STEPHEN
KING
La Planta III
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S I N O P S I S
JOHN KENTON, quien se especializara en Inglés y fuera Presidente de la Sociedad Literaria de la
Universidad Brown, ha tenido un brusco despertar en el mundo real como uno de los cuatro editores
de Zenith House. Zenith House, que solo capturó el 2% del mercado total de libros de bolsillo el año
anterior (1980), está agonizando en el cepo. Todos sus empleados están preocupados ya que Apex,
la corporación dueña, puede tomar medidas extremas muy pronto para frenar la marea de tinta roja...
y la posibilidad mas grande parece ser acabar con Zenith, como sanción extrema. La única esperanza
es un drástico repunte en las ventas, pero con los diminutos adelantos de Zenith y su endeble sistema
de distribución, eso parece improbable.
Aparece CARLOS DETWEILLER, primero en la forma de una carta de presentación recibida por John
Kenton. Detweiller, de veintitres años, trabaja en la Casa de Flores de Central Falls y está ofreciendo
un libro escrito que él escribió, llamado Verdaderos Cuentos de las Plagas Demoníacas. Kenton, con
la vaga idea de que Detweiller pueda tener un material algo interesante que pueda ser vuelto a escribir
por un miembro del personal, alienta a Detweiller a enviar un boceto y capítulos de prueba. En
cambio, Detweiller le manda el manuscrito entero, junto con un fajo de fotografías. Termina siendo aun
más fantasmal de lo que Kenton –quien pensó que el libro quizá pudiera gustarle al público de The
Amityville Horror– pudo haber imaginado en sus peores pesadillas. Y la peor pesadilla de todas está
encerrada en las fotografías adjuntas. La mayoría son tomas lastimosamente trucadas de una
reunión, pero cuatro de ellas muestran un sacrificio humano horriblemente realista en el que el
corazón de un anciano está siendo arrancado de su pecho abierto... y a Kenton le parece muy
probable que el compañero que está tirando no es otro que el mismo Carlos Detweiller.
ROGER WADE coincide con la impresión de Kenton de que han tropezado con algo que
probablemente sea un asunto policial– y uno muy sucio, por cierto. Kenton le lleva las fotografías al
SGTO. TYNDALE, quien las transmite al JEFE IVERSON de Central Falls. Carlos Detweiller es
arrestado, y luego puesto en libertad cuando un oficial asignado a vigilancia ve las fotografías en
cuestión y comenta que ese mismo día vio a la "víctima del sacrificio" sentado en la oficina de la Casa
de Flores, jugando solitarios y mirando La Esperanza de Ryan en la TV. Tyndale intenta tranquilizar a
Kenton. Váyase a casa, le dice, tómese un trago y olvídese de él. Usted cometió un error
perfectamente perdonable mientras intentaba llevar a cabo su deber cívico.
Kenton quema las "fotografías del sacrificio", pero no puede olvidarlas; recibe una carta del
evidentemente loco Carlos Detweiller, prometiendo venganza. Dos semanas después, recibe una
carta de una tal "Roberta Solrac", quién pretende ser una gran entusiasta del segundo autor más
importante de Zenith, Anthony La Scorbia (La Scorbia es el responsable de una serie de novelas del
estilo la-naturaleza-se-vuelve-loca como Ratas del Infierno, Hormigas del Infierno, y Escorpiones del
Infierno). "Ella" afirma haberle enviado rosas a La Scorbia, y quiere enviarle a Kenton, por ser el editor
de La Scorbia, una pequeña planta "como señal de agradecimiento."
Kenton, que no es tonto, comprende en seguida que Solrac es Carlos deletreado al revés... y
Detweiller, por supuesto, trabajaba en un invernadero. Convencido de que la "señal de
agradecimiento" pueda llegar a ser algo como hierba mortal o belladonna, Kenton le envía un
memorándum a Riddley y le dice que incinere cualquier paquete que llegue para él de parte de
"Roberta Solrac".
RIDDLEY WALKER, quien respeta a Kenton más de lo que el propio Kenton creería en su vida, está
de acuerdo, pero por su parte, decide esperar a ver qué pasa. A finales de febrero de 1981, llega
efectivamente un paquete de "Roberta Solrac" dirigido a John Kenton. Riddley abre la encomienda a
pesar del fuerte presentimiento de que el remitente –Detweiller– es un hombre terriblemente malvado.
En ese caso, el contenido del paquete apenas se corresponde con esa idea; no es más que una
enfermiza hiedra común con un pequeño letrero de plástico clavado en la tierra de la maceta. El
letrero dice:
¡HOLA!
ME LLAMO ZENITH
SOY UN REGALO PARA JOHN
DE ROBERTA
Riddley lo pone en un estante alto de su cuarto de conserje y se olvida de él.
De momento.
25 de febrero
Querida Ruth,
Como las cosas no andan muy bien por aquí, se me ocurrió contarte algunas de ellas:
mira las fotocopias adjuntas, que terminan con una comunicación típicamente atrevida de
Riddley, el de la piel negro carbón y trescientos enormes dientes blancos.
Notarás que Roger le dio de puntapiés a mi culo, bastante y duro; no se comportó como
Roger suele hacerlo, y el hecho es doblemente grave precisamente por esa razón. No creo
que uno necesite estar muy paranoico para darse cuenta que se refirió a la posibilidad de
despedirme. Si esto lo hubiera conversado con él después del trabajo, en lo de Flaherty y
delante de algunos martinis, dudo muchísimo que se hubiera enfadado tanto y, obviamente,
yo no tenía ni idea de que estaba esperando una llamada de Enders. Indudablemente me
merecía la patada en el culo que recibí –es cierto que no he estado haciendo mi trabajo–pero
es que él no tiene ni idea del susto que me produjo esa carta cuando comprendí que era
Detweiller de nuevo.
Para mi desgracia, soy demasiado sensible, o eso es lo que Roger piensa... pero
Detweiller me da miedo por otras razones menos fáciles de entender. Ser la idée fixe en la
cabeza de un demente debe ser uno de los sentimientos más inquietantes en el mundo; creo
que si conociera a Jody Foster le daría una palmada y le diría que sé exactamente cómo se
siente. Hay una viscosa textura casi palpable en las cartas de Detweiller y, oh muchacha, oh
sí, desearía poder quitármelo de la cabeza, pero todavía tengo pesadillas con esas fotos.
De todas formas, me he ocupado de las cosas lo mejor que he podido, y no, no tengo
intención de llamar a Central Falls. Mañana tenemos una reunión editorial. Intentaré sacar lo
mejor de mi limitado talento para volver al buen sendero... excepto que en Zenith House el
sendero es tan estrecho que casi no existe.
Te amo, te echo de menos, suspiro porque vuelvas. Puede que el que te hayas ido sea
parte del problema. No quiero hacerte sentir culpable.
Todo mi amor,
John
Del diario de Riddley Walker
23/2/81
Como una piedra tirada en una gran charca estancada, el asunto de Detweiller ha
provocado cualquier cantidad de ondas en mi trabajo. Creí que todas habían desaparecido;
pero una más ha pasado esta tarde y ¿quién puede decir que fuera la última?
He incluido una fotocopia de un memorándum sumamente curioso que recibí de Kenton
a las 2:35 de la tarde, más mi propia contestación (el memo llegó justo después que Gelb se
largara, algo enfadado; no comprendo por qué habría de estar picado ya que hoy trajo sus
propios dados y yo tuve la cortesía de ni siquiera examinarlos, pero, ah, shupongo que nunca
entenderé a estos blancuchos). Creo que he cubierto con precisión el asunto de Detweiler en
estas páginas, aunque debo agregar que nunca me sorprendió en lo más mínimo que Kenton
fuera el único que pudiera atraer a Detweiller, el cometa vagabundo, a la errática (y, me
temo, declinante) órbita de Zenith House.
Él es más brillante que Sandra Jackson; más brillante que William Gelb, el bocazas y
encorbatado diablo de la Ivy League*; mucho más brillante que Herbert Porter (Porter, tal
como señalé previamente, es
*Nota del Traductor: Ivy League: nombre por el que se conoce a ocho universidades de gran
prestigio del nordeste de los EEUU, entre las que se encuentran Harvard, Yale y Princeton.
capaz de meterse en la oficina de la señorita Jackson cuando ella no está, para ponerse a
olfatear el asiento del sillón; es un hombre extraño, pero no soy quien para juzgarlo), y es el
único del personal que podría ser capaz de reconocer un libro comercial si lo tuviera delante
de sus narices. En estos momentos lo está devorando la culpa y la verguenza por el affaire
Detweiller, y lo único que puede ver es que cometió un faux pas bastante cómico. Sería
incapaz de ver que su decisión de prestar atención al libro de Detweiller ha demostrado que
sus oídos editoriales todavía están abiertos, y que todavía armonizan con los mas dulces de
todos los tonos, las notas celestiales de las cajas registradoras Sweda de farmacias y librerías
anunciando las ventas, aun cuando no fueran producidas por él.
Es incapaz de ver que eso prueba que él lo intenta.
Los otros se han rendido.
Sin embargo, aquí está este memo encantador; entre sus líneas puedo escuchar a un
hombre cuyos nervios están temporalmente destrozados, un hombre que sería capaz de
enfrentar a un león pero que por el momento ni siquiera puede mirar a un ratón; un hombre
que está, en consecuencia, chillando "¡Iiiiiik! ¡Deshazte de él! ¡Deshazte de él!" y lo
amanaza con la escoba más a mano, que en'eta ocasión resulta ser Riddley, el repartidor del
correo, con un limpiador de ventanas. ¡Siuro, Seor'Kenton, yo me libraré de él po'usted! ¡Yo
me libraré del paquete de esa mujer Solrac si le llega a enviar uno!
Quizá.
Por otro lado, puede que John Kenton tenga que enfrentar las consecuencias de sus
propios actos; es decir, pegarle a su propio ratón. Después de todo, si no eres tú quien lo
golpea bien fuerte, quizá nunca comprendas realmente que un ratón es una cosita
inofensiva... y es que, además, no puede ser que los días útiles de Kenton como editor hayan
terminado porque es incapaz de enfrentarse a un loco ocasional como Carlos "Roberta"
Detweiller.
Meditaré sobre el asunto. Creo que lo más probable es que no llegue ningún paquete,
pero igual meditaré sobre todo esto.
27/2/81
¡Hoy llegó algo de la misteriosa "Roberta Solrac"! No sabía si sentirme divertido o
disgustado por mi propia reacción, que fue un espantoso y visceral retorcijón intestinal,
seguido por un impulso casi demente de arrojar la cosa al incinerador, exactamente como
dijo Kenton en su nota. Fue impresionante la reacción física que se produjo en cuanto vi la
dirección del remitente y relacioné ese nombre con el memorándum de Kenton. Tuve un
súbito espasmo de temblores. La carne de gallina me corrió por la espalda. Escuché un claro
tañido resonando en mis oídos, y pude sentir cómo se me erizaban los pelos de la nuca. Esta
sinfonía de atavismo fisiológico no duró más de cinco segundos hasta calmarse un poco;
pero me dejó agitado, como con una súbita y profunda lanza de dolor clavada en la
superficie del corazón. Floyd se burlaría y lo llamaría "una reacción de negro", pero no fue
nada de eso. Fue una reacción humana. No hacia el objeto en sí mismo –el contenido del
paquete fue algo así como un anticlímax luego de todo el sonido y la furia– aunque sí, estoy
convencido de que fue una reacción a las manos que pusieron la tapa a la pequeña caja de
cartón blanco en la que llegó la planta; a esas manos que ataron con cinta bramante esa caja
y luego cortaron una bolsa de compras de papel marrón para envolverla y enviarla por
correo; a las manos que la etiquetaron y la cargaron. Las manos de Detweiller.
¿Estoy hablando de telepatía? Sí... y no. Sería más exacto decir que estoy hablando de
una especie de psicoquinesis pasiva. Los perros se alejan de las personas con cáncer; ellos lo
huelen en ellos. Así, por lo menos, lo afirmaba mi vieja y querida Tía Olympia. De la misma
manera yo olí a Detweiller en esa caja, y ahora entiendo mejor el transtorno de Kenton y
siento una mayor simpatía por él. Pienso que Carlos Detweiller está totalmente loco... pero
que la propia planta no es ninguna belladona mortal ni hierba mora ni Hongo Venenoso de
Culebra (aunque supongo que podría haber sido cualquiera o todas esas cosas en la febril
mente de Detweiller). Es tan sólo una pequeña y muy aburrida hiedra común en una maceta
de arcilla roja.
Ya sea por la "reacción de negro" (Floyd Walker) –o por la "reacción humana" (su
hermano Riddley)– realmente podría haber tirado esa cosa... pero después de ese ataque de
temblores, me pareció que tenía que abrir la encomienda o considerarme poco hombre. Así
lo hice, a pesar de cualquier cantidad de imágenes repugnantes –un potente explosivo unido
a un dispositivo especial sensible a la presión, dañinos diluvios de arañas viuda negra, una
camada de crías de víbora–. Y allí estaba, apenas una plantita, una hiedra con hojas
amarilleándose en sus bordes (cuatro de ellas), inclinándose por encima de un combado y
cansado tallo. La propia tierra es de un color marrón ceroso. Desprende un olor pantanoso y
desagradable.
Tenía un pequeño letrero de plástico clavado en la tierra que decía:
¡HOLA!
ME LLAMO ZENITH
SOY UN REGALO PARA JOHN
DE ROBERTA
Fue ese ramalazo de miedo el que me llevó a abrir el paquete.
Del mismo modo, fue ese mismo miedo el que me decidió a asegurarme de que Kenton
no la recibiera después de todo, cosa que habría sido bastante fácil de hacer ("¿E'ta planta,
Seor' Kenton? ¡Oh, diablos! O'vidé lo que u'ted dijo. Soy el hombre mas o'vidado!"). Dejaré
que pasen las ondas; dejaré que se olvide de Detweiller, si eso es lo que él quiere. He puesto
a Zenith la Hiedra Común en un estante en mi cubículo de conserje, un estante bien por
encima de la vista de Kenton (no es que él pase mucho por aquí de todas formas, a diferencia
de Gelb con su fijación por los dados). La guardaré hasta que muera, y recién entonces la
tiraré por el tubo del incinerador. Ése será el fin de Detweiller.
Tengo que lograr escribir cincuenta páginas de la novela durante el fin de semana.
Gelb ahora me debe 75.40 dólares.
De The New York Post, página 1, 4 de marzo de 1981:
¡¡GENERAL LOCO ESCAPA DEL
ASILO OAK COVE, Y MATA A TRES
PERSONAS!!
(Especial para el Post) El Comandante
General (ret.) Anthony R. Hecksler,
conocido por los comandos y guerrilleros
que lo siguieron a través de Francia
durante la Segunda Guerra Mundial como
"Tripas de Hierro" Hecksler, escapó
anoche del Asilo Oak Cove, apuñalando a
muerte a dos ordenanzas y a una
enfermera en su lucha para liberarse.
El General Hecksler fue confinado en
Oak Cove, del pequeño condado de
Cutlersville veintisiete meses atrás,
cumpliendo una condena por causas de
locura, con los cargos de ataque con arma
mortal y asalto con intento de asesinato.
La víctima fue un chofer de autobús de
Albany llamado Herman T. Schneur, de
quien afirmó Hecksler en una declaración
firmada ser "uno de los doce apóstoles
norteamericanos del anticristo."
Los muertos de Oak Cove fueron
identificados como Norman Ableson, de
veintiseis años; John Piet, de cuarenta; y
Alicia Penbroke, de treinta y cuatro.
El Teniente de la Policía Estatal,
Arthur P. Ford, fue inesperadamente
pesimista cuando le preguntaron si
esperaba recapturar pronto al General
Hecksler. "Esperamos un rápido arresto,
naturalmente," dijo, "pero éste es un
hombre que entrenaba unidades de
guerilla en la Segunda Guerra Mundial y
en Corea, y que fue consultado en más de
una ocasión por el General Westmoreland
en Viet Nam. Ahora tiene setenta y dos
años, pero todavía es fuerte e
increiblemente ágil, como lo demuestró su
huída de Oak Cove."
Ford se refirió al probable método de
fuga de Hecksler: un salto desde una
ventana del segundo piso del Ala
Administrativa de Oak Cove, hasta el
jardín de abajo (ver fotografías en páginas
2, 3, y en la sección central).
Ford continuó advirtiendo a todos los
residentes del área inmediata de
permanecer alertas a la aparición del
desequilibrado General, a quien describió
como "extremadamente listo,
extremadamente peligroso, y
extremadamente paranoico."
En una breve conferencia de prensa,
Ellen K. Moors, la doctora a cargo del
caso Hecksler, estuvo de acuerdo. "Él
tiene muchos enemigos," dijo, "o así lo
imagina. Sus delirios paranoicos son
sumamente complejos, pero él nunca
olvidó sus ajustes de cuentas. Él era, a su
manera, un interno modelo... pero nunca
olvidó sus ajustes de cuentas."
Una fuente reservada en la
investigación dice que Hecksler pudo
haber apuñalado hasta la muerte a
Ableson, a Piet, y a Pembroke con un par
de tijeras de peluquero. La fuente le dijo
al Post que no hubo gritos; los tres fueron
apuñalados en la garganta, al estilo
comando.
(Sigue en pag. 12)
Del diario de Riddley Walker
5/3/81
¡Cómo cambian las cosas en un día!
Ayer Herb Porter era el mismo gordo de siempre, desaliñado, fumándose un puro junto
al dispensador de agua, explicándole a Kenton y a Gelb cómo correría el gran tren del mundo
si él, Herbert Porter, fuera el maquinista. El hombre es un Reader's Digest ambulante, un
compendio de acertadas respuestas que son despachadas entre el efluvio de humo de su
cigarrillo y un exquisito mal aliento: ¡Cerremos las fronteras y mantengamos fuera a los
espías! ¡Exigamos el fin del aborto! ¡Construyamos más prisiones! ¡Hagamos que la
posesión de marihuana sea un crimen de una vez por todas! ¡Vendamos las acciones de
empresas bioquímicas! ¡Compremos emisiones de TV por cable!
Él es, a su manera –o lo fue, al menos hasta hoy– un hombre maravilloso: redondo y
perfecto en sus convicciones, chapado con prejuicios, hipócrita en sus acciones, y poseído
del suficiente sentido común como para mantener su empleo en un lugar como éste, Porter es
una evocación de la Clase Media Americana. Incluso me gustan sus ocasionales
expediciones subrepticias a la oficina de Sandra Jackson para olfatear el asiento de su sillón;
una entrañable y pequeña tronera en el castillo ambulante de complacencia que es el
Seor'Po'te.
¡Ah, pero hoy! ¡Qué diferente el Herbert Porter que se arrastró hasta mi cubículo de
conserjería! La cara rubicunda, satisfecha de sí misma, se había vuelto pálida y temblorosa.
Los ojos azules se movían tanto de un lado para el otro que Porter parecía un hombre
mirando un partido de tenis, incluso cuando intentaba mirarme directamente. Sus labios
estaban tan brillantes de saliva que parecían como barnizados. Y aunque seguía siendo
gordo, desde ya, también parecía como si de alguna manera hubiera perdido su tensión
superficial... como si la esencia de Herb Porter se hubiera encogido más allá de los bordes de
su piel y dejara que esa piel se hundiera en los lugares donde antes se veía lisa y tirante.
-Él se escapó -susurró Porter.
-¿De quién e'tá'blando, Señó Po'te? -le pregunté. Estaba sinceramente intrigado; no
podía imaginar qué poderosa catapulta o motor podía haber abierto semejante brecha en el
Castillo Herbert. Aunque supongo que debería haberlo adivinado.
Me mostró el diario; el Post, por supuesto. Él es el único que lo lee por aquí. Kenton y
Wade leen el Times, Gelb y Jackson traen el Times pero en secreto leen el Daily News (la
mano que mece la cuna puede gobernar el mundo, pero e'ta mano que vacía los cestos de los
blancuchos conoce e'tos secretos del mundo), pero el Post se constituyó en el compañero
inseparable de Herb Porter. Él juega Wingo religiosamente y dice que si alguna vez llega a
ganar el monto se va a comprar un Winnebago, va a pintar la palabra WINGOBAGO en un
costado, y va a salir a recorrer el país.
Yo lo tomé, lo abrí, y leí el titular.
