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miércoles, 25 de junio de 2008

Roberto Benigni - Discurso contra Dios

Roberto Benigni
* Discurso contra Dios*


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Quiero hacer un breve paréntesis en relación a la economía divina.
Nuestro Señor, creo, podía habernos ayudado desde el principio. Yo creo en
él, porque nunca se sabe. Total si existe, existe, y si no existe, no
jode. Pero si existe, digo: somos cinco mil millones de personas ¡con
todos los planetas que hay tenía que meternos a todos en éste! Es como si
un padre tuviera veinte hijos y un edificio de cincuenta pisos y decidiera
encerrarlos a todos en el garage. ¿De qué estamos hablando? Nos tendría
que haber ubicado un poco mejor.
Pero no, Nuestro Señor es un capitalista, y todos estos planetas son un
abuso. Pura especulación planetaria. De hecho, cuando Galileo los
descubrió, el Papa lo hizo arrestar enseguida. Lo hizo pasar por idiota y
le dijo:¿Cómo es ése asunto de que la Tierra gira?". Galileo dijo: "Es la
Tierra la que gira alrededor del Sol, y no como dicen ustedes". Entonces
el Papa dijo: "¿Pero éste es idiota? ¿Vieron alguna vez una casa girar
alrededor de la estufa?".
Naturalmente, además de crear a los hombres, Dios ha construido a los
animales, los vegetales y los minerales: un quilombo tan grande que ya no
se entiende nada. Pero cuando los hombres se enojan, viene el diluvio
universal. Después, Noé tiene tres hijos: Sem, Cam y Jafet. Los tres son
hombres y dan lugar a las distintas razas. Al rato, Dios lo llama a Moisés
y le dice cuáles son las cosas que se pueden hacer y cuáles las no.
Las cosas que se deben hacer son los diez mandamientos; las que no se
deben hacer son los siete pecados capitales. Ahora bien, yo estudie bien
esos siete pecados capitales y son las cosas más abominables del mundo. Y
Dios las hace todas. La soberbia, por ejemplo: si hay alguien soberbio,
ése es Él, el ser perfectísimo, poderosísimo, presentísimo. "Comparado
conmigo", dice, "Nembo Kid es un imbécil y a Buda lo saco de taquito".
Hace falta un poco más de humildad. El mismo nombre Dios. Hubiese elegido
un nombre más humilde. Hubiese dicho: "Soy Guido, no habrá otro Guido más
que yo". O si no: "Ayúdense entre ustedes, que Guido los ayuda a todos". O
"Llueve porque Guido quiere". Si fuese más humilde sería más simpático.
La ira: no hay nadie que se enoje más que él. ¿Adán y Eva arrancaron una
manzana? Madre mía, se enojó como un loco. "¡Fuera! ¡Tu trabajarás con el
sudor de tu frente! ¡Tú parirás con dolor! ¡Fuera!". Una manzana yo me la
pago, no hay porque enojarse de esa manera. Está bien, incluso admito que
uno se puede enojar por una manzana, pero después se le pasa. ¡Ah! No, a
Él no se le pasó. Van dos millones de años y nos seguimos bautizando por
culpa de esa manzana.
La lujuria: no quiero entrar en asuntos privados, pero somos todos hijos
suyos, ¿o no? Somos cinco mil millones de personas, ¿o no?
La avaricia: no hay nadie más avaro que Él. Al pueblo elegido -los judíos-
les prometió un pedazo de tierra hace dos millones de años. "Si, aquella
tierra se las prometí, pero nunca dije que se las iba a dar". ¿O sí?
Los diez mandamientos. Ésa si era una buena idea. Sólo que los hizo a
favor del rico. Convengamos que es más fácil ir al infierno para los
pobres que para los ricos. Por ejemplo, a Agnelli, el dueño de la Fiat,
con todo el dinero que le han dejado, le dicen: "Honra al padre y a la
madre" ¿Y que va a decir? "Gracias madre, gracias padre. Cuando mueran
agarro todo yo".
O no desear las cosas de los demás. También es algo muy fácil para
Agnelli, porque si todo es suyo ¿qué va a desear?
En suma: Nuestro Señor debería ocuparse un poco más de los problemas del
proletariado. Porque nuestro creador consiguió que nos insertáramos en el
mundo moderno de manera homogénea. Él podría conseguir enseguida que
estuviéramos mejor. Tomemos los inventos, por ejemplo. ¿Por qué no nos
hizo descubrir enseguida la calefacción, evitando que mil millones de
personas murieran de frío en el pasado? ¿No podía? Creó a Adán, tomó una
costilla suya e hizo a Eva. O sea, que bien podía agarrar, no sé, una
oreja de Eva y hacer una estufa. Así quedaban los hombres con una costilla
menos y las mujeres sin una oreja, y aunque hubiese hecho falta gritar un
poco, habríamos estado un poco mejor, ¿no?
Durante siglos se comió carne cruda y hubo miles de virus. ¿No podía
ayudarnos a descubrir antes la penicilina y los antibióticos? No, prefirió
esconderlos en los hongos. Y eso es tener una mentalidad de revista de
crucigramas.
¿A quién se le ocurre ir a buscar los antibióticos en los hongos? Hay
gente que los buscó durante toda su vida y no los pudo encontrar.
Es como si yo les escondiera el jabón a mis hijos: van a lavarse, no lo
encuentran, entonces se agarran tifus y cólera, y se mueren. Al final,
para divertirme, les digo: "¿Saben a dónde había metido el jabón? Debajo
de la toalla, ja, ja, ja". Pero ellos ya están muertos. Entonces, ¿qué nos
quiere decir con eso? Nos quiere decir: "Soy Dios y me cago en ustedes".



