aportado por Pa­blo Alejandro Díaz quien refiere haber compartido su cautiverio con la víctima y con otros jóvenes en el ci­tado centro de detención, relacionando tal circunstan­cia con una gestión que había llevado a cabo ante au­toridades en procura de conseguir un boleto escolar secundario.
Víctor Alberto Carminatti manifiesta haber com­partido su cautiverio en Banfield junto a un grupo de estudiantes secundarios, entre los que si bien no menciona a la víctima, si lo hace respecto de Pablo Alejan­dro Díaz.
También Nora Alicia Úngaro refiere que cuando estuvo detenida preguntó a otras personas en su mis­ma situación sobre la suerte de su hermano Horacio Ángel y por Daniel Alberto Racero, enterándose que ambos habían sido vistos en la Brigada de Banfield.
No está probado que en ocasión de su cautiverio fuera sometido a algún mecanismo de tortura.
Al respecto no se ha arrimado ningún elemento de convicción que permita tener por acreditada esta cuestión de hecho.
Durante ese tiempo o parte de él se le impusieron condiciones inhumanas de vida y alojamiento.
En tal sentido resultan coincidentes los testimo­nios brindados por Pablo Alejandro Díaz y Víctor Al­berto Carminatti en cuanto a las pésimas condiciones de vida a que eran sometidos. Especialmente hacen hincapié en la escasa alimentación, en la incomodidad de las celdas, agravada por el hecho de permanecer atados y con los ojos vendados y prácticamente des­nudos, expuestos a las inclemencias climáticas.
No está probado que Daniel Alberto Racero haya recuperado su libertad. Al respecto no se ha arrimado ningún elemento convictivo.
En cuanto al conocimiento que pudieron haber tenido los Brigadieres Generales Omar Rubens Graffigna y Basilio Arturo Lami Dozo, el Teniente Gene­ral Leopoldo Fortunato Galtieri y el Almirante Jorge Isaac Anaya acerca de la privación de la libertad de que fuera víctima Daniel Alberto Racero y sobre cuya base debían haber formulado la pertinente denuncia, conviene hacer una distinción.
En cuanto a los Comandantes de la Fuerza Aérea y de la Armada mal puede adjudicárseles conocimien­to de estos hechos si se tiene presente que se trató de un procedimiento ajeno a ellos. Respecto del Tenien­te General Leopoldo Fortunato Galtieri no existe ele­mento alguno, como no sea el dato puramente objeti­vo de su comandancia del arma con posterioridad a la detención, que permitan acreditar con fehacencia tal extremo.
Por último, surge de autos, que el hecho que dam­nificó a Daniel Alberto Racero fue desarrollado de acuerdo al proceder descripto en la cuestión de hecho N° 146."