-El General ha escapado -susurró. Por un momento, sus ojos dejaron de rebotar de un
lado para el otro y me miró fijamente con un espantado y absoluto terror-. Es como si ese
condenado Detweiller nos hubiera maldecido. ¡El General ha escapado y yo rechacé su libro!
-Tranqui', tranqui, Seor'Po'te -le dije-. No hay ninguna necesidad de tomárselo así. E'te
hombre proba'lemente tenga sinco o sei docenas de cuentas que saldar ante'de venir a por
usté.
-Pero yo podría ser el número uno -susurró-. Después de todo, yo rechacé su maldito
libro.
Era cierto, y es irónico ver cómo se las arreglaron, en este tardío invierno, dos hombres
tan radicalmente distintos como Kenton y Porter para estar en una situación similar: cada
uno el blanco de un autor rechazado (el rechazo de Detweiller un poco más dramático que el
del General, de acuerdo, pero ése fue indudablemente el error del propio Detweiller) que
terminó siendo un demente. La diferencia –sé cual es, aun cuando nadie más lo sabe (y creo
que Roger Wade también)– es que, mientras que Kenton pensó que realmente existía el
germen de un libro en la obsesión de Detweiller, Porter tenía otra idea con respecto al
General. Pero Porter es uno de esos hombres que han leído omnívoramente –e
indirectamente– sobre la Segunda Guerra Mundial, aquella Carga de Lanceros del hombre
occidental (del hombre blanco occidental) en el siglo 20, y supo quién era Hecksler. En una
guerra llena de celebridades militares, Hecksler era, lo concedo, del tipo Esquinas
Hollywoodenses (si entiendes lo que quiero decir), pero para Porter él era alguien. De
manera que le pidió ver el manuscrito completo de Veinte Flores Psíquicas de Jardín a pesar
del pésimo bosquejo, alentando de ese modo a un hombre que era, por la calidad y el
contenido de sus propios escritos, un evidente psicópata. Sentí que el resultado y su terror
actual, aunque imprevistos, eran en parte por su propia culpa.
Coincidí en que podría ser cierto que él fuera el primero en la lista de golpes del
General (si de hecho a estas alturas el pobre loco no está haciendo alguna otra cosa que no
sea acurrucarse en cunetas de desagüe o revolviendo latas de basura en un callejón en busca
de desperdicios), pero insistí que lo creía improbable. Agregué que bien podría ser capturado
antes de que lograra llegar a cincuenta millas de New York, incluso si había decidido venir
en busca de Porter, y terminé diciéndole que varios psicópatas se quitaron la vida al verse
repentinamente libres en un entorno que no pueden controlar... aunque no lo dije
exactamente con esas palabras.
Porter me miró desconfiamente por un instante y luego me dijo -Riddley, no te ofendas
por esto...
-¡No seor!
-¿De verdad fuiste a la universidad?
-¡Si seor!
-¿Y tomaste cursos de psicología?
-Si seor, los tomé.
-¿Psicología anormal?"
-¡Siuro, seor, y e'toy muy familiarizado con'el síndrome del suicidia 'sociado con la
personalidad paranoico–psicótica! ¡Porque mientras nosotros 'tamos acá'ablando, ese Gen'ral
Hecksler podría estar cortándose las venas o haciendo gárgaras con una lamparita, Seor'
Po'te!
Me miró por un largo rato y luego dijo -Si fuiste a la universidad, Riddley, por qué
hablas de esa forma?
-¿Qué forma es'a, Seor'Po'te?
Me contempló durante un rato más largo y luego dijo -No importa-. Se inclinó hacia
mí, lo suficientemente cerca como para que pudiera oler sus puros baratos, el fijador de pelo,
y el hedor del sudor de miedo-. ¿Puedes conseguirme una pistola?
Por un segundo me quedé literalmente sin respuesta, que es como decir (lo diría Floyd,
de todas formas) que China se quedó sin mano de obra. Pensé que había cambiado
repentinamente de tema, y que lo que yo había oído como ¿Puedes conseguirme una pistola?
en realidad había sido Puedes conseguirme una trola, como una pelandusca, por ejemplo.
Definición de una pelandusca: muh'er de piel o'cura que lo hace cobrando, antiguamente
cupones de racionamiento y ahora una dosis que calentar en la cuchara. Mi reacción no podía
ser otra que tirarme al piso, riendo como loco, o estrangularlo hasta que la cara se le pusiera
tan roja como la corbata. Entonces, un poco tarde, empecé a entender que realmente había
dicho una pistola, un arma... mientras tanto, había sobrecargado mi panel de distribución
mental, lo suficiente como para responderle con una negativa. . La decepción se dejó
traslucir en su rostro.
-¿Estás seguro? -me preguntó-. Creía que allí en Harlem...
-¡Ah, vivo en Dobbs Ferry, Seor'Po'te!
Señaló hacia cualquier lado, como si ambos supiéramos que mi dirección de Dobbs
Ferry fuera tan sólo una conveniente mentira; una que incluso podía mantener después del
trabajo, aunque, desde ya, yo regresara arrastrándome a las aterciopeladas calles de más allá
de la 110 tan pronto como el sol bajara.
-Podría conseguirle a usted un arma, Señó Po'te, siuro -le dije -pero no sería mejor que
la que pudiera conseguirse po'uted mismo; una .32... puede que una .38... -le guiñé un ojo-.
¡Y nunca se sabe si el arma que uno se compra clandestinamente, le puede llegar a exsplotar
en la cara la primera vez que tire del gatiyio!
-Sin embargo no busco algo de ese estilo -dijo Porter malhumoradamente-. Quiero
algo con una mira láser. Y balas explosivas. ¿Alguna vez viste El Día del Chacal, Riddley?
-¡Si seor, y estuvo buena!
-Cuando él le disparó a la sandía... plowch! -. Porter separó los brazos a los lados para
indicar cómo había explotado la sandía cuando el asesino probó en ella una bala explosiva en
El Día del Chacal, y una de sus manos golpeó la hiedra que la misteriosa Roberta Solrac le
enviara a Kenton. Yo me había olvidado de ella, a pesar de que hacía menos de dos semanas
que la había puesto allí. Traté nuevamente de asegurarle a Porter de que él probablemente
estaba muy lejos de ser el primero en la quizás infinita lista de paranoias favoritas de
Hecksler, y que el hombre tenía, después de todo, setenta y dos años.
-Ni te imaginas las cosas que él hizo en la Segunda Guerra-dijo
Porter, con sus ojos espantados comenzando a moverse de un lado para el otro de nuevo-. Si
esos tipos que contrataron al Chacal hubieran contratado en cambio a Hecksler, DeGaulle
nunca se habría muerto en cama-. Entonces se fue a vagabundear por ahí, y yo me alegré de
que se marchara. El olor de los cigarrillos estaba empezando a hacerme sentirse ligeramente
enfermo. Bajé a Zenith la Hiedra Común y la miré (es ridículo tratar a una hiedra como a una
persona y, sin embargo, lo hice de forma automática; yo, que normalmente escribo con el
cuidado regañón de una petit bourgeoise ama de casa francesa que elige una fruta en el
mercado). Comencé esta entrada diciendo cómo cambian las cosas en un día. En el caso de
Zenith la Hiedra Común, cómo cambiaron las cosas en cinco días. El tallo combado se
enderezó y ensanchó, las cuatro hojas amarillentas se volvieron casi totalmente verdes, y dos
nuevas empezaron a brotar. Todo esto con ninguna ayuda de mi parte. La regué, arranqué el
pequeño y ridículo cartel y lo tiré, y noté dos detalles más en mi buena y vieja compañera
Zenith: primero, que incluso había desarrollado su primer zarcillo –apenas llega al borde de
la barata maceta de plástico, pero está ahí– y segundo, que el olor pantanoso y desagradable
parece haber desaparecido. De hecho, tanto la planta como la tierra en la que está enterrada
huelen bastante bien.
Quizás sea una hiedra psíquica. ¡Si el General Hecksler se llega a presentar aquí, en el
viejo y querido 490 Park, tendré que preguntárselo, je–je! Esta semana logré escribir veinte
páginas de la novela; no es mucho, pero pienso (¡así lo espero!) que me estoy acercando a la
mitad. Gelb, que ayer tuvo una modesto golpe de suerte, intentó repetirlo hoy; esto fue
aproximadamente una hora antes de que apareciera Porter en busca de armamentos. Gelb
ahora me debe 81.50 dólares.
8 de marzo de 1981
Querida Ruth,
Últimamente has sido más difícil de ubicar en el teléfono que el Presidente de los
Estados Unidos; ¡juro ante Dios que estoy empezando a odiar tu contestador automático!
Debo confesarte que esta noche –la tercera noche de "Hola, habla Ruth y ahora no puedo
llegar hasta el teléfono, pero... "– que me puse algo nervioso y llamé al otro número que me
diste, el del administrador. Creo que si él no me hubiera dicho que te había visto salir a eso
de las cinco con una gran pila de libros bajo el brazo, le habría pedido que comprobara que te
encontrabas bien. Lo sé, lo sé, es sólo la diferencia de horario, pero últimamente por aquí las
cosas se han puesto tan paranoicas que no me lo creerías. ¿Paranoicas? Quizá extrañas sea la
palabra más conveniente. Probablemente hablemos antes de que tú recibas esta carta,
volviendo obsoleto el noventa por ciento de su contenido (a menos que la envíe por Federal
Express, que hace que la larga distancia parezca una medida de austeridad), pero me parece
que voy a explotar si no te lo cuento de una manera u otra. Me enteré por Herb Porter, que
está cerca de la apoplejía (un estado con el que simpatizo más de lo que hubiera pensado en
otro tiempo, luego del l'affair Detweiller), de la fuga del General Hecksler y de los
asesinatos que cometió, tan cubiertos por las noticias nacionales en estas dos últimas noches,
aunque supongo que no te enteraste –o no las relacionaste– porque en ese caso hubiera
tenido noticias tuyas por medio de Ma Tinkerbell* (soy tan pesado como siempre, como
puedes ver; ¡desearía ser tan breve como Riddley, el fiel custodio de Zenith!). Si no las
escuchaste, el recorte del Post que adjunto con esta carta (no me molesté en incluir el plano
del asilo con la obligatoria línea punteada que señala la ruta del General chocho y las
obligatorias equis que marcan las ubicaciones de sus víctimas) te pondrá al corriente tan
rápida y pavorosamente como sea posible.
Debes recordar que te mencioné a Hecksler en una carta hace sólo seis semanas, más o
menos. Herb rechazó su libro, Veinte Flores
*Nota del Traductor: Otra forma coloquial de denominar a la compañía telefónica.
Psíquicas de Jardín, y provocó un paranoico aluvión de cartas amenazantes. Dejando las
bromas de lado, su sangrienta fuga ha creado aquí en Z.H. una auténtica atmósfera de
inquietud. Esta noche, luego del trabajo, tomé un trago con Roger Wade en el Four Fathers
(Roger afirma que el dueño es un mafioso, un hombre genial llamado Ginelli, de voz suave y
curiosos ojos alegres) y le conté sobre la visita que Herb me hizo esa tarde. Le dije a Herb
que era ridículo que estuviera tan asustado como obviamente estaba (resulta divertido;
después de todo, debajo de su dura Fachada de Joe Pyne, el Neanderthal que lleva dentro
termina siendo Walter Mitty) y Herb estuvo de acuerdo. Luego, tras una charla breve y
evidentemente artificial, me preguntó si yo sabía donde podía conseguir un arma.
Desconcertadamente –a veces, querida, tu fiel corresponsal es increiblemente lento para
hacer las relaciones más obvias– le mencioné la tienda de artículos deportivos que hay a
cinco calles de aquí, en Park y la 32.
-No -me dijo con impaciencia-. No busco una escopeta de caza ni nada de eso- aquí
bajó la voz-. Quiero algo que pueda llevar encima.
Roger asintió y dijo que Herb había estado en su oficina a eso de las dos por el mismo
asunto.
-¿Y qué le dijiste? -le pregunté.
-Le recordé que en este estado las multas por llevar armas ocultas sin permiso son
condenadamente duras -respondió Roger-. En ese punto Herb se irguió en toda su estatura
(que debe estar, Ruth, cerca del metro setenta) y dijo -'Un hombre no necesita un permiso
para protegerse, Roger.'
-¿Y entonces?
-Entonces él se fue. Y lo intentó contigo. Probablemente también probó con Bill Gelb.
-No te olvides de Riddley -dije yo.
-Ah, si, y Riddley.
-Quien podría ser capaz de ayudarlo.
Roger pidió otro bourbon, y mientras yo pensaba que comenzaba a verse algo más viejo
que sus verdaderos cuarenta y cinco años, sonrió con esa juvenil sonrisa de muchacho
ganador que te cautivó cuando lo viste por primera vez, en aquel cóctel en julio del 80, en
casa de Gahan y Nancy Wilson, en Connecticut, ¿lo recuerdas? -¿Has visto el nuevo juguete
de Sandra Jackson? -me preguntó -. Ella es la única que podría mandar a Herb a comprar
municiones al mercado negro -. Roger soltó una fuerte carcajada, un sonido del que muy
raramente he tenido noticias en los últimos ocho meses o así. Oirlo, Ruth, me hizo
comprender de nuevo cuánto lo aprecio y lo respeto –realmente podría ser un gran editor en
cualquier otra parte– quizás incluso en la liga de Maxwell Perkins. Es una lástima que haya
terminado piloteando un barco tan resquebrajado como Zenith House.
-Ha conseguido algo llamado el Amigo de las Noches Lluviosas -me dijo sin dejar de
reir-. Es plateado, y casi del tamaño de una bala de mortero. La jodida cosa casi no le entra
en la cartera. Tiene una linterna en el otro extremo. Por el lado mas angosto emite una nube
de gas lacrimógeno cuando aprietas un botón; Sandra dice que por solo diez dólares extra
consiguió reemplazar el tubo de gas lacrimógeno por uno de Hi–Pro–Gas, que es una versión
reforzada de Mace. En la mitad del dispositivo, muchacho, hay un anillo que al accionarlo
pone en marcha una sirena de muchos decibeles. No le pedí una demostración. Habrían
evacuado el edificio.
-Por la manera en que lo describes, parece como si pudiera llegar a usarlo como
consolador cuando no hay ladrones por los alrededores -le dije. Estalló en un vendaval de
risas semi histéricas. Me uní a él –habría sido imposible dejar de hacerlo– aunque también
me sentí algo preocupado. Creo que está muy cansado y demasiado cerca del límite de su
resistencia; El apoyo meramente formal de la corporación dueña a la empresa ha empezado a
afectarle realmente.
Le pregunté si algo como el Amigo de las Noches Lluviosas pudiera ser ilegal.
-No soy abogado para poder asegurártelo -me respondió Roger-. Mi impresión es que
una mujer que usa una lapicera con gas lacrimógeno sobre un ladrón o violador en potencia
está jugando al borde de la ley. Pero el juguete de Sandra, cargado con un híbrido de Mace...
no, no creo que algo así pueda ser judío.
-Pero ella lo consiguió, y lo lleva encima -dije yo.
-No sólo eso, sino que parece más tranquila con ello - asintió Roger-. Es gracioso; ella
era la que estaba tan asustada cuando el General enviaba sus cartas venenosas, mientras que
Herb apenas parecía
consciente de lo que podía pasar... al menos hasta que el chofer del autobús fue apuñalado.
Creo que lo que aterrorizó a Sandra aquella vez fue que nunca llegó a verlo.
-Sí -le dije-. Incluso me lo comentó alguna vez.
Él pagó la cuenta, ignorándome cuando le propuse pagar mi mitad. -Es la venganza de
los amantes de las flores -dijo-. Primero Detweiller, el jardinero loco de Central Falls, y
luego Hecksler, el jardinero loco de Oak Cove.
Eso me proporcionó lo que los escritores británicos de misterio denominan un comienzo
grosero; ¡hablando de no hacer conexiones obvias! Roger, que está lejos de ser un tonto, vio
mi expresión y sonrió.
-No habías pensado en eso, ¿verdad? -me preguntó-. No es más que una coincidencia,
por supuesto, pero supongo que es suficiente como para poner en funcionamiento una
pequeña campana paranoica en la cabeza de Herb Porter; no puedo imaginar que sucediera
de otro modo. Podríamos tener aquí la base de una buena novela de Robert Ludlum. El
Hortícola o algo así. Vamos, salgamos de aquí.
-La convergencia -le dije cuando pisamos la calle.
-¿Huh? -Roger parecía alguien regresando desde un millón de millas de distancia.
-La Convergencia Hortícola -dije yo-. El perfecto título Ludlum. Incluso la perfecta
intriga Ludlum. Resulta que este Detweiller y Hecksler realmente son hermanos –no,
considerando las edades, supongo que padre e hijo sería mejor– en la nómina de la NKVD.
Y...
-Tengo que tomar mi autobús, John -me dijo, un poco bruscamente. Bien, tengo mis
problemas, querida Ruth (¿quién lo sabe mejor que tú?), pero entender cuándo estoy
aburriendo nunca fue uno de ellos (excepto cuando estoy borracho). Lo ví irse calle abajo
hacia la parada del autobús y me marché a casa.
Lo último que me dijo fue que probablemente lo próximo que sabríamos del General
Hecksler sería un informe de su captura... o de su suicidio. Y Herb Porter sentiría tanto
desilución como alivio.
-No es del General Hecksler de quien Herb y el resto de nosotros tenemos que
preocuparnos -dijo; su pequeño estallido de buen humor lo había abandonado y parecía
menudo y deprimido, allí de pie en la parada de autobús y con las manos metidas en los
bolsillos de su chaqueta-. Son
Harlow Enders y el resto de los contadores quienes vienen por nosotros. Ellos nos
apuñalarán con sus lápices rojos. Cuando pienso en Enders, casi desearía tener el Amigo de
las Noches Lluviosas de Sandra Jackson.
No he adelantado nada en mi novela esta semana –repasando esta carta puedo ver la
razón– toda la narrativa que esta noche tendría que haber ido a parar a Maymonth, terminó
sin embargo aquí. Aunque si me extendí demasiado y con muchos detalles novelísticos, no se
debe a mi prolijidad, querida; a lo largo de los últimos seis meses me he vuelto un auténtico
Tipo Solitario. Escribirte no es tan bueno como hablar contigo, y hablarte no es tan bueno
como verte, y verte no es tan bueno como tocarte y estar contigo (¡calor–calor! ¡arf–arf!),
pero una persona tiene que hacer lo que debe. Yo sé que estás ocupada y estudiando muy
duro, pero tanto tiempo sin hablar contigo me está volviendo loco (y además, por Detweiller
y Hecksler, más loco de lo que debería estar). Te amo, querida.
Te extraña y te necesita,
John
9 de marzo de 1981
Sr. Herbert Porter
Judío Señalado
Zenith House
490 Park Avenue
New York, NY 10017
Estimado Judío Señalado,
¿Creías que me había olvidado de tí? Apuesto que sí. Bien, pues no es así. Un hombre no se
olvida del ladrón que rechazó su libro luego de copiarle todas las partes buenas. Ni de cómo
intentaste desacreditarme. Me pregunto cómo lucirás con tu pene metido en la oreja. Ja–ja.
(Aunque no es broma)
Estoy yendo por tí, "muchachote."
General Mayor Anthony R. Hecksler (Ret.)
P.D. Las rosas son rojas.
Las violetas son azules.
Y estoy llegando para castrar.
A un Judío Señalado.
G.M.A.R.H. (Ret.)
TELEGRAMA DEL SR. JOHN KENTON A RUTH TANAKA
SEÑORITA RUTH TANAKA
10411 CRESCENT BOULEVARD
LOS ANGELES, CA 90024
10 de MARZO de 1981
QUERIDA RUTH
ÉSTE PROBABLEMENTE SEA UNA FRASE ESTÚPIDA PERO LA PARANOIA
ENGENDRA PARANOIA Y TODAVÍA NO PUDE ENCONTRARTE. ESTA MAÑANA
FINALMENTE LOGRÉ PASAR DEL CONTESTADOR AUTOMÁTICO A TU
COMPAÑERA DE CUARTO QUE DIJO QUE NO TE HABÍA VISTO EN LOS
ÚLTIMOS DOS DÍAS. SONABA DIVERTIDA. CONFÍO EN QUE SÓLO
COLOCADA. LLÁMAME PRONTO O ESTARÉ GOLPEANDO TU PUERTA ESTE
FIN DE SEMANA. TE AMO.
