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lunes, 23 de marzo de 2009

HERMANOS -- GEORGE ALEC EFFINGER

HERMANOS

George Alec Effinger


***
CAPÍTULO PRIMERO
La radio anunció que la calidad del aire se consideraba aceptable, cosa que ocurría por primera vez desde hacía dos años. A través de la única ventana de su departamento modular, Ernesto Weinraub no pudo notar ninguna diferencia: el cielo sobre Brooklyn parecía amarillento todavía, un color macilento que lo incitaba a retornar a a cama. No obstante, como todas las mañanas, se aguijoneó pensando en su trabajo y sa remuneración. Cerró las persianas metálicas para que la luz no molestara a Gretchen, que aún dormía. Luego entró para afeitarse en el minúsculo sector cortinado que constituía el cuarto de baño.

¿Tendrá el aire allá afuera mejor olor que de costumbre?, se preguntaba Ernesto. Recordaba las fragancias estivales de su niñez. “Dios mío, debe haber ahora montones de chicos en las calles que quizá nunca han respirado ese fresco aroma de antes. Andarán por allá abajo jugando a la pelota, tratando de descubrir por qué esta mañana el aire está tan raro”.

La vida en la ciudad había cambiado con rapidez; no muchos árboles tenían hojas en estos días, sólo unos pocos en Prospect Park. A Ernesto eso no lo hacía sentirse triste, lo hacía sentirse viejo.

Con la persiana cerrada, el departamento estaba obscuro. Ernesto se vistió rápido. Siempre se sentía muy sólo por la mañana, con su esposa dormida al otro lado de la habitación; lo asaltaban entonces pensamientos amargos y desagradables, y a menudo debía sacudir la cabeza para quebrar el hilo de la melancolía. Por televisión había escuchado a los sociólogos de turno dando las razones de ello: demasiada gente, demasiado hacinamiento. Uno necesita un cierto ámbito donde pueda sentirse dueño. Los departamentos modulares reglamentarios se parecían cada vez más a latas de sardina.

Ernesto hizo descender un banco rebatible de la pared y abrió uno de los asientos. Se preparó un tazón de cereales, regalándose con una buena cucharada de azúcar y un vaso de leche sintética. El azúcar era un lujo. No extrañaba gran cosa la leche natural, pero no soportaba los substitutos del azúcar, que siempre le dejaban un gusto horrible en la boca. La luz tamizada era demasiado tenue para permitirle leer las indicaciones de la caja de cereales, que de ese modo quedarían en el misterio para él; pero eso no le parecía nada grave, especialmente el costado que detallaba los ingredientes. Ernesto solía preguntarse cómo reaccionaría su estómago si alguna vez pudiera vérselas nuevamente con comida natural.

La radio continuaba encendida, sonando suavemente, distrayéndolo con los acostumbrados avisos y jingles comerciales, y arrullándolo con voces latosas que canturreaban quedamente. Acabó su desayuno y llevó el tazón vacío a la pileta de la cocina, dejándolo allí para que Gretchen lo lavara. Se paró un momento junto a la pileta y paseó la mirada por el departamento.

“Estos son mis dominios”, pensó con amargura. “Este es el lugarcito donde se supone que yo debería sentirme seguro”.

Ni siquiera eso. El viejo módulo no era todo suyo: la pileta estaba conectada al invisible esqueleto del edificio y una ración de agua cuidadosamente medida brotaba de la canilla cuando discaba la combinación correspondiente. ¿Cómo se le iba a ocurrir que él pudiera ser dueño de algo, cuando para poder subsistir dependía de las desvencijadas instalaciones de la ciudad?

Suspiró y apagó la radio. Tenía que ir al trabajo. Cruzó el cuarto sin hacer ruido y sin mirar siquiera a Gretchen; no quería pensar en ella todavía.

—¿Te vas? —preguntó ella, bostezando.

Él se detuvo junto a la puerta, sin darse vuelta.

—Sí, hasta luego.

—¿Qué quieres para la cena?

Ernesto abrió la puerta decidido a escabullirse rápidamente; mirando a su esposa le dijo:

—¡Por Dios! Son solamente las ocho y media, ¿cómo quieres que sepa lo que querré para la cena? Haz lo que te parezca, yo tengo que irme.

—Está bien, querido. Un beso.

Ernesto asintió con la cabeza y cerró la puerta tras de sí. Estaba a mitad de camino hacia el piso de abajo cuando recordó que se había olvidado de mirar al bebé.



El día estaba tibio y agradable. El sol brillaba como una difusa esfera a través de la bruma grisácea y amarillenta, y aunque no hacía calor, se quitó la chaqueta. El viaje en subterráneo iba a ser muy incómodo, y antes de entrar al subte había que hacer un tedioso viaje en ómnibus. Era temprano todavía, pero ya una larga cola de pasajeros se extendía desde lo alto de la escalera hasta la acera. Todos esos eran los tontos o infelices que no habían comprado a su debido tiempo los cospeles necesarios para el subterráneo. Ernesto siempre compraba los suyos por la noche, durante el fin de semana.

Buscó en su bolsillo y encontró el gastado disco metálico. Sintió una extraña satisfacción por ahorrarse la larga cola, que avanzaba lentamente. Después de que atravesó el molinete tuvo que abrirse camino entre la muchedumbre para llegar al andén.

Durante todo su gobierno, las actuales autoridades municipales habían luchado con los problemas del hacinamiento del tránsito, pero los servicios de transporte se deterioraban a pesar de todo. Muchos de los coches subterráneos tenían más de treinta años de antigüedad y estaban en pésimas condiciones. Además, había que transportar cada vez un número mayor de personas, pues la población y la masa laboral crecían sin cesar año tras año.

El representante de Europa había adoptado el plan Gleitzeit, popularizado en Alemania y en otras regiones de Europa por casi veinte años. Según este sistema, los trabajadores podían llegar a sus empleos a cualquier hora antes de las diez de la mañana, trabajar el tiempo que quisieran y regresar a sus casas a cualquier hora después de las dos de la tarde. La cosa iba bien, siempre que completaran las horas reglamentarias de trabajo semanal. Al principio el sistema encontró apoyo porque disminuía la gran aglomeración de empleados que desbordaban la capacidad de los servicios públicos de transporte todos los días a las mismas horas, pero pronto se hicieron notar los efectos negativos cuando el plan se extendió al ámbito continental. La falta de disciplina deterioró sensiblemente el rendimiento del trabajo y también disminuyó el interés personal en los valores tradicionales del sistema mercantil y de libre empresa.

Los representantes abolieron el plan Gleitzeit en todas partes donde estaba en práctica y retornaron al viejo horario de nueve a diecisiete. Experimentaron también con otras iniciativas: el representante de Norteamérica requirió de las empresas que pagaran bonificaciones a los empleados que vivieran cerca de sus empleos. En la ciudad de Nueva York a los trabajadores se les prohibió aceptar empleos fuera del barrio de su residencia. Hubo quejas por el intervencionismo estatal pero, como de costumbre, los representantes disponían de una larga lista de explicaciones justificativas.

El trabajo de Ernesto lo aburría hasta casi la locura. Trabajaba en una fábrica de equipos electrónicos; allí debía sentarse ante una larga mesa con una docena de mujeres, cada cual con su respectiva caja de herramientas y un alto banquillo de incómodo respaldo. Ernesto era submontador de cuarta categoría, lo que significaba que no estaba capacitado para efectuar trabajos de soldadura. Su caja de herramientas era menos nutrida y menos especializada que las de las mujeres: la mayoría de ellas eran montadoras de tercera y de segunda. Tal vez su sentimiento de inferioridad fuera imaginario; no lo sabía con seguridad. En todo caso, no le preocupaba averiguar algo más. Sin embargo, no dejaba de notar que las mujeres casi nunca conversaban con él.

Algunos días trabajaba solamente en los paneles frontales. Con sumo cuidado debía sacar de su envoltorio las placas de metal laminado, porque, si accidentalmente llegara a hacer la más pequeña muesca en la película de pintura verde que las recubría, el panel quedaría inutilizado. Los paneles presentaban perforaciones de distinto tamaño, algunos con la indicación del calibre estarcida alrededor de la circunferencia. En algunas de las perforaciones colocaba perillas de control, en otras sólo metía fusibles o rellenos de goma y en una ponía un interruptor de palanca, difícil de apretar sin picar la pintura del panel. Sokol, el nervioso capataz, iba de aquí para allá vigilando lo que cada empleado desperdiciaba del material. Siempre llevaba una libreta azul plastificada; varias veces por día se paraba detrás de cada trabajador y anotaba allí su concepto del rendimiento de cada uno.

Cuando Ernesto tomó asiento ante la mesa, ya estaba Sokol haciendo su recorrida, al parecer fiscalizando la asistencia. Se paró junto al sitio de Ernesto y anotó algo.

—¿Por qué verifica usted la asistencia, Sokol? —preguntó Ernesto—. Para eso están los relojes marcadores, ¿no es así?

—Para estar seguro, Weinraub. Es mi trabajo. Déjeme tranquilo.

Ernesto se encogió de hombros y preguntó:

—¿Se preocupan tanto de esto?

—No, ni les importa —dijo Sokol—. Es muy difícil de entender, Weinraub. Yo puedo entenderlo bien. Por eso soy capataz.

—¿Es por eso que es capataz?

—Sí, y también porque nunca me hice el vivo. Cuando progrese en su trabajo, si es que realmente progresa, podrá ser capataz también y entonces descubrirá que la cosa no es tan difícil.

Ernesto resopló escéptico:

—¿Y qué hace usted todo el día? Ir de acá para allá y garabatear en esa libreta, ¿no?

—Sí, eso es todo, y luego elevo los informes de todo lo que pasa y los llevo a la oficina de enfrente, donde las secretarias finalmente los tiran.

—Me da lástima, de veras.

Sokol palmeó su libreta cerrada y se alejó. Ernesto le clavó los ojos.

—¿Alguien lo fiscaliza a usted, Sokol?

Sokol se paró y se volvió.

—Sí, Kibling.

—¿Alguien lo fiscaliza a él?

—Supongo que el supervisor de montaje.

—¿Dónde termina esto, en el viejo Jennings, el patrón?

Sokol sacudió la cabeza tristemente.

—No sabe escuchar, Weinraub, eso es lo malo de usted. Esto no tiene fin, ya se lo dije. Ni siquiera tiene principio. Ahora, a trabajar.

El capataz taconeó por el angosto pasillo hacia el cubículo que era su oficina.

Ernesto ordenó sobre el banco las llaves tubulares de colores codificados a su izquierda y los correspondientes destornilladores a su derecha. Ubicó el interruptor de precisión en el orificio determinado y mientras lo sostenía con una llave, le colocó una tuerca hexagonal al dorso. A medida que pasaba la mañana, ponía cada vez menos atención en su trabajo, completando un panel tras otro con eficiencia, pero mecánicamente. Tenía las manos llenas de tajos y las uñas rotas. Su trabajo diario se distribuía desde la hora de entrada hasta el breve descanso para el café; desde allí hasta el almuerzo; desde éste hasta el descanso de la tarde, y de allí hasta la hora de salida. Esos eran los únicos fines que podía pretender; si trabajaba con rapidez era solamente para combatir el abrumador aburrimiento. Empero, la empresa sabía perfectamente que ese tedio podía conspirar contra el rendimiento. Todo lo que pudieron hacer para aliviar la monotonía fue recurrir a la música funcional.

Para Ernesto resultaba aún peor. Se acurrucaba en su trabajo protegiendo su minúsculo sector de las ingenuas miradas de las mujeres y del atisbo omnisciente de Sokol. Ernesto definía a los otros por sus funciones, no limitándolos a cosa tan humana como un nombre en una tarjeta registradora. Allí estaba la negra gorda que recogía la pila de paneles frontales que él completaba. Allí cerca estaba la vieja dama que soldaba complicados ovillos de componentes electrónicos, fabricando esos delicados tejidos con negligente precisión. Por último estaba Sokol, el capataz. Él era el jefe; rondaba con más libertad y Ernesto lo envidiaba, pero tampoco era una personal real para Ernesto: era solamente el hombre que lo observaba.

Era como si todos fueran como un cristal en bruto, con docenas de facetas diferentes. Allí en la fábrica veía sólo una faceta de cada persona, la misma faceta todos los días. A su vez, él no quería que esos extraños tuvieran acceso a más que una de las suyas. Había treinta millones de habitantes en el área metropolitana de Nueva York y podía sentir la presencia de cada individuo de esa masa. No había manera de escapar. La única intimidad accesible era interior; para defenderla no se debía mostrar ni rastros de los propios sentimientos, no dejar ver signos de amistad ni de soledad…, pero la soledad era terrible.

Ernesto se imponía su propia alienación; soslayaba las múltiples facetas de los otros millones. Cada persona debía forjarse su propia salvación. No obstante su idealismo, Ernesto no podía sumirse en los incesantes dramas de los vecinos y conservar su propio equilibrio mental. Así se mantuvo apartado de las mujeres que iban al mercado con sus bolsones, yendo y viniendo en el subterráneo; de los chicos que jugaban a ser marcianos y se afeitaban un redondel en la cabeza donde asomaban tres alambrecitos, y de los otros que tan fácilmente podían perturbar su paz. Se limitaba a las amistades que estaba dispuesto a soportar, pero cuando esas personas lo ignoraban caía en una depresión muy profunda. Sólo había disgustos si una persona no presentaba a otra la faceta correspondiente.

No había nadie a quien una persona como Ernesto pudiera recurrir en busca de ayuda. Estaba seguro de que miles de otras personas llegaban a las mismas conclusiones deprimentes todos los días; el medio ambiente se iba haciendo cada vez más desagradable y la gente se introvertía cada vez más, y sólo descubrían dentro una demencia creciente. Enfrentarse a la mera presencia física de treinta millones de personas era ya de por sí una tarea abrumadora.

Los representantes formularon tiempo atrás una declaración que realmente perjudicó los intereses de la industria psiquiátrica: resolvieron que confiar en muletas psíquicas sólo podía debilitar la mentalidad popular. Sin embargo, a menudo Ernesto sentía verdadera necesidad de aliviar la carga emocional que sobrellevaba.

La única persona a quien legalmente podía recurrir era el fusiblero designado para el edificio de su deptomodu. Los fusibleros carecían de preparación especializada en psicología; en realidad, la idea de asignar fusibleros oficiales a cada edificio de deptomodus había provenido del Ministerio del representante de Asia, de ahí que contara con el beneplácito del gobierno. Sin embargo, por muy inexpertos que fueran, resultaban imprescindibles para la nueva cultura, superlativamente cambiante. Se les había otorgado autoridad para dirimir litigios entre inquilinos e incluso decidir en muchos otros asuntos que antes se resolvían entre vecinos y amigos. Pocas personas duraban en un lugar determinado el tiempo suficiente para entablar relaciones de esa clase, y sus puestos debían ser asumidos por mediadores profesionales. Si bien las reyertas domésticas menores podían ser resueltas mediante arbitraje, desagraciadamente esos remedios no tenían aplicación cuando se sobrepasaban los límites de la residencia privada.

El trabajo lo irritaba progresivamente a medida que avanzaba el día y sus pensamientos iban de lo simple a la abstracción. Cuando se hacían demasiado horribles, por lo general antes del almuerzo, pensaba en Gretchen. Ella ya no tenía ninguna faceta propia a la que él pudiera corresponder. Gretchen era como un cemento que cubría los claros entre sus otras relaciones; era un substituto blando y sin atractivos pero confiable. A partir de ahí, pensaba en la falta de madurez de su matrimonio, y en sus relaciones aún más superficiales con casi todos los demás: cómo su propensión a ignorar a la gente le garantizaba su libertad para hacer lo que quisiera (cómo, después de todo, la misantropía era la más segura salvaguardia de la libertad); de cómo tal actitud conducía a la apatía colectiva… y entonces, cuando sonaba la campanilla del almuerzo, comprendía que esa apatía era la que los había engañado a todos haciéndolos aceptar el mundo donde vivían.

Mientras se dirigía a la cafetería de la fábrica, se encontró con Sokol junto a la jaula de herramientas.

—¿Va a almorzar ahora, Sokol? —le preguntó.

—Dentro de un rato.

—¿Ustedes los capataces tienen un intervalo más largo para almorzar? ―Sokol lo miró con indignación—. Estaba pensando —continuó Ernesto—. Si se fija en el modo cómo somos vigilados aquí, se preguntará si quizá nos observan desde fuera también; quiero decir, como en casa.

Sokol se recostó contra la malla metálica de la jaula y bostezó.

—Quizá sí, pero si somos observados por gente como los capataces de fábrica, no tenemos por qué preocuparnos. Simplemente serán personas que ponen a hacer ese trabajo para sacarlos de la calle. Hacen su trabajo y nadie les presta atención.

Ernesto miró a Sokol con curiosidad:

—¿Habla en serio? ¿También acerca de las secretarias que tiran los informes que les lleva?

El capataz asintió lentamente y le dijo:

—¿Se ha preguntado alguna vez por qué dejamos a unas viejas señoras la soldadura interna de las unidades, cuando se consiguen circuitos impresos mejores y mucho más baratos? Es porque nuestro representante se imagina que las señoras necesitan un empleo. Quiero decir, por amor de Dios…, usted necesita un empleo, ¿no? ¿Qué haría si una maldita máquina fabrica dos mil chasis por hora mientras usted sólo hace doce?

—Es la hora del almuerzo, Sokol; yo me voy a almorzar.

Sokol suspiró y con un ademán impaciente alejó a Ernesto. Éste se encogió de hombros y se sumó a la caravana de empleados hacia la cafetería.



El descanso de diez minutos para el café de la mañana sólo significa un comienzo de alivio para él; el almuerzo era la verdadera oportunidad para descansar durante el largo día. No obstante, aún aquí, la empresa podía mandar con sus reglamentos en su vida privada. El almuerzo diario le tomaba una hora entera; de modo que, trabajando de nueve a cuatro, para completar las treinta y cinco horas de trabajo semanal, debía concurrir casi un día completo los sábados. Todos los mediodías los empleados hacían cola para perforar su tarjeta en los relojes registradores y luego desfilaban hacia la amplia y fría cafetería.

Las mesas para el almuerzo estaban ocupadas por grupos de camarillas, ninguna de las cuales parecía tener interés en incluirle. A menudo comía solo, pero últimamente había entablado conversación con una de las secretarias de la oficina principal.

Un desprecio total hacia la gente en general permitía a las masa una especie de libertad frenética y no habitual; ese desprecio no era de índole ofensiva, sino simplemente una reacción defensiva ante el ambiente atestado y perturbador. Uno de los aspectos más lamentables de esta libertad era la absoluta transitoriedad de las relaciones humanas. La vecindad era solamente una asociación accidental y temporaria; hasta la misma idea de compañerismo iba desapareciendo.

Cada vez que una persona mudaba su deptomodu a un nuevo edificio cortaba bruscamente las relaciones con los vecinos anteriores. En consecuencia, debía buscar una nueva dotación de amigos locales para reemplazar a los que había dejado atrás. Esto ocurría con tanta frecuencia que sólo mantenían amistades prolongadas las pocas personas que adrede se quedaban en la misma localidad, cuando tenían amigos que hacían lo mismo. De todos modos, casi nunca se molestaba uno en cultivar vínculos duraderos, sino que buscaba en cambio gente nueva que llenara las vacantes, de sitio en sitio. Con un promedio nacional de residencia menor de 2,8 años, en Norteamérica esas vacantes se llenaban con cierta facilidad, y nadie podía ser demasiado exigente con las nuevas amistades.

En ese momento, Ernesto estaba en busca de alguien que desempeñara el rol de compañera sexual. Abrigaba buenas esperanzas en sus conversaciones de mediodía con la secretaria, orientadas en esa dirección.

—¡Hola Eileen! —dijo, sentándose en el asiento que ella le había guardado—. ¿Cómo va eso?

—¡Oh, Ernie! Terrible; me enferma ese señor Di Liberto. Quiero decir que cualquier cosa que yo haga, él lo sabe hacer mejor. Soy secretaria desde hace tres años, ya sabes; para decirlo a gritos, hay algunas cosas que puedo hacer por mí misma. No soy tan estúpida como él cree.

—No le hagas caso. Esto es sólo un trabajo; cumple con tu obligación y cobra el salario.

Eileen sorbió un poco de su naranjada y le dijo:

—Para ti es fácil decirlo.

Conversaron un rato más, hasta que los interrumpió el carillón que preludiaba un anuncio del sistema público de informaciones:

—Les rogamos presten atención. —La voz amplificada salía desde varios sitios del salón comedor—. Tenemos un mensaje de especial importancia, del presidente de la Empresa Fabril Jennings, el señor Robert L. Jennings.

Un cambio de voz y habló Jennings.

—Gracias Bob. Compañeros, como mi hijo les ha dicho, tengo que darles noticias de particular e inusual importancia. Por esa razón les agradeceré si suspenden lo que estén haciendo en este momento, ya sea trabajar o almorzar y escuchan con la mayor atención.

»Hemos recibido noticias de una grave situación, cuyos detalles desgraciadamente no han sido revelados, pero el gobierno ordena suspender toda actividad normal el día de hoy, para que puedan regresar a sus casas y estar con sus familias cuando se haga un anuncio oficial luego, esta tarde. Sólo los servicios esenciales de policía y transporte continuarán funcionando después de las trece.

»Por lo tanto, en cumplimiento de lo ordenado por el gobierno, a partir de ahora todos quedan libres para regresar a sus casas. Se nos ha dado a entender que la actividad normal se reanudará tan pronto como lo permitan las circunstancias. Les ruego que no intenten telefonear a nuestras oficinas pidiendo más detalles pues, como les dije, ignoro tanto como ustedes la naturaleza exacta de la situación. Sea cual fuere la emergencia, les deseo a todos la mejor suerte, y ¡que Dios los bendiga!

Se oyó el carillón que señalaba el final del anuncio propalado y luego, el silencio. Un instante después, alguien rió nervioso; Ernesto supuso que algunos pocos querían creer que todo no era más que una broma. Una grave situación; debía ser cierto si el viejo Jennings les dejaba libre el resto del día. Eso tenía que convencer hasta a los escépticos.

Un momento después todos llegaban a la misma conclusión, pues la cafetería era un caos. Ernesto sonrió mientras empezaba a envolver su almuerzo tranquilamente. Siempre gozaba observando cómo el instinto del rebaño se apoderaba de todos.

—¿Qué? —preguntó Eileen—. ¿Nos mandan a casa?

—Eso, para mí, está muy bien —dijo Ernesto.

—Pero… ¿qué piensas que es lo que pasa? —preguntó ella.

—Realmente no me importa.

Eileen le clavó los ojos y él sonrió.

—Lo sabremos bastante pronto, ¿no? Quiero decir, ¿qué puede haber pasado? Tal vez murió un representante o algo así, no sé, pero me alegro de volver a casa. ¿Puedes llevarme hasta el subte? Quiero evitar las aglomeraciones.

INTERIN A
Jermania, 1918.


Igual que un gran arrecife traicionero hundido en las profundidades del océano, la nación jermana abrió grandes brechas en la maquinaria bélica de los aliados. Mientras los codiciosos industriales jermanos clamaban por la apertura de un nuevo frente en el este, el ministerio de Guerra Jermano peleaba, tenaz, en el oeste vigilando, no obstante, a Rusia, con la desesperada intención de mantenerla fuera de la lucha, por lo menos hasta que el resto de Europa estuviera asegurado; para que eso ocurriera (aun los voceros de máximo nivel lo reconocían) debía transcurrir largo tiempo todavía.

No obstante, las fuerzas aliadas se agotaban; oleadas de soldados exhaustos se abalanzaban contra las inquebrantables defensas del Reich jermano. Todas las veces fueron rechazados, triturados y espantados. Sin ninguna zona de acantonamiento en el continente propiamente dicho, las fuerzas británicas y americanas no pudieron conquistar una posición firme; si confiaban en reconquistar Europa para proveerse de los puestos de avanzada necesarios y de las provisiones, la imposibilidad de montar una invasión eficaz resultó doblemente desastrosa para el Alto Comando aliado. La paciencia y la atención a los detalles coadyuvaron para que los jefes jermanos desplegaran sus fuerzas con la máxima ventaja. La disciplina y una aguda percepción de su potencia capacitaron a la nación jermana para desgastar a sus enemigos.

No obstante, no pasó inadvertido para el Estado Mayor General que el propio pueblo jermano se agotaba también peligrosamente. La mejor esperanza consistía en mantener a Rusia alejada del conflicto, mientras se evitaba una batalla decisiva en el oeste. El tiempo diría si iban a prevalecer los aliados o el Imperio Jermano; el tiempo y la fuerza de voluntad de los combatientes.

Pasó el verano, y la amenaza aliada disminuyó y se debilitó; esas eran buenas noticias, pero la población jermana se moría de hambre. Las turbas hambrientas hacían manifestaciones callejeras en Berlín, Hamburgo y Munich, exigiendo el fin de la guerra y el restablecimiento de una economía estable. Cuando el invierno sucedió al otoño, la situación se hizo desesperada. El ejército, incapaz de ganar por su cuenta una victoria segura, se desacreditaba y amargaba. Al Estado Mayor General se lo condenaba por sus supuestos fracasos militares, como también por la ruina social resultante en todo el Imperio. La tensión aumentó hasta que al Ministerio de Guerra sólo le quedó un recurso para su defensa: en la mañana del 20 de octubre de 1918, el Estado Mayor General declaró que los grandes trusts de empresas y bancos de Jermania trabajaban secretamente contra los intereses del Imperio y que de ahí en adelante toda la industria sería nacionalizada.

El anuncio provocó una reacción violenta y colérica. Corrió el rumor de que los aliados habían reunido tropas de relevo en Gran Bretaña, en número cercano a los tres cuartos de millón de combatientes, como preparación para la ofensiva de primavera. Jermania no podría resistir mucho más. El Estado Mayor General informó al kaiser Guillermo que la guerra se perdería con seguridad, a menos que se hiciera pronto algo respecto de la situación interna. Al principio el kaiser no captó las insinuaciones obvias y, en cambio, redujo otra vez las relaciones. En Berlín las fábricas de municiones iniciaron una serie de huelgas violentas. La flota jermana desobedeció una orden de atacar en el mar del Norte a la flota británica; en pocos días la insubordinación se extendió a todos los puertos del norte y luego a Berlín. Aún entonces el kaiser pretendió ignorar la gravedad de la situación.

En esos momentos abandonó la capital para tomarse un descanso en Bélgica. En su ausencia proclamaron la república; el viejo emperador fue obligado a abdicar y huyó entonces a Suecia. Bajo el estandarte de un tambaleante gobierno de coalición, el pueblo jermano volvió a la calma; se restableció el orden lentamente y la actividad bélica recomenzó con renovado vigor. Los aliados, que por cierto eran en gran parte responsables de instigar las sublevaciones internas, quedaron prácticamente derrotados: Los 750.000 soldados que esperaban en Inglaterra nunca existieron.



Ernest Weinraub, Jugendleiter del Frente Rojo de Frachtdorf, arrojó por el aire el periódico que leía.

—¿Lo festejamos ahora, muchachos? —preguntó.

—Sí señor, Herr Kamerad Weinraub.

A la edad de dieciocho años, Weinraub ya era líder de una minúscula célula del Partido Comunista jermano. Sin embargo gozaba de escaso prestigio, en parte por la índole secreta de la organización y también porque sus compañeros eran los delincuentes más descarados de la vecindad; pero, ahora, según la edición berlinesa del Pravda, el reconocimiento oficial del Partido era cuestión de unos pocos pistoletazos más. La Guerra Mundial se acercaba a su fin.

—Ahora, muchachos, comenzará realmente nuestro trabajo. Pronto veremos ese día por el cual tanto tiempo hemos luchado.

Weinraub señaló los titulares del diario: “La revolución mundial ha comenzado”.

—¿Un poco de vino, Herr Weinraub?

—No, para mí no. Cerveza es mejor. Buena cerveza jermana.

—¿La Dunkel?

—Sí, por supuesto —dijo Weinraub distraído.

Aunque sus adolescentes secuaces parecían más interesados en las celebraciones que en la ocasión, no podía dejar de pensar con anticipada complacencia en la tarea futura. A pesar de su victoria, el Reich jermano estaba en la ruina; la Guerra Mundial sometió su economía a tal esfuerzo que iba a terminar por arruinarse en la frustración de la paz. El pueblo jermano careció de jefatura en esos momentos cruciales; no tenía ya sentido de su destino nacional ni orientación entre las cenizas de los falsos valores de antes. Todo esto lo contemplaba Weinraub con gran satisfacción; como obrero subalterno en la causa del Comunismo Internacional podía ver con facilidad que esa anarquía económica era campo fértil para sembrar las semillas de su Partido.

—Mein Lehrer —dijo Staefler, un joven alto y atlético—. ¿Es verdad que podremos violar nuestro juramento secreto, ahora que la revolución se aproxima?

Staefler era el miembro más entusiasta de la célula de la aldea, pero Weinraub se daba cuenta de que el muchacho, desgraciadamente, era también demasiado corto de entendederas para confiarle autoridad. El líder juvenil reflexionó unos segundos, mordiéndose el labio mientras Staefler lo miraba impaciente.

—No —dijo Weinraub por último—, creo que no. Mientras no recibamos directivas de Berlín al respecto creo preferible continuar como hasta ahora. Sé que esto te resultará duro —le dijo, palmeando el hombro de Staefler amistosamente como camaradas—, pero el Partido nos obliga a ciertos sacrificios. Todos debemos postergar las conveniencias personales en beneficio de nuestra gran causa.

—Sin duda, mein Lehrer —dijo Staefler, un poco decepcionado.

—No será por mucho tiempo más: los bolcheviques están preparados. Las revoluciones rusas y jermanas se fusionarán uniendo fuerzas para afrontar juntas a Occidente. ¿Cómo podría resistirnos entonces el resto de Europa?

—Jermania —dijo Staefler con viveza—, ¡y luego el mundo!

—Bebe —le dijo Weinraub, sonriendo con orgullo—. Estas preocupaciones preliminares no son para ti. Esta tarde preocúpate únicamente por la celebración.

Mientras sus jóvenes camaradas reían alcoholizados a su alrededor, Weinraub estudiaba los asuntos del día. Había un pequeño manojo de telegramas de la central del Partido en Berlín. Clavó los ojos en el papel que estaba encima del montón, un ejemplar de una hoja volante impresa dos semanas atrás por el Club Deportivo Leal Soviet Rojo de Slasniev, felicitando al pueblo jermano por haberse librado de las cadenas de los patrones confabulados. El volante lo entristeció un poco: ¿qué podían saber de las condiciones de Jermania los futbolistas de Slasniev? ¿Qué sabían o qué les importaba Slasniev a los jefes del Partido en Berlín?

De pronto, la idea de una verdadera revolución le pareció demasiado grande, demasiado remota, demasiado irreal. Sacudió la cabeza para reprimir esos pensamientos. Al fin y al cabo, Berlín coordinaba todas las cosas. Aquí en Frachtdorf, en cambio, nadie podía esperar que él tuviera una visión objetiva. Para eso estaban los volantes y los recortes: para ofrecerle una visión mejor de la repercusión internacional de su trabajo.

—¿Un poco más de cerveza, Kamerad Weinraub? —preguntó otro de los muchachos, haciendo muecas torcidas, fuera ya del alcance de la débil autoridad de Weinraub; tenía la casaca desabrochada y los cabellos en desorden; una pierna de sus pantalones mostraba una gran mancha húmeda y todo él apestaba a vino barato.

Weinraub se preguntaba cómo esperaba el Partido tomar el poder con semejantes bribones ineptos.

—No, no, Kleib. Déjame trabajar; vuelve con tus camaradas ahora. Que sepan que no quiero que me molesten.

Kleib tambaleaba en su asiento. Rió al darse cuenta de lo borracho que estaba.

—¿Llegó hoy algo interesante? —preguntó.

Weinraub agitó los papeles.

—Nada —le dijo irritado—. Todavía es demasiado pronto. No hay aquí más que la basura de siempre.

Kleib movió la cabeza haciendo muecas y tambaleando volvió a la fiesta. Weinraub hojeó los papeles restantes del día: saludos de las organizaciones obreras de la Unión Soviética, asociaciones artísticas y musicales, y grupos de teorizadores en política. Transcripciones de programas radiofónicos que prometían el apoyo del pueblo ruso. Recortes de diarios de toda Rusia con elogios al valiente pueblo jermano y su inminente revolución.

Uno de los papeles conmovió a Weinraub más que los otros: sin grandes titulares ni ilustraciones llamativas, decía simplemente que un Consejo Plenario de Soldados y Trabajadores Jermanos se preparaba para reunirse en Berlín. Ostensiblemente se trataba de un mitín de los miembros descontentos del ejército y de los sindicatos, en su mayoría casi destruidos por la guerra. Weinraub veía detrás la mano de la izquierda radical. Los sindicatos siempre habían demostrado cierta receptividad al pensamiento socialista; no ofrecería ninguna dificultad hacer aceptar a sus mentes sencillas las atractivas promesas del comunismo. Los soldados constituían el sector más iracundo de la población, por haber visto morir diariamente a sus camaradas en la guerra, alargada sin necesidad, sólo por la codicia de los industriales y la ambición de los políticos. Ellos también abrazarían ansiosamente las ideas del Partido. Los cimientos estaban bien preparados.

Los líderes del Partido en Berlín sugirieron que todos los Jugendleiters confeccionaran hojas volantes propias que luego serían distribuidas en los alrededores por los miembros más jóvenes de las células. De esta manera se aceleraría la unión de los campesinos jermanos y el proletariado. También suministraron algunas útiles pautas, con citas de teóricos marxistas. Weinraub estudió los papeles varios minutos; decidió basar su hoja volante sobre algo escrito por Lenin en 1917: “Una condición esencial para la victoria de la revolución socialista es la más estrecha alianza entre los campesinos explotados y expoliados, y la clase trabajadora —el proletariado— en todos los países industrializados”. Aquí en la villa rural de Frachtdorf, las fuertes luchas del gobierno parecían remotas e insignificantes, pero el deber de Weinraub era educar a los habitantes. Debía hacerles ver que si colaboraban entre ellos llegarían a tener una influencia sin precedentes en los asuntos del Estado; pues si se unían con los oprimidos trabajadores urbanos en un esfuerzo verdadero e inflexible, nada podría resistirlos en Jermania.

Weinraub hizo unas pocas anotaciones para la hoja volante. “Hemos ganado la guerra contra los Aliados capitalistas ―se decía para sus adentros―, pero, ¿a qué costo? ¿Cuánto ha quedado de Jermania? ¿Cuánto quedará cuando nos alcemos, exigiendo nuestra justa parte? Los que mandaban antes han fracasado y tratan de aplacar nuestra lógica ira con discursos sobre el prestigio internacional. ¿Ese prestigio nos alimentará durante el invierno?”. Hizo una pausa y repasó esas líneas, preguntándose si sonarían bien revolucionarias para sus jefes. “Los sentimientos están fuera de lugar”, se dijo. “Son un lujo que nunca más podremos proporcionarnos. Un gobierno basado en las emociones es idéntico a un gobierno tiránico”.

—¡Eh, Herr Lehrer Weinraub!

Weinraub se sobresaltó al ser sacado de su ensimismamiento.

—Estoy bien, Staefler —le dijo—. Sólo un poco cansado.



Pasó una semana; pese a su negativa, Friedrich Ebert fue nombrado canciller de la nueva República; tratando de hacer lo mejor que podía en la situación confusa y, en cierto modo, ilegítima, Ebert emitió varias declaraciones encaminadas a unir, tras de sí, al pueblo jermano. Fueron liberados los prisioneros capturados en las semanas de abierta rebelión. Hubo garantías para la libertad de expresión. Se prometió el mejoramiento eventual de la economía y de las áreas de justicia y reforma social. Ebert no era un líder de fuerte voluntad, pero tenía la perspicacia suficiente para ver que, a pesar de la balbuciente revolución, el pueblo jermano en conjunto adhería aún a los viejos ideales conservadores.

Ebert no quería en absoluto una república; trabajaba por una monarquía constitucional, modelada según la de Gran Bretaña, con uno de los hijos de Guillermo como cabeza del gobierno. Sin embargo, cuando fue llevado a desempeñar el papel de canciller encontró el coraje necesario para negociar en tan incómodas circunstancias. Sabía que podía contar con escaso apoyo para cualquier tentativa definitoria con los elementos radicales que todavía perturbaban la nación; en cualquier caso, un pacto secreto con los restos del ejército reforzó su incierta autoridad. El gobierno prometió aplastar la influencia bolchevique y el ejército comprometió sus fuerzas para llevar a cabo el programa de Ebert.

Pocos de esos tratos semioficiales eran dados a conocer en los servicios oficiales de informaciones. Weinraub conoció unas pocas noticias a través de los inflamados boletines del Partido y por los informes de segunda mano retransmitidos desde la Unión Soviética.

—Debemos redoblar nuestros esfuerzos, Staefler —dijo Weinraub, después de leer los planes del nuevo canciller—. Si no tenemos cuidado, la oportunidad de tomar el poder se nos escapará de las manos.

—En Berlín nos están traicionando —dijo Staefler, resentido—. Han traicionado al pueblo jermano. ¿Por qué no desarmaron a nuestros enemigos? ¿Necesitamos apaciguar a los aliados?

—¡Ojalá que no sea cierto! —dijo Weinraub.

Pero las evidencias se acumulaban. Ebert no podía dejar que los comunistas reclamaran su parte proporcional de control legislativo: temía otra revolución bolchevique.

En diciembre, a Weinraub lo invitaron a asistir al primer Consejo Soviético en Berlín, un mitín popular de líderes locales del Partido y representantes de Consejos de trabajadores y de soldados, de los varios que habían brotado por todo el país. Sin embargo no asistió debido a la enfermedad de su madre. Envió a Staefler en su lugar; el joven regresó varios días después, coloreando la información con su apasionamiento por la ciudad capital. Por último, Weinraub se les arregló para conseguir una lista objetiva de las actividades del Consejo: habían exigido la renuncia de Hindenburg como mariscal de campo de las fuerzas armadas, la disolución del ejército y su reemplazo por una guardia civil y que la República Jermana aceptara la donación de dos trenes cargados con cereales ofrecidos por la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas.

—Quizás esas exigencias resulten demasiado agresivas —dijo Weinraub, pensativo—. No podemos darnos el lujo de transigir, y Ebert, con seguridad, no va a aceptar. Si retrocedemos ahora lo perderemos todo.

—Tendremos que esperar y ver —dijo Staefler.

—Eso es lo difícil —dijo Weinraub—. Tenemos que quedarnos aquí en nuestra guarida secreta de Frachtdorf, mientras a centenares de millas de distancia se deciden nuestros destinos.

En esos momentos las fuerzas comunistas en Berlín, alentadas por sus éxitos iniciales, trataban de consolidar posiciones. Bandas de activistas ocuparon edificios y bloquearon calles. El ejército devolvió el golpe y exigió que Ebert denunciara enérgicamente al Partido, tal como lo había prometido. Ebert vacilaba. Entretanto, los comunistas ganaban apoyo. Las huelgas lograron cerrar las industrias de Jermania una vez más. Manifestantes que ascendían a centenares de miles tomaron el control de los servicios de transporte y de los periódicos.

Por último, el ejército se impacientó con Ebert y tomó las riendas de la situación con sus propias manos: usaron ametralladoras, granadas y vehículos blindados contra las bandas comunistas. Fue un caso de fuerza militar organizada enfrentada a una desordenada turba de desocupados, viudas de soldados caídos en la guerra y estudiantes fanáticos. En tres días los comunistas fueron aplastados.

Las malas nuevas llegaron a Frachtdorf tardíamente. Junto con ellas se recibió la noticia de convocatoria a elecciones para formar la Asamblea Nacional, que redactaría una nueva constitución y elegiría un presidente. Las directivas del Partido ordenaron a todos los comunistas que boicotearan las elecciones y se esforzaran en reconstruir la organización destruida.

En la votación, el pueblo jermano vindicó la política de Ebert, que fue elegido primer presidente de la República Jermana por la Asamblea Constituyente en Weimar. Su primer acto como presidente fue declinar el ofrecimiento de cereales de la Unión Soviética, en favor de lo que calificó de “reparaciones” de los Estados Unidos. Hubo un silencio ofendido en el este y airadas réplicas de la Ostámerika[5] Jermana.

—Estamos liquidados —dijo Kleib.

—No, todavía no, pero nos obligan a volver a la clandestinidad —dijo Weinraub—. No podemos renunciar; no debemos desalentarnos. El Partido no morirá. Sólo significa más trabajo para nosotros, más dedicación, una mayor voluntad de sacrificio de nuestra parte para convencer al pueblo jermano de la estafa que han aceptado.

—¡Oh, maldición! —dijo Kleib.

La célula de Weinraub se desintegraba. Aun Staefler se había hastiado de las jugarretas comunistas. Los muchachos encontraron otros entretenimientos; en pocos días Weinraub quedó solo en la central del Partido de Frachtdorf. Enterado de la situación su superior, Herr Schneck, en la vecina ciudad de Geinhausen, ordenó a Weinraub que le informara en persona.

A la tarde siguiente fue introducido en una habitación sumida en la penumbra donde el viejo yacía en cama, cubierto hasta el mentón con una vieja manta militar. Estaba moribundo, Weinraub lo sabía; pero trabajaba tenazmente durante sus intermitentes períodos de lucidez. Schneck hizo un ademán y Weinraub, sin ruido, se arrimó a la cama. En la obscuridad, el viejo le habló con voz seca y suave:

—Wilhelm, mi querido nieto —le dijo, confundiendo a Weinraub en su delirio—, no pierdas el contacto con los rusos; no tendría objeto causar conflictos; pero ahora debes irte. Vete a América. Buena suerte y que Dios te bendiga.

Weinraub saludó al viejo con una reverencia. Schneck sonrió y se oyó un gorgoteo en lo hondo de su garganta. Dejó caer su cabeza una última vez sobre la almohada. Cuando Weinraub salía, un ayudante le entregó una gruesa carpeta.

CAPÍTULO SEGUNDO
Los trenes iban atestados. Al parecer, todos en la ciudad habían recibido el mismo mensaje y volvían juntos a sus casas luciendo la misma expresión preocupada. Ernesto se preguntaba si él sería el único desprovisto de ese paralizante sentimiento de aprensión. Sea lo que fuere lo ocurrido, probablemente sus efectos nunca se harían sentir tan abajo en la escala de la fortuna como para alterar su vida o la de los demás, pensó; pero aquí estaban todos.

Sus vidas continuaban sin ideas, sin interés. En ellos había una cualidad propia de insectos, reflexionó Ernesto. No era una comparación lisonjera. Pocos días antes había conversado con Sokol, el capataz, acerca de esa triste realidad.

—Jennings se debe fastidiar bastante —había dicho Ernesto—. Quiero decir, yo hago mi trabajo bien. Claro que no tan bien como lo haría si estas estúpidas máquinas me importaran un rábano; pero, después de todo, el viejo no puede pretender que yo salte de alegría igual que él.

—Bah —dijo Sokol—, no pretende tal cosa: él corre sin ton ni son, tratando de retener a sus empleados para que no vayan a parar a la desocupación.

—Somos como un enjambre de abejas —dijo Ernesto—, usted y yo y todos los que trabajan como locos en tareas que no les importan nada y solamente el patrón Jennings es el que chupa la jalea real.

—No es más que un zángano —dijo Sokol, con cinismo—. ¿Lo ha visto alguna vez? Tiene setenta años y ahí anda, correteando alrededor de las secretarias y pellizcándoles el trasero. Claro que yo no me lo trago y, lo que es más triste, tampoco se lo tragan las secretarias. De todos modos, él no es el gran patrón ni tampoco entiende lo que nosotros hacemos. Sólo los representantes lo entienden.

—Espero que ellos lo entiendan.

—Sí, yo también.

Sokol suspiró. Los dos hombres quedaron en silencio; la discusión estaba bordeando el tema del “sentido de la existencia” y era inútil tratar de ello antes del almuerzo.

Los representantes habían aprendido a moverse con sigilo mientras perseguían sus obscuros fines. Cada uno de ellos tenía como mínimo unos mil millones de votantes; en tales concentraciones, aun asuntos tan simples como una renovación municipal menor o un reajuste de cupos agrícolas podían dar lugar a una depresión general en la población. La ciudadanía reaccionaba con síntomas de extrema angustia y, a veces, con furia.

Ávida de símbolos de estabilidad en su vida, la gente empezó a resentirse por la demolición de los edificios conocidos y la eliminación de los hitos característicos, como la invasión de las autopistas sobre los diminutos espacios abiertos que aún quedaban. Los representantes ejercían su voluntad en el grado más alto, pero vigilaban con ojo perspicaz la irascibilidad de la masa ignorante.

En el corto viaje desde la fábrica hasta el subterráneo, Eileen, la chica de la oficina de recepción, especulaba sobre el anuncio que los había enviado de vuelta a casa.

—Realmente espero que no sea algo demasiado malo —dijo, sacudiendo la cabeza.

Ernesto la miró atentamente y vio que sus ojos brillaban con lágrimas.

—No es para tanto, nena —le dijo—. Realmente, no es para llorar.

—No sé qué hacer —dijo ella—. Me acuerdo de aquella vez, cuando fusilaron al hijo del representante por África. No pude ir a trabajar ni hacer nada. Por mucho tiempo creí que no podríamos continuar.

—Bien, pero continuamos, y sea lo que fuere lo que ocurrió hoy, continuaremos. Los representantes son personas como nosotros, ya sabes.

Eileen desvió la mirada de la calle.

—Ellos son los representantes —dijo ella, con el tono de voz que parecía reservar para los ángeles o los demonios.

—Sí —dijo Ernesto, suspirando.

Se repantigó en su asiento. Eileen podría ser una amante para la hora del almuerzo, pero nunca encajaría en su vida de ninguna otra manera. La saludó con una inclinación de cabeza, sin una palabra, cuando ella lo dejó en la estación del subte. Antes de haber bajado las escaleras hacia los molinetes, ya se había olvidado de todo lo que había dicho ella.

La aglomeración en el subterráneo era terrible, y por el momento echaba a perder el asunto de Ernesto. Con perversidad deseaba que la emergencia fuera, de hecho, tan grave como lo temían los viajeros, para recompensarle por su comportamiento hosco y torpe. La gente perdía la perspectiva con maldita facilidad. Cuando llegaran a sus casas, los televisores no les dirían otra cosa que la nuera del representante de Asia había tenido otro aborto. En todo el ancho del planeta se proclamaría un Día de Oración, o quizá fuera alguna otra cosa igual de inane, apenas digna de la menor ansiedad.

En cualquier caso, debía encontrar la forma de matar el tiempo sobrante en su casa. La perspectiva de pasar esas horas extras con su esposa no era de ningún modo atrayente. Por grave que fuera la situación, Gretchen reccionaría con pánico e histéricamente. Él esperaba que el anuncio oficial lo pasaran temprano; cuanto antes lo hicieran, más pronto podría doparla y dejarla arrumbada.

Recordó la noche anterior: había llegado a casa y la encontró mirando televisión. Se sentó en el sofá a su lado. Ninguno de los dos dijo ni una palabra. Por último, durante un intervalo comercial, Ernesto habló:

—Sabes —le dijo—, el patrón Jennings nos echó una perorata hoy. Dijo que con los ratos libres que tenemos ahora, debemos tratar de mejorar nuestra educación.

—Está bien —dijo Gretchen con los ojos fijos en el anuncio comercial.

—Quizá podríamos hacerlo. Tendría que conseguir un empleo mejor. Muchos de tipos lo hacen. Yendo a la biblioteca, por ejemplo; es gratis, ya sabes. O volviendo a la escuela.

—¡Sssht! —dijo Gretchen; el programa se reanudaba.

Ernesto no dijo nada más hasta el siguiente aviso comercial.

—Estos mamarrachos me revuelven el estómago.

—No los mires —dijo Gretchen.

—¿Qué crees que puedo hacer? Hay una sola habitación en este roñoso módulo.

—Entonces ve a la biblioteca.

—Sí, bueno. ¿Alguien puede creer que ese show es divertido? ¿Quién es el tipo que canta?

—Phil Gatelin. Es grande —dijo Gretchen—. Ahora, cállate.

Ernesto cruzó al otro lado del cuarto y se tendió en la cama. El ruido de la televisión no lo dejaba dormir. Por último se levantó, se puso la chaqueta y se fue a un bar por unas horas. Nunca más volvería a mencionarle la idea de una mejor educación.

El recuerdo lo irritó. Lo alejó con una rápida sacudida de la cabeza.

La aglomeración en el subterráneo había sido tan desagradable que decidió caminar los dos kilómetros y medio hasta su departamento antes que tomar un ómnibus. Los peatones tenían la misma mirada preocupada de los pasajeros del tren. Ernesto debió abrirse paso a codazos a través de la muchedumbre.

Los edificios ante los cuales pasó eran todos dormitorios en condominio, repleta su capacidad con departamentos modulares de variados colores. El gobierno alegaba que construía los alojamientos a un ritmo más rápido que el necesario, pero Ernesto no lo creía así. Todos conocían a alguno que tardaba mucho tiempo en encontrar sitio para su deptomodu.

Sokol estaba tratando de encontrar una nueva rendija para ubicar su departamento, más cerca de la fábrica de Jennings. No había tenido suerte en las tres semanas de búsqueda.

—¿Conoce a alguien que esté por mudarse de su vecindario? —le preguntó a Ernesto.

—No, así de buenas a primeras, no —dijo Ernesto—. Pero si llego a oír de alguien…

—Bueno, gracias. Usted vive justo en el límite de la máxima distancia a pie, pero no la camina, ¿no?

Ernesto sacudió la cabeza.

—Es una parte malísima de la ciudad en estos días. Yo también quiero irme; si encontrara dónde, le subalquilaría a usted mi viejo lugar.

Sokol, a su vez, movió la cabeza con tristeza.

—Antes, era costumbre que la gente de la misma procedencia viviera junto con los suyos —dijo el capataz—. Mi mujer, por ejemplo, es italiana. La conocí en Gallisi hace cinco años y me la traje conmigo. Usted pensará que ella querría vivir cerca de los demás italianos; pero no: en cinco años ya no les entiende más. Han cambiado tan rápido…, y los únicos que antes venían aquí, bueno, ya no la entienden a ella. Mi mujer se siente mejor lejos de ellos. En cierto modo extraño a los viejos vecinos. Ahora todo es la misma cosa.

—Eso se lo debemos a los representantes —dijo Ernesto—. Esa es la igualdad.

—Eso es rigor mortis —dijo Sokol.

Ernesto odiaba su propio módulo. Era un Kurasu; sus padres se lo regalaron, flamante, para su boda. Era lo más pequeño y económico posible. Gretchen decía que era “a la medida”. Ernesto alquiló un lugar para él en un edificio de propiedad privada: una rendija en el tercer piso. Todavía no les alcanzaba el dinero para alquilar una rendija más alta, más lejos del ruido y la suciedad de la calle pero, por lo menos, estaban bien en el interior del edificio, con una única ventana hacia el exterior.

Aunque Ernesto se quejaba de que era como vivir en una caja de zapatos, lo cierto es que allí no los perturbaba el estrépito de la calle. Un deptomodu económico sólo estaba equipado con lo estrictamente necesario; ahora ya era viejo y carecía de los equipos standard de los Fords, los Chevrolets, los Peugeots con los que soñaba Ernesto. Ni siquiera podía aprovechar las sofisticadas instalaciones entubadas que ofrecía el esqueleto estructural del edificio. En vez de mudarse, como Gretchen esperaba poder hacer, Ernesto planeaba negociar eventualmente el deptomodu y comprar otro modelo mejor equipado.

Gretchen siempre tenía ganas de mudarse; no había aprendido todavía que, tal como lo había hecho notar Sokol, todos los vecindarios de la ciudad iban asumiendo una apariencia tristemente similar. Ya no había más barrios de inmigrantes de habla española o checa o china: todos fueron lentamente asimilados por la cultura americana. Había solamente individuos aislados y alienados de los compatriotas que dejaron atrás; incapaces de identificarse con sus predecesores en Norteamérica, trataban de arreglárselas por sí solos lo mejor que podían. Las costumbres, el lenguaje y los puntos de vista se alternaban con tal frecuencia que una persona tenía mucho menos en común con sus compañeros étnicos que con un extranjero que viviera al otro lado del vestíbulo, con quien compartía, por lo menos, el mismo ámbito espacial, temporal y social.

—¿Por qué no tratamos de encontrar un lindo vecindario reducido? —A menudo preguntaba Gretchen—. Ya sabes, con tiendas y extraños días de fiesta… ¿Recuerdas cómo acostumbraban a poner, a veces, guirnaldas de papel atravesando las calles? Siempre celebraban algún día de fiesta o el cumpleaños de alguien. Cuando yo era chica, eso era lo más divertido: corno una gran fiesta en medio de la calle, con sandwiches de salchicha, refrescos y todo. Esta parte de la ciudad es demasiado moderna.