lunes, 23 de junio de 2008

LA CIUDAD SIN NOMBRE -- H. P. Lovecraft

H. P. Lovecraft
LA CIUDAD SIN NOMBRE


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Cuando me aproximé a la ciudad sin nombre, comprendí que estaba maldita. Recorría un valle terrible y reseco a la luz de la luna, y la vislumbré a lo lejos, resaltando de forma increíble sobre la arena, tal como los miembros de un cadáver podrían sobresalir de una tumba poco profunda. El miedo se albergaba en ese vetusto superviviente del diluvio, esa tatarabuela de la más antigua de las pirámides; y había un aura invisible que me rechazaba, instándome a renunciar a los antiguos y siniestros secretos que ningún hombre debe contemplar, y a los que ningún hombre había osado nunca acercarse.
La ciudad sin nombre se halla perdida en lo más profundo del desierto de Arabia, desmantelada y en ruinas, C()n sus bajos muros ocultos por las arenas de incalculables edades. Debía estar en tal estado ya antes de que colocasen la primera piedra de Menfis, y mientras los ladrillos de Babilonia estaban aún por cocer. No hay leyenda tan antigua como para recoger su nombre o recordar cuando aún estaba viva, pero se la menciona en susurros en torno a los fuegos de campamento y es mentada por las abuelas en las tiendas de los jeques, por lo que todas las tribus la evitan sin saber muy bien por qué. Fue con este lugar que Abdul Alhazred, el poeta loco, soñó la noche anterior a cantar su inexplicable pareado:

«Que no está muerto lo que puede yacer eternamente, Y en los eones por venir aun la muerte puede morir. »