JOHN
10 de marzo de 1981
Querido John,
Imagino –mejor dicho, sé– que debes estar preguntándote por qué no has tenido
noticias mías durante las últimas tres semanas. La razón es bastante simple; me he
estado sintiendo culpable. Y la razón de que ahora te esté escribiendo en lugar de
llamarte es que soy una cobarde. También pienso, aunque no puedas creerme
cuando leas el resto, que es la carta más dura que alguna vez haya tenido que
escribir, porque te amo muchísimo y te quiero, tanto como para no desear herirte.
De todas formas supongo que esto te lastimará y saber que no puedo evitarlo me
hace llorar.
John, he conocido a un hombre llamado Toby Anderson y me he enamorado
locamente de él. Por si te interesa –y probablemente no–, lo conocí en uno de los dos
cursos dramáticos de Restauración Inglesa que estoy siguiendo. Lo rechacé lo mejor
que pude por un largo tiempo –quiero y necesito que me creas eso– pero a
mediados de febrero ya no pude seguir rechazándolo. Mis fuerzas se acabaron.
Las últimas tres semanas han sido una pesadilla para mí. No espero realmente
que simpatices con mi actitud, aunque confío en que entiendas que te estoy
contando la verdad. A pesar de que tú estés en la costa este y yo a casi 5000
kilómetros al oeste, me sentía como si estuviera saliendo furtivamente a tus
espaldas. Y lo hacía. ¡Lo hacía! Oh, no lo quiero decir en el sentido de que tú
pudieras llegar temprano una noche a casa desde el trabajo y me encontraras con
Toby, pero me sentía terrible de todas maneras. No podía dormir, no podía comer,
no podía hacer mis posiciones de yoga ni seguir el Entrenamiento de Jane Fonda.
Mis cursos se estaban viniendo abajo, pero al infierno con las clases: era mi corazón
el que se estaba derrumbando.
He estado esquivando tus llamadas porque no podía soportar oír tu voz –me
parecía como si toda la casa se me viniera encima– por la manera en que seguía
mintiendo y engañándote.
Lo entendí todo hace dos noches cuando Toby me mostró el hermoso anillo de
compromiso de diamantes que me había comprado. Quería que me lo probara y
confiaba que lo aceptara, aunque me dijo que no podía dármelo hasta que yo no te
escribiera o hablara contigo. Es un hombre muy honrado, John, y lo irónico es que
estoy segura de que bajo circunstancias diferentes hubieras simpatizado muchísimo
con él.
Me derrumbé y lloré en sus brazos y muy pronto sus lágrimas se fundieron con
las mías. El resultado fue que le dije que el fin de semana estaría lista para ponerme
ese brillante anillo en el dedo. Creo que vamos a casarnos en junio.
Ya ves que al final opté por el camino del cobarde, escribiéndote en lugar de
telefonearte, e incluso así me tomó los últimos dos días lograr escribirte esto; he
abandonado todas las clases y prácticamente echado raíces en la biblioteca, donde
tengo que estudiar para un examen de Gramática Transformacional. ¡Pero al
infierno con Noam Chomsky y la estructura profunda! Y aunque no puedas
creérmelo, cada palabra de la carta que estás leyendo ha sido como una espina
atravesándome el corazón.
Si quieres hablar conmigo, John –entiendo si no lo deseas, pero si quieres
hacerlo– podrías llamarme dentro de una semana... después de que hayas tenido la
oportunidad de pensar en todo esto y de considerarlo con cierta perspectiva. Estoy
muy acostumbrada a tu dulzura, a tu encanto y bondad, y tengo miedo de que te
encuentres enfadado y acusador; aunque sabiendo cómo eres, supongo que sólo me
dirías algo como "tendrás lo que te mereces". Pero necesitas ese tiempo para
serenarte y tranquilizarte, y yo también lo necesito. Deberías estar recibiendo esta
carta para el día 11. Estaré en mi apartamento de siete a nueve treinta en las noches
del 18 al 22, ambos sufriendo y esperando tu llamada. No quisiera hablarte antes de
entonces, y espero que lo comprendas... y creo que lograrás hacerlo, ya que siempre
fuiste el mas comprensivo de los hombres, a pesar de tu contínua falta de confianza
en tí mismo.
Una cosa mas; tanto Toby como yo coincidimos en lo siguiente: no te lo tomes a
la tremenda, subiéndote de golpe a un avión para "lanzarte al camino hacia el
dorado oeste"; no me gustaría verte si lo hacieras. No estoy preparada para
encontrarte cara a cara, John; mis sentimientos todavía están demasiado turbulentos
y la imagen que tengo de mí misma en un estado de transición. Volveremos a
encontrarnos, claro. Y ¿me atrevería a decir que incluso espero que vengas a nuestra
boda? ¡Debo atreverme, ya que veo que lo he escrito!
Oh, John, te amo, y espero que esta carta no te haya causado demasiado dolor –
incluso tengo la esperanza que Dios haya sido bueno y de que hayas encontrado tu
propio "alguien" en el último par de semanas–. Mientras tanto, por favor, recuerda
que siempre (¡siempre!) serás alguien para mí.
Con amor,
Ruth
PD–Y aunque sea un tópico, no deja de ser cierto:
espero que siempre podamos ser amigos.
memorándum de oficina
A: Roger Wade
DE: John Kenton
REF: Renuncia
Es una tontería que sea tan formal, Roger, ya que ésta es en realidad una carta de
renuncia, ya sea con forma de memo o no. Me marcharé al final del día; de hecho, espero
empezar a limpiar mi escritorio en cuanto haya terminado de escribirla. Preferiría no entrar
en razones; son demasiado personales. Comprendo, por supuesto, que abandonarlos sin
previo aviso es una muy mala manera de hacerlo. Si te ves obligado a elevar el asunto a la
Apex Corporation, me sentiría feliz por pagar una indemnización razonable. Lamento esto,
Roger. Me caes bien y te tengo un gran respeto, pero es que tiene que ser así.
Del diario de John Kenton
16 de marzo de 1981
No he llevado un diario desde que tenía once años, cuando mi tía Susan –muerta desde
hace ya varios años– me regaló un pequeño diario de bolsillo para mi cumpleaños. Era sólo
una cosita barata; como la propia tía Susan, ahora que lo pienso. Llevé ese diario, de vez en
cuando (no muy seguido en realidad) durante casi tres semanas. No podría igualar esa marca,
pero en realidad no interesa. Fue idea de Roger, y las ideas de Roger a veces son buenas.
He tirado la novela; oh, no pienses que hice algo tan melodramático como lanzarla al
fuego para conmemorar la combustión espontánea de Mi Primer Amor Serio; en realidad,
estoy escribiendo esta primera (y quizá última) anotación en mi diario en el dorso de las
páginas del manuscrito. Pero, de todas maneras, abandonar una novela no tiene nada que ver
con las hojas propiamente dichas; lo que está en las páginas no es otra cosa que un montón
de piel muerta; en realidad, la novela se desmorona dentro de tu propia cabeza. Puede que lo
único bueno de la cataclísmica carta de Ruth sea que puso fin a mis grandiosas aspiraciones
literarias. Maymonth, por John Edward Kenton, comió de la legendaria planta del olvido.
¿Se necesita comenzar un diario informando de lo que ha sucedido anteriormente? Ésta
no era el tipo de pregunta que se me cruzara por la mente cuando tenía once años; o al menos
que lo recuerde. Y es que a pesar de la gran cantidad de cursos de mierda de Literatura
Inglesa que estudié en mis tiempos, no recuerdo haber asistido nunca a ninguno que tratara
sobre el Protocolo de los Diarios Personales. Notas a pie de página, sinopsis, bocetos, la
colocación apropiada de modificadores, el correcto formato de las cartas comerciales... éstas
son todas las cosas en las que me instruí. Pero sobre cómo dar comienzo a un diario estoy tan
en blanco, digamos, como en de qué manera continuar tu vida luego de que la luz se apague
Y aquí está mi decisión, luego de treinta segundos repletos de importantes
consideraciones: unos breves antecedentes no harán ningún daño. Mi nombre, como lo
mencioné arriba, es John Edward Kenton; tengo veintiseis años de edad; asistí a la
Universidad Brown, donde me especialicé en Inglés, oficié como Presidente de la Sociedad
Milton, y estaba plenamente satisfecho de mí mismo; creía que, a la larga, todo en la vida me
saldría bien; desde entonces he aprendido. Mi padre está muerto, mi madre vive y está bien y
viviendo en Sanford, Maine. Tengo tres hermanas. Dos están casadas; la tercera vive en casa
y en junio terminará su último año en la Sanford High.
Vivo en un departamento de dos habitaciones en el Soho que parecía bastante agradable
hasta estos últimos días; ahora me parece lúgubre. Trabajo para una andrajosa compañía de
libros que publica originales en edición de bolsillo, la mayoría de ellos sobre bichos gigantes
y veteranos de Viet Nam que salen a reformar el mundo con armas automáticas. Hace tres
días descubrí que mi chica me dejó por otro hombre. Como ésto parecía exigir algún tipo de
respuesta, intenté renunciar a mi trabajo. No tiene sentido describir mi estado mental, tanto
entonces como ahora. En primer lugar, no estaba demasiado calmado, debido a un brote de
algo que sólo se me ocurre llamar Fiebre de Locos en el trabajo. Tengo que abundar en esos
asuntos más adelante, pero, por el momento, la importancia de Detweiller y Hecksler parece
haber pasado a un segundo plano.
Si alguna vez fuiste abandonado de repente por alguien a quien amabas profundamente,
entenderás la clase de dispersión que he experimentado. Si nunca te pasó, no podrás
entenderlo. Es así de simple. Quisiera poder decir me siento igual que cuando murió mi
padre, pero no puedo. A una parte de mí (la parte que, escritor o no, quiere construir
metáforas constantemente) le gustaría considerarme un desamparado, y pienso que Roger
tenía razón cuando hizo esa comparación en la cena, líquida en su mayor parte, que
mantuvimos la noche de mi renuncia, pero es que hay otros elementos, también. Se trata de
una separación; como cuando alguien te dice que ya no podrás seguir probando tu comida
favorita, o como si consumieras una droga a la que ya te habías vuelto adicto. Y hay algo
peor. Llámalo como quieras, pero he descubierto que mi propio ego –la autoestima y la
confianza en mí mismo– se han confundido de alguna manera, y eso duele. Duele mucho. Y
parece dolerte todo el tiempo. Siempre pude escapar del dolor mental y la angustia al dormir,
pero eso no funciona esta vez. También entonces sigue doliendo.
La carta de Ruth (pregunta: ¿cuántas cartas encabezadas con Querido John han sido
enviadas a todos los John de este mundo? ¿Deberíamos formar un club, como la Sociedad
Jim Smith?) llegó el día once: cuando llegué a casa estaba esperándome en el buzón como
una bomba de tiempo. Garrapateé mi renuncia en un memo a la mañana siguiente y la envié a
la oficina de Roger Wade por medio de Riddley, nuestro insoportable encargado del correo y
empleado en Zenith house. Roger se presentó en mi oficina como si tuviera cohetes en los
talones. A pesar del dolor que experimentaba y del aturdimiento en que me parecía estar
viviendo, me sentí absurdamente conmovido. Después de una breve e intensa conversación
(para mi vergüenza, me quebré y lloré, y aunque me abstuve de decirle cual era/es el
problema, creo que lo adivinó) estuve de acuerdo en aplazar mi renuncia, al menos hasta esa
tarde, porque Roger sugirió que saliéramos juntos para conversar sobre la situación. "Un par
de tragos y un bistec poco cocido pueden ayudar a poner la situación en perspectiva," fue la
manera en que lo expuso, aunque creo que en realidad terminaron siendo como una docena
de tragos... cada uno. Perdí la cuenta. Y fue de nuevo en el Four Fathers, naturalmente. Por
lo menos es un lugar que no asocio con Ruth.
Tras aceptar la invitación a cenar de Roger volví a casa, dormí durante el resto del día, y
me desperté con jaqueca, sintiéndome pesado y aturdido, con esa ligera sensación de resaca
con la que me despierto cuando duermo más de lo necesario. Eran las 5:30, estaba casi
oscuro y, bajo la luz crepuscular de un invierno tardío no me pude explicar por qué en el
nombre de Dios había permitido que Roger me comprometiera a postergar mi renuncia,
incluso por doce horas. Me sentía como una mazorca de maíz en la que alguien hubiera
ejecutado un fabuloso truco de magia: quitar el maíz y el troncho y dejar intactas la capa de
hojas verdes y los amarillos y blancos granos de polen.
Soy conciente –Dios sabe que he leído lo suficiente como para estarlo– de cuan
Byroniano–Keatsiano–Lamento–de–Joven–Werther suena eso, pero uno de lo placeres de
llevar un diario que descubrí a los once y que tal vez esté redescubriendo ahora es que
escribes sin tener un público –ni real ni imaginario– en la mente. Puedes decir cualquier puta
cosa que se te ocurra.
Me tomé una ducha muy larga, casi todo el tiempo de pie y aturdido bajo la lluvia con
una barra de jabón en la mano y luego, tras secarme y vestirme, me senté delante de la tele
hasta alrededor de las siete menos cuarto, cuando ya era la hora de salir para encontrarme
con Roger. Justo antes de largarme tomé la carta de Ruth de mi escritorio y me la metí en el
bolsillo, creyendo que Roger tenía derecho a saber lo que me había hecho descarrilar.
¿Estaba buscando compasión? ¿Un oído atento, como dijo el poeta? No lo sé. Creo que lo
que más deseaba que él estuviese seguro, realmente seguro, de que yo no era una rata que
abandona el barco antes del hundimiento. Porque Roger me cae bien de verdad, y lamento
que esté metido en un aprieto.
Podría describirlo –supongo que si fuera un personaje de una de mis ficciones lo haría
con cariño, con muchos detalles– pero ya que este diario es sólo para mí y conozco
perfectamente bien cuál es el aspecto de Roger, luego de haber pisado las metafóricas uvas
codo a codo con él durante los últimos diecisiete meses, no es realmente necesario.
Encuentro el hecho inexplicablemente liberador. Los aspectos más destacables de Roger son
que tiene cuarenta y cinco años, que parece de ocho a diez años más viejo, que fuma
demasiado, que se divorció tres veces... y que me cae muy bien.
Una vez instalados en una mesa al fondo del Fathers, con unas copas delante, me
preguntó qué era lo que iba mal, aparte de las obvias desgracias de este fatídico año. Saqué la
carta de Ruth de mi bolsillo y la arrojé sobre la mesa hacia él. Mientras la leía yo terminé mi
trago y pedí otro. Cuando el mozo lo trajo Roger terminó su propia bebida de un trago, pidió
otra, y puso la carta de Ruth junto a su plato. Sus ojos aún seguían fijos en ella.
-¿'Muy pronto sus lágrimas se fundieron con las mías'? -dijo en voz baja, como si
estuviera hablándose a sí mismo-. ¿'Cada palabra de la carta que estás leyendo ha sido como
una espina atravesándome el corazón'? Jesús, me pregunto si ella alguna vez se le ocurrió
escribir como una destripadora-de-corpiños. Podría haber algo allí.
-Déjalo, Roger. No es gracioso.
-No, supongo que no -me dijo, y me miró con una expresión de simpatía que fue al
mismo tiempo muy reconfortante y muy embarazosa-. Dudo que algo te resulte gracioso
ahora.
-Ni siquiera un poco -asentí.
-Sé cuánto la amas.
-No puedes saberlo.
-Sí, sí que puedo. Se te vé en la cara, John -. Bebimos sin decir nada durante un rato. El
maitre d' llegó con el menú y Roger lo mandó a mudar con s una mirada.
-He estado casado tres veces y tres veces divorciado -dijo-. Las cosas no mejoraron, ni
se hicieron mas fáciles. En realidad parecen empeorar, como si le pegara a la misma herida
una y otra vez. Los de la J. Geils Band tenían razón. El amor apesta-. Llegó su nuevo trago y
lo tomó un sorbo. Casi esperaba que dijera ¡Mujeres! ¡No puedes vivir con ellas, no puedes
vivir sin ellas!, pero no lo dijo.
-Las mujeres -le dije, empezando a sentirme como un producto de mi propia
imaginación-. No puedes vivir con ellas, no puedes vivir sin ellas.
-Oh, sí que puedes -agregó, y aunque sus ojos estaban fijos en mí, en realidad parecían
estar viendo alguna otra cosa-. Puedes vivir sin ellas con bastante facilidad. Pero vivir sin
una mujer, aun si es una mandona y una loca, amarga al hombre. Convierte en barro una
parte esencial de su alma.
-Roger...
Levantó una mano. - Puede que no lo creas, pero casi hemos terminado de hablar de
esto -dijo-. Podemos emborracharnos y lloriquear y darle mil vueltas al asunto, pero de lo
único que hablaremos será de cómo conseguir el alcohol suficiente, que es del único tema del
que siempre hablan los borrachos, en realidad. Sólo quiero decirte que lamento
profundamente que Ruth te haya dejado, y me entristece tu dolor. Lo compartiría si pudiera.
-Gracias, Roger -le dije, con la voz un poco ronca. Durante un segundo hubo tres o
cuatro Rogers sentados al otro lado de la mesa y me tuve que restregar los ojos-. Te lo
agradezco mucho.
-No hay de qué-. Tomó un sorbo de su bebida-. Olvidemos por un momento que soy
incapaz de revertir o aliviar las cosas y hablemos de tu futuro. John, quiero que te quedes en
Zenith House, al menos hasta junio. Hasta fin de año, tal vez, pero por lo menos hasta junio.
-No puedo -dije-. Si me quedara sería sólo otra piedra de molino más alrededor de tu
cuello, y creo que ya tienes suficientes.
-No me haría nada feliz verte partir -me dijo como si no me hubiera escuchado. Había
sacado el paquete de cigarrillos que llevaba encima –estaba demasiado viejo, arrugado y
golpeado como para parecer una afectación– del bolsillo interno de su chaqueta y estaba
seleccionando un Kent de entre lo que parecían ser varios porros-. Pero podría dejar que te
marcharas en junio si pareciese que estamos mejorando. Si Enders revolea el hacha, me
gustaría que te quedaras hasta fin de año y me ayudases a envolver las cosas de manera
ordenada-. Me miró con algo en sus ojos que estaba muy cerca de ser una pura súplica-.
Salvo yo, tú eres la única persona sensata en Zenith House. Oh, supongo que ninguno de los
demás está tan loco como el General Hecksler –aunque a veces tengo mis dudas con
Riddley– pero es sólo una cuestión de grado. Te estoy pidiendo que no me dejes solo en este
purgatorio, ya que eso es Zenith House este año.
-Roger, si pudiese... si yo...
-Entonces ¿has hecho planes?
-No... no exactamente... aunque...
-¿No pensaste en ir y enfrentarla, a pesar de lo que dice esta carta? -la golpeó con una
uña y luego encendió su cigarrillo.
-No-. Indudablemente la idea se me había cruzado por la mente, pero no hacía falta que
Ruth me dijera que era una mala idea. En una película, la muchacha se daría cuenta de su
error cuando viera de repente al héroe de su vida de pie ante ella, con un bolso hecho a toda
prisa en la mano, con los hombros caídos y con el rostro cansado por el vuelo
transcontinental, pero en la vida real sólo conseguiría ponerla en mi contra completamente y
para siempre, o le provocaría una reacción de extrema culpabilidad. Y muy bien podría
provocar una reacción de pugilismo extremo en el Sr. Toby Anderson, cuyo nombre ya he
llegado a odiar cordialmente. Y aunque nunca lo he visto (la única cosa que ella olvidó
incluir, dijo amargamente el amante al que le dieron calabazas, fue un retrato de mi
sustituto), sigo imaginándome un joven de barbilla hendida, muy corpulento, con el aspecto,
al menos en mi imaginación, de haber nacido para vestir el uniforme de los Rams de Los
Angeles. No me importaría morder el polvo por mi amada –de hecho, la parte masoquista en
mí probablemente lo agradecería– pero me sentiría avergonzado, y terminaría llorando. Me
disgusta admitirlo, pero lloro con bastante facilidad.
Roger me miraba con los ojos entrecerrados pero sin decir nada, tan sólo juguteaba con
su copa.