—Ya no lo hacen más —dijo Ernesto, pacientemente—. Los representantes lo decidieron así, ¿no lo recuerdas? Todos somos ciudadanos de Norteamérica y no podemos pasarnos dando vueltas de un lado a otro excluyendo a otra gente por tener nuestros días de fiesta exclusivos.

Gretchen parecía irritada.

—Bueno, todavía tienen tienditas, ¿no es así?

—No sé —dijo Ernesto—, no estoy seguro.

Dio por terminada esa infructuosa discusión de la manera habitual: sacudiendo la cabeza y marchándose.

Estos pensamientos surgieron en la mente de Ernesto, quizá, por la inusitada circunstancia: la misteriosa “emergencia”. Pasó caminando ante los edificios de deptomodus en la cuadra, pensando en los miles de individuos allí alojados, todos con los ojos clavados ansiosamente en sus receptores de televisión. Gretchen miraría de igual modo el suyo. Dentro de pocos minutos, contra su propia voluntad, lo haría también él mismo.

Cuando abría la puerta de su departamento, Gretchen lo llamó:

—¿Eres tú? —preguntó.

Como él no contestó, ella salió de la “nursery” tras el mamparo.

—Esperaba que volvieras —le dijo—. Mamá llamó para hablarme del anuncio.

—Eso está bien —dijo Ernesto—. Me alegro de que haya llamado. Ha sido muy atinado de su parte; has tenido entonces toda la mañana para preocuparte de eso.

Cerró la puerta con el pie y colgó su casaca en un gancho en la pared.

—No seas sarcástico —dijo Gretchen—. Me di cuenta de que tú no pensabas llamarme.

—Quise pescarte in fraganti —dijo Ernesto—. Quería llegar temprano a casa y encontrarte en brazos de algún vecino.

Gretchen le clavó los ojos.

—¿Hablas en serio? ¡Qué porquería es lo que has dicho! ¿Es eso lo que crees que yo hago todo el día?

Ernesto se sentó en el sofá frotándose las sienes doloridas.

—Hace calor aquí, ¿sabes? ¿Te gusta esto así o qué? ¿Por qué no me traes una lata de cerveza? —Y mientras ella atravesaba el cuarto hacia el sector destinado a la cocina agregó—: ¿Cómo es que no lo sabías por ti misma? No haces más que mirar televisión.

Ella le trajo la cerveza fría y él se la apoyó unos segundos en las sienes.

—Nuestro receptor se ha descompuesto otra vez —dijo ella—. No sé qué pasó; de repente la imagen perdió relieve, se hizo plana y luego no funcionó más. No he podida ver nada en todo el día. Tendremos tal vez que conseguirnos uno nuevo; de todos modos el que tenemos ya está viejo.

—No importa, se lo llevaré al superintendente del edificio; para eso está, ya sabes. A veces me pregunto si sabes de dónde viene el dinero.

—Pero… ¿cómo vamos a mirar el boletín? Ese tipo hispánico, que tienen aquí para hacer arreglos, tarda semanas en terminar un trabajo. No le tengo confianza.

—Está el receptor de imagen plana en el cuarto del niño. ¿Te habías olvidado de eso?

—No aguanto mirar espectáculos en ese viejo receptor. Me parece tan insulso ver todas las cosas chatas como en una tarjeta postal… Me da dolor de cabeza, ahora que me he acostumbrado a la imagen en relieve —dijo Gretchen.

—Para el anuncio es suficiente. Lo traeré.

INTERMEDIO 1
En Europa sólo quedaban recuerdos de las grandes culturas. España, Portugal, Italia, Francia, Inglaterra, Carbba y Alemania, todas habían dirigido la marcha de la historia y de la inventiva humana en una época o en otra, pero ahora esas viejas potencias del pasado iban a la deriva, sumiéndose en una vejez clínica, en la que la decadencia y los placeres momentáneos reemplazaban al ansia de dominación y al orgullo nacional. Los rusos disputaban entre sí con mezquindad, gastando las energías de una nación otrora gloriosa en pueriles altercados. La China mostraba signos de total degeneración; perdida ya su riquísima herencia de arte y de filosofía, persistía en una doctrina inhumana que aplastaba a su desesperado pueblo bajo el peso de un patriotismo falso y ridículo.

Breulandia era la única fuerza vibrante al este de los Montes Cáucaso, aunque ningún observador se animaba a decir qué podría hacer ese cauteloso país. Tal vez un asalto breulandiano se desparramara sobre el continente infundiendo, por lo menos, una nueva fuerza vivificante a las decadentes naciones europeas. De la propia Breulandia, por otra parte, no llegaban noticias ni insinuación alguna, como si la nación se hubiera desviado de su camino ascendente para sumirse en una hastiada y amarga mediocridad.

Del resto del mundo no había nada que decir. Las Américas estaban tal como habían sido en la época del descubrimiento, pocos siglos antes: enormes masas de tierras boscosas, pobladas por salvajes, demasiado distantes, demasiado inservibles, demasiado utópicas para molestarse por ellas. Ninguno de los decadentes gobiernos europeos podía pretender liderazgo o apoyo financiero para explorar el Nuevo Mundo.

Los países escandinavos estaban habitados por bárbaros cubiertos con pieles, apenas poco más civilizados que los caníbales americanos. Pero al oriente, tras las hormigueantes riberas chinas, entre el Asia y las inexploradas extensiones occidentales de las Américas, nadie estaba completamente seguro de lo que existía realmente y de lo que era sólo mito. Tal vez el continente insular de Lemarry estaría aguardando con sus riquezas inauditas y sus hermosos capiteles de cobre.

Luego, por último, estaba África. Una ciudad se posaba solitaria en sus ardientes arenas. Una ciudad, llena de refugios y con una extraña población de raza indefinida, custodiaba aquel macizo continente. Fuera de esa única ciudad, edificada en alguna época olvidada por un pueblo desconocido, con propósitos inimaginables, más allá de las altas puertas de madera que no dejaban pasar el calor enloquecedor, y confinaban dentro a los extenuados habitantes, sólo existía la muerte. Sin agua, el continente estaba muerto. Sin sombra, los abrasadores vientos sharaq significaban la muerte. Sin habitantes humanos, las vastas tres mil millas de murmurantes arenas igualmente representarían la muerte para cualquiera lo bastante loco para aventurarse a atravesarlas. Solamente en la ciudad había una falsa parodia de la vida.

Ernst Weinraub se sentó ante una mesa en el patio del Café de la Fée Blanche. Una lluvia ligera caía sobre él, pero parecía no darse cuenta de ello. Sorbió su anisette, lamentando que el propietario se lo hubiera servido en un vaso tan feo. Desmerecía el licor. A menudo monsieur Gargotier cometía semejantes faltas desconcertantes, pero especialmente hoy Ernst necesitaba toda la delicadeza, todo el refinamiento que pudiera pagar, para alejar su creciente melancolía.

Quizás había sido un error visitar el Fée Blanche. Era temprano; faltaban sólo unos treinta minutos para el mediodía y, si le pareciera que sus lágrimas lo inundaban demasiado rápido, podía irse al Respirette o al Cecil, pero todavía no había necesidad de apurarse.

Las gotas de lluvia caían con fuerza, salpicando sobre la pequeña mesa metálica. Ernst se dio vuelta en su silla, buscando a monsieur Gargotier. ¿Acaso ese hombre iba a dejar que su cliente se empapara? El propietario se había esfumado en el obscuro interior del establecimiento. Ernst pensó en correr él mismo el toldo rayado, pero la imagen de tendero que esa idea le presentó de si mismo le resultó intolerable.

En cambio, cerró los ojos y se puso a escuchar el agua que caía. Parecía música cuando las gotas golpeaban los muebles y otros objetos sobre el patio. En cambio, el sonido era más apagado cuando la lluvia chocaba con el pavimento; pero más frecuente era el irritante ruido de las gotas golpeándole la frente.

Abrió los ojos: su periódico estaba hecho una sopa y el charco formado sobre la mesa ya casi desbordaba encima de él. Consideró la mejor manera de habérselas con el agua que se acumulaba; sólo podía ahuecar la mano y desagotar así el charco. Rechazó ese plan, reconociendo que su mano quedaría a la miseria; entonces se sentó, frustrado, sin nada con qué secar todo aquello.

Al final tendría que ir a buscar a monsieur Gargotier. El encuentro con el propietario, que estaría aburrido, quizá fastidiado, podría ser sumamente desagradable. De cualquier forma, la tabla de la mesa, un redondel metálico, era fácil de quitar. Ernst la inclinó, dejando ver los bordes de las patas de metal blanco que estaban aguzados con herrumbre cristalina. El agua chapoteaba en el suelo embaldosado del patio, con ruido, sin armonía.

Ernst suspiró. Otra vez había hecho una transacción con su modo de ser: había sacrificado su estilo en pro de su comodidad. En la ciudad eso era fácil.

—Es una cuestión de cuerpos —se dijo a sí mismo, como si ensayara bons mots para un cóctel—. Nos hemos criado atendiendo demasiado al cuerpo. El hecho de que lo llevamos siempre de un lugar a otro, ¿es razón suficiente para acordarle un honor o un afecto especial? No. Son solamente bolsas. Más bien grandes, desagradables, indisciplinados envases para míseras cargas de emoción. Todos deberíamos dejar de prestar atención a las exigencias de nuestro cuerpo. Pero no sé cómo.

Hizo una pausa. La idea era estúpida. Sorbió el anisette.

No había más de veinte mesas pequeñas en el patio del Fée Blanche. Ernst era el único parroquiano, como lo era diariamente hasta la hora del almuerzo. Él y monsieur Gargotier se habían hecho muy amigos. Por lo menos, así lo creía. Era tan reconfortante tener un lugar donde poder sentarse y observar, cuando uno no tiene que molestarse eternamente por otra sopa o más café. ¡Bien sur!

El viejo nunca se sentó con Ernst para observar a los vagos de la ciudad ni se ofreció para comprobar las habilidades ajedrecistas de Ernst. A decir verdad, para ser sincero, monsieur Gargotier casi nunca le había dirigido una frase completa; pero Ernst era un habitué, el único cliente regular de monsieur Gargotier y, por razones completamente diferentes, ambos esperaban que el Fée Blanche se convirtiera en el lugar favorito de reunión de los literatos y los pocos ricos de la ciudad.

Ernst había empleado demasiados meses en sentarse en la misma silla para irse ahora a cualquier otra parte.

—Una buena manera de eliminar algo de la influencia del cuerpo es la concentración mental —se dijo. Contempló la tabla de la mesa, repleta ya con agua de lluvia—. Cuando paso revista a mi propia historia psicológica, debo reconocer en mí una penosa carencia de sensibilidad moral. Poseo normas extraídas de novelas románticas y leyes maestras, normas que asoman con dificultad entre mi bagaje intelectual como las frenéticas alas de una paloma atrapada. Puedo examinar esos destellos de moralidad cuando se me antoja, pero pocas veces me molesto en hacerlo. Me resultan todos ellos tan familiares, que a su alrededor aparecen en mi mente las espesas y densas sombras de sucesos y crímenes despreciables.

Con un rápido movimiento, Ernst desagotó una vez más la tabla de la mesa. Suspiró.

—Estaba Eugenie. Creo que la amé alguna vez. Un nombre perfecto, una mujer no tan perfecta. Cuando comenzó el romance, yo conocía bien mi sentido moral, verdaderamente lo fomentaba, lo veneraba con el fervor de un amante adolescente. Conocía y necesitaba las restricciones de la sociedad, de la ley y del honor. Sólo dentro de esas severas limitaciones podía demostrar mi dignidad y mi valía. Nuestro amor crecería alimentado por los amargos manantiales de la rectitud.

»¡Ah, Eugenie! Me enseñaste mucho. Por eso te amaba en aquel tiempo, mientras mi idea de la pureza cambiaba de a poquito, hora tras hora. Luego, cuando al final caí en mi apasionada perdición, te odié. Durante muchos años te odié al ver como te alegrabas con mi desaliento, por la facilidad con que robaste y traicionaste mi amor y por la diversión que te proporcioné con mi desamparo juvenil.

»Ahora, Eugenie, tengo mi recompensa. En aquellos días no lo habría comprendido, pero ahora me he vengado de ti: he logrado la indiferencia. Qué triste, pienso, fue para la pobre Marie que vino después. A ella la amé a distancia, deseando no ser herido nunca más en el traicionable asunto de mis afectos. Todavía era yo un tonto.

Se recostó en la silla, volviendo la cabeza para mirar a lo largo del pequeño espacio de mesas vacías. Paseó la mirada alrededor: nadie más había entrado en el café.

—¿Qué podía haber aprendido de Eugenia? ¿Dolor? No. Entonces, ¿incomodidades? Sí, pero ¿qué? Estas evaluaciones, me apresuro a agregar, las hago desde la seguridad de mi mayor experiencia y sofisticación. Sin embargo, aun en mis días primerizos reconocía que la belle E me había preparado bien para poder vérmelas no sólo con sus sucesoras sino con todo el mundo en general. Había aprendido a rezar en favor de la mala suerte de los demás. Esa fue la primera gran mancha sobre los brillantes emblemas de virtud que, en ese entonces, todavía residía en mi imaginación.

»Marie, te amé desde cualquier distancia que pareciera apropiada. Entonces no era todavía diestro en esos asuntos y ahora parece que juzgué mal esas distancias. Le diste tu corazón y todo lo tuyo a otro, a uno cuyo dominio de las distancias era mucho más hábil que el mío. Entonces recé fervientemente por la destrucción de tu felicidad. No podía gozar con tu buena suerte. Deseé para ti y para él, el más completo de los desastres, pero me fue negado. Dejaste mi vida tal como era cuando apareciste: un sueño distante y frío; pero antes de abandonarla, me preparaste en el ejercicio del desprecio.

Bebió un sorbo del licor, revolviéndolo contra el paladar.

—Desde entonces he crecido, por supuesto —dijo—. He crecido y he cambiado, pero todavía estás allí, como una fea salpicadura contra la pureza de eso que yo quería ser.

Colocó con tristeza el vaso sobre la mesita. La lluvia cayó dentro del anisette, pero no le importó. Esta mañana jugaba al desterrado aburrido. Sólo fumaba cigarrillos importados; sus cajas con filtro llamaban la atención entre los Impers y Les Bourdes de los nativos. Estudiaba atentamente a los paseantes, mirando a los ojos de mujeres más jóvenes con afectado aburrimiento, sin apartar la mirada. Garabateaba al dorso de los sobres que encontraba en los bolsillos de su chaqueta o en trozos de papel recogidos del suelo. Esperaba que alguien demostrara interés en él y le preguntara qué hacía. “Estoy tomando notas para una novela”, le diría, o “solamente un bosquejo, un pequeño poema. Nada importante. Una alegría transitoria mezclada con penas”.

Observaba el hotel al otro lado de la plaza con expresión cuidadosamente tierna, como si la vista ante sus ojos fuera en realidad la de los ventosos acantilados de la costa de Inglaterra, o las marciales llanuras cargadas de historia de Francia. Cualquiera se daría cuenta de que era un visionario. Ernst prometía relatos fascinantes, secretas intuiciones románticas pero, de cualquier manera, los transeúntes pasaban de largo.

Sólo pensar en la recompensa por el éxito lo mantenía ante la mesa de monsieur Gargotier. Varios meses antes habían descubierto a un poeta llamado Courane mientras estaba sentado ante el mostrador de mimbre del Café en Esquintand. Desde entonces, Courane se había convertido en el favorito de la indolente flor y nata de la ciudad. Ya había adquirido éste su propio café y mantenía toda una corte en sus numerosos cuartos húmedos. Circulaban habladurías acerca de Courane y sus admiradoras, provocativos rumores licenciosos crecieron en torno del muchacho y a Ernst se le despertó la envidia. Había vivido en la ciudad mucho más tiempo que Courane. Hasta había leído algunas de las pretendidas poesías del tipo y le habían parecido terribles. Los excesos de Courane, sin embargo, eran notables; sin duda era eso lo que le había acreditado ante la hastiada nobleza de la ciudad.

Algo de la ciudad atraía a los poetas fracasados de todo el mundo. Igual que las excavaciones de Troya, que mostraban un estrato sobre otro, un asentamiento edificado sobre otro, la historia reciente del mundo civilizado podía leerse en los ojos de los individuos solitarios que están a la espera en los incontables cafés de la ciudad. Sólo de vez en cuando podía Ernst dedicar algún momento para visitarse con sus camaradas, y en esos casos los hombres se miraban en silencio. Todos comprendían; para Ernst era horrible darse cuenta de que sabían todo acerca de él. Así se estableció en el Fée Blanche, ocultándose de ellos y esperando mejor suerte.

La ciudad donde vivía Ernst era una burbuja en el borde de un gran desierto ecuatorial. Los centros metropolitanos de las naciones más sofisticadas estaban demasiado lejos para permitirle a Ernst sentirse orgulloso de sus gustos refinados. Se elaboró para sí mismo una vida en el exilio, creyendo que no habría diferencia, pero ¡qué provincianismo el de esa gente! Las montañas y la angosta y fértil llanura que separaba la ciudad del mar al norte, lo separaba efectivamente a él también de todos los hitos familiares de su pasado. Sólo podía pensar y recordar, y ¿quién estaba allí para decidir si sus recuerdos se habían empañado y alterado con la repetición?

—¡Ah, Eugenie! Tenías el pelo rojizo. Se parecía a las ascuas de un fuego mortecino. ¡Qué fácil era encender de nuevo las llamas, por las mañanas! ¡Qué fácil! El combustible estaba allí, las ascuas ardían dentro con calor; todo lo que se necesitaba era un vientecito, un pequeño estímulo. Eugenie, tenías el pelo rojizo. Siempre he tenido debilidad por el pelo rojizo.

»Marie, pobre Marie, tu pelo era negro y también lo amé, en su momento; y nunca sabré qué mañas y qué astucias eran necesarias para inflamar tu sangre. Eugenie, criatura de fuego y Marie, joya de hielo. Confundo vuestros rostros; no puedo recordar vuestras voces. Buena suerte para ambas, mis amores perdidos, y que Dios las bendiga.

La ciudad era un horno, una prisión, un asilo, un lúgubre zoológico de aberraciones humanas. Tal vez esto actuó en favor de Ernst; aquellas personas que no necesitaban alquilarse a sí mismas y a sus hijos para poder comer, empleaban sus horas libres buscando diversiones. Las leyes de la probabilidad daban como verosímil que algún día uno de los aristócratas le dirigiera una palabra. Eso era todo lo que necesitaba; había ensayado la escena cuidadosamente. Para su desgracia, no podía hacer otra cosa.

La lluvia caía con más fuerza ahora. A través de las gotas, que formaban una densa cortina que obscurecía los edificios al otro lado de la plaza, Ernst vio siluetas de personas que se apresuraban para guarecerse. A veces le había parecido que los hombres y, especialmente, las mujeres le resultaban familiares: trozos o retazos o zonas de su vida anterior, que habían venido por coincidencia a visitarlo en su destierro. Sin embargo hoy le dolía la cabeza y no tenía paciencia para seguir el juego, especialmente por el desaliento de su inevitable conclusión.

Acabó con lo que quedaba del anisette. Golpeó sobre la mesa y sostuvo el vaso encima de su cabeza. No miró alrededor; se sostuvo la cabeza dolorida con la otra mano y esperó.

Monsieur Gargotier vino y se llevó el vaso. La lluvia caía con más fuerza aún. El pelo de Ernst estaba empapado; pequeños riachuelos resbalaban por su frente hasta los ojos. El propietario volvió con el vaso lleno. Ernst quería pensar con seriedad, pero la cabeza le dolía demasiado. El día anterior había ideado un lindo argumento en contra de la oposición tradicional entre ciudad y vida arcádica en la literatura. Shakespeare había usado esa antítesis con gran eficacia: la conducta ordenada de los personajes en la ciudad opuesta a los irracionales y cómicos enredos en el mundo del bosque, más allá de las puertas de la ciudad. De algún modo, las actuales circunstancias destruían esos mitos; de un modo u otro, Ernst sabía que no quería que se destruyesen y su dolor de cabeza y la eterna lluvia de la mañana se los resguardaban por otro día más.

CAPITULO TERCERO
Eran las tres y cuarto; desoyendo las objeciones de Gretchen, Ernesto sacó el receptor portátil de imagen plana y lo puso sobre el piso, conectado a un portalámparas del sector cocina. Vio una sucesión de tres programas de quince minutos cada uno, entre los cuales se intercalaron avisos comerciales y el boletín especial de noticias. Poca cosa más pudo saber. Era evidente que el término medio de las noticias radiales no habían dado más detalles de los que había revelado Jennings en la fábrica. El anuncio formal se había fijado para las ocho de la noche. Fuera de eso, Ernesto estaba tan en ayunas y tan fastidiado como antes.

—¿Por qué no nos dicen algo? —preguntó Gretchen.

—Están creando suspenso —dijo Ernesto con amargura—. Dejan lo mejor para el final. Siempre se divierten mientras lo hacen. Es buen teatro.

—Pero, ¿no tenemos el derecho de saber?

Ernesto no podía aguantar un minuto más, ni el programa diario de la TV, ni los nervios de su mujer.

—Voy a salir por un rato —dijo.

—¿Adónde vas?

—A ver si escucho algo —contestó, sonriendo de su propia ingenuidad.

Gretchen inclinó la cabeza, clavando los ojos en el televisor plano. No parecía que le diera dolor de cabeza. Ernesto descolgó su chaqueta del gancho en la pared y se fue.

Bajó rápidamente al angosto y maloliente vestíbulo. Oprimió el botón para llamar el ascensor; una simple lamparilla blanca, de la que había desaparecido la flecha plástica que señalaba “abajo”, quedó encendida. Los ruidos provenientes de otros deptomodus lo alarmaban. Esperando el ascensor; se puso la chaqueta y buscó dinero en los bolsillos.

La débil luz verde de la cabina del ascensor pasó tras la mirilla redonda de la puerta. Ernesto la abrió; dentro de la cabina, en un rincón, vio un charco de orina que corría hacia él, dos largos y turbios brazos que casi lo alcanzaban.

—¡Maldita sea! —murmuró.

Dejó cerrar la puerta automática del ascensor; antes de que se apagara el zumbido de ésta, ya bajaba por la escalera.

Una vez ya en la acera se detuvo brevemente para reflexionar. Ahora eran alrededor de las cuatro y media; el anuncio de los representantes estaba fijado para las ocho. Eso le dejaba bastante tiempo que matar, pero con muy escasa cantidad de dinero. Se sentó por unos pocos momentos en la escalinata de acceso del edificio de los deptomodus, observando a los pocos transeúntes.

Todos le parecían repelentes. Esas pocas personas que todavía clamaban sin esperanzas por una fraternidad humana nunca habían visitado Nueva York, ni Cleveland, ni Washington, ni Los Angeles. Una idea romántica había muerto, era verdad, pero sin duelo. Nadie tuvo la energía necesaria para encaramarse sobre la inmensa multitud y arrojar flores o amar al prójimo, pensaba Ernesto, mientras miraba a un hombre increíblemente obeso que caminaba por la cuadra.

Metió la mano en el bolsillo, haciendo tintinear las monedas. Le alcanzaban para emborracharse moderadamente. Eso era culpa de Gretchen; si no hubiera sido por ella, hubiera tenido más tiempo y quizás encontrado más dinero. Bueno, era suficiente para empezar. Podía terminar el asunto con unas pocas latas de cerveza mientras miraba a sus gobernantes por televisión.

Encontró poca gente entre el edificio de deptomodus y el bar. Casi todos habían vuelto del trabajo a sus casas y estarían ahora esperando ansiosos las noticias. Las calles estaban desiertas; daban al siempre atascado barrio de Brooklyn una atmósfera de ciudad fantasma, sucia e intolerable. Daba miedo. Ernesto trataba de desviar esos pensamientos pero era inútil; le gustara o no, estaba envuelto en una situación desagradable y se sentía impotente para resolverla.

―Ojalá Sokol estuviera aquí ―pensaba, tratando otra vez de ignorar las calles vacías y los solitarios rezagados―. Sokol, El Hombre Que Sabe Lo Que Pasa, El Hombre Que Sabe Lo Que Hay Que Hacer. En alguna parte de esa libreta azul plastificada debía tener escritas las reglas. Sokol, o algún otro, debe haber recibido instrucciones. Hay una cosa correcta que corresponde hacer, una respuesta apropiada que me protegerá a mí y a mi familia. Todo lo que tengo que hacer es averiguar cuál es. Esa es la falacia de la educación: 'Hay cosas que deben hacerse, hay maneras de hacerlas y hay libros que enseñan cómo. Todo lo que hace falta es saber elegir'. No; eso no funciona en la vida real.

Desde media cuadra de distancia, Ernesto podía ver que el bar, igual que todos los demás comercios, estaba cerrado por el resto del día. No quería aceptar ese hecho inquietante; continúo caminando.

―Sokol podría estar allí dentro ahora ―pensaba―. Las luces están apagadas; la mayoría de las personas comunes pensará que el bar está cerrado. Así, pues, seguirán de largo, pero los pensadores genuinos investigarán, tantearán la puerta. Sokol los hará entrar, y después de un rato habrá reunido una pequeña pandilla de gente perspicaz, hombres y mujeres que aprobaron el simple examen. Todos nos sentaremos en los banquillos del bar. Él mirará alrededor, saludándonos con la cabeza, sacará su libreta y empezará a leer. Nos enteraremos entonces de qué se trata todo este disparate y sabremos cómo enfrentarlo; dejemos que todos los demás idiotas se angustien hasta morir.

La puerta del bar estaba cerrada con cerrojo. La sacudió con furia. Adentro estaba demasiado obscuro para poder ver algo. Mike, el dueño, se había ido. Suzy, la camarera, también. Sokol nunca había puesto el pie en ese lugar. Dio un puntapié a una lata de cerveza abollada haciéndola rebotar en la puerta. Se dio vuelta, con la mano en el bolsillo, haciendo sonar otra vez las monedas. El bar estaba cerrado, los mostradores para almorzar estarían cerrados, las canchas de bolos estarían cerradas, y también los kioscos de revistas. Ernesto masculló algo y volvió a su casa caminando despacio.



—Volviste —dijo Gretchen, cuando Ernesto abría la puerta del deptomodu.

—Volví —dijo él con aburrimiento.

—¿Te enteraste de algo?

—Sí —dijo él—. Esperamos el anuncio igual que todos los demás, pero… digo yo, ¿cómo será de malo, si no lo cuentan de una vez por todas?

Gretchen lo pensó por un momento y luego dijo:

—Tal vez tengas razón; espero que no sea así.

—Dame una cerveza y apaga ese televisor.

El tiempo pasaba lentamente. Gretchen parloteaba de todo un poco, hablando de las cosas que había visto en la televisión, de las cosas más aburridas aún que su madre le había contado, y de todas las cosas pedestres que esperaba que dirían los representantes. No había escapatoria para Ernesto. Sintió lástima de sí mismo, y la cerveza era poco consuelo. Sin embargo, pronto fueron ya las ocho menos cuarto: un tedioso programa más hasta que llegara la noticia.

Se sentó, con ojos lagañosos, mirando las extrañas figuras chatas en la pantalla del televisor. Representaban alguna acción idiota que él tenía muy poco interés en entender. Estaba satisfecho de sí mismo: bastante borracho, casi aislado de las irritantes influencias que lo rodeaban. Además, lo había logrado por su propia cuenta. El bar estaba cerrado pero no le faltaban recursos. Sokol podía estar orgulloso de él.

—Buenas noches, señoras y señores, ansiosos ciudadanos de Norteamérica. Los programas normalmente proyectados y los avisadores nos han cedido cortésmente su espacio para que podamos presentarles este mensaje especial, de trascendencia nacional. Señoras y señores, con ustedes el representante de Norteamérica.

—Mis camaradas americanos —dijo el Representante—, esta mañana me reuní con los otros miembros de nuestro gobierno, o sea, con los representantes de Sudamérica, Europa, Asia, África, y del Pacífico, y decidimos informarles acerca de una inminente situación de emergencia. En las presentes circunstancias, nos pareció que es el procedimiento más conveniente no sólo para ustedes, mis colegas y vecinos de Norteamérica, sino para todos y cada uno de los habitantes del mundo, que ahora estarán escuchando, así lo espero, a su respectivo representante, dondequiera estuviere el lejano lugar que constituye su patria.

—Se avecina una catástrofe —dijo Ernesto, con una sonrisa de borracho que dejaba traslucir sus verdaderos sentimientos—. Guerra o crisis económica.

—Escucha —dijo Gretchen colérica—, parece que hay problemas. Me gustaría que continuara hablando.

—A lo mejor han devaluado el orgasmo —dijo Ernesto.

Quedó inmóvil unos segundos repitiéndose el chiste para sí; luego empezó a reírse con tanta fuerza que las lágrimas le resbalaban por la cara. Gretchen lo empujó haciéndolo caer del almohadón que ambos compartían sobre el piso. Ernesto dejó de reír, se puso de pie y se dirigió hacia el refrigerador en busca de otra cerveza.

Sacudió la cabeza atónito al advertir hasta qué punto parecía obsesionada su mujer: pegada al televisor, clavados los ojos en la tibia sonrisa del representante, como si pudiera entender mejor las palabras al seguir con la vista el movimiento de los labios.

No había sido siempre tan cándida, recordaba Ernesto. Cuando la conoció resumía una notable síntesis de todo lo que él pretendía en materia de belleza femenina. Luego fue dándose cuenta de que sus primitivas ideas sobre belleza tenían poca consistencia; a medida que los años pasaban, esa consistencia se hacía cada vez menor. En aquellos días sólo había predominado en él una actitud de descuidada sexualidad. Sólo había tomado en cuenta la euforia de libertad por parte de ella y le había dado otro nombre. Por supuesto que ahora sus ideas de comportamiento sexual se estaban haciendo borrosas, difusas y un poco impersonales. Poco a poco iban desapareciendo.

—¿Cuándo serán las próximas elecciones? —preguntó Ernesto, regresando a su asiento—. ¿Dentro de quince años? Recuérdame que no vote a este tipo, llámese como se llame. Seguro que le gusta oírse cuando habla.

—Calla —dijo Gretchen—. Estoy segura de que lo hace por alguna razón. Tal vez no quiere provocar pánico.

—¡Pánico! —dijo Ernesto, despectivamente.

—Ahora les describiré con calma la situación —dijo el representante—. El riesgo más serio en este momento es la posibilidad de causar una infortunada reacción emocional entre ustedes pero, a pesar de eso, el caso es que simplemente el mundo, y por lo tanto la población total de nuestro planeta, está en grave peligro de una súbita y violenta destrucción.

La cara del representante norteamericano, chata en la pantalla del viejo televisor, sonrió pero sin mostrar ninguna emoción; adoptaba esa expresión para alentar la confianza y la serenidad, precisamente por informar una noticia tan alarmante.

—En qué consiste la ruina que nos amenaza y cómo se desencadenarán sus terribles estragos, es precisamente lo que no puedo revelar. Los pormenores de esta información sólo son conocidos por los seis representantes y por el equipo de especialistas que preparó los documentos originales. Hemos decidido aquí que los detalles no beneficiarían al ciudadano corriente y sólo servirían para interferir nuestros planes de evacuación imparcial y disciplinada.

El representante hizo una pausa para permitir que su audiencia tomara conciencia de la dura realidad. Ernesto lo observaba pasmado; el tipo todavía conservaba su hermética sonrisita, como si estuviera hablando de algo tan trivial como un frente frío canadiense.

“Bien ―pensó Ernesto―, conseguí lo que deseaba. Disculpo a toda la gente del subterráneo”. Luego se preguntó qué pensaría Sokol en este caso; qué pensaría la sensual Suzy, la del bar; qué dirían las mujeres en el mercado, cuando supieran la noticia. Esto significa un nuevo papel: el de los “condenados”. A temprana edad había estudiado cómo ser generoso, cómo encolerizarse, cómo ser sincero. Nunca había aprendido cómo comportarse ante la muerte.

Echaría de menos emborracharse en lo de Mike. Echaría de menos cuchichearle insinuaciones a Suzy, viendo su torpe sonrisa o su ceño impaciente. Echaría de menos a gente como Eileen, la secretaria de su trabajo; extrañaría su carácter, aunque no la extrañara a ella. Deseó haber tenido tiempo para trepar hasta una vida mejor.

De pronto, lamentó que sus relaciones con Gretchen hubieran ido tan mal. Finalmente, con un suspiro, se imaginó que era responsabilidad suya la de ser fuerte para ella en este momento. Ese era su papel y sería difícil.

—¿Vamos a morir todos? —preguntó Gretchen, con voz que se elevaba tonalmente y en volumen a cada sílaba.

—No. ¿No escuchaste? Justamente dijo “evacuación”. Confía en él. Para eso está; él sabe lo que hace.

—Aunque afrontamos una catástrofe de proporciones jamás conocidas sobre la Tierra, no hay motivo para una histeria descontrolada. Nuestros equipos de ingenieros han estado trabajando desde que fueron detectadas las primeras revelaciones de estas circunstancias, varios meses atrás. Nos complacemos en informar que se han construido refugios subterráneos, con la seguridad de que son perfectamente capaces de resistir los más duros golpes que la situación pueda deparar. Luego del verdadero período de desbarajuste, surgiremos a un mundo un poco desorganizado y dañado; pero de ningún modo seremos los que pasaremos la experiencia peor. Luego podremos reanudar nuestras vidas con sólo el más moderado y razonable período de readaptación.

»Sin embargo, no hemos tenido tiempo para construir suficientes albergues protectores para todos y cada uno de ustedes. En verdad, las estimaciones más favorables indican que hay espacio sólo para una de cada doscientos cincuenta personas. En consecuencia, hemos ideado el siguiente plan para estar seguros de que aquellos afortunados individuos que sobrevivirán serán seleccionados por medio de un sistema imparcial.

—¡Vamos a morir! —dijo Gretchen, sollozando.

—No, nosotros no —dijo Ernesto, categórico.

Mientras escuchaba la alocución del representante había imaginado extrañas y horribles visiones, sacadas principalmente de viejos filmes fantásticos de catástrofes: los rascacielos de Nueva York derrumbándose en llamas, Washington, Londres, Tokyo aplastadas bajo las plantas de monstruos incontenibles; grandes murallas de agua sepultando ciudades costeras; ígneas grietas resquebrajando la tierra; hombres y lagartos hundiéndose en la destrucción, y a través de todos ellos caminaba una clase particular de hombre —un primer actor—, llevando de la mano a la primera actriz.

El apresurado propósito de Ernesto de seguir ese ejemplo empezaba a marchitarse. Temblaba con sólo pensar en la más pequeña fisura humeante, en la menos lógica colisión entre planetas, y Gretchen fue la excusa que eligió para disimular su propio temor creciente. Sin duda con una pequeña preparación mental podía desempeñar el papel de héroe, pero ¿qué clase de atractiva hija de sabio podría ser Gretchen? De ningún modo podía ser ella: carecía de la más mínima capacidad para el heroísmo, no iba a ser capaz de demostrar esa esencial parte de coraje en el crítico momento final. Estaría perdida y nadie podría echarle a él la culpa.

Suspiró otra vez.

—Haré que salgamos del paso —dijo suave y tristemente.

—Sólo se permitirá la entrada a los refugios a las personas que exhiban uno de estos cospeles. —El representante mostró una brillante moneda de bronce, más o menos del tamaño de un cuarto de dólar—. Cada persona debe tener uno; por lo tanto, asegúrense de que cada miembro de sus respectivas familias obtenga el propio. Todos los que carezcan del cospel serán excluidas el día de la evacuación. Los grupos familiares no recibirán ningún trato especial. No tendremos escrúpulos de ninguna especie en desmembrar tales grupos. Esa es la única manera de que disponemos para conseguir buena conducta por la fuerza.

»Además, cada persona debe conseguir su cospel por sí misma. Únicamente se dará un cospel a cada individuo. En el caso de los niños menores de cinco años, sólo recibirán los cospeles si son llevados a los puestos de distribución por uno de sus padres. Los ancianos y los enfermos deben conseguir sus cospeles en forma similar. A primera vista esto puede parecer cruel, pero una reflexión atinada demostrará que es el único sistema digno de confianza. En los puestos de distribución se tomarán los nombres y se exigirán pruebas terminantes de identificación. Más tarde, las listas serán confrontadas con las de las personas admitidas en los albergues. Cualquier persona sospechosa de haber conseguido entrar por medios fraudulentos será inmediatamente ejecutada, y con ella todos los suyos.

»Por último, los puestos de distribución, que empiezan a funcionar mañana, estarán situados en lugares ubicados al azar alrededor del globo. Sus posiciones han sido elegidas con especial cuidado para garantizar la equitativa distribución de cospeles, pero las ubicaciones exactas son también un secreto, para que un elemento más de azar contribuya a la eficacia democrática.

­»Y ahora, mis colegas y yo les deseamos a todos ustedes la mejor de las suertes y que Dios los bendiga.

ÍNTERIN B
Weinraub recibió órdenes de Berlín, comunicadas por intermedio del comisario del Frente Rojo del distrito de Gelnhausen. Después de la disolución repentina de su célula local y con la recomendación personal de Herr Schneck, Weinraub se había convertido en el primer candidato para una misión compleja y sutil.

—Esta misión hará de usted un héroe —dijo Zeborian, el sucesor del finado Herr Schneck.

—No estoy interesado en eso —dijo Weinraub—. No puedo dejar de pensar que fracasé en Frachtdorf; estoy en deuda con el Partido. Me pongo a disposición de nuestros jefes en Berlín; cualquiera fuere el trabajo que elijan para mí, trataré de cumplirlo a su entera satisfacción.

—Excelente, Herr Weinraub —dijo Zeborian, sonriendo—. Debo advertirle que las órdenes exigirán grandes sacrificios por su parte. Será un asunto difícil y peligroso, pero la recompensa por el éxito sobrepasará todo lo que pueda imaginar.

—Haré lo posible.

—Lo sé, y Berlín también lo sabe. Un proyecto de esta envergadura, difícilmente se habría confiado a alguien con menos talento y entusiasmo. Ahora, escuche…

Zeborian esbozó el plan a Weinraub. El joven pronto debería abandonar su patria para viajar a los Estados Unidos, recientemente sometidos. La documentación necesaria para la emigración se conseguiría por medio de agentes comunistas infiltrados entre los trabajadores burocráticos de Berlín. En Nueva York, Weinraub comenzaría una nueva vida; debería establecerse lentamente. Después de cierto tiempo trataría de vincularse con un miembro de alto rango del Partido, que lo conduciría a la segunda fase del operativo. Weinraub asintió; se sentía confiado y orgulloso.

—Bien, entonces, Herr Weinraub —dijo Zeborian, estirándose por encima del escritorio para estrechar la mano de Weinraub—. Aunque debemos continuar nuestra lucha en esta desagradable clandestinidad, por lo menos seguimos luchando. No pasará mucho tiempo para que el mundo se estremezca otra vez con las voces de las masas liberadas y alzadas alegremente en un canto de camaradería.

—No mucho tiempo, así lo espero —dijo Weinraub.

—Eso es. Aquí están sus nuevos papeles: las instrucciones para el próximo mes. Debe abrirlas después de su llegada a Ostamérica. También dinero para sus gastos en los pocos días que le quedan por aquí y un giro bancario para su estadía en Nueva York. El Partido está con usted, Kamerad Weinraub. Buena suerte y que Dios lo bendiga.

—Viva la brillante victoria de la revolución del pueblo —dijo Weinraub solemnemente.

—Sí, por completo.

Zeborian se puso de pie y acompañó a Weinraub hasta la puerta.



Weinraub llevaba una vida solitaria y tranquila. Para él era algo facilísimo ordenar sus tareas y sus asuntos personales. Se excusó un poco entre dientes ante Frau Gansser, la propietaria de la librería en la que había trabajado durante cuatro años. Su patrona pareció bastante complacida, pues cuando Weinraub se mudara, podría aumentar el alquiler de la húmeda buhardilla.

Las balbucientes explicaciones de Weinraub llevaron a las lágrimas a Nati, su noviecita. Con frecuencia había empezado a hablar de casamiento, pero las órdenes del Partido proporcionaron a Weinraub una oportuna excusa. Por supuesto que no le contó a ella los detalles de su misión; sólo le dijo que había ocurrido algo que la pondría orgullosa cuando llegara a enterarse. Le dijo que cuando esa cosa misteriosa estuviera cumplida, regresaría y se casaría con ella. Ambos sabían perfectamente que era mentira. Por un tiempo, Weinraub consoló la desilusión de Nati y luego le dijo adiós. Se sintó aliviado, pero todavía lleno de tristeza. Sentía un verdadero cariño por ella, pero nunca podría haberse casado y seguir siendo útil al Partido.

Se fue de Frachtdorf a fines de febrero de 1919. Alquiló un cuarto barato en Hamburgo; allí podía hacer lo que quisiera hasta el primero de mayo. Luego debía encontrarse con un agente del Partido que lo conduciría hasta el barco en el que Weinraub saldría del país. Los meses pasaron agradablemente, sin novedad. El 1° de mayo fue abordado por un hombre de edad avanzada, vestido con un costoso traje, que lo acompañó por entre las sucias calles de Hamburgo hasta la zona ribereña. Allí se embarcó en un pesquero, grande y mellado; el capitán del barco miró al agente del Partido, luego a Weinraub y asintió. Nadie dijo una palabra. El viejo se dio vuelta en silencio y se fue. El capitán señaló un catrecito en el camarote y salió para vigilar los preparativos para zarpar. Weinraub bostezó, se dirigió al catre y pronto quedó dormido.

Horas más tarde, Weinraub subió a cubierta en busca de aire fresco. Era una noche de primavera, obscura y fresca, pocas horas antes del alba. Las estrellas brillaban vivamente y con fuerza; no había ninguna mancha obscura de tierra que pudiera divisarse. El pesquero se internó en alta mar y cruzó hacia el norte del Skagerrak. Weinraub se pasó la mano por los cabellos y se frotó el cuello aterido de frío; luego trepó hasta la cabina del piloto.

El capitán estaba sentado ante una mesita tomando café, mientras un joven marinero manejaba el timón.

—Hola —dijo Weinraub.

El capitán saludó con la cabeza y señaló el café. Weinraub se sirvió él mismo una taza. No había azúcar ni leche.

—¿Puede decirme adónde vamos?

El capitán se puso de pie estirándose.

—Noruega —le dijo—. Lo dejaré a usted en una pequeña aldea del cabo sur. Allí lo irán a buscar. No tengo idea de dénde irá usted después de eso.

—¿Cuánto tardaremos en llegar allí?

El capitán se encogió de hombros.

—Un rato —le dijo—. Baje a su camarote y duerma un poco. No se puede hacer otra cosa.

Hacía mucho frío en el puente; el viento húmedo frente al mar del Norte dejaba helado a Weinraub, así que decidió que el capitán tenía razón. Pasó el resto de la noche y el día siguiente dentro del camarote.

Mucho después llegaron al poco profundo puerto de la aldea. Weinraub se echó sobre los hombros el pequeño bulto con sus pertenencias. Cuando comenzó a atravesar la planchada, el capitán ya no estaba a la vista en ninguna parte. Había un hombre esperando en la pequeña escollera. Tan pronto como Weinraub puso pie en el muelle, se oyó la voz del capitán gritando a la tripulación las órdenes para zarpar nuevamente. No hubo sensación de conspiración ni de camaradería; tampoco palmadas de buena suerte o ásperas palabras de advertencia. Antes de que el agente tuviera tiempo de presentarse, el pesquero ya se hacía a la mar. Weinraub abandonaba Jermania por primera vez en su vida; tuvo miedo.

—Herr Weinraub, sígame, por favor. Un coche nos espera. Tenemos que hacer un largo viaje y me doy cuenta que usted ya debe estar cansado. Vamos.

Weinraub suspiró. El agente tomó el bulto y le señaló el camino hacia el coche. Weinraub subió al asiento trasero y empezó a dormitar.



Recorrieron muchas millas a través del crepúsculo, por unas angostas y sucias carreteras llenas de baches. Ocasionalmente pasaban por pequeños poblados en los que Weinraub podía advertir fugazmente cómodas casas hechas con troncos, de cálido aspecto, con alegres luces amarillentas que brillaban a través de las ventanas y espesas nubes de humo brotando de las chimeneas. Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que pudiera retirarse a una casa propia, con una atractiva esposa, unos pocos hijos y alguna ocupación sencilla. Esas personas, aunque inocentes y amables a su estilo rústico, debían estar protegidas; era un pueblo como éste el que podía ser esclavizado tan fácil como secretamente. Ahora estaba ocurriendo eso, cuando el victorioso y corrupto Imperio Jermano extendía su influencia por toda Europa y el Báltico. Tocaba a Weinraub y a otros de conciencia igualmente despierta luchar en defensa de los simples ciudadanos. Después de todo, era así como esos trabajadores comían su ración, duramente conseguida, en sus antiguas casas, ante las cuales pasaba él, hambriento, cansado, con frío, sin conocer siquiera su propio destino. Después de todo, por esa razón estaba contento de hacer el sacrificio.

Se detuvieron, por último, mucho antes de la salida del sol. Weinraub bajó del auto y se desperezó, somnoliento. El conductor se quedó adentro y le alcanzó el bulto a través de la ventanilla. Otro agente esperaba en la obscuridad y, mientras Weinraub presentaba sus credenciales, el auto se alejó tambaleando por la áspera carretera noruega. El agente le devolvió los papeles.

—Venga, por favor —le dijo.

—¿Dónde estamos? —preguntó Weinraub, observando luces que brillaban a través de un lugar arbolado.

—Cerca del mar —dijo el agente—. Hace cinco años que el Partido estableció aquí una base submarina secreta. Al amanecer, usted partirá para América.

Sintió un hormigueo nervioso. La sola idea de los submarinos siempre lo había asustado, pero por lo menos habría pensado en forma diferente si alguna vez los hubiera visto, antes de meterse a viajar en uno. Ahora parecía que iba a cruzar el Atlántico en una caja de hierro, sumergida varios metros bajo la superficie del mar. Sacudió la cabeza. El Partido podía exigir mucho de un hombre.

Poco tiempo después Weinraub se embarcó en el submarino. Fue presentado al oficial comandante, Kapitan-Lieutenant Ditmars Kaufmann, y le mostraron su camarote. Éste era simplemente un sector dividido del angosto portalón. Un catre plegable estaba levantado; apenas había espacio para algo más. Weinraub se desvistió y reanudó el sueño nocturno. Cuando se despertó el submarino ya se había sumergido.

Era un buque viejo, construido antes que empezara la guerra. Uno de los submarinos prototipos, equipados con motor a kerosene, más apto para andar sobre la superficie del agua que los otros con motor diesel, tan eficientes y seguros que se hicieron comunes hacia 1914. Cuando se sumergía, el submarino era impulsado por baterías eléctricas, iguales a todas las usadas por las flotas submarinas del mundo. Los primitivos submarinos jermanos, por supuesto, tenían problemas estructurales, muchos de los cuales fueron resueltos durante el curso de la guerra. Esta nave, ahora manejada por el Partido Comunista jermano, quedaría tristemente descalificada en cualquier combate naval de superficie; pero ese no era su propósito.

Weinraub se sentó en su pequeño compartimento, oculto por una puerta provisoria del ir y venir de la tripulación a lo largo del único pasillo del submarino. Tenía pocas ganas de moverse de su camarote mientras el submarino hacía su viaje desde su oculta guarida en el sur de Noruega a través de las defensas costeras de Jermania. Más tarde ese mismo día, cuando Kaufmann ordenó llenar los tanques y el submarino subió a la superficie, Weinraub salió para desentumecer las piernas. Trepó la escalera hacia la torrecilla del timón y allí se reunió con el capitán en el puente.

—Buenos días, Herr Weinraub —dijo Kaufmann—. Espero que esté usted cómodo.

—Mucho —dijo Weinraub.

Estaba húmedo y frío, pero el aire puro lo refrescó. El día llegaba a su fin, el sol se estaba poniendo: un círculo perfecto de color rojo teñía el mar al occidente.

—Debo admitir que me sentí un poco nervioso al viajar sumergido.

—No llevamos muchos pasajeros —dijo Kaufmann, encogiéndose de hombros—. Todos tienen que acostumbrarse a esto. No lleva mucho tiempo. Usted ya estará bien adaptado para cuando lleguemos al puesto de abastecimiento en Groenlandia.

Weinraub asintió, pero no se sentía tan confiado como el capitán.

—Este es un submarino muy viejo, ¿no es cierto? —dijo él.

—Sí —dijo Kaufmann. Mientras hablaba, él y otros dos tripulantes escudriñaban el horizonte con prismáticos—. Este fue uno de los primeros submarinos construidos por la Krupp, alrededor de 1913. Se lo consideró perdido en el mar con toda su tripulación, en su primer viaje de prueba. Como puede ver, no fue así.

Weinraub se mantuvo silencioso por un momento.

—¿Qué ocurrió con la tripulación original? —preguntó por último.

El capitán hizo una elaborada demostración de buscar un peligro en la noche. Se encogió de hombros otra vez en respuesta a la pregunta.

—¿Muertos? —preguntó Weinraub—. ¿Valientes marinos jermanos?

—El fin justifica los medios.

—¿Conoce usted el fin?

—Si usted supiera nadar…

El capitán fue interrumpido por la llegada de Porski y Gaffner, a los cuales se les había ordenado relevar a los otros oficiales en la vigía. Kaufmann aprovechó la oportunidad para hacer bajar a su primer oficial.

—Hágase cargo usted, ¿quiere, Número Uno? Me voy abajo por un rato; hágame saber si ve algo anormal, y contéstele a nuestro pasajero todas las preguntas que hiciere. Es nuestro huésped.

El capitán desapareció por la escotilla. Después de varios minutos de frío silencio en el puente, Weinraub bajo también.



A la mañana siguiente, Weinraub se sintió mucho mejor. Por supuesto, el capitán tenía razón. El Partido, que era más capaz de ver y comprender la naturaleza de sus dificultades futuras, había tomado ciertas medidas que a un individuo ignorante como Weinraub le resultaría imposible entender. La pérdida de la tripulación jermana del submarino era lamentable, pero había sido aparentemente necesaria. El Partido Comunista era siempre impopular; ahora resultaba también ilegal. De modo que todas sus actividades debían llevarse a cabo bajo las más estrictas medidas de seguridad y, por supuesto, él sabía cuáles eran los fines para los que todos ellos trabajaban; había juzgado tontamente y debería pedirle disculpas a Kaufmann.

Era otro día agradable y diáfano. El submarino navegaba sobre la superficie a una velocidad de catorce nudos, arrojando un espeso penacho de humo negro por el escape del motor a kerosene. Weinraub fue saludado por un leve gruñido del capitán y por molestas miradas de los otros dos hombres de vigía. Sabía que los estorbaría en cualquier parte del barco que estuviese.

—¿Cuántos submarinos más posee el Partido? —preguntó.

—Uno —dijo Kaufmann—. Está parado otra vez en Kaeresnat, en reparaciones.

—Oh, ¿fue saboteado también?

No hubo respuesta. Weinraub frunció el ceño y clavó los ojos en el vivo y ondulante oleaje. De pronto, uno de los tripulantes lanzó un grito y señaló hacia estribor. Kaufmann giró sus lentes en esa dirección, murmuró algo y se inclinó hacia el tubo acústico.

—¡Sumergirse, sumergirse! —gritó. Los tripulantes ya bajaban gateando por la escotilla; Weinraub se quedó parado y lleno de miedo—. ¡Salga! —le gritó Kaufmann—. ¡Vaya abajo!

Weinraub bajó corriendo la escalerilla, con el capitán tras de él. Los pies de Kaufmann le aplastaban los dedos de las manos; Weinraub se dejó caer de la escalera y saltó el resto del camino dentro del submarino. Oyó las maldiciones de los marinos que le rodeaban y también oyó al capitán asegurar las escotillas de la torre blindada. El submarino ya descendía en ángulo agudo. Kaufmann bajó de la escalerilla y corrió hacia el periscopio.

—Enderezar a diez metros —dijo.

—Diez metros —le informaron.

—Arriba —dijo Kaufmann.

El primer oficial se paró en su puesto y cumplió la orden operando la palanca que alzó el periscopio. Durante un largo rato, Kaufmann exploró la superficie del mar que los rodeaba.

—Abajo —dijo por último. El periscopio se deslizó sin ruido a su posición original—. Enfilar a rumbo dos cinco cero. Motores a toda máquina. —Se volvió hacia el primer oficial—. Es un convoy. Tres grandes cargueros y un destructor. Distancia tres doble o.

—¿Británicos? —preguntó Weinraub.

—Los cargueros sí —dijo Kaufmann—. El destructor es jermano.

—Son barcos con víveres —dijo el primer oficial.

—Sí —dijo el capitán—. Alisten todos los tubos de torpedos.