Debí haber sabido que los árabes tenían buenas razones para evitar la ciudad sin nombre, la ciudad citada en extraños cuentos, pero nunca vista por hombres vivos; sin embargo, yo los desafié, adentrándome con mi camello en el desierto no hollado. Tan sólo yo la he visto, y es por eso que ningún otro semblante luce unas líneas de miedo tan espantosas como las mías, por lo que ningún otro hombre tiembla de una forma tan horrible cuando el viento nocturno hace estremecer las ventanas. Cuando la descubrí en esa horrible quietud de sueño eterno, me miró estremecida por los rayos de una luna fría en mitad del calor del desierto. Y, al devolver la mirada, se esfumó la alegría de hallarla, y me detuve con mi camello a la espera del alba.
Aguardé cuatro horas, hasta que el este viró al gris y las estrellas se esfumaron, y el gris se tornó claridad rosácea ribeteada de oro. Escuché un lamento y vi una tormenta de arena que se arremolinaba entre las antiguas piedras aunque el cielo estaba claro y los vastos horizontes del desierto calmos. Entonces, de súbito, sobre el lejano borde del desierto, se alzó el ardiente filo del sol, entrevisto a través de la pequeña tormenta de arena que ahora se alejaba, y en mi febril estado creí que, desde alguna profundidad remota, se alzaba un musical estruendo metálico para saludar al fiero disco, tal y como Memnón lo saludaba a orillas del Nilo. Mis oídos zumbaban y mi imaginación se desbocaba según guiaba lentamente a mi camello por las arenas hacia aquel anónimo lugar de piedra; ese lugar demasiado viejo para que Egipto y Meroe pudieran recordarlo; el lugar que sólo yo, entre toda la humanidad, he contemplado.
Merodeé de un lado para otro, entre los informes cimientos de casas y palmeras, sin encontrar ni una talla o inscripción que hablase de aquellos hombres, si hombres eran, que construyeran la ciudad y viviesen en su interior tanto tiempo atrás. La antigüedad del sitio resultaba malsana y porfié en la búsqueda de algún signo o aparato que probase que la ciudad, en efecto, era obra de la humanidad. Ciertas proporciones y dimensiones de las ruinas me disgustaban. Acarreaba conmigo algunas herramientas y excavé generosamente entre los muros de los edificios en ruinas; pero los progresos eran lentos y no apareció nada de relevancia. Cuando volvieron la noche y la luna, sentí un viento frío que traía miedos nuevos, así que no me atreví a continuar en la ciudad. Al abandonar las antiguas murallas para la pernocta, un pequeño torbellino de arena se abalanzó a mis espaldas, soplando sobre las piedras grises a pesar de que la luna brillaba y el resto del desierto estaba en calma.
Me desperté al alba saliendo de un carrusel de sueños horribles, los oídos aún repicando con algún tañido metálico. Vi al sol asomar rojizo entre los últimos soplos de la pequeña tormenta de arena que flotaba sobre la ciudad sin nombre, acentuando la quietud del resto del paisaje. De nuevo me aventuré entre aquellas meditabundas ruinas que se insinuaban bajo las arenas como un ogro bajo un cobertor, y de nuevo estuve excavando en vano en busca de restos de la raza olvidada. Descansé a mediodía, y por la tarde empleé mucho tiempo marcando las murallas y las calles pretéritas, así como los contornos de edificios casi desaparecidos. Comprobé que había sido una ciudad poderosa, y me pregunté por el origen de su grandeza. Me pinté todo el esplendor de una era tan antigua que los caldeos no podían recordarla, y pensé en Sarnath la maldita, que se levantaba en la tierra de Manar cuando la humanidad era joven, y en Ib, que fuera esculpida en piedra gris antes del alba de la humanidad.
Una vez llegué a un lugar donde el lecho de roca asomaba desnudo a través 'de la arena, formando un pequeño risco, y aquí vi con alegría lo que parecía prometer nuevas pistas sobre el pueblo antediluviano. Burdamente cinceladas en la cara del risco, se hallaban inconfundibles fachadas de varias moradas o templos pequeños y rechonchos, en cuyo interior podían conservarse multitud de secretos procedentes de eras demasiado remotas para ser calculadas, aunque las tormentas de arena hubieran borrado mucho tiempo atrás cualquier talla que pudiera haber existido en el exterior.
Todas las oscuras aberturas que encontré cercanas eran muy bajas y se hallaban ocluidas por la arena, pero yo franqueé una con mi pala y me arrastré hasta el interior, llevando una antorcha para alumbrar cualesquiera secreto que albergase en su seno. Una vez dentro, comprobé que sin duda la caverna se trataba de un templo y contemplé señales evidentes de la raza que viviera y adorara allí antes de que el desierto fuera tal. No faltaban primitivos altares, columnas y nichos, todos curiosamente bajos; aunque no distinguí esculturas ni frescos, había piedras muy singulares conformadas claramente, por medios artificiales, para convertirse en símbolos. La poca altura de la estancia cincelada resultaba de lo más extraña, ya que yo no podía pasar sino de rodillas, y sin embargo el lugar era tan amplio que mi antorcha no podía revelar de una vez sino partes. Me estremecí de forma extraña ante alguna de las esquinas más alejadas, ya que ciertos altares y piedras sugerían olvidados ritos de naturaleza terrible, enervante e inexplicable, y me llevó a preguntarme sobre qué clase de hombres podían haber hecho y frecuentado tal templo. Cuando hube visto cuanto contenía el lugar, me arrastré afuera, ávido de descubrir lo que pudieran ofrecer templos restantes.
La noche estaba ahora próxima, aunque las cosas palpables que viera hacían que la curiosidad sobrepasase al miedo, por lo que no huí de las largas sombras lunares que me desalentaron la primera vez que vi la ciudad sin nombre. A la luz del crepúsculo despejé una nueva abertura y, con otra antorcha, me arrastré al interior, encontrando más piedras y símbolos imprecisos, aunque nada más definido de lo que había contenido el otro templo. La estancia era igualmente baja, pero menos amplia, finalizando en un pasadizo sumamente angosto, rematado con nichos oscuros y misteriosos. Indagaba en tales nichos cuando el ruido de viento, así como los de mi camello en el exterior, quebraron el silencio y me obligaron a retroceder para investigar qué pudiera haber asustado a la bestia.