¿Y había más, verdad? O puede que fuese realmente lo único, y las demás tan sólo
suposiciones. En el último par de meses he contraído una gran dosis de locura. No como la
de esa ocasional señora del carrito que te para por la calle, ni como la de los borrachos de los
bares que quieren contarte todo sobre los nuevos e ingeniosos métodos con los que piensan
tomar por asalto Atlantic City, sino una verdadera locura. Y estar expuesto a eso es como
estar de pie delante de la puerta abierta de un horno en el que se está quemando un montón
de basura apestosa.
¿Podría dominar la furia al verlos juntos, a su nuevo compañero –al del odioso nombre
de jugador de fútbol– tal vez acariciándole el culo con la despreocupada indiferencia del que
reconoce lo que es suyo? ¿Yo, John Kenton, graduado en Brown y presidente del bla–bla–
bla? ¿El anteojudo John Kenton? ¿Acaso me vería empujado a una situación realmente
irrevocable, una acción que podría ser muy probable si él resultara ser tan grande como lo
sugiere su odioso nombre? ¿El viejo gritón John Kenton, el que confundió un puñado de
efectos especiales con fotografías genuinas?
La respuesta es: no lo sé. Pero sí sé esto: anoche me desperté de un sueño terrible, un
sueño en el que yo había arrojado ácido de batería en su cara. Eso fue lo que me asustó de
verdad, me asustó tanto que tuve que dormir el resto de la noche con la luz encendida.
No en la de él.
En la de ella.
En la cara de Ruth.
-No -dije de nuevo, y vertí lo que me quedaba en el vaso sobre la sequedad que
escuché en mi voz-. No, creo que eso sería muy estúpido.
-Entonces podrías quedarte.
-Sí, pero no podría trabajar-. Lo miré algo irritado. La cabeza me empezaba a zumbar.
No era un zumbido muy alentador, pero igual le hice una seña al camarero, que había estado
acechando cerca, y le pedí otro trago-. Por el momento tengo problemas para recordar cómo
atarme mis propios cordones-. No. Mentira. Sonó bien, pero no era verdad; mis cordones no
tienen nada que ver-. Roger, estoy deprimido.
-Los desconsolados deudos no deberían vender la casa luego del funeral -dijo Roger, y
en mi estado de ebriedad me pareció muy ingenioso; de hecho, algo digno de H. L. Mencken.
Me reí. Roger sonrió, pero podría decir que estaba serio-. Es cierto -me dijo-. Uno de los
pocos cursos interesantes a los que alguna vez asistí en la universidad se llamaba Psicología
de la Depresión Humana; era uno de esos pequeños rollos que te dan para completar las ocho
semanas finales de tu último año, después de terminar las prácticas docentes.
-¿Ibas a ser profesor? -pregunté sobresaltado. No podía imaginar a Roger enseñando; y
entonces, de repente, lo hice.
-Dí clases durante seis años -respondió Roger-. Cuatro en la escuela secundaria y dos
en la elemental. Pero eso es otra historia. Este curso trataba de situaciones de estrés como el
matrimonio, el divorcio, la encarcelación, y la soledad. En realidad el curso no era Consejos
para Vivir Mejor ni mucho menos, pero si mantenías tus ojos bien abiertos podías darte
cuenta de algunas cosas. Uno de los temas era el de vivir los primeros seis meses en una
soledad muy profunda, en la misma casa que tú y la persona amada compartían cuando la
muerte tuvo lugar.
-Roger, esto no es lo mismo-. Le dí un sorbo a mi nuevo trago, que tenía el mismo
sabor que el anterior. Comprendí que ya me estaba quedando frito. También comprendí que
no me importaba en lo más mínimo.
-Pero lo es -me respondió, inclinándose solemnemente hacia mí-. En cierta forma,
Ruth ahora está muerta para tí. Podrás verla de vez en cuando con el correr de los años, pero
si la ruptura es tan definitiva y completa como dice en esa carta, la Ruth que podríamos
llamar tu Amante, esa Ruth está muerta para tí. Y tú estás afligido.
Abrí la boca para decirle que se fuera a la mierda, aunque luego la cerré de nuevo
porque, a fin de cuentas, tenía parte de razón. Eso es lo que realmente significa seguir
enamorado, ¿no? Es estar afligido por el amante que murió; el amante que está muerto, al
menos para tí.
-La gente tiende a pensar en el 'dolor' y la 'depresión' como en términos intercambiables
-dijo Roger. Su tono era algo más pedante que de costumbre, y sus ojos estaban enrojecidos.
Me dí cuenta de que Roger también estaba frito-. En realidad no lo son. Hay una parte de
depresión en el dolor, por supuesto, pero también hay otros sentimientos, que van desde la
culpa y la tristeza hasta la ira y el alivio. Una persona que huye de la escena de esos
sentimientos es una persona que escapa de lo inevitable. Cuando llega a un nuevo lugar
descubre que siente exactamente la misma mezcla de emociones que llamamos dolor o
aflicción, salvo que ahora también experimenta cierta nostalgia, y la sensación de haber
perdido la unión esencial que, con el paso del tiempo, convierte esa aflicción en recuerdos.
-¿Recuerdas todo eso de un aburrido curso de psicología de ocho semanas al que
asististe hace dieciocho años? -Roger bebió a sorbos su bebida-. Claro -dijo
modestamente-. Obtuve una A.
-Mierda que lo hiciste.
-También me follé a la licenciada que impartió el curso. Y qué bien follaba.
-No es mi departamento el que pensaba abandonar -agregué, aunque no tenía ni idea si
pensaba dejarlo o no... aunque bien sabía que el no se estaba refiriendo a eso.
-No importaría si dejas o no esas dos habitaciones llenas de cucarachas -respondió-.
Sabes de lo que te estoy hablando. Tu trabajo es tu casa.
-¿Síii? Pues el techo tiene sus buenas goteras -dije, y hasta eso me sonó muy ingenioso.
Ya estaba frito, de acuerdo.
-Quiero que me ayudes a tapar las goteras, John -dijo, inclinándose hacia adelante con
seriedad-. Eso es lo que estoy diciendo. Por eso te invité a salir esta noche. Y el que tú
aceptes sería la única cosa capaz de mitigar la que indudablemente va a ser una de las resacas
más bestiales de mi vida. Ayúdanos a los dos. Quédate.
-Me perdonarás si te digo que eso suena un poco egoísta y traído de lo pelos.
Se echó hacia atrás. -Yo te respeto -dijo, un poco fríamente -pero además me agradas,
John. Si no, no me estaría rompiendo el culo para que sigas adelante-. Él dudó, pareció a
punto de decir algo más, pero no lo hizo. Sus ojos lo dijeron por él: Ni me estaría
humillando por suplicártelo tanto.
-No puedo entender por qué te esfuerzas tanto -dije yo-. Es decir, estoy halagado,
pero...
-Porque si alguien puede conseguir un libro o tener una idea que evite que Zenith
desaparezca, ése eres tú -me interrumpió. Había en sus ojos una intensidad que encontré casi
aterradora-. Sé lo jodidamente avergonzado que estuviste por todo el asunto de Detweiller,
pero...
-Por favor -dije-. No le echemos más leña al fuego.
-No pretendía traerlo a colación -me contestó-. Es sólo que tu amplitud de miras ante
una propuesta tan inusual...
-Fue inusual, de acuerdo...
-¿Quieres callarte y escuchar? Tu respuesta a la carta de Detweiller demostró que aún
estás abierto a una idea potencialmente comercial. Herb o Bill simplemente habrían tirado su
carta en la papelera.
-Y todos nosotros habríamos estado muchísimo mejor -le dije, pero vi adónde quería
llegar y estaría mintiendo si no dijera que me sentí halagado... y que por primera vez me
sentía un poco mejor sobre el asunto de Detweiller desde mi humillación en la comisaría.
-Esta vez -asintió-. Pero esos tipos también le habrían devuelto a V. C. Andrews su
serie de Flores en el Ático, o alguna brillante idea nueva. ¡Bum! a la papelera y de vuelta a
contemplarse los ombligos-. Hizo una pausa-. Te necesito, Johnny, y creo que sería bueno
que te quedes; para tí, para mí, y para Zenith. No hay otra forma de poder expresarlo. Piensa
en ello y dame una respuesta. La aceptaré, sea cual sea.
-Me estarías pagando por el equivalente de recortar pajaritas de papel, Roger.
-Ésa es un riesgo que estoy dispuesto a aceptar.
Pensé en ello. Aquel día había comenzado a vaciar mi escritorio y no había llegado muy
lejos; parafraseando a Poe, ¿quién habría pensado que el viejo escritorio pudiera esconder
tanta basura? O puede que fuera cosa mía, y ese chiste sobre no ser capaz ni de atarme los
cordones de mis zapatos no estaba tan errada, después de todo. Había conseguido dos cajas
de cartón vacías en el cuarto de Riddley (que últimamente huele singularmente a hierba,
como a marihuana fresca... pero no, no vi nada de eso por allí) y no hice otra cosa que
contemplarlas. Puede que, con un poco más tiempo, podría terminar la sencilla tarea de
desempolvar mi antigua vida antes de comenzar una nueva e inimaginable. Es sólo que me he
sentido tan jodidamente triste. -Supongamos que postergo la renuncia hasta fin de mes
-dije-. ¿Eso te tranquilizaría?
Sonrió. -No es lo mejor que esperaba -me respondió- pero tampoco es lo peor que me
temía. Lo aceptaré. Y creo que mejor ordenemos la cena ahora que todavía podemos
sentarnos derecho.
Pedimos bistecs, y los comimos, pero para ese entonces tenía la boca demasiado
adormecida como para saborear mucho. Supongo que debería agradecer que nadie haya
tenido que realizar la Maniobra Heimlich en ninguno de los dos.
Cuando nos íbamos, sujetándonos el uno al otro, ayudados por el preocupado maitre d'
(quien sin duda sólo quería sacarnos de allí antes de que rompiéramos algo), Roger me dijo:
-Otra cosa que aprendí en ese curso de psicología...
-¿Cómo dijiste que se llamaba? ¿La Psicología de las Almas Averiadas?
Para entonces ya estábamos afuera, y sus carcajadas flotaron a la deriva en pequeñas y
heladas nubes de vapor. -Era la Psicología de la Depresión Humana, pero en realidad me
gusta más el tuyo- Roger hizo enérgicas señas a un taxi, cuyo chofer lamentaría en breve
habernos recogido-. También decía que ayuda llevar un diario personal.
-Mierda -respondí-. No he tenido un diario desde que tenía once años.
-Bien, qué rayos -me dijo- búscalo, John. Quizá todavía lo tengas por ahí, en alguna
parte-. Y cayó en otra violenta serie de carcajadas que sólo acabaron cuando se inclinó y
vomitó con indiferencia sobre sus propios zapatos.
Lo hizo dos veces más durante el trayecto a su edificio de departamentos en la 20 y Park
Avenue South, asomándose por la ventana todo lo que podía (que no era demasiado puesto
que era uno de esos Plymouths donde las ventanillas traseras sólo bajan hasta la mitad y que
tienen un severo cartelito amarillo y negro que dice ¡NO FUERCE LA VENTANA!) y
vomitando contra el viento, para luego volver a sentarse con esa misma expresión de
indiferencia en el rostro. Nuestro conductor, un Nigeriano o Somalí por su acento, estaba
horrorizado. Acercó el auto al bordillo y nos ordenó que bajáramos. Yo estaba dispuesto,
pero Roger permaneció sentado.
-Amigo mío -le dijo-, me bajaría si pudiera caminar. Ya que que no puedo, usted tiene
que llevarnos.
-Lo quiero fuera mi tacsi, señó.
-Hasta ahora he tenido la cortesía de vomitar por la ventana - le respondió Roger con
esa misma expresión indiferente y casi complacida en su cara-. No ha sido fácil debido a la
postura, pero lo he hecho. Me parece que en unos pocos segundos voy a vomitar de nuevo. Si
usted no nos lleva, voy a hacerlo en su cenicero.
En el edificio, ayudé a Roger en el vestíbulo y lo metí en el ascensor con la llave del
apartamento en una mano. Luego volví al taxi.
-Tome otro tacsi, señó -me dijo el conductor-. Sólo págueme y tómes otro. No pienso
llevarlo má.
-Es sólo hasta el Soho -le dije-, y te daré una propina del demonio. Además, no siento
que fuera a vomitar-. Me temo que esa fue una pequeña mentira.
Me llevó, y al fijarme en la billetera al día siguiente descubrí que efectivamente le dí
una propina del demonio. Y en realidad me las arreglé para llegar arriba antes de vomitar.
Aunque una vez que empecé
no me detuve por un largo rato.
No fuí a trabajar al día siguiente; hice todo lo que pude por salir de la cama. Sentía la
cabeza monstruosa, hinchada. Llamé a eso de las tres y me atendió Bill Gelb, quien dijo que
Roger tampoco había aparecido.
Desde entonces he tenido un montón de llantos y de noches sin dormir, pero quizás
Roger no estaba tan equivocado: las únicas horas en las que me siento casi como la mitad de
mí mismo son las que paso en el noveno piso de la calle 490 Park. Las últimas dos noches,
Riddley casi ha tenido que barrerme a la calle junto con el aserrín rojo. Tal vez haya algo de
cierto en esa mierda de "se dedicó de lleno a su trabajo". Incluso esta idea del diario me
parece buena... a pesar de que pueda ser solamente el alivio de haber abandonado finalmente
mi espantosa novela pastoral.
Quizá me quede después de todo. Hacia adelante y arriba... si es que queda algún arriba
para mí. Hombre, todavía no puedo creer que ella se haya ido. Y es que aun no he perdido la
esperanza de que ella pueda cambiar de idea.
21 de marzo de 1981
Sr. John "Soretito" Kenton
Zenith House Editores, Hogar de los Sacos de Pus
490 Caca Avenue South
New York, New York 10017,
Estimado Soretito,
¿Pensaste que me había olvidado de tí? ¡Mis planes para la
venganza se realizarán sin importar ¡QUÉ! suceda conmigo! ¡Tú
y todos los "Bolsa de Pus" de tus compañeros pronto sentirán
la ¡IRA! de ¡CARLOS!!
He conjurado los poderes del Infierno,
Carlos Detweiller
En Tránsito, E.E.U.U.
PD–¿Todavía no huele algo "verde", Sr. Soretito Kenton?
Del diario de John Kenton.
22 de marzo de 1981
Hoy recibí una carta de Carlos. Me desternillé de la risa. Herb Porter vino corriendo,
para saber si me estaba muriendo o qué. Se la mostré. La leyó y frunció el entrecejo. Quiso
saber de qué me reía, ¿acaso no me estaba tomando en serio al tal Detweiller?
-Oh, me lo tomo en serio... en cierto modo -le respondí.
-¿Entonces por qué rayos te estás riendo?
-Supongo que porque no debo ser más que un tablón torcido en el gran suelo del
universo -respondí, y luego empecé a reirme a carcajadas.
Frunciendo el entrecejo tan profundamente que las líneas de su cara ya se habían vuelto
grietas, Herb dejó la carta en la esquina de mi escritorio y retrocedió hasta la puerta, como si
yo tuviese algo contagioso. -No sé por qué estás tan raro últimamente -me dijo-, pero de
todas formas te daré un buen consejo. Consíguete algo para tu protección personal. Y si
necesitas ayuda psiquiátrica, John...
Yo sólo seguía riendo; para ese entonces había caído en un frenesí casi histérico. Herb
me contempló un rato más, luego dio un portazo y se alejó. Así fue como también, en
realidad, terminé llorando.
Espero poder hablar con Ruth esta noche. Echando mano de toda mi fuerza de voluntad
he conseguido no llamarla, esperando cada día que fuera ella la que me llame.
Enloquecedoras imágenes de ella y el odioso Toby Anderson retozando juntos; la escena
recurrente es una bañera. Así que la llamaré. Se me terminó la fuerza de voluntad.
Si tuviera el remite de Carlos Detweiller le enviaría una tarjeta postal: "Estimado
Carlos: lo sé todo sobre conjurar los poderes del Infierno. Tu Fiel Sirviente, Soretito
Kenton."
Porqué me molesto en anotar todo esta basura, o porqué sigo abriéndome paso entre las
pilas de viejos manuscritos sin devolver que están junto al armario de Riddley, en la sala del
correo, son un misterio para mí.
23 de marzo de 1981
Mi llamada a Ruth fue un desastre absoluto. El hecho de estar aquí, sentado y
escribiendo cuando ni siquiera quiero pensarlo, es algo que desafía la razón. Es perseverar
más y más en el error. En realidad, sé porqué; tengo la difusa idea de que si lo escribo
perderá algo de su poder sobre mí... de manera que déjame confesar, aunque cuanto menos
diga, mejor.
¿Ya he escrito aquí que lloro con mucha facilidad? Creo que sí, pero no tengo el coraje
para mirar atrás y comprobarlo. Pues bien, lloré. Quizá eso lo explique todo. O quizá no.
Supongo que no. Me había pasado el día –los últimos dos o tres días, para ser sincero–
diciéndome a mí mismo que no tenía que a.) llorar, ni b.) rogarle que vuelva. Terminé
haciendo c.) las dos cosas. Estos últimos dos días he mantenido varias malhumoradas charlas
a puertas cerradas con mí mismo (y sobre todo las desveladas noches) sobre el tema del
Orgullo. Al estilo, "Incluso luego de perderlo todo, lo único que le queda a un hombre es su
Orgullo." Saqué cierto triste consuelo de este pensamiento y fantaseé ser como Paul
Newman, en aquella escena de Manos Frías Luke donde él se sienta en su celda tras la
muerte de su madre, se pone a tocar el banjo y llora en silencio. Desgarrador, pero
tranquilizador, definitivamente tranquilizador.
Pues bien, la tranquilidad me duró hasta unos cuatro minutos después de oír su voz y de
tener una súbita y total remembranza de Ruth, algo así como un tatuaje en la imaginación. Lo
que quiero decir es que no entendí que la había perdido hasta que la escuché decir
"¿Hola?¿John?" –tan sólo esas dos palabras– y tuve ese punzante y repentino recuerdo ¡Dios,
cómo notaba su presencia cuando estaba aquí!
¿Incluso luego de perderlo todo, lo único que le queda a un hombre es su Orgullo?
Sansón podría haber tenido una opinión similar con respecto a su cabello.
De cualquier modo, lloré y supliqué, y poco después ella lloró y finalmente tuvo que
colgar para librarse de mí. O quizá el odioso Toby –al que nunca oí pero que sé de algún
modo que estaba allí en el cuarto con ella; casi podía oler su colonia Brut– le quitó el
teléfono de la mano y lo colgó en su lugar. Así podrían hablar de su compromiso, o de su
boda en junio, o quizás para que él pudiera fundir sus lágrimas con las suyas. Es
resentimiento –un amargo resentimiento– lo sé. Pero he descubierto que incluso luego de que
el Orgullo se haya ido, un hombre mantiene su Resentimiento.
¿Descubrí algo más esta noche? Sí, creo que sí. Que lo nuestro está terminado, auténtica
y definitivamente terminado. ¿Esto impedirá que la llame de nuevo o que me rebaje aún más
(si acaso eso es posible)? No lo sé. Espero que sí; Dios, de verdad lo espero. Y siempre
queda la posibilidad de que ella cambie su número telefónico. De hecho, creo que incluso es
probable, gracias a las alegrías de esta noche.
Así que ¿qué me queda ahora? El trabajo, supongo. Trabajo, trabajo, y más trabajo. Sigo
escarbando sin descanso entre la pila de manuscritos de la sala del correo, escritos no
solicitados que, por una u otra razón, nunca se devolvieron (después de todo, como bien dice
en la placa, nosotros no nos hacemos responsables de esos niños huérfanos). En realidad, no
espero encontrar allí la próxima Flores en el Ático, ni a un John Saul o Rosemary Rogers en
ciernes, pero si Roger estuviera equivocado en eso, al menos tiene toda la razón en algo
mucho más importante: el trabajo me mantiene cuerdo.
Orgullo... luego el Resentimiento... y después el Trabajo.
Oh, a la mierda con todo. Voy a salir, me voy a comprar una botella de bourbon, y me
voy a agarrar una borrachera de la gran puta. Éste es John Kenton, firmando y yendo por una
gran bomba.