—Todos los tubos listos, Herr Kapitan-Lieutenant.

—Mantener alerta primer tubo de proa —dijo el capitán—. Elevar el periscopio.

Verificó otra vez el alcance, gritando los números a medida que disminuía la distancia.

—¡Fuego tubo uno! —dijo, cuando la distancia llegó a un millar de metros.

Se oyó un violento silbido y el primer torpedo estaba ya en camino. Kaufmann ordenó bajar el periscopio. No esperó para ver si el torpedo había dado en el blanco; ordenó bajar el submarino a cuarenta metros. Casi un minuto después, se sintió una sorda sacudida: el torpedo había dado en el blanco. La tripulación empezó a vitorear.

—Probablemente habrán quedado bien confundidos —dijo el primer oficial.

—Aquellos que no hayan quedado muertos —dijo Weinraub. Los otros echaban fuego por los ojos.

—Esos barcos de víveres y medicamentos son los símbolos de nuestra rendición —dijo Kaufmann—. Tengo orden de hundirlos, si es posible a primera vista. Lo haría así, aun sin órdenes.

—Ahora no estamos en guerra —dijo Weinraub.

—Para ellos no es tiempo de guerra —dijo el capitán, levantando el pulgar para arriba—. Todavía hay guerra para nosotros y habrá guerra hasta que el Partido haya obtenido la victoria total. Tal vez… nuestros superiores no hayan elegido bien el enviarlo a usted para cumplir una misión, cualquiera que fuere.

—No —dijo Weinraub, lentamente—. Comprendo lo que usted quiere decir. No estoy acostumbrado a esta clase de táctica. Creo en una revolución política, sin ayuda militar. Prefiero apoderarme de un hombre para luego conseguir su obediencia.

—Mantener alerta tubo de popa. Virar a rumbo cero siete cero. Volveremos atrás por debajo de ellos y les tiraremos cuando se alejen.

—Es fácil comprender cómo ganamos la guerra —dijo Weinraub—. No hay defensa contra un submarino. Ese convoy estaba tan indefenso como un bebé y nosotros no corríamos ningún tipo de riespo.

—A menos que el destructor nos toque con una carga de profundidad —dijo el primer oficial—, o que el peso del agua dañe nuestro casco de presión. O si un remache se afloja un poquito y el agua de mar se filtra por ahí. Si suficiente cantidad se filtra en el ácido de los acumuladores, nos convertiremos en una lata de gas de cloro llena de cuerpos muertos. Además, estas aguas están minadas. O los tanques de lastre…

―Subir a diez metros.

El submarino se deslizó hasta profundidad de periscopio. Kaufmann ordenó elevarlo y hecho una larga mirada. Después se alejó para permitir al primer oficial observar la escena. Éste volvió a su puesto sonriendo sarcásticamente. Kaufmann le permitió mirar también a Weinraub, generosamente. Éste fue nervioso hacia el periscopio; a través de él vio reflejado los horrores de la guerra submarina. El carguero, marcado con una enorme cruz roja en la mitad del casco, se estaba hundiendo. Se podía ver a pequeñas figuras humanas corriendo a través del casco. Habían bajado algunos botes salvavidas, pero no habían tenido tiempo suficiente para rescatar a la mayoría de la tripulación y de los pasajeros. Mientras Weinraub estaba mirando, el carguero se bamboleó y lentamente desapareció bajo las aguas.

—El destructor y los otros dos han cambiado de rumbo y escapan a todo vapor —dijo Kaufmann, y reemplazó a Weinraub en la mira—; dejaremos huir al segundo carguero, pero el tercero está justamente ahora a tiro. Alerta al tubo de popa, Número Uno. Listo… ¡Fuego tubo de popa!

Esta vez Kaufmann observó el trayecto del torpedo a través del periscopio. Weinraub esperaba con ansiedad, se sentía mal y un poco perturbado. Por último sintió la sacudida de la explosión. No se unió a los demás en la celebración.

—¡Justo detrás del puente! —gritó Kaufmann—. ¡Ya se fue a pique!

—Un montón del buen pueblo jermano morirá de hambre, seguro —dijo Weinraub. Nadie le contestó.

—Virar a rumbo uno siete cinco —dijo Kaufmann—. Listo el segundo tubo de proa.

Weinraub quería regresar a su camarote, pero sabía que no iba a aguantar la humillación que eso significaba. Cerró los ojos y trató de superar el terrible momento.

—El destructor nos está persiguiendo —dijo el capitán suavemente—. Muy bien, lo atacaremos.

Weinraub estaba ahora más horrorizado que antes.

—Capitán —dijo él—, entiendo lo de los cargueros. Eran barcos británicos, la vergüenza de nuestra nación; pero el destructor es de nuestra patria. Es parte de la flota jermana. Sus marinos se unieron a nosotros en la rebelión que derrocó al Kaiser. Usted no puede atacar a nuestro propio pueblo.

—Si hundimos al destructor —dijo el primer oficial—, Jermania sospechará de Italia, de Francia, aún de los Estados Unidos. El pueblo jermano se hará más fuerte en su resolución de resistir contra ellos.

—Orientarse a uno seis cero —dijo Kaufmann, ignorando el debate—. Listo, Número Uno. Segundo tubo de proa, ¡fuego! Bajar el periscopio; alerta para sumergirse. Abrir ventiladores principales. Soltar amarras. Descender a sesenta metros. Virar a rumbo dos ocho cinco. Hágase cargo, Número Uno.

Poco después se sintió la onda de choque de una explosión. Kaufmann quería abandonar la zona en cuanto fuera posible, por caso de que el destructor no hubiera sido hundido. El submarino había disparado su último torpedo, y ahora estaba indefenso, exceptuando el único cañón de 37 mm; de cualquier modo, Kaufmann no tenía intención de salir a la superficie para usarlo.

—¡Usted los ha asesinado! —gritó Weinraub—. ¡A nuestros propios compatriotas!

Kaufmann hizo un ademán al primer oficial.

―Número Uno —le dijo—, venga conmigo. Quiero hablar con usted.

El primer oficial suspiró, agradecido y entró con el capitán en el cuarto de oficiales. A Weinraub lo dejaron solo y los otros marinos lo ignoraron mordazmente. Todavía temblando de ira y consternación volvió a su camarote, donde se quedó durante el resto del viaje.

CAPÍTULO CUARTO
Gretchen estaba gritando. Hasta había abandonado su intención de portarse razonablemente. Lejos de calmarse, sus gritos se hacían cada vez más fuertes y chillones. El mismo Ernesto se sentía sacudido; necesitaba tiempo para comprender la situación. Necesitaba estar solo, en algún lugar tranquilo, donde pudiera extraer las pocas ideas que tenían algo de valor para él, donde pudiera poner en un orden racional esas construcciones mentales. Podía examinarse a sí mismo: su mezquindad, su paciencia, su descontento, sus escasas esperanzas. Podía examinar a Gretchen, que proporcionaba estímulos invariables para sus respuestas. Podía poner juntos a ambos, en un extremo de una escala mental. Entonces él podría figurar en el gran lugar del bebé… no sabía exactamente dónde… y también el próximo bebé que Gretchen llevaba en sus entrañas, con tanto resentimiento. Eso se interpondría entre ambos. Después, podía empezar a relatar las influencias externas: Sokol, los representantes… ¿Suzy? No, y tampoco Eileen. ¿Qué más? Nada más. Podría haber más, pero no había.

—Muy bien —dijo Ernesto en voz alta—. Voy a darte tres de estas píldoras. Se entiende que debes tomar una sola cada vez. No tomes ninguna más luego de que me vaya, ¿entendido?

Gretchen lo miró con fiereza. Le apretó el brazo con tanta fuerza que lo lastimó.

—¿Adonde vas ahora? —exclamó.

Ernesto sacudió la cabeza.

—Traga las píldoras de una vez. No quiero perder más tiempo. Si van a abrir esos puestos de cospeles por la mañana deben estar instalándolos ahora. Esta noche toda clase de gente debe estar tratando de ubicarse alrededor de ellos, blasfemando y gritando. Yo me voy también, para probar y para ver si puedo sacar algo en limpio.

Eso hizo llorar a Gretchen aún más.

—No me abandones aquí —dijo ella—. No abandones a Stevie.

—No pasará nada —dijo él—, todo saldrá bien esta noche. Ve a descansar un poco. Mañana tendremos un día duro.

—No me abandones, Ernie…

La llevó a la pequeña cama. Las pildoras ya estaban comenzando a calmarla un poco. Él no le dijo más, y abandonó el deptomodu tan silenciosamente como pudo. Cerró la puerta con suavidad detrás de él. En el pasillo escuchó más gritos de los deptomodus vecinos. El ascensor no respondió cuando oprimió el botón.

De pronto, la puerta del deptomodu situado frente al vestíbulo de Weinraub se abrió. Ernesto miró distraídamente en esa dirección. Pertenecía a un viejo extraño, un enano que vivía en un aislamiento neurótico. Lo habían visto muy pocas veces, ya que el viejo se hacía llevar a domicilio los comestibles y sólo salía raramente, pero Ernesto ignoraba las razones.

—¡Ah, Sr. Weinbaum! —dijo el enano caminando por el corredor, tambaleándose penosamente y de una manera especial.

—Weinraub ―dijo Ernesto.

—Sí, por supuesto. Usted es tan amable de visitarme en mi soledad… ¿Cómo está su maravillosa esposa?

—Excelente —dijo Ernesto, deseando que llegara el ascensor—. Lo siento, justo estaba por salir…

—¿Es algo importante? —preguntó el hombrecito—. Debo pedirle disculpas, pero estoy seguro de que usted escuchó al representante esta noche. ¿No es cierto?

Ernesto asintió. No se oía el zumbido ni tampoco otro ruido del ascensor que prometiera rescatarlo.

—Bien, entonces usted no puede negar que siente curiosidad por lo que ocurre.

—Sí, y usted no me va a decir que sabe más que todo el resto de nosotros.

El diminuto viejo rió.

—Delicioso, seguro —dijo—. Venga, ambos tenemos que hablar sobre esto. Tengo vino.

Tomó la mano de Ernesto. Éste vaciló; los dedos del viejo eran ásperos y fríos. La mano era como la de un chico, pequeña y de huesos delicados, pero la piel era demasiado áspera, excesivamente vidriosa.

—Realmente lo siento, señor Vladieki. Yo estaba precisamente por salir.

El enano hacía como que no lo oía.

—Llámeme Lance —le dijo, escudriñando la cara de Ernesto. La expresión de Vladieki se hizo muy seria—. Hemos sido vecinos desde hace más de un año y usted nunca me ha visitado a mí ni a mis amigos. Mi nombre verdadero es Leonard, usted ve, pero yo acostumbraba a usar el nombre Lance en las películas. “¡Mire! —citó Vladieki—. ¡La Ciudad Esmeralda está más cerca y más linda que nunca!”.

Entraron, y el hombrecito cerró la puerta.

—No hay sitio como el hogar —dijo.

Las cuatro paredes del deptomodu estaban cubiertas con gigantescas fotografías ampliadas. Sobre la pared directamente opuesta a la puerta de entrada, dominando la pequeña habitación, se veía el rostro de una joven.

—Esa es Dorothy, por supuesto.

—¿Judy Garland? ―El viejo sonrió.

—Sí, Dorothy.

Ella llenaba todo el espacio de la pared, era un primer plano de su cabeza: sus ojos brillaban, su expresión pasmaba, encantadora, con los labios separados. Una angosta cómoda estaba ubicada en un rincón de la habitación, obscureciendo parte del cabello y la oreja izquierda. Un tomacorriente estaba metido en la garganta. Al lado había una pared con otra foto, también ampliada, que mostraba a Dorothy, al hombre de hojalata, al espantapájaros y al león cobarde en el Camino de Ladrillos Amarillos. El sector cocina de Vladieki se apoyaba contra esa pared y los utensilios y el moblaje cubrían la mitad inferior de la fotografía. Al otro lado de esta pared había un cuadro de Munchkinland, con varias casas en forma de colmena, tejado de paja, una veintena de munchkines, y Billie Burke como Glinda la Bruja Buena. El Camino de Ladrillos conducía directamente desde los pies de Glinda hasta la revuelta cama de Vladieki.

Ernesto se dio la vuelta entre asombrado y repelido. Detrás suyo, alrededor de la puerta, se veía el campo, el Camino y una vista lejana de la Ciudad Esmeralda de Oz.

—Un lugar donde no hay ningún problema —dijo Vladieki—. Así lo llamaba Dorothy.

—Vi la película un par de veces, pero no la recuerdo bien —dijo Ernesto. No sabía realmente como reaccionar.

—Yo estuve en ella —dijo Vladieki, mostrando satisfacción en su cara vieja y arrugada.

Se dirigió hacia el cuadro de los munchkines. Se paró encima de la cama y señaló a una figura medio oculta en el fondo de la foto.

—Ese soy yo —dijo—; yo era un munchkino. Yo estaba en la milicia munchkinense. Hace años, los veteranos munchkinos acostumbrábamos a reunimos. Todos los que estábamos en la milicia teníamos grados. Yo era sargento mayor. Soy uno de los últimos a la izquierda.

—Esa película fue filmada a principios o mediados de los años sesenta, ¿no es así? Eso lo haría a usted un poquito viejo.

Vladieki no lo corrigió. Ernesto caminó alrededor del deptomodu; era aún más pequeño y estaba más pobremente equipado que el suyo. El de Vladieki era de fabricación africana, un modelo que había desaparecido del comercio casi veinte años atrás. Encima de la cómoda había un reproductor de cinta y una fotografía enmarcada. La foto estaba marrón y cuarteada. Era, obviamente, una foto publicitaria de una mujer hermosa; usaba una ropa muy anticuada y maquillaje. Tenía una inscripción que decía: “A Lance: ¡si fueras tan grande como tu corazón! Cariños, Bobbie”. Ernesto la estudió por un momento.

—Esa es Roberta Quentini —dijo el viejo.

Se dirigió hacia Ernesto y extendió la mano para alcanzar la foto. Ernesto bajó los ojos, sintiéndose extrañado de tener tan cerca al viejo jactancioso. Alcanzó la foto enmarcada a Vladieki.

—Era una de las mejores estrellas del cine mudo —dijo el enano— hasta que se suicidó. Pasamos muchos ratos agradables.

Ernesto no sabía si creerle o no; si el tipo hubiera tenido veinte años en la época del cine mudo, ahora tendría más de ciento treinta. Vladieki devolvió la foto a Ernesto.

—Si alguna vez buscara de nuevo los deseos de mi corazón —dijo—, nunca buscaría otra cosa que mi propio fondo.

—Nosotros no tenemos patio trasero —dijo Ernesto, irritado con ese viejo caduco.

—Dorothy también decía eso. Acerca de los deseos del corazón. Hay una gran sabiduría en Oz.

—Así es —dijo Ernesto—. Una gran cosa se precipitará desde el espacio exterior y nos aplastará a todos.

—¡Ah! —dijo el enano—, el representante.

—Usted lo recuerda, estoy seguro. Todos vamos a morir.

—“Todo a su tiempo, lindo pequeñín. Todo a su tiempo”. Fin de la cita. Cerrar comillas. La Bruja Malvada del Oeste.

Ernesto decidió irse. Vladieki comprendió la intención de su huésped y replicó con otra cita de la bruja.

—“¿Yéndose tan pronto? ¡No quiero oír eso!” —Su cacareo seco y forzado hizo estremecer a Ernesto.

—Tengo que realizar —dijo Ernesto— mi última voluntad y mi testamento. Usted sabe, una última noche afuera con los muchachos.

—Un momentito, por favor… —dijo Vladieki, con lastimoso tono de voz—. ¡Vuélvase! ¡No se vaya sin mí! ¡Por favor, vuélvase!

Ernesto se detuvo, con la mano en el picaporte. No se dio vuelta. Los dos hombres esperaban cada uno dentro de su particular ansiedad. Si Ernesto hubiera podido separarse de la noche, de la amarga noticia, del mundo sin amor que enloquecía a todos, hubiera odiado al viejo enano; y de la misma manera, si el viejo hubiera mirado más allá de su propio mundo de sueños, hubiera sentido xenofobia hacia Ernesto y sus insignificantes y vulgares problemas. No era tal el caso, sin embargo, para ambos; los dos se preocupaban por cosas diferentes, vivían con distintos objetivos. Era como si vivieran en mundos mutuamente invisibles: no son sólo paralelas las líneas que nunca se encuentran. Las líneas oblicuas en el espacio no tienen punto de intersección ni un mínimo de equidistancia. Tal como Ernesto y Leonard Vladieki, así pasaba con todos. Sin puntos en común, sin compartir relaciones.

Ernesto miró a la Ciudad Esmeralda. Mirándola de cerca era borrosa y confusa, un mero esquema exagonal de puntos… blanco, gris, negro, rojo, amarillo, verde, azul. Se dio vuelta lentamente, enfrentando a Vladieki.

—¿Sabe? —le dijo—. Es un poco malsana esta devoción suya.

—¿Malsana? —preguntó el viejo, con voz cortada y aguda—. ¿Usted puede ver la televisión y decirme a mí que soy malsano? ¿Con todo lo que está pasando en el mundo? ¿Usted puede decirme enfermo por edificar un cuartito de paz, donde puedo descansar de la depravación que me rodea?

—Usted no descansa —dijo Ernesto—. Usted se esconde.

Vladieki se rió otra vez.

—¿Desde cuándo ha sido usted el príncipe de los activistas, señor… este…?

—Weinraub. No importa. Por lo menos, yo no he centrado toda mi vida alrededor de un único momento. Por lo menos, yo no he impedido la entrada del mundo como lo ha hecho usted. ¿Ha experimentado usted alguna cosa en los últimos cincuenta años, por amor de Dios?

El hombrecito le clavó los ojos. Con las manos colgadas a los costados temblaba con parálisis senil. Su cabeza se sacudía con leves e involuntarios respingos. Le indicó una silla a Ernesto y eligió otra para él.

—Cuénteme entonces —le dijo— que es lo que usted tiene como centro de su vida. ¿Hay algo allí?

—Sí —dijo Ernesto, irritado—, un muy buen par de genitales que no han sido tan ejercitados como debían y ahora, probablemente no harán mucho más, si es que el representante no nos salva.

—Ah —dijo Vladieki, cediendo—, el representante otra vez. Qué frecuentemente invade sus pensamientos.

Ernesto estaba un poco asombrado. El viejo enano había dicho que había escuchado al representante, pero, hasta ahora, parecía que Vladieki no había asimilado la importancia del anuncio.

—A veces —dijo Ernesto—, raramente, lo admito, me pongo a pensar sobre este viejo gran mundo nuestro. Pienso sobre lo que el representante dijo esta noche y me imagino qué triste lugar será el mundo sin mí y luego, qué triste estaré yo sin él. Eso es todo.

—“No le haga caso a ese hombre escondido detrás del telón” —dijo Vladieki, con su desalentado cacareo susurrante.

—¿Cómo?

—Eso es lo que el Brujo le dijo a Dorothy y a los otros cuando lo descubrieron tirando de las palancas y de las cosas.

—¿Usted no está asustado por la noticia del representante?

—Una vez, a raíz de la terminación de Oz, ese tipo llamado reverendo Slight se puso a organizamos a nosotros, los munchkines, para emprender una gira por los Estados Unidos. Íbamos a tener mucho éxito. Veintiséis ciudades. Una audición en cada ciudad, llenos de público, suficiente dinero para todos durante años. Así que todos firmamos contrato. Quiero decir, que ninguno de nosotros tenía representante o empresario comercial ni nada por el estilo. Nosotros no éramos actores, sino sólo enanos. Todos habíamos sido convocados a último momento para aparecer en la película. No sabía nada más. No nos detuvimos a pensar que la M. G. M. era propietaria de todos los trajes y de los sets.

»Maldición, deben haber conseguido una orden judicial para impedir que, de ningún modo, nosotros apareciéramos explotando su película; y sea como fuere, no pudimos cantar. Todas las canciones munchkinas en el film fueron dobladas después. Muchos de los enanos ni siquiera podían hablar inglés. Todos habíamos invertido en la empresa del reverendo Slight; él se hizo humo y desde entonces vivo aquí. Nunca me la hizo nadie otra vez, porque no les he dado oportunidad para ello. Excepto esos chicos bastardos que me traen los comestibles, pero aún eso se ha hecho una especie de juego. Mire.

Abrió un cajón del escritorio y sacó un objeto pesado, envuelto en un lienzo blanco. Desenvolvió la amarillenta envoltura: dentro había un gran marco de oro. Se lo alcanzó a Ernesto; era una fotografía de Judy Garland, caracterizada como Dorothy, durmiendo en el campo de amapolas. Estaba excepcionalmente bella. Una inscripción decía: “Lance, existe el país encantado de Oz, si sabemos donde buscarlo. Tu amor y tu amistad me han mostrado el camino. Con amor, Judy”.

La letra era apretada y casi ilegible. Ernesto notó que era la misma letra del retrato de Roberta Quintini. Ambas eran obviamente falsas.

—Pienso que todo este asunto le hará bien —dijo Ernesto—. Una cosa como ésta, que lo arranque a usted de la ensoñación, es casi como hacerle un favor.

—“Ven, muerte confortante”.

Ernesto puso sobre el piso la foto enmarcada de Judy Garland.

—No es eso lo que quise decir —le dijo—. Si la amenaza de muerte no lo saca de ahí a usted, nada lo hará, y por supuesto, si nada puede hacerlo, entonces, bueno, no me gusta decirlo, pero parece que eso sería lo mejor. A Sokol, mi jefe, le gustaría mucho conseguir un hueco para su deptomodu.

—¿Era él también un munchkino? —preguntó Vladieki, sarcásticamente—. Me parece recordarlo a Sokol; no estaba en la milicia, creo, pero había otros. En toda una escena interpretábamos una parranda de borrachos, pero la cortaron luego, de lo que me alegro, pues no era temáticamente buena.

Ernesto, impaciente, hizo señas al arrugado enano:

—Si nada tiene importancia para usted, ¿para qué se molestó en escuchar el anuncio?

—Me gusta mucho el representante —dijo Vladieki—. Por las cosas maravillosas que hace. Por las cosas maravillosas que hace.

—Lo dejo ahora —dijo Ernesto, poniéndose de pie y dirigiéndose nuevamente hacia la puerta—. No tengo más que decir. No quiero escuchar nada de lo que usted diga, pero, de todos modos, gracias por haberme quitado el mal gusto de la histeria de mi mujer. Ahora tengo que irme y prepararme nuevamente, una vez más.

—Lo acompaño hasta la puerta —dijo Vladieki, atravesando lentamente la habitación—. Realmente, lamento que tenga que irse. Tengo aquí una cinta grabadora con todas las canciones de Oz, y también mucho de los diálogos. Por supuesto, yo lo sé todo de memoria, cada palabra, cada suspiro.

—Una chifladura inofensiva —dijo Ernesto—. Buenas noches.

—Nunca volveré a verlo, sabe —dijo el viejo—. Moriré pronto, y también usted, o quizás usted no; pero Dorothy seguirá viviendo: eso es lo que usted no comprende.

—Buenas noches, buenas noches —dijo Ernesto aburrido, apretando el paso hacia el corredor, de regreso en el mundo ensombrecido, en la noche de palpable dolor.

Se sentía un olor como a ajo y a orina.

―Hasta siempre —dijo Vladieki con tristeza—. Eso es lo que decía Dorothy al final.

—Buenas noches.

INTERMEDIO 2
Dejó de llover cuando el reloj avanzaba hacia el mediodía. Ernst se reclinó en su silla y esperó que el sol hiciera salir a los peatones de donde se habían guarecido. Hizo una seña a monsieur Gargotier y el propietario trajo un trapo para secar la mesa. Ernst abandonó su asiento para verificar su propio aspecto, mirándose en el enorme y cuarteado espejo del Fée Blanche. Sus ropas estaban todavía empapadas, naturalmente, y con el creciente calor de la tarde se le pegaban al cuerpo en forma desagradable. Se pasó la mano por el cabello para darle un aire más desgreñado y desdoroso, pero estaba demasiado mojado. Monsieur Gargotier volvió a su sitio detrás del mostrador, ignorando a Ernst. Se oían voces desde el patio; Ernst suspiró y desistió de la húmeda obscuridad del mostrador.

El sol hacía parpadear a Ernst. El dolor de cabeza comenzó a hacerse sentir con furia. Volvió a su mesa habitual, notando que un gentío se había congregado detrás de la herrumbrada barandilla de hierro del café. Unas pocas personas habían entrado al Fée Blanche, sin duda prefiriendo presenciar lo desconocido desde un puesto más cómodo. Ya era casi la hora para reemplazar el anisette por el mashroub rawhy, su refresco de la tarde, pero monsieur Gargotier estaba muy ocupado sirviendo a los recién llegados. Ernst esperaba impaciente, con un vaso de anisette otra vez vacío. Miró a la gente que se alineaba en la acera, sin poder adivinar, por el momento, qué era lo que los había atraído.

“Ahora ―pensó Ernst―, si observo con suficiente atención, soy capaz de reconocer los traseros de todas las personas que alguna vez he conocido. Qué aburrido se hace el mundo cuando uno se da cuenta de que todo lo que hay en él se puede dividir en más o menos una docena de grupos. Esa joven allí, ah, un muy interesante nudo de cabello negro, piernas atrayentes, una cintura gruesa; si se diera vuelta, su cara no seria ninguna sorpresa: cejas espesas, sin duda, labios llenos, dientes superiores algo salientes, grandes senos colgantes, la blusa recortada para exhibirlos…, pero para eso han pasado diez años de más. Es demasiado aburrido. Ni siquiera me interesa ver si estoy en lo cierto”.

Ernst sonrió, dándose cuenta de que deliberadamente esquivaba toda observación verdadera. Por supuesto, era una tontería pensar que doce tipos físicos podrían ser suficientes para catalogar la andrajosa masa de personas que llenaba la ciudad. Había agotado con bastante rapidez ese pasatiempo particular; lo que quedaba era la perspectiva más aburridora de describir realmente: la muchedumbre. Tal vez monsieur Gargotier llegaría pronto, interrumpiendo el esfuerzo intelectual, dispersando las energías; dando entrada, misericordiosamente, a una pequeña pero fundamental novedad.

—Un punto interesante —dijo Ernst en voz alta, imaginando ser un catedrático ante somnolientos estudiantes en alguna asfixiante aula europea—, un punto genuinamente filosófico que todos podemos entender y saborear, en honor a la verdad, es que no hay en el mundo nada parecido a la oportunidad de ver a alguien convirtiéndose en un asno. Después de todo, una diversión gratis es el Gran Nivelador.

»No la muerte, como a menudo nos han dicho. En caso de muerte, los ricos pueden, con frecuencia, controlar su momento de victoria, postergando el instante final durante meses y aún años, con bien pagados milagros de la medicina. Los pobres aceptan lo que se les da, pero ¡qué democrático es un pasatiempo gratis! Nadie puede decir cuándo puede aparecer un espectáculo, o estallar o dar un traspié; y entonces, cuando llega ese momento, todos, ricos y pobres, deben aprovechar lo mejor que puedan, desembarazándose a codazos de toda esa muchedumbre.

»Así, al sentarme aquí, he conquistado diversión y audiencia a la par, y puedo engañarme a mí mismo con mis propias analogías, considerando a la muerte como un antogonista menor y aplaudiendo mi propia inmortalidad.



Poco después, Ernst oyó un áspero redoble de tambores y una voz aguda gritando órdenes. Son los del Gaish, pensó decepcionado. Era solamente el nuevo Ejército de Ciudadanos; habría aquí pocas probabilidades de adelantar en su posición. No le interesaba la gente del lugar ni su apresurada y ridicula política; la clase de gente a la que él mismo pertenecía, no se entretendría mucho tiempo con el desfile de locos.

Llamó a monsieur Gargotier con voz fuerte y ruda.

—Tráigame un poco de esa asquerosa bebida árabe —le dijo—. Ya es mediodía, ¿no?

No hubo respuesta del propietario, ni una sonrisa o seña con la cabeza.

La gente en la acera, sin embargo, se divertía en grande. Ernst podía oír el redoble de los tambores que sonaban con ritmo sincopado, nada militar. Los diversos tamborileros no habían evidentemente practicado mucho juntos, pues los golpes rara vez caían a compás y, con un poco de atención, podían identificarse los diferentes estilos de cada hombre. El golpeteo de los pies que marchaban sobre el tosco pavimento de piedra carecía igualmente de precisión.

Ernst frunció el ceño al mirar su propio traje, raído y manchado. Si las cosas pudieran ser arregladas de acuerdo con los méritos, con seguridad de que a él se le habría concedido entonces una situación mejor que ésta. Se acordaba del traje de hilo blanco que tenía cuando llegó a la ciudad. Lo había usado orgullosamente, desdeñando a los nativos con vestiduras colgantes y sucias. No duró mucho: el sombrero blanco de alas anchas y su nuevo par de botas se los habían robado a la semana de haber llegado, cuando se daba el lujo de concurrir a los baños Sourour.

No volvió más a ese establecimiento ni a ningún otro en el barrio árabe. Ahora se parecía mucho a aquellos a quienes había desdeñado a su llegada y, extrañamente, esto le producía también un cierto placer. Por lo menos, ya no parecía un simple turista. Era un iniciado. Era como un nativo, lo mismo que todos los mestizos que llenaban la ciudad.

Así pasó el tiempo, mientras Ernst intentaba vehementemente ignorar la exhibición que se ofrecía en la calle. Los movimientos de la muchedumbre abrían algunos claros, por entre los cuales podía ver el llamativo uniforme de la milicia. Los trabajadores y los esclavos de la ciudad los vitoreaban y esto fastidiaba aún más a Ernst. Sorbió un poco del licor local, sosteniendo con la palma de la mano el pequeño bol de madera.

¿Para qué puede servir este ejército?, se preguntaba. El Gaish no tenía armas; era un ejército que no amenaza a nadie, y más aún que todo eso, pensaba Ernst mientras hacía señas a monsieur Gargotier otra vez, el Gaish carecía de enemigos. En todo el desierto de arena no había nada más que esa única ciudad.

—Sólo pan y circo —murmuró Ernst, al observar la animación de la multitud—. Sólo un pasatiempo para lugareños.

Tenía, empero, otras cosas en que ocuparse.

“Eugenie ―pensó―, magnífico horror de mi juventud, negociaría mi parte de eternidad para tenerte ahora conmigo. ¡Cómo debes de haber envejecido! Qué parecida a esas vulgares espaldas anónimas que veo ante mí, sin personalidad, sin otra cosa que apetitos momentáneos, sin el menor conocimiento de mi persona. Aquellos que han llegado aquí, a la deriva desde el mundo viviente, se han chamuscado lentamente hasta esa condición. Esos han aceptado su suerte de avidez, su distintivo de suciedad, su supuración aristocrática, su inmundicia plebeya. Esos abandonaron Europa igual que yo, para cambiar lentamente y por grados de privaciones, como un lento crepúsculo de amnesia, para llegar a esta vida de total agotamiento. Nunca más volverán mis ojos, mi nariz y mi boca, los pelos húmedos de mi cuerpo, a verse libres de asperón y de arena. Los ricos y yo hemos tenido que trabajar para alcanzar tal existencia, pero tú, Eugenie, tenías siempre razón. Aquí serías reina, Eugenie, pero serías tan fea como las demás”.

Érnst sorbió otro poco del licor. Metió la punta de los dedos en el bol y salpicó el obscuro líquido en la espalda de la gente que se agolpaba contra la barandilla. En las ropas de un hombre y de una muchacha se formaron algunas manchas. Ernst se rió; el ruido de su carcajada demasiado sonora lo hizo poner serio por un momento.

—Tú serías fea, Eugenie —dijo—, y yo estaría borracho.

El calor del mediodía africano lo envolvía y la quietud hacía difícil respirar. Ernst se desembarazó de su vieja y gastada chaqueta y la arrojó sobre la silla que estaba al otro lado de la mesita metálica.

—Marie, tú no vienes al caso. Ni aquí ni ahora. África sería perfecta para Eugenie, pero a ti, Marie, te imagino destruida entre los millones de fragmentos de espejos de París o Viena. Así que olvídate de ello; estoy hablando con Eugenie. Ella atravesaría en línea recta esa plaza, dispersando por igual a las palomas, a los peatones y a ese maldito ejército, marchando derecho a través de la plaza, justo hasta este café, hasta esta mesa; me clavaría los ojos como si hubiera recorrido el Mediterráneo sabiendo donde estaba yo todo el tiempo.

­»Con todo, eso tampoco resultaría. Ella no pensó que yo pudiera alcanzarla en su sonriente pecado, que yo seguiría siendo el mismo idiota que hace versos, como siempre fui; y habría envejecido más que yo aún, arrugada y encogida, encorvada, arropada, un poquito temblorosas las extremidades, un poquito doloridas las articulaciones, mostrando parches y remiendos de colores inadecuados: púrpura en las piernas, manchas marrones en los brazos, marcas y bultos en la cara, por debajo de los afeites. Entonces, ¿qué podría hacer yo? Le pagaría una bebida y la presentaría a todos los que conozco. Eso la destruiría bastante, con seguridad, demasiado satisfactoriamente, y casi para siempre. Oh, el infierno con indiferencia. Realmente no puedo sostenerlo.

Ernst se rió de nuevo y esperó que algún patricio entre el auditorio del Gaish se diera vuelta, aburrido del espectáculo ridiculamente militar, y le preguntara qué lo divertía. Nadie lo hizo. Ernst se quedó en silencio, malhumorado, y continuó bebiendo.

Había estado toda la mañana en el Fée Blanche y nadie, ni siquiera el más inesperado paseante matinal se había detenido para desearle los buenos días. ¿Se iría a otra parte, entonces? ¿Juntar “material” en otro café, aventurarse a una sórdida experiencia en algún burdel, exponiéndose a ser molido a palos por un celoso gavroche?

—¡Muy bien, akkei Weinraub! Usted permanece ajeno a todos los cielos, ¿eh?

Ernst se sobresaltó, mirando con los ojos entrecerrados y tratando, rápidamente de recuperar su aspecto andrajoso.

—Sí, Ieneth, uno no tiene más remedio si quiere tener éxito. ¿Qué importa el clima, cómo puede interferir en el proceso creador?

La muchacha era joven, tal vez no tenía más de diecisiete años. Formaba parte de los miserables de la ciudad, demacrada por años de hambre y vestida con sucias ropas viejas, pero no era una esclava… y si lo fuera, tendría mejor aspecto. Se ganaba la vida pobremente, puliendo lentes. Tiraba de un carro de dos ruedas, ruinoso y descascarado, lleno de herramientas y accesorios.

—¿Cómo va eso? —preguntó ella.

—Mal —admitió Ernst, sonriendo tristemente, sacando de su bolsillo un papelito empapado—. Mi poema de ayer todavía no está terminado.

La muchacha se rió.

—Chi ama assai, parla poco —dijo ella—. Usted gasta demasiado tiempo persiguiendo a las bellas, ¿no? A mí no me engaña, akkei, sentado allí con su solemne y larga cara. Su poema tendrá que estar terminado mientras usted se toma un respiro y antes de ir en pos de otra dulce hija de mi ciudad.

—Me has visto por completo, Ieneth —dijo Ernst, cansado, encogiéndose de hombros—. Tienes razón, por supuesto. Uno no puede pasarse la vida entera persiguiendo a la Musa. Quiero decir, cortejando a la Musa. No se gana nada cazándola. El galanteo se convierte en la cuestión principal. Igual que en cualquier otra cosa… uno mejora con la práctica.

Sonrió, aunque ya estaba terriblemente aburrido de la conversación. La necesidad de continuar manteniendo la metáfora sexual lo fastidiaba.

—Usted tiene suerte, hasta cierto punto —dijo la muchacha—. Me da lástima el pobre carnicero. En su trabajo, ¿en qué puede ayudarlo cortejar a la Musa? Usted debe comprender que hay ventajas en su favor.

—¿Hay, pues, una Musa de la carnicería? —preguntó Ernst con expresión solemne.

—Usted es muy inteligente, akkei. Yo me refería, naturalmente, al galanteo de una encantadora imraa. Si un carnicero me hiciera insinuaciones a mí, con una salchicha ensangrentada en la mano, sólo me haría reír. Eso no es técnica, akkei, es falta de inspiración; pero esos poemas suyos son el producto, como usted dice, de una especie de galanteo y, más aún, el arsenal de una clase más antigua.

—¿Todavía producen su magia los poemas? —preguntó Ernst, interrogándose a la vez si este encuentro sería mejor, después de todo, que la simple monotonía.

—Para algunas jóvenes, supongo que sí. ¿Favorece usted a muchas jóvenes con ellos?

Un repentino alarido del gentío en la acera impidió la respuesta de Ernst. Éste sacudió la cabeza con disgusto. Ieneth interpretó su expresión acertadamente, mirando por encima del hombro unos instantes. Ella se volvió hacia él, inclinándose sobre la barandilla vecina a su mesa.

Por supuesto, Ernst no podía invitarla a reunirse con él. En la ciudad sólo había dos clases de personas, además de los esclavos: los ricos y aquellos como Ieneth. La costumbre del país le prohibía a ella mezclarse socialmente con sus superiores y Ernst no era, por cierto, un cruzado encargado de barrer las leyes de la delicadeza. De cualquier modo, pensaba él, la gente de ella tenía sus propios garitos y, con seguridad, él no sería bien recibido en ellos.

—Ah, veo que usted desaprueba al Gaish —dijo Ieneth—. Por lo menos, la expresión suya muestra un desprecio dirigido, ya a nuestro ejército, ya a mí misma.

—No se preocupe; sólo siento afecto hacia usted —dijo Ernst.

Estaba asombrado de su facilidad de palabra; por regla general, habría llegado a desagradables sarcasmos mucho antes de entonces. En realidad, sentía aún menos que un simple afecto hacia la muchacha. Sólo sentía gratitud; la consideraba no más que a otro habitante de la ciudad y poco recomendable, de todas maneras. Ni siquiera sentía deseos por ella. Más bien deseaba que desapareciera.

—Entonces, es el Gaish. Es una vergüenza, realmente. Hay varios caballeros muy refinados incorporados en él.

Ella sonrió groseramente. Ernst dio por seguro que le iba a guiñar un ojo lentamente; así lo hizo. Él sonrió brevemente.

—Estoy seguro de que los hay —dijo él—, pero ocurre que no soy uno de ellos y que no tengo el menor interés en trabar relación con ellos. Sólo deseo que dejen de estropearme las tardes con sus infantiles soldados de hojalata.

—Usted debería continuar el cuento —dijo Ieneth—. Mientras ellos pasan el tiempo marchando y llevando palos de escoba como rifles, no tendría rivales para hacer compañía a sus mujeres e hijas.

—Usted se equivoca conmigo —dijo Ernst—, aunque me adula indebidamente. Con toda seguridad eso sería un caso perdido para alguien como yo, con unos gustos, ah, tan cosmopolitas.

—No me parece que sea así —susurró ella.

Ernst se dio cuenta de que había estado clavando en la muchacha sus ojos; Ieneth se estiró a través de la barandilla y le tocó el hombro, con intimidad. El movimiento dejó al descubierto sus maravillosos senos. Ernst tomó aliento profundamente, forzándose a mirarla en los ojos mientras hablaba.

—¿Sabes, entonces, lo que quiero decir?

—Seguro —dijo ella, con divertida sonrisa. La señaló su carrito—. Por ahí andan otras clases de pulidores y cualquiera puede tener una distracción beneficiosa, ¿no?

—Cuando yo era joven, había un viejo que afilaba tijeras y cuchillos. Tenía un carro muy parecido al tuyo.

—Allí, ¿ve usted? Tengo un conocido que… ¿cómo le podría decir? Es organillero.

—No entiendo.

Ieneth sacudió la cabeza, riéndose de su embotamiento. Le hizo señas para que se acercara. Él corrió su silla, arrimándola a la barandilla. Ella le tocó el brazo a la altura del codo, recorriendo la manga con los dedos, a través de la cadera y, lo más irrespetuoso de todo, sobre el bulto de su bragueta.

—¿Lo encontraré aquí dentro de una hora? —preguntó suavemente.

Ernst sintió que la garganta se le había secado repentinamente.

—Estaré aquí —le contestó.

CAPÍTULO QUINTO
Las personas como Leonard Vladieki, que habían decidido deliberadamente escabullirse del mundo real, eran las que sentían las mayores presiones por parte de aquellos a quienes abandonaban. A pesar de la total repugnancia que le producía el modo de vida del viejo, Ernesto no podía evitar preguntarse cómo se las arreglaba Vladieki ante las intervenciones frecuentes e inevitables de los demás. El enano vivía en el mismo sitio desde hacía varias décadas mientras, a su alrededor, los otros vecinos empaquetaban sus departamentos modulares y los encajaban en cualquier otra parte cada dos años. Los inconstantes ciudadanos se quedaban en un sitio sólo el tiempo suficiente para ahorrar el dinero para la siguiente mudanza; sólo transitoriamente afectaban al vecindario, haciendo oír sus voces en las elecciones locales. Abandonaban la zona antes de que se pudiera sentir algún resultado palpable. Por otra parte, los pormenores de su vida, los impuestos, los servicios a su disposición, la misma presencia de la comunidad le eran impuestas a Vladieki por personas distintas. Había renunciado a esas actividades, sin embargo, y al hacerlo así se retraía aun más en su propio mundo.

Fueran cuales fuesen los sentimientos que Vladieki pudo despertar en Ernesto, ya no tenían casi ninguna importancia. Había muy poco lugar para sentimientos esta noche, ni frente al poderoso peso del anuncio del representante ni frente a la verdadera inquietud de Ernesto por su convivencia con Gretchen. Mientras bajaba las escalaras, la compasión de Ernesto se transformó al principio en puro desprecio, y luego en cólera. Sus frustraciones tenían un foco determinado, y no difícil de hallar.

Se detuvo en la planta baja, antes de salir al aire más fresco de la noche. Llamó a la puerta de la fusiblera. El edificio donde vivía Ernesto tenía una nueva fusiblera desde hacía sólo un par de semanas. El fusiblero anterior, tan inconstante como los demás inquilinos, había desconectado su deptomodu y lo había mudado a un edificio de propiedad gubernamental en Boston. Se había llevado consigo un conocimiento detallado de los innumerables convenios no escritos entre sus vecinos, disputas arregladas a medias, politiquerías de bajo nivel. El nuevo fusiblero era una joven que acababa de egresar de la escuela secundaria y había sido nombrada por el Departamento de Brooklyn del representante por Norteamérica. Todavía tenía que aprender los nombres de los inquilinos, sin hablar de los innumerables acuerdos subjetivos de aquellos. Sin embargo, Ernesto la consideraba como la única autoridad en la pequeña comunidad.

La puerta se abrió lentamente.

—¿Sí? —preguntó ella.

—Hola —dijo Ernesto—. Me llamó Weinraub y vivo en el piso de arriba. Quería saber si podía verla a usted un minuto.

La fusiblera le escudriñó la cara por unos segundos. Era baja, algo gruesa, de cortos cabellos castaños y cutis pecoso. Tenía los ojos enrojecidos; tal vez había estado llorando.

—Supongo que sí, señor Weinraub. Entre.

Ernesto asintió y pasó delante de ella dentro del deptomodu.

—Puede llamarme Ernie. Esta es una visita oficial, creo, pero usted es una vecina todavía. Quiero hablarle de ese tipo Vladieki. Vive enfrente de mí, cruzando el vestíbulo.

—Siéntese, señor Weinraub. ¿Usted vive en el 5G?

—Exacto. Él vive al otro lado del vestíbulo. No lo veo a menudo, porque se queda adentro la mayoría de las veces, pero esta noche me acorraló. Traté de detenerlo, pero ni siquiera me escuchó. Ya sabe como es la gente así. En cualquier caso, le agradecería mucho si usted lo aconseja. No es demasiado difícil; pero pienso que si alguno le habla, se detendría antes de que fuera más grave. Realmente se lo agradecería.

Él la miró; ella no dijo nada, abrió la boca como si fuera a hablar y entonces empezó a llorar sin parar. “Oh, Dios mío ―pensó Ernesto―, esta vez si que la he pegado”. Se levantó y se dirigió hacia ella haciendo un desganado intento de calmarla. Miró a su alrededor, sintiéndose desamparado y lamentando haber llamado a esa puerta antes que a otras. Ahora no podía hacer otra cosa que esperar a que ella se recuperase.

—Lo siento, Sr. Weinraub —dijo ella, sollozando—. No sé, pero estoy tan asustada… Nunca he sido fusiblera antes. Acabo de salir de la escuela, ya sabe. He estado aquí poco tiempo y todo iba encaminado lo más bien, y luego esta noche el representante…

Empezó a llorar ruidosamente otra vez. Ernesto volvió a su asiento.

—Está bien —dijo él—. Comprendo. Parece que llegué en mal momento. Mire, nunca supe su nombre.

—Vaurigny —dijo ella en voz baja—. Brenda Vaurigny. —Se recompuso y aspiró con fuerza—. ¿Cómo puede usted preocuparse por ese viejo? El mundo entero llega a su fin…

De pronto, Ernesto se impacientó. No quiso prolongar la discusión con esa simple y estúpida muchacha.

—Eso no ocurrirá todavía hasta dentro de muchos años. Nadie ha dicho nada seguro sobre eso. Creo que la gente está presa de pánico sin motivo. Cuando yo era chico estábamos acostumbrados a recibir alertas de tornados a cada rato. Me acuerdo que me escondía en un rincón del sótano. Siempre quise ver un tornado, pero nunca hubo uno. En dieciocho años nunca tuvimos un solo tornado, pero tuvimos en cambio tantos alertas que nos hicimos cuartitos de recreo en los rincones donde nos escondíamos cuando había una alarma.

—Esto es muy diferente —dijo ella—. Lo de ahora no tiene nada que ver con eso. ¿Cuántas veces el representante ha anunciado el fin del mundo?

—¿Qué es lo que espera? —preguntó Ernesto—. ¿Qué todos nos volvamos locos? La única manera como podemos superar esto es si no perdemos la sensatez. Mire a mi mujer, está ahí arriba, volviéndose histérica. Mejor para mí si en los próximos días todos se la pasan chillando y haciendo escándalo; de esa manera será mucho más fácil salvar mi propio pescuezo.

—Pero… ¿y el Sr. Vladieki? ¿Quién cuidará de él?

—Judy Garland, supongo. Quiero decir… el representante dijo que doscientos cuarenta y nueve personas de cada doscientos cincuenta van a ser dejadas fuera de los refugios cuando llegue la hora. Tal como lo veo yo… y esto puede parecer feroz, es que con las probabilidades de doscientos cincuenta a uno en contra, no puede uno darse el lujo de ser cortés. Me imagino a cualquier pobre diablo ante la puerta del refugio, dejando pasar, cortésmente, a alguna muchacha y mientras ella ocupa el último lugar disponible, él queda fuera, condenado a muerte, pero con una sensación de superioridad moral.

—Usted no puede decidir qué personas deberán morir. Usted no puede decir que el señor Vladieki debe morir y que, en cambio, usted tiene que salvarse.

Ernesto sonrió.

—Muéstreme dónde dice que no puedo decir eso. De todos modos, yo no digo que el señor Vladieki deba morir. Es él quien lo dice, y ¿por qué no voy a poder decir que yo debo salvarme? ¿No piensa usted que debe salvarse?

Ella se pasó la mano por los cabellos enmarañados.

—No, nunca pensé que yo deba salvarme. Por supuesto que lo quiero, pero los representantes tienen razón en dejarlo librado al azar.

—No hay tanto azar como parece —dijo Ernesto—. Las personas que vayan a parar a los refugios serán aquellas que se las arreglaron para conseguir un cospel. De una manera u otra, lo consiguieron. Todos ellos serán sobrevivientes ejemplares, aun cuando algunos de los métodos empleados puedan no haber sido muy legales, pero en el mundo adonde vamos a ir a dar deberemos reestructurar nuestra manera de pensar.

—Estoy muy asustada —dijo ella—, estoy realmente asustada.

—Es lógico eso. Es de suponer que usted debe estarlo, pero debe a la vez superar todo eso. Piense cuánto más fácil le será todo entonces. Mañana tendrá así una tremenda ventaja sobre todos los demás. Eso es lo que yo estoy tratando de conseguir. Quiero permanecer sereno.

—Pero no puede —dijo Brenda.

—Ya veremos —dijo él.

Ella se levantó y empezó a pasearse por el deptomodu, moviendo nerviosamente unas cosas y otras, enderezando los cuadros colgados en las paredes. Mientras caminaba, hacía gestos y ademanes, y sacudía la cabeza, como si exteriorizara con ello algún secreto monólogo interior, aunque no pronunciaba palabra. Ernesto se replegó en su asiento, observándola. Verla a ella, una fusiblera, en tal estado de ansiedad, le hizo abrigar esperanzas de que la pugna para conseguir los cospeles no se convertiría en una gresca tal como la había imaginado.

Se sintió triste, por supuesto, un poco apesadumbrado por la cantidad de personas que iban a quedar abandonadas sin defensa, a la hora del desastre. Eso era algo que ningún sobreviviente podría olvidar por el resto de sus días, pero era también una razón insensata para dejar de procurarse el cospel; si Ernesto no lo conseguía sería porque otro se le adelantó. No había tiempo para consideraciones éticas.

—Bueno, dígame —habló él—. ¿Qué tal es eso de ser fusiblera?

Brenda se detuvo y se giró.

—¿Qué me quiere decir? —preguntó.

—No sé, sólo quería saber qué tal es eso de oír todo el tiempo los problemas, enterarse de los chismes, tener que aguantar a todos esos estúpidos hijos de mala madre.

—¡Por amor de Dios, ya no vamos a tener más fusibleros! ¿Qué más da?

—No piense más en eso —dijo Ernesto, tranquilo—. Siempre habrá gente como Vladieki, pero usted tiene razón: ya no habrá más fusibleros. Cada uno de nosotros tendrá que volver a encargarse de todas esas tonterías. No había pensado en eso antes. Maldición, es como volver a la Edad de Piedra…

—En una situación como esa ya no habrá sitio para mí —dijo Brenda.

—Ya lo tendrá; no está menos preparada para eso que el resto de nosotros; incluso está mejor, porque ya se ha acostumbrado a resolver pequeños problemas, detalles, tareas necesarias que el resto de nosotros ignora.

—¿De qué me valdrá eso para conseguir un cospel?

Casi empezaba a ponerse histérica de nuevo. Ernesto se acercó con la esperanza de evitar otro episodio de llantos. Tocó sus cabellos cortos y duros. Ella lo miró, interrogante; empezó a decir algo pero se contuvo. Él sonrió.

—Tiene que aprender a dejar de preocuparse —le dijo—. Usted es una mujer muy inteligente. —Su propia falta de sinceridad le chocaba. No se había dado cuenta de lo frustrado que se sentía.

—Eso no valdrá mucho mañana. No voy a influir sobre nadie lo bastante para conseguir un cospel. Necesito ser cruel. Tengo que aprender a mentir y a hacer trampas. Necesito llegar rápidamente a eso, o moriré junto con todos los demás. Esa es la única manera como uno puede ganar. Esa es la realidad de este mundo, sólo que… ¡tardamos tanto en descubrirla!

—Todo irá bien, Brenda, si consigue que alguien la ayude. Quiero decir, alguien en quien pueda confiar. Cuando usted se canse, él podrá continuar. Debería pedirle a su novio. ¿Se da cuenta de lo que quiero decir? Sea inteligente. Resuelva esto como si fuera un problema de la escuela. Usted tiene novio, ¿no?

Ella cerró los ojos. Una pequeña lágrima resbaló de las pestañas, haciendo un surco angosto y brillante el costado de la nariz regordeta. Ernesto sonrió; la rodeó con sus brazos, mientras pronunciaba ronroneos consoladores. Ella se asió a él con fuerza, en el colmo del miedo. Cuando se aflojó un poco, él la besó. Ella se apretó contra él; Ernesto quedo acobardado ante la cruda reacción de ella.

ÍNTERIN C
Puede resultar muy difícil vivir en medio de un pueblo conquistado. Para Ernst Weinraub, solitario en Nueva York, fue una experiencia esclarecedora. Sabía poco de inglés. No sabía nada acerca del modo de ser norteamericano; lo poco que había barruntado de los rumores y chismeríos populares en Jermania resultaron no ser más que torpes exageraciones. Pronto aprendió a decir frankfurter y hamburger, palabras cargadas de divertido sarcasmo; las comidas preparadas con ellas, de ningún modo se asemejaban a nada que pudiera encontrarse en las ciudades homónimas.

Durante muchas semanas se sintió desalentado por la actitud arrogante de los habitantes de Nueva York. Después de todo, él era un representante de la victoriosa nación jermana, aunque odiaba a su propio gobierno más que los mismos norteamericanos; pero su misión en pro del establecimiento del Comunismo Internacional era demasiado reservada para que pudiera compartir su secreto ni siquiera con una sola persona; recordó que aquí era todavía el enemigo y que no podría encontrar ningún amigo.