La luna resplandecía extraordinariamente sobre las primitivas ruinas, iluminando una espesa nube de arena aparentemente alzada en alas de un viento fuerte, aunque ya en disminución, que soplaba desde algún punto del risco de delante. Yo sabía que era este viento frío y arenoso el que había asustado al camello y estaba a punto de conducirlo hasta algún lugar más abrigado cuando acerté a mirar y vi que no había viento en la parte alta del risco. Eso me produjo asombro, y me hizo sentir de nuevo el miedo, pero inmediatamente recordé los bruscos vientos localizados que viera y oyera al alba y al ocaso, y decidí que se trataba de algo normal. Supuse que procedía de alguna fisura en la roca, conducente a una cueva, y observé las alborotadas arenas para descubrir su origen; pronto comprobé que procedía de la negra abertura de un templo muy al sur de donde yo me hallaba, casi fuera de la vista. Luchando contra la asfixiante nube de arena, me encaminé laboriosamente hacia ese templo que, según me acercaba, parecía bastante mayor que el resto y mostraba una abertura menos bloqueada por la arena apelmazada. Podría haber accedido de no mediar la terrorífica fuerza del viento helado, que casi llegó a apagar mi antorcha. Surgía rabioso del oscuro portal, suspirando de forma inquietante mientras agitaba la arena, dispersándola por las extrañas ruinas. Pronto amainó y la arena fue aquietándose, hasta que al final estuvo calma; pero una presencia parecía merodear entre las espectrales piedras de la ciudad y, cuando lancé una ojeada a la luna, ésta pareció temblar como si se reflejase en aguas inquietas. Me sentía más espantado de lo que soy capaz de explicar, pero no lo bastante como para apagar mi sed de maravillas, así que tan pronto como el viento hubo amainado lo bastante me introduje en la estancia oscurecida de la que este brotaba.
Este templo, tal como supusiera desde el exterior, resultaba mayor que cualquiera de los visitados antes, y se trataba presumiblemente de una caverna natural, ya que albergaba vientos procedentes de algún lugar situado más allá. Aquí pude mantenerme erecto hasta cierto punto, pero descubrí que las piedras y altares eran tan bajos como en los demás templos. Por primera vez, advertí en los muros sinuosos trazos de pintura que casi se habían desvanecido o descascarillado, y en dos de los altares, con creciente excitación, descubrí un laberinto de tallas curvilíneas bien realizadas. Según sostenía en alto la antorcha, me pareció que la forma del techo era demasiado regular para ser natural, y me pregunté qué prehistóricos canteros lo habrían trabajado. Su habilidad técnica debió ser notable.
Entonces, un fogonazo de la caprichosa antorcha me mostró lo que buscaba, la apertura hacia aquellos remotos abismos de donde provenía el repentino viento, y me sentí desfallecer al comprobar que se trataba de una puerta pequeña y obviamente artificial abierta en la roca viva. Adelanté mi antorcha, contemplando un túnel negro con un techo que se arqueaba sobre una tosca escalera de peldaños muy pequeños, numerosos y muy pronunciados. Siempre veré esos peldaños en mis sueños, ya que llegué a conocer lo que significaban. En ese instante apenas sabía si darles el nombre de peldaños o el de simples resaltes para los pies en un vertiginoso descenso. Mi cabeza bullía de locas ideas, y las palabras y advertencias de los profetas árabes parecían flotar cruzando el desierto desde las tierras conocidas por los hombres hasta llegar a esa ciudad sin nombre que la humanidad no se atreve a conocer. Aunque tan sólo dudé un instante antes de precipitarme a través del portal y comenzar a descender con cautela por el empinado pasaje, los pies por delante, como en una escala de mano.
Tan sólo en las terribles fantasías de las drogas o el delirio puede ningún otro hombre haber realizado un descenso similar. El angosto pasaje iba hacia abajo sin fin, como si se tratase de algún odioso pozo fantasmal, y la antorcha alzada sobre la cabeza no llegaba a iluminar las desconocidas profundidades hacia las que me deslizaba. Perdí la cuenta del tiempo y olvidé consultar el reloj, aun cuando me sentía espantado al pensar en la distancia que debía haber recorrido. Había giros en la dirección y la pendiente, y una vez alcancé un pasadizo largo, bajo, nivelado, por el que hube de arrastrarme con los pies delante a lo largo del suelo rocoso, manteniendo la antorcha todo lo apartada de la cabeza que me daban los brazos. El sitio no era lo bastante alto como para ponerse de rodillas. Tras de eso llegaron más escalones empinados y yo aún iba deslizándome sin fin cuando mi debilitada antorcha se apagó. No creo haberlo notado en el momento, ya que cuando me di cuenta aún la sujetaba en alto, como si todavía ardiera. Yo estaba bastante desequilibrado por culpa de esa ansia de lo extraño y lo desconocido que ha hecho de mí un vagabundo y un buscador de lugares lejanos, antiguos y prohibidos.
En la oscuridad relampaguearon en el interior de mi cabeza fragmentos de mi adorado compendio de saberes demoníacos; máximas de Alhazred, el árabe loco; párrafos de apócrifas pesadillas de Damascio e infames sentencias del delirante Image du Monde de Gauthier de Metz. Repetía extraños extractos y musitaba sobre Afrasiab y los demonios que flotan en su compañía Oxus abajo, canturreando por -último una y otra vez una frase de uno de los cuentos de lord Dunsany… «La quieta negrura del abismo». En cierto momento en que el descenso se hizo asombrosamente rápido, recité monótonamente algo de Thomas Moore hasta que tuve miedo de entonarlo más:

« Una alberca de oscuridad, negra
Como caldero de brujas colmado
Con drogas de luna en eclipse destiladas.
Agachándome a ver si se podía pasar
Por ese abismo, vi, abajo,
Hasta donde alcanzaba la vista,
los costados del malecón tersos como el cristal
luciendo como recién untados
con esa pez oscura que el Mar de la Muerte
Arroja a sus costas fangosas. »


El tiempo casi había cesado en su curso cuando mi pie sintió de nuevo suelo nivelado, y yo me descubrí en un lugar ligeramente más alto que las estancias de los dos templos más pequeños, ahora a una distancia incalculable por encima de mi cabeza. No pude incorporarme, pero sí ponerme de rodillas, y me deslicé y me arrastré de acá para allá sin rumbo en la oscuridad. Pronto comprendí que me encontraba en un estrecho pasadizo en cuyos muros se alineaban recipientes de madera con el frente de cristal. Que en este sitio abismal y paleozoico pudiera palpar cosas tales como madera pulida y cristal me hizo estremecer por las posibles implicaciones. Las cajas estaban en apariencia ordenadas a lo largo de los lados del pasadizo, a intervalos regulares, y eran oblongas, colocadas horizontalmente, espantosamente similares por su forma y tamaño a ataúdes. Cuando traté de mover dos o tres para su posterior examen, descubrí que se hallaban firmemente aseguradas.
Descubrí que el pasadizo era de gran longitud, y me arrastré adelante con rapidez, reptando de una forma que hubiera resultado horrible para un hipotético observador situado en la negrura; ocasionalmente cruzaba de lado a lado para tantear las proximidades y cerciorarme de que los muros y las hileras de cajas aún seguían ahí. El hombre se halla tan habituado a pensar en forma visual que yo casi olvidaba la oscuridad y me representaba el interminable corredor de madera y cristal con su angosta monotonía como si pudiera verlo. Y luego, en un momento de indescriptible emoción, así fue.
No podría indicar el momento exacto en que mi fantasía dejó paso a una visión real; pero delante surgió gradualmente un resplandor, y al cabo comprendí que me hallaba ante los tenues perfiles del corredor y las cajas, revelados por alguna desconocida fosforescencia subterránea. Por un breve instante todo fue tal y como lo había imaginado, aunque el resplandor resultaba sumamente débil; pero mientras me afanaba mecánicamente en dirección a la luz, descubrí que mi fantasía había sido escasa. Esta sala no contenía toscos restos como los templos de la ciudad superior, sino un tesoro de arte mucho más magnificente y exótico. Diseños e imágenes ricas, vívidas y osadamente fantásticas formaban una especie de mural continuo cuyas líneas y colores se situaban más allá de cualquier descripción. Las cajas eran de una extraña madera dorada, con exquisitos frontales de cristal y albergando los cuerpos momificados de criaturas que sobrepasaban en extravagancia a los más caóticos sueños del hombre.
Resulta imposible hacerse una idea de tales monstruosidades. Eran reptilescas, con siluetas que sugerían a veces un cocodrilo, a veces una foca, pero más a menudo nada de lo que naturalistas o paleontólogos puedan haber conocido jamás. Su tamaño equivalía aproximadamente al de un hombre pequeño, y sus miembros superiores lucían pies delicados y evidentemente flexibles, curiosamente parecidos a manos y pies humanos. Pero lo más extraño de todo eran sus cabezas, que mostraban formas que desafiaban todos los principios biológicos conocidos. No podría comparar esas cosas con nada... de pasado podría establecer relación con seres tan dispares como el gato, el bulldog, el fabuloso sátiro y el ser humano. Ni siquiera el mismo Júpiter lució frente tan colosal, aunque los cuernos, la ausencia de nariz y esas fauces de aligator colocaba a aquellos seres al margen de cualquier categoría establecida. Dudé por un momento de la realidad de las momias, recelando a medias que se tratase de ídolos artificiales, pero pronto decidí que se trataba efectivamente de alguna especie paleógena que existía cuando la ciudad sin nombre aún estaba viva. Para culminar lo grotesco, la mayoría vestía esplendorosamente con los tejidos más costosos y se adornaba con ornamentos de oro, joyas y refulgentes metales desconocidos.
La importancia de esas criaturas reptantes debió ser inmensa, ya que ocupaban lugar preferente entre los extraordinarios dibujos en los frescos de muros y techo. Con un arte sin par habían sido representadas por el artista en su propio mundo, donde había ciudades y jardines acordes a sus dimensiones; y no pude por menos que pensar que su historia pintada era una alegoría, quizás representando el progreso de la raza que los había adorado. Tales criaturas, pensaba, eran para las gentes de la ciudad sin nombre lo que la loba fue para Roma o algunas bestias totémicas para ciertas tribus de indios.
Desde esa perspectiva, creí poder trazar a grandes rasgos la maravillosa epopeya de la ciudad sin nombre, el relato de una poderosa ciudad costera que gobernara el mundo antes de que África emergiera de las aguas, así como de sus convulsiones cuando el mar se retiró y el desierto llegó reptando hasta el fértil valle que la sustentaba. Contemplé sus guerras y sus triunfos, sus disensiones y derrotas, y su posterior y terrible lucha contra el desierto cuando cientos de sus habitantes -aquí alegóricamente representados por los grotescos reptiles- se vieron forzados a excavar de forma maravillosa las rocas con rumbo a otro mundo anunciado por sus profetas. Todo ello resultaba tremendamente extraordinario y realista, y su relación con el espantoso descenso efectuado era innegable. Incluso reconocí los pasadizos.