S I N O P S I S
JOHN KENTON, quien se especializara en Inglés y fuera Presidente de la Sociedad Literaria de la
Universidad Brown, ha tenido un brusco despertar en el mundo real como uno de los cuatro editores
de Zenith House. Zenith House, que solo capturó el 2% del mercado total de libros de bolsillo el año
anterior (1980), está agonizando en el cepo. Todos sus empleados están preocupados ya que Apex,
la corporación dueña, puede tomar medidas extremas muy pronto para frenar la marea de tinta roja...
y la posibilidad mas grande parece ser acabar con Zenith, como sanción extrema. La única esperanza
es un drástico repunte en las ventas, pero con los diminutos adelantos de Zenith y su endeble sistema
de distribución, eso parece improbable.
Aparece CARLOS DETWEILLER, primero en la forma de una carta de presentación recibida por John
Kenton. Detweiller, de veintitres años, trabaja en la Casa de Flores de Central Falls y está ofreciendo
un libro escrito que él escribió, llamado Verdaderos Cuentos de las Plagas Demoníacas. Kenton, con
la vaga idea de que Detweiller pueda tener un material algo interesante que pueda ser vuelto a escribir
por un miembro del personal, alienta a Detweiller a enviar un boceto y capítulos de prueba. En
cambio, Detweiller le manda el manuscrito entero, junto con un fajo de fotografías. Termina siendo aun
más fantasmal de lo que Kenton –quien pensó que el libro quizá pudiera gustarle al público de The
Amityville Horror– pudo haber imaginado en sus peores pesadillas. Y la peor pesadilla de todas está
encerrada en las fotografías adjuntas. La mayoría son tomas lastimosamente trucadas de una
reunión, pero cuatro de ellas muestran un sacrificio humano horriblemente realista en el que el
corazón de un anciano está siendo arrancado de su pecho abierto... y a Kenton le parece muy
probable que el compañero que está tirando no es otro que el mismo Carlos Detweiller.
ROGER WADE coincide con la impresión de Kenton de que han tropezado con algo que
probablemente sea un asunto policial– y uno muy sucio, por cierto. Kenton le lleva las fotografías al
SGTO. TYNDALE, quien las transmite al JEFE IVERSON de Central Falls. Carlos Detweiller es
arrestado, y luego puesto en libertad cuando un oficial asignado a vigilancia ve las fotografías en
cuestión y comenta que ese mismo día vio a la "víctima del sacrificio" sentado en la oficina de la Casa
de Flores, jugando solitarios y mirando La Esperanza de Ryan en la TV. Tyndale intenta tranquilizar a
Kenton. Váyase a casa, le dice, tómese un trago y olvídese de él. Usted cometió un error
perfectamente perdonable mientras intentaba llevar a cabo su deber cívico.
Kenton quema las "fotografías del sacrificio", pero no puede olvidarlas; recibe una carta del
evidentemente loco Carlos Detweiller, prometiendo venganza. Dos semanas después, recibe una
carta de una tal "Roberta Solrac", quién pretende ser una gran entusiasta del segundo autor más
importante de Zenith, Anthony La Scorbia (La Scorbia es el responsable de una serie de novelas del
estilo la-naturaleza-se-vuelve-loca como Ratas del Infierno, Hormigas del Infierno, y Escorpiones del
Infierno). "Ella" afirma haberle enviado rosas a La Scorbia, y quiere enviarle a Kenton, por ser el editor
de La Scorbia, una pequeña planta "como señal de agradecimiento."
Kenton, que no es tonto, comprende en seguida que Solrac es Carlos deletreado al revés... y
Detweiller, por supuesto, trabajaba en un invernadero. Convencido de que la "señal de
agradecimiento" pueda llegar a ser algo como hierba mortal o belladonna, Kenton le envía un
memorándum a Riddley y le dice que incinere cualquier paquete que llegue para él de parte de
"Roberta Solrac".
RIDDLEY WALKER, quien respeta a Kenton más de lo que el propio Kenton creería en su vida, está
de acuerdo, pero por su parte, decide esperar a ver qué pasa. A finales de febrero de 1981, llega
efectivamente un paquete de "Roberta Solrac" dirigido a John Kenton. Riddley abre la encomienda a
pesar del fuerte presentimiento de que el remitente –Detweiller– es un hombre terriblemente malvado.
En ese caso, el contenido del paquete apenas se corresponde con esa idea; no es más que una
enfermiza hiedra común con un pequeño letrero de plástico clavado en la tierra de la maceta. El
letrero dice:
¡HOLA!
ME LLAMO ZENITH
SOY UN REGALO PARA JOHN
DE ROBERTA
Riddley lo pone en un estante alto de su cuarto de conserje y se olvida de él.
De momento.
25 de febrero
Querida Ruth,
Como las cosas no andan muy bien por aquí, se me ocurrió contarte algunas de ellas:
mira las fotocopias adjuntas, que terminan con una comunicación típicamente atrevida de
Riddley, el de la piel negro carbón y trescientos enormes dientes blancos.
Notarás que Roger le dio de puntapiés a mi culo, bastante y duro; no se comportó como
Roger suele hacerlo, y el hecho es doblemente grave precisamente por esa razón. No creo
que uno necesite estar muy paranoico para darse cuenta que se refirió a la posibilidad de
despedirme. Si esto lo hubiera conversado con él después del trabajo, en lo de Flaherty y
delante de algunos martinis, dudo muchísimo que se hubiera enfadado tanto y, obviamente,
yo no tenía ni idea de que estaba esperando una llamada de Enders. Indudablemente me
merecía la patada en el culo que recibí –es cierto que no he estado haciendo mi trabajo–pero
es que él no tiene ni idea del susto que me produjo esa carta cuando comprendí que era
Detweiller de nuevo.
Para mi desgracia, soy demasiado sensible, o eso es lo que Roger piensa... pero
Detweiller me da miedo por otras razones menos fáciles de entender. Ser la idée fixe en la
cabeza de un demente debe ser uno de los sentimientos más inquietantes en el mundo; creo
que si conociera a Jody Foster le daría una palmada y le diría que sé exactamente cómo se
siente. Hay una viscosa textura casi palpable en las cartas de Detweiller y, oh muchacha, oh
sí, desearía poder quitármelo de la cabeza, pero todavía tengo pesadillas con esas fotos.
De todas formas, me he ocupado de las cosas lo mejor que he podido, y no, no tengo
intención de llamar a Central Falls. Mañana tenemos una reunión editorial. Intentaré sacar lo
mejor de mi limitado talento para volver al buen sendero... excepto que en Zenith House el
sendero es tan estrecho que casi no existe.
Te amo, te echo de menos, suspiro porque vuelvas. Puede que el que te hayas ido sea
parte del problema. No quiero hacerte sentir culpable.
Todo mi amor,
John
Del diario de Riddley Walker
23/2/81
Como una piedra tirada en una gran charca estancada, el asunto de Detweiller ha
provocado cualquier cantidad de ondas en mi trabajo. Creí que todas habían desaparecido;
pero una más ha pasado esta tarde y ¿quién puede decir que fuera la última?
He incluido una fotocopia de un memorándum sumamente curioso que recibí de Kenton
a las 2:35 de la tarde, más mi propia contestación (el memo llegó justo después que Gelb se
largara, algo enfadado; no comprendo por qué habría de estar picado ya que hoy trajo sus
propios dados y yo tuve la cortesía de ni siquiera examinarlos, pero, ah, shupongo que nunca
entenderé a estos blancuchos). Creo que he cubierto con precisión el asunto de Detweiler en
estas páginas, aunque debo agregar que nunca me sorprendió en lo más mínimo que Kenton
fuera el único que pudiera atraer a Detweiller, el cometa vagabundo, a la errática (y, me
temo, declinante) órbita de Zenith House.
Él es más brillante que Sandra Jackson; más brillante que William Gelb, el bocazas y
encorbatado diablo de la Ivy League*; mucho más brillante que Herbert Porter (Porter, tal
como señalé previamente, es
*Nota del Traductor: Ivy League: nombre por el que se conoce a ocho universidades de gran
prestigio del nordeste de los EEUU, entre las que se encuentran Harvard, Yale y Princeton.
capaz de meterse en la oficina de la señorita Jackson cuando ella no está, para ponerse a
olfatear el asiento del sillón; es un hombre extraño, pero no soy quien para juzgarlo), y es el
único del personal que podría ser capaz de reconocer un libro comercial si lo tuviera delante
de sus narices. En estos momentos lo está devorando la culpa y la verguenza por el affaire
Detweiller, y lo único que puede ver es que cometió un faux pas bastante cómico. Sería
incapaz de ver que su decisión de prestar atención al libro de Detweiller ha demostrado que
sus oídos editoriales todavía están abiertos, y que todavía armonizan con los mas dulces de
todos los tonos, las notas celestiales de las cajas registradoras Sweda de farmacias y librerías
anunciando las ventas, aun cuando no fueran producidas por él.
Es incapaz de ver que eso prueba que él lo intenta.
Los otros se han rendido.
Sin embargo, aquí está este memo encantador; entre sus líneas puedo escuchar a un
hombre cuyos nervios están temporalmente destrozados, un hombre que sería capaz de
enfrentar a un león pero que por el momento ni siquiera puede mirar a un ratón; un hombre
que está, en consecuencia, chillando "¡Iiiiiik! ¡Deshazte de él! ¡Deshazte de él!" y lo
amanaza con la escoba más a mano, que en'eta ocasión resulta ser Riddley, el repartidor del
correo, con un limpiador de ventanas. ¡Siuro, Seor'Kenton, yo me libraré de él po'usted! ¡Yo
me libraré del paquete de esa mujer Solrac si le llega a enviar uno!
Quizá.
Por otro lado, puede que John Kenton tenga que enfrentar las consecuencias de sus
propios actos; es decir, pegarle a su propio ratón. Después de todo, si no eres tú quien lo
golpea bien fuerte, quizá nunca comprendas realmente que un ratón es una cosita
inofensiva... y es que, además, no puede ser que los días útiles de Kenton como editor hayan
terminado porque es incapaz de enfrentarse a un loco ocasional como Carlos "Roberta"
Detweiller.
Meditaré sobre el asunto. Creo que lo más probable es que no llegue ningún paquete,
pero igual meditaré sobre todo esto.
27/2/81
¡Hoy llegó algo de la misteriosa "Roberta Solrac"! No sabía si sentirme divertido o
disgustado por mi propia reacción, que fue un espantoso y visceral retorcijón intestinal,
seguido por un impulso casi demente de arrojar la cosa al incinerador, exactamente como
dijo Kenton en su nota. Fue impresionante la reacción física que se produjo en cuanto vi la
dirección del remitente y relacioné ese nombre con el memorándum de Kenton. Tuve un
súbito espasmo de temblores. La carne de gallina me corrió por la espalda. Escuché un claro
tañido resonando en mis oídos, y pude sentir cómo se me erizaban los pelos de la nuca. Esta
sinfonía de atavismo fisiológico no duró más de cinco segundos hasta calmarse un poco;
pero me dejó agitado, como con una súbita y profunda lanza de dolor clavada en la
superficie del corazón. Floyd se burlaría y lo llamaría "una reacción de negro", pero no fue
nada de eso. Fue una reacción humana. No hacia el objeto en sí mismo –el contenido del
paquete fue algo así como un anticlímax luego de todo el sonido y la furia– aunque sí, estoy
convencido de que fue una reacción a las manos que pusieron la tapa a la pequeña caja de
cartón blanco en la que llegó la planta; a esas manos que ataron con cinta bramante esa caja
y luego cortaron una bolsa de compras de papel marrón para envolverla y enviarla por
correo; a las manos que la etiquetaron y la cargaron. Las manos de Detweiller.
¿Estoy hablando de telepatía? Sí... y no. Sería más exacto decir que estoy hablando de
una especie de psicoquinesis pasiva. Los perros se alejan de las personas con cáncer; ellos lo
huelen en ellos. Así, por lo menos, lo afirmaba mi vieja y querida Tía Olympia. De la misma
manera yo olí a Detweiller en esa caja, y ahora entiendo mejor el transtorno de Kenton y
siento una mayor simpatía por él. Pienso que Carlos Detweiller está totalmente loco... pero
que la propia planta no es ninguna belladona mortal ni hierba mora ni Hongo Venenoso de
Culebra (aunque supongo que podría haber sido cualquiera o todas esas cosas en la febril
mente de Detweiller). Es tan sólo una pequeña y muy aburrida hiedra común en una maceta
de arcilla roja.
Ya sea por la "reacción de negro" (Floyd Walker) –o por la "reacción humana" (su
hermano Riddley)– realmente podría haber tirado esa cosa... pero después de ese ataque de
temblores, me pareció que tenía que abrir la encomienda o considerarme poco hombre. Así
lo hice, a pesar de cualquier cantidad de imágenes repugnantes –un potente explosivo unido
a un dispositivo especial sensible a la presión, dañinos diluvios de arañas viuda negra, una
camada de crías de víbora–. Y allí estaba, apenas una plantita, una hiedra con hojas
amarilleándose en sus bordes (cuatro de ellas), inclinándose por encima de un combado y
cansado tallo. La propia tierra es de un color marrón ceroso. Desprende un olor pantanoso y
desagradable.
Tenía un pequeño letrero de plástico clavado en la tierra que decía:
¡HOLA!
ME LLAMO ZENITH
SOY UN REGALO PARA JOHN
DE ROBERTA
Fue ese ramalazo de miedo el que me llevó a abrir el paquete.
Del mismo modo, fue ese mismo miedo el que me decidió a asegurarme de que Kenton
no la recibiera después de todo, cosa que habría sido bastante fácil de hacer ("¿E'ta planta,
Seor' Kenton? ¡Oh, diablos! O'vidé lo que u'ted dijo. Soy el hombre mas o'vidado!"). Dejaré
que pasen las ondas; dejaré que se olvide de Detweiller, si eso es lo que él quiere. He puesto
a Zenith la Hiedra Común en un estante en mi cubículo de conserje, un estante bien por
encima de la vista de Kenton (no es que él pase mucho por aquí de todas formas, a diferencia
de Gelb con su fijación por los dados). La guardaré hasta que muera, y recién entonces la
tiraré por el tubo del incinerador. Ése será el fin de Detweiller.
Tengo que lograr escribir cincuenta páginas de la novela durante el fin de semana.
Gelb ahora me debe 75.40 dólares.
De The New York Post, página 1, 4 de marzo de 1981:
¡¡GENERAL LOCO ESCAPA DEL
ASILO OAK COVE, Y MATA A TRES
PERSONAS!!
(Especial para el Post) El Comandante
General (ret.) Anthony R. Hecksler,
conocido por los comandos y guerrilleros
que lo siguieron a través de Francia
durante la Segunda Guerra Mundial como
"Tripas de Hierro" Hecksler, escapó
anoche del Asilo Oak Cove, apuñalando a
muerte a dos ordenanzas y a una
enfermera en su lucha para liberarse.
El General Hecksler fue confinado en
Oak Cove, del pequeño condado de
Cutlersville veintisiete meses atrás,
cumpliendo una condena por causas de
locura, con los cargos de ataque con arma
mortal y asalto con intento de asesinato.
La víctima fue un chofer de autobús de
Albany llamado Herman T. Schneur, de
quien afirmó Hecksler en una declaración
firmada ser "uno de los doce apóstoles
norteamericanos del anticristo."
Los muertos de Oak Cove fueron
identificados como Norman Ableson, de
veintiseis años; John Piet, de cuarenta; y
Alicia Penbroke, de treinta y cuatro.
El Teniente de la Policía Estatal,
Arthur P. Ford, fue inesperadamente
pesimista cuando le preguntaron si
esperaba recapturar pronto al General
Hecksler. "Esperamos un rápido arresto,
naturalmente," dijo, "pero éste es un
hombre que entrenaba unidades de
guerilla en la Segunda Guerra Mundial y
en Corea, y que fue consultado en más de
una ocasión por el General Westmoreland
en Viet Nam. Ahora tiene setenta y dos
años, pero todavía es fuerte e
increiblemente ágil, como lo demuestró su
huída de Oak Cove."
Ford se refirió al probable método de
fuga de Hecksler: un salto desde una
ventana del segundo piso del Ala
Administrativa de Oak Cove, hasta el
jardín de abajo (ver fotografías en páginas
2, 3, y en la sección central).
Ford continuó advirtiendo a todos los
residentes del área inmediata de
permanecer alertas a la aparición del
desequilibrado General, a quien describió
como "extremadamente listo,
extremadamente peligroso, y
extremadamente paranoico."
En una breve conferencia de prensa,
Ellen K. Moors, la doctora a cargo del
caso Hecksler, estuvo de acuerdo. "Él
tiene muchos enemigos," dijo, "o así lo
imagina. Sus delirios paranoicos son
sumamente complejos, pero él nunca
olvidó sus ajustes de cuentas. Él era, a su
manera, un interno modelo... pero nunca
olvidó sus ajustes de cuentas."
Una fuente reservada en la
investigación dice que Hecksler pudo
haber apuñalado hasta la muerte a
Ableson, a Piet, y a Pembroke con un par
de tijeras de peluquero. La fuente le dijo
al Post que no hubo gritos; los tres fueron
apuñalados en la garganta, al estilo
comando.
(Sigue en pag. 12)
Del diario de Riddley Walker
5/3/81
¡Cómo cambian las cosas en un día!
Ayer Herb Porter era el mismo gordo de siempre, desaliñado, fumándose un puro junto
al dispensador de agua, explicándole a Kenton y a Gelb cómo correría el gran tren del mundo
si él, Herbert Porter, fuera el maquinista. El hombre es un Reader's Digest ambulante, un
compendio de acertadas respuestas que son despachadas entre el efluvio de humo de su
cigarrillo y un exquisito mal aliento: ¡Cerremos las fronteras y mantengamos fuera a los
espías! ¡Exigamos el fin del aborto! ¡Construyamos más prisiones! ¡Hagamos que la
posesión de marihuana sea un crimen de una vez por todas! ¡Vendamos las acciones de
empresas bioquímicas! ¡Compremos emisiones de TV por cable!
Él es, a su manera –o lo fue, al menos hasta hoy– un hombre maravilloso: redondo y
perfecto en sus convicciones, chapado con prejuicios, hipócrita en sus acciones, y poseído
del suficiente sentido común como para mantener su empleo en un lugar como éste, Porter es
una evocación de la Clase Media Americana. Incluso me gustan sus ocasionales
expediciones subrepticias a la oficina de Sandra Jackson para olfatear el asiento de su sillón;
una entrañable y pequeña tronera en el castillo ambulante de complacencia que es el
Seor'Po'te.
¡Ah, pero hoy! ¡Qué diferente el Herbert Porter que se arrastró hasta mi cubículo de
conserjería! La cara rubicunda, satisfecha de sí misma, se había vuelto pálida y temblorosa.
Los ojos azules se movían tanto de un lado para el otro que Porter parecía un hombre
mirando un partido de tenis, incluso cuando intentaba mirarme directamente. Sus labios
estaban tan brillantes de saliva que parecían como barnizados. Y aunque seguía siendo
gordo, desde ya, también parecía como si de alguna manera hubiera perdido su tensión
superficial... como si la esencia de Herb Porter se hubiera encogido más allá de los bordes de
su piel y dejara que esa piel se hundiera en los lugares donde antes se veía lisa y tirante.
-Él se escapó -susurró Porter.
-¿De quién e'tá'blando, Señó Po'te? -le pregunté. Estaba sinceramente intrigado; no
podía imaginar qué poderosa catapulta o motor podía haber abierto semejante brecha en el
Castillo Herbert. Aunque supongo que debería haberlo adivinado.
Me mostró el diario; el Post, por supuesto. Él es el único que lo lee por aquí. Kenton y
Wade leen el Times, Gelb y Jackson traen el Times pero en secreto leen el Daily News (la
mano que mece la cuna puede gobernar el mundo, pero e'ta mano que vacía los cestos de los
blancuchos conoce e'tos secretos del mundo), pero el Post se constituyó en el compañero
inseparable de Herb Porter. Él juega Wingo religiosamente y dice que si alguna vez llega a
ganar el monto se va a comprar un Winnebago, va a pintar la palabra WINGOBAGO en un
costado, y va a salir a recorrer el país.
Yo lo tomé, lo abrí, y leí el titular.