Para confundirse entre la gente de la ciudad, poco después de desembarcar a medianoche en las costas de los Estados Unidos Weinraub se despojó de casi todas sus pertenencias. Varios días vagó por las sucias calles de Nueva York, con sus documentos falsificados como protección frente a las autoridades jermanas recién instaladas. De todos modos, no fue interrogado; su evidente nacionalidad jermana le sirvió a pesar suyo, y se sintió agradecido, pues no deseaba utilizar todavía su cuenta bancaria.

Se convirtió en un falso vagabundo. Las ropas y efectos personales que le sobraban se los dejó a un viejo de grandes patillas, que encontró tirado y semiinconsciente en una sórdida callejuela. El viejo babeaba y murmuraba frases ininteligibles. Weinraub simplemente le hizo un saludo y se alejó, libre de trabas, independiente ―en cierto sentido― y curioso.

Antes de alquilar de inmediato un departamento ―y de tal modo, tener que hacer registrar su nombre con las Autoridades Jermanas de Ocupación de Ostamerika para Alojamiento y Bienestar Público―, Weinraub resolvió mudarse de una económica casa de pensión a otra similar, para poder así observar los estratos inferiores de la sociedad norteamericana, es decir, las clases sociales que el Partido Comunista debía movilizar si la revolución mundial tenía esperanzas de éxito. Las órdenes recibidas establecían con claridad que no debía ponerse en contacto con su superior en América antes del 19 de enero de 1920. Debía familiarizarse con su nueva patria hasta esa fecha. Sabía que su decisión de prescindir de los lujos que podían proporcionarle los fondos del Partido sería vista con simpatía.

Un día, Weinraub paseaba sin rumbo fijo por Greenwich Village. Le gustaba el barrio; sabía que era un centro de atracción para los artistas y los escritores de la ciudad, y también para los estudiantes. Los primeros, en su decadencia bohemia, podrían eventualmente presentar un problema de disciplina para el Partido aunque, por el momento, su cándido entusiasmo favorecía los planes clandestinos de los agentes comunistas. Los estudiantes, por supuesto, estaban todavía empapados de juvenil idealismo, pero eso mismo se prestaba perfectamente para la diseminación de los preceptos del Partido. Se podía confiar en los adolescentes algo crecidos de Ostamerika, que ofrecían las energías de su impericia política en beneficio de una fraternidad internacional de trabajadores e intelectuales.

Estos pensamientos reconfortaban a Weinraub, aun cuando los objetivos de sus meditaciones lo eludían en las aceras. Desde hacía varias semanas tenía puesto el mismo sucio traje. Necesitaba urgentemente bañarse y afeitarse; sus cabellos estaban grasientos y habían crecido hasta cubrirle las orejas. Tenía el mismo aspecto que muchos miserables de las calles de Nueva York, una apariencia que le permitió una notable libertad para observar las variadas clases de ciudadanos americanos.

Esta mañana particular en el Village, Weinraub se encaminaba a través de la ciudad después de una noche desagradable en un inmundo hotelucho del bajo East Side. Mientras paseaba por Waverley Place vio a una mujer de edad dar un traspié. Ella venía caminando hacia él cuando, de pronto, tropezó y cayó. Quedó tendida en el suelo, las piernas inmóviles dobladas sobre la acera en ángulos desmañados, la cabeza y la parte superior del torso, cruzando el cordón, sobre la calle. Las parduzcas aguas que corrían por la cuneta formaron un amplio charco cuando fueron obstruidas por el pecho y la cara de la mujer; luego corrieron velozmente por los cabellos y un brazo extendido, para continuar camino hacia la alcantarilla. La mujer caída no se movió.

Weinraub, asustado, se arrodilló junto a ella sin saber qué hacer. La cara de la mujer tenía manchas rojas; los ojos abiertos, la mirada fija, la boca contraída con expresión forzada y algo desviada. Le levantó una mano: la piel estaba seca y envejecida. La idea de que la vieja pudiera haber muerto inquietó a Weinraub, y rápidamente le soltó el brazo. Éste cayó flácido, haciendo un chasquido cuando golpeó el pavimento.

A todo esto, varios peatones se habían congregado allí. Un hombre se arrodilló junto al cuerpo y preguntó algo a Weinraub, pero el joven jermano no entendió. El hombre le dirigió una mirada recelosa y acercó la mano al bolso de la mujer. Otro hombre corrió por la calle llamando a la policía. Weinraub, un poco turbado, se puso de pie lentamente. Deseaba saber si se vería envuelto en algún lío. ¿Podría ser considerado de algún modo responsable? ¿Había algo que debió haber hecho por la vieja? Quizá todo hacía suponer que había intentado robarle. Como no entendía el inglés, no sabía si había otros testigos. Antes de que pudiera alejarse del pequeño gentío, arribó un policía. Una vez más, Weinraub no podía entender las preguntas.

—¿Ist sie gestorben? —preguntó él, a su vez.

El policía sacudió la cabeza sin comprenderle. Poco después, una ambulancia se detuvo a escasos metros del cuerpo de la mujer. El policía ordenó que todos se alejaran. Weinraub aprovechó, agradecido, la oportunidad para escabullirse de la escena. Era la primera vez que veía a un muerto.



El incidente dio mucho que pensar a Weinraub. Sabía que algunas veces su propio idealismo, su propio carácter, eran un obstáculo para sus objetivos. Debía ser capaz de cumplir con todo lo que el Partido le exigiera, en cualquier ocasión, sin tener en cuenta sus propios impulsos morales o estéticos. Sin duda, el pueblo de Ostamerika no era demasiado diferente de su propio pueblo de Frachtdorf. Este descubrimiento, ingenuo al parecer, le causó no poca inquietud. Había atravesado el océano completamente convencido de encontrar un país de habitantes extravagantes y bárbaros, entre los cuales iba a poder realizar su labor subversiva sin prestar mayor atención a la índole propia del país, ya como estado político o como masa de individuos. Al vivir entre ellos, sin embargo, se daba cuenta de que sólo eran gente común y que, de ningún modo, podían ser descartados con abstracciones retóricas. No cabía duda de que el Partido, con buen criterio, le había ordenado no establecer contacto con sus superiores antes de tiempo, precisamente por esas razones; se daba por sentado que debía recorrer las calles de Nueva York y de ese modo saber si iba a poder o no llevar a cabo la misión encomendada.

La misma benevolencia del pueblo americano lo decidió. En vez de emprender la huida de vuelta a Jermania, desilusionado y desanimado, resolvió cumplir con el plan del Partido. Le gustaban mucho los americanos. Tenía que ayudarlos a encontrar su propia salvación.

Pasó la primavera, y luego el verano. Weinraub decidió que estaba llegando la hora de restablecer su verdadera identidad. Se dirigió al Ostamerikanische Bank Deutschlands, se identificó ante un empleado algo escéptico y retiró suficiente dinero para poder establecerse. Primero fue a una peluquería y se hizo acicalar en el estilo tradicional de la época. Luego adquirió dos buenos trajes y otros efectos personales necesarios. En la sastrería, el vendedor recibió a regañadientes la maloliente ropa usada de Weinraub, arrojándola al tacho de basura en la acera como si estuviera infectada. Ahora Weinraub parecía y se sentía como un respetable miembro de la colectividad jermana. Usando su influencia, real y sobreentendida, pronto encontró un excelente departamento por un alquiler sumamente módico. En otra visita a su banco, pudo conseguir un satisfactorio empleo provisional, poniéndose a trabajar como dactilógrafo civil para el cuerpo administrativo de las fuerzas militares jermanas de Ostamerika.

En esos pocos meses, Weinraub aprendió suficiente inglés como para hacerse entender en las situaciones cotidianas más comunes. Estudió las costumbres y el carácter de los americanos y, en general, le parecieron seductores. La pueril preocupación existente por las diversiones —libros, comedias, cine, deportes— le resultaba totalmente extraña dada su porpia y bastante estricta educación, pero, a la vez, muy atrayente.

Descubrió que de todas las influencias exóticas que sufrió en Nueva York, nada lo deleitaba más que el juego típicamente americano del béisbol. Ofrecía éste un deleite —un ritmo enérgico y dramático, pero a la vez, mesurado y calmo— completamente distinto al del fútbol europeo. Weinraub se pasó varias tardes de los sábados y domingos observando los partidos de los New York Yankees. Poco a poco aprendió las reglas del juego a través de la observación. Se maravillaba del exquisito dominio de los lanzadores, de la habilidad y astucia de los bateadores, los sorprendentes reflejos de los receptores. Con el calor del sol, el azul del cielo en lo alto, el césped de un verde perfecto y los escasos y pausados movimientos de los jugadores en el campo de juego, Weinraub se sintió muy cercano al espíritu de la nación que había venido a estudiar.

No pudo menos que hacer algunos amigos, tanto en su nuevo empleo como en el barrio donde vivía; pero siempre tenía cuidado de no comprometerse demasiado con nadie. Sabía que las órdenes que llevaba podían causarle futuros contratiempos y, por lo tanto, siempre era posible que alguien a quien llegara a conocer por casualidad, se convirtiera en un peligroso enemigo de su labor y de la del Partido. Por esas razones, Weinraub era cauteloso en sus actividades públicas y en sus asuntos privados. No se afilió a ninguna agrupación política, ni a los grupos de servicio de la comunidad local; tampoco se adhirió a ninguna congregación religiosa —algo a lo que, como leal comunista, había renunciado hacía años— que pudiera resultar llamativa.

No obstante, había unas pocas personas de cuya compañía gozaba con frecuencia. En la oficina de Weinraub había una joven secretaria con la cual había salido varias veces; en una ocasión vieron la película “Allá arriba en el cuarto de Mabel” ―de la que Weinraub entendió poco, pues su inglés no era lo suficientemente bueno para seguir el agudo diálogo de la farsa; pero el tema era fácil, y ambos la gozaron a pesar de los problemas de lenguaje―; otra vez fueron a un concierto de la Asociación de Música de Cámara de Colonia, que los aburrió a los dos, y también a varias conferencias patrocinadas por el Centro Mutual de Cultura Jermano-Americano, de donde se escaparon durante el intervalo. Después de un tiempo, Weinraub encontró a otro jermano expatriado tan entusiasta por el béisbol como él; ambos jóvenes asistieron religiosamente a todos los partidos restantes de la temporada de los Yankees.

Después que finalizó el campeonato, la vida de Weinraub y aun los mismos días adquirieron una tonalidad sombría. Faltaban todavía meses para que pudiera emprender sus actividades reales. Empezó a sentirse inútil y abandonado: viviendo en un ambiente extraño, solitario, desorientado y olvidado. Llegó el otoño, frío y lluvioso, y por primera vez sufrió accesos de auténtica tristeza. Recordaba qué hermoso era octubre en Gelnhausen y los elevados edificios de Nueva York empezaban a perder su fascinación, convirtiéndose en meros testimonios sucios de su aislamiento. El periódico recientemente fundado, el Daily News de Nueva York, informaba que los Yankees habían adquirido el pase de Babe Ruth, joven estrella del Boston Red Soxs. Esta noticia hizo emocionar un poco a Weinraub, hasta que recordó cuánto pasaría antes de poder ver a ese famoso atleta con el uniforme de Nueva York; sólo los jefes del Partido podían decir dónde estaría Weinraub para ese entonces.



El 19 de enero de 1920 amaneció gris y frío. Weinraub se despertó sintiendo los efectos de un prolongado ataque de ansiedad. Al fin se enteraría lo que el Partido esperaba de él. Su período de adaptación había terminado, estuviera él preparado o no. Sentía que había asimilado adecuadamente mucho de lo que ofrecía la actitud americana. Sabía que comprendía al pueblo de ese país, orgulloso aunque derrotado, mucho mejor que los teóricos políticos del estado mayor colonial jermano. Ya era hora de ser útil a su Partido, y a través de él, a todos los pueblos oprimidos del mundo. Ese parecía un cometido mayor que el que podría ser capaz de cumplir, por lo menos esta mañana.

El viaje a la central del Partido en Nueva York fue desagradable. El tiempo era malo: un día húmedo y frío, que arruinaba muchos de los festejos de Año Nuevo. Llegó a la oficina de Herr Elsenbach deprimido y preocupado.

Su jefe operativo lo saludó ásperamente.

—Haga el favor de sentarse —dijo Elsenbach después de estrechar la mano de Weinraub—. Tenemos que conocernos mejor, ¿no? ¿Ha llegado de Jermania hace poco?

—Sí señor, de Frachtdorf, cerca de Gelnhausen, hace ya varios meses.

—Bien, ¿y allí trabajaba para el Partido?

—Sí, era líder de la Juventud en una célula clandestina.

—Muy bien. Herr Schneck habló de usted muy elogiosamente. Yo espero mucho de usted. El Partido espera más aún.

Weinraub sólo sonrió y clavó los ojos más allá del hombro de Elsenbach, hacia la ventana que dominaba el gran parque. Por un momento hubo silencio en la habitación; luego Elsenbach se puso de pie detrás del escritorio y se dirigió hacia un gran mapa que había sobre la pared.

—Bueno —dijo—, comencemos. Escuche bien. Quizá sean estas todas las instrucciones y el adoctrinamiento que usted puede esperar.

»Aquí tenemos a Jermania. Después de que terminó la guerra, y ratificados los términos del tratado de paz, nuestros límites se extendieron de este modo, la línea roja aquí. Nuestros ejércitos, como usted recordará, estaban agotados. En todos los frentes habían sido obligados a retroceder hasta dentro de los límites de la misma Jermania, excepto las divisiones del general von der Goltz, en estas zonas del Báltico. Ebert y sus secuaces republicanos temían a Rusia, pero más aún temían la muy real posibilidad de que una arrasadora oleada bolchevique proveniente de Rusia sedujera a la debilitada Jermania.

—Eso pudo muy bien haber ocurrido —dijo Weinraub—, con un poco de suerte.

Elsenbach se detuvo un momento, molesto por la interrupción.

—Por supuesto —dijo, por último—. Bien, Rusia exigió que von der Goltz se retirara de su territorio. Rusia se daba cuenta de que estaba organizando una fuerza de colonos jermanos en el Báltico con ciertos generales rusos anticomunistas, para derribar el nuevo régimen soviético. Este ejército revolucionario, respaldado extraoficialmente por el gobierno jermano, intentaba restaurar el gobierno imperial zarista. Berlín percibía que von der Goltz era un paragolpes efectivo entre Jermania y los bolcheviques, y podría detener la amenaza comunista hasta que Jermania se recuperara política y económicamente. Por eso no fue relevado por algún tiempo.

»Nosotros en el Partido creíamos que von der Goltz no era en realidad un peligro serio para el gobierno comunista de Rusia. ¿Cómo iba a poder él lo que no pudo Napoleón y todos sus ejércitos? Percibimos que, en realidad, él construía un puente entre Rusia y Jermania, que aunque originalmente planeado para la ruina del comunismo en ambas naciones, toda la maquinaria que había organizado podía ser remozada después de su destitución para ser utilizada en beneficio del Partido. Rusia tuvo dos revoluciones: una en febrero para deponer al zar y luego, en octubre, la victoria final del Partido. Nuestra revolución de “febrero” ya había ocurrido cuando el Kaiser fue obligado a abdicar; pero, sea como fuere, perdimos nuestra oportunidad. El golpe final nunca se hizo y el gobierno democrático se sostuvo lo suficiente en Berlín como para disipar nuestra amenaza y desilusionar a nuestros partidarios.

»Ya no somos una fuerza potencial en Jermania. Nuevamente estamos en la clandestinidad.

—Esa es la única vía que comprendo —dijo Weinraub.

Elsenbach lo miró atentamente.

—Esa no es necesariamente una recomendación positiva. ¿Por qué hace usted esto? ¿Boicotearía usted a su propia patria?

Weinraub permaneció en silencio por unos segundos.

—Sí —dijo luego.

—A la larga usted sería descubierto, y en ese caso, sólo puede esperar ser ahorcado por traidor.

—Me doy cuenta de ello y lo acepto.

Elsenbach le dio la espalda y a través de la ventana contempló la intensa lluvia que había comenzado a caer.

—Usted es un tonto rematado —le dijo.

CAPÍTULO SEXTO
Había empezado a llover cuando Ernesto salió del edificio. Era alrededor de medianoche; el ardor y la frescura de la mañana se habían trocado en una fría y deprimente llovizna. El cielo parecía estar cerca de las cabezas, mientras la niebla espesa y un tropel de nubes se volcaban sobre Long Island. Había poca gente fuera, todavía.

Le sorprendía la tranquilidad de la noche. Los ómnibus no habían recuperado sus horarios habituales, y había poco tránsito de coches de pasajeros. El acostumbrado desfile de camiones de reparto había sido cancelado por el representante.

“Ojalá ese desastre ocurra pronto ―pensó Ernesto―. Si no, vamos a morirnos aquí esperándolo”.

Caminó a lo largo de la Flatbush Avenue, escuchando el triste sonido de los guijarros y la arena crujiendo bajo sus zapatos. La mayoría de las tienditas y oficinas a lo largo de Flatbush eran ahora edificios quemados, con las fachadas entablonadas, los viejos letreros metálicos colgando flojamente y balanceándose sobre la acera con chirridos intermitentes. Había también unos pocos almacenes, escasos negocios de venta de licores y una curiosa cantidad de agencias de viaje todavía activas, aunque todas ellas habían cerrado temprano en ese día tan especial. Podían haber sido abandonadas también; muy pronto, la Flatbush Avenue podría juntarse con el Foro Romano y los templos de la selva en Camboya, a los que se visita y contempla con una triste nostalgia y a los que se abandona después de una breve parada.

Ernesto no estaba realmente asustado. Por ello se sentía bastante orgulloso de sí mismo. Las calles desiertas hacían evidente que todos los demás estaban en sus casas, asustados, igual que Gretchen, igual que la fusiblera ―Brenda no sé cuánto era su nombre; se preguntó cómo se comportaría ella en circunstancias normales; no estaba tan mal cuando se creía a punto de morir―. Ernesto prestaba ante la situación una cautelosa consideración, quizás una sincera inquietud; pero no llegaba tan lejos como a llamarla miedo. Después de todo, aquí estaba, paseándose, afrontando el mundo, tratando de llegar a buen término con todo. Él no se quedaba acobardado en casa.

¿Sería igual en todo el mundo? Era muy probable que cada representante hubiera dado el mismo discurso, las mismas órdenes ejecutivas y ocasionado la misma respuesta recelosa e impotente. Comenzó a comprender por qué era tan poca la gente como él, que transitaba por las malolientes veredas llenas de montones de basura en busca de la verdadera pista que podría salvarle la vida. Eso se debía a que los demás no tenían suficiente imaginación. Era su propia fantasía creadora la que podría salvarlo.

“Muy bien ―pensó Ernesto―. Para darle a Gretchen el beneficio de la duda, tratemos de resolver qué es, exactamente, lo que le impulsa a actuar del modo en que lo hace. Bien, ella se ve a sí misma muerta. Es razonable estar asustado ante una cosa así. Puedo imaginarme en la misma situación; a todos nos pasa algo parecido desde la infancia. El caso es que ella se ve muerta a corto plazo. Muy bien, lo comprendo y nuevamente, coincido en eso. Puede ser que yo no consiga un cospel, después de todo. Me angustiaré por eso cuando llegue la hora. Pero la diferencia entre ella y yo está en los detalles de lo que imaginamos.

»Gretchen se ve muerta y nada más, yaciendo retorcida sobre el suelo, sin saber siquiera como ocurrirá aquello, y carece de curiosidad. Para ella, lo peor del asunto es que no podrá tener un verdadero y adecuado entierro y no habrá nadie llorando sobre su ataúd. Quizá durante años ha estado esperando eso. Así es como iba a hacerse sentir por todos al fin; y ahora, los representantes le han robado el único momento de su vida en el que iba a conseguir la atención de todos, el instante culminante de su insignificante vida, ahora perdido entre otros diez mil millones que caen muertos de idéntica manera”.

Esa parecía una respuesta mezquina a la situación; pero cuanto más la consideraba, tanto más perfectamente se adecuaba a su mujer. Después de todo, conocía muy bien a Gretchen; conocía sus reacciones bajo tensión. Si ella hubiera tenido una imaginación más activa no habría caído en la impotencia; si ella hubiera visualizado los posibles resultados ―como él mismo, pensaba―, cada uno habría cancelado al otro hasta que no quedara nada que temer, ningún problema real mayor que el que uno afronta diariamente, de todos modos.

Se agachó para recoger un pedazo de ladrillo; era pequeño, áspero, impregnado de barro. Mientras caminaba, lo hizo saltar en las manos un par de veces. Hizo un ademán ―un lanzamiento del béisbol― como si intentara arrojar el ladrillo a la ventana de la fachada de un comercio. La ventana estaba protegida por una reja metálica pero, de cualquier modo, no pretendía hacerla pedazos.

Vio un auto abandonado sobre la acera; sus cuatro ruedas habían desaparecido y las puertas colgaban abiertas. Tenía toda la apariencia de haber sido violentado: presentaba un aspecto muy particular y desagradable. Ernesto recordó a la fusiblera. El parabrisas y las ventanillas traseras estaban hechos añicos. Le habría gustado arrojar algo a través de ellas.

Se paró bajo un alto farol de alumbrado. La mayoría de los viejos globos amarillos sobre Flatbush estaban apagados desde hacía mucho, pero unos pocos todavía iluminaban el barrio con una luz mortecina y desagradable. Clavó los ojos hacia la vacilante lámpara. Sopesó el ladrillo con la mano, calculó la trayectoria conveniente, retrocedió unos pasos y lo arrojó. El ladrillo surcó el aire muy por encima del blanco y aterrizó a varios metros de distancia. Hizo una mueca y escupió. Recuperó el ladrillo, o uno parecido, y volvió a arrojarlo. Nuevamente erró el tiro.

—Muy bien, usted —gritó una voz desde el otro lado de !a calle—. Venga para acá.

Ernesto se dio vuelta, sorprendido. Un agente de policía le gritaba desde un patrullero. Se encogió de hombros y obedeció.

—Parece —dijo el policía— que usted estaba arrojando piedras a esa lámpara, ¿no es así?

Ernesto estaba sorprendentemente tranquilo; en situaciones parecidas, por lo general, se sentía aturdido y como soñando, nerviosamente alejado de la realidad amenazante.

—Sí —dijo—. Es cierto, pero no acerté ni una vez.

—No —dijo el agente lentamente—, pero eso no hace al caso, ¿sabe?

—Lo sé. Incluso puede llevarme por intento de romper luces o algo por el estilo, pero esta noche no debería meterme en la cárcel.

El segundo policía se inclinó en el asiento. Era joven y a Ernesto le pareció que tenía cara de loco.

—¿Ah, sí? Y ¿por qué no deberíamos? —preguntó.

—El representante —dijo Ernesto—. Usted oyó el anuncio, ¿no es cierto? —El primer policía asintió—. Me gustaría saber si ustedes van a conseguir un trato especial. ¿Les van a deslizar distraídamente cospeles gratis en los bolsillos a héroes como ustedes?

—Que yo sepa, no —dijo el primer policía, con tranquilidad.

—Quiero saber por qué no le rompemos el culo de una vez a este tipo —dijo el segundo agente.

Ernesto se sonrió.

—Ya me lo figuré antes, mientras iba caminando. Vea, usted me mete adentro y me hace el sumario, luego tiene que custodiarme toda la noche, ¿no? Pero a la mañana siguiente todos andarán a los manotones para conseguir cospeles, menos yo, que estaré encerrado, así que no conseguiré ninguno, y cuando llegue el gran estallido, moriré chillando y agarrándome la garganta. Y luego, cuando usted salga del refugio y los pájaros canten de nuevo y el arco iris aparezca a través de las nubes, lo irán a buscar por crueldad y abuso de autoridad. Así que no puede meterme adentro.

—De todos modos no me preocuparía —dijo el primer policía.

—Yo sí —dijo su compañero.

—Eso es asunto tuyo —dijo el primer hombre. Hizo con la cabeza una señal de despedida a Ernesto—. Buena suerte —dijo—. Lo veré adentro, tal vez.

Luego el coche se alejó lentamente.

“En ese caso ―dijo para sí Ernesto―, tendré que cuidarme yo mismo, esta noche. De pronto nos vemos enfrentados con problemas de honda significación moral. De pronto nos encontramos mirando la cara de la muerte y de las tinieblas, y no se puede esperar que la gente duerma tranquila después de eso. Esta noche deberían arrojarse un montón de ladrillos y debería haber un montón de policías con las pistolas sin seguro”.

Estaba haciendo más frío; la niebla baja ocultaba la trémula silueta de Manhattan. Ernesto metió las manos en los bolsillos mientras caminaba encorvado contra el viento borrascoso. Apartó a puntapiés de su camino trozos de ladrillos y botellas rotas, imaginando que el ruido que hacían al romperse era como si hiciera añicos el parabrisas de un auto de la policía o la gran ventana de la oficina del frente de la fábrica de Jennings. Se rió, pensando en lo que el pobre y viejo Jennings estaría haciendo ahora, con su magro imperio no sólo disminuido por los acontecimientos, sino simplemente inútil.



—Sólo es un viejo indefenso —había dicho Sokol cierta vez—. Nada puede remediar siendo el vértice de una considerable pirámide industrial. Nadie puede elegir a sus propios padres, usted sabe, y su familia tiene mucho dinero, eso es todo. Una vez que uno consigue cierta cantidad de dinero en este mundo, resulta casi imposible no conseguir más aún.

Sokol había sonreído y Ernesto rió escépticamente:

—Jennings, el rey de los voltímetros —había dicho—. Jennings, el rey de los alimentos para desayuno. Jennings, el rey de las tostadoras metálicas. Sólo Dios sabe qué otras cosas hace.

—¿Jennings? —dijo Sokol, sorprendido—. Usted debería de saberlo mejor. No hace nada. Dudo si ha hecho algo siquiera en los últimos cincuenta años. Incluidas las funciones normales del cuerpo, también. Usted nunca habrá visto una cara más agria en toda su vida. Pero ha hecho dinero.

—Sí —dijo Ernesto—, ha hecho dinero.

Los dos hombres quedaron en silencio pocos segundos, esperando que las agujas del reloj registrador marcaran la hora de salida, para poder perforar las tarjetas correspondientes.

—¿No le parece a usted que alguien con todo ese dinero debería hacer algo con él? —preguntó Ernesto—. Digamos, hacer parques o algo así…

—¿Dónde va a hacer un parque? Tirando abajo algunos edificios de departamentos, ¿eh? Así podríamos pavimentar Brooklyn de cabo a rabo y hacer allí una playa de estacionamiento para Manhattan.

—Eso no es lo que yo quería decir, pedazo de vivo. Bueno, olvidemos el parque; pero los ricachos acostumbran a hacer donaciones en beneficio público. Así consiguen que bibliotecas y otras cosas lleven su nombre.

Sokol asintió con la cabeza.

—Muy bien, Weinraub, político infantil, déjeme que le explique por qué ya no regalan más sus millones: porque no les lleva a ninguna parte. Nunca hubo mucha gente que donara su fortuna por amor a la humanidad. No hemos cambiado tanto. Sólo que los tipos como nosotros, los de la clase trabajadora éramos manipulados por los magnates de la industria en el rubro de pérdidas para descuento impositivo; pero los representantes, en su omnipotente misterio, les han quitado a los ricos esa clase de ventaja.

—Los representantes se quedan con todo. Por lo menos, se quedan con todo lo mío.

—También con lo mío —dijo Sokol—, y con lo de Jennings. No hay ya ninguna forma de que alguien pueda anotarse un tanto. Ni las grandes empresas, ni las fuerzas laborales y siquiera los militares. Los representantes nos han igualado a todos.

—¡Fenómeno! —dijo Ernesto—. Vámonos a casa.



Ahora bien, horas después de que el representante apareciera en la televisión para anunciar solamente que lamentaba la inminente aniquilación, Ernesto deseó haber escuchado a Sokol. Durante meses, el capataz había tratado de enseñarle cómo eran las cosas, cómo los representantes manejaban todo hasta el nivel más ínfimo, hasta el punto de que alguien tan insignificante como Sokol no tenía siquiera la menor posibilidad de iniciativa.

Norteamérica se había convertido en una nación de reiterativos; el mundo, la población entera de los continentes carecía básicamente de sentido. En un modo más cínico, Ernesto opinaba que la humanidad siempre había carecido de sentido; todo lo que los representantes hicieron no fue más que poner eso en evidencia de una manera más eficaz. Hoy todos derrochaban su tiempo y sus recursos en los mismos fines; sólo los representantes y sus anónimos asociados tomaban decisiones y resolvían todo, y sólo ellos se repartían la recompensa.

—Tal vez Sokol tenía razón, después de todo —se dijo Ernesto.

Caminó de vuelta hacia su deptomodu. Se estaba haciendo tarde. No habría podido decir que se sentía particularmente preocupado, si bien es cierto que era poco objetivo con respecto a sus propios estados de ánimo; sabía que iba a tener que dormir bien esa noche. Por la mañana habría una verdadera batalla. No podía permitirse empezar con retraso; todo podría estar terminado a la media hora de abrirse los puestos expendedores de cospeles.

—Tal vez Sokol tuviera razón, después de todo —se repitió—. Tal vez no somos más que juguetes en manos de los representantes. Ni aún el rico viejo de Jennings podría ahora comprarse un cospel. Eso me gusta. Tal vez Sokol tuviera razón.

Un brillante letrero de neón atrajo su atención: Bar's Mike and Grill. Se detuvo y miró dentro. Mike estaba detrás del mostrador y Suzy se apoyaba en el extremo más cercano. El lugar estaba pobremente iluminado, pero pudo distinguir un par de parroquianos sentados en los taburetes. La escena lo alegró de inmediato. Era reconfortante comprobar que, sin importar qué clase de catástrofe amenazara, había algo invencible en el espíritu humano y en la necesidad de cerveza.

De un empujón abrió la puerta y entró.

—Hola, Mike —dijo.

—Que tal, Ernie —dijo el barman—. Me alegro de verte. Ven, agrégate al velorio.

—Hola, Ernie —dijo un viejo bigotudo, muy borracho, muy andrajoso.

—Hola, Águila —dijo Ernesto. Se sentó en un banquito junto al viejo.

—Ah, el vino, ese es tu problema —dijo Águila. Era el permanente juego de palabras que hacía con el apellido de Ernesto[6], que se rió brevemente, con deferencia—. Estamos formando un equipo.

—Su idea es que mañana todos cinchemos juntos; de esa manera tendríamos mayores posibilidades —dijo el barman.

—Y todos podríamos usar la camiseta de bowling del Bar's Mike and Grill también —dijo uno de los otros clientes—. Cada vez que no consigamos un cospel, apostamos un cuarto de dólar y al terminar el día, podríamos darnos un banquete como premio.

—Muy gracioso —dijo Águila, agriamente—. Hay algunos que todavía piensan que todo esto no es más que una artimaña publicitaria o algo por el estilo.

—Oí decir que en los refugios van a verificar el aliento de los que entraron —dijo el mismo parroquiano—. No quieren borrachines ahí dentro.

—Está bien, Moran, basta ya —dijo Mike. Luego se volvió a Ernesto—. Bien, ¿cómo te va esta noche? ¿Tomas algo para levantarte el ánimo? Apostaría a que Gretchen te hizo una escena.

—No sabes —dijo Ernesto—. Déjame primero tomar una cerveza, ¿de acuerdo? Y dame cambio, quiero llamar a mi padre.

Tomó la cerveza y las monedas y se dirigió al teléfono público del fondo del salón. Notó que Suzy lo seguía. Introdujo una moneda de veinticinco centavos en el teléfono y marcó el número de su padre. Un operador lo interrumpió y le exigió otros setenta y cinco centavos. Puso en la ranura el resto del dólar y esperó. Oyó una serie de ruidos de estática, algunas voces lejanas que mantenían sus propias conversaciones ansiosas y después una ronca señal de ocupado.

—Lo lamento —dijo una débil voz femenina—, pero todas las líneas de larga distancia están ocupadas. Por favor, cuelgue y pruebe más tarde. Esto es una grabación. Dos uno dos cuatro tres. Lo lamento, pero todas…

—Oh, maldición —dijo Ernesto—, ésa no lamenta nada.

—¿Quién no lamenta? —preguntó Suzy.

—Olvídalo. Deja que te invite con una copa.

Ella sonrió; la relación entre ambos había perdido su fundamento histórico y comercial, pero todavía seguían la rutina. Tal vez no podían dejar de hacerlo, metidos como estaban en tareas que no les dejaban tiempo para desplegar otras alternativas. Sin duda, en el mundo no había lugar para coperas sin ambición; por lo menos, no desde esa tarde.

Ernesto se dio cuenta de pronto por qué Mike le había dado la cerveza sin cobrársela: el barman suponía que el banco iba a estar cerrado por la mañana, por decirlo con un eufemismo. Sin embargo, la compañía telefónica todavía cobraba sus tarifas. Eso era un signo de confianza que le pareció particularmente desagradable, más aún que el humor negro y la ironía de los moradores del bar.

—No debes hacer eso —dijo Suzy—. Quizá nunca puedas volver a pagarme una copa.

—Espero que podré —dijo Ernesto—. Tengo la intención de salir indemne de todo esto, y tú también querrás lo mismo. Una persona de tu talento será valiosa después de que todo haya terminado. Preferiría tenerte cerca antes que a los seis mejores dentistas del mundo.

Ella se rió.

Volvieron a los taburetes y se sentaron. Águila refunfuñó algo entre dientes y se dispuso a dormir, apoyando la cabeza sobre una espumosa mancha de cerveza encima del mostrador.

—La realidad es el condimento de la vida —dijo uno de los otros.

Ernesto se consiguió una cerveza gratis para él y otra para Suzy. Mike se unió a ellos. Bebieron y conversaron por un rato.

INTERMEDIO 3
“Un poema ―pensaba Ernst―, necesito un poema. Nada impresiona tanto a los espíritus sin educación como la rima. Es claro que tiene que ser la justamente apropiada, de lo contrario sólo significará la ruina y la humillación. ¡Cómo se reían de mis versos románticos! Qué desalentado me quedaba, abandonado solitario en el balcón ensombrecido, sosteniendo el mísero producto de mi ingenuo talento. El soneto inspirado en el arco de las cejas de ella… Buen Dios, ¿cómo pude haberlo escrito? Desearía poder regresar, retroceder a esos momentos duros, quedarme detrás de un telón y escucharme a mí mismo. Me pregunto si eso me divertiría. No puedo comprender por qué esas princesas insensatas me despacharon tan fácilmente; los payasos no las habrían importunado tanto. Debieron haberme mantenido como un antídoto placentero para la madurez incipiente”.

Sacó una lapicera y empezó a escribir al dorso de una servilleta manchada. Se daba cuenta de que la atmósfera del Fée Blanche no era la más propicia para la producción poética, pero también comprendía que el desconocido receptor de su arte se conmovería más por la realidad del poema que por cualquier raro encantamiento verbal. Con seguridad que ningún amigo de Ieneth sería lo suficientemente entendido como para apreciar otra cosa que las groseras canciones callejeras. En ese caso, todo lo que se necesitaba era una rápida y simple colección de líneas, sin atender a los valores musicales, dispuestas visualmente en una forma poética reconocible.

La tinta de la lapicera estilográfica manchó la servilleta, desparramándose con rapidez, tapando las letras y destruyendo así toda ilación y sentido. Ernst echó maldiciones y estrujando el papel hasta hacerlo una pelota, lo arrojó al suelo.

“Mi vida habría sido muy diferente, Eugenie, si esto hubiera ocurrido cuando te amaba. Si sólo hubiera sabido lo suficiente para mantener cerrada la boca, para expresarme con miradas abstractas y con gestos, de modo que todo eso podría ser repudiado rápidamente como tonterías mundanas… La sabiduría no llega necesariamente con la edad, sólo con el silencio; y ese es el mayor tesoro de todos”.

Puso de nuevo su lapicera en el bolsillo y llamó a monsieur Gargotier.

En el rato que le tomó a Ernst beber dos nuevos boles de la cálida y obscura cerveza árabe, el desfile terminó. El gentío se dispersó, gritando nuevos slogans que Ernst no pudo entender. Los otros clientes acabaron sus bebidas y se fueron; el café quedó de nuevo vacío, exceptuando su único poeta. El sol ya había señalado el mediodía y ahora, más ardiente todavía, se movía hacia abajo en el cielo, lo suficiente para herirle los ojos cuando miraba hacia el oeste, a través de la calle.

“El Oeste”, pensó Ernst, meciéndose impaciente en su silla. ¿Qué absurdas, aburridoras ideas podría pensar sobre aquello, para poder pasar esta hora? Un día tras otro; se hace tan tedioso… Debería empezar a caminar por esta rancia ciudad, por los barrios ricos apiñados aquí, alrededor de esta plaza; por el barrio más populoso, el de los mercaderes; por las inmundas calles pobres, más allá del turbulento y peligroso margen de completo desecho humano, casi sobre los muros, fuera de la puerta occidental y a través de las dunas. ¿Qué pasará entonces? Pues, que moriría en escasas doce horas, quemado por el sol del mediodía, cincelado por las arenas llevadas por el viento, o congelado por el barid, el viento frío de la noche.

“Hacia occidente es hacia el Atlántico, hacia Inglaterra y su corrompida urbanidad. Occidente, la dirección de la muerte, de la decadencia, del fin, y de las deducciones poéticas. En Avalón. Tal vez, si no fuera por Ieneth y sus taimadas e insinuantes risitas, yo desaparecería de esa manera. Empaquetaría la comida para un picnic, tal vez, y me asaría yo mismo del todo sobre una colina de arena. Siempre soñé con una muerte heroica, defendiendo el recurrente honor de Eugenie, o peleando por los estupefacientes favores de Marie. Boqueando, yacería sobre el regazo indicado y ella lloraría; sus lágrimas restaurarían mi mortalidad fugitiva. Entonces yo sonreiría ―como lo harían Eugenie o Marie, a su respectivo turno―, asombrado y gozoso. Una señal que significaría para mí empezar el sueño de nuevo. Otra manera de soportar las horas, aunque demasiado insuficiente para mis necesidades actuales”.

Ernst observaba el reloj en la posada con impaciencia. Los peatones transitaban sus caminos sin rumbo y cada uno era tan sólo un segundo en la esfera amarilla del reloj; pero el tránsito no engañaba a su furiosa expectativa, y era demasiado perezoso para mover suficientemente rápido las rígidas agujas.

Fue mientras Ernst estaba absorto en sus pensamientos, con los ojos clavados en el maldito reloj, perdido en su propio, extraño horror anticipante, que alguien desplazó una silla hacia su mesa para acercarse a él. Ernst alzó los ojos asustados. El desconocido era un polaco alto y delgado llamado Czerny, personaje que había llegado a la ciudad como refugiado político y había hecho fortuna enseñando a los hambrientos habitantes de la ciudad que necesitaban leyes europeas. Ernst había sido presentado a Czerny unas pocas veces, pero ninguno de ambos resultó favorablemente impresionado con el otro.

—Buenas tardes, monsieur Weintraub —dijo Czerny—. Aunque hay una cantidad de mesas desocupadas, he preferido sentarme junto a usted. Espero que disculpará mi conducta algo atrevida.

Ernst desechó la excusa, más interesado en las motivaciones de Czerny. Se hizo cargo, ciertamente, de que el rubio personaje era el fundador del Gaish, el Ejército de Ciudadanos, y su principal sostén financiero. Su aparición después del desfile no era solamente una feliz casualidad.

—Me gustaría hablar con usted un momento, si me lo permite, monsieur Weintraub —dijo Czerny.

—Es Weinraub, sin la “t”. Por supuesto que sí. ¿Desea beber algo?

Czerny esbozó una sonrisa comercial.

—No, gracias. Esta nueva religión mía no me lo permite; pero mire, monsieur Weinraub, desearía saber si se da cuenta de los servicios que podría prestar usted durante el tiempo que permanece ocioso aquí.

Ernst se sintió ligeramente fastidiado. Con seguridad, Czerny quería algo, pero su aire de superioridad no iba a ayudarle a conseguirlo.

—¿A qué servicio se refiere usted, monsieur Czerny? Dudo que yo tenga alguna cosa que usted pueda envidiar.

—Sí, su talento. Como usted sabe, si el Gaish es pequeño en número, es aún menor en recursos. He estado haciendo todo lo que pude para ayudarlo pero, para nuestros propósitos, aun la totalidad de mis ahorros resultarían demasiado escasos.

De un trago, Ernest vació medio bol del licor. Con la mano llamó a monsieur Gargotier.

—¿Cuáles son esos propósitos? —preguntó.

—¡Cómo! Libertad para todos, naturalmente. —Czerny parecía decepcionado de que Ernst hubiera necesitado preguntar—. Distribuimos volantes en todos los desfiles. Seguramente usted los ha visto.

—Sí —dijo Ernst—, pero no los he leído.

—Ah. Bien, entonces. Tal vez, si estuvieran escritos en mejor estilo…

—¿Podría preguntarle quién hace esa tarea ahora?

—Un joven que promete mucho —dijo Czerny con orgullo—: Sandor Courane.

Ernst se inclinó para atrás, levantando del suelo las patas delanteras de su silla.

—Monsieur Czerny —dijo lentamente—, esto es muy interesante, pero muy a mi pesar debo decirle que ha elegido un momento inoportuno para esta entrevista. Esta tarde tengo algo así como un encargo, de modo que…

Ernst asentó de nuevo su silla, sonrió ebriamente y se encogió de hombros. Czerny parecía enojado. Se levantó de su asiento.

—Monsieur Weintraub, volveré más tarde. Creo que es hora de que considere estos asuntos como un deber y un honor. Tal vez esta noche esté más dispuesto a discutir estas cosas. Buenos días, que tenga una tarde… gratificante.

—Weinraub —murmuró Ernst, cuando Czerny se alejaba a grandes trancos por la acera—. Sin la “t”.

Czerny caminó con rapidez por el borde oriental de la plaza, hasta que llegó junto a un auto estacionado. Era uno de los poquísimos automóviles de la ciudad: Ernst no dudó que sería su coche particular. El chófer sacó del auto y entregó a Czerny una chaqueta militar gris y recibió, en cambio, la casaca ―de confección más cara― del acaudalado personaje.

“Ah ―pensó Ernst―, por lo menos he merecido un cambio de ropa. Veremos si esta noche ocurre lo mismo o no. Es triste que los proyectos de los grandes hombres queden al descubierto gracias a señales tan mezquinas”.

Czerny se puso la chaqueta militar y esperó a que el chófer abriera la puerta trasera de la limousine. Luego entró; el chófer caminó alrededor del coche y quedó también fuera de vista al entrar. Un momento después el vehículo se alejaba lentamente del cordón de la acera, con el estridente aullido de la sirena y los gallardetes del Gaish flameando en la brisa. El coche recorrió todo el largo de la plaza, dobló por el lado norte y siguió una corta distancia. Entonces se detuvo otra vez, mientras Czerny hablaba con dos personas en la acera. A esa distancia Ernst no pudo reconocerlas.

“Si yo fuera usted, Czerny ―pensó―, no me comprometería demasiado con la gente de esta ciudad. Siempre existe el peligro de que pueda encontrar gente que llegue a gustarle o, lo más mortífero de todo, a amarla. ¿Qué haría usted si, enamorado de alguna extraordinaria dama, se ve luego traicionado? Ya me imagino su respuesta ultrajada. Ambos estamos demasiado lejos para que eso nos ocurra otra vez. Tal vez usted tenga razón, aunque uno nunca puede ser demasiado prudente. Pero ¿qué haría usted si no lo traicionan, eh, Czerny? ¿Qué pasaría entonces? Sin límites finales, por muy penoso que sea. Usted ha olvidado eso. Nada de tronchar el hastío antes de que comience. El curso de la vida sigue ese camino, Czerny. El aburrimiento y la colérica frustración son sólo los primeros síntomas. Ni amantes para usted, ni esposas, ni traviesas hijas de los comisarios de policía. Encontramos las que necesitamos, más pronto o más tarde; y ése es el primero de los espasmos corporales de la muerte. Años, años, años en esta ciudad, con las mismas caras, vuestras y suyas. Años, años, años. No se detenga por ellas, Czerny. Cuide su ejército”.

El coche de Czerny arrancó de nuevo, y después de breves instantes, Ernst reconoció en una de las dos personas que caminaban hacia él a la joven Ieneth. Junto a ella iba otra joven, más alta y morena.

Cuando se acercaron, Ernst se levantó de su silla junto a la barandilla y las dos jóvenes se sentaron a la mesa con él. Monsieur Gargotier, que evidentemente esperaba que Ernst se fuese en seguida, no apareció para recibir el pedido; se quedó parado mirando, en la puerta del bar, sintiéndose agraviado con seguridad por la presencia de esas dos mujeres de clase inferior. Ernst hizo un ademán extravagante para llamar al propietario. Cambió su bebida por ajenjo, y las jóvenes pidieron vino.

—¿Cómo se llama ella, Ieneth? —preguntó, clavando los ojos en la muchacha. Ésta miraba la mesa con timidez.

—Se llama Ua —dijo Ieneth—. En su idioma significa “flor”. Ella no entiende nuestra lengua.

—Qué hermoso nombre y qué encantadora muchacha. Verdaderamente una flor. Trasmítele mis más sinceros cumplidos.

Ieneth así lo hizo.

—¿Qué idioma es el de ella?

—Es un extraño dialecto, hablado por los negros más allá del desierto y de las montañas. Se llama swahili.

—¿Un pueblo negro? —preguntó Ernst—. ¡Qué interesante! Sólo de oídos tenía noticias de ello; pero, ¿es que realmente existen?

—Sí, akkei —dijo Ieneth.

—¿Y como aprendió ella esa lengua? Y además, ¿cómo es que tú la conoces?

Ieneth cerró los ojos, sacudiendo las pestañas pintadas y sonrió. Ernst se volvió hacia Ua.

—¿Cómo se llama esto en tu idioma? —le dijo, señalando el pie de ella. Ieneth se lo tradujo y Ua respondió:

—Mguu —dijo ella.

—¿Y esto? —dijo Ernst, señalándole el tobillo.

—Kifundo cha mguu.

—¿Qué es esto?

—Jicho. Ojo.

—¿Cómo se dice “boca”?

—Kinywa.

Ernst sorbió su bebida nerviosamente, aunque se esforzaba en parecer indiferente y cortés.

—¿Esto? —preguntó.

—Mkono. Brazo.

—¿Esto? —Los dedos de Ernesto se demoraron sobre los senos, sintiendo el tosco material del corpiño por debajo de la blusa de algodón.

Ua se ruborizó.

—Kifua —contestó susurrando.

—Ella es muy atractiva, por cierto —dijo Ernest.

—Y merecedora de un premio, ¿eh, poeta? —preguntó Ieneth.

—Sin duda —dijo Ernst distraídamente, mientras pasaba su mano más allá del estómago de Ua, deteniéndose en las seductoras curvas de su sexo.

—Ahora, amor mío, ¿qué será esto?

Ua no dijo nada, los ojos fijos en la mesa. Se ruborizó violentamente, mientras jugaba con la base de su vaso de vino.

—Pregúntale cuál es la palabra para esto —le dijo a Ieneth. Ésta así lo hizo.

—Mkunga —dijo por último Ua, apartando la mano de Ernesto.

Ieneth rió ruidosamente, batiendo las palmas; las lágrimas corrieron por sus mejillas cuando se levantó de su asiento.

— ¡Ah, los “gustos cosmopolitas”! —dijo ella.

—¿Qué es eso tan divertido? —preguntó Ernst.

—¡Mkunga! dijo Ieneth—. Mkunga es la palabra que significa “anguila”. ¡Oh, akkei, goce usted cuanto pueda! ¡Tendrán mucho que discutir, usted y “ella”!

Acto seguido salió del café, riéndose mientras se alejaba de la mirada feroz y desconcertada de Ernst.

CAPITULO SÉPTIMO

—Tal vez, deberían terminar ahora —dijo Mike, el barman—. Me parece que voy a tener que cerrar pronto. Todos vamos a tener que levantarnos temprano.

—Una más —dijo Ernesto—. Una cerveza más no me caerá mal. En cualquier caso, ¿qué ocurrirá con toda esta cerveza? El edificio se le vendrá encima mañana por la noche. Nada bueno para nadie. Podríamos tomárnosla toda.

—Si tengo que morir —dijo Suzy—, sería mejor después de una juerga.

—Muy bien —dijo Mike—. Una más, pero ya son casi las dos de la madrugada.

Solamente quedaban ellos tres en el bar. Se sentaron juntos, bebiendo la cerveza y pensando, sin hablar mucho. Todos los demás se habían ido a sus casas, esperando que unas pocas horas de descanso los repondrían para la mañana siguiente.

—¿Por qué no inspeccionar un poco las bebidas buenas, después? —preguntó Mike—. No me gusta que se desperdicie toda esa mercadería reservada.

—No podemos bebernos todo —dijo Ernesto.

—No quiero enfermarme o morir —dijo Suzy—. O quizá, sí.

—De ese modo podrías dormir mientras dure la cosa —dijo Ernesto.

—Una manera agradable de encontrarte con tu Hacedor —dijo Mike.

Se quedaron en silencio otra vez. Susy parecía particularmente nerviosa; Ernesto se preguntaba dónde pasaría ella la noche. Deseaba que se viniera con él a su casa; más que probablemente, ella rompería una larga costumbre y se iría con Mike. Con seguridad, esta noche no se afligiría de perder un cliente pagador; lo que necesitaba ahora era un amigo comprensivo.

—Bien, eso es todo.

—¿En qué pensabas? —preguntó Ernesto.

—Oh, de todo un poco —dijo Mike.

—¿Sabes que desearía yo? —preguntó Suzy—. Desearía que me dijeran lo que va a ocurrir y cuándo. Quizá lo digan mañana por la noche; eso me hace pensar que será una cosa sucia y feroz, en lugar de una linda y limpia barrida.

—Los médicos hacen así —dijo Ernesto—. Antes de hacer algo que resulte perjudicial; ni siquiera avisan dónde o cuándo.

—Es más humano —dijo Mike.

—No, no lo es —dijo Suzy.

—Tengo que volver a casa —dijo Mike—. Vamos, déjenme apagar las luces y cerrar. —Se rió—. No sé por qué. Por si acaso, tal vez.

Siguió a Ernesto y a Suzy fuera del bar y cerró la puerta de la calle. Se despidieron mutuamente; Ernesto dio la vuelta y se encaminó hacia su casa. No miró atrás, para ver si Suzy volvía a su casa con Mike.

“Ésta muy bien puede ser la última noche de mi vida”, pensó Ernesto. Miró hacia arriba; el cielo estaba todavía cubierto de nubes bajas. “Debería despedirme de todas las cosas; decir adiós a las estrellas, decir adiós a la luna, decir adiós a la cerveza”.

Brillaban pocas luces. El edificio estaba todo obscuro, totalmente cerrado por las restantes horas de vida. No pasaban autos por la calle. No oía otros ruidos que los que él mismo hacía al caminar y los monótonos y envilecidos susurros del viento, el cascabeleo de vidrios rotos y latas de aluminio a lo largo de la acera, hojas de diarios crujientes bajo las ráfagas de viento. No había adónde ir ahora, sino regresar a casa; a casa con Gretchen, volver a la cama y dormirse y sufrir un mal despertar.

Había tardado varias horas, pero al final reconocía que estaba espantado. Estaba más aterrorizado aún que Gretchen; como de costumbre, había tratado de sacarse de la cabeza la preocupación, pero con este problema en particular no podía. Ahora, después de escasos encuentros desesperados, no existía la menor pizca de algo que pudiera disimular su miedo. Se detuvo de pronto en la acera. No había nadie que lo ayudara en esta crisis. Se apoyó contra un edificio y vomitó.

Siguió caminando, desmañadamente, con las manos enlazadas en la frente. “Dios ―pensó―. Me parece que has conseguido que, de golpe, te rece una cantidad de gente. Un montón de personas como yo, que nunca hemos rezado mucho que digamos. No voy a decirte lo que deseo. Ya lo sabes; y no voy a prometerte que seré un poco mejor, porque sabes bien como soy, pero estoy arrepentido, realmente arrepentido”.

Lloraba. Sintió una lágrima colgando en la punta de la nariz. El cosquilleo lo irritó; se secó la nariz airado.

—Esto es una idiotez de porquería —dijo en voz alta—. Sí, si consigo salir con vida de esto edificaré una maldita catedral justo en este sitio.

Se acordó de Eileen, la secretaria de la empresa de Jennings. Se preguntó qué estaría haciendo ella, cómo reaccionaría ante la situación.