Mientras me deslizaba por el corredor hacia donde la luz era más brillante, contemplé posteriores estadios de la epopeya mostrada... el último adiós de una raza que habitara la ciudad sin nombre y su valle durante diez millones de años, la raza cuyos espíritus se mostraban reacios a dejar los lugares que sus cuerpos conocieran durante tanto tiempo, donde se habían establecido como nómadas en la juventud de la tierra, esculpiendo en la roca virgen aquellos santuarios primitivos donde nunca habían dejado de celebrar sus ritos. Ahora que gozaba de mejor luz, estudié con más detenimiento las pinturas y, recordando que los extraños reptiles debían representar a los hombres desconocidos, reflexioné acerca de las costumbres de la ciudad sin nombre. Había muchas cosas peculiares e inexplicables. La civilización, que incluía un alfabeto escrito, había llegado en apariencia hasta un nivel superior al de aquellas inconmensurablemente posteriores culturas de Egipto y Caldea, aunque existían curiosas omisiones. Por ejemplo, no pude encontrar pinturas representando muertes o costumbres funerarias, excepto en lo tocante a guerras, violencias y plagas; y me interrogué sobre esa reticencia ante lo que se refería a la muerte por causas naturales. Era como si hubiera una idea de inmortalidad terrena que hubiera sido fomentada hasta convertirse en una ilusión de lo más querida.
Aún más cerca del final del pasaje habían pintado escenas de la máxima imaginación y extravagancia; impactantes imágenes de la ciudad sin nombre en su proceso de desertización y ruina progresiva, y del extraño nuevo mundo o paraíso hacia el que la raza se había abierto paso a través de la roca. En tales panorámicas, la ciudad y el valle desierto se mostraban siempre a la luz de la luna, con un halo dorado aureolando los muros abatidos e insinuando a medias la espléndida perfección de los primeros tiempos, pintado por el artista en un estilo espectral y esquivo. Las escenas periodísticas resultaban casi demasiado estrafalarias para ser creíbles, retratando un mundo oculto de día eterno, colmado de gloriosas ciudades y etéreas colinas y valles. Muy al final creí distinguir signos de anticlímax artístico. Las pinturas resultaban menos habilidosas y mucho más estrafalarias que incluso la extravagancia de las primeras escenas. Parecían consignar una lenta decadencia de los antiguos valores unida a una creciente hostilidad contra el mundo exterior del que fueran desalojados por el desierto. Los cuerpos de las gentes -siempre retratadas mediante los sagrados reptiles- parecían menguar gradualmente, aunque sus espíritus, tal como se mostraban flotando sobre las ruinas a la luz de la luna, ganaban en proporción. Sacerdotes demacrados, representados como reptiles de ornados ropajes, maldecían el aire superior y todo cuanto lo respira, y una terrible escena final presentaba a un hombre de primitivo aspecto, quizás un pionero de la antigua Irem, la ciudad de las columnas, despedazado por las gentes de aquella raza más antigua. Recordé cuánto temían los árabes a la ciudad sin nombre y me congratulé de que más allá de aquel punto los muros y el techo grises estuvieran desnudos de pinturas.
Mientras observaba el despliegue de historia mural me había ido aproximando hasta muy cerca del salón de techos bajos, y reparé en un gran portal a través del que brotaba la fosforescencia que me daba luz. Arrastrándome hacia allí, prorrumpí en un
gran grito de tremendo asombro ante lo que había del otro lado, ya que en la otra y más brillante estancia se encontraba un ilimitado vacío de radiación uniforme, de forma que uno creería estar contemplando desde la cumbre del Everest un mar de brumas bañadas por el sol. A mis espaldas había un pasaje tan estrecho que no podía ponerme en pie; ante mí se encontraba una inmensidad de resplandor subterráneo.
Yendo del pasadizo al abismo se hallaba el primer tramo de una empinada escalera –peldaños pequeños y numerosos, parecidos a los de los negros pasajes que había atravesado–, pero al cabo de pocos metros los vapores resplandecientes lo ocultaban todo. Recostada contra el muro izquierdo del pasadizo se encontraba una pesada puerta de bronce, increíblemente gruesa y decorada con fantásticos bajorrelieves, que, de hallarse cerrada, separaría completamente el mundo interior de luz del de las criptas y los pasadizos de piedra. Observé los peldaños, y al principio no me atreví a aventurarme en ellos. Toqué la puerta abierta de bronce, y no pude moverla. Entonces me tumbé boca abajo sobre el suelo de piedra, con la mente inflamada por prodigiosas reflexiones que ni siquiera el cansancio mortal podían apartar.
Mientras yacía con los ojos cerrados, libre para pensar, multitud de cosas que notara de pasada en los frescos volvieron a mi memoria con significados nuevos y terribles... escenas que representaban la ciudad sin nombre en su apogeo, la vegetación del valle circundándola y las distantes tierras con las que comerciaban sus mercaderes. La alegoría de las criaturas reptantes me turbó por su gran preeminencia y me asombré de que se mantuviera tan a rajatabla en una historia pictórica de importancia tal. En los frescos la ciudad sin nombre era representada de acuerdo con las proporciones de los reptiles. Me pregunté cuáles serían sus proporciones reales y cuál la magnificencia alcanzada, y reflexioné un instante acerca de algunas incongruencias advertidas entre las ruinas. Curioso, pensé en las bajas dimensiones de los templos primigenios y los corredores subterráneos, que sin duda habían sido excavados en honor de las deidades reptilianas allí adoradas, aunque tal obligaría por fuerza a reptar a los fieles. Quizás los mismos ritos habían llevado aparejado el reptar en imitación de las criaturas. Ninguna teoría religiosa, empero, podía fácilmente explicar por qué el nivel del pasadizo en ese espantoso descenso había de resultar tan bajo como el de los templos... o menor, ya que en aquél uno no podía ponerse de rodillas. Mientras pensaba en las criaturas reptantes, aquellas formas momificadas que tan cerca estaban, sentí un nuevo espasmo de temor. Las asociaciones mentales son muy curiosas, y yo me encogí ante la idea de que, a excepción del pobre hombre primitivo despedazado en la última representación, la mía era la única forma humana entre aquella multitud de restos y símbolos de vida primordial.