-El General ha escapado -susurró. Por un momento, sus ojos dejaron de rebotar de un
lado para el otro y me miró fijamente con un espantado y absoluto terror-. Es como si ese
condenado Detweiller nos hubiera maldecido. ¡El General ha escapado y yo rechacé su libro!
-Tranqui', tranqui, Seor'Po'te -le dije-. No hay ninguna necesidad de tomárselo así. E'te
hombre proba'lemente tenga sinco o sei docenas de cuentas que saldar ante'de venir a por
usté.
-Pero yo podría ser el número uno -susurró-. Después de todo, yo rechacé su maldito
libro.
Era cierto, y es irónico ver cómo se las arreglaron, en este tardío invierno, dos hombres
tan radicalmente distintos como Kenton y Porter para estar en una situación similar: cada
uno el blanco de un autor rechazado (el rechazo de Detweiller un poco más dramático que el
del General, de acuerdo, pero ése fue indudablemente el error del propio Detweiller) que
terminó siendo un demente. La diferencia –sé cual es, aun cuando nadie más lo sabe (y creo
que Roger Wade también)– es que, mientras que Kenton pensó que realmente existía el
germen de un libro en la obsesión de Detweiller, Porter tenía otra idea con respecto al
General. Pero Porter es uno de esos hombres que han leído omnívoramente –e
indirectamente– sobre la Segunda Guerra Mundial, aquella Carga de Lanceros del hombre
occidental (del hombre blanco occidental) en el siglo 20, y supo quién era Hecksler. En una
guerra llena de celebridades militares, Hecksler era, lo concedo, del tipo Esquinas
Hollywoodenses (si entiendes lo que quiero decir), pero para Porter él era alguien. De
manera que le pidió ver el manuscrito completo de Veinte Flores Psíquicas de Jardín a pesar
del pésimo bosquejo, alentando de ese modo a un hombre que era, por la calidad y el
contenido de sus propios escritos, un evidente psicópata. Sentí que el resultado y su terror
actual, aunque imprevistos, eran en parte por su propia culpa.
Coincidí en que podría ser cierto que él fuera el primero en la lista de golpes del
General (si de hecho a estas alturas el pobre loco no está haciendo alguna otra cosa que no
sea acurrucarse en cunetas de desagüe o revolviendo latas de basura en un callejón en busca
de desperdicios), pero insistí que lo creía improbable. Agregué que bien podría ser capturado
antes de que lograra llegar a cincuenta millas de New York, incluso si había decidido venir
en busca de Porter, y terminé diciéndole que varios psicópatas se quitaron la vida al verse
repentinamente libres en un entorno que no pueden controlar... aunque no lo dije
exactamente con esas palabras.
Porter me miró desconfiamente por un instante y luego me dijo -Riddley, no te ofendas
por esto...
-¡No seor!
-¿De verdad fuiste a la universidad?
-¡Si seor!
-¿Y tomaste cursos de psicología?
-Si seor, los tomé.
-¿Psicología anormal?"
-¡Siuro, seor, y e'toy muy familiarizado con'el síndrome del suicidia 'sociado con la
personalidad paranoico–psicótica! ¡Porque mientras nosotros 'tamos acá'ablando, ese Gen'ral
Hecksler podría estar cortándose las venas o haciendo gárgaras con una lamparita, Seor'
Po'te!
Me miró por un largo rato y luego dijo -Si fuiste a la universidad, Riddley, por qué
hablas de esa forma?
-¿Qué forma es'a, Seor'Po'te?
Me contempló durante un rato más largo y luego dijo -No importa-. Se inclinó hacia
mí, lo suficientemente cerca como para que pudiera oler sus puros baratos, el fijador de pelo,
y el hedor del sudor de miedo-. ¿Puedes conseguirme una pistola?
Por un segundo me quedé literalmente sin respuesta, que es como decir (lo diría Floyd,
de todas formas) que China se quedó sin mano de obra. Pensé que había cambiado
repentinamente de tema, y que lo que yo había oído como ¿Puedes conseguirme una pistola?
en realidad había sido Puedes conseguirme una trola, como una pelandusca, por ejemplo.
Definición de una pelandusca: muh'er de piel o'cura que lo hace cobrando, antiguamente
cupones de racionamiento y ahora una dosis que calentar en la cuchara. Mi reacción no podía
ser otra que tirarme al piso, riendo como loco, o estrangularlo hasta que la cara se le pusiera
tan roja como la corbata. Entonces, un poco tarde, empecé a entender que realmente había
dicho una pistola, un arma... mientras tanto, había sobrecargado mi panel de distribución
mental, lo suficiente como para responderle con una negativa. . La decepción se dejó
traslucir en su rostro.
-¿Estás seguro? -me preguntó-. Creía que allí en Harlem...
-¡Ah, vivo en Dobbs Ferry, Seor'Po'te!
Señaló hacia cualquier lado, como si ambos supiéramos que mi dirección de Dobbs
Ferry fuera tan sólo una conveniente mentira; una que incluso podía mantener después del
trabajo, aunque, desde ya, yo regresara arrastrándome a las aterciopeladas calles de más allá
de la 110 tan pronto como el sol bajara.
-Podría conseguirle a usted un arma, Señó Po'te, siuro -le dije -pero no sería mejor que
la que pudiera conseguirse po'uted mismo; una .32... puede que una .38... -le guiñé un ojo-.
¡Y nunca se sabe si el arma que uno se compra clandestinamente, le puede llegar a exsplotar
en la cara la primera vez que tire del gatiyio!
-Sin embargo no busco algo de ese estilo -dijo Porter malhumoradamente-. Quiero
algo con una mira láser. Y balas explosivas. ¿Alguna vez viste El Día del Chacal, Riddley?
-¡Si seor, y estuvo buena!
-Cuando él le disparó a la sandía... plowch! -. Porter separó los brazos a los lados para
indicar cómo había explotado la sandía cuando el asesino probó en ella una bala explosiva en
El Día del Chacal, y una de sus manos golpeó la hiedra que la misteriosa Roberta Solrac le
enviara a Kenton. Yo me había olvidado de ella, a pesar de que hacía menos de dos semanas
que la había puesto allí. Traté nuevamente de asegurarle a Porter de que él probablemente
estaba muy lejos de ser el primero en la quizás infinita lista de paranoias favoritas de
Hecksler, y que el hombre tenía, después de todo, setenta y dos años.
-Ni te imaginas las cosas que él hizo en la Segunda Guerra-dijo
Porter, con sus ojos espantados comenzando a moverse de un lado para el otro de nuevo-. Si
esos tipos que contrataron al Chacal hubieran contratado en cambio a Hecksler, DeGaulle
nunca se habría muerto en cama-. Entonces se fue a vagabundear por ahí, y yo me alegré de
que se marchara. El olor de los cigarrillos estaba empezando a hacerme sentirse ligeramente
enfermo. Bajé a Zenith la Hiedra Común y la miré (es ridículo tratar a una hiedra como a una
persona y, sin embargo, lo hice de forma automática; yo, que normalmente escribo con el
cuidado regañón de una petit bourgeoise ama de casa francesa que elige una fruta en el
mercado). Comencé esta entrada diciendo cómo cambian las cosas en un día. En el caso de
Zenith la Hiedra Común, cómo cambiaron las cosas en cinco días. El tallo combado se
enderezó y ensanchó, las cuatro hojas amarillentas se volvieron casi totalmente verdes, y dos
nuevas empezaron a brotar. Todo esto con ninguna ayuda de mi parte. La regué, arranqué el
pequeño y ridículo cartel y lo tiré, y noté dos detalles más en mi buena y vieja compañera
Zenith: primero, que incluso había desarrollado su primer zarcillo –apenas llega al borde de
la barata maceta de plástico, pero está ahí– y segundo, que el olor pantanoso y desagradable
parece haber desaparecido. De hecho, tanto la planta como la tierra en la que está enterrada
huelen bastante bien.
Quizás sea una hiedra psíquica. ¡Si el General Hecksler se llega a presentar aquí, en el
viejo y querido 490 Park, tendré que preguntárselo, je–je! Esta semana logré escribir veinte
páginas de la novela; no es mucho, pero pienso (¡así lo espero!) que me estoy acercando a la
mitad. Gelb, que ayer tuvo una modesto golpe de suerte, intentó repetirlo hoy; esto fue
aproximadamente una hora antes de que apareciera Porter en busca de armamentos. Gelb
ahora me debe 81.50 dólares.
8 de marzo de 1981
Querida Ruth,
Últimamente has sido más difícil de ubicar en el teléfono que el Presidente de los
Estados Unidos; ¡juro ante Dios que estoy empezando a odiar tu contestador automático!
Debo confesarte que esta noche –la tercera noche de "Hola, habla Ruth y ahora no puedo
llegar hasta el teléfono, pero... "– que me puse algo nervioso y llamé al otro número que me
diste, el del administrador. Creo que si él no me hubiera dicho que te había visto salir a eso
de las cinco con una gran pila de libros bajo el brazo, le habría pedido que comprobara que te
encontrabas bien. Lo sé, lo sé, es sólo la diferencia de horario, pero últimamente por aquí las
cosas se han puesto tan paranoicas que no me lo creerías. ¿Paranoicas? Quizá extrañas sea la
palabra más conveniente. Probablemente hablemos antes de que tú recibas esta carta,
volviendo obsoleto el noventa por ciento de su contenido (a menos que la envíe por Federal
Express, que hace que la larga distancia parezca una medida de austeridad), pero me parece
que voy a explotar si no te lo cuento de una manera u otra. Me enteré por Herb Porter, que
está cerca de la apoplejía (un estado con el que simpatizo más de lo que hubiera pensado en
otro tiempo, luego del l'affair Detweiller), de la fuga del General Hecksler y de los
asesinatos que cometió, tan cubiertos por las noticias nacionales en estas dos últimas noches,
aunque supongo que no te enteraste –o no las relacionaste– porque en ese caso hubiera
tenido noticias tuyas por medio de Ma Tinkerbell* (soy tan pesado como siempre, como
puedes ver; ¡desearía ser tan breve como Riddley, el fiel custodio de Zenith!). Si no las
escuchaste, el recorte del Post que adjunto con esta carta (no me molesté en incluir el plano
del asilo con la obligatoria línea punteada que señala la ruta del General chocho y las
obligatorias equis que marcan las ubicaciones de sus víctimas) te pondrá al corriente tan
rápida y pavorosamente como sea posible.
Debes recordar que te mencioné a Hecksler en una carta hace sólo seis semanas, más o
menos. Herb rechazó su libro, Veinte Flores
*Nota del Traductor: Otra forma coloquial de denominar a la compañía telefónica.
Psíquicas de Jardín, y provocó un paranoico aluvión de cartas amenazantes. Dejando las
bromas de lado, su sangrienta fuga ha creado aquí en Z.H. una auténtica atmósfera de
inquietud. Esta noche, luego del trabajo, tomé un trago con Roger Wade en el Four Fathers
(Roger afirma que el dueño es un mafioso, un hombre genial llamado Ginelli, de voz suave y
curiosos ojos alegres) y le conté sobre la visita que Herb me hizo esa tarde. Le dije a Herb
que era ridículo que estuviera tan asustado como obviamente estaba (resulta divertido;
después de todo, debajo de su dura Fachada de Joe Pyne, el Neanderthal que lleva dentro
termina siendo Walter Mitty) y Herb estuvo de acuerdo. Luego, tras una charla breve y
evidentemente artificial, me preguntó si yo sabía donde podía conseguir un arma.
Desconcertadamente –a veces, querida, tu fiel corresponsal es increiblemente lento para
hacer las relaciones más obvias– le mencioné la tienda de artículos deportivos que hay a
cinco calles de aquí, en Park y la 32.
-No -me dijo con impaciencia-. No busco una escopeta de caza ni nada de eso- aquí
bajó la voz-. Quiero algo que pueda llevar encima.
Roger asintió y dijo que Herb había estado en su oficina a eso de las dos por el mismo
asunto.
-¿Y qué le dijiste? -le pregunté.
-Le recordé que en este estado las multas por llevar armas ocultas sin permiso son
condenadamente duras -respondió Roger-. En ese punto Herb se irguió en toda su estatura
(que debe estar, Ruth, cerca del metro setenta) y dijo -'Un hombre no necesita un permiso
para protegerse, Roger.'
-¿Y entonces?
-Entonces él se fue. Y lo intentó contigo. Probablemente también probó con Bill Gelb.
-No te olvides de Riddley -dije yo.
-Ah, si, y Riddley.
-Quien podría ser capaz de ayudarlo.
Roger pidió otro bourbon, y mientras yo pensaba que comenzaba a verse algo más viejo
que sus verdaderos cuarenta y cinco años, sonrió con esa juvenil sonrisa de muchacho
ganador que te cautivó cuando lo viste por primera vez, en aquel cóctel en julio del 80, en
casa de Gahan y Nancy Wilson, en Connecticut, ¿lo recuerdas? -¿Has visto el nuevo juguete
de Sandra Jackson? -me preguntó -. Ella es la única que podría mandar a Herb a comprar
municiones al mercado negro -. Roger soltó una fuerte carcajada, un sonido del que muy
raramente he tenido noticias en los últimos ocho meses o así. Oirlo, Ruth, me hizo
comprender de nuevo cuánto lo aprecio y lo respeto –realmente podría ser un gran editor en
cualquier otra parte– quizás incluso en la liga de Maxwell Perkins. Es una lástima que haya
terminado piloteando un barco tan resquebrajado como Zenith House.
-Ha conseguido algo llamado el Amigo de las Noches Lluviosas -me dijo sin dejar de
reir-. Es plateado, y casi del tamaño de una bala de mortero. La jodida cosa casi no le entra
en la cartera. Tiene una linterna en el otro extremo. Por el lado mas angosto emite una nube
de gas lacrimógeno cuando aprietas un botón; Sandra dice que por solo diez dólares extra
consiguió reemplazar el tubo de gas lacrimógeno por uno de Hi–Pro–Gas, que es una versión
reforzada de Mace. En la mitad del dispositivo, muchacho, hay un anillo que al accionarlo
pone en marcha una sirena de muchos decibeles. No le pedí una demostración. Habrían
evacuado el edificio.
-Por la manera en que lo describes, parece como si pudiera llegar a usarlo como
consolador cuando no hay ladrones por los alrededores -le dije. Estalló en un vendaval de
risas semi histéricas. Me uní a él –habría sido imposible dejar de hacerlo– aunque también
me sentí algo preocupado. Creo que está muy cansado y demasiado cerca del límite de su
resistencia; El apoyo meramente formal de la corporación dueña a la empresa ha empezado a
afectarle realmente.
Le pregunté si algo como el Amigo de las Noches Lluviosas pudiera ser ilegal.
-No soy abogado para poder asegurártelo -me respondió Roger-. Mi impresión es que
una mujer que usa una lapicera con gas lacrimógeno sobre un ladrón o violador en potencia
está jugando al borde de la ley. Pero el juguete de Sandra, cargado con un híbrido de Mace...
no, no creo que algo así pueda ser judío.
-Pero ella lo consiguió, y lo lleva encima -dije yo.
-No sólo eso, sino que parece más tranquila con ello - asintió Roger-. Es gracioso; ella
era la que estaba tan asustada cuando el General enviaba sus cartas venenosas, mientras que
Herb apenas parecía
consciente de lo que podía pasar... al menos hasta que el chofer del autobús fue apuñalado.
Creo que lo que aterrorizó a Sandra aquella vez fue que nunca llegó a verlo.
-Sí -le dije-. Incluso me lo comentó alguna vez.
Él pagó la cuenta, ignorándome cuando le propuse pagar mi mitad. -Es la venganza de
los amantes de las flores -dijo-. Primero Detweiller, el jardinero loco de Central Falls, y
luego Hecksler, el jardinero loco de Oak Cove.
Eso me proporcionó lo que los escritores británicos de misterio denominan un comienzo
grosero; ¡hablando de no hacer conexiones obvias! Roger, que está lejos de ser un tonto, vio
mi expresión y sonrió.
-No habías pensado en eso, ¿verdad? -me preguntó-. No es más que una coincidencia,
por supuesto, pero supongo que es suficiente como para poner en funcionamiento una
pequeña campana paranoica en la cabeza de Herb Porter; no puedo imaginar que sucediera
de otro modo. Podríamos tener aquí la base de una buena novela de Robert Ludlum. El
Hortícola o algo así. Vamos, salgamos de aquí.
-La convergencia -le dije cuando pisamos la calle.
-¿Huh? -Roger parecía alguien regresando desde un millón de millas de distancia.
-La Convergencia Hortícola -dije yo-. El perfecto título Ludlum. Incluso la perfecta
intriga Ludlum. Resulta que este Detweiller y Hecksler realmente son hermanos –no,
considerando las edades, supongo que padre e hijo sería mejor– en la nómina de la NKVD.
Y...
-Tengo que tomar mi autobús, John -me dijo, un poco bruscamente. Bien, tengo mis
problemas, querida Ruth (¿quién lo sabe mejor que tú?), pero entender cuándo estoy
aburriendo nunca fue uno de ellos (excepto cuando estoy borracho). Lo ví irse calle abajo
hacia la parada del autobús y me marché a casa.
Lo último que me dijo fue que probablemente lo próximo que sabríamos del General
Hecksler sería un informe de su captura... o de su suicidio. Y Herb Porter sentiría tanto
desilución como alivio.
-No es del General Hecksler de quien Herb y el resto de nosotros tenemos que
preocuparnos -dijo; su pequeño estallido de buen humor lo había abandonado y parecía
menudo y deprimido, allí de pie en la parada de autobús y con las manos metidas en los
bolsillos de su chaqueta-. Son
Harlow Enders y el resto de los contadores quienes vienen por nosotros. Ellos nos
apuñalarán con sus lápices rojos. Cuando pienso en Enders, casi desearía tener el Amigo de
las Noches Lluviosas de Sandra Jackson.
No he adelantado nada en mi novela esta semana –repasando esta carta puedo ver la
razón– toda la narrativa que esta noche tendría que haber ido a parar a Maymonth, terminó
sin embargo aquí. Aunque si me extendí demasiado y con muchos detalles novelísticos, no se
debe a mi prolijidad, querida; a lo largo de los últimos seis meses me he vuelto un auténtico
Tipo Solitario. Escribirte no es tan bueno como hablar contigo, y hablarte no es tan bueno
como verte, y verte no es tan bueno como tocarte y estar contigo (¡calor–calor! ¡arf–arf!),
pero una persona tiene que hacer lo que debe. Yo sé que estás ocupada y estudiando muy
duro, pero tanto tiempo sin hablar contigo me está volviendo loco (y además, por Detweiller
y Hecksler, más loco de lo que debería estar). Te amo, querida.
Te extraña y te necesita,
John
9 de marzo de 1981
Sr. Herbert Porter
Judío Señalado
Zenith House
490 Park Avenue
New York, NY 10017
Estimado Judío Señalado,
¿Creías que me había olvidado de tí? Apuesto que sí. Bien, pues no es así. Un hombre no se
olvida del ladrón que rechazó su libro luego de copiarle todas las partes buenas. Ni de cómo
intentaste desacreditarme. Me pregunto cómo lucirás con tu pene metido en la oreja. Ja–ja.
(Aunque no es broma)
Estoy yendo por tí, "muchachote."
General Mayor Anthony R. Hecksler (Ret.)
P.D. Las rosas son rojas.
Las violetas son azules.
Y estoy llegando para castrar.
A un Judío Señalado.
G.M.A.R.H. (Ret.)
TELEGRAMA DEL SR. JOHN KENTON A RUTH TANAKA
SEÑORITA RUTH TANAKA
10411 CRESCENT BOULEVARD
LOS ANGELES, CA 90024
10 de MARZO de 1981
QUERIDA RUTH
ÉSTE PROBABLEMENTE SEA UNA FRASE ESTÚPIDA PERO LA PARANOIA
ENGENDRA PARANOIA Y TODAVÍA NO PUDE ENCONTRARTE. ESTA MAÑANA
FINALMENTE LOGRÉ PASAR DEL CONTESTADOR AUTOMÁTICO A TU
COMPAÑERA DE CUARTO QUE DIJO QUE NO TE HABÍA VISTO EN LOS
ÚLTIMOS DOS DÍAS. SONABA DIVERTIDA. CONFÍO EN QUE SÓLO
COLOCADA. LLÁMAME PRONTO O ESTARÉ GOLPEANDO TU PUERTA ESTE
FIN DE SEMANA. TE AMO.