“Probablemente estará en su casa ahora ―pensó―, dormida en su cama con un largo camisón de franela con flores azules. A lo mejor puso su despertador a las siete y media, dándose media hora para levantarse, limpiarse los dientes, comer un bol de cereal y salir. Irá a la caza de su cospel, tal como si fuera a buscar una lámpara de pie a Abraham & Strauss. Si encuentra un puesto de cospeles, es seguro que le parecerá demasiado atestado y se irá en busca de otro.

»Eileen, no era justo, gracias a Dios. Todo el tiempo que estuve tratando de arrancarte las faldas sabía muy bien que era una mala idea. Habrías comenzado por venir al sector de submontaje con extraños mandados fingidos. Me habrías tocado el brazo o el cuello todo el tiempo. Me habrías dibujado horribles sonrisas secretas. Me habrías llamado a casa todos los días, colgando rápidamente si Gretchen atendía el teléfono; y siempre, siempre habrías estado a punto de reír o llorar, y no puedo aguantar ninguna de las dos cosas. Como ves, Eileen, toda historia tiene dos lados. Por lo menos, un desastre pudo salvarte de tus propios ovarios enloquecidos”.

Esa fue la despedida a Eileen.

“¡Ah! Si hubiera aprovechado mejor el tiempo… Si hubiera escuchado, quizá no estaría metido en esta porquería. En vez de perder el tiempo con la secretaria, debía haber investigado en la libreta de Sokol. La clave azul plastificada del universo. Probablemente el maldito tiene escrita allí la ubicación de todos los puestos de cospeles de Nueva York, garabateado en tinta roja. Quizá ya lo sabía todo semanas atrás, pero no me lo dijo. Nunca le hice caso y él lo sabía. Nunca le creí; ¿quién le creía? Parecía estúpido decir la verdad, pero ahora yo y el viejo Jennings estamos en el mismo barco, y Sokol está erguido en la costa, a la intemperie, salvo y seguro, saludándonos con una amplia y tranquila sonrisa en la cara, el hijo de puta. Podía haberlo invitado con una cerveza. Podía haberlo ayudado a encontrar un hueco para su deptomodu. No; tenía que ser yo el idiota de la compañía. Muy bien, Sokol, hijo de puta. Usted y esa italiana suya pueden aguantar los fuegos y los vientos, jugando a la canasta, en parejas mixtas, con las otras lindas parejas en el refugio. Se lo merece. Desearía poder explicarme por qué”.

Esa fue la despedida a Sokol.

Se detuvo frente a la entrada de su edificio. Se tambaleó allí, mirando embriagado para arriba las hileras de ventanitas con persianas. No había luces ni ruidos; sólo un olor familiar a desperdicios viejos

—Bienvenido al hogar —murmuró.

Abrió la puerta de entrada y atravesó el pequeño foyer. Se detuvo frente a la puerta del deptomodu de Brenda Vaurigny. Levantó el puño para llamar, vaciló, y luego dejó caer la mano.

“Buenas noches, fusiblera, como sea que te llames ―pensó―. Pasamos un lindo rato, ¿no es cierto? Iluminé tu día; fui portador de un minúsculo rayo de sol en tu monótona vida. Te mostré que, aun en el peor de los casos, con tu exterior tan desgreñado y perturbado como tu interior, alguien puede desearte, en la medida que tenga una esposa como la mía y que todas las mujerzuelas baratas estén en sus casas angustiándose por lo que se van a poner mañana. Es la gente como tú, cualquiera sea tu nombre, la que me salvó de la locura. Te debo mucho y espero que mientras todos estamos haciendo nuestra jugarreta mortal te acuerdes de mí y sonrías. Quisiera saber qué significará para ti pensar que yo sea la última persona con la cual lo hayas hecho. Es bastante horripilante que seas la última para mí”.

Esa fue la despedida para Brenda, la fusilera.

Ernesto caminó haciendo eses hasta el ascensor; estaba esperándolo en la planta baja.

—¡Hurra! —exclamó.

En el trayecto hasta su piso, la cabina se estremeció. “¡Fenómeno! ―pensó―. El cable se va a romper justo ahora. Ni siquiera voy a tener que esperar hasta mañana. ¿Cómo será de vieja esta cosa?”.

La puerta se deslizó lentamente al abrirse y entonces salió. Por un instante miró la puerta de Leonard Vladieki.

“¿Sabe una cosa, Lance, viejo compañero? ―pensó―. Probablemente duerme mejor que nadie en esta ciudad. En el mundo. Todos vamos a perecer mañana de la misma manera como vinimos a esta vida: llorando, chillando. Con las caras retorcidas y enrojecidas, y expresiones turbadas. Y no sabremos una maldita cosa más que antes. Usted tenía razón, Lance, viejo compinche. Igual que los otros. Todos tenían razón todas las veces y en todo. Al infierno con todo”.

Y esa fue la despedida para Vladieki.

El deptomodu de Ernesto estaba obscuro. Eran bastante más de las tres de la madrugada. Cerró la puerta sin hacer ruido. Se sentó, cansado, en una silla, con la cabeza reclinada hacia atrás, la boca abierta, los ojos cerrados. Tenía un terrible dolor de cabeza y todavía sentía náuseas. Se levantó y miró alrededor. Nada había cambiado.

Suspiró y fue hacia el teléfono. Marcó el número de su padre y recibió el mismo mensaje grabado de antes. Siguió intentando; luego de alrededor de quince minutos oyó los chasquidos y estampidos que significaban que estaba consiguiendo comunicación con la ciudad en el oeste de Pennsylvania donde Steve Weinraub, su padre, vivía todavía.

—¡Hola! —dijo por último el señor Weinraub.

—Hola, ¿papá? —dijo Ernesto—. Lamento llamarte tan tarde. Las líneas estuvieron ocupadas toda la noche.

—Me lo imagino. ¿Cómo estás?

—Muy bien. —Hubo un largo e incómodo silencio—. Oiste la noticia, supongo —dijo Ernesto.

—Sí, eso es todo lo que hubo hoy en la televisión. No creo que pongan ninguno de esos puestos de cospeles aquí, en esta estúpida ciudad.

—No sé —dijo Ernesto—. Según lo que dijeron, parece que los van a poner bastante dispersos. Podría haber uno muy cerca de ahí. Quizá te sea más fácil conseguir un cospel que a mí. Yo tengo que competir con treinta millones de personas.

—Te irá muy bien —dijo el señor Weinraub—. Pero mira, si encuentras alguna dificultad, y si yo me las arreglo para conseguir uno, podría enviártelo…

—Es una tontería, papá. No te preocupes por eso. Quiero decir, ni siquiera va a haber tiempo.

—Sí, por supuesto.

—¿Qué hay del abuelo Ernst?

—Estoy preocupado por él, Ernie. Él tiene… ¿cuántos? Setenta y cinco ahora. No sé si va a poder andar todavía. Quizá no esté siquiera enterado de la situación.

—Tal vez sea preferible así.

—Sí. Bueno… mira, cuando esto haya terminado, llámame para hacerme saber que tú y Gretchen y el bebé están todos bien. Si puedes hacer una llamada. No sé si andarán los teléfonos.

—Todo andará muy bien, papá. No te aflijas.

—Probablemente tengas razón. Bueno, gracias por haberte acordado de mí. Que tengas la mejor suerte y que Dios te bendiga.

Ernesto dijo adiós y colgó. Esa fue la despedida a su padre.

—¿Ernie? —Era la voz de Gretchen, soñolienta y drogada.

—Sí, soy yo. Duérmete.

—¿Todo anda bien?

—Magnífico. Ahora voy a la cama.

—Ernie, ¿qué vamos a hacer?

—Muy sencillo —dijo Ernesto—. Mañana por la mañana me levantaré y tú tomarás el bebé y encontraremos uno de los kioscos. Seguramente habrá multitudes a su alrededor. No podrán estar escondidos mucho tiempo, ¿no es cierto? Por ahora no podemos hacer nada.

—Ernie —dijo Gretchen—. No puedo ir. Tú sabes que no puedo ir; estoy embarazada.

—Sí —dijo él, mirándola fijo en la obscuridad—. Sí, además de todo.

—No, realmente. No puedo salir y luchar con ese gentío mañana. Hazlo tú. Puedes decirles. Diles que no estoy en condiciones de salir de casa y que tenemos un bebé, también. No pueden pretender que salga en este estado y todavía con un bebé. No serán tan desalmados.

—¿No escuchaste el anuncio? No puedo conseguir un cospel para ti. ¿No oíste lo que dijo el representante? Tienes que conseguir el tuyo propio. No me permiten que te traiga uno. Tienes que venir conmigo mañana.

—¡Oh, Ernie! —dijo Gretchen, llorando—. Ernie, ¡no puedo, absolutamente no puedo! ¡No quiero esto! Yo…

—Aquí —dijo Ernesto—, toma esto. Vuélvete a dormir.

—¿Les pedirás que te den tres cospeles?

—No, tú vendrás conmigo.

—¡No, Ernie, no!

—Sólo quieres despertarte mañana y encontrar todas las cosas arregladas a tu gusto, ¿verdad? Pero no será así. Tendrás que ir allá y conseguir tu propio y maldito cospel, porque yo tengo que conseguir el mío, y si no quieres molestarte, bueno, lo siento mucho.

—Pero, ¿lo intentarás? ¿les pedirás que te den tres?

—Está bien. Les pediré… sólo dos. Llevaré al bebé conmigo.

—¡No, Ernie! No puedes llevar a Stevie allá con toda esa gente. Déjalo en casa conmigo mañana, ¡por favor! ¡No puedes llevarte a mi bebé!

—Vuelve a dormir. Hablaremos de esto por la mañana.

Esa fue la despedida a Gretchen. Fue la despedida a todos, y Ernesto se sentía agradecido.

ÍNTERIN D
Weinraub encontró en su buzón una esquela en la que se le comunicaba que debía encontrarse con su director operativo, Herr Elsenbach, cuanto antes pudiera. Para él esto era una buena noticia. La primera parte de 1820 había sido muy parecida a los meses anteriores de su estadía en Ostamerika. Hasta cierto punto, se sentía feliz; estaba contento de haber tenido la oportunidad de vivir una temporada bastante tranquila, sin ninguna de las gravosas responsabilidades políticas que le habían enseñado a aceptar. Evidentemente, el Partido se complacía en moverse con lentitud, trazando escrupulosamente la labor básica para su misión secreta. No obstante ello, Weinraub empezaba a impacientarse; se precipitó a la central del Partido en la zona residencial de la ciudad.

—Buenos días —dijo Elsenbach con entusiasmo cuando Weinraub llegó—. Recibió el mensaje, ¿eh? Siéntese. Su período de libertad está llegando rápidamente a su fin. Esto lo desilusiona, ¿no?

—De ningún modo —dijo Weinraub—. Me siento un poco culpable, en realidad. No creo haber cumplido debidamente con la confianza que el Partido me ha dispensado.

Elsenbach gruñó.

—No hay intención de apurar las cosas. Los jóvenes siempre quieren la velocidad. Por esa razón la nación jermana hizo tan mal las cosas cuando sus fuerzas mantenían a raya a los Aliados.

“De ningún modo es ésa la única razón”, pensó Weinraub, pero no dijo nada.

—Bien —dijo Elsenbach—, tenemos una buena documentación de sus actividades, como es natural. Estoy seguro de que no se sorprenderá al saber esto. Quizá le interesen algunos de nuestros hallazgos.

A Weinraub le picaba la curiosidad, pero guardó silencio.

—Usted ha estado frecuentemente en compañía de un Herr Rudolf Ketteler, ¿nicht wahr? —Weinraub asintió—. Asistió con él a varios encuentros deportivos el año pasado y de nuevo esta primavera. Él es un miembro del Partido, aunque por orden mía guardó su afiliación en secreto frente a usted. Es nuestro principal informante en lo referente a su comportamiento. No, no —dijo Elsenbach riendo—, no se preocupe. Estamos muy satisfechos con lo que nos ha informado.

»Otro de sus compañeros ha sido la Fraulein Gretchen Kammer. Ella, asimismo, es uno de nuestros agentes más antiguos en Ostamerika. Usted la ha acompañado en muchas ocasiones y su relación con ella se ha convertido en muy romántica y satisfactoria. Sin duda esto es contrario a sus primitivas intenciones, pero completamente acorde con lo que el Partido esperaba. Como ve, sus amigos no fueron elegidos por el azar, como usted podría creer.

—No tengo nada que objetar —dijo Weinraub, aunque sentía una pizca de resentimiento por las maniobras del Partido.

—No puedo decirle que me crea del todo esa afirmación —dijo Elsenbach—, pero, como no tiene importancia, proseguiremos. Aquí están, por fin, las órdenes para usted, un organigrama de sus futuras actividades aquí, en Ostamerika, el guión de su rol dentro del Partido. Estúdielo bien. Trabajará estrechamente con Fraulein Kammer. Ella ha tenido mucha experiencia en este sentido y actuará como guía y supervisora suya en mi ausencia.

—Comprendo.

—¿Tiene alguna pregunta que hacer, entonces? —preguntó Elsenbach.

Weinraub hubiera deseado saber si Gretchen había dicho en serio las cosas que le dijo en los momentos de mayor intimidad, o si todo había sido planeado por el Partido.

—No tengo preguntas que hacer —dijo.

—Entonces sólo le diré que Fraulein Kammer me ha confiado el gran amor que siente por usted. Eso hará mucho más fácil toda su misión. Ella se hará pasar por esposa suya. Les deseo a ambos la mejor de las suertes y que Dios los bendiga.

—¿Dios? —preguntó Weinraub con una sonrisa.

—Discúlpeme —dijo Elsenbach, sacudiendo la cabeza tristemente—. Es la costumbre de toda la vida.



Varias horas más tarde, leídas las órdenes, Weinraub trataba de abarcar su gran envergadura. En el rincón pobremente iluminado de un costoso restaurante jermano, bebiendo una Pilsner importada, esperó a su nueva compañera. Al fin la vio entrar. Puso sobre la mesa su vaso de cerveza y se levantó del asiento.

—Fraulein Kammer, cómo está usted de bonita esta noche.

—Gretchen. Trabajaremos juntos y, según las circunstancias, la “Fraulein” sólo consumirá el tiempo del Partido. —Ella sonrió.

—Es difícil hablarte, no como a la mujer que amo sino como a una camarada, miembro del Partido.

—Y por añadidura, ahora soy tu esposa. ¿Has comido?

—Sí —dijo Weinraub—, almorcé hace poco.

—Y yo no tengo nada de apetito.

—Bien, entonces —dijo Weinraub—. Vayámonos de este restaurante a un lugar más conveniente. Mein schönes Fraulein, darf ich wagen/Meinen Arm und Geleit Ihr anzutragen?

—¿Goethe?

—Sí.

—¿Y la respuesta de Margarita? No soy vuestra doncella ni soy tampoco bella./Puedo regresar sola a casa, sin vuestra compañía.

—¡Pero el Partido insiste! —dijo Weinraub.

—Sí —dijo Gretchen, riendo—. ¡Por el Partido!



Una hora más tarde, mientras bebían vino, discutieron sus misiones coordinadas. Conversaron acerca del peligro de ser descubiertos como agentes comunistas. En tal sentido, no podían estar a salvo en ninguna parte dentro de la Ostamerika Jermana ni en California que, aunque independiente, mantenía fuertes lazos comerciales y políticos con Jermania. Sólo se podía estar seguro en los inmensos y escasamente poblados territorios del oeste, que comenzaban abruptamente en la orilla más alejada del Mississippi.

—Pues bien —dijo Gretchen—, nosotros dos somos la conspiración.

—Sí —dijo Weinraub—, una gran responsabilidad. ¡Qué fe en nosotros debe tener el Partido!

—Estoy segura de que Herr Elsenbach sabe lo que hace.

—Tal vez, pero organizar un operativo tan extenso y penetrante es mucho más complejo que, digamos, dirigir mítines semanales para los rufianes de Frachtdorf.

—Naja, te subestimas.

—No sé. El trabajo es tan grande… y el tuyo lo mismo.

—Tengo que corromper la fibra moral de la juventud americana.

—¿Sola, Gretchen? ¿Cómo vas a hacerlo?

Ella se rió.

—Tengo una libreta —dijo con vivacidad—. He estado pensando durante meses, haciendo anotaciones para mí misma. Tengo que hacer creer a los jóvenes que la libertal sexual es un derecho natural, dado por Dios. Haré que la juventud de estos estados escuche cada vez menos los consejos de sus mayores, y prefieran, en cambio, las insinuaciones más ruines de su propio egoísmo.

—Eso no será difícil, con seguridad. Cada generación de jóvenes piensa de esa manera, pero eso solo no bastará para corroer su fibra moral.

—No, pero haré que se publiquen artículos que fomenten la superficialidad de la juventud americana. Esto fue iniciativa de Herr Elsenbach. Ha sido de gran ayuda. Como sabes, ha estudiado en varias universidades de la Unión Soviética.

Weinraub asintió.

—Ha sido un asesor incansable —dijo.

—Bien —dijo Gretchen—. Habiendo obtenido éxito con los artículos, socavaré la natural inclinación hacia la religión de la juventud americana, reemplazándola por sensuales deseos hacia el sexo, las drogas, el alcohol, el delito y la rebelión contra la autoridad.

—Eso parece ser un buen comienzo, Gretchen.

—Gracias —dijo ella suavemente.

—Eres una eficaz miembro del Partido.

—Tuve buenos instructores. Esas ideas son prácticas bien establecidas, por supuesto. Contamos como aliado con la falta de disciplina de los jóvenes. He pensado en esto bastante a fondo. Primero, trataré de aislar a unos pocos jóvenes desviados y frustrados y enseñarles las mañas revolucionarias. Luego, con trampas, engañaré a los simpatizantes no comunistas, para que apoyen actividades que, en realidad, son comunistas. A los que no pueda engañar, los debilitaré incitándolos a las drogas y al “amor libre”, así quedarán imposibilitados de defenderse.

—Sí, por supuesto. Es casi la misma idea que yo quería seguir en Prachtdorf.

—Necesitaré tiempo, porque es un operativo de gran aliento. Conseguiré que se prohiba toda referencia a la Biblia, en público y en las asambleas gubernamentales, bajo el pretexto de defender la libertad religiosa. Estimularé las libertades sexuales, incluyendo la homosexualidad, y al mismo tiempo, inundando de pornografía las librerías.

—Ya siento desvanecerse la fibra moral —dijo Weinraub riendo.

—Más importante aún, intentaré que se deroguen las penas por ejercer esas nuevas “libertades”. Cuando se llegue al “¿por qué no?”, mi misión habrá quedado cumplida.

—Tienes un plan excelente, Gretchen. ¡Ojalá las órdenes que debo cumplir fueran tan detalladas!

—¿Qué es exactamente lo que te han encargado?

Weinraub frunció el ceño.

—Mi trabajo debe colaborar con el tuyo, es un complemento necesario a tu tarea. Debe infiltrar y reducir a la impotencia las defensas espirituales de Ostamerika.

—Una tarea difícil, sin duda. Yo no tendría éxito sin tu colaboración.

—Sí, en muchos aspectos, nuestras tareas se superponen.

Ilustró eso sobre el mantel, dibujando círculos con la punta del dedo. Accidentalmente le tocó la mano y retiró la suya con rápido movimiento. Pudo oír su agitado aliento.

—Nuestra relación no ha cambiado —dijo ella en voz baja—. El contexto de nuestro cariño se alteró profundamente. Más que amiga y camarada, soy ahora tu jefa del Partido. Sin embargo, aunque esto va contra los principios del Partido, siempre te amaré.

Weinraub sonrió, y el temor que sentía por sus deberes quedó sumergido en un cálido torrente de felicidad.

CAPÍTULO OCTAVO
Ernesto se despertó lentamente; se sentía enfermo. No había dormido lo suficiente, y su cuerpo no terminaba del todo la tarea de eliminar el alcohol que había bebido. Se levantó de la cama y fue hacia la ventana provista de persianas. Era un día obscuro y estaba lloviznando; el aire olía mal otra vez. Se dirigió hacia la radio y la encendió, pero no había nada más que ruidos de estática. Era natural; nadie iba a sacrificar su cospel para proporcionar música y charlas por la mañana temprano. Ernesto apagó la radio y se restregó los ojos legañosos. Era ya un día malísimo.

Entró en el cuarto de baño y orinó. Echó un vistazo a su propia imagen reflejada en el espejo. Como lo presentía, le pareció espantosa.

—Lo mismo da que me importe o no —murmuró—. Cualquiera que tenga ese aspecto de porquería no merece un cospel.

Se metió en el sector cocina y se preparó un pequeño desayuno. Lo comió lentamente y luego se vistió; no tenía ninguna prisa por bajar las escaleras.

—¿Gretchen? —la llamó. No la había visto todavía.

—¿Qué?

—¿Dónde estás?

—¿Qué quieres decir con “donde estoy”? Estoy en la nursery con Stevie. Si fuera por ti, el bebé ya habría muerto de hambre o algo por el estilo. Nunca piensas en él. Sé que me odias, pero no puedo comprender por qué odias a Stevie. Nunca te ha hecho nada.

Ernesto frunció el ceño.

“Ese punto es discutible ―pensó―. Yo no lo odio. Uno no puede odiar a su propio hijo, ¿no es así?”

—¿Estás listo para salir? —preguntó ella.

—Sí, vístete.

—Ernie, yo no voy.

—Si no vienes conmigo, vas a morir.

—No, no quiero. Díselo a ellos en el puesto de cospeles. Diles que estoy embarazada. Te darán un cospel para mí. Tienen que dártelo.

—Muy bien, hasta luego.

Así no más era la cosa, Ernesto lo sabía. Su relación, el matrimonio, el bebé, todo en suma. Gretchen se había encerrado con el pequeño Stevie en el sector nursery y nada de lo que le dijo hizo mella en su muralla de temor. Bien, entonces él conseguiría su propio cospel. Quizás esto fuera lo mejor.

Su propio temor resultaba disminuido por la confusión con otras emociones. Sabía que no iba a morir: de una manera u otra iba a conseguir un cospel, pero su mujer y su hijo… Eso era demasiado para aceptarlo todo a la vez, y apartó por un rato esos pensamientos desagradables, prefiriendo sumirse en el problema más inmediato de conseguir un cospel aquí y ahora.

Cerró de un golpe la puerta del deptomodu, pero ya en el sombrío vestíbulo no se apuró a llamar al ascensor. Se quedó parado allí unos pocos segundos, escuchando. No se oía ninguno de los ruidos habituales en los otros deptomodus del piso. Todos estaban ya fuera, luchando por sus propios intereses. Apoyó la oreja contra su propia puerta; oyó a Stevie que empezaba a llorar, sin duda debido a que Gretchen lo había levantado y estaba “consolándolo” de nuevo. Bien, no iba a tener que aguantar eso mucho más. Apenas era un consuelo.

Fue hasta la puerta de Vladieki. Pudo advertir que escuchaban música grabada. Prestó atención y oyó una aguda voz femenina que cantaba “Ella dice que Kansas es el nombre de la estrella”. La idea del viejo sentado tranquilamente en su deptomodu lo enfureció. Escupió la puerta y se encaminó al ascensor.

—Bueno —se dijo, mientras bajaba en el crujiente artefacto—, ya es hora de descartar todos esos sentimientos pueriles; es hora de encarar la situación como un adulto. En realidad, es muy simple: se trata de mí contra ellos, y siempre he sido muy capaz de conseguir lo que quiero, especialmente cuando no tengo que molestarme por la cortesía.

Esto no servía, sin embargo: a pesar de todo, tenía miedo. Tenía ganas de esconderse, igual que Gretchen. Deseaba hacer como si todo fuera a desaparecer. La única razón a la que podía echar mano para estimularse era que, en el fondo, no aceptaba realmente la enormidad de la situación.

Todavía estaba tratando de imaginar el mejor método de búsqueda, cuando llegó a la calle. En una ciudad del tamaño de Nueva York, debía haber docenas de puestos de cospeles. ¿Dónde? Había que seguir a la muchedumbre. Sólo había que encontrar una multitud encolerizada y conseguir colocarse a la cabeza. En eso no habría problema, pensaba Ernesto afirmámandose a sí mismo, pero había que encontrar un puesto.

Ahora, por supuesto, ese mismo pensamiento preocupaba a cada uno de los treinta millones de residentes de la ciudad. Su propia calle, por lo general de movimiento moderado, estaba repleta por una multitud arremolinada y vociferante.

“Bien ―pensó―, es buen indicio. Deben haber instalado un puesto en la esquina”.

Observó la espesa masa humana que se agitaba cerca de él.

“Quisiera saber ―pensaba―. ¿Vale la pena resultar aplastado por esa muchedumbre, precisamente para salvar mi vida? ¿Vale la pena llegar a la frustración y la ira, rebajarme al nivel de ellos, empujando y atropellando como todos, luchando como un animal cualquiera precisamente para mantenerme vivo?” Sonrió tristemente. “Siempre se llega a la simple pregunta: ¿qué es más importante, la vida o la dignidad? Bueno, aquí voy”.

Abandonó el resguardo del edificio y se sumergió en la multitud.

Durante unos momentos no tuvo idea de lo que estaba pasando; se encontraba perdido en un fluctuante laberinto de personas, igual que un solitario poroto en una bolsa de habas. Sus planes, ideados a medias, demostraron de inmediato su inutilidad. Sólo podía moverse en la dirección y a la velocidad de la corriente humana. Estaba totalmente en las garras de la muchedumbre. Por el momento, eso le venía bien: no tenía una idea más clara que los demás sobre qué hacer y era poco probable que los que lo rodeaban la tuvieran.

“Esto podría fácilmente ser un carnaval ―pensó― en vez de un gigantesco funeral. Todo lo que puedo ver es sólo la espalda de alrededor de cinco personas. Mi mundo ha quedado reducido a esto. ¿Quien sabe lo que hay delante? Podría ser el Mardi Gras, por lo que sé. Podría haber en Fulton Street un divertido desfile, con carrozas, bandas de música y jinetes disfrazados. Tal vez arrojen cospeles desde las carrozas junto con sartas de cuentas plásticas y sólo nuestras innatas ideas de honor, nuestro maduro sentido de juego limpio, nos impide, a cada uno de nosotros, abalanzarnos sobre las máscaras subordinadas del representante. La población del mundo espera pacientemente en la calle que algún secuaz arroje unos pocos cospeles sobre la muchedumbre. ¡Cuánto más divertido sería eso! Nunca hacen bien estas cosas”.

Tardó como media hora en abrirse paso a través del gentío hasta la esquina, una distancia de sesenta metros. Tuvo que luchar todo el trayecto, y cada paso que avanzaba era a expensas de innumerables golpes e insultos de los demás. Empezó a devolver golpes, abofeteando y sacando del paso a la gente, ignorándola como individuos. Ernesto despejó un camino para sí mismo, con el espíritu de la comunidad de todos los hombres: ahora, más que nunca, ninguno de ellos era su hermano. El sentimiento y el humor de la muchedumbre lo trataba imparcialmente a él y a todo el resto.

Tal vez pudiera organizarlos a todos. Podría pararse encima de cualquier cosa y gritar slogans hasta atraer suficiente atención; entonces empezaría a decir un discurso divagante, con la esperanza que la gente que lo rodeara estuviera tan desesperada por encontrar un líder, que ni siquiera pudiera notar lo absurdo de lo que él dijera. Una vez que hubiera conseguido su apoyo, podría marchar con ellos, apartando a los otros millones de individuos con la fuerza de su unión. Entonces Ernesto y sus seguidores tendrían una ventaja abrumadora pero, por supuesto, una vez que su ejército descubriera su poder, tendría poca utilidad para él. Pronto podría encontrarse tendido en el suelo, ensangrentado, pisoteado por amigos y enemigos. Sería blanco de los ataques, y pronto esas multitudes frenéticas empezarían a buscar otros blancos. Era mejor continuar solo. Por otra parte, no tenía la menor idea sobre que decir.

Tuvo una súbita imagen de su padre, enfrentado con una multitud semejante, a unos pocos centenarse de millas de distancia, en Pennsylvania. Era fácil aceptar que él, Ernesto, debía lidiar con el problema; era bastante joven y fuerte; pero de pronto el plan de los representantes asumió una cordura particular aunque desagradable. El padre de Ernesto no era viejo, sólo un par de años por debajo de los sesenta, pero se encontraría en una tremenda desventaja ante un furioso gentío como éste. Los muy viejos, los enfermos o heridos, o los muy jóvenes no tendrían esperanzas en absoluto.

“En cualquier caso”, pensaba Ernesto, “esas ciudades tienen sólo miles, no millones de habitantes, y si no hay un puesto de cospeles en la ciudad misma, la noticia de dónde hay uno se difundirá con rapidez. Papá podrá arréglaselas muy bien”.

Cuando consiguió llegar a la esquina, no vio señales de un puesto de cospeles. Miró por todos lados la calle Pulton; estaba llena, tan colmada de gente como la calle de su casa. No había esperanza de transporte público; hasta los autos y las motocicletas resultaban inútiles, y seguramente no habría nadie que manejara los subterráneos. ¿Adonde iba toda esa gente?

“Debe haber un camino mejor”, pensó. Se dio cuenta de que, dadas las circunstancias, nada le impedía dar rienda suelta a sus instintos agresivos. Simplemente podría matar a cualquiera que le hiciera frente; sentiría poco remordimiento y la misma sociedad no tendría nada que objetar. Incluso, por sí mismo, podría asesinar a una cantidad de personas, hasta que se topara con alguno que, por las mismas razones o en defensa propia, lo matara a él primero. La única consideración real que detenía a Ernesto era que no sabía adónde ir. “Tal vez, más tarde”, pensaba, tratando de reír.

Mientras estaba parado mirando la calle lo empujaron y lo golpearon con violencia en las costillas. Sólo la densidad de la misma muchedumbre le impidió caer al suelo, donde fácilmente habría sido aplastado o asfixiado. Colérico, devolvió el golpe con sus puños y así le pegó en la cara a una joven. No podía decir si era la que le había pegado primero; ella parecía estar a punto de desplomarse y Ernesto la agarró, sosteniéndola mientras se recuperaba.

—Gracias —dijo ella—, podían haberme aplastado.

—Siento mucho haberle pegado antes. No sé, toda esta cosa está empezando a envolverme.

—¿Fue usted quien me pegó? Oh, no importa; no tiene ninguna importancia. —Ella sentía el labio hinchado y trató de sonreír—. No llegamos a ninguna parte —dijo.

—No parece. ¿Adónde nos llevan?

—Lo ignoro —respondió ella—. Salí a las cinco de la mañana y no he visto ni rastro de algún puesto de cospeles.

—Quizá sea el plan de ellos. Quizá han escondido los puestos en lugares donde sólo las personas más vivas pensarían buscarlos. No querrán que un montón de idiotas salga de los refugios.

—Tal vez.

Ernesto la miró con atención. “Se supone que el impulso sexual masculino decae en los momentos de tensión ―pensó―. A veces me resulta reconfortante comprobar que debo ser anormal. Especialmente en una situación como ésta. La concupiscencia permanente tiene que ser buena para la especie humana”.

Ella era algo más baja que Ernesto y muy delgada. Tenía manos pequeñas; fue lo primero que advirtió. Los dedos parecían infantiles, aunque tenía las uñas pintadas con un extravagante esmalte plateado. Su pelo era largo y muy negro, aunque las cejas eran de color castaño con tintes rojizos. Se había puesto en las mejillas un rubor rojo encendido, y el lápiz labial era del color del vino tinto. ¿Por qué se habría tomado el trabajo de vestirse para el desastre?

—¿Sabes que eres muy bonita? —le dijo.

—Gracias —replicó ella riendo amargamente.

—Sé que no parece muy importante, pero me hace bien decirlo.

—¿De dónde eres?

—De aquí, de Brooklyn.

—No, quiero decir, ¿dónde naciste? Estoy segura de que no has vivido aquí toda tu vida.

—Soy de un pueblito de Pennsylvania, cerca de Oil City.

—¡Ah! —repuso, sonriendo burlona—. Oil City.

—Sí, y me gusta ser de allí.

—Anoche hablé con mi hermano. Es fusiblero en Queens. Los que viven en su edificio recurrían a él con la esperanza de que tuviera cospeles para darles. Algunos parecen tontos, o no entienden lo que oyen. Creo que se van a llevar un buen susto hoy. ¿Cuánto tiempo nos queda?

—¿Cómo?

—Digo que ¿cuánto tiempo nos queda? ¿Las estaciones van a cerrar esta noche? ¿Tendremos una semana? ¿Cuánto falta para el desastre?

—Me parece que nunca lo dijeron —dijo Ernesto, mientras avanzaba hacia el centro. La muchacha lo seguía de cerca. Tenían que gritar para hacerse oír.

—Así parece. ¿Viste a alguien que tuviera un cospel?

—No, pero pienso que quien lo tenga no dirá nada, se guardará la información para su familia y los amigos: eliminar la competencia sin levantar la perdiz. Tenemos que tener los ojos bien abiertos.

—Podríamos pasar ahora mismo delante de la bendita cosa, sin darnos cuenta. Puede estar en la acera de enfrente.

—No. Probablemente, no —repuso Ernesto—. Van a levantar una batahola terrible alrededor de los puestos de cospeles. Creo que tendrás que aprontarte para abrirte camino hasta la primera fila.

—Me sigue pareciendo que podría haber un puesto al otro lado de la calle, y la noticia no nos llega porque son muchos los que pasan.

—Subestimas la capacidad de la gente para actuar como idiota —le dijo Ernesto—. Créeme que lo sabríamos.

—Bien —replicó tan bajo que Ernesto no la oyó—, eres el jefe; dime lo que tengo que hacer.

Había en su acento una promesa implícita que hizo que Ernesto sintiera una emoción difícil de contener. Pensó que no le venía mal un poco más de incentivo. Se volvió para mirarla. Ella le sonrió, ya sin el cinismo de antes.

Ernesto pensó en todas las mujeres que había tenido cerca. No se enorgullecía de todas las relaciones que había entablado; sabía que solía usar a las mujeres y manejar sus emociones, como lo había hecho con la fusiblera, aunque siempre le parecía que mientras tanto también la mujer lo usaba para algo. Jamás había explotado a nadie, al menos sin la sensación de que el proceso era recíproco. Esas relaciones se fundaban, por supuesto, en valores muy distintos del amor o el respeto; pero eso no las hacía menos válidas. Satisfacían ciertas necesidades que mal o bien había que disfrutar.

Sabía que la muchacha que acababa de conocer en circunstancias tan deplorables le brindaría, probablemente, esa curiosa forma de affaire formal; sin embargo, si se dieran las condiciones, podría transformarse en algo más emocionante. Hasta ahora las personas encargadas de propiciar las condiciones cooperaban muy poco.

—A este paso no habremos avanzado ni diez cuadras antes de que caiga la noche —dijo la muchacha.

INTERMEDIO 4
Atardecía y el sol se estaba poniendo detrás del hotel, al otro lado de la plaza. Ernst bebía ya su vino, y apreciaba el efecto de los oblicuos rayos del sol sobre el obscuro y exquisito líquido. Lo había descubierto por casualidad el primer día que llegó allí, paseando por la única gran avenida. Había visto los resplandores rojos reflejados en el rostro impasible de una gourgandine cansada de trabajar. Entonces había pensado cuánto podrían favorecer esos felices juegos de luces a un poeta auténtico.

“Por lo menos podría darme cierto candor ―pensó―. Después de todo, si los ociosos de esta ciudad carecen de la riqueza verbal para apreciar los poemas, ¿cómo puedo esperar de ellos la más mínima contemplación con quien esgrime la pluma? Sin embargo, tengo que desechar ese recurso si no puedo lograr por ningún medio más riguroso que me sumerjan en la podredumbre intelectual de estos prisioneros en el África. El sol tiene que consumir todo el asombro y el deleite a edad temprana; sólo los desdichados viajeros podemos deplorar esa ignorancia, fruto del desgaste de la arena”.

Bebió otro trago de vino y la retuvo en la boca hasta que se sintió aturdido; entonces lo tragó y apartó el vaso. Mientras estaba allí sentado paladeando el sabor del vino, un jovencito caminaba por la acera. Era menudo, con pelo ralo, y mostraba en su aspecto un indudable abandono por parte de sus padres. Se detuvo cuando vio a Ernst.

—¡Oh! ¿No es usted Weinraub, el viajero que viene de Europa?

—Lo soy. Lo fui, durante un tiempo. Acaso mi fama se ha extendido ya hasta tus sucias orejas.

—He oído hablar mucho de usted, akkei. Nunca pensé que lo vería, en realidad.

—¿Se han confirmado tus sueños?

—Todavía no —contestó, sacudiendo la cabeza—. ¿Es cierto que besa a los hombres?

Ernst le escupió y el negrito se alejó a los saltos riendo y bailando por la calle.

—¡Ven aquí! Te voy a colocar esta silla en el cogote…

—Era sólo una broma, akkei —dijo el muchacho, sin una sombra de temor.

—¡Una broma! ¿Qué edad tienes?

—Nueve años, akkei.

—Entonces tienes que saber lo peligroso que es burlarse de los que son como yo. Voy a hacer tu retrato. Te tocaré con la mano izquierda; tu madre te va a moler a palos cuando se entere.

—Se equivoca —dijo el muchacho riendo otra vez—. Usted es un nazareno… sí… o un judío; pero yo no me arrodillo sobre la alfombrilla. Si me toca con la mano izquierda se la muerdo, akkei. ¿Quiere que le traiga su cena? Por esta vez no se la voy a cobrar.

—No me tienta tu oferta. En todo caso, ya tengo otro muchacho que me trae la vianda. ¿Cómo te llamas, delincuente juvenil?

—Soy Kebap. Quiere decir “carne asada” en el idioma de Turquía.

—Ya veo por qué —replicó Ernst secamente—. Tendrás que trabajar mucho para tomar el puesto de mi sirviente, si quieres ese trabajo.

—Lo lamento. No tengo ganas de hacer esa clase de trabajo.

Se alejó corriendo y gritando insultos por sobre el hombro. Ernst se quedó mirándolo con los puños apretados.

“Ieneth pagará sus bromas ―pensó―. Ah, si al menos pudiera encontrar el punto vulnerable de esta gente… Son difíciles de herir porque no tienen posesiones, están habituados a las incomodidades y no esperan nada. Quizá por eso permanezco tanto tiempo en esta capital de piojos. No me viene otra razón a la mente”.

Volvió a sorber el vino. Contempló la escritura mugrienta de un trozo de papel. Era un ébauche de su trilogía de novelas. Hacía mucho tiempo que había olvidado los puntos de ese esbozo, pero tenía la certeza de que las manchas del vino tenían también un efecto benéfico sobre el papel amarillento.

“Esta era la trilogía que me iba a dar renombre”, pensó.

Recordó cómo había tenido el propósito de dedicar el primer volumen a Eugenie, el segundo a Marie… y ¿el tercero? Ya no lo recordaba. Había pasado mucho tiempo. Ni siquiera recordaba los personajes.

“¡Ah, sí! Me había apropiado de d'Aubond, ese descollante y virtuoso estúpido; lo vestí de caballero, le quité el bigote y lo rebauticé Gerhardt Friedlos. ¡De qué manera lo abrazarían los agitados corazones (si los corazones fueran capaces de tan diestra proeza) de las damas de Alemania, Carbba, Francia e Inglaterra! Friedlos… Ahora lo recuerdo; y no es ningún misterio el que no pueda recordar el argumento: no lo tenía. Meros lances de esgrima, meros galanteos con doncellas, y meros vituperios de un cobarde. Un millar de páginas de sueños de adolescente, sólo para reparar mi figura viril. Además de las dedicatorias, ¿representé también a Eugenie y a Marie en personajes? No entiendo estos garabatos. ¡Ah, sí! En el primer tomo Eugenie aparece como Fajra, la marquesa pelirroja. Se consume en un holocausto horrible cuando sus maltratados servidores se toman justa venganza. Friedlos contempla la penosa escena con emociones encontradas. En el segundo tomo se consuela con los encantos diferentes de Marie, conocida en la ficción como la doncella Malvarma, que muere penosamente congelada en la inmensa llanura de Breulandia en lugar de reconocer su secreto amor. Friedios llega junto a su cadáver cianótico y retorcido y se lamenta, y yo me alegro. Me alegro mucho de no haber escrito jamás esa basura”.

Ernst tomó un lápiz corto y grueso y escribió en el estrecho margen que quedaba en la hoja:

«Me pica la cabeza. Al rascarme reabro viejas heridas mal cicatrizadas. Tengo jaqueca. Detrás del ojo derecho palpita mi cerebro. Tengo los oídos bloqueados, y muy adentro los canales están hinchados como si me martillaran grandes tarugos. Es constante el goteo de la nariz, y siento la cara como cubierta de arena. Me sangran las encías; tengo dolor de muelas. Todavía siento quemada la lengua por el té de la mañana: la garganta me duele y está seca».

Este catálogo continuaba por los márgenes del papel hasta abajo, para terminar:

«Se me acalambran los arcos de los pies a intervalos regulares, cuando me acuerdo de ellos; se me laceran los dedos de los pies, me duelen por debajo y tengo hongos entre uno y otro. Ahora me arden hasta conseguir que me orine, pero hará falta observar esto último: no está confirmado».

Sobre el mantel sucio de círculos de chocolate y de café comenzó otra lista, paralela a la anterior:

«Los continentes están sacudidos por los escalofríos de la fiebre de la guerra. Europa, mi lejano primer hogar, se retuerce en su lecho de enfermo, desde los Urales hasta el mar. Asia se tambalea hacia la falsa adolescencia de la senilidad, lo que la hace más peligrosa. Breulandia se alza en el norte y en el este, y ¿quién sabe algo de sus propósitos y motivos? Al sur de la ciudad el África dormita, despoblada y estéril bajo un sol cauterizante. ¿Las Américas? Demasiado grandes para colonizarlas, para gobernarlas, y para que nos ayuden».

“¡Oh! ¿A quiénes me refiero como ‘nosotros’? El mundo está fragmentado al punto que ya no sabernos ni conocemos más que lo de cada uno. Yo, un político hipocondríaco en el exilio, encuentro síntomas en todas partes. Quizá si estuviera aún en el aterido mundo académico de antes no me daría cuenta de todo esto: Otio sepoltura dell’uomo vivo, el ocio es la tumba del hombre vital. Ahora tengo tiempo para escribir listas”.

Advirtió, ¡por supuesto! significados trágicos en ambos inventarios, cuando los tuvo completos. Sacudió con pena la cabeza y se quedó mirando, pensativo, el vaso de vino, pero nadie reparó en él.

Ernst dobló la hoja que contenía la síntesis de su trilogía y la primera lista, y la guardó en el bolsillo. Echó una ojeada a la segunda otra vez. Leyó: «Ahora tengo tiempo para escribir listas». “¿Qué significa? ¿A quién quiero afligir?”, se dijo. Tras la barandilla, en la acera que bordeaba el Fée Blanche, estaba sentado Kebap, el chiquillo que se llamaba “carne asada”; le hacía muecas burlonas.

—¡Hola, akkei Weinraub! Estoy de vuelta. Vengo a molestarlo, ¿sabe?

—Lo haces muy bien —le dijo Ernst—. ¿Conoces algo de poesía?

—Conozco poesía; conozco la que escribe el akkei Courane. Eso es poesía; todos lo dicen. ¿Usted también escribe poesía?

—En mi juventud —dijo Ernst.

—Entonces es una suerte que yo no sepa leer —repuso Kebap con malicia—. Veo que su chico de todos los días todavía no le trajo su cena.

—¿Por qué te dicen “carne asada”? Me parece poco probable que la hayas visto alguna vez.

—Uno de mis tíos me llama así. Dice que es lo que parecía cuando nací.

—¿Tienes muchos tíos? —preguntó malicioso Ernst.

Kebap abrió bien los ojos.

—¡Oh, claro! —Y agregó con solemnidad—: A veces, uno nuevo cada día. Mi madre es muy hermosa, muy discreta y casi siempre muy callada. ¿Quiere conocerla, akkei?

—Hoy no, bribón. —Sostuvo el mantel en alto y continuó—: Estoy muy ocupado.

Kebap resopló.

—¡Claro! ¡Claro, akkei! —dijo, y salió corriendo.



—Buenas tardes.

Era Czerny, todavía vestido con el uniforme gris del Ejército de los Ciudadanos. Ernst advirtió que la túnica carecía de las insignias o indicaciones de grado. Quizá el Gaish era todavía tan pequeño que los hombres contaban sólo con dos o tres oficiales en toda la organización, y aquí estaba el hombre, otra vez, para convencerlo de que la situación no era tonta, después de todo.

—Usted es hombre de palabra, monsieur Czerny. ¿Quiere volver a sentarse conmigo? ¿Toma un trago?

—No, tendré que rechazárselo —dijo Czerny, mientras se sentaba a la mesa con Ernst—. Espero que su cita haya terminado satisfactoriamente.

Ernst gruñó. Era evidente que no iba a agregar nada más. Czerny rezongó por lo bajo.

—Mire —dijo—, no quiero volver a esa estúpida discusión con usted. Esto ya no es un pasatiempo. Tiene que elegir un bando: está con nosotros o contra nosotros.

El grave empaque del hombre divirtió a Ernst. No comprendía su urgencia, en absoluto.

—¿Contra quién va a luchar? No lo entiendo. Quizá si les pagara bastante podría contratar a algunos árabes, pero es demasiado lejos para pedirles que cabalguen hacia una sola batalla. Tal vez si dividiera su pelotón en dos, una parte podría iniciar una revuelta civil y la otra podría reprimirla; pero la verdad es que yo quiero únicamente ver qué pasa.

Quizá fuera el calor de la hora, o la cantidad de alcohol que había bebido, o los fastidiosos acontecimientos de ese día, pero Ernst no estaba dispuesto a concederle a Czerny el placer de ningún punto de debate. Era poco frecuente que alguien se llegara hasta Ernst con una demanda, y estaba decidido a aprovechar la oportunidad de disfrutarla hasta el fin. Poco le importaba que al hacerlo tuviera que disgustar o acaso enemistarse con Czerny. Si estaba muy necesitado de la ayuda de Ernst, volvería; si lo que Czerny decía no era lo que se proponía… merecería todo cuanto quisiera urdir Ernst.

—No llegaremos a nada —dijo Czerny, con voz firme y contenida— hasta que usted deje de considerar a mi ejército como un juguete, y a nuestra causa como lanzazos contra molinos de viento.

—¡Mi querido Czerny! ―replicó Ernst con parsimonia—, es bastante lo que revela cuando dice “mi ejército”: se descubre usted mismo… se muestra… se desnuda… ¿no lo ve? Se expone. ¡Eso! Tengo que decírselo. Se expone, pero en este lugar y en esta época acaso sea ésa la forma más recomendable de expresión.

—¡Caramba! Usted es un idiota. No estoy pidiéndole que sea un cochino goundi. Nos bastaría con poner avisos para reclutar suficiente infantería, pero lo que escasea en este lugar es la inteligencia. Lo necesitamos a usted y a otros como usted. Le prometo que nunca tendrá que empuñar un rifle, ni enfrentarse a un tirador; pero tiene que ser lo bastante hombre para ponerse de nuestra parte, o lo barreremos a un lado con el resto de la decadencia.

—¡Retórica, Czerny, pura retórica! —repuso Ernst con risitas de borracho—. Vine aquí para alejarme de todo eso. ¿Quiere dejarme tranquilo? Me siento en este lugar a beber; no le importuno mientras juega a los soldados. No soy más útil que usted, pero al menos no fastidio a nadie.

Ernst miró a su alrededor con la esperanza de que surgiera alguna contingencia que lo liberara. Nada ocurría. Tal vez pudiera armar suficiente batahola con Czerny para que monsieur Gargotier les pidiera que se marcharan. El riesgo de ese plan era que Czerny no dejaría de invitarlo a otro sitio donde su Gaish estuviera en ventaja. Hacía falta algo más sencillo. Quizá volviera el irritante jovencito. A lo mejor el chico cambiara de blanco ―Czerny estaría mal dispuesto como para ignorar a Kebap―, pero esto tampoco parecía muy probable.

Czerny descargó el puño sobre la mesita; la tapa metálica se zafó de las tres patas e hizo caer al suelo el vaso de Ernst. Czerny no pareció advertirlo; siguió hablando a pesar de la caída de la mesa y la rotura del vaso.

—¡Utilidad! ¿Cómo puede hablar de utilidad? ¿Alguna vez leyó algo de política, de economía? ¿Sabe qué es lo que mantiene viva a una cultura?

—Sí —contestó Ernst huraño—. La gente que no fastidia a los demás.

—¡Una buena guerra por cada generación! —prosiguió Czerny, sin escuchar a Ernst y viéndolo ya como enemigo—. No faltan autoridades. Maquiavelo dijo que la causa primordial de la inestabilidad de una nación es el ocio en paz. Eso es lo único que esta ciudad ha conocido, y ahí tiene los resultados.

Czerny señaló hacia la calle. Todo lo que Ernst vio fue una mujer joven con una falda corta de cuero, desnuda de la cintura para arriba. A la mirada de Ernst respondió saludándolo con la mano.

Reflexionó que había pasado mucho tiempo desde la época en que podía sentarse a contemplar a esas adorables muchachas. Uno debe tener el derecho de hacerlo sin temor a interrupciones, pero nunca falta alguna guerra, enfermedad, celos, negocios y, siempre, el hambre.

“He pedido muy poco en mi vida; la verdad es que todo lo que querría tener ahora es un sitio tranquilo en el suburbio de St. Honoré para contemplar a las jóvenes parisinas. En cambio estoy aquí, y esa única mujer morena y distante es infinitamente preferible a los delirantes desvarios de Czerny”. Sonrió a la mujer semidesnuda; ella se volvió un momento. Un chiquillo estaba a su lado, detrás de ella; la mujer le habló al oído. Ernst lo reconoció, ¡por supuesto! Rió; no pasaría mucho tiempo antes de que Kebap comprendiera que ni por laborioso, ni por emprendedor lograría nada en ese maldito lugar.

—¡No puede permitirse el lujo del silencio! —exclamaba Czerny a gritos.

—¡Ah! ―replicó Ernst, molesto—. No me había dado cuenta de que lo suyo estaba comprometido hasta tal extremo. En realidad, supuse que sus camaradas se estaban pavoneando, pero es muchísimo peor. ¡Pues bien! No lo molesto más, si eso es lo que le preocupa, pero aún no comprendo su ansiedad por conseguirme. No he tenido un rifle en la mano desde los días en que cazaba perdices en Madrid.

—Ni siquiera me escucha —masculló por lo bajo Czerny, resentido.

—No, me parece que no. Dígame otra vez qué es lo que quiere.

—Quiero que se una a nosotros.

Ernst sonrió con amargura mientras contemplaba su nuevo vaso de vino.

—Lo lamento —dijo—. Ya no tomo más decisiones.

Czerny se incorporó. Pateó hacia la calle un fragmento de vidrio del vaso roto.

—Se equivoca —replicó—. Ya tomó una, y muy mala.

CAPÍTULO NOVENO
Ernesto hizo sombra con la mano sobre los ojos y miró por la rendija que dejaban las tablas.

—Ni siquiera sé por qué se toman el trabajo de poner estos tablones —dijo a Darlaine, su nueva compañera—. Si supusieron que iban a ayudar a proteger las ventanas, fue una estupidez. Contra el desastre del representante, las ventanas no van a servir de mucho. ¡Qué demonios! Pasa cualquier cosa y cada uno trata de aferrarse a lo que tiene.

—Eso me figuro —comentó Darlaine, sacudiendo su pelo sobre los hombros—. Lo comprendo. A veces me pareces demasiado crítico. Quiero decir que ésta es una situación terrible, y no se puede aporrear a una persona por actuar de manera extraña.

—Pues yo puedo —dijo Ernesto—. Veo que alguien merodea por allí; dame esa piedra.

Darlaine se inclinó para tomar la piedra que él le señalaba. Ernesto se volvió y contempló el río de gente que se deslizaba despacio. “Así se van a agotar ―pensó―. Si puedo aguantar hasta que empiecen a desmoronarse, tendré la ciudad para mí solo”.

—Toma, ¿está bien?

—Muy bien —contestó él al tomar la piedra—. Retrocede un poco, que el gentío no te atrape. Es como una marea. No volvería a encontrarte nunca más.

—¿Eso te molestaría mucho? —le respondió ella con una sonrisa y se mordió el labio.

—Un poquito, sí.

Eligió un claro entre las tablas, mayor que los otros, de unos cuatro dedos de ancho. Sostuvo la piedra con ambas manos y comenzó a golpear con todas sus fuerzas. Saltaban astillas de la madera, pero las tablas no cedían. Levantó la piedra sobre la cabeza y la descargó. Repitió el golpe varias veces; las tablas no se movieron, pero oyó el musical sonido de vidrios rotos.

—Me parece que di en la ventana. Esto los hará salir.