Caso N° 37: CIOCCHINI, MARÍA CLARA

"Está probado que María Clara Ciocchini fue priva­da de su libertad el 16 de setiembre de 1976, aproxi­madamente a las 0,30, mientras se encontraba junto con su amiga María Claudia Falcone en el domicilio de una tía abuela de esta última, ubicado en la calle 56 n° 586 de La Plata, Provincia de Buenos Aires, por personal dependiente del Ejército Argentino.
Ello en virtud de los dichos de su padre, el profe­sor Héctor Eduardo Ciocchini; de Nelva Alicia Mén­dez de Falcone, madre de María Claudia —caso n° 33—; y de los de las personas que compartieron su cautiverio en un lugar de detención, dependiente del Ejército Argentino, a lo que luego se habrá de referir.
También está probado que a María Clara Ciocchi­ni se la mantuvo clandestinamente en cautiverio en la Brigada de Investigaciones de Banfield, perteneciente a la Policía de la Provincia de Buenos Aires que de­pendía operacionalmente del Primer Cuerpo de Ejér­cito.
Lo expuesto surge del testimonio brindado por Pablo Alejandro Díaz, quien afirma haber compartido su cautiverio en el citado lugar, junto con la víctima y un grupo de jóvenes estudiantes secundarios, los que relacionaban esta circunstancia con una gestión que habían realizado tendiente a conseguir un boleto escolar. Díaz manifiesta haber conocido el nombre del lugar a raíz de una conversación telefónica que es­cuchó en una oportunidad en que se encontraba dete­nido. También Víctor Alberto Carminatti al deponer en la audiencia refiere haber compartido su cautiverio en el citado centro de detención junto a un grupo de estudiantes secundarios entre los cuales si bien no menciona a la víctima, recuerda a De Acha (caso 32) y al referido Díaz (caso 34).
La testigo Nora Alicia Úngaro manifiesta que se enteró de esta circunstancia cuando se encontraba privada de su libertad, por comentarios de otras per­sonas que se hallaban en su misma situación.
No está probado que en ocasión de su cautiverio fuera sometida a algún mecanismo de tortura.
Al respecto, no se ha arrimado ningún elemento de convicción.
Tampoco está probado que María Clara Ciocchini recuperara su libertad. Sobre este aspecto no se ha co­lectado ninguna probanza.
En cuanto al conocimiento que pudieron haber tenido los Brigadieres Generales Omar Rubens Graffigna y Basilio Arturo Lami Dozo, el Teniente Gene­ral Leopoldo Fortunato Galtieri y el Almirante Jorge Isaac Anaya acerca de la privación de la libertad de que fuera víctima María Clara Ciocchini y sobre cuya base debían haber formulado la pertinente denuncia, conviene hacer una distinción.
En cuanto a los Comandantes de la Fuerza Aérea y de la Armada mal puede adjudicárseles conocimien­to de estos hechos si se tiene presente que se trató de un procedimiento ajeno a ellos. Respecto del Tenien­te General Leopoldo Fortunato Galtieri no existe ele­mento alguno, como no sea el dato puramente objeti­vo de su comandancia del arma con posterioridad a la detención, que permitan acreditar con fehacencia tal extremo.
Por último, surge de autos, que el hecho que dam­nificó a María Clara Ciocchini fue desarrollado de acuerdo al proceder descripto en la cuestión de hecho N° 146."


Caso N° 273 bis: LÓPEZ MUNTANER, Francisco Bartolomé

"Se desprende del expediente N° 1362 caratulado "López Muntaner, Francisco Bartolomé s/recurso de hábeas corpus", del registro del Juzgado Federal de Primera Instancia N° 3 Secretaría N° 9 de La Plata, iniciado por Irma Irene Muntaner de López, el nom­brado en el epígrafe habría sido privado de su libertad el día 16 de setiembre de 1976, en su domicilio sito en calle 17, N° 2123, La Plata, por personas que dije­ron ser del Ejército Argentino.
En dichos autos, el juez interviniente ordenó se li­braran pedidos de informes a las fuerzas de seguridad, a fin de determinar el paradero del beneficiario y di­chos requerimientos fueron contestados en el sentido de que López Muntaner no se encontraba detenido a disposición de ningún organismo oficial.
No se cuenta en autos con más pruebas que la ver­sión de la presentante del recurso, cuyos dichos no se ven corroborados por otros elementos, y es por ello, que no corresponde dar acogida favorable a la preten­sión punitiva."




Poesía de Claudio de Acha, 15 años (octubre 1973)


Las bombas caen como han caído pétalos de margaritas deshojadas.
Sobre Corea, Vietnam, Laos y Camboya ayer cayeron,
hoy caen en Israel, Egipto y Siria, pero ellas no se acaban,
mañana caerán en Perú, Argentina, China, Cuba o sobre suelo congoleño
pero siempre, siempre esas bombas matarán miles y miles de vidas humanas
y siempre serán arrojadas desde lo alto por águilas de filosas garras.

Esas garras, además, se han clavado
con extremada fuerza en muchos territorios latinoamericanos.
Uruguay, Bolivia, Brasil, Paraguay y en la patria chilena.
Ahora, al ver a nuestros hermanos morir y sufrir,
más que nunca esas garras debemos cortar y destruir.