JOHN
10 de marzo de 1981
Querido John,
Imagino –mejor dicho, sé– que debes estar preguntándote por qué no has tenido
noticias mías durante las últimas tres semanas. La razón es bastante simple; me he
estado sintiendo culpable. Y la razón de que ahora te esté escribiendo en lugar de
llamarte es que soy una cobarde. También pienso, aunque no puedas creerme
cuando leas el resto, que es la carta más dura que alguna vez haya tenido que
escribir, porque te amo muchísimo y te quiero, tanto como para no desear herirte.
De todas formas supongo que esto te lastimará y saber que no puedo evitarlo me
hace llorar.
John, he conocido a un hombre llamado Toby Anderson y me he enamorado
locamente de él. Por si te interesa –y probablemente no–, lo conocí en uno de los dos
cursos dramáticos de Restauración Inglesa que estoy siguiendo. Lo rechacé lo mejor
que pude por un largo tiempo –quiero y necesito que me creas eso– pero a
mediados de febrero ya no pude seguir rechazándolo. Mis fuerzas se acabaron.
Las últimas tres semanas han sido una pesadilla para mí. No espero realmente
que simpatices con mi actitud, aunque confío en que entiendas que te estoy
contando la verdad. A pesar de que tú estés en la costa este y yo a casi 5000
kilómetros al oeste, me sentía como si estuviera saliendo furtivamente a tus
espaldas. Y lo hacía. ¡Lo hacía! Oh, no lo quiero decir en el sentido de que tú
pudieras llegar temprano una noche a casa desde el trabajo y me encontraras con
Toby, pero me sentía terrible de todas maneras. No podía dormir, no podía comer,
no podía hacer mis posiciones de yoga ni seguir el Entrenamiento de Jane Fonda.
Mis cursos se estaban viniendo abajo, pero al infierno con las clases: era mi corazón
el que se estaba derrumbando.
He estado esquivando tus llamadas porque no podía soportar oír tu voz –me
parecía como si toda la casa se me viniera encima– por la manera en que seguía
mintiendo y engañándote.
Lo entendí todo hace dos noches cuando Toby me mostró el hermoso anillo de
compromiso de diamantes que me había comprado. Quería que me lo probara y
confiaba que lo aceptara, aunque me dijo que no podía dármelo hasta que yo no te
escribiera o hablara contigo. Es un hombre muy honrado, John, y lo irónico es que
estoy segura de que bajo circunstancias diferentes hubieras simpatizado muchísimo
con él.
Me derrumbé y lloré en sus brazos y muy pronto sus lágrimas se fundieron con
las mías. El resultado fue que le dije que el fin de semana estaría lista para ponerme
ese brillante anillo en el dedo. Creo que vamos a casarnos en junio.
Ya ves que al final opté por el camino del cobarde, escribiéndote en lugar de
telefonearte, e incluso así me tomó los últimos dos días lograr escribirte esto; he
abandonado todas las clases y prácticamente echado raíces en la biblioteca, donde
tengo que estudiar para un examen de Gramática Transformacional. ¡Pero al
infierno con Noam Chomsky y la estructura profunda! Y aunque no puedas
creérmelo, cada palabra de la carta que estás leyendo ha sido como una espina
atravesándome el corazón.
Si quieres hablar conmigo, John –entiendo si no lo deseas, pero si quieres
hacerlo– podrías llamarme dentro de una semana... después de que hayas tenido la
oportunidad de pensar en todo esto y de considerarlo con cierta perspectiva. Estoy
muy acostumbrada a tu dulzura, a tu encanto y bondad, y tengo miedo de que te
encuentres enfadado y acusador; aunque sabiendo cómo eres, supongo que sólo me
dirías algo como "tendrás lo que te mereces". Pero necesitas ese tiempo para
serenarte y tranquilizarte, y yo también lo necesito. Deberías estar recibiendo esta
carta para el día 11. Estaré en mi apartamento de siete a nueve treinta en las noches
del 18 al 22, ambos sufriendo y esperando tu llamada. No quisiera hablarte antes de
entonces, y espero que lo comprendas... y creo que lograrás hacerlo, ya que siempre
fuiste el mas comprensivo de los hombres, a pesar de tu contínua falta de confianza
en tí mismo.
Una cosa mas; tanto Toby como yo coincidimos en lo siguiente: no te lo tomes a
la tremenda, subiéndote de golpe a un avión para "lanzarte al camino hacia el
dorado oeste"; no me gustaría verte si lo hacieras. No estoy preparada para
encontrarte cara a cara, John; mis sentimientos todavía están demasiado turbulentos
y la imagen que tengo de mí misma en un estado de transición. Volveremos a
encontrarnos, claro. Y ¿me atrevería a decir que incluso espero que vengas a nuestra
boda? ¡Debo atreverme, ya que veo que lo he escrito!
Oh, John, te amo, y espero que esta carta no te haya causado demasiado dolor –
incluso tengo la esperanza que Dios haya sido bueno y de que hayas encontrado tu
propio "alguien" en el último par de semanas–. Mientras tanto, por favor, recuerda
que siempre (¡siempre!) serás alguien para mí.
Con amor,
Ruth
PD–Y aunque sea un tópico, no deja de ser cierto:
espero que siempre podamos ser amigos.
memorándum de oficina
A: Roger Wade
DE: John Kenton
REF: Renuncia
Es una tontería que sea tan formal, Roger, ya que ésta es en realidad una carta de
renuncia, ya sea con forma de memo o no. Me marcharé al final del día; de hecho, espero
empezar a limpiar mi escritorio en cuanto haya terminado de escribirla. Preferiría no entrar
en razones; son demasiado personales. Comprendo, por supuesto, que abandonarlos sin
previo aviso es una muy mala manera de hacerlo. Si te ves obligado a elevar el asunto a la
Apex Corporation, me sentiría feliz por pagar una indemnización razonable. Lamento esto,
Roger. Me caes bien y te tengo un gran respeto, pero es que tiene que ser así.
Del diario de John Kenton
16 de marzo de 1981
No he llevado un diario desde que tenía once años, cuando mi tía Susan –muerta desde
hace ya varios años– me regaló un pequeño diario de bolsillo para mi cumpleaños. Era sólo
una cosita barata; como la propia tía Susan, ahora que lo pienso. Llevé ese diario, de vez en
cuando (no muy seguido en realidad) durante casi tres semanas. No podría igualar esa marca,
pero en realidad no interesa. Fue idea de Roger, y las ideas de Roger a veces son buenas.
He tirado la novela; oh, no pienses que hice algo tan melodramático como lanzarla al
fuego para conmemorar la combustión espontánea de Mi Primer Amor Serio; en realidad,
estoy escribiendo esta primera (y quizá última) anotación en mi diario en el dorso de las
páginas del manuscrito. Pero, de todas maneras, abandonar una novela no tiene nada que ver
con las hojas propiamente dichas; lo que está en las páginas no es otra cosa que un montón
de piel muerta; en realidad, la novela se desmorona dentro de tu propia cabeza. Puede que lo
único bueno de la cataclísmica carta de Ruth sea que puso fin a mis grandiosas aspiraciones
literarias. Maymonth, por John Edward Kenton, comió de la legendaria planta del olvido.
¿Se necesita comenzar un diario informando de lo que ha sucedido anteriormente? Ésta
no era el tipo de pregunta que se me cruzara por la mente cuando tenía once años; o al menos
que lo recuerde. Y es que a pesar de la gran cantidad de cursos de mierda de Literatura
Inglesa que estudié en mis tiempos, no recuerdo haber asistido nunca a ninguno que tratara
sobre el Protocolo de los Diarios Personales. Notas a pie de página, sinopsis, bocetos, la
colocación apropiada de modificadores, el correcto formato de las cartas comerciales... éstas
son todas las cosas en las que me instruí. Pero sobre cómo dar comienzo a un diario estoy tan
en blanco, digamos, como en de qué manera continuar tu vida luego de que la luz se apague
Y aquí está mi decisión, luego de treinta segundos repletos de importantes
consideraciones: unos breves antecedentes no harán ningún daño. Mi nombre, como lo
mencioné arriba, es John Edward Kenton; tengo veintiseis años de edad; asistí a la
Universidad Brown, donde me especialicé en Inglés, oficié como Presidente de la Sociedad
Milton, y estaba plenamente satisfecho de mí mismo; creía que, a la larga, todo en la vida me
saldría bien; desde entonces he aprendido. Mi padre está muerto, mi madre vive y está bien y
viviendo en Sanford, Maine. Tengo tres hermanas. Dos están casadas; la tercera vive en casa
y en junio terminará su último año en la Sanford High.
Vivo en un departamento de dos habitaciones en el Soho que parecía bastante agradable
hasta estos últimos días; ahora me parece lúgubre. Trabajo para una andrajosa compañía de
libros que publica originales en edición de bolsillo, la mayoría de ellos sobre bichos gigantes
y veteranos de Viet Nam que salen a reformar el mundo con armas automáticas. Hace tres
días descubrí que mi chica me dejó por otro hombre. Como ésto parecía exigir algún tipo de
respuesta, intenté renunciar a mi trabajo. No tiene sentido describir mi estado mental, tanto
entonces como ahora. En primer lugar, no estaba demasiado calmado, debido a un brote de
algo que sólo se me ocurre llamar Fiebre de Locos en el trabajo. Tengo que abundar en esos
asuntos más adelante, pero, por el momento, la importancia de Detweiller y Hecksler parece
haber pasado a un segundo plano.
Si alguna vez fuiste abandonado de repente por alguien a quien amabas profundamente,
entenderás la clase de dispersión que he experimentado. Si nunca te pasó, no podrás
entenderlo. Es así de simple. Quisiera poder decir me siento igual que cuando murió mi
padre, pero no puedo. A una parte de mí (la parte que, escritor o no, quiere construir
metáforas constantemente) le gustaría considerarme un desamparado, y pienso que Roger
tenía razón cuando hizo esa comparación en la cena, líquida en su mayor parte, que
mantuvimos la noche de mi renuncia, pero es que hay otros elementos, también. Se trata de
una separación; como cuando alguien te dice que ya no podrás seguir probando tu comida
favorita, o como si consumieras una droga a la que ya te habías vuelto adicto. Y hay algo
peor. Llámalo como quieras, pero he descubierto que mi propio ego –la autoestima y la
confianza en mí mismo– se han confundido de alguna manera, y eso duele. Duele mucho. Y
parece dolerte todo el tiempo. Siempre pude escapar del dolor mental y la angustia al dormir,
pero eso no funciona esta vez. También entonces sigue doliendo.
La carta de Ruth (pregunta: ¿cuántas cartas encabezadas con Querido John han sido
enviadas a todos los John de este mundo? ¿Deberíamos formar un club, como la Sociedad
Jim Smith?) llegó el día once: cuando llegué a casa estaba esperándome en el buzón como
una bomba de tiempo. Garrapateé mi renuncia en un memo a la mañana siguiente y la envié a
la oficina de Roger Wade por medio de Riddley, nuestro insoportable encargado del correo y
empleado en Zenith house. Roger se presentó en mi oficina como si tuviera cohetes en los
talones. A pesar del dolor que experimentaba y del aturdimiento en que me parecía estar
viviendo, me sentí absurdamente conmovido. Después de una breve e intensa conversación
(para mi vergüenza, me quebré y lloré, y aunque me abstuve de decirle cual era/es el
problema, creo que lo adivinó) estuve de acuerdo en aplazar mi renuncia, al menos hasta esa
tarde, porque Roger sugirió que saliéramos juntos para conversar sobre la situación. "Un par
de tragos y un bistec poco cocido pueden ayudar a poner la situación en perspectiva," fue la
manera en que lo expuso, aunque creo que en realidad terminaron siendo como una docena
de tragos... cada uno. Perdí la cuenta. Y fue de nuevo en el Four Fathers, naturalmente. Por
lo menos es un lugar que no asocio con Ruth.
Tras aceptar la invitación a cenar de Roger volví a casa, dormí durante el resto del día, y
me desperté con jaqueca, sintiéndome pesado y aturdido, con esa ligera sensación de resaca
con la que me despierto cuando duermo más de lo necesario. Eran las 5:30, estaba casi
oscuro y, bajo la luz crepuscular de un invierno tardío no me pude explicar por qué en el
nombre de Dios había permitido que Roger me comprometiera a postergar mi renuncia,
incluso por doce horas. Me sentía como una mazorca de maíz en la que alguien hubiera
ejecutado un fabuloso truco de magia: quitar el maíz y el troncho y dejar intactas la capa de
hojas verdes y los amarillos y blancos granos de polen.
Soy conciente –Dios sabe que he leído lo suficiente como para estarlo– de cuan
Byroniano–Keatsiano–Lamento–de–Joven–Werther suena eso, pero uno de lo placeres de
llevar un diario que descubrí a los once y que tal vez esté redescubriendo ahora es que
escribes sin tener un público –ni real ni imaginario– en la mente. Puedes decir cualquier puta
cosa que se te ocurra.
Me tomé una ducha muy larga, casi todo el tiempo de pie y aturdido bajo la lluvia con
una barra de jabón en la mano y luego, tras secarme y vestirme, me senté delante de la tele
hasta alrededor de las siete menos cuarto, cuando ya era la hora de salir para encontrarme
con Roger. Justo antes de largarme tomé la carta de Ruth de mi escritorio y me la metí en el
bolsillo, creyendo que Roger tenía derecho a saber lo que me había hecho descarrilar.
¿Estaba buscando compasión? ¿Un oído atento, como dijo el poeta? No lo sé. Creo que lo
que más deseaba que él estuviese seguro, realmente seguro, de que yo no era una rata que
abandona el barco antes del hundimiento. Porque Roger me cae bien de verdad, y lamento
que esté metido en un aprieto.
Podría describirlo –supongo que si fuera un personaje de una de mis ficciones lo haría
con cariño, con muchos detalles– pero ya que este diario es sólo para mí y conozco
perfectamente bien cuál es el aspecto de Roger, luego de haber pisado las metafóricas uvas
codo a codo con él durante los últimos diecisiete meses, no es realmente necesario.
Encuentro el hecho inexplicablemente liberador. Los aspectos más destacables de Roger son
que tiene cuarenta y cinco años, que parece de ocho a diez años más viejo, que fuma
demasiado, que se divorció tres veces... y que me cae muy bien.
Una vez instalados en una mesa al fondo del Fathers, con unas copas delante, me
preguntó qué era lo que iba mal, aparte de las obvias desgracias de este fatídico año. Saqué la
carta de Ruth de mi bolsillo y la arrojé sobre la mesa hacia él. Mientras la leía yo terminé mi
trago y pedí otro. Cuando el mozo lo trajo Roger terminó su propia bebida de un trago, pidió
otra, y puso la carta de Ruth junto a su plato. Sus ojos aún seguían fijos en ella.
-¿'Muy pronto sus lágrimas se fundieron con las mías'? -dijo en voz baja, como si
estuviera hablándose a sí mismo-. ¿'Cada palabra de la carta que estás leyendo ha sido como
una espina atravesándome el corazón'? Jesús, me pregunto si ella alguna vez se le ocurrió
escribir como una destripadora-de-corpiños. Podría haber algo allí.
-Déjalo, Roger. No es gracioso.
-No, supongo que no -me dijo, y me miró con una expresión de simpatía que fue al
mismo tiempo muy reconfortante y muy embarazosa-. Dudo que algo te resulte gracioso
ahora.
-Ni siquiera un poco -asentí.
-Sé cuánto la amas.
-No puedes saberlo.
-Sí, sí que puedo. Se te vé en la cara, John -. Bebimos sin decir nada durante un rato. El
maitre d' llegó con el menú y Roger lo mandó a mudar con s una mirada.
-He estado casado tres veces y tres veces divorciado -dijo-. Las cosas no mejoraron, ni
se hicieron mas fáciles. En realidad parecen empeorar, como si le pegara a la misma herida
una y otra vez. Los de la J. Geils Band tenían razón. El amor apesta-. Llegó su nuevo trago y
lo tomó un sorbo. Casi esperaba que dijera ¡Mujeres! ¡No puedes vivir con ellas, no puedes
vivir sin ellas!, pero no lo dijo.
-Las mujeres -le dije, empezando a sentirme como un producto de mi propia
imaginación-. No puedes vivir con ellas, no puedes vivir sin ellas.
-Oh, sí que puedes -agregó, y aunque sus ojos estaban fijos en mí, en realidad parecían
estar viendo alguna otra cosa-. Puedes vivir sin ellas con bastante facilidad. Pero vivir sin
una mujer, aun si es una mandona y una loca, amarga al hombre. Convierte en barro una
parte esencial de su alma.
-Roger...
Levantó una mano. - Puede que no lo creas, pero casi hemos terminado de hablar de
esto -dijo-. Podemos emborracharnos y lloriquear y darle mil vueltas al asunto, pero de lo
único que hablaremos será de cómo conseguir el alcohol suficiente, que es del único tema del
que siempre hablan los borrachos, en realidad. Sólo quiero decirte que lamento
profundamente que Ruth te haya dejado, y me entristece tu dolor. Lo compartiría si pudiera.
-Gracias, Roger -le dije, con la voz un poco ronca. Durante un segundo hubo tres o
cuatro Rogers sentados al otro lado de la mesa y me tuve que restregar los ojos-. Te lo
agradezco mucho.
-No hay de qué-. Tomó un sorbo de su bebida-. Olvidemos por un momento que soy
incapaz de revertir o aliviar las cosas y hablemos de tu futuro. John, quiero que te quedes en
Zenith House, al menos hasta junio. Hasta fin de año, tal vez, pero por lo menos hasta junio.
-No puedo -dije-. Si me quedara sería sólo otra piedra de molino más alrededor de tu
cuello, y creo que ya tienes suficientes.
-No me haría nada feliz verte partir -me dijo como si no me hubiera escuchado. Había
sacado el paquete de cigarrillos que llevaba encima –estaba demasiado viejo, arrugado y
golpeado como para parecer una afectación– del bolsillo interno de su chaqueta y estaba
seleccionando un Kent de entre lo que parecían ser varios porros-. Pero podría dejar que te
marcharas en junio si pareciese que estamos mejorando. Si Enders revolea el hacha, me
gustaría que te quedaras hasta fin de año y me ayudases a envolver las cosas de manera
ordenada-. Me miró con algo en sus ojos que estaba muy cerca de ser una pura súplica-.
Salvo yo, tú eres la única persona sensata en Zenith House. Oh, supongo que ninguno de los
demás está tan loco como el General Hecksler –aunque a veces tengo mis dudas con
Riddley– pero es sólo una cuestión de grado. Te estoy pidiendo que no me dejes solo en este
purgatorio, ya que eso es Zenith House este año.
-Roger, si pudiese... si yo...
-Entonces ¿has hecho planes?
-No... no exactamente... aunque...
-¿No pensaste en ir y enfrentarla, a pesar de lo que dice esta carta? -la golpeó con una
uña y luego encendió su cigarrillo.
-No-. Indudablemente la idea se me había cruzado por la mente, pero no hacía falta que
Ruth me dijera que era una mala idea. En una película, la muchacha se daría cuenta de su
error cuando viera de repente al héroe de su vida de pie ante ella, con un bolso hecho a toda
prisa en la mano, con los hombros caídos y con el rostro cansado por el vuelo
transcontinental, pero en la vida real sólo conseguiría ponerla en mi contra completamente y
para siempre, o le provocaría una reacción de extrema culpabilidad. Y muy bien podría
provocar una reacción de pugilismo extremo en el Sr. Toby Anderson, cuyo nombre ya he
llegado a odiar cordialmente. Y aunque nunca lo he visto (la única cosa que ella olvidó
incluir, dijo amargamente el amante al que le dieron calabazas, fue un retrato de mi
sustituto), sigo imaginándome un joven de barbilla hendida, muy corpulento, con el aspecto,
al menos en mi imaginación, de haber nacido para vestir el uniforme de los Rams de Los
Angeles. No me importaría morder el polvo por mi amada –de hecho, la parte masoquista en
mí probablemente lo agradecería– pero me sentiría avergonzado, y terminaría llorando. Me
disgusta admitirlo, pero lloro con bastante facilidad.
Roger me miraba con los ojos entrecerrados pero sin decir nada, tan sólo juguteaba con
su copa.