Siguió golpeando sobre la barrera de madera. Pronto oyó un rechinar en la puerta, junto a la ventana tapiada. Dejó de golpear y esperó. La puerta se abrió un poco. Dentro estaba obscuro. Ernesto no veía nada, pero una voz comenzó a gritarle:

—¿Qué se cree que está haciendo? —chilló la voz desde dentro de la casa—. ¿Por qué no nos deja tranquilos?

Ernesto dejó caer la piedra e hizo un gesto de asentimiento a Darlaine. Fue hacia la puerta, que volvió a cerrarse con rapidez. Sin embargo, antes de que la persona que estaba dentro pudiera echar el cerrojo, de un empellón con el hombro logró abrirla. Entro en el obscuro cuarto con paso vacilante; Darlaine lo siguió nerviosa.

—Yo estaba en lo cierto —dijo Ernesto, mientras se sacudía el polvo de la ropa—. Hace dos días había aquí una tienda de comestibles. Me imaginé que la vieja podría estar aún aquí, pero no contaba con encontrar a toda la familia.

Un hombre delgado, de mediana edad y cuidada barba gris se le enfrentó. Tenía en la mano una pesada barra de hierro.

—¡Bien! ¿Qué quiere ahora?

—¿Cree que me va a pegar con esa barreta? —le preguntó Ernesto—. Sabe que si pretende hacerme algún daño con ella tendrá que alzarla y revolearla como un bate de béisbol. Y pesa bastante, ¿no es verdad? Pues bien, al instante que empiece a moverla la esquivaré, y le dejaré tendido por el resto del día. ¡Mire!

Avanzó pocos pasos hacia el otro, que levantó la barra, amenazador. Ernesto sacudió la cabeza, estiró la mano, se apoderó de la barra y se la quitó con facilidad. El hombre de la barba ni siquiera protestó.

—Así es —comentó, apesadumbrado—. Usted y todos los que son como usted se complacen hoy en actuar como malhechores. Es como una Navidad satánica. ¿Qué quiere?

—No queremos importunarle ni molestarle —intercedió Darlaine—. Sólo pretendíamos adquirir algo de comer.

—En este lugar tiene bastante mercadería ■—agregó Ernesto—. ¡Con toda seguridad!

—Esto es un comercio —dijo el hombre―. Es cosa nuestra; el sostén de mi familia. No puedo abandonarlo todo. Si le doy comida vendrá todo ese gentío inmundo adentro, a arrebatar cuanto encuentren. Antes de una hora estaremos arruinados. Usted desencadenaría una revuelta. Destruirían la tienda; golpearían a mi familia y quizá nos matarían.

—Usted no tiene una idea clara de lo que está ocurriendo —le dijo Ernesto, esgrimiendo la barra de hierro—. En primer lugar, ahora soy yo quien tiene su arma, y como usted ya ha comprobado no tendré empacho en usarla. Pero dejemos eso ahora. Quiero que comprenda que Darlaine y yo somos algo diferentes de los otros de ahí fuera.

—¡Por supuesto! —exclamó la vieja que estaba en el fondo obscuro de la tienda—. Los otros nos dejan en paz.

—No es precisamente eso lo que quiero decir —dijo Ernesto, con una sonrisa forzada—. Los otros tienen una idea fija: conseguir un cospel. Claro que esa idea es también primordial para mí, pero tengo otras consideraciones: necesito comer, necesito descansar. De otro modo no podré continuar la búsqueda. Esos tontos van a matarse entre ellos si siguen así. A la larga creo que la previsión nos dará una ventaja.

—Muy sensato —dijo el dueño de la tienda—. Tendré el gusto de venderle lo que usted necesite.

—Veo que no quiere entenderlo. Este asunto de los cospeles acabó con la libre empresa. El lucro perdió su atractivo, al menos para la gente cuerda y normal. ¿Dónde se propone gastar su dinero? Irse a Catswills no los librará del desastre.

—¿Qué sabe del problema que nos amenaza? —dijo la vieja—. No me hable de desastres.

—¿Cuándo ocurrirá ese desastre? —preguntó el barbudo—. ¿Esta noche? ¿Mañana por la mañana? ¿La semana que viene? ¿El año próximo? Si consigue su cospel, ¿cómo va a vivir hasta entonces?

—Me parece que será muy difícil volver a la vida normal después de hoy —dijo Darlaine.

—Trataremos —contestó el hombre.

—¿Qué me dice de sus cospeles? —preguntó Ernesto—. ¿Están todos sentados aquí porque ya los tienen? ¿Dónde los consiguieron?

—No tenemos cospeles —dijo la vieja—, ni los conseguiríamos jamás. Somos demasiado viejos y débiles. Si el destino quiere que lo hagamos, sobreviviremos. Mientras tanto protegemos lo que es nuestro.

Ernesto suspiró.

—Cuanto más lo pienso, más me gusta esta cosa de los representantes. ¡Mi Dios! ¿Qué se ha hecho de las buenas agallas de antes? ¿Van a esperar aquí a que se filtre por debajo de la puerta la inundación de esta marea de muerte?

—Somos felices, como lo fuimos siempre —dijo la vieja—. ¿Usted no?

—Todavía no —repuso Ernesto.

—No, hasta que consigamos nuestros cospeles —aclaró Darlaine.

Estas personas, como Gretchen, se escondían de la terrible realidad que se desarrollaba a pocos pasos, en la calle. Como ella, encontraban justificación para su conducta, razones que les sonaban con lógica perfecta. Era alguna clase de locura: una incapacidad para enfrentarse a la crisis, aunque esa evasión entrañara una muerte cierta. En otras circunstancias podría haber sido divertido. “Aquí está este pobre idiota ―pensó Ernesto―, defendiendo sus latas de comida con más denuedo que a su propia vida”.

Las escalas de valores de las personas se desmoronaban rápidamente. ¿Qué procuraba cuidar este hombre en su tienda? Pronto iban a morir casi todos. ¿Y qué creía Gretchen que podía hacer en favor de Stevie? ¿Acorralarlo en la nursery? Lo condenaba a morir con ella cuando llegara la gran debacle.

—¿Cómo se llama? —le preguntó Ernesto.

—Capataz —dijo el hombre de la barba—. John Peter Capataz. Este negocio es mío.

—Lo sé —dijo Ernesto—. Vine aquí algunas veces.

—Capataz —dijo Darlaine—. En español, «capataz» es el que manda.

—El que manda, ¿eh? Pues lo lamento, jefe; voy a despojarlo de un poco de su autoridad —le dijo Ernesto—. Es hora de que la gente como usted se dé cuenta de que los tiempos cambian. No puede amontonar cosas en un almacén como éste mientras hay personas hambrientas como yo. Esa clase de cosas ya no marcha, jefe.

Volvió la espalda a Capataz y a la vieja y se puso a husmear entre los estantes de comestibles.

—Está bien —dijo Capataz—. Tome lo que necesite, llévese lo que tengo. Tómelo y márchese. Déjenos tranquilos.

—Usted tiene siempre respuestas para todo, ¿eh, patrón? ¿Sólo que lo dejemos en paz? ¡Oh! No sé cuánto tiempo trabajé para usted, sin tener jamás un minuto de descanso, mientras usted se escondía en los alrededores con su maldito cuaderno. Cada vez que me paraba a respirar, ahí estaba anotando y espiándome. Me dice que el viejo Jennings nunca veía esos informes. Espera que se lo crea y que ahora lo trate como a un antiguo camarada. De pronto, sin su libretita mágica tiene miedo, ¿no es verdad?

Dio la vuelta en un recodo del pasillo, llevando en una mano la barra de hierro y dos latas de verdura envasada en la otra. Con rabia golpeó las latas sobre el mostrador y trató de atrapar a Capataz. Darlaine gritó; Capataz se refugió detrás de una congeladora.

—¡Muy bien, Sokol! —le dijo riendo—. No necesitaré hacer nada. Los representantes tendrán que encargarse de hacerlo por mí.

Darlaine le tiraba de un brazo. Él seguía riendo. Ella lo arrastró fuera del negocio, llevando las latas.

—¡Adiós! —lo despidió la vieja, con una risotada parecida a un cacareo seco—. ¡Buena suerte y que Dios lo bendiga!



—¿Te sientes bien, Ernesto? —le preguntó Darlaine.

—¡Claro! Me parece… creo que estoy un poco cansado.

Ambos se detuvieron fuera de la tienda de Capataz, apretándose contra la pared del edificio y separados de la muchedumbre que seguía moviéndose furiosa por Fulton Street. Cada uno tomó una de las latas de verduras y la abrió presionando las tres perforaciones plásticas. Torcieron las tapas y se pusieron a comer sin hablar, mientras extraían con los dedos la sustancia parda y blanda. Cuando terminaron tiraron las latas al suelo. Ernesto miró por Fulton hacia Flatbush. Meditó mientras se secaba los dedos en el pantalón.

—Supongo que no hay ninguna diferencia.

—Antes íbamos hacia allá —le dijo Darlaine—. Demoramos bastante en llegar hasta acá. De todos modos, podríamos seguir caminando.

—Es seguro que no hay nada por donde vinimos. Bien. No te separes de mí.

Volvieron a mezclarse con el gentío. Al momento Ernesto experimentó una sensación de desagrado, tanto por la muchedumbre como por lo que ésta lo obligaba a realizar. Se encogió de hombros. Sólo tendría que pasarse el día marchando en una dirección o en otra, y luego todo habría terminado. No se sentiría tan mal si pudiera dejar de prestar atención. Podía hacerlo; sabía que podría. Sólo le bastaría recurrir a una reserva de esfuerzo y voluntad. Se volvió hacia Darlaine.

—Escucha —le dijo—. Voy a aplastar a unos cuantos para sacarlos del medio. No te me acerques mucho, podría lastimarte, pero no te detengas o te perderé. Sigue como ahora; quizás un paso o dos más atrás.

Ella asintió y agitó la mano. Aunque parezca raro, Ernesto se preguntaba qué estaría haciendo Eileen en ese momento, o la fusiblera, cualquiera fuese su nombre.

ÍNTERIN E
En 1920, Babe Ruth batió el sorprendente total de cincuenta y cuatro home-runs. Weinraub no asistió a ninguno de ellos, aunque siguió la campaña de los Yankees por los periódicos. Las obligaciones con el Partido Comunista nunca le daban la oportunidad de ver en persona a su héroe del béisbol. Con Gretchen como compañera y tutora viajó por los estados del este. La ciudad de Nueva York lo dejó maravillado, como fascina a todos cuantos la visitan por primera vez; pero en el país encontró muchas más cosas que esa mera ciudad gigantesca. Weinraub empezaba a darse cuenta de la magnitud de su misión: minar la fortaleza espiritual de esa nación parecía mucho más de lo que una persona o una causa pudieran lograr. Nada encontró de la ulcerosa decadencia de Jermania, ni siquiera en el corazón de las grandes ciudades de Ostamerika.

Gretchen, más experimentada, se desmoralizaba menos.

—Debemos proceder paso a paso —dijo un día de fines de noviembre—. Tenías la idea equivocada de que podríamos introducirnos en un vecindario de clase baja, imprimir algunos volantes y carteles, decir un discurso en la plaza de la localidad y conquistar así la mente capitalista de estas personas. Crees estar todavía en Frachtdorf, querido Ernst; éste es el ancho mundo.

Tenía razón, por supuesto. Para que la misión pudiera concretarse de alguna manera, Weinraub tendría que vencer el aprecio que sentía por el pueblo norteamericano y también el asombro ante sus creaciones. Debía comenzar a pensar en términos de detalles concretos. Los jefes del Partido en Berlín —y antes de ellos, también los de la Unión Soviética— publicaron pautas y orientaciones para los grupos de estudio y las reuniones de debate. Los panfletos, que llevaban por título “La estrategia comunista” y “Conversión, no conquista” eran bastante comunes aun en Frachtdorf. Pero cuando debían referirse a métodos prácticos, esos folletos eran incompletos y abstractos. Era perfectamente lógico programar un “deterioro del respeto por los valores tradicionales”, pero ¿qué tiene que hacer uno para llevar eso a la práctica?

A fines de ese año, Weinraub y Gretchen se decidieron por una base de operaciones: un pueblito llamado Springfield. Arribaron allí poco después de la fiesta norteamericana del día de Acción de Gracias, y alquilaron una casa amplia y ventilada cerca del centro. No pasó mucho tiempo antes de que los habitantes de la localidad divulgaran la noticia de la llegada de una joven pareja jermana. Muy pronto Weinraub y Gretchen comenzaron a recibir visitas de muchos de sus nuevos vecinos, que les deseaban buena suerte y solían formularles preguntas embarazosas. Los dos jermanos las soportaron con paciencia y buen humor, en aras del proceso de asimilación, a pesar de lo desagradable que eran, pues constituían el primer paso hacia la victoria final.

—Al menos en estas etapas iniciales —le señalaba Gretchen— observarás cómo las masas sin educación nos brindan su apoyo sin saberlo. Podríamos aprender a valernos de su innata franqueza y generosidad, esas mismas cualidades que los llevaron a la desdichada esclavitud respecto de sus amos de la clase superior. Cuando estos trabajadores conozcan nuestra formación y nuestros objetivos se convertirán en resentidos, desconfiados y hostiles. Este período dura mientras el conocimiento en nuestra política sea incompleto. Tan pronto como nos comprendan del todo volverán a nuestro lado como amigos, vecinos y aliados políticos.

—Entonces, ¿ya has experimentado este fenómeno antes, Gretchen? —le preguntó Weinraub.

—Dudas todavía, ¿eh? —repuso ella sonriente—. Nuestra propia educación es incompleta, diría yo. Espera y verás si no tengo razón.

—No dudo de tus juicos acerca del carácter de esta gente, ni dudo de los probados métodos del Partido. Únicamente me falta fe en mis propias aptitudes.

—Para eso estoy yo —dijo Gretchen—. Para sostener tu moral.

—¿Esa es tu misión aquí? No lo sabía.

Gretchen besó a Weinraub en la mejilla.

—No hables en ese tono a tu jefe en el Partido —le dijo con suavidad.

Luego, durante una hora los dos jóvenes jermanos olvidaron la urgencia de su empresa.

En febrero de 1921 Weinraub ingresó en la Asociación Literaria de Springfield, un círculo local de reseñas de libros que se reunía dos veces por mes en la pequeña biblioteca del pueblo. Esta actividad había sido proyectada por Gretchen como primera embestida para derribar la filosofía norteamericana. Weinraub no estaba muy convencido, pero se reservó su opinión. En la primera reunión fue calurosa aunque nerviosamente saludado por los otros miembros del club.

—Este mes tenemos con nosotros a un nuevo lector —dijo la señora de Royal Athcock Smith, la presidente del club—. Estoy segura de que todos ustedes han tenido la oportunidad de conocerlo, en los pocos meses que él y su encantadora mujer han residido en nuestra comunidad. Sé que el señor Weinraub nos aportará nuevas nociones: enfoques definidamente europeos, de los cuales todos nosotros podremos aprender mucho. Espero que todos le presten apoyo, pues su inglés todavía no es perfecto. Tengo el placer de darle la bienvenida a este representante culto y encantador de la nación jermana. Estoy convencida que nos confirmará que Jermania es, después de todo, un país muy parecido al nuestro, con su rica herencia de arte, música y literatura, y que es hora de olvidar nuestras diferencias y concretar una convivencia en una verdadera comunidad mundial de paz y fraternidad.

Weinraub se sentía incómodo, transformado de pronto en el foco de la atención de todo el grupo. Sonrió, pero rehusó hacer uso de la palabra. La señora Smith tartamudeó un momento durante esa presentación, pues su propósito era hacer que Weinraub dirigiera la palabra al club y prolongara de tal modo la reunión al menos otros tres cuartos de hora, o una hora más. En cambio, debió referirse a la primera novela puesta a consideración para esa velada.

Más tarde, esa misma noche en su casa, Weinraub describió a Gretchen lo que había sido la reunión.

—No sé si podré volver a hacer eso otra vez —le dijo con pesar—. Ni siquiera por el Partido… ni siquiera por el bien de los trabajadores oprimidos de todo el mundo. Es pedirme demasiado. No soy un héroe, sino sólo un modesto funcionario de una provincia meridional.

—Eres mi héroe —le dijo Gretchen—, y si no haces lo que yo digo terminarás ensartado en una pica para hielo, como el villano contrarrevolucionario de la fiesta de fin de curso, en la escuela elemental. El Partido no malgasta nada ni deja cabos sueltos. Si Berlín decreta que tienes que alternar con las abuelas de Springfield… pues bien, tuviste la oportunidad de renunciar a tus deberes varias veces. Ahora es demasiado tarde: te tengo atrapado.

—Entonces tengo que leer este libro antes de dos semanas —dijo. Tenía en su mano un volumen titulado A este lado del paraíso, de F. Scott Fitzgerald.

—No me digas cómo termina —le ordenó Gretchen.

El primer jueves de marzo de 1921 Weinraub volvió a la biblioteca de Springfield después de leer el libro de Fitzgerald y de planear con Gretchen la estrategia. Esperó a que terminara la parte formal de la reunión; luego, mientras los otros miembros del club discutían los méritos del libro, introdujo un punto de controversia.

—Me pregunto —dijo— si la literatura no podría señalar alternativas que la humanidad busca en la palestra de la política y las relaciones humanas.

Los miembros de la asociación literaria se volvieron para mirarlo sin disimulo. Por un momento experimentó el terror no sólo de fracasar en la siembra del pensamiento comunista, sino de quedar indeleblemente marcado como un tonto.

—¡Ah! Herr Weinraub —exclamó complacida la señora Smith—. Me alegro de que tome parte activa en nuestra discusión de esta semana. Estoy segura de que nuestros amigos, amantes de los buenos libros, estatán tan interesados como yo en oír sus ideas. ¿Quiere exponerlas?

Weinraub inspiró hondo.

—Al leer esta excelente novela —comenzó con lentitud— me preocupaban dos o tres pensamientos. Deben comprender que tales cosas no se reducen a los escritos de Fitzgerald; son conceptos que han ido desarrollándose en mi mente desde el comienzo del reciente conflicto. No sé si siempre es bueno emplear la fuerza para imponer los objetivos morales. Esta es la clase de tema que casi toda la literatura elude. Es verdad que en algunos libros se alcanzan, y en otros no, por la fuerza las metas que todos deseamos; pero no se cuestiona el empleo de la fuerza, o su renuncia: se la emplea o no según lo requiera la situación, sin una evaluación crítica. Creo que, como seres civilizados, debemos emplear nuestro tiempo en tomar precisamente esa decisión.

El silencio reinó en la sala; por último, habló un hombre maduro.

—No sé qué relación tiene eso con la observación del señor Camberley respecto de la obscenidad en los escritos de Fitzgerald.

—Me parece que el señor Weinraub tiene toda la razón —afirmó otra voz—. Creo que debemos analizar esto en detalle y elaborar algún tipo de programa ético. Quizá podamos enviar a Washington una copia de nuestras conclusiones.

—¡Muy bien! —dijo la señora Smith—. ¿Quiere usted, señor Weinraub, sugerir algún tópico en particular para discutir?

—Por cierto. ¿Cómo puede ser admisible el matar? ¿Cómo puede estar bien robar, mentir o cometer adulterio en ninguna circunstancia imaginable?

—No. Por supuesto que no —dijo una matrona de la primera fila.

—Y ¿qué diremos de la guerra? —preguntó el señor mayor que había hablado antes—. Es seguro que en tiempo de guerra esta bien matar.

—Acaso sea necesario matar, o se espere de nosotros que matemos —terció Weinraub—, pero quizá no esté bien hacerlo.

El debate se complicó. Weinraub se pasaba prudentemente de un lado al otro, sin adoptar nunca una posición inflexible, señalando los pro y los contra de cada argumento y haciendo que cada uno de los miembros del grupo estuviera cada vez menos seguro de lo absoluto del bien y del mal. Al término de la velada había logrado confundir ambos conceptos en la mente de cuantos le escuchaban. El triunfo fue muchísimo más fácil de lo que había imaginado.

También esa noche analizó con Gretchen sus progresos. Ella estaba muy complacida.

—Allí lo tienes —dijo, orgullosa—. Ya ves lo simple que es usar a esta gente tonta en nuestro trabajo. ¿No es gratificante? ¡Qué idiotas son! Y ¡qué agradecidos se muestran por nuestros ofrecimientos de orientación!

—Pero… ¿adonde los conduciré? —preguntó Weinraub.

—Ahora tendrán muy poca necesidad de conducción: seguirán la ruta obvia, que es lo mejor que podría ocurrir, porque no tienen la menor idea de que han sido subvertidos. Todo es voluntario; resultará como un juego para ellos.

La predicción de Gretchen se cumplió. El grupito literario canalizó sus energías colectivas hacia el debate de las pautas tradicionales de conducta; muy pronto las discusiones se apartaron de los casos definidos y la emprendieron con el campo abstracto de la especulación pura. Allí era donde Weinraub se sentía más seguro, pues nada de lo dicho se podía circunscribir ni probar en términos prácticos.

Por lo general se sentaba y oía en silencio. Decía apenas una que otra palabra para que la conversación no se desviara de las líneas aceptadas por el Partido. Por fin, después de varias semanas de charlas, algunos de los miembros comenzaron a redactar artículos y ensayos breves. El periódico semanal de Springfield publicó algunos. En las reuniones de la Asociación Literaria leyeron otros para que los miembros reunidos los criticaran. Weinraub se ofreció a redactar una extensa presentación donde sintetizaría los puntos principales de aquellos trabajos para que pudieran ser publicados bajo la autoría de la Asociación Literaria de Springfield.

Con esto como primer trampolín, Weinraub comenzó a concertar entrevistas con diversos líderes cívicos y culturales de la región. Habló en conferencias de padres y en organizaciones de maestros. Disertó ante grupos literarios de las ciudades cercanas. Como ciudadano jermano, sus ideas eran objeto de atención, aunque nunca dejó de sentir que suscitaba algún recóndito resentimiento.

Un día, al comienzo del verano, recibió una invitación de un distinguido líder religioso del estado. Gretchen estaba emocionada; era la primera prueba tangible de su triunfo. Se sentía orgullosa y feliz, aunque esto significara que Weinraub estaría fuera varios días.

Así, una semana más tarde Weinraub visitó otra de las ciudades populosas de los Estados Unidos. Había llegado media hora antes de la cita, y esperaba nervioso fuera de la oficina. El letrero de la puerta decía:

Consejo Jermano-Norteamericano del Clero Protestante

Dr. Herbert S. Tieflander, Presidente

Weinraub golpeó a la puerta y entró. El doctor Tieflander estaba sentado tras un gran escritorio vacío.

—Buenas tardes… —le dijo—, ¿Herr…?

—Weinraub. Ernst Weinraub. Buenas tardes. Es muy amable de su parte el haber distraído tiempo de su nutrida agenda para verme hoy.

—¡De ningún modo! ¿Qué puedo hacer por usted, Herr Weinraub?

—Vine a conversar con usted sobre algunos aspectos de la conducta cristiana que nos conciernen a mí y a mis asociados.

—¿Es así?

—Sí, señor. Nos parece que la Iglesia está lamentablemente atrasada, en lo que a conciencia social se refiere. Es indudable que las situaciones han cambiado desde los días medievales. Las personas y las circunstancias jamás son llanamente negras o blancas, como la literatura de la iglesia los pintó siempre. Estamos en la década de mil novecientos veinte. ¿Por qué se aparta la Iglesia tan radicalmente de la sociología y la psicología modernas, y hasta del sentido común?

—No tenía idea de que existiera tal discrepancia —dijo el doctor Tieflander, con aire atento y sincero, desde el otro lado de la tersa superficie del escritorio.

—¡Pero así es! ¿Es la suya una interpretación literal de la Biblia?

—No exactamente; es bastante obvio el empleo de simbolismos y metáforas.

—Pero es variable la medida en que cada persona considera metafóricas a las Sagradas Escrituras, ¿no es verdad?

—Sí, por supuesto.

—Y ¿quién puede decir qué es lo correcto? Entonces resulta que hay que juzgar la conducta de igual manera, según las circunstancias. Las cosas son relativas. Lo que en una situación está categóricamente mal, está autorizado en otra situación.

—¿Es esa alguna nueva clase de moralidad caprichosa? ¿Usted reclama a una sociedad tolerante, que reemplace el orden ético de hoy?

—No reclamo nada —contestó Weinraub, juntando los dedos, sonriente—. Sugirió únicamente que la Iglesia podría mejorar con una perspectiva más humanista y con mayor conciencia social.

—Comprendo, pero no tenemos ni el tiempo ni el dinero para intervenir en los asuntos laicos.

—Sus congregaciones deberían estar impacientes por ayudar. Es en eso donde se necesita más a la Iglesia, recuérdelo. Me parece que es hora de que abandone su torre de marfil.

—Tal vez tenga usted razón, después de todo.

—Si la Iglesia volviera a descubrir su rol ayudaría a unir a nuestros dos atribulados países. Hace mucho que se extinguieron las antiguas restricciones sociales, que necesitaban de las prohibiciones de los clérigos. Hay que liberar a los cristianos de cánones anticuados, y hacer que actúen con responsabilidad y madurez, conforme sólo con la suprema Ley que llevan dentro.

—¿Tiene algún material publicado que exponga esas opiniones?

Weinraub abrió su portafolios.

—Por cierto. Puede quedarse con éstos, si lo desea.

—¡Gracias! Me interesan mucho, y me gustaría mostrárselos a algunos de mis colegas.

Weinraub estrechó la mano del doctor Tieflander y se despidió. Fuera de la oficina, en la larga escalera de mármol vio su propio reflejo en los espejos de las paredes. Se saludó con una mueca y alzó el pulgar en signo de triunfo.

CAPÍTULO DÉCIMO
Ernesto y Darlaine caminaron muy despacio por Fulton Street hacia la avenida Flatbush. El gentío era cada vez más numeroso, y la marcha cada vez más lenta. Ernesto descubrió que iba rezongando, y ese signo de esfuerzo mental lo angustió. Tomo la mano de Darlaine y la arrastró fuera del carril del tránsito, por la avenida Carlton.

—Quiero salir de esta horda —le dijo—. Cortemos camino por aquí; quizá podamos ganar tiempo yendo por De Kalb.

—Como te parezca, Ernie —dijo Darlaine.

Hasta las calles laterales estaban colmadas ahora. Era media tarde y la gente empezaba a inquietarse. Ernesto seguía repitiéndose que si la gente todavía no había encontrado los puestos de cospeles sería porque estaban muy bien escondidos. Tal vez todas las estaciones estuvieran demasiado apartadas unas de otras. Entonces comprendió lo que estaba diciendo y sacudió la cabeza con fastidio, para aclarar los pensamientos, pero siempre reincidía: tal vez ya fuera demasiado tarde.

Pasaron delante de una fila de edificios de deptomodus idénticos, entre Fulton y la avenida Greene; otra fila de edificios de deptomodus entre Greene y Lafayette. En la cuadra siguiente había una escuela. Ernesto condujo a Darlaine por una brecha de la cerca del patio de juegos.

—Vamos a aclarar esto —le dijo.

—No veo nada que haya que aclarar —respondió jadeante Darlaine.

—Yo tampoco, pero no es bueno que me lo digas. Todavía no hemos visto el menor signo de conmoción. Eso significa que no puede haber una estación de cospeles cerca de ninguno de los sitios por donde estuvimos. Muy pronto la gente estará tan cansada que habrá una rueda campacta de diez cuadras de idiotas alborotados, alrededor de cada puesto de cospeles. Subamos a alguna parte para mirar.

—No verás nada en esta ciudad. Con la forma como están estas hileras de edificios, lo único que se puede ver es la calle inmediata. Habría que estar justamente encima de una estación para ver algo, y para eso no hace falta llegar a la azotea, de todos modos.

—Yo lo sé y voy a conseguir uno —dijo una voz gruesa y grave, detrás de ellos.

Ernesto se volvió; por el patio venía caminando hacia ellos un vagabundo andrajoso. Iba vestido con pantalón y chaqueta negros, rotos y manchados, y un ajado sombrero gris. No era muy viejo —no mucho mayor que el propio Ernesto—, pero tenía la cara y las manos en peores condiciones que la ropa. Ernesto tomó a Darlaine de la mano y comenzó a alejarla. El hombre agitó las manos en dirección a ellos, con movimiento de barracho.

—¡Esperen un momento! Yo sé dónde hay cospeles.

—¿Sabe cómo conseguir un cospel? —le pregunto Ernesto—. Dígame dónde lo consigue.

—Mi hermana trabaja en algo relacionado con el Planeamiento Urbano. Tuvieron que planear esto, ¿sabe? No podían largarlo directamente. Tuvieron que planearlo todo, y esta vez mi hermana se encargó de mí. Me dijo que iban a usar las estaciones del subterráneo. Nadie piensa en los subtes. Vaya ahí y pida su cospel. No hay nadie.

Darlaine se quedó mirando a Ernesto.

—No sé. Quizá sea por eso que hasta ahora no vimos nada.

—No lo sé —agregó Ernesto—. ¿Quieres confiar en este tipo?

—¿Conoces a alguien más en quien confiar?

—¿Acaso tiene un dólar? —preguntó el borracho—. Necesito otro dólar para un lugar donde dormir. Ya tengo mi vino.

—Lo siento —le respondió Ernesto.

Cruzaron presurosos por el patio hacia la estación de subte más próxima, a pocas cuadras de la avenida De Kalb. Empujaron con más fuerza que nunca a través de la multitud. Por primera vez en el día tenían un destino. A Darlaine le resultó muy difícil mantenerse junto a Ernesto; él renegaba ahora en voz alta, rabioso, mientras se abría paso por la calle. Una hora después casi habían llegado a la estación del subte.

—Espero que ese borracho supiera lo que decía —exclamó.

—A veces lo saben —dijo Darlaine, esperanzada—. Tienen que saberlo… algunas veces. Lo que importa es saber qué veces. En todo caso, tiene sentido… o parece tenerlo. Ninguna otra cosa pareciera tener ni eso.

—Tengo hambre otra vez.

—Yo tengo sed —dijo ella.

—También estoy cansadísimo y tengo miedo, y estoy harto de la gente que me patea los tobillos.

—Cuando esto termine quizá deberíamos demandar a los representantes. Habría sido muchísimo mejor que enviáramos postales con nuestros nombres y los números de teléfono. Podrían ponerlas en un cajón grande con un embudo, e ir sacando. Después podrían llamar a los participantes favorecidos desde algún programa de televisión para hacerles preguntas sencillas. Si una no gana un cospel, al menos puede terminar con una docena de blusas o una panquequera.

Ernesto se rió.

—Hazme acordar que te cuente mi idea del martes de Carnaval.

—Bien —aceptó Darlaine—, pero me parece que la adivino. Es un modo mejor todavía que éste. Esto es algo de pésimo gusto, eso es. Apostaría que en Londres está mucho mejor ordenado. Estoy segura de que allí no se oye ni chistar: saben comportarse.

—¿Sabes una cosa?

—¿Qué? —preguntó ella, mientras pugnaba por apartar a la gente que la separaba de la espalda de Ernesto.

Estaban sobre su meta: un portal protegido, a pocos metros del subte.

—Tenemos que conseguir uno de esos cospeles.

—Sí, dos, pero ¿dónde? —preguntó riendo la muchacha.

Ernesto se secó el labio superior con la muñeca.

—No lo sé; aquí, espero. ¿Sabes otra cosa?

—No —respondió Darlaine, con un suspiro.

Miró por encima de la multitud. Si en algún momento lograron cierto avance hacia un objetivo desconocido, ambos habían perdido la ventaja lograda como consecuencia del breve descanso.

—Este gentío está acabando conmigo.

—Conmigo también —agregó ella.

Ernesto se puso a empujar hacia atrás entre el apiñamiento. Ella lo tomó del brazo.

—¿Cuántos cospeles necesitabas? —le preguntó.

—¿Eh? ¿Tienes algunos? ¿Todo este tiempo…?

—No —le respondió ella por sobre el hombro—. Sólo preguntaba.

—Uno. Sólo uno —contestó Ernesto después de cierta vacilación—. ¿Por qué?

—Me parece que yo también necesito uno solo.

—Eso hace las cosas mucho más simples, ¿no es verdad?

Ernesto reía. Había dos tachos de basura en la escalera del subte; la basura y los desperdicios se amontonaban sobre ellos. Entre las bolsas y las latas pudo distinguir un brazo inmóvil. Mientras se quedó mirando hacia la obscuridad de la cavernosa escalera, el gentío que estaba detrás se movió y lanzó a Darlaine contra él, haciéndolos caer. Rodaron pesadamente por los escalones hasta aterrizar doloridos sobre el montón de basura.

—¡Esto me faltaba! —exclamó Darlaine—. De veras me faltaba sólo esto.

—Por lo menos, llegamos —dijo Ernesto mientras se incorporaba y ayudaba a la muchacha a pararse.

Con el pie echó a un lado parte de la basura y descubrió el cadáver de una chiquilla de unos doce años.

—Ella también llegó —dijo Darlaine, mirando el cuerpo con disgusto.

—¿Estaría tratando de salir de la estación? ¿Habrá conseguido su cospel?

—No necesitas registrar sus ropas —dijo Darlaine—. Hay un modo más fácil de descubrirlo.

Señaló hacia la penumbra de la estación del subte, al otro lado del cuerpo de la niña. Ernesto asintió y pasó sobre el cadáver. Darlaine lo siguió mascullando insultos.

No había nadie más en la estación. Desde las húmedas paredes llegaba el eco de los pasos de Ernesto, que corría hacia la ventanilla de los cospeles. Estaba cerrada, obscura y vacía. No quiso reconocer cuánto había esperado que el borracho dijera la verdad, ni cuánto lo venció la decepción. Se volvió hacia Darlaine.

— ¡Bueno! Eso es todo; otro rumor que podemos tachar de la lista.

—Quizá no. Me imagino que no distribuirán cospeles de refugio en todas las estaciones de subte de la ciudad de Nueva York. Hay un montón.

—¿Cómo demonios vamos a saber cuáles son las estaciones que sirven?

Ella no contestó. En silencio volvieron sobre sus pasos por el pasaje subterráneo abandonado. Pasaron junto a la lúgubre advertencia de lo que muy pronto les ocurrirá a todos.



Atravesaron el parque Fort Greene, donde los espacios abiertos no estaban tan atiborrados. Parecía muy poco probable que hubiera un puesto de cospeles por allí cerca, pero Darlaine suponía que el gobierno podía instalar alguno para beneficio de las fuerzas de la C.A.S. acuarteladas cerca del río East. Ernesto no podía contradecirla. Dos veces se detuvieron a descansar unos pocos minutos.

Al mezclarse con el río de gente que tomaba la forma de las calles, al otro lado del parque, Ernesto volvió a sucumbir al miedo real. Contemplaba todo desde una distancia aterradora. La escena saltaba como una película mal empalmada; el mundo resbalaba fuera de control, y él no podía imaginar nada para aliviar su pánico. No importaba que el mundo real jamás hubiera estado bajo su control particular. Quería llorar, pero eso se convertía en una sensación de pesadilla. Quería gritar o lastimarse, o hacer algo que de algún modo le devolviera el sentido de vitalidad, pero las calles atestadas y la gente gritona y pendenciera lo espantaba cada vez más.

Pensaba: “Gretchen, estoy contigo. Por primera vez en muchos, muchos meses estamos juntos. Sé lo que sientes; comprendo lo que temes, pero eso no nos sirve de nada. Es como una broma de mal gusto, Gretchen, y te detesto por eso. Te sientas en ese pésimo cuarto de latón frente al televisor chato; miras la nieve gris que cae en todas las estaciones; me odias porque te obligué a admitir que existía algo temible. Cuida a Stevie: hazlo por mí, Gretchen. Ya es demasiado tarde para mí. Es demasiado tarde para todos; creo que es demasiado tarde hasta para los mal paridos que hayan encontrado los puestos de cospeles”.

Miró a su alrededor; estaban en un barrio desconocido. Quería llorar pero, en cambio, se puso a dar empujones a una mujer que estaba delante suyo. Darlaine le tomó del brazo y él se volvió, dispuesto a agredirla. Se calmó al advertir el desagrado en la expresión de ella.

—¿Sabes una cosa? —le preguntó Darlaine.

—¿Qué?

—Por aquí tampoco vamos a ninguna parte.

—¡Qué carajo quieres que hagamos! En cualquier parte que estén esos puestos, si no están muy cerca no nos sirven para nada.

—¿Recuerdas el banco del parque donde paramos?

—Sí —dijo Ernesto desconfiado.

—Encontrémonos ahí esta noche.

—¿Qué?

—Tendremos mejores posibilidades si nos separamos. Busquemos cada uno por su lado. Ahora estamos repitiendo el esfuerzo, y te estoy demorando. Si yo lo encuentro, te lo digo; o tu me lo dices a mí.

—¿Te vas para encontrarte con otro? ¿Cuántas veces lo hiciste antes? ¿Con cuántos otros tipos estás trabajando?

—Tres —contestó Darlaine sin inmutarse.

—¿Por qué tengo que confiar en ti? Si uno de los otros te dice dónde conseguir un cospel, ¿nos lo vas a decir a los otros tres?

Darlaine se mostró ofendida.

—¡Por supuesto! Ya era hora de que me conocieras mejor.

—Sí, te conozco. Y cuando todos tengamos nuestro cospel, ¿con quién te quedarás? ¿Sabes que tienes suerte? Tienes más para ofrecer.

De pronto adquirió una nueva dimensión todo cuanto hasta entonces había dicho a alguna mujer. Cada palabra oída de una mujer se había transformado en una especie de mercancía emocional. Sus propios sentimientos, producto de sus mejores emociones o, con más frecuencia, puras abstracciones de las necesidades físicas, se convirtieron en nada más que moneda desvalorizada. Ninguno, ni hombre ni mujer, había tenido con él una relación que no fuera comercial. Él había dado algo —seguridad, gratificación emocional, dinero— y recibido en cambio una simulación de amor o de amistad. Quedaba Gretchen como excepción. Era demasiado sencilla, demasiado poco hábil para competir en ese tipo de mercado. Era muy fácil engañarla. El único modo de entenderse con Gretchen era en su mismo plano, chato pero fundamental, y por esa razón Ernesto lamentaba el tiempo que había invertido —dilapidado, arriesgado o amortizado— a cambio de aproximaciones a sus estridentes y honestos sentimientos.

—Me quedaré contigo —dijo Darlaine.

—Bien; ¿quieres que te lo crea? Bueno, estaré allí a las diez de la noche.

—Te amo, Ernesto.

—Te veré.

INTERMEDIO 5
La noche se extendía hacia occidente cubriendo con su manto una zona cada vez mayor del continente africano. Los pobres de la ciudad dejaban con gusto sus ocupaciones para correr a sus casas, reunirse con sus familias y cenar. Los pocos adinerados elegían los pasatiempos al azar. En la avenida central los comerciantes cerraban los negocios y bajaban las cortinas metálicas de los escaparates. Se amortiguaban los ruidos de ajetreos, al punto que Ernst alcanzaba a oír los toques de clarín y las voces de mando del Gaish, que practicaba ejercicios en la arena delante de las puertas del norte de la ciudad. Las libaciones del día habían tenido el efecto deseado, al punto de que Ernst no lograba recordar siquiera el enojo de Czerny.

“Parece que no hay pájaros en esta ciudad ―pensó Ernst―. Es lógico; para que vivan en esta vasija de horrores culturales tienen que volar primero sobre ese mundo inmenso, muerto y vacío que se extiende más allá de las puertas de la ciudad: la arena. ¡Qué artilugio tan perfecto para despojarnos de toda esperanza de regresar al mundo! Estamos encerrados como leprosos en una colonia rodeada de arena, grata y totalmente olvidados. Se aprende pronto el proceso de olvidar: primero nos olvida la familia, después la nación. Después nos olvidan los que hemos odiado, nuestros enemigos de los países limítrofes. Por último, cuando hemos llegado a este estado final, nos olvidamos de nosotros mismos.

»Para recorrer las calles de esta ciudad tenemos que contratar a muchachitos que nos recuerden nuestro nombre y nuestra condición; de otro modo desapareceríamos totalmente, como lo rogamos y lo soñamos durante tantos años. Pero no es esa la razón por la que nos enviaron aquí. No vinimos a morir, sino a existir dolorosamente segregados. La muerte sería purificación para nosotros: una descortesía para con nuestros antiguos amigos”.

Miro a su alrededor. El crepúsculo proyectaba agradables sombras sobre el adoquinado de las calles que rodeaban la plaza. Algunas de las sombras se movieron.

—¡En! —gritó Ernst a tientas.

Las sombras estallaron, volaron, se dispersaron en todas direcciones. “Palomas ―pensó Ernst―. Me había olvidado de las palomas, pero eso no invalida mi tesis. Las palomas son necesarias en este lugar. Dormían posadas aquí sobre la arena cuando llegaron los primeros exiliados exhaustos. La descabellada idea de levantar una ciudad debió ocurrírseles a esos indeseables malandrines, al ver a las palomas”.

Pensó que era sin duda una ciudad de inmigrantes. Czerny había escapado de la desquiciada Europa, lo mismo que él, lo mismo que Sandor Courane. Ieneth y su falsa flor, Ua, habían volado desde algún imperio salvaje y misterioso. ¿Cómo era posible que todas las personas refugiadas dentro de los muros de granito de la ciudad hubieran nacido en otro sitio? Imposible; tendría que existir una gran cantidad de población nativa. Ésos debían de ser los más exaltados por la absurda ira del Gaish, ¿quién otro tendría suficiente interés?

Ernst vivía en la ciudad por la simple razón de no tener otro lugar adónde ir. Después de una corta estada en Gelnhausen y en la cercana aldea de Frachtdorf, se embarcó en Bremen rumbo a las primitivas colonias escandinavas que bordeaban el Mar del Norte. Había residido por breve tiempo en Inglaterra y en Francia, pero el nacionalismo sanguinario de esos países le hizo volver a emigrar. Cada vez que quiso establecerse lo hizo en condiciones menos cómodas. Acá, en el borde mismo del África, la ciudad era la última esperanza para los que tenían verdadera necesidad de esconderse.

Una vocecita murmuró detrás de Ernst; era Kebap, el pequeño farsante.

—Conocí otra ciudad como ésta: era en Armenia. Claro que no había arena alrededor que nos encerrara; fue cercada por su propia falta de identidad. Unos cincuenta mil turcos vivían allá, de los cuales varios pudieron haber sido mi verdadero padre. Lo cierto es que “varios” apenas si hace justicia al blanco del ojo de mi madre, ni a la perfección de su piel, al menos en aquellos días de hace una década; pero tengo que ser modesto en todas las referencias, para poder formular otros reclamos con mayores esperanzas de aceptación.

—Eres muy sagaz para tus años, Kebap —le dijo Ernst con tristeza.

—Eso no es difícil a los nueve —dijo el muchacho, y continuó—: Había además una décima parte de armenios y algunos griegos. Con frecuencia pasaban persas, llevando objetos que no lograban vender. Cabalgaban caballos malolientes y camellos de la peor reputación; siempre y constantemente los fastidiábamos hasta que volvían a irse. Las casas de esa maravilla armenia tenía techos planos sobre paredes de piedra, y era costumbre cultivar hierbas sobre los tejados. Como es natural, con el mejor forraje de la región allí arriba, nuestras ovejas y becerros pastaban sobre nuestras cabezas. Cuando estábamos en las colinas, no lejos del pueblo, las casas eran invisibles contra la llanura circundante.

»Olvidé el nombre de esa ciudad. Un día mi madre y varios de mis tíos me llevaron a una larga caminata. Preparamos una merienda de carne fría y agua, porque queríamos escapar a la presencia de los persas que llegaron por la mañana temprano. Lejos trepamos a las colinas, y era casi la hora de la wagib de la noche cuando nos detuvimos. En el viaje de vuelta yo estaba dormido y me llevaba un tío. Me dijeron al día siguiente que no pudieron encontrar la ciudad. Cada vez que investigaban un rebaño de ovejas, descubrían que estaban sobre suelo firme, no sobre nuestros techos. Recorrimos los montes y las tierras cercanas durante semanas en busca de la ciudad enmascarada. Por fin llegamos aquí.

—Tus tácticas fueron astutas, Kebap. Eso es muy difícil de creer.

—Todo está documentado.

—Algún día tendré que examinar esos papeles.

Ernst se volvió para mirar al niño, pero no había nadie. “Es un monstruo listo, por cierto”, pensó.

La ciudad conservaba muchas cosas sorprendentes, objetos raros en Europa y apreciados por los esclavos y los pobres; había una gran colonia de artistas cuyas cerámicas y esculturas eran famosas en todo el mundo, aunque no al extremo de atraer turismo ni comercio. A esta hora los artífices estarían encaminándose a los bares con sus jornales, en pos de las bellezas menos tangibles del vino y la poesía. Ernst estaba cansado de los cacharros de arcilla, y lo que poseía de su propio arte era bastante poco para negociarlo.

Muchas veces había procurado escribir poemas o ensayos breves y concisos acerca de la ciudad, pero todas las veces se daba por vencido ante el fracaso. Le parecía que no podía captar las emociones reales que experimentaba; sentimientos diferentes, con formas sutiles y antipoéticas, de emociones vagamente familiares que había conocido cuando vivía en Europa. Los poemas no podían reflejar el sentido contagioso de aislamiento, de eterna suciedad, de una desentrañada pérdida de la personalidad. Todo esto recaía sobre el europeo a las pocas horas de trasponer las puertas de la ciudad resguardada por las dunas.

Desde el principio cometió el error de mostrar a monsieur Gargotier algunos de esos frustrados borradores. El propietario había tenido la deferencia de leerlos, murmurando entre dientes las palabras mientras recorría los renglones con el dedo sucio. Al terminar devolvió el escrito a Ernst sin decir una palabra y se quedó en silencio, evidentemente incómodo pero reacio a formular un juicio terminante. Muy pronto Ernst dejó de pedir a monsieur Gargotier que leyera sus cosas, y a partir de entonces ambos quedaron más satisfechos.

El manto de la noche había caído sobre la ciudad. Ernst estaba sentado a su mesa, con las hojitas de papel y su frugal cena de queso y manzanas. A su alrededor la ciudad se preparaba para la noche; él no le prestó atención. Después de la cena, todas las noches tenía por costumbre declararse que el día había sido productivo. Al llegar a ese punto pedía whisky con agua.

“Ya es hora de descansar ―pensó―; es hora de arrumbar por hoy las aborrecidas abominaciones y esperanzas esenciales. Es hora de recostarse e invocar mis pensamientos irregulares. ¡Cómo crece mi desprecio por estos recuerdos, más aún que por sus contenidos! Esta ciudad ensucia el nacimiento mismo de mis ideas a tal punto, que si en mi juventud hubiera conocido a la más esclarecida santa de Boma, hoy no podría pensar en ella sino con escarnio y malicia; no me seducen mis meditaciones, y su índole se está haciendo demasiado acre para mi naturaleza desapasionada.

»Eugenie, me parece que eres la que más sufre, a pesar de que, aún ahora, en este momento extraño del día, no puedo atesorar sino un tibio desagrado. Debes padecer una situación postergada en mi corazón; es tu destino, acostúmbrate a él. Marie, estás adorable esta noche; una constelación de falsos recuerdos te enriquece. Si no los examino desde demasiado cerca, logro convencerme de que conocí momentos de dicha. Permíteme, Marie, estos caprichos. Haré otro tanto por ti cuando llegue mi turno”.

Los peatones pasaban apresurados ahora, llevando la ansiedad marcada en el semblante, con una intensidad que nunca manifestaban durante las horas diurnas de trajín. En la ciudad uno persigue implacablemente las diversiones, como la víctima de una plaga podría correr tras el infortunado médico en procura de milagros. Por la noche, sin más afeite que la obscuridad fría, la ciudad se viste con el raído disfraz de la alegría, y nadie critica. Ernst sonrió para sí, asintió a los ceñudos celebrantes, observó con actitud de clínico el desesperado arrebato tras la diversión.

Era peligroso rogar por una liberación perdurable de las faenas del día. Cada día era tan parecido al día anterior, que los placeres cosechados durante la noche se marchitaban al salir el sol. Era algo tan estéril como el “Puente del Berberisco Loco”, la idea de un tipo que clamó durante años, ante toda la gente de la ciudad, que había que construir un puente gigantesco, el puente colgante más grande del mundo, una maravilla de la ingeniería, que atrajera la imaginación de todo el mundo civilizado. Partiría de la puerta septentrional de la ciudad, cubriría el inmenso desierto de arena, cruzaría la lejana cordillera, la estrecha faja de llanura árida, las ondulantes leguas del mar Mediterráneo y terminaría de pronto en la singular isla de Malta. Por supuesto que no iba a ser construido en línea recta hacia el norte, de la manera más corta posible. Para llegar a Malta tenía que extenderse en diagonal sobre muchos cientos de millas de la superficie muerta de África: un verdadero sacrificio para cualquiera que pretendiera viajar por el puente. Era evidente que el Berberisco Loco eligió Malta como punto terminal sólo porque la isla había sido el lugar del nacimiento de su madre.

Muchas de las personas iban presurosas por la avenida hacia el sur, en dirección al barrio chino, donde otro excéntrico residente ―un duque de Breulen, arruinado y fatigado― había edificado hacía mucho tiempo una réplica o parodia de diversos sectores de Singapur. Como otras muchas cosas de la ciudad, este toque asiático parecía romántico al principio, pero pronto abrumaba al observador con la abundancia de detalles nocivos. El aristócrata de Breulen estaba fascinado con Singapur, según contaban algunos, o se había encantado con descripciones de la isla que nunca visitó, según decían otros. En todo caso, él —como muchos otros de su clase— terminó por radicarse en la solitaria ciudad africana. El proyecto de reproducir los atributos más espectaculares de Singapur no era menos disparatado que el Puente del Berberisco Loco, con el atenuante de que al menos se dio el lujo de realizarlo.

Ahora la nueva Singapur lucía los atavíos caducos y deteriorados de toda la ciudad. El parque del Bálsamo del Tigre estaba abandonado: una maraña de malezas raquíticas, atrofiadas por el clima árido, el calor y la índole propia de la ciudad. Había una réplica ruinosa del Hotel Raffles, pero sin ningún misterio: sólo los escorpiones que se escurrían por el suelo entre el desorden. Los puestos de comida callejeros, a la manera de Singapur, habían predominado antes en una calleja estrecha convertida ahora en orinal público a la intemperie.

El duque de Breulen murió durante la construcción de un remedo del Mundo Feliz de Singapur. Tenía que haber sido enterrado bajo la plataforma del joget, la única zona del parque que estaba terminada en el momento de su muerte, pero jamás encontraron su cadáver. Siguiendo la avenida hacia el norte los paseantes llegan al barrio de las diversiones, donde modelos de escenas familiares de otros países escarbaban en la nostalgia sepultada. Ernst podía distinguir las guirnaldas de luces de brillantes colores entre los claros que dejaban los árboles y los edificios, confusas por la niebla y la distancia. Más allá corría un canal paralelo a la avenida. En la otra margen estaban los restaurantes, los bares y los casinos. Las mujeres bailaban desnudas en todos ellos, aunque atraían a pocos clientes. Los viejos vendían diamantes en las tiendas, y todas las casas exhibían algunas rameras jóvenes en la ventana.

Había zonas destinadas a docenas de deportes diferentes: las instalaciones de bochas, tenis y golf en miniatura eran las más concurridas. Allí se podía comprar todo lo que estaba prohibido vender en el resto de la ciudad: talabartería fina, encajes, oro y platería, muebles hechos de maderas costosas ―solas o combinadas con acero o plástico―, perfumes, sedas, alfombras y toda clase de artículos suntuarios.

Se encendieron los reflectores; iluminaban copias de las ruinas de Roma, Staeca y Atenas. La réplica del Schloss Brühl abría sus puertas, completo, con reproducciones exactas de las pinturas del techo de Nicolás Sftüber, y los colores blancos y dorados del Comedor, el Salón de Mujeres y el dormitorio en el piso alto. El gran Mercado de los Valores estaba iluminado por antorchas; aunque tenía poca mercadería de valor, era famoso por su taberna.

Ernst nunca había visto nada de esto, pero había oído los relatos. Prefería pasar la noche seriamente entregado a la bebida.

CAPÍTULO UNDÉCIMO
Ernesto estaba solo. En medio de la multitud de treinta millones de personas, un gentío que se extendía por la avenida Myrtle hasta Flatbush y, en un curso ininterrumpido, a través del puente de Manhattan en el distrito de la isla hasta el Bronx, daba la vuelta por Queens y volvía a encontrarse en Brooklyn con la misma muchedumbre. Estrujado entre toda esa gente estaba más solo que lo que jamás hubiera soñado.

—Es un modo terrible de pasar la tarde —dijo en voz alta.