Pero como siempre ha sido a lo largo de mi extraña y errabunda existencia, la maravilla pronto arrojó de mí el miedo, ya que el abismo luminoso y cuanto pudiera contener representaba un desafío digno del mayor de los exploradores. No me cabía duda de que un extraordinario mundo de misterio se encontraba al final de aquel tramo de peldaños extrañamente diminutos, y sentí el ansia de encontrar allí aquellos registros humanos que el corredor decorado no me diera. Los frescos me habían mostrado ciudades increíbles, colinas y valles en este territorio inferior, y mi fantasía se solazaba en las ricas y colosales ruinas que me estaban aguardando.
Mis temores, por supuesto, giraban en torno al pasado más que al futuro. Ni siquiera el horror físico de mi situación en ese minúsculo corredor de reptiles muertos y frescos antediluvianos, a kilómetros por debajo del mundo conocido y frente a otro mundo de sobrenaturales brumas y luces, podía competir con el miedo cerval que sentía ante la abismal antigüedad de las escenas y su esencia vital. Una antigüedad tan inmensa que hacía ridícula cualquier medida parecía acecharme desde las piedras primigenias y los templos cincelados de la ciudad sin nombre, mientras los postreros y sumamente impactantes mapas de los frescos mostraban océanos y continentes olvidados por el hombre, con sólo algún contorno vagamente familiar aquí y allá. De lo que pudiera haber ocurrido en las eras geológicas transcurridas desde el cese de las pinturas hasta que la raza acuciada por la muerte sucumbiera resentida ante su decadencia, nadie sabría decirlo. Esas cavernas y los territorios luminosos de más allá habían una vez rebosado de vida, pero ahora yo estaba solo junto a restos tangibles y me estremecía al pensar en las incontables edades durante las que esos restos habían aguardado en una espera silenciosa y solitaria.
Repentinamente sufrí otro golpe de ese miedo atroz que me asaltaba intermitentemente desde que viera por primera vez el terrible valle y la ciudad sin nombre bajo la fría luna, y a pesar de mi cansancio me descubrí levantándome frenético hasta una postura sentada y mirando hacia atrás por el corredor negro, hacia los túneles que ascendían al mundo exterior. Mis sensaciones eran muy parecidas a las que me llevaran a evitar la ciudad sin nombre durante la noche, y resultaban tan inexplicables como acuciantes. En otro instante, sin embargo, sufrí una impresión aún más grande, esta vez en forma de un sonido audible... el primero en romper el silencio total de aquellas profundidades parecidas a tumbas. Se trataba de un lamento bajo y profundo, como el de un coro lejano de espíritus condenados, y procedían de la dirección hacia la que yo estaba mirando. Crecía con rapidez, hasta que pronto estuvo reverberando espantosamente a través de los pasadizos bajos, y entonces me percaté de una creciente corriente de aire frío, similar a la que corría por los túneles en la ciudad superior. El toque de ese aire pareció restaurar mi equilibrio, ya que al instante recordé las ráfagas repentinas que se alzaran en torno a la abertura del abismo al alba y al ocaso, lo que de hecho me había servido para descubrir los túneles ocultos. Lancé una ojeada al reloj y vi que el alba estaba próxima, por lo que me agarré para resistir la ventolera que soplaría de vuelta a su cueva de origen de la misma forma que había salido al atardecer. Mi temor volvió a menguar, ya que un fenómeno natural acostumbra a disipar las cábalas sobre lo desconocido.
Más y más enloquecido se agolpaba en ese abismo del interior de la tierra aquel viento nocturno gritón y quejumbroso. Volví a tumbarme y me aferré en vano al suelo, temiendo ser arrastrado al abismo fosforescente a través de la puerta abierta. No había supuesto tal furia, y mientras me iba percatando de cierto deslizar de mi cuerpo hacia la sima, me vi asaltado por un centenar de nuevos terrores, fruto de las aprensiones y la imaginación. La malignidad del aire despertaba increíbles fantasías; de nuevo me comparé de golpe con la otra y única imagen humana de aquel espantoso corredor, el hombre despedazado por la raza sin nombre, ya que los demoníacos zarpazos de la turbulenta corriente parecían albergar una rabia vengadora aún mayor por cuanto resultaba impotente. Creo que grité frenético cerca del final -estaba casi loco-, pero si así lo hice, mis gritos se perdieron en la infernal babel de los aulladores fantasmas del viento. Intenté arrastrarme contra el mortífero torrente invisible, pero no logré asirme a ningún lado y me vi empujado lenta e inexorablemente hacia el mundo desconocido. Finalmente debí perder por completo la razón, ya que acabé por balbucear una y otra vez el inexplicable pareado del árabe loco Alhazred, que soñó con la ciudad sin nombre:

«Que no está muerto lo que puede yacer eternamente,
Y en los eones por venir aun la muerte puede morir.»


Sólo los sombríos y meditabundos dioses del desierto saben qué ocurrió en realidad... qué indescriptibles luchas y combates sostuve en la oscuridad, o si Abaddón me guió de vuelta a la vida, donde siempre habré de recordar y estremecerme, hasta que el olvido –o algo peor– me alcance, cuando sopla el viento nocturno. Aquello era monstruoso, antinatural, colosal... demasiado alejado de cualquier concepción que el hombre pueda albergar, excepto en esas condenadamente silenciosas horas de madrugada cuando uno no puede dormir.
He dicho que la furia del soplo racheado era infernal, cacodemoníaca, y que sus voces resultaban espantosas por la reprimida malignidad de desoladas eternidades. Ahora esas voces, aunque aún me resultaban caóticas, parecían, para mi trastornado cerebro, articular allí detrás; y allá abajo, en la fosa de antigüedades muertas durante innumerables eones, a leguas por debajo del mundo de los hombres, iluminado por el alba, escuché el espantoso maldecir y gruñir de demonios de extrañas lenguas. Volviéndome, vi perfilarse contra el luminoso éter del abismo lo que no podía distinguirse contra el polvo del corredor... una horda de pesadilla de veloces demonios, distorsionados por el odio, grotescamente ataviados, semitransparentes; demonios de una raza inconfundiblemente inhumana... los reptantes reptiles de la ciudad sin nombre.
Y mientras el viento aminoraba me vi sumido en las oscuridades pobladas por demonios de las entrañas de la tierra; ya que, tras la última de las criaturas, la gran puerta broncínea retumbó cerrándose con un ensordecedor estruendo de metales cuyas reverberaciones ascendieron vibrando hasta el mundo distante para saludar al sol naciente, tal y como hace Memnón desde las riberas del Nilo.
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jueves, 19 de junio de 2008

GITANO -- PAUL ANDERSON

GITANO
Poul Anderson


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CIENCIA-FICCION NORTEAMERICANA
Titulo en ingles: Extrangers from Earth 1962

***
Desde lejos capté una visión del Traveler cuando mi nave voló hacia el planeta. La gran nave espacial parecía un
juguete a aquella distancia, una frágil burbuja de metal y aire y energía contra el enorme telón de fondo del espacio.
Pensé en las máquinas que contenía, que silbaban, chirriaban y campaneaban muy débilmente al proseguir su
inacabable serie