¿Y había más, verdad? O puede que fuese realmente lo único, y las demás tan sólo
suposiciones. En el último par de meses he contraído una gran dosis de locura. No como la
de esa ocasional señora del carrito que te para por la calle, ni como la de los borrachos de los
bares que quieren contarte todo sobre los nuevos e ingeniosos métodos con los que piensan
tomar por asalto Atlantic City, sino una verdadera locura. Y estar expuesto a eso es como
estar de pie delante de la puerta abierta de un horno en el que se está quemando un montón
de basura apestosa.
¿Podría dominar la furia al verlos juntos, a su nuevo compañero –al del odioso nombre
de jugador de fútbol– tal vez acariciándole el culo con la despreocupada indiferencia del que
reconoce lo que es suyo? ¿Yo, John Kenton, graduado en Brown y presidente del bla–bla–
bla? ¿El anteojudo John Kenton? ¿Acaso me vería empujado a una situación realmente
irrevocable, una acción que podría ser muy probable si él resultara ser tan grande como lo
sugiere su odioso nombre? ¿El viejo gritón John Kenton, el que confundió un puñado de
efectos especiales con fotografías genuinas?
La respuesta es: no lo sé. Pero sí sé esto: anoche me desperté de un sueño terrible, un
sueño en el que yo había arrojado ácido de batería en su cara. Eso fue lo que me asustó de
verdad, me asustó tanto que tuve que dormir el resto de la noche con la luz encendida.
No en la de él.
En la de ella.
En la cara de Ruth.
-No -dije de nuevo, y vertí lo que me quedaba en el vaso sobre la sequedad que
escuché en mi voz-. No, creo que eso sería muy estúpido.
-Entonces podrías quedarte.
-Sí, pero no podría trabajar-. Lo miré algo irritado. La cabeza me empezaba a zumbar.
No era un zumbido muy alentador, pero igual le hice una seña al camarero, que había estado
acechando cerca, y le pedí otro trago-. Por el momento tengo problemas para recordar cómo
atarme mis propios cordones-. No. Mentira. Sonó bien, pero no era verdad; mis cordones no
tienen nada que ver-. Roger, estoy deprimido.
-Los desconsolados deudos no deberían vender la casa luego del funeral -dijo Roger, y
en mi estado de ebriedad me pareció muy ingenioso; de hecho, algo digno de H. L. Mencken.
Me reí. Roger sonrió, pero podría decir que estaba serio-. Es cierto -me dijo-. Uno de los
pocos cursos interesantes a los que alguna vez asistí en la universidad se llamaba Psicología
de la Depresión Humana; era uno de esos pequeños rollos que te dan para completar las ocho
semanas finales de tu último año, después de terminar las prácticas docentes.
-¿Ibas a ser profesor? -pregunté sobresaltado. No podía imaginar a Roger enseñando; y
entonces, de repente, lo hice.
-Dí clases durante seis años -respondió Roger-. Cuatro en la escuela secundaria y dos
en la elemental. Pero eso es otra historia. Este curso trataba de situaciones de estrés como el
matrimonio, el divorcio, la encarcelación, y la soledad. En realidad el curso no era Consejos
para Vivir Mejor ni mucho menos, pero si mantenías tus ojos bien abiertos podías darte
cuenta de algunas cosas. Uno de los temas era el de vivir los primeros seis meses en una
soledad muy profunda, en la misma casa que tú y la persona amada compartían cuando la
muerte tuvo lugar.
-Roger, esto no es lo mismo-. Le dí un sorbo a mi nuevo trago, que tenía el mismo
sabor que el anterior. Comprendí que ya me estaba quedando frito. También comprendí que
no me importaba en lo más mínimo.
-Pero lo es -me respondió, inclinándose solemnemente hacia mí-. En cierta forma,
Ruth ahora está muerta para tí. Podrás verla de vez en cuando con el correr de los años, pero
si la ruptura es tan definitiva y completa como dice en esa carta, la Ruth que podríamos
llamar tu Amante, esa Ruth está muerta para tí. Y tú estás afligido.
Abrí la boca para decirle que se fuera a la mierda, aunque luego la cerré de nuevo
porque, a fin de cuentas, tenía parte de razón. Eso es lo que realmente significa seguir
enamorado, ¿no? Es estar afligido por el amante que murió; el amante que está muerto, al
menos para tí.
-La gente tiende a pensar en el 'dolor' y la 'depresión' como en términos intercambiables
-dijo Roger. Su tono era algo más pedante que de costumbre, y sus ojos estaban enrojecidos.
Me dí cuenta de que Roger también estaba frito-. En realidad no lo son. Hay una parte de
depresión en el dolor, por supuesto, pero también hay otros sentimientos, que van desde la
culpa y la tristeza hasta la ira y el alivio. Una persona que huye de la escena de esos
sentimientos es una persona que escapa de lo inevitable. Cuando llega a un nuevo lugar
descubre que siente exactamente la misma mezcla de emociones que llamamos dolor o
aflicción, salvo que ahora también experimenta cierta nostalgia, y la sensación de haber
perdido la unión esencial que, con el paso del tiempo, convierte esa aflicción en recuerdos.
-¿Recuerdas todo eso de un aburrido curso de psicología de ocho semanas al que
asististe hace dieciocho años? -Roger bebió a sorbos su bebida-. Claro -dijo
modestamente-. Obtuve una A.
-Mierda que lo hiciste.
-También me follé a la licenciada que impartió el curso. Y qué bien follaba.
-No es mi departamento el que pensaba abandonar -agregué, aunque no tenía ni idea si
pensaba dejarlo o no... aunque bien sabía que el no se estaba refiriendo a eso.
-No importaría si dejas o no esas dos habitaciones llenas de cucarachas -respondió-.
Sabes de lo que te estoy hablando. Tu trabajo es tu casa.
-¿Síii? Pues el techo tiene sus buenas goteras -dije, y hasta eso me sonó muy ingenioso.
Ya estaba frito, de acuerdo.
-Quiero que me ayudes a tapar las goteras, John -dijo, inclinándose hacia adelante con
seriedad-. Eso es lo que estoy diciendo. Por eso te invité a salir esta noche. Y el que tú
aceptes sería la única cosa capaz de mitigar la que indudablemente va a ser una de las resacas
más bestiales de mi vida. Ayúdanos a los dos. Quédate.
-Me perdonarás si te digo que eso suena un poco egoísta y traído de lo pelos.
Se echó hacia atrás. -Yo te respeto -dijo, un poco fríamente -pero además me agradas,
John. Si no, no me estaría rompiendo el culo para que sigas adelante-. Él dudó, pareció a
punto de decir algo más, pero no lo hizo. Sus ojos lo dijeron por él: Ni me estaría
humillando por suplicártelo tanto.
-No puedo entender por qué te esfuerzas tanto -dije yo-. Es decir, estoy halagado,
pero...
-Porque si alguien puede conseguir un libro o tener una idea que evite que Zenith
desaparezca, ése eres tú -me interrumpió. Había en sus ojos una intensidad que encontré casi
aterradora-. Sé lo jodidamente avergonzado que estuviste por todo el asunto de Detweiller,
pero...
-Por favor -dije-. No le echemos más leña al fuego.
-No pretendía traerlo a colación -me contestó-. Es sólo que tu amplitud de miras ante
una propuesta tan inusual...
-Fue inusual, de acuerdo...
-¿Quieres callarte y escuchar? Tu respuesta a la carta de Detweiller demostró que aún
estás abierto a una idea potencialmente comercial. Herb o Bill simplemente habrían tirado su
carta en la papelera.
-Y todos nosotros habríamos estado muchísimo mejor -le dije, pero vi adónde quería
llegar y estaría mintiendo si no dijera que me sentí halagado... y que por primera vez me
sentía un poco mejor sobre el asunto de Detweiller desde mi humillación en la comisaría.
-Esta vez -asintió-. Pero esos tipos también le habrían devuelto a V. C. Andrews su
serie de Flores en el Ático, o alguna brillante idea nueva. ¡Bum! a la papelera y de vuelta a
contemplarse los ombligos-. Hizo una pausa-. Te necesito, Johnny, y creo que sería bueno
que te quedes; para tí, para mí, y para Zenith. No hay otra forma de poder expresarlo. Piensa
en ello y dame una respuesta. La aceptaré, sea cual sea.
-Me estarías pagando por el equivalente de recortar pajaritas de papel, Roger.
-Ésa es un riesgo que estoy dispuesto a aceptar.
Pensé en ello. Aquel día había comenzado a vaciar mi escritorio y no había llegado muy
lejos; parafraseando a Poe, ¿quién habría pensado que el viejo escritorio pudiera esconder
tanta basura? O puede que fuera cosa mía, y ese chiste sobre no ser capaz ni de atarme los
cordones de mis zapatos no estaba tan errada, después de todo. Había conseguido dos cajas
de cartón vacías en el cuarto de Riddley (que últimamente huele singularmente a hierba,
como a marihuana fresca... pero no, no vi nada de eso por allí) y no hice otra cosa que
contemplarlas. Puede que, con un poco más tiempo, podría terminar la sencilla tarea de
desempolvar mi antigua vida antes de comenzar una nueva e inimaginable. Es sólo que me he
sentido tan jodidamente triste. -Supongamos que postergo la renuncia hasta fin de mes
-dije-. ¿Eso te tranquilizaría?
Sonrió. -No es lo mejor que esperaba -me respondió- pero tampoco es lo peor que me
temía. Lo aceptaré. Y creo que mejor ordenemos la cena ahora que todavía podemos
sentarnos derecho.
Pedimos bistecs, y los comimos, pero para ese entonces tenía la boca demasiado
adormecida como para saborear mucho. Supongo que debería agradecer que nadie haya
tenido que realizar la Maniobra Heimlich en ninguno de los dos.
Cuando nos íbamos, sujetándonos el uno al otro, ayudados por el preocupado maitre d'
(quien sin duda sólo quería sacarnos de allí antes de que rompiéramos algo), Roger me dijo:
-Otra cosa que aprendí en ese curso de psicología...
-¿Cómo dijiste que se llamaba? ¿La Psicología de las Almas Averiadas?
Para entonces ya estábamos afuera, y sus carcajadas flotaron a la deriva en pequeñas y
heladas nubes de vapor. -Era la Psicología de la Depresión Humana, pero en realidad me
gusta más el tuyo- Roger hizo enérgicas señas a un taxi, cuyo chofer lamentaría en breve
habernos recogido-. También decía que ayuda llevar un diario personal.
-Mierda -respondí-. No he tenido un diario desde que tenía once años.
-Bien, qué rayos -me dijo- búscalo, John. Quizá todavía lo tengas por ahí, en alguna
parte-. Y cayó en otra violenta serie de carcajadas que sólo acabaron cuando se inclinó y
vomitó con indiferencia sobre sus propios zapatos.
Lo hizo dos veces más durante el trayecto a su edificio de departamentos en la 20 y Park
Avenue South, asomándose por la ventana todo lo que podía (que no era demasiado puesto
que era uno de esos Plymouths donde las ventanillas traseras sólo bajan hasta la mitad y que
tienen un severo cartelito amarillo y negro que dice ¡NO FUERCE LA VENTANA!) y
vomitando contra el viento, para luego volver a sentarse con esa misma expresión de
indiferencia en el rostro. Nuestro conductor, un Nigeriano o Somalí por su acento, estaba
horrorizado. Acercó el auto al bordillo y nos ordenó que bajáramos. Yo estaba dispuesto,
pero Roger permaneció sentado.
-Amigo mío -le dijo-, me bajaría si pudiera caminar. Ya que que no puedo, usted tiene
que llevarnos.
-Lo quiero fuera mi tacsi, señó.
-Hasta ahora he tenido la cortesía de vomitar por la ventana - le respondió Roger con
esa misma expresión indiferente y casi complacida en su cara-. No ha sido fácil debido a la
postura, pero lo he hecho. Me parece que en unos pocos segundos voy a vomitar de nuevo. Si
usted no nos lleva, voy a hacerlo en su cenicero.
En el edificio, ayudé a Roger en el vestíbulo y lo metí en el ascensor con la llave del
apartamento en una mano. Luego volví al taxi.
-Tome otro tacsi, señó -me dijo el conductor-. Sólo págueme y tómes otro. No pienso
llevarlo má.
-Es sólo hasta el Soho -le dije-, y te daré una propina del demonio. Además, no siento
que fuera a vomitar-. Me temo que esa fue una pequeña mentira.
Me llevó, y al fijarme en la billetera al día siguiente descubrí que efectivamente le dí
una propina del demonio. Y en realidad me las arreglé para llegar arriba antes de vomitar.
Aunque una vez que empecé
no me detuve por un largo rato.
No fuí a trabajar al día siguiente; hice todo lo que pude por salir de la cama. Sentía la
cabeza monstruosa, hinchada. Llamé a eso de las tres y me atendió Bill Gelb, quien dijo que
Roger tampoco había aparecido.
Desde entonces he tenido un montón de llantos y de noches sin dormir, pero quizás
Roger no estaba tan equivocado: las únicas horas en las que me siento casi como la mitad de
mí mismo son las que paso en el noveno piso de la calle 490 Park. Las últimas dos noches,
Riddley casi ha tenido que barrerme a la calle junto con el aserrín rojo. Tal vez haya algo de
cierto en esa mierda de "se dedicó de lleno a su trabajo". Incluso esta idea del diario me
parece buena... a pesar de que pueda ser solamente el alivio de haber abandonado finalmente
mi espantosa novela pastoral.
Quizá me quede después de todo. Hacia adelante y arriba... si es que queda algún arriba
para mí. Hombre, todavía no puedo creer que ella se haya ido. Y es que aun no he perdido la
esperanza de que ella pueda cambiar de idea.
21 de marzo de 1981
Sr. John "Soretito" Kenton
Zenith House Editores, Hogar de los Sacos de Pus
490 Caca Avenue South
New York, New York 10017,
Estimado Soretito,
¿Pensaste que me había olvidado de tí? ¡Mis planes para la
venganza se realizarán sin importar ¡QUÉ! suceda conmigo! ¡Tú
y todos los "Bolsa de Pus" de tus compañeros pronto sentirán
la ¡IRA! de ¡CARLOS!!
He conjurado los poderes del Infierno,
Carlos Detweiller
En Tránsito, E.E.U.U.
PD–¿Todavía no huele algo "verde", Sr. Soretito Kenton?
Del diario de John Kenton.
22 de marzo de 1981
Hoy recibí una carta de Carlos. Me desternillé de la risa. Herb Porter vino corriendo,
para saber si me estaba muriendo o qué. Se la mostré. La leyó y frunció el entrecejo. Quiso
saber de qué me reía, ¿acaso no me estaba tomando en serio al tal Detweiller?
-Oh, me lo tomo en serio... en cierto modo -le respondí.
-¿Entonces por qué rayos te estás riendo?
-Supongo que porque no debo ser más que un tablón torcido en el gran suelo del
universo -respondí, y luego empecé a reirme a carcajadas.
Frunciendo el entrecejo tan profundamente que las líneas de su cara ya se habían vuelto
grietas, Herb dejó la carta en la esquina de mi escritorio y retrocedió hasta la puerta, como si
yo tuviese algo contagioso. -No sé por qué estás tan raro últimamente -me dijo-, pero de
todas formas te daré un buen consejo. Consíguete algo para tu protección personal. Y si
necesitas ayuda psiquiátrica, John...
Yo sólo seguía riendo; para ese entonces había caído en un frenesí casi histérico. Herb
me contempló un rato más, luego dio un portazo y se alejó. Así fue como también, en
realidad, terminé llorando.
Espero poder hablar con Ruth esta noche. Echando mano de toda mi fuerza de voluntad
he conseguido no llamarla, esperando cada día que fuera ella la que me llame.
Enloquecedoras imágenes de ella y el odioso Toby Anderson retozando juntos; la escena
recurrente es una bañera. Así que la llamaré. Se me terminó la fuerza de voluntad.
Si tuviera el remite de Carlos Detweiller le enviaría una tarjeta postal: "Estimado
Carlos: lo sé todo sobre conjurar los poderes del Infierno. Tu Fiel Sirviente, Soretito
Kenton."
Porqué me molesto en anotar todo esta basura, o porqué sigo abriéndome paso entre las
pilas de viejos manuscritos sin devolver que están junto al armario de Riddley, en la sala del
correo, son un misterio para mí.
23 de marzo de 1981
Mi llamada a Ruth fue un desastre absoluto. El hecho de estar aquí, sentado y
escribiendo cuando ni siquiera quiero pensarlo, es algo que desafía la razón. Es perseverar
más y más en el error. En realidad, sé porqué; tengo la difusa idea de que si lo escribo
perderá algo de su poder sobre mí... de manera que déjame confesar, aunque cuanto menos
diga, mejor.
¿Ya he escrito aquí que lloro con mucha facilidad? Creo que sí, pero no tengo el coraje
para mirar atrás y comprobarlo. Pues bien, lloré. Quizá eso lo explique todo. O quizá no.
Supongo que no. Me había pasado el día –los últimos dos o tres días, para ser sincero–
diciéndome a mí mismo que no tenía que a.) llorar, ni b.) rogarle que vuelva. Terminé
haciendo c.) las dos cosas. Estos últimos dos días he mantenido varias malhumoradas charlas
a puertas cerradas con mí mismo (y sobre todo las desveladas noches) sobre el tema del
Orgullo. Al estilo, "Incluso luego de perderlo todo, lo único que le queda a un hombre es su
Orgullo." Saqué cierto triste consuelo de este pensamiento y fantaseé ser como Paul
Newman, en aquella escena de Manos Frías Luke donde él se sienta en su celda tras la
muerte de su madre, se pone a tocar el banjo y llora en silencio. Desgarrador, pero
tranquilizador, definitivamente tranquilizador.
Pues bien, la tranquilidad me duró hasta unos cuatro minutos después de oír su voz y de
tener una súbita y total remembranza de Ruth, algo así como un tatuaje en la imaginación. Lo
que quiero decir es que no entendí que la había perdido hasta que la escuché decir
"¿Hola?¿John?" –tan sólo esas dos palabras– y tuve ese punzante y repentino recuerdo ¡Dios,
cómo notaba su presencia cuando estaba aquí!
¿Incluso luego de perderlo todo, lo único que le queda a un hombre es su Orgullo?
Sansón podría haber tenido una opinión similar con respecto a su cabello.
De cualquier modo, lloré y supliqué, y poco después ella lloró y finalmente tuvo que
colgar para librarse de mí. O quizá el odioso Toby –al que nunca oí pero que sé de algún
modo que estaba allí en el cuarto con ella; casi podía oler su colonia Brut– le quitó el
teléfono de la mano y lo colgó en su lugar. Así podrían hablar de su compromiso, o de su
boda en junio, o quizás para que él pudiera fundir sus lágrimas con las suyas. Es
resentimiento –un amargo resentimiento– lo sé. Pero he descubierto que incluso luego de que
el Orgullo se haya ido, un hombre mantiene su Resentimiento.
¿Descubrí algo más esta noche? Sí, creo que sí. Que lo nuestro está terminado, auténtica
y definitivamente terminado. ¿Esto impedirá que la llame de nuevo o que me rebaje aún más
(si acaso eso es posible)? No lo sé. Espero que sí; Dios, de verdad lo espero. Y siempre
queda la posibilidad de que ella cambie su número telefónico. De hecho, creo que incluso es
probable, gracias a las alegrías de esta noche.
Así que ¿qué me queda ahora? El trabajo, supongo. Trabajo, trabajo, y más trabajo. Sigo
escarbando sin descanso entre la pila de manuscritos de la sala del correo, escritos no
solicitados que, por una u otra razón, nunca se devolvieron (después de todo, como bien dice
en la placa, nosotros no nos hacemos responsables de esos niños huérfanos). En realidad, no
espero encontrar allí la próxima Flores en el Ático, ni a un John Saul o Rosemary Rogers en
ciernes, pero si Roger estuviera equivocado en eso, al menos tiene toda la razón en algo
mucho más importante: el trabajo me mantiene cuerdo.
Orgullo... luego el Resentimiento... y después el Trabajo.
Oh, a la mierda con todo. Voy a salir, me voy a comprar una botella de bourbon, y me
voy a agarrar una borrachera de la gran puta. Éste es John Kenton, firmando y yendo por una
gran bomba.
FIN DE LA PLANTA, PARTE TRES
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