Avanzaba por el costado de la turba, junto a los edificios de departamentos, por la acera. Éstos no eran los que contenían deptomodus modernos, sino las casas premodulares con habitaciones fijas de mediados del siglo veinte, construidas con destino a familias de ingresos bajos, y todavía alquiladas a ellos. Aunque estos edificios habían sido viviendas aceptables hace tres cuartos de siglo, o un siglo, el demonio las había convertido en la peor especie de arrabales. Nunca había visto Ernesto tanta decadencia y pobreza concentrada en un sitio tan pequeño. Sin la presión de la multitud y su propio extravío creciente jamás habría llegado a ese vecindario.

—Siempre puede volverse a casa —le dijo un hombre que había caminado a su lado un rato.

—Lo dudo —contestó Ernesto—. Tendría que abrirme paso a golpes unas treinta cuadras.

—Me parece que es un digno broche de nuestro reino terrenal ―dijo el hombre—. Cuando llegó a su término la Edad de los Reptiles fue como el episodio final de la enfermera asesina, después de dieciocho temporadas. Lo estamos repitiendo en un espectacular programa estéreo relámpago.

—Dios sabe que no hice nada para merecerlo.

—¡Claro que no! —dijo el hombre, riendo—. La idea del pecado y la retribución es un intento de esconderse tras el escudo de la superstición. Uno trata de encontrar causas racionales donde no las hay. Si usted o yo no conseguimos cospeles no será porque seamos peores que los que los consiguen. Mi mujer, que está aquí conmigo, tenía algunas ideas al respecto, hace algunas horas. Querida, quiero presentarte al señor… eh… señor…

—Smith —dijo Ernesto.

—¡Hola! —dijo la esposa del hombre. Parecía azorada; se tambaleaba junto a su marido, y se aferraba a él a cada rato, mirando a ambos lados con mirada extraviada—. Hablemos de la bondad —dijo.

Hablaba sin convicción, con voz opaca, como si recitara. Ernesto se preguntó cuántas veces durante ese mismo día, el marido le había hecho repetir el discurso.

—¿Alguien cree en ella todavía? ¿Quién puede citarme un ejemplo de bondad? —Al llegar a este punto la mujer se enredó en un murmullo ininteligible; la voz volvió a alzarse con tal brusquedad, que sorprendió a Ernesto—: Dios ha delegado el gobierno del mundo en sus ángeles subalternos, que demuestran ser unos traidores. Han destronado a la verdadera sede de la bondad. Saquemos el mejor partido de lo que nos queda. El orden ha desaparecido; la moralidad ya no importa. Somos lo único que queda.

Otra vez transcurrieron unos segundos sin que Ernesto pudiera comprender lo que mascullaba. Continuó después de una pausa, esta vez a los gritos, pero a pesar de ello ninguno de los circundantes pareció reparar en ella.

—Únicamente existe la teleología ―siguió una frase murmurada―. La vida sin más objetivo que los placeres egoístas ―otra frase murmurada―. Todo lo que hacemos, todos los trabajos, todos los juegos, toda la actividad cultural, organizativa, intelectual y bestial no representa más que un esfuerzo por librarnos transitoriamente de ese hecho opresivo ―largo pasaje mascullado―… la esperanza; y la esperanza es una ilusión, una novela. El universo está más vacío que nosotros, amigos míos. No hay Bien Universal que espere que podamos pasar las escabrosas pruebas humanas. No hay bien alguno.

Dejó caer los puños apretados contra las caderas. Se puso a llorar mientras el marido le acariciaba el pelo, un pelo rubio claro que le caía en apretados rulos.

—Su mujer parece muy afectada —dijo Ernesto—. La mía no quiso siquiera venir conmigo; prefirió quedarse en casa sentada y convencerse de que nunca iba a morir. Creo que admiro el coraje de su mujer.

—A veces el coraje no es suficiente —replicó airado el hombre—. Algunas personas nacen sin los mecanismos de defensa adecuados, como mi mujer. Nunca se quiso convencer de que hay siempre bufones como usted, que tratan de aprovecharse de ella. Es una persona buena, pero nunca aprendió a decir “no”. Mírela; está casi histérica porque tipos como usted siguen aprovechándose de ella. ¿No tiene bastante con su piojosa farsa? ¿No es ya bastante mala sin necesidad de sus tretas maliciosas y ruines?

—¡Hombre, está usted loco! —dijo Ernesto—. No sé de qué está hablando.

El otro no contestó. Miró furioso a Ernesto y se puso a amenazarlo con los puños. Ernesto trató de retroceder, pero la gente que lo rodeaba no se movía. No había sitio para pelear ni para retirarse. El desconocido lanzaba pequeños gruñidos. Ernesto estaba asqueado, pero tuvo que defenderse. Tomó al hombre por la muñeca, y con la otra mano le dio un puñetazo en el cuello. El hombre retrocedió y se dobló sobre sí mismo, ahogado. La mujer gritó y cayó sobre el cuerpo agitado de su marido.

—¿Por qué hizo eso? —gritó una mujer que iba detrás de ellos.

—Es un psicópata —explicó otro—. Hoy nos vamos a encontrar a un montón de estos.

—Será mejor que ése se aparte de mí.

Abundaban las voces y se alzaban cada vez más alrededor de Ernesto, por momentos iracundas, cargadas de desprecio y abominación. Después de todo había terminado siendo el blanco; sufrió empellones y golpes, se doblegó tratando de protegerse. Se esforzó por quedar en pie, pues comprendió que sólo la muerte podría ser la consecuencia de caer bajo los innumerables pies del gentío. La turba estaba cobrándose con él la cuota diaria de frustración. Todo lo que podía hacer era tratar de librarse. Pero la muchedumbre era numerosa; no había manera de salir ni adónde ir.

El instinto lo condujo al borde de la acera, donde el aluvión era más ralo. Ya se marchaban calle abajo los que lo habían agredido, dejándolo de lado en la búsqueda masiva y desorientada.

Ernesto estaba herido y sangraba. Se apoyó contra el costado de uno de los edificios de viviendas; se acurrucó contra la pared para que no lo arrastrara el lento movimiento de la masa. Inspiró profundamente, procurando aclarar sus ideas. Miró hacia arriba: el cielo seguía obscuro y nublado, pero la tormenta que amenazaba no llegó a descolgarse. Encima y detrás de él tenía una ventana vidriera, un lujo que estaba desapareciendo con el advenimiento de los deptomodus, más fáciles de trasportar. La ventana del primer piso estaba a pocos centímetros por encima de la altura de sus ojos. De pie detrás del vidrio había una joven negra desnuda, con el cuerpo apoyado contra la ventana. Tenía los brazos abiertos y extendidos, y la cabeza vuelta y apretada contra el cristal. Algunos tiznes borrosos obscurecían parte de su rostro. Ernesto retrocedió un poco hacia la calle. Se puso a mirar a la muchacha y le sonrió.

Ella giró la cabeza sobre la mejilla lo bastante para mirarlo y aplastó la nariz contra el vidrio; se movía despacio, como si estuviera en trance. Ernesto pensó: “Está tan loca como el resto de nosotros. No está mucho mejor allí adentro que nosotros afuera”.

La chica llevó lentamente las manos a sus flancos; luego las movió hacia el vientre y las subió para acopar con ellas los pechos menudos. Los ofrecía a Ernesto.

“Me parece que no se da cuenta de que esto es real ―pensó―. Todos estamos del otro lado del vidrio. Quizá cree que está mirando televisión. Cada vez que nos ocurre algo insólito es únicamente en la televisión”.

Él sonrió; ella no. Ernesto le señaló la chaqueta rota, la cara golpeada, y la delgada línea de sangre que le corría por el mentón. Lentamente, ella asintió. Descubrió uno de sus pechos para señalarse la boca. Abrió los labios en una mueca horrible. Tenía los dientes rotos y ensangrentados. Un hilo de sangre obscura se deslizó por el labio inferior. Bajó la mano libre lentamente hasta retorcer con los dedos el negro vello del sexo, con un lento movimiento de las caderas contra el vidrio.

—Está realmente loca —murmuró Ernesto—. No tiene mala figura, pero está fuera de sí.

La despidió con la mano; ella no pareció advertirlo. Él tomó un puñado de guijarros y los tiró sin fuerza contra el vidrio. Ella no respondió.

El hombre que armó la batahola unos momentos antes lo estaba esperando.

—¿Y? ¿Terminó? —le preguntó.

—¿Qué le pasa? —indagó Ernesto con cautela.

—Mi mujer no era bastante para usted ¿eh? ¿Sabe que está muerta? Usted la mató. No pude ni encontrar su cuerpo. —El hombre se volvió hacia la calle—. ¡Este sujeto es un maníaco sexual homicida! —gritó—. Violó a mi mujer aquí, en la calle, y la asesinó.

Volvió a atacarle; otros se le unieron. Ernesto no tuvo tiempo para horrorizarse. Puso todas sus fuerzas y sus instintos en resistir la agresión. Un momento después oyó la delirante voz del hombre, aunque no entendió lo que decía. Sintió que varios lo levantaban y empezaban a zarandearlo.

Abrió los ojos. Vio que la mujer desnuda lo miraba. Los detalles de su rostro se le grabaron en la conciencia: la sangre que manaba de la boca, los ojos desmesuradamente abiertos, la cabeza que bajaba y subía acompasadamente. Oyó un alarido. Las manos que lo sostenían lo habían arrojado por el aire contra la mujer. Por un instante se sintió libre, ingrávido y exento de toda responsabilidad. Luego oyó el estrépito del vidrio roto, pero no sintió el golpe.



Oyó su propio llanto y la risa chillona de la mujer. Levantó la vista; era Gretchen.

—¿Cómo llegaste aquí? —le preguntó Ernesto, aturdido—. ¿Es esto lo que haces durante el día?

Ella lo miró apenada.

—Ernie, cada vez que me gritas así me das lástima. No lo tomo como una ofensa; no puedo, es imposible, después de todos estos años. Ya no me hieres cuando pienso por qué lo haces.

—¿Por qué lo hago?

—Me tienes miedo, ¿no es verdad, Ernie? Mejor dicho, tienes miedo de ti mismo. Tienes miedo de hacer algo demasiado feo alguno de estos días, y quedarte sin nadie que te espere en casa. No necesitas preocuparte: no soy tan poca cosa.

Él no dijo nada por un momento. Ella estaba cerca, delante de él, con la cara vuelta hacia un costado. Se dio cuenta de que no pasarían dos segundos antes de que comenzara a hacer esos deplorables ruidos de cacareo. Se incorporó y se sacudió la ropa.

—¿Quieres decirme que no eres tan poca cosa como yo? Era eso lo que ibas a decir, ¿no es verdad?

—Ernie, vives poniendo palabras en mi boca, atribuyéndome móviles inmundos. Esas cosas no me afectan, pero lo terrible es lo que te haces a ti mismo: te consideras muy mal, y me culpas por eso. Todo vuelve a empezar cada vez. Si sólo estuvieras un poco más seguro de ti mismo podríamos pasarla muy bien; como al principio.

—Nunca la pasamos muy bien. Tuvo que transcurrir todo este tiempo para que me diera cuenta —dijo con amargura—. Me embaucaste algún tiempo con el sexo, con salir a comer fuera, con ir al cine. Era como volver a estar en el colegio, pero no podrás seguir haciéndolo siempre. No creo que llegues a comprenderlo. Al poco tiempo todo comenzó a deteriorarse y a mostrar la mala clase de persona que eres.

Ella sonrió.

—Podría seguir embaucándote, si fuera necesario. —Comenzó a desprenderse la blusa—. Éstas solían gustarte —le dijo, aferrándose los pechos y mirando a su marido divertida. Comenzó a menear las caderas, con movimientos lentos y sugestivos. De pronto se detuvo—. Pero ya no quiero más; esa no es la respuesta a todo. Al menos en eso tienes razón, pero nada más puedo hacer hasta que te corrijas. Me gustaría que te apresuraras. Stevie está creciendo.



Ernesto despertó dolorido.

—¿Qué se supone que significa todo esto? —dijo, carraspeando.

Estaba como había caído, entre un montón de vidrios rotos. La humedad que sentía en el suelo, bajo su cara, era sangre. Se apoyó sobre las rodillas y las manos. Tenía el pecho, los brazos y las piernas magullados y entumecidos. Le habían golpeado mucho en la cara, y tenía los ojos casi cerrados.

Todo estaba obscuro, y el departamento estaba desierto. Se preguntaba vanamente qué le habría ocurrido a la negra desnuda. El sueño de Gretchen se disipaba. Recordaba muy poco lo soñado o lo que pudiera significar. Suspiró profundamente y se incorporó.

La rotura de la ventana tenía la forma de una silueta dentada. Al fondo, la calle seguía llena de gente: se movían sin cesar hacia el sector comercial del centro. No renunciaban, aunque Ernesto estaba seguro de que durante el día muchos abandonaron, por imposibilidad de resistir a las presiones y la desazón.

Se tocó la mandíbula; no parecía tener ningún hueso roto, y en cierto sentido no lamentaba lo ocurrido. Ya podía salir con actitud despiadada. Las manos iracundas de la multitud le habían arrancado los últimos restos de humanidad. Eso lo sentía, pero estaba resuelto. En esa situación y a esa hora de la noche, así estaban las cosas.

INTERIN F
Marzo de 1922


El plan de Gretchen era estricto; no dejaba margen para el error ni las comodidades personales. En realidad, Weinraub ignoraba todo acerca de los métodos precisos que ella aplicaba, pero tenía un buen conocimiento general de los pasos que darían ambos para infiltrarse y debilitar la estructura espiritual, económica y política de Ostamerika. A medida que pasaba el tiempo los norteamericanos abandonaron el resentimiento contra los jermanos, y eso simplificó las tareas de Weinraub. Descubrió que los americanos estaban sorprendentemente ansiosos por escuchar sus ideas, aunque él solía combatir la venerada Constitución de su auditorio. Llevaba más de dos años en el país, pero seguía maravillado de que sostuvieran y defendieran las libertades reconocidas. En Europa era habitual pasar por alto esas cláusulas de letra chica de los antiguos documentos gubernamentales.

La Asociación Literaria de Springfield era ya una palestra demasiado pequeña para las actividades de Weinraub. Mediante la influencia del doctor Tieflander, pronto tuvo por auditorio a interesadas asambleas de líderes religiosos de toda Ostamerika. Después de una de esas conferencias fue invitado a pronunciar un sermón en una iglesia de Rhode Island. Era la oportunidad que esperaban él y Gretchen.

El domingo por la mañana, al llegar, se enteró que en la congregación había cerca de una docena de pastores de las comunidades vecinas, que venían a escucharlo.

—Solía despertar mi curiosidad —comenzó, paseando su mirada nervioso por los devotos reunidos— la frecuencia con que me buscan los miembros del mundo religioso. Me intrigaba porque, después de todo, es bastante notorio que mis ideas son más bien políticas. Empleo el pasado porque mi adorable esposa tropezó hace muy poco con el verdadero significado de la cosa. Ocurre, simplemente, que todos los pensamientos y teorías políticas que intentamos poner en práctica, con todas las limitaciones típicas de lo humano, en nuestros diversos gobiernos, se basan en nuestras enseñanzas religiosas. No es sólo que la teoría política constituye una especie de estudio teológico muy depurado; no, la política es una religión laica hecha sustancia. Nuestros gobiernos están estructurados según nuestros predominantes conceptos del bien y del mal; según principios morales extraídos de las convicciones religiosas de la comunidad. Como lógica consecuencia, los cambios de las ideas políticas reflejan los cambios del temperamento religioso.

Weinraub hizo una pausa; al frente veía a Gretchen, que estaba sentada en un banco cercano.

—Soy, como ya lo dije, un agitador en procura de reformas sociales. Todos tenemos conciencia de que hay ciertas injusticias inherentes a los sistemas de gobierno. Todos hemos pensado que, por su raíz histórica, esas fallas son inmunes a todo cambio. Yo no lo creo así, después de haber vivido en la más bendecida de todas las naciones. He visto y he experimentado lo que se suele llamar, con cierta sorna, “el modo de vida americano”, y elijo pasar el resto de mi vida aquí en lugar de regresar a la tierra de mis mayores. No propongo ningún sistema social completo. No clamo por la destrucción de una forma de gobierno en favor de otro orden, no menos inestable. Sólo espero despertar en vosotros la conciencia de que existen grandes posibilidades, y tengo la fortuna de poder usar la Iglesia para promover mis objetivos.

Hubo un estallido de aplausos en la congregación. Weinraub aprovechó la oportunidad para buscar la mirada de Gretchen. Ella tenía la mano sobre la boca, en un desesperado intento por contener las carcajadas.



Agosto de 1923

—No me parece que la eliminación de lo que desalienta pueda llevar a una declinación de la conducta criminal —discurría el fiscal con quien estaba almorzando Weinraub.

—Me interpretó mal, doctor Davidsohn —le repitió Weinraub.

El almuerzo, en homenaje a las diez personas distinguidas con los premios de Civismo de Springfield de 1922 —incluido Weinraub— había terminado casi una hora antes, pero se habían quedado para el debate muchos miembros de la Asociación del Foro de Springfield.

—No digo que haya que eliminar radicalmente todos los castigos por infracciones a la ley. No; lo que sugiero es que examinemos con más detenimiento esas leyes. Creo que es posible que haya existido una supralegislación que nos impuso una forma exageradamente restrictiva de gobierno.

—¿Por dónde empezaría? —preguntó Davidsohn.

Weinraub sacudió la cabeza.

—No soy abogado; no soy más que un filósofo, pero creo con sinceridad que lo que parecía un mal social hace un siglo, puede no parecerlo hoy. Me parece que tenemos que rever con espíritu crítico la estructura legal, y suprimir las penas para esas faltas que, en su versátil actitud, la gente ha llegado a aceptar.

—Esa puede ser una línea muy peligrosa —dijo otro fiscal—. Sólo porque los jóvenes se entregan a prácticas inmorales, actividades que nos estaban sabiamente prohibidas cuando teníamos su edad, y porque carecemos de la fuerza de carácter para imponerles restricciones, eso no significa que debamos legalizar esa conducta: no tendría otro efecto que aumentar la cuota de escándalo.

—Nos estamos metiendo en un campo muy subjetivo —replicó sonriente Weinraub—. Pronto estaríamos discutiendo nuestras respectivas definiciones de lo que está bien y de lo que está mal. Después de todo, las leyes reflejan las definiciones de la mayoría. Cuando cambian las ideas cambian las leyes; es lo que siempre sostuve. Ahora afirmo que debemos prepararnos para una revolución del pensamiento, y una revolución en la interpretación de las leyes.

—Ruego a Dios que no ocurra mientras yo pueda verlo —exclamó Davidsohn.

—Lo veremos —repuso con tranquilidad Weinraub.



Sentado en su salita llena de sol, Weinraub leía en voz alta el editorial que había escrito para el Morning Call de Springfield: «Han pasado varios años desde que terminó la guerra. Nosotros, los nacidos en Jermania, no abrigamos ya ningún sentimento de victoria, aunque nuestras tropas y los funcionarios de nuestro gobierno permanezcan en Ostamerika empeñados en completar la reconstrucción de este país. Del mismo modo, las gentes de éste, mi hogar adoptivo, ya no conservan los estigmas psicológicos de la derrota. Ya superamos esas distinciones triviales».

—¡Está muy bien! —dijo Gretchen—. Tienes talento natural para eso. Te lo vengo diciendo desde el principio, pero nunca me escuchabas.

—Soy modesto por naturaleza —replicó Weinraub, y prosiguió—: «En consecuencia, quizá debamos unir nuestras fuerzas en la gran empresa de la humanidad: eliminar las omisiones y los prejuicios que yacen sepultados en nuestras antiguas actitudes. Con la caída del Nacional Socialismo en Jermania, después del disparatado intento de Putsch de Herr Hitler y sus secuaces, nos demostramos a nosotros mismos que, para fundar un orden social, no sirven ni el odio ni las falacias raciales: los seres humanos no los apoyarán, pero permítasenos demostrar nuestra caridad; no caigamos en la propia trampa de los nazis. El mundo cambia; las pautas de conducta se desmoronan y son reemplazadas por otras nuevas. El rol de la mujer se extiende cada día más. Los sentimientos acerca de la familia, el matrimonio y la moralidad cambian.

»Hoy es universalmente aceptado el derecho del individuo a elegir su propia vida. Ampliemos esas libertades. Depositemos nuestra fe en el juicio de nuestros conciudadanos. El socialismo, el comunismo y hasta el fascismo tienen partidarios leales; nuestra posición en una nación libre no puede ser la de negar a esos hombres el derecho de predicar sus credos exógenos, ni puede ser nuestra postura la de negar a nuestros compatriotas el derecho de escuchar. Hemos demostrado nuestra madurez como pueblo; nada tenemos que temer del ejercicio moral de la tolerancia. Estamos a las puertas de la Edad Dorada del hombre; basta que nos despojemos para siempre de las dudas obsoletas para acceder a ella».

—Eso es más que suficiente —dijo Gretchen, con una sonrisa burlona—. En todo caso, hará que todos se vuelvan con disgusto contra el fascismo.

—Entonces será el momento de empezar.



Septiembre de 1926

Weinraub se paseaba por el estrecho escenario del auditorium de la Escuela Superior de Springfield. Se dirigía a los asistentes de la reunión del Concejo de Asuntos Manuales de la Escuela.

—Ahora bien, me parece que tan pronto como una persona cae en el recurso de poner rótulos, pierde toda la fuerza de sus argumentos.

Se refería a la denuncia de un lector del periódico de Springfield, de que Weinraub era un “comunista confeso”.

—Esta no es una ciudad grande; estoy seguro de que muchos de ustedes me conocen. En caso contrario pueden conocer mi reputación, al menos. Compro en los negocios de los padres de ustedes. Recurro a sus padres cuando necesito atención médica, tratamientos dentales o consejo legal. No soy un raro engendro de criatura política. La única cosa que me diferencia de casi todas las otras personas es que manifiesto en público mis ideales políticos y éticos. Ahora bien, ser comunista (que no lo soy) solía ser algo terrible. Gracias a las actividades de nuestros más esclarecidos ciudadanos, hoy en día cada persona tiene más oportunidades de autodeterminación. Antes de desencadenar una epidemia epistolar de quienes me condenan por predicar el comunismo, permítaseme decir mi palabra y abandonar el escenario. Supongo que están tan aburridos como yo estoy nervioso. De todos modos, es la generación de ustedes la que pronto heredará el deber de mantener la libertad, que fue siempre la más preciada posesión de América. Que no quede duda alguna de mi total convicción respecto de la necesidad de salvaguardar nuestras libertades. Al asegurar que quien tiene el derecho de decir lo que piensa cualquiera sea la minoría que represente, lleva el sello del comunismo, entonces ustedes, los jóvenes, son quienes tendrán que volver a definir las cosas.

Weinraub finalizó su discurso y saludó con una reverencia. Cuando empezaba a descender los escalones del escenario, los estudiantes se pusieron de pie y estallaron en una salva de aplausos.

Gretchen se le unió a la salida y le dispensó un efusivo abrazo.

—Me parece que llevamos varios meses de adelanto respecto del programa —le dijo—. Ya logramos la colaboración de muchos grupos que son anticomunistas, en teoría; todos apoyan ahora las causas precisas que conducen directamente a la victoria del Partido. Estos estudiantes nos serán de gran valor cuando inicien levantamientos políticos en los próximos años. Aunque tal vez ellos voten, harán una gran parte del trabajo en favor de los candidatos que respaldaremos.

—Me parece que fue la velada promesa de libertad sexual lo que lo logró —dijo Weinraub con una sonrisa maliciosa—. Eso parece influir sobre todos, incluidos los clérigos.



Junio de 1927

Gretchen terminó de secar los platos de la cena y arrojó el repasador a Weinraub.

—Querido —le dijo—, a veces me gustaría poder imaginar alguna forma de liberar a todos de todo.

—Es muy simple: varias veces me mencionaste la pica para hielo.

—No es eso lo que quiero decir, y lo sabes bien. La falacia que ablanda el razonamiento del Partido es que no todos cumplirán con las obligaciones si no se les vigila. Sin ciertos alicientes reales, o con los ensueños de provecho extravagante, muchos dejarían de trabajar. Me temo que yo misma soy así: me fastidia lavar los platos.

—Es por eso que los lavo todas las veces que lo deseas.

—Únicamente porque eres un buen comunista, no porque seas un buen marido.

Weinraub sonrió afectuoso.

—Nunca hemos estado casados, ¿cómo podría ser un buen marido? De todas maneras, eres la persona más hacendosa que he conocido.

—Soy holgazana. Trabajo duro sólo para poder inducir a algún otro a que haga mi trabajo. ¿Conoces el Grupo Femenino de Estudios?

—Sí, por supuesto, el que fundaste el otoño pasado.

—La señora Murray lo organizó. Yo me limité a darle la idea. No obstante, hoy aprobaron una resolución: van a apoyar al joven Spencyr.

Weinraub meditó un momento.

—¿El que arrestaron por vender literatura pornográfica?

—Sí —contestó Gretchen—, ese libro irlandés. Una de mis protegidas del grupo de estudios ofreció un breve discurso acerca de la libertad de expresión. Aunque no aprueban lo que hacía Spencyr, objetan el cercenamiento de sus derechos: esa es la posición oficial. No tuve necesidad de apelar a las habituales sugerencias preliminares. Ya lo ves, mis discípulos están comenzando a cuidarme en mi ancianidad.

—Espera un momento —dijo Weinraub con fingido resentimiento—, no quiero la purga: ¡La pica de hielo o nada!



Octubre de 1928

—Tenemos a las diversas Iglesias de Springfield trabajando para nosotros —dijo Weinraub—. Por lo general, alientan el pensamiento liberal y la interpretación libre de las normas morales que antes eran rígidas. Sin necesidad de que los convenciéramos, varios clérigos de la localidad han predicado la tolerancia y hasta el respeto por el comunismo y, lo que es mejor para nuestros propósitos, permitieron a los jóvenes de la comunidad que participaran en las actividades que estuviste introduciendo. Las autoridades prestan menos atención a las relaciones sexuales premaritales, a las bebidas alcohólicas y hasta a los narcóticos, pues las Iglesias les recuerdan el florecimiento inminente de la perfección humana. Dotada de una atmósfera de libertad, se supone que la juventud va a elegir el camino de la sabiduría. Dudo que ese camino que yo entreveo sea el mismo que predicen nuestros amigos los clérigos.

—Las cosas comienzan a concretarse —dijo Gretchen—. La simiente que plantamos con tanto cuidado ya germinó. Pronto el fruto estará maduro para la cosecha.

CAPITULO DUODÉCIMO
A medida que transcurrían las horas y caía la noche, la multitud se ponía más histérica. Nadie sabía a ciencia cierta cuánto tiempo le quedaba. ¿Era una calamidad natural de escala cósmica, que tardaría un año o quizá cinco años? ¿Sería tal vez obra del hombre? ¿Podría producirse esa misma noche, a medianoche? En la calle, nadie parecía enterado de que alguien hubiera conseguido un cospel. Los afortunados que tropezaron con la ubicación de los puestos de cospeles guardaron el secreto. Pronto todos aprendieron a no prestar oídos a los repentinos: «¡Bajo el puente! Nadie pensaría en buscar ahí». «¡El túnel del estadio Shea, el sitio perfecto!». Todos oían con escepticismo pero, puesto que la situación era desesperada y todos estaban enervados al extremo, los rumores corrían…

Disminuyó la tremenda presión del gentío. Ya no pugnaba por llegar al vetusto centro comercial de Brooklyn. Ahora eran olas súbitas las que arrastraban a Ernesto, corrientes espontáneas que se desgajaban del curso principal y lo desviaban en ángulos oblicuos, por obscuras calles residenciales, a través de predios vacíos cubiertos con polvo de ladrillo. A veces esos piquetes desmembrados, minúsculos exponentes de fuerza desesperada, alcanzaban algún objetivo sólo para verse ante otro fracaso. Todos quedaban un momento indecisos, faltos de energía, incapaces de recobrar la voluntad para emprender otra ronda. Luego, como si el grupo fuera un organismo colectivo irracional, volvían a juntarse y regresaban al seno de la muchedumbre. Ernesto los seguía, dócil, apenado y reacio a asumir toda responsabilidad por la desgracia.

—Esto es como una burla —dijo una jovencita cerca de Ernesto.

—Sí —replicó—. Nunca hice tal cosa antes.

—Yo tampoco —aseguró la muchacha. Caminaron juntos en silencio unos segundos y ella agregó—: ¿Cuánto tiempo hace que está en la calle?

—Desde cerca del mediodía —contestó Ernesto.

—Yo hace sólo un par de horas que ando buscando. Me estoy cansando de veras. ¿Ya encontró un cospel? ―Ernesto no contestó—. Mi madre no quería dejarme venir. Decía que no era lugar para una niña de doce años, pero voy a cumplir trece el mes que viene. No veo la hora; cuando sea una adolescente ya no seré una niña.

—Trece es un mal número, de mala suerte —dijo con lentitud Ernesto.

—No, no lo es. Esperé hasta que mi madre se echó a dormir la siesta y me escapé.

—Vi a otra chica de tu edad, pero estaba muerta, bien muerta, y tirada sobre un montón de basura.

—Nunca vi un muerto —dijo la niña haciendo una mueca.

—Espera; sólo espera un par de horas.

Uno de los torbellinos de gente envolvió a Ernesto y lo apartó de su joven compañía. Trató de librarse, pero nada pudo contra los miembros exaltados y maníacos de la multitud.

—¡Eh! —la llamó—. Consígueme un cospel para mí, ¿quieres?

—¡Buena suerte! —le respondió ella, sonriendo y agitando la mano—. Y quiera Dios…

La voz y el rostro quedaron detrás de la gente que los separaba. Ernesto trató de divisarla. Pronto renunció.

—Quiera Dios… ¿qué?

—En eso estaba pensando —dijo una mujer a su lado.

Era mayor que casi todos los demás que permanecían entre la muchedumbre; eso demostraba su gran reserva de energías. Se la veía ojerosa; tenía la ropa mugrienta y rota. De una herida sobre un ojo le había corrido sangre que ahora estaba seca sobre la nariz, lo que le daba la apariencia de un boxeador después de algunos rounds violentos. No parecía notar la lastimadura.

—Pensaba en la tarea que tendrá Él al morir todos juntos.

—¿En eso estaba pensando?

—Sí —dijo la mujer—. Cuando esa adorable chiquilla le decía adiós.

—¿Eso lo pensó ahora mismo? ¿Qué estuvo haciendo el resto del día?

La mujer no hizo caso de Ernesto.

—El cielo va estar lleno hasta reventar. Es probable que tengamos que pasar la mitad de la eternidad haciendo cola, aguardando las procesadoras. Nos estafarán el Paraíso.

—Nada nuevo —contestó Ernesto.

—¿Le molesta que le hable? Me hace mucho mejor tener con quien hablar mientras espero. Si lo fastidio, puedo marcharme; no quiero ser un estorbo. Es que me calma los nervios; sólo Dios sabe lo mal que los tengo.

—No —repuso Ernesto—. Está bien. Yo no voy a ninguna parte.

—¿Ya se dio cuenta de eso, también?

—Empecé a comprenderlo hace unas ocho horas —repuso con amargura.

—Es muy simpática la jovencita con quien hablaba. Perdóneme, mi nombre es Elizabeth Costanza; tengo mucho gusto de conocerlo.

—En realidad, no lo tiene todavía —dijo Ernesto—. Mi nombre es Smith, Bill Smith. Era experto en autos usados. Fui montador de los pernos de agarre de los paneles basculantes en los viejos Triumph. Después empezaron a sacar los otros Triumph, los nuevos, que no necesitan pernos ni paneles. Pensé dedicarme a la línea de deptomodus usados. Un amigo me dijo que cambiar los cojinetes de blindaje de las placas de las bisagras de un deptomodu es más o menos como cambiar los pernos del Triumph antiguo; pero sucedía que ese amigo mío no sabía lo que decía. De todos modos, el representante me consiguió un trabajo. Nada del otro mundo: en realidad soy bastante inútil; es algo que el gobierno ideó para reducir las cifras de desocupación. Froto las viejas placas de licencia.

—Ya comprendo —dijo la señora Costanza, consternada por el monólogo de Ernesto—. Quieren conservarlo en la industria automotriz.

—Más o menos; es como el raspado que hacen a las lápidas. Debe existir algún mercado para lo que yo hago, pero no sé dónde. ¿Usted necesita que le frote la placa de licencia de su deptomodu?

—No —dijo la mujer—, en realidad, no. Por supuesto que jamás he visto ninguna, pero supongo que esa clase de cosas es para los más jóvenes. Mi decoración tiende a ser… más tradicional.

—Bien. Es vergonzoso. Podría conseguirle una barata.

—Quizá cuando pase todo esto…

—Cuando pase todo esto —recalcó Ernesto, frunciendo el ceño con sorna, asombrado de su estupidez.

Se retrasó adrede haciendo que la gente que lo rodeaba se arremolinara y lo apartara de la mujer. A los pocos segundos la había perdido de vista.

—¡Pernos! —murmuró con ironía—. ¡Que se los meta en el culo!

Fue imposible decir dónde empezó la violencia. Los movimientos de la turba echaron a un lado a algunos de los más débiles, fuera de la calle, a través de los cristales de los escaparates. El crujiente drama de los vidrios rotos fue como una válvula de escape; la turba necesitaba más ladrillos, más tachos de basura, más cuerpos arrojables por más ventanas. Desprendían del pavimento los postes indicadores. Cortaban los cables, que quedaban colgando como ahorcados, humillados y abandonados, en procesos que ya carecían de todo valor. Treinta millones de miembros del populacho embrutecido, solamente en la ciudad, y mezclados con ellos cuerpos uniformados fuera de servicio, las habituales fuerzas de represión del desorden entregadas también a la ira, y sin más freno que la falta de espacio operativo.

Ernesto pensó que iban a empezar a destrozar los edificios de cartón. “Es hora de irse a casa. Este grupo nuestro empieza a impacientarse. Es hora de suspender esto antes de que empecemos a golpearnos. Hora de despojarnos de los disfraces inútiles, de lanzar una buena carcajada, una ovación a los magos que están entre bastidores, y de tomar un par de cervezas en lo de Mike”.

Se fue por la calle arrastrando los pies, sin ver donde iba. Imaginó que tenía delante el rostro de la jovencita, que llenaba el cielo con su ingenua y feliz sonrisa. La cara se cambió lentamente por la de Judy Garland, siempre con los ojos desorbitados y sorprendidos. “Qué modo inmundo de morir ―pensó―, hasta el final bajo la mirada de Judy Garland. ¡Por Dios!”. La cara de Judy Garland se borroneó algo y volvió a cambiarse por la de Darlaine, toscamente pintada. “Sí, casi lo había olvidado. Darlaine, ¿no es cierto? El banco. Mi cospel”.

Comenzó a empujar con más fuerza entre la gente. Ya eran muy pocos los que llevaban un rumbo determinado, y comprendió que podía avanzar más rápidamente por las calles laterales. Tardó un par de minutos en orientarse, y se encaminó derecho al parque Fort Greene.

Volvió a caer por algunos momentos en la confusión mientras procuraba abrirse paso hacia el parque. Tampoco había paz en los terrenos cubiertos por las sombras de la noche. Se dirigió al punto de la cita evitando las ruidosas disputas. No se había olvidado de su propósito. Encontró la tenacidad para seguir buscando. Abandonarse ahora para sumirse en el desorden infructuoso habría sido como suicidarse.

“Está bien”, pensó, mientras observaba con cautela a los alborotadores del parque. “Eso los mantiene fuera de las calles”.

Caminó por donde las sombras eran más espesas, esquivando las veredas embaldosadas. Bajo cada farol se desarrollaba un minúsculo drama individual. Las violencias urbanas, furtivas pero infrecuentes de las noches anteriores parecían haberse dado cita, reunidas en los lugares peligrosos de siempre, y descaradamente manifiestas a la vista de todos. Los que habían sido víctimas se complacían en asumir el rol de atacantes. Mujeres que habían vivido siempre bajo el temor de ser violadas aporreaban a desconocidos hasta desmayarlos, con improvisadas mazas de hormigón. Entre las hamacas infantiles, grupos de personas se peleaban silenciosamente, confundiendo en su furia todos los atributos de la amistad y de la hostilidad.

A las diez estaba solo en un banco. También a las diez y media. A las once comenzó a sentir pánico. A las once y cuarto se fue. Según los informes, la destrucción iba a comenzar a medianoche; tenía media hora para encontrar un cospel, si quedaba alguno.

“Darlaine ―pensó―, si hubieras venido me habrías decepcionado. Entonces habría tenido mucho en qué pensar. ¿Y si, después de todo, hubieras encontrado un cospel? O si hubieras dicho la verdad, y abandonado el desafío de una vez por todas, ¿me habría ido contigo? ¿Habría tratado de veras de iniciar una nueva vida a tu lado, en lugar de Gretchen? Darlaine, lo habrías encontrado tan estúpido como me lo parece a mí. Muchas gracias, perra”.

Ernesto tenía pocas ideas, y todas incompletas y aciagas; detalles desesperados que atender en la media hora anterior a la muerte. Quería que Mike estuviera en el bar, y Suzy, Águila y los otros. Si Gretchen fuera una persona racional, se daría cuenta de que lo encontraría allí; en todo caso, iba a tratar de llegar a casa… si hubiera tiempo.

“Es como si ya estuviera muerto ―se dijo―. Todo terminó. Estoy muerto”. Al instante se detuvo a reflexionar en eso también.

Sollozaba por lo bajo cuando creyó ver a Darlaine. Estaba seguro de que era ella quien pugnaba por abrirse paso entre la gente, cerca, delante de él. Tal vez hubiera conseguido un cospel, después de todo, y no podía llegar a encontrarse con él, a través del gentío.

“¡Así se hace! ¡Mi buena Darlaine! Ahora sabrás con quién puedes contar cuando es necesario. A tu propia mujer la conoces desde que le acariciabas los pezones tras el tanque del agua, en la escuela superior; ella no puede hacer nada por ti. Cualquier bestia bruta que abordas por la calle te responde. ¡Ya lo creo! Nunca se sabe”.

Había cientos de seres inertes entre ella y él. Ernesto los apartó con los puños y los codos.

—No tengo tiempo para tonterías, mujer —murmuró—. Faltan quince minutos. Veamos ese cospel y busquemos el refugio. ¡Vamos! No quiero juegos estúpidos, ¡sólo tengo quince minutos!

―¡Eh! —gritó, sabiendo que ella quizá no lo oyera o no le prestara atención—. ¡Darlaine, espera! Soy yo, Ernesto Weinraub…

La muchacha lo oyó y se volvió a mirarlo. Su expresión reflejaba terror, y en lugar de abrirse paso hacia él para encontrarlo, se alejó tratando de perderse entre la gente.

—¿Qué demonios? —exclamó Ernesto—. ¡Ella tiene uno!

Forcejeó entre el gentío tratando de alcanzar a la muchacha. Llegó hasta ella con ayuda de la violencia. La empujó hacia un costado de la calle, hacia un portal.

—¡Suélteme! —gritó ella.

—¿Por qué no viniste? ¿Dónde conseguiste el cospel?

—¿Qué quiere decir? No tengo ninguno.

—Dame el bolso.

—¡No! —gritó horrorizada, mirándolo fijamente.

Él trató de arrebatárselo, pero ella le dio un puntapié en la espinilla. La golpeó en la cara con los puños, hasta que cayó desmayada en el portal. Ernesto, esperanzado, hurgó en el bolso con minuciosidad. No había ningún cospel. Entretanto, la escena había sido observada por los que estaban cerca. Pronto interpretaron su significado. Alguien dio la voz:

—¡Ella tiene uno!

—¡Ahora lo tiene él!

Ernesto se volvió y echó a correr por el pasillo del edificio de deptomodus. Se deslizó por el vestíbulo en forma de arcada, seguido por una cantidad de personas que aullaban. Abandonó el edificio por la otra puerta del vestíbulo y se escondió en la calle colmada de gente.

INTERMEDIO 6
—Hola otra vez, akkei Weinraub, hombre de los deseos misteriosos —susurró una voz apagada.

—Hola para ti, el más joven de los bribones, aprendiz de felón. Mis deseos no son tan secretos, después de todo. Sólo procuro que no te asomes a ellos. En este desagradable momento en particular desearía tomarte por las piojosas orejas, y hundirte en ese vasto océano de arena.

—Eso me ocurrirá, sin duda —dijo Kebap—. Es el tipo de cosas que le ocurre a quienes son como yo, los que hemos elegido vivir en las sombras, en la ruta de los deleites murmurados. Es probable que buena parte de mi vida la pase ligado a crujientes bastidores de madera; o con la muñeca derecha encadenada al tobillo izquierdo me pudra olvidado en húmedas celdas, por toda esta ciudad fantástica; o tal vez alguien como usted me capture por un capricho aristocrático y me obligue a violar mis principios.

—Estás equivocado, sin duda —dijo Ernst, con voz fuerte y risa de borracho—. No serás violador de principios: serás violado.

—¡Oh! Akkei, me opongo. No está permitido enunciar declaraciones directas como ésa. Uno no puede prever los insólitos placeres de la clase ociosa. Usted mismo es un ejemplo de ello.

—Fui engañado —contestó Ernst enojado.

—¡Por supuesto akkei!

—…y si no dejas de exagerar ese incidente te retorceré el pescuezo y te aprisionaré en una azotea de pasto donde puedas rumiar tu vida, como las místicas ovejas de tu infancia.

Kebap suspiró.

—Entonces, ¿se impresionó mucho con mi relato?

—No, pero me revela interesantes aspectos de los relucientes engranajes de tu intelecto.

—Entonces, le hablaré de otra ciudad. Ésta borrará de su memoria todos los recuerdos de aquella ciudad armenia.

—Proeza no demasiado difícil.

—Hay una ciudad en la región más próxima del Indostán —comenzó Kebap con voz apagada y monótona— que tiene una única característica notable: la región que la rodea está plagada de toda clase de bestias salvajes. Los tigres merodean por la llanura, sin temor a rivalidades de otros animales ni de ardides humanos. Bestias gigantescas como elefantes rozan las ramas inferiores de los dey, los esbeltos árboles. Hay otras cosas curiosas en esa llanura, pero no interesan en mi relato, salvo para referir que por eso los habitantes de la ciudad levantaron un gran muro gris. Se suponía que esa barrera de adobe era para protección. Sirve para mantener fuera a las bestias, por supuesto, pero también les recuerda a los habitantes esos peligros exteriores, y los aprisiona en la ciudad tan inexorablemente como si estuviera cerrada con cerrojos permanentes.

—¡Qué curioso! —dijo Ernst con desdén—. ¿Sabes que no me importa nada?

—La principal ocupación de la gente, como consecuencia del voluntario encierro, es modificar la ciudad para hacerla entretenida, tanto en el trabajo como en el ocio posterior. El modelo que eligieron seguir es nuestra ciudad: esto. El muro fue lo que los inspiró. Usted debe saber que el alcalde recibe cartas de aquella ciudad hasta unas ocho veces en el año, donde le piden instrucciones acerca de cómo pueden reproducir las últimas novedades de nuestra ciudad. Conocí la versión de ellas, y es una copia tan exacta que haría que usted sufriera el ataque de nervios peculiar de los europeos blancos. Le haría perder el sentido de la realidad y la orientación. Han reconstruido este café, mesa por mesa, baldosa por baldosa y botella por botella. Reprodujeron la misma rotura del espejo interior a la perfección, en su ángulo, su ancho, su profundidad y su tipo. El dueño del café es un hombre, de quien monsieur Gargotier no se diferencia en nada, ni siquiera el mismo monsieur Gargotier; y ¿me creerá usted que a muchos miles de kilómetros de aquí, sentado a esta mesa, hay un borracho abatido, cuyos ojos tienen la misma expresión que los suyos, cuyas manos se agitan como las suyas, y cuyas partes apestan tan mal como las suyas? ¿Qué cree que está haciendo?

—Está deseando que te marches.

—Eso es expresarlo con mucha finura —señaló Kebap—. Me gustaría saber lo que pensó decir realmente.

—Es muy fácil de descubrir: pregúntaselo al borracho del Indostán.

Ernst había estado observando una torre apenas iluminada, al otro lado de la plaza. Se volvió para mirar a Kebap, para fulminarlo con una mirada maligna que lo intimidara y se fuera, pero Kebap no estaba. Ernst suspiró; iba a pedirle al propietario que hiciera algo con ese fastidioso.

Cada cuarto de hora un reloj de la torre despedía con campanadas otra porción de la noche. Sentado a solas en el Café de la Fée Blanche alcanzaba a oír los lejanos ruidos del Carnaval: sirenas, el tintinear opaco de campanillas baratas de metal, la música de las campanitas de plata, estridentes tonadas de órgano, disparos de armas, voces que cantaban y reían. En cambio, en las inmediaciones del café había muy poca gente; sólo los que ya se habían gastado todo el dinero ―o agotado el interés― y volvían a casa. Por momentos el viento traía los tenues efluvios de perfumes y ruidos extraños. Inmóvil, Ernst no tenía deseos de descubrir qué los producía. Con el correr de los años su camino a la ciudad había sido muy largo, y ya estaba cansado.

—Estoy de vuelta.

Era Kebap. Ernst lo contempló con cierto aburrimiento. Kebap estaba apoyado sobre la baranda de hierro del café. Ernst comprendió que era la primera vez que lo veía en mucho tiempo, aunque las conversaciones se habían hecho cada vez más fantasiosas en las últimas horas.

—No existe esa ciudad en el Indostán —le dijo Ernst—. No hay tal imitación perfecta de esta ciudad corrupta. El Señor de los Cielos no permitirá que haya dos infiernos en el mismo mundo.

—¡Claro que no! —respondió Kebap, con un guiño—. ¿De dónde sacó la idea de que pudiera haber otro?

—De las palomas, por supuesto —replicó irritado Ernst—. Las palomas tuvieron que venir de alguna parte.

—¿Por qué?

—¿Alguna vez viste un pichón de paloma? No lo creo; yo nunca lo vi. No sé dónde están los pichones que todavía no vuelan. Es fácil calcular el número de palomas adultas que vemos: tiene que existir una cantidad proporcional de pichones inmaduros. Es un gran misterio. Tampoco vemos nunca palomas muertas o moribundas, a menos que hayan sido víctimas de algún accidente, por lo general debido a una intervención cruel o negligente del hombre. Sostengo la teoría de que las palomas son inmortales, y las verdaderas portadoras y diseminadoras de toda la sabiduría humana. Aquella ciudad tuya del Indostán es producto de palomas sin imaginación.

—Formula preguntas peligrosas, akkei —apuntó Kebap, con gesto atemorizado—. En Armenia había abadejos, lo recuerdo, y muchos pichones recién salidos del cascarón, que piaban contentos antes del crepúsculo; pero aquí tienen que aprender a guardar silencio, con respecto a las palomas.

—Me parece que ya sé quién es tu madre; o al menos, si no lo es, Eugenie estaría orgullosa de llamarte su hijo.

—Mi madre está allí —dijo Kebap—. No se cubrió los pechos, como debe hacerlo por las tardes, porque tiene la esperanza de despertar su interés. Es una persona muy enérgica, akkei, y aunque empieza a hacerse tarde, todavía reserva un lugar en su corazón para usted.

Ernst sacudió la cabeza; el alcohol lo había intoxicado.

—No, lo lamento. Ya dejé de perseguir corazones. En realidad, sospecho que ya nadie se dedica a ese deporte infructuoso.

—Entonces, también está mi hermana mayor. Es aquélla, al otro extremo de la plaza, que simula ser una mendiga manca.

—No, alcahuete sin clase; tienes mucho que aprender.

—Lo deploro otra vez —repuso Kebap, con una mueca cruel—. Mi propio cuerpo no estará disponible antes de unos tres años. Estos son los días de mi alegre infancia.

Ernst se incorporó y gritó al niño. Kebap corrió riendo hacia su madre.

Quedaban poco clientes en el Fée Blanche después de anochecer. A Ernst no le importaba: confiaba sus noches a la soledad. Cuando dejaba de actuar para beneficio de los transeúntes, esperaba la noche. Entonces, él mismo era su único auditorio. Los pensamientos se le confundían, y equivocaba esta confusión con la complejidad. Era la hora de beber su whisky.

Pensaba en la mujer que hubo después de todas sus calamidades juveniles. Le había aclarado muchas de sus crecientes dudas, y satisfecho sus múltiples necesidades. Reflexionó en que había conocido una época de felicidad. La idea parecía concretarse, aunque todo el recuerdo era borroso entre la niebla de los años y el olvido deliberado. Había un gran espacio abierto, un piso de asfalto con rayas pintadas en todas direcciones. Ernst vestía otra ropa, hablaba otra lengua; procuraba con frenesí ocultar algo. No alcanzaba a ver la escena con mayor claridad. No sabría decir si estaba solo.

En cierto sentido, le parecía ahora que no había sido una experiencia suya; era como recordar el pasado de otra persona. Había logrado olvidarlo muy bien.

—¿Su pasaporte, señor? —murmuró, recordando algo más.

—Sí, aquí está —se respondió a sí mismo—. Estoy seguro de que encontrará todo en regla.

Hablaba fuerte en alemán, y las palabras tenían una resonancia extraña en la calurosa noche africana.

—¿Usted es Ernst Weinraub?

—Con una “t”: mi nombre es Weintraub; un nombre alemán bastante común.

—Sí, así es, Herr Weintraub. Pase por aquí, por favor; tome asiento.

—¿Hay algo que esté mal?

—No, es pura formalidad; dentro de un momento quedará aclarado.

Ernst recordó cómo se había sentado en la silla, contra una pared gris y verde. El funcionario desapareció un instante. Al volver venía acompañado por otro hombre. Ambos hablaban bajo, en otro idioma, y lo bastante rápido para que Ernst entendiera poco. Oyó mencionar su nombre varias veces, siempre mal pronunciado como Weinraub.

Ahora miraba el hotel que estaba del otro lado de la plaza. Sorbió un largo trago de whisky. Salvo él y monsieur Gargotier, el Fée Blanche había quedado vacío otra vez. Gargotier estaba sentado escuchando un gran receptor de radio, dentro de la obscura caverna del bar. Ernst sacudió la cabeza apesadumbrado. Nunca había pasado ese trance con funcionarios administrativos. Jamás había escrito su nombre con “t”, a menos que quizás en su juventud, cuando…

—¡Ah, monsieur Weinraub! Se puede confiar de veras en usted. Siempre aquí, ¿eh? ¡Qué bueno para un puesto de avanzada!

Era Czerny, con su sucio uniforme gris y el capote que colgaba desprendido de su esmirriada figura. Trastabillaba, borracho, y sostenía a una mujer ebria con ayuda de otro hombre uniíormado. La visión de Ernst no era clara, pero reconoció a Ieneth. No contestó.

—No esté tan taciturno —dijo la mujer—. No tiene más secretos, ¿verdad, Weinraub?

Czerny y el otro hombre se rieron. Ernst miró a la mujer mientras ella se inclinaba en la acera.

—No —dijo.

Sorbió otro trago y la despidió con la mano. Ella no le prestó atención.

—Tome —le ofreció Czerny—. Pruebe un poco de esto; es del barrio de las diversiones; de un pequeño stand junto al Panteón. El encargado hace la mejor langosta rellena que he comido. ¿Conoce Lisboa? El Tavares es famoso por su langosta rellena. Nuestro hombre de aquí merecería ese honor.

—Alfama —dijo Ernst.

—¿Qué es eso? —preguntó Ieneth.

—Alfama, Lisboa, el barrio viejo —aclaró Ernst.

—Sí —agregó Czerny. Todos quedaron en silencio unos segundos—. ¡Oh! Perdone, monsieur Weinraub, conoce usted a mi acompañante, ¿no es verdad?

Ernst sacudió la cabeza e hizo un ademán con la mano en dirección a monsieur Gargotier, sin acordarse de que el propietario había entrado en el bar y no podía verlo.

—Nos hemos visto antes —dijo el que vestía el uniforme del Gaish—. Quizá monsieur Weinraub no recuerde la circunstancia. Fue en una fiesta en casa de Chanzir, el director de Seguridad.

Ernst sonrió cortés, pero no dijo nada.

—¿Me permite presentarle a mi amigo? —insistió Czerny—. Monsieur Weinraub, tengo el honor de presentarle al coronel Sandor Courane.

Czerny sonrió esperando la reacción de Ernst. Courane se inclinó sobre la baranda para estrecharle la mano, pero Ernst simuló no verlo.

—¡Ah, sí! —dijo—. Perdone que no lo haya reconocido. Escribe versos, ¿verdad?

La sonrisa de Czerny se había desvanecido.

—No siga haciéndose el tonto, monsieur Weinraub. Sabe que desde su asiento ve muy poco de lo que pasa. No puede comprender lo que hemos hecho. ¡Esta noche la ciudad es nuestra!

Ernst acabó la última gota de whisky de su vaso.

—¿De quién era antes? —interrogó con lentitud.

—Hemos tenido lindas charlas, monsieur Weinraub —le dijo Ieneth—. Usted sabe que me gusta. No quiero que le hagan daño.