Hoy
me he quedado inmóvil observando en el recuerdo
el beso que se estrellaba en el muro.
Flor o acero. Ni ángel ni desángel.
Sólo la verdad desnuda.
La voz es un reclamo de amor y un instante duro.
Pero las manos no pierden el momento de tus manos.
Dónde estás, en qué tiempo, en que mundo te encuentro?
Hasta dónde estiro la mirada para verte?
Si me dieras una señal, el próximo 31 de diciembre
me llegaría hasta vos
No creas que no te busco, no me olvido,
pues no hubo adiós; nos dijimos hasta luego.
Por favor, que las aguas del mar te traigan hasta mí.
O la soledad del otoño,
o las flores de la primavera.
Como quieras.
Pero no dejes de volver a lo que soñamos.
Si no es conmigo, ojalá que igual estés en paz.
Te acordás?,
habíamos quedado en ir de vacaciones
o de juntarnos todos los chicos a tomar cerveza.
Pero estoy solo, ni vos ni ellos han vuelto.
Y yo camino mirando a ver si los encuentro.
Me junto con sus madres, padres, hermanos,
tíos, amigos,
y no sé qué decirles, ¿dónde están las palabras para ellos?
Todavía no he aprendido a no desafinar,
¿y las idas a las villas?
Qué es esto de sobreviviente? Por favor!
Que algún día los encuentre.


Poesía de Pablo Díaz para Claudia. Junio de 1985





********
1 La infancia recuperada, Fernando Savater, Editorial Taurus, Madrid, España, 1979, pág. 91.
2 Ángel Bengochea, militante trotskista que en 1964 formó el grupo guerrillero Fuerzas Armadas de la Revolución Na­cional (FARN). Muere al estallar una bomba en prepara­ción, el 24 de julio de 1964.
3 Clarín, 12 de agosto de 1975.
4 La última, Enrique Vázquez. Editorial EUDEBA, Buenos Aires, 1985, pág. 41.
5 Secuestrado en mayo de 1980. Permanece desaparecido.
6 Clarín, 10 de setiembre de 1975.
7 Clarín, 13 de setiembre de 1975.
8 Ezeiza, Horacio Verbitsky, Editorial Contrapunto, Buenos Aires, 1985, pág. 35.
9 El Día, 6 de abril de 1976.
10 El Día, 5 de junio de 1976.
11 El Día, 11 de junio de 1976.
12 Decreto 4357/76 y subsiguientes. Archivo del Ministerio de Obras Públicas y Dirección de Transportes de La Plata.
13 El Día, 16 de setiembre de 1976.
14 Inés Ortega de Fossatti, 17 años, fue secuestrada en marzo de 1977. Su hijo nació en cautiverio. Ambos permanecen desaparecidos.
15 Nelva de Falcone. Su testimonio en el juicio a las juntas militares. Fojas 1130/33. Mayo, 1985.
16 Olga de Acha. Su testimonio en el juicio a las juntas mili­tares. Fojas 1089/93. Mayo, 1985.
17 Nora Úngaro. Su testimonio en el juicio a las juntas milita­res. Fojas 1154/56. Mayo, 1985.
18 Irma Muntaner de López. Reportaje de los autores. Di­ciembre, 1985.
19 "La paraguaya": Marlene Katherine Kegler Krug, secues­trada el 24 de setiembre de 1976. Permanece desapareci­da.
20 Se trataría de la embarazada Stella Maris Montesano de Ogando.
21 Se trataría de la embarazada Gabriela Carriquiriborde.
22 Se trataría de la embarazada Cristina Navajas de Santucho.
23 Según testimonios de Adriana Calvo de Laborde y de otros secuestrados, se trata del médico-policía Jorge Anto­nio Bergés.
24 "Cura" o "padre Astolfi", teniente primero del Regimien­to séptimo de La Plata, con funciones en la Brigada de In­vestigaciones de esa ciudad.
25 Nelva de Falcone. Su testimonio en el juicio a las juntas militares. Fojas 1130/93. Mayo, 1985.
27 Irma Muntaner de López. Reportaje de los autores. Di­ciembre, 1985.
28 Elsa Pereda de Racero. Su testimonio en el juicio a las jun­tas militares. Fojas 1185/86. Mayo, 1985.

29 Nora Úngaro. Su testimonio en el juicio a las juntas milita­res. Fojas 1154/56. Mayo, 1985.

30 30. Estela Hebe Díaz. Su testimonio en el juicio a las juntas militares. Fojas 1174/76. Mayo, 1985.

No hay comentarios:

.

¿QUIERES SALIR AQUI? , ENLAZAME

-

-