—¿Cómo pueden hacerme daño? Me cuido de no tomar partido. No voy a atacar a nadie.

—Me ataca a mí —le dijo Czerny, asintiendo con la cabeza en dirección a Ieneth y a Courane.

La mujer y los dos hombres uniformados se fueron tambaleando calle abajo. Ernst se levantó y entró en el bar a buscar más whisky, con el vaso en la mano.

CAPÍTULO DECIMOTERCERO
Ernesto ambulaba ya sin fuerzas. Muy pocos minutos restaban a todas las vidas. Muchos habían muerto ya, víctimas de las energías de la muchedumbre o de su propio miedo letal. No quedaba esperanza. Si pudiera encontrar ahora un puesto de cospeles, ¿quedaría alguno? Con la certidumbre de que faltaban sólo algunos minutos para el desastre, dudaba que pudiera llegar al refugio antes de la medianoche.

¿De dónde vendría la muerte? ¿Por qué no les habían dicho? Mientras caminaba, volvieron las fantasías anteriores, creció su pánico y se extendió hasta cubrir todo el mundo que lo rodeaba. No podía mirar al cielo porque el miedo le auguraba que iba a ver un cometa ardiente que le caería encima zumbando y lo consumiría, haría estallar sus cenizas, evaporaría las últimas trazas de su vida. Tampoco podía mirar el suelo, por miedo de ver que la calle se abría justo bajo sus pies, el pavimento se resquebrajaba, se levantaba y se partía para tragárselo, enterrarlo y quemarlo. El aire podía hacerse venenoso de golpe, o disiparse en el espacio mientras la tierra seguía girando y él se ahogaba súbitamente en el vacío. Había perdido, pero también habían perdido todos esos otros millones, y nada de cuanto dijeran podría ya hacer que les tuviera lástima.

—No está tan mal —dijo una voz tranquila.

Ernesto miró a su alrededor, buscando entre la aullante multitud a esa única persona serena. Quería hacerle entender lo irremediable de la situación.

—Lo indispensable es la actitud adecuada; hasta ahora, sólo te has preocupado por ti mismo.

Ernesto entrecerró los ojos: veía a su padre de pie sobre la acera, sin hacer caso del tumulto furioso que lo rodeaba.

—¿Papá? —preguntó.

—Todo está bien, Ernie —respondió el padre—. El abuelo Ernst está conmigo.

El anciano estaba parado detrás del padre de Ernesto, inclinado, tosiendo y escupiendo en el suelo.

—Lamento mucho la manera como resultó todo esto —dijo Ernesto—. Me gustaría haber podido ser más útil.

—Jamás pensaste mucho en nosotros —replicó el padre con una sonrisa triste—. De todos modos, lo pasamos muy bien; mira.

Sostenía en alto un par de brillantes cospeles.

—Tuvimos suerte —agregó el abuelo Ernst.

Antes de que Ernesto pudiera arrebatarles un cospel, el padre y el abuelo asumieron una apariencia diferente.

—Esa no es manera de conducirse —decía el viejo Jennings con su ronco cacareo—. ¡Tócales el traste! Eso siempre las excita.

—Ése es mi papá —decía Robert L. Jennings, hijo—. Las chicas de la secretaría le han puesto un sobrenombre.

—Ya lo sé —contestó Ernesto—. Déjenme en paz.

—Me llaman “el Viejo” —dijo el Jennings mayor—, pero puedo demostrarles quién es viejo. Todavía queda mucha vida en este viejo chiflado.

—No por mucho tiempo —terció Ernesto—. De todas maneras, quiero hablar con usted del descuento de seguro del mes pasado. Pienso que alguien de la oficina principal se lo tragó.

—No es el momento para armar lío —dijo el menor.

—No estoy haciendo lío —replicó Ernesto—. Todos ustedes están contra mí. Ahora mismo aprovechan la oportunidad para echarme tierra encima. No creo que sea tan tremendo lo que uno hace. Dentro de pocos minutos estaré muerto. Me parece que lo menos que podrían hacer es tratar de ayudarnos en esto.

—Oí lo que dijo a su padre, bruto hipócrita —le recriminó Sokol—. Trató de quitarle el cospel, ¿no es cierto? Y ahora me chilla a mí. ¡Bien! Olvídelo. Pronto nos veremos en el infierno.

—¡Espere un momento, Sokol! —gritó Ernesto, con lágrimas saltando de sus ojos—. Para mí, usted es la única persona que sabe lo que dice, que tiene sentido.

—Escuche, Weinraub —prosiguió Sokol, mientras caminaba retrocediendo hacia la multitud—, lo sensato ya no tiene ningún sentido ahora.

—De veras —asintió Ernesto, llorando—. No me gustaba mi trabajo, pero eso no es motivo para dejarme solo.

—No está solo —le dijo la vieja negra que recibía los paneles frontales terminados de Ernesto—. No sé cómo puede estarse ahí parado en esta calle húmeda, y decir que está solo. Aquí estamos todos juntos. ¡Tiene que abrir los ojos, muchacho!

—Nosotras las ancianas nos juntamos —dijo la señora de Capataz, la madre del dueño de la tienda de comestibles—. Las ancianas. El mundo se habría terminado hace un millón de años si no fuera por las ancianas. Jovencito, es usted un rufián asqueroso. Tiene la cara hinchada y lastimada. Alguien le dio su merecido, ¿eh? ¿Cómo le cayó eso? Pero míreme: soy una anciana. Tengo salud, ¡a Dios gracias! y no me pegan. Se ríe de las ancianas, pero nosotras persistimos: nos hacemos oír.

—Hasta que mueren —la increpó Ernesto.

Unos pocos del gentío se volvieron para mirarlo, pero su apariencia no difería mucho del resto de la gente. Ya inundaban la ciudad: era un carnaval de lunáticos.

—Es cierto que morirá —dijo el hijo de la anciana—, pero usted también, lo mismo que todos nosotros. Todos los chacales jóvenes viven insultando a las ancianas con la muerte, pero voy a decirle algo.

Capataz se adelantó amenazante. Ernesto tuvo la esperanza de que lo tomara del brazo, pues necesitaba volver a sentir la realidad del contacto físico, pero el sujeto retrocedió con una mueca de desdén.

—Voy a decirle una cosa: las ancianas temen menos a la muerte que usted a la vida.

Otra mujer se abrió paso entre la gente, se detuvo y quedó mirando sorprendida al reconocer a Ernesto.

—¡Ah! Es Bill, ¿no es cierto? ¿Bill Smith? ¿El joven que lustra placas de patente de autos?

Era la delirante que Ernesto había encontrado poco antes entre la multitud.

—Ya no —le dijo.

—Soy Elizabeth Costanza, ¿lo recuerda? Le estaba diciendo que creía que Dios iba a quedar extenuado cuando tratara de acomodarnos a todos en el Paraíso.

—¡Claro que lo recuerdo! —le dijo Ernesto, mientras impaciente la despedía con la mano—. Me hacía gracia su ocurrencia de un “Dios extenuado”; estos amigos míos no quieren permitirme que juegue con pensamientos como ése, ahora.

—Me imagino que no, dadas las circunstancias —dijo la señora Costanza—. Entonces no importa. ¿Prefiere hablar de automóviles?

—Señora, lo que quiero es irme a casa.

La respiración atronaba en su pecho; se sentía como si hubiese corrido un largo trecho sin objeto. Un reloj del escaparate de un lavadero de limpieza a seco le mostraba que faltaban seis minutos para la medianoche. Quería hacer retroceder las manecillas; se detuvo contra la reja que protegía el escaparate y trató de tocar el reloj. Quería que volviera a ser de mañana para tener otra oportunidad. Se aplastó contra los hierros y cerró los ojos.

Sintió en el cuello el roce de algo frío y blando. La joven negra desnuda estaba muy cerca de él, y todavía se movía con lento ritmo de coito, los ojos cerrados y sonriente, como perdida en algún sueño propio. Sacudía la cabeza como diciendo “no” a cualquier palabra que pronunciara Ernesto.

—No es tu tipo —dijo Eileen.

Ernesto se volvió a mirarla.

—Cuando uno llega a cierta edad deja de tener “tipos”.

—Bien; eso me gusta. Supongo que también yo fui otra de tus cálidas posibilidades…

—Sabes que lo fuiste: cuando las mujeres llegan a cierta edad saben lo que son.

Eileen asintió.

—¡Qué pareja hacemos! —dijo suspirando.

—No somos una pareja. Nunca lo fuimos, a Dios gracias; pero si te hace sentir mejor durante los próximos cuatro minutos, supón que el nuestro fue el mayor amor perdido de la civilización de Occidente. Está bien, pero no me fastidies más con eso.

—Nadie te fastidia, Ernie; ocurre que no estás ahí.

—No está ahí —corroboró Brenda Vaurigny, la fusiblera—. No había nada para echar de menos. Era como estar a solas con un cadáver que apesta a cerveza. Decididamente, no es la clase de cosa que yo eligiría para culminación y final de mi vida.

—Muy bien, imbéciles —los increpó Ernesto—. No tienen nada mejor que hacer, que rodearme para bromear, ¿eh? Y tú —dijo, dirigiéndose a Brenda—, por lo que recuerdo, no dijiste una sola palabra; no hiciste el menor ruido. Lo habría pasado mejor tirándome de boca al suelo para tostarme al sol.

—Entretenerte no es mi obligación —replicó Brenda, sarcástica—. Estoy para ayudar en esos trances difíciles, cuando no se tiene a otro a quien recurrir. Si tú eres un individuo de tantos recursos ¿cómo es que en estos tres minutos y medio no tuviste a nadie?

—Porque así me dio la gana —respondió, y volvió a llorar.

—No, no es verdad —terció Eileen.

—No, no es lo que yo quería —murmuró Ernesto.

— ¡Tenga cuidado! —dijo la voz de Vladieki—. Es muy peligroso extraviarse en un gentío como éste; en particular esta noche. Creo que va a escampar, ¿no le parece?

Ernesto miró al cielo y dio un respingo. Un miedo cerval lo sacudió.

—Muy pronto tendrán que aclararse las cosas.

—Eso está bien —dijo el enano—. ¡Pasó tanto tiempo sin que las cosas se asentaran! Ahora, dígame: ¿no le habría gustado quedarse anoche? Podíamos haberlo pasado muy bien. Le habría hecho escuchar mis cintas. Tengo un cajón lleno de recuerdos inapreciables. Le habría encantado verlos; en cambio, quiso marcharse, y pasó aquí fuera un día totalmente infructuoso: sin arco iris, sin pájaros azules, sin zapatillas rojas para librarse de esta visión…

—¿Tiene algo resuelto para usted? —inquirió Ernesto.

—Es demasiado tarde para tratar de seducirme ahora —dijo Vladieki, sonriendo—. Creo que es una buena persona, pero sus maneras son demasiado obvias.

—Usted también puede caerse muerto.

—¡Con toda seguridad! Dentro de… ¡ah! Dos minutos y cuarenta segundos.

Vladieki se encogió de hombros y se abrió paso entre la gente que lo rodeaba. Ernesto siguió mirándolo unos momentos y después se puso a esperar nervioso. El gentío raleaba y poco a poco desapareció. Miró a su alrededor y descubrió que todos menos él habían retrocedido hasta las paredes y dejado libres la calle y las aceras. Todas las expresiones eran ansiosas, y algunos empezaban a aplaudir con una cadencia lenta.

Vio tres siluetas que se le acercaban. Reconoció a la juvenil Judy Garland vestida como Dorothy, a Phil Gatelin, el cantante ídolo de Gretchen, y a la antigua Roberta Quentini, la espuria amante de Vladieki. Los tres artistas marchaban por el centro de la avenida, saludando a la gente con las manos en alto. Ernesto escupió con desagrado. Se preguntó si no los seguiría una carroza con Santa Claus.

—No debe ser tan crítico —le dijo Mike, el barman—. Usted sabe que a mucha gente le gusta esto.

—A mí no me importa la gente que se emociona con eso —replicó Ernesto.

—¡Siempre tuve ganas de conocer a Phil Gatelin! —dijo Suzy. Ernesto volvió a escupir.

—Me gustaría que tuviéramos tiempo de regresar al bar —dijo Mike—. Me da pena dejar que se pudra todo ese buen Drambuie, pero no tenemos tiempo. Dentro de… veamos, menos de un minuto y cincuenta y cinco segundos estaremos todos muertos.

—Pasará un tiempo hasta que nos acostumbremos —dijo Águila.

—No quiero acostumbrarme —dijo Ernesto.

Se sentía aturdido, casi delirante. Sabía que no iba a poder aguantar mucho más.

—Esa es una de las ventajas de la borrachera —dijo Águila.

—No hay muchas otras —dijo el vagabundo del patio de la escuela.

—Usted es un tonto idiota —exclamó Ernesto—. Me dijo que en la estación del subte había cospeles.

—No soy más que un borracho. ¿Cuántas veces, en toda su vida, escuchó a algún borracho?

—Usted sabe —decía uno de los policías del patrullero— que hay un procedimiento normal que empleamos contra los delincuentes y los ciudadanos comunes. Es por eso que cuando los interrogamos suele haber dos oficiales.

—Así es —dijo el otro policía—. Vea qué ocurre si uno de los policías empieza a ponerse un poco brusco, a amenazar al sujeto y quizás a abofetearlo. Entonces el otro oficial se adelanta y dice: «¡Eh! ¡Más despacio!», y como es natural el delincuente se alivia tanto que confía en el segundo agente, y así obtenemos la confesión. No importa cuál de los policías hace lo uno o lo otro. A veces soy el brusco, otras veces soy el amable.

—Y ahora está usted en un buen lío —dijo el primer policía—, pero no tiene más que… ¡oh! un minuto y diez segundos, para imaginar en cuál de los dos puede confiar.

—Es él, seguro —decía el hombre que por dos veces había atacado a Ernesto—. Mi mujer está muerta por su culpa. ¡Miren!

Ernesto dirigió la vista hacia donde el hombre señalaba. Vio el cuerpo rígido de la esposa. Vio el cadáver repugnante y descolorido de una niña de doce años, sobre un montón de basura.

—Esa es la otra —decía la niñita que se había solazado tanto vagando entre la multitud—. Todavía estoy viva. Esa es la que usted me dijo: «está muerta de veras».

Ernesto reía con fuerza, rugía y gritaba.

—¿Olvidé a alguno? —preguntó la niña—. Sabe que soy lo que usted quiere —afirmó con expresión astuta—. Soy lo que siempre quiso: limpia y joven. No sé nada referente a los hombres. Podría enseñarme a hacer lo que quisiera, pero no se atreve porque soy tan pura. Por eso me quiere tanto.

—No es eso lo que quiero —dijo Ernesto, sollozando.

Iba cayendo de rodillas a medida que transcurrían los segundos uno a uno. Lloraba desconsolado y desesperado, con la cabeza inclinada hasta tocar el suelo, y los dedos retorcidos.

—¡No es eso lo que quiero!

Las doce. El único sonido llegó desde los altoparlantes: las cajas M. I. U. de las azoteas.

—Atención a todos los ciudadanos. No corren peligro inmediato. Vuelvan, por favor, a sus respectivos domicilios y esperen nuevas informaciones de su representante. Repetimos que no hay peligro inmediato. Si permanecen en las calles pueden correr el riesgo de lesiones graves. Regresen a sus casas. Mañana al mediodía difundiremos un boletín especial del Concejo de Representantes.

ÍNTERIN G
Era a comienzos de febrero de 1933. La ciudad de Springfield dormía en paz —si no en la prosperidad— de los tiempos que corrían. Las noticias de Europa tenían muy poco interés para los pobladores locales; el partido Nazi, en un momento caído en total descrédito, había vuelto a surgir, pero los políticos jermanos parecían aunados en sus esfuerzos por impedir que Hitler adquiriera algún poder significativo. Los nazis esgrimían como principal arma propagandística la idea de que Jermania, más que triunfadora en la guerra mundial, había sufrido la derrota económica. Ostamerika, una insignificante colonia extraoficial, parecía dominar en casi todos los acuerdos comerciales; reclamos de traición y de conspiración se hacían escuchar en Jermania, pero en la patria adoptiva de Weinraub no se percibía la hostilidad jermano-americana.

—No me gustan estas próximas elecciones nacionales de Jermania —decía Weinraub.

—¡Claro que no! —decía Gretchen. Ahora tenía algunos años más, habían aumentado su ansiedad y su peso, pero seguía siendo la directora aguda y sagaz del Partido—. Hitler podría ser canciller, pero sin una mayoría nacionalsocialista en el Reichstag no ganará nada.

—Hace más de quince años que trabajo para el Partido Comunista —decía Weinraub—. En todo ese tiempo nunca estuvieron las cosas tan obscuras como ahora.

—Sí, se las ve negras —decía Gretchen—. Negras, rojas y blancas, con una cruz gamada en el centro.

—Ese es un chiste muy malo —le dijo Weinraub, que había atravesado el cuarto para abrazarla.

—No me eligieron para este trabajo por mi sentido del humor. Sólo estaba tratando de demostrarte que nuestra tarea no puede aflojar ahora, aunque nuestro peor enemigo disfrute de su momento de autoridad. Por cierto que podemos servir mejor al Partido si reforzamos nuestros bríos. Imagínate cuánto mejor estaremos después de que los nazis hayan caído derrotados para siempre. Habremos trabajado durante todos sus días de ocio, y nada se opondrá a nuestro paso.

Weinraub se limitó a sonreír. Había oído expresar muchas veces esa vana esperanza, durante años. Había asistido al ir y venir de varios gobiernos en Jermania, pero jamás pareció que el Partido Comunista fuera capaz de aprovechar el caos político para su victoria final.

—Nuestra labor aquí parece haber terminado —dijo Gretchen, algún tiempo después—. Lo que resulte no está en nuestras manos.

Weinraub suspiró.

—Fueron unos años de trajín, ¿eh?

—Sí, y me atrevo a decir que rendidores. El Partido puede estar contento.

—Fue sólo cuestión de planteo cuidadoso. La ejecución resultó simple. ¡Nuestras víctimas estaban tan bien dispuestas!

—Ahora, a otra parte —anunció con seriedad Gretchen—. Debemos empezar de nuevo en otro sitio. La próxima vez no será tan difícil. Aquí tienes tus pasajes, los papeles y las órdenes, Ernst. Ten cuidado, querido. Cuando terminemos esto podremos jubilarnos: ir a los estados del oeste, o quizá volver a Jermania.

—¿Es tan necesario que viajemos separados? —preguntó él.

—¡Por supuesto! Recuerda que debe parecer que has salido en una de tus habituales giras de conferencias. El Partido ha dispuesto la emisión de gacetillas de noticias, relativas a un falso accidente. Tenemos agentes que trabajan en grupos policiales y de emergencia, de manera que la información llegará a ser historia oficial. Diremos que te han asesinado.

—Eso me elimina de Sprinfield de manera categórica —dijo Weinraub, indeciso—. Pero, ¿qué pasará contigo? Y ¿cómo llegaremos al próximo destino?

—Ya te he dicho que el Partido no desperdicia nada, ni deja cabos sueltos. Aunque termina nuestra estancia en Springfield, podremos extraer beneficios de nuestra partida. Una simple despedida en la estación del ferrocarril no me parece adecuado después de los años de notoriedad ciudadana dedicados a esta comunidad. Sin embargo, si murieras trágicamente en un accidente tremendo, concentrarías la atención del público. Retrospectivamente serías un gran líder cívico y la propaganda del Partido, tan hábilmente disfrazada, no caerá en el olvido. Será bien acogida por los editoriales de los diarios de todo el Estado. En tu memoria donarán libros a las bibliotecas, se otorgarán becas con tu nombre para los estudiantes universitarios radicalizados y quién sabe cuántas cosas más.

—Entonces, dentro de pocos días “habré muerto”. ¿Serás una viuda inconsolable?

Gretchen sonrió con cariño.

—¡Por supuesto, Ernst! Me consolarán mis amigos de Springfield, por cierto. No lo pasaré muy mal, y mis actividades darán mucho alivio a mis penas. Luego de una semana anunciaré que una hipotética hermana me invita a vivir con ella. Tomaré el tren y te encontraré en nuestro nuevo hogar. Entonces reiniciaremos, con nuevos nombres, los métodos de los últimos trece años. A la postre, cuando seamos una pareja madura y respetada, habremos concluido el ciclo de servicio activo subterráneo para el Partido.

Tales eran las instrucciones de los líderes comunistas de Berlín.

Weinraub estaba apenado por tener que abandonar Springfield, donde había llegado a apreciar a los vecinos y a gustar de la vida tranquila y cómoda con que disfrazaba sus verdaderos propósitos, pero ni la pesadumbre ni la renuencia eran atributos de un buen obrero del Partido: lo sabía. Contuvo sus emociones y tres semanas después estaba preparado para su partida final de Springfield.

—No rne olvides, Gretchen —le dijo en la estación del tren.

Ella rió y lo besó en la mejilla. Él le tomó la mano y sonrieron. Por fin ella se marchó en el taxi.

Weinraub entró en la sala de espera. A la hora llegó su tren. Lo abordó solo. Se sentó junto a una ventanilla, para poder ver pasar la costa de Ostamerika. Un rato después de la medianoche descendía del tren en una estación extraña, de un paraje distante.

“Ahora tengo que encontrar a este Herr Liebknecht”, pensó mientras miraba a su alrededor en la estación obscura y desierta. “O, mejor dicho, supongo que él me encontrará: el Partido es así”.

Retomó su maleta y la llevó hasta los duros bancos de madera. Los otros pasajeros habían abandonado la estación con la mayor prisa posible, como si el inhóspito recinto albergara algún espíritu maligno. Weinraub no vio a nadie que tuviera el aspecto de estar en contacto con el Partido. El propio Weinraub ―por supuesto― tampoco tenía la apariencia de la idea norteamericana de un comunista acechante. Eso era parte de lo que contribuía a hacerlo tan valioso. Solitario esperó en la fría estación ferroviaria.

—¿Herr Weinraub? ¿Ernst Weintraub? —le preguntó un hombre de sobretodo marrón.

—Sí —dijo Weinraub.

—Permítame, ¿leyó los últimos diarios? Hay un comentario de servicios informativos extranjeros que, supongo, puede merecerle un interés muy particular.

—¿Cómo me conoce usted?

—Usted es muy modesto, Herr Weintraub. Ha dado muchas conferencias y escrito muchos ensayos. He seguido su carrera en los últimos diez años. Tengo en casa un álbum de recortes con todos los artículos que publicó. Le he oído no menos de una docena de conferencias.

—No recuerdo su rostro —dijo Weinraub, después de un minucioso estudio del hombre—. Dispénseme, pero veo a tanta gente en mis giras, que no puedo retener a todos en la mente.

—Oh, no es probable que me recuerde —dijo el hombre, con un ademán rápido—. Es la primera vez que me acerco en persona, y lo hago sólo para mostrarle esto. —Le tendió a Weinraub un ejemplar roto y arrugado del New Aulis Press. Los titulares decían: ¡TERROR EN BERLÍN! A continuación estaba la descripción del incendio del Reichstag, un atentado incendiario, maligno y simbólico dirigido contra todo el pueblo de Jermania.

—¿Quién puede haber hecho algo tan alevoso? —preguntó Weinraub con auténtica repugnancia.

—Creemos que fueron los comunistas —contestó el hombre con tono áspero—. ¿Quiere tener la amabilidad de venir conmigo?

—¿Viene de parte de Herr Liebknecht?

—No. Mucho me temo que Herr Liebknecht esté demasiado ocupado ahora para venir a su encuentro. Yo vengo en su lugar.

—Perdone, señor, pero me parece que no voy a ir con ninguna otra persona que no sea la que debía encontrarme aquí. Llamaré por teléfono, si usted me excusa.

El hombre del sobretodo tomó a Weinraub con brusquedad por el brazo.

—Vendrá conmigo, ¿eh? Y no trate de llamar la atención. Al menos, yo no estoy solo.

—¿Qué significa esto? —preguntó Weinraub, que comenzaba a sentir pánico.

—Pronto lo adivinará. Por ahora, quiero hacerle una pregunta: ¿Usted es de… ah… origen judío?

—¿Qué? ¿Judío? No, ¿por qué?

El hombre sonrió con gesto implacable y lo condujo hacia la salida. Otros tres hombres marchaban detrás de ellos. Ya fuera de la estación se encaminaron hacia un gran sedán negro estacionado junto al borde de la acera. Uno de los hombres ocupó el asiento trasero; los otros empujaron a Weinraub tras él.

—Póngase cómodo, Weintraub; va a necesitar de toda su resistencia.

Anduvieron algunos minutos. Weinraub estaba en una ciudad desconocida, perdido, solo y cada vez más atemorizado.

—Escuchen —dijo nervioso—, si estoy en algún problema legal tengo el derecho de consultar a un abogado.

—Weintraub, Weintraub —dijo el del sobretodo, evidentemente complacido—. Usted ha vivido demasiado tiempo en esta cloaca de decadentes. Quizá algunos años atrás hubiera tenido cura, si se hubiese quedado en su patria; pero desertó de Jermania cuando nuestra nación necesitaba que todos sus hijos lucharan para exterminar a esa carroña insidiosa de los gansters judeo-comunistas. Creo que ahora tendrá que contestar algunas preguntas difíciles.

El auto se detuvo y los hombres escoltaron a Weinraub adentro de un edificio obscuro del sector comercial de la ciudad. Aunque era ya bastante pasada la medianoche, unos obreros trabajaban afanosamente colgando banderas nacionalistas en el frente del edificio.

—Una pequeña celebración preelectoral —dijo uno de ellos.

—Entre aquí —ordenó el hombre del sobretodo.

Abrió la puerta de una oficina y entró. Un hombre que vestía uniforme negro se incorporó tras un escritorio desordenado y vino hacia ellos. Weinraub recorrió el cuarto con la vista: varios teléfonos, rifles sobre un armero, cajas de municiones, banderas con los colores rojo, blanco y negro, una fotografía enmarcada de Adolf Hitler. Era la central del Partido Nazi en New Aulis.

—Lo lamento —dijo el hombre de negro—. Es deplorable que los de la SS no tengamos todavía un local adecuado, pero mientras ardan aún las llamas del Reichstag, al menos en el corazón del pueblo jermano eso no demorará mucho. ¡Siéntese, Herr Weintraub! Dígame, ¿qué sabe de ese incendio?

Weinraub estaba asombrado.

—No sé nada. Vivo en Ostamerika. Estoy aquí desde hace trece años. ¿Cómo podría saber algo?

—Es comunista —dijo el de la SS—. Lo venimos observando desde hace mucho. En la oficina del Obergruppenführer Heydrich hay un abultado legajo sobre usted. Me disgusta llevarlo de una oficina a otra. Su nombre debe estar en un par de memorándums del propio escritorio del Reichsführer Himmler.

—No tenía la menor idea —fue la débil respuesta de Weinraub.

—¡Vamos, Weinraub, no se haga el tonto! ¡Por supuesto que no tiene la menor idea! Díganos todo lo que sepa de las operaciones del Partido Comunista en Jermania y aquí en Ostamerika. No estoy sugiriéndole que lo haga: me limito a permitirle que comprenda las próximas horas.

—No sé nada —dijo Weinraub—. No soy más que un tornillo.

—Vea esto —dijo el hombre de la SS tendiéndole una hoja de papel.

Al principio las palabras en el papel no tenían mucho sentido, vistas a través de los ojos húmedos, pero pronto empezó a reconocer las letras: la Z rota, la doble curva de la C mayúscula. Era una carta dirigida al HSSPF Starkwitz, Ostamerikanischer Wehrkreis, escrita en la propia máquina de Weinraub, para informar a la SS de la inminente llegada de Weintraub a New Aulis, de sus planes futuros, y de la necesidad de no demorar su captura. Weinraub releyó la carta y luego miró la sonriente cara del hombre de la SS.

—Venga —dijo el oficial—. Hablemos antes de que vengan por usted.

¿Era así como operaban los camaradas de Weinraub? Sus años de servicio culminaban en una traición cuando ya no lo necesitaban. No imaginaba cómo pudo Gretchen hacer eso, a menos que durante los trece años hubiera fingido que lo amaba; no quería ni pensar en eso, pero el Partido lo había exigido. Weinraub tenía que ser el chivo expiatorio: el conspirador local de la tragedia del Reichstag.

“Creo que no puedo dudar de ellos”, pensaba, mientras sentía un peso en el corazón y sequedad en la boca, la cabeza vacía y las ideas revueltas. “Después de todo, el Partido abarca una perspectiva general. Nada sé de esta operación de alcance mundial. Todo sea por el bien mayor; ellos saben lo que hacen”.

CAPITULO DECIMOCUARTO
Ernesto sentía los ojos como si los tuviera pegados con cola. Una mano posada en su hombro lo sacudía; quería volverse y trompear al que lo molestaba, pero le faltaban las energías.

—Ernie, ¿estás despierto? —le decía Gretchen—. ¡Vamos, ya, despierta!

—Estoy despierto, ¡por Dios! ¡Quítame las manos de encima! Me siento como si fuera a morir.

Ella jadeaba. Ernesto no estaba preparado para enfrentarla. Permaneció en la cama, vuelto hacia la pared. Ella volvió a sacudirlo.

—¡Vamos, Ernie, levántate! Y no hables así.

—Es la pura verdad —dijo, volviéndose por fin—. Me duele el cuerpo de tal modo, que rne parece que no podré volver a caminar.

—Más tarde podrás bañarte, pero ahora apúrate. Dentro de dos minutos darán la información.

—No sé qué es lo que te emociona tanto —le dijo, mirándola con ojos sombríos—. Ayer no pudiste ni salir. No tienes la más remota idea de las cosas que pasé. No viste ninguna de las revueltas, ni a nadie que enloqueciera a tu lado, ni estuviste a punto de que te retorcieran la cabeza un par de miles de estúpidos. Pasaste el día entero mascullando aquí dentro. Déjame descansar. Voy a quedarme en la cama todo el día, si me da la gana. Antenoche no dormí lo suficiente, y sabes de sobra que tuve que pelarme el culo tratando de conseguir cospeles para nosotros.

—¿De veras pediste tres? —dijo, esperanzada—. ¿Como yo quería? ¡Oh, Ernie, sabía que no ibas a abandonarme, ni a Stevie! ¡Perdóname, Ernie!

—No pedí tres —replicó, colérico—. No pedí nada por la sencilla razón de que en todo el bendito día no encontré a nadie a quien pedirlos.

—¿De veras que no? ¿O lo dices por decir? Tal vez conseguiste uno solo para ti y no quieres decírmelo.

—Ayer soñé contigo —dijo él, mirándola—. No sé exactamente en qué momento, pero decías cosas horribles de mí, y después las medité mucho. Llegué a pensar en que quizá no hice lo que me propuse, como tenía que haberlo hecho. Me parece que tendría que brindarte y brindarme otra oportunidad, pero ¿sabes una cosa? No me preocuparía aunque fueses la única persona en todo el mundo que no consiguiera un cospel. Eres muchísimo mejor que un sueño.



Al mediodía, Ernesto encendió el televisor de imagen chata. Gretchen se sentó a su lado en el diván, todavía un poco mareada por los sedantes que había tomado para la crisis del día anterior.

—Entonces, me alegro de no haber salido ayer. Si te hizo eso a ti, es mejor que me haya quedado en casa. Te convertiste en no sé qué clase de animal. No puedo creer que fuera tan tremendo como contaste. Los representantes no lo habrían permitido; pero las personas como tú aprovechan la ocasión para exteriorizar las agresiones reprimidas. ¿Qué hiciste, le pegaste a alguien? ¿Tiraste piedras a las ventanas? ¿Gritaste palabrotas?

—No —dijo Ernesto—. Lo más importante fue cuánto aprendí acerca de lo que la gente es, en realidad. No tanto acerca de mí mismo sino de los otros y… ¡oh!… de ti. Actué más o menos como supuse que lo haría. Tenía miedo y actué con miedo, pero no con vileza.

—Apuesto a que sí —le dijo Gretchen—. Estabas tan empeñado en golpear a los ancianos y a las mujeres contra las paredes, que te faltó el tiempo para buscar los cospeles. Ayer estuviste fuera casi doce horas, ¿te das cuenta? ¡Doce horas! En ese tiempo yo podría haber recorrido toda Fort Greene, puerta por puerta.

Él la miró unos segundos.

—Pero la verdad es que no lo hiciste. Habías regresado al útero materno, mientras yo ponía la cara a las bofetadas. En segundo lugar, toda la ciudad estaba en las calles conmigo, y por último, ¿qué te hace estar tan segura de que había un puesto de cospeles en Fort Greene? Podía no haber ninguno en toda Brooklyn.

—Creo que vamos a morir por tu culpa —dijo ella por lo bajo.

—¿Queda más cerveza?

—No. ¡Vamos a morir, y pides cerveza!

—¡Basta de todo eso! ¡Cállate! —exclamó él—. Ahora van a decirnos algo. Lo único que quiero saber es cuándo va a ocurrir. Si tenemos tiempo, habrá forma de conseguir cospeles. ¡Déjame escuchar!

Los canales estaban transmitiendo un tape pregrabado de un programa matinal de preguntas y respuestas. Los participantes parecían tontos; el animador, cordialmente aburrido; las preguntas, sin interés; y los premios, sin importancia.

—¡Mira qué bodrio! —dijo Ernesto—. ¿Es esto lo que miras mientras estoy trabajando?

—No miro ese programa, sino el Desafío del Expreso de Oriente. A veces tienen buenos participantes.

—A eso me refiero. Mientras yo trabajo, te sientas delante del televisor y no haces nada.

—Aprendo cosas, con las preguntas.

—Aprendes cosas —replicó Ernesto con desdén—. ¿Para qué te sirvieron ayer? ¿Crees que tus enormes conocimientos te van a ayudar a sobrevivir ahora?

—Tú tampoco pudiste hacer nada mejor.

Ernesto se volvió hacia la pantalla. Vio a los participantes que se despedían con la mano y sonreían alegres ante las cámaras. No sabía si estaban tan satisfechos con su destino, o sólo contentos de que se terminara el estúpido programa.

“¿Cómo se las habrán arreglado ayer en las calles? ―pensó―. Quizás estaban demasiado atareados admirando la nueva vajilla para ocho que acababan de ganar. ¿Qué estarán haciendo ahora?”.

No pasaron anuncios comerciales; en cambio apareció un animador de la red que sonrió a la audiencia.

—Tal como probablemente todo el mundo sabe —dijo—, los representantes han elaborado una declaración de política superior para emitirla a las doce. A diferencia de casi todas las conferencias de prensa, no se ha distribuido ningún resumen impreso de lo que dirán los representantes. La razón de esto da origen a múltiples conjeturas, pero los administradores de esta red se sienten en la responsabilidad de advertir a los televidentes que no se apresuren a sacar conclusiones funestas o pesimistas. Después de la emisión habrá un análisis de las palabras de los representantes, que saldrá al aire en vivo y en directo desde la sede del Concejo de Representantes, en el Caribe.

La pantalla quedó en blanco unos pocos segundos; luego una voz anunció:

—Damas y caballeros, sus excelencias democráticas, los representantes de los Pueblos de la Tierra.

La escena era la biblioteca de la Sede del Concejo. Los seis miembros estaban sentados en un semicírculo de butacas ante una chimenea. Algunos sostenían vasos medio llenos, otros fumaban. Parecían descansados y ¡por supuesto! confiados.

—Es la primera vez en mucho tiempo que veo a los seis juntos —dijo Ernesto.

—¿Sabes que se los ve muy parecidos? —comentó Gretchen.

Los seis hombres charlaban entre ellos, al parecer sin advertir que las cámaras de televisión estaban difundiendo sus imágenes por todo el orbe. Era muy probable que todas las personas del mundo estuvieran mirándolos. Todos esperaban oír los detalles finales del gran desastre que iba a terminar con casi todos, o —en el caso de los pocos afortunados— los privaría hasta de la última partícula de vínculo familiar.

Uno de los representantes se incorporó de su silla. Los camarógrafos lo enfocaron inmediatamente, pero él no mostró signo alguno de enterarse de ello: fue hacia el bar con su vaso, moviéndose con naturalidad, y volvió a llenarlo de bebida. Otro representante cuchicheaba al oído de un tercero; cuando terminó, ambos rieron a carcajadas. El tercero se inclinó para comentar la broma a un cuarto. El segundo dijo algo que los micrófonos no captaron, se levantó y abandonó el recinto. El primer representante miró hacia las cámaras y asintió.

―Comenzaremos tan pronto como vuelva Bill ―dijo, y reanudó la conversación.

Al cabo de un rato regresó el representante que faltaba, y fue hacia su asiento. La cámara enfocó al representante de América del Norte. Éste sonrió complacido.

—Tal y como todos lo saben ya, sin duda —comenzó—, un boletín emitido por nuestras oficinas informó que el mundo entero está ante un peligro de aniquilamiento total, aunque en forma no especificada; creo que Ed, aquí, querrá decir algunas palabras acerca del estado actual de esta situación.

—Gracias, Tom. Las circunstancias se han simplificado algo. Estoy seguro de que nuestros televidentes celebrarán la noticia de que ya no hay ningún peligro de cataclismo a escala mundial. ―Hizo una pausa para beber de su vaso.

—Al menos, hasta donde ahora podemos decirlo —agregó riendo otro de ellos—. No queremos afectar a las compañías de seguros.

—Bien, Chuck —dijo Ed—. Lo que quise decir era, más bien, que toda esa historia del desastre no fue verdadera: que fue un infundio desde el principio.

Ernesto estaba furioso. No dijo nada; no podría decir si Gretchen dijo algo.

—Espero que nuestro electorado no suponga que llegamos a estos extremos sólo para entretenernos, Tom.

—Nos reservamos nuestras razones —dijo uno de los otros—, y no nos parece que sea oportuno explicarlas en su totalidad en este preciso momento.

—Sean las que fueren —dijo Gretchen—, tendrán que ser muy importantes para provocar todo esto.

—¡Cállate! —le ordenó Ernesto.

—Al menos, parece que no moriremos —agregó ella.

—¡Cállate!

—…primer lugar, nos pareció que ofrecía una manera conveniente y relativamente indolora de reducir en algo la población —continuó el representante.

—Una suerte de selección natural obligatoria, o forzada —aclaró Chuck.

—Correcto —apuntó Tom—. A medida que pasan los años, y que nuestra civilización aprende cada vez mejor todo lo vinculado con los problemas de conservar una sociedad justa y ecuánime, es posible que perdamos de vista algunos de los mejores atributos que nos permitieron llegar a este nivel. Algunos sociólogos de nota afirman que esto ya está ocurriendo: nos hemos convertido en un mundo de ociosos complacientes, en un medio cada vez más atiborrado e incapaz de satisfacer nuestro deseo de descanso.

—¡Míralos! ¿Por qué no los miras? —exclamó Ernesto—. Yo trabajo seis días por semana…

Se sentía casi como el día anterior, incapaz de distinguir los detalles esenciales, bajo el manto de fantasía grotesca. ¿Era posible que estuviera todavía en la calle, en alguna parte, enredado en una idea cruel y horrible? Se quedó contemplando la imagen chata, sin poder entender las palabras. Recordaba instantes del terror de la víspera, al mismo tiempo que oía lo que explicaba el representante; pero no podía conciliar ambas cosas.

—…y esto me recuerda —decía otro— que todavía contamos con que muchos de ustedes estén lo bastante trastornados como para continuar esta noche con los tumultos. Eso es parte del esquema original.

Los seis hablaron durante media hora más. Ernesto los observó en un silencio mortificado y aturdido. Se resistía a creerlo: tenía que ser una absurda idea de lo que era una broma. Su mujer, sentada a su lado, estaba agradecida al menos por no tener que morir.

Al final, Ernesto se levantó y apagó el receptor de imagen plana.

—Lo sigo considerando ridículo —dijo Gretchen—. Quiero decir, ¿acaso eso no es ir demasiado lejos?

Ernesto se volvió para registrar los cajones hasta que encontró el pequeño revólver.

—No lo sé —respondió—. Es imposible formarse una opinión.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Gretchen, nerviosa al reconocer el arma—. ¿Sólo porque ellos esperan que salgas a…?

Ernesto le disparó tres tiros.

—No estás en situación de criticar al gobierno —dijo.

Fue a la nursery a mirar a Stevie, su hijo bebé. Buscó la billetera; encontró un billete de veinte dólares, lo dobló y lo introdujo en el puño cerrado de Stevie. Después volvió a la habitación para echar el cerrojo y poner la cadena de la puerta de entrada.

—No tienes el derecho de hablar así: ellos son los únicos que conocen todas las razones.

Se quedó mirando la pantalla apagada.

—Ellos saben lo que hacen.

Fue lo último que dijo antes de dispararse un tiro.

INTERMEDIO 7
La breve noche había pasado. Ernst bebía. Sus pensamientos se hacían más incoherentes y su voz más chillona, pero no había nadie que lo observara. Cantó para sí y meditó con pena en todo lo que había pasado. Aunque sus gestos y ademanes dirigidos a monsieur Gargotier eran enérgicos, ese paciente auditorio seguía en silencio.

Al final, arrastrado cada vez más por su propia soledad, dejó salir los pensamientos peligrosos. Pasó revista a su vida, como todas las noches. Consideró cada incidente en su orden o, al menos, en el orden especial que esa noche requería. Los acontecimientos del día, a la luz de su acostumbrada objetividad de borracho, se le aparecían como un hoy trivial: pensó que eran un puñado de humo.

Se había hecho tarde; sólo atravesaban la obscuridad las luces solitarias del barrio de las diversiones. Los celebrantes de la noche se habían dispersado por la avenida, más allá del Café de la Fée Blanche; únicamente quedaban Ernst y el somnoliento y nervioso propietario.

¿Cuándo fue la última vez que había visto a Gretchen? Evocó el estremecimiento característico que le asaltaba cada vez que veía la conocida silueta de su mujer, o reconocía su paso inconfundible. ¿Qué crimen había cometido para que lo dejaran pudrirse a solas? ¿Había envejecido? Examinó el reverso de sus manos: la piel rugosa y amarillenta donde los puntos obscuros se mezclaban en una bruma. Trató de enfocar las crestas afiladas de los tendones y las venas. Decididamente, no era viejo: no lo era.

Ernst escuchaba. Había pasado un rato desde que Kebap llegara vagabundeando con sus palabras insidiosas y sus ideas cínicas. ¡Era tan propio de la ciudad que alguien tan joven como ese niño poseyera ya el carácter moral de un caudillo dinamarqués! No percibía ningún sonido más. Hacía rato que habían terminado los festejos del otro barrio de la ciudad. Las palomas no se movían; faltaba hasta la agitación azorada de las alas perezosas, que alejan a los pájaros de algún peligro imaginario y vuelven a dejarlos dormir antes de que las garras moteadas lleguen a tocar el suelo. Ernst suspiró. Ninguna paloma. No se moverían ni aunque arrojara la mesa entre la petrificada bandada.

No había Kebap, ni Czerny, ni Ieneth. Sólo existían Ernst y lo obscuridad.

“Este es el momento del arte ―se dijo Ernst―. No puede haber un silencio igual en ninguna otra parte del mundo, salvo, quizás, en los helados confines, y aún allí no faltan las ballenas y los osos que se zambullen en las negras aguas. Nunca se pone el sol, ¿no es verdad? Siempre hay alguna claridad diurna, a menos que me equivoque y esté obscuro todo el tiempo. En todo caso, habrá criaturas de una clase u otra que perturben la quietud. Aquí estoy yo, la criatura única, y he decidido que es un gran desperdicio de silencio que me siente a beber. La noche es el único recurso de esta ciudad… Bueno, la noche y la enfermedad”.

Trató de incorporarse, de hacer un ademán amplio que abarcara toda la ciudad, en un momentáneo gesto teatral, pero perdió el equilibrio y volvió a caer en la silla. “Es la hora del arte ―masculló―. Haré de la ciudad una estatua viviente o una obra muy aburrida. No obstante, de uno o otro modo, la presentaré ante las audiencias impacientes de mi tierra natal. ¿No me darán entonces la bienvenida? Dejaré que sean otros quienes se preocupen por lo que haya que hacer con estos miserables, las casas malolientes y toda esta arena. Creo que dejaré caer todo esto en el centro de Lausana, y que los funcionarios correspondientes se las entiendan con los problemas. Yo me llevaré los elogios, y ellos tendrán otra ciudad. Entonces no quedará ni una sola persona en el corazón del África. Me parece que debemos guardar siempre un continente de reserva… ¡Oh, qué importa lo que yo piense!”.

Luchó con las ropas un rato; desplegó la torpe incompetencia de los borrachos con los botones de la camisa. Al final abandonó. “Es la hora del arte, como digo; ahora tengo que sacar partido de ese reclamo, o ese viejo cordial tendrá razón al llamarme idiota. El concepto de presentar a esta ciudad como una obra de arte, una oferta seria, tenía cierto atractivo; pero no el encanto suficiente para llevar la idea más allá del capricho. Recitaré, en cambio, el capítulo final de mi excelsa trilogía de novelas.

»El tercer volumen, como todos deben recordar, se titula ‘La Suprina de Maze’. Se refiere al Suprino de Carbba, Wreylan III, que vivió en los tiempos de la Reforma Protestante, y su esposa, la misteriosa Reina Sin Nombre. Los estudiosos de la historia política identificaron a la Suprina, en diversas circunstancias, pero esas autorizadas referencias no concuerdan, y es poco probable que lleguemos a conocer alguna vez su verdadera ubicación”.

Ernst levantó de pronto la vista, como si hubiera oído a una mujer que lo llamara por su nombre. Cerró los ojos apretándolos, y continuó: “Esta enigmática Suprina es un personaje importante en la trilogía. Al menos haré que lo sea, aunque no aparece hasta el final del libro. Tiene ciertos poderes casi sobrenaturales, y al mismo tiempo está poseída por una naturaleza maligna que se opone a su conciencia. Con frecuencia el lector se detendrá en la lectura del libro para investigar en la complejidad de su naturaleza. Tiene que ser amada y odiada. No quiero que el lector se forje una actitud única hacia ella. Eso es para Friedlos, mi protagonista. Él llegará cabalgando a través de un vasto territorio boscoso, dejando atrás en el segundo volumen a la fría, gélida y muerta Marie, en los confines occidentales de Breulandia. Friedlos pasará por Polonia, supongo, para escuchar allí, de labios del presidente, el relato de la Reina Sin Nombre.

»Tengo que considerar ahora cómo conviene llevar a Friedlos de Breulandia a Polonia: acaso una transición rápida. «Pocas semanas después, todavía afligido por la muerte de su segundo amor, Friedlos atraviesa los sombríos confines de Polonia». ¡Bien! Entonces, allá va, camino de Carbba, intrigado por las referencias indirectas del presidente. ¡Ah, Friedlos, eres tan parecido a tu creador que me avergüenzo de poner mi nombre en el lomo del libro”.

Ernst hurgó en sus bolsillos en busca del esquema del plan. No lo encontró, y se encogió de hombros con desdén. “Gretchen, ¿comprenderás alguna vez que es a ti a quien busca? Te he entronizado, Gretchen; te he hecho Suprina de toda Carbba, pero te di la torturada comprensión que me arrancó de mi propia vida”.

Deseaba ver a Steven, su hijo. Habían pasado años, también. Eso no era justo. Los gobiernos y los poderes tienen su forma de actuar, pero permitir que un hombre satisfaga sus sentimientos no puede trastornar, por cierto, su esfera dinástica. ¿Qué edad tendría el muchacho ahora? ¿Lo bastante para ser ya padre? ¿Acaso la maravilla de nietos para Ernst? Steven podría tener un hijo; lo podría llamar Ernesto, como su grotesco ―y viejo― abuelo.

“Qué insólito sería un nieto que cabalgara sobre esta rodilla entumecida ―pensó―. Dudo que en esta ciudad, en toda su historia, hayan existido alguna vez mimos y fiestas para un nieto. Es seguro que no los tuvo Kebap. En primer lugar, no podría identificar con exactitud a sus propios abuelos. ¿Acaso ellos tendrían muchos deseos de encontrarlo? Después de todo, no es una persona muy recomendable, aunque no haya tenido más que nueve años para desarrollar ese estilo tan notablemente ofensivo. Constituye una proeza el que, dejadas de lado todas las consideraciones emocionales, nos obligue a reconocer lo que vale el desdichado.

»Hay algo que se refiere a él, por cierto, que me obsesiona. Si no fuera por eso, creo que ya lo habría hecho objeto de algún tipo de daño permanente, sin vacilación, para inducirlo a no perturbar mi paz: descubro una afinidad. No puedo negar que es posible que sea yo el padre del mozo. ¡Qué sarcasmo sería! Tendré que investigar con él esta cuestión, mañana. La verdad es que cuánto más lo pienso, más me gusta la idea. Espero poder recordarla”.

Oyó el ruido que hacía monsieur Gargotier al correr la cortina metálica de las ventanas y la puerta del café. El sonido era intenso y áspero; logró que se sintiera abandonado, como todas las noches. De pronto comprendió que estaba solo en una ciudad olvidada, de una colonia que el resto del mundo despreciaba. Solo en el confín alienado de África, y que a nadie le importaba. Oyó el clic de un interruptor y supo que los propios hilos de luz del Fée Blanche acababan de extinguirse. Oyó los pasos lentos y pesados de monsieur Gargotier.

—¿Monsieur Weinraub? —le dijo el propietario por lo bajo—. Yo ya me marcho. Está amaneciendo. Todo queda cerrado. Tal vez usted también debería marcharse, ¿eh?

Ernst asintió, con la vista clavada en la avenida. El propietario masculló algo incomprensible y salió presuroso hacia la calle.

Ernst apuró el último trago de whisky. Le sorprendió el final tan súbito. ¿Tan temprano? Recordó las últimas palabras de monsieur Gargotier, y se le llenaron de lágrimas los ojos. Quería poner en orden las ideas.

—¿Es ése el whisky? Necesito un poco más de whisky —dijo con voz fría. Le inquietó el innatural tono quebrado de su voz. Quizás había contraído alguna peste indeseable de la ciudad—. Sería mejor que hubiera más whisky. Ya no es una cuestión de cortesía. Me hacen falta unos tragos más para soportar todo esto. Gretchen me los conseguirá. Parece que estoy perdido, por cierto. No puedo encontrar a Gretchen por ninguna parte. Steven me los conseguiría, pero hace años que no veo a Steven. Quizás alguien piense que quien estuviera en mi posición debería exigir un poco más de disciplina.

Por un momento, dudó de su sano juicio. Acaso los acontecimientos del día, o quizás el licor habían metido una pena malsana en los recuerdos. Comprendía que nunca se había casado. ¿Otra vez Gretchen? A veces pensaba en esa mujer desconocida. ¿Steven? El nombre del padre de Ernst había sido Stefan. ¿Gretchen? ¿Casado?

Llamó a monsieur Gargotier.

—¡Más whisky, puro, sin agua!

Todavía persistía alguna obscuridad, pero ya distinguía la silueta del hotel, al otro lado de la plaza, que empezaba a surgir con claridad entre las sombras de la noche.

—Nunca he estado en ninguna parte —murmuró—. Jamás he venido de ninguna parte.

Se quedó sentado algunos segundos en silencio. La confesión se mantenía en el aire cálido de la mañana y resonaba en su mente atribulada. ¿Sería suficiente?

Buscó en vano a monsieur Gargotier. Casi alcanzaba a distinguir la esfera del reloj de la acera de enfrente. Alzó el vaso, pero seguía vacío. Con rabia lo lanzó hacia el reloj. Se hizo añicos en el centro de la avenida, entre un grupito de palomas. Ya era la mañana, ya podía volver a casa. Se levantó de la ordinaria silla de tablitas. No podía moverse. Se incorporó con manotones de ebrio. Hacia donde mirara le parecía que un muro invisible le cerraba el paso. Se le nubló la vista. Los guardianes habían echado el cerrojo a su puerta.

—No tengo escape —se dijo, sollozando—. Fue Courane quien hizo esto: Courane y Czerny. Dijo que me atraparía. ¡Mal nacidos! Pero no ahora… ¡Por favor!

No podía moverse. Se sentó nuevamente a la mesa.

—Es porque son los únicos que saben lo que hay que hacer —dijo, mientras buscaba extenuado a monsieur Gargotier. Se sostenía la cabeza entre las manos—. Es por mi propio bien. Ellos saben lo que hacen.

La cabeza se le dobló hasta la mesa. Pronto comenzaría a oír los sonidos matinales de los primeros madrugadores de la ciudad. Pronto comenzaría el trajín del día. No faltaba mucho para que llegara monsieur Gargotier y lo saludara con la alegría que lo hacía todas las mañanas. Levantaría las cortinas metálicas y le traería dos dedos de anisette, pero ahora las lágrimas brotaban de sus ojos y caían sobre la superficie redonda y oxidada de la mesa. Formaban charquitos convexos, y en el centro de cada uno se reflejaba la última de las estrellas de la nueva mañana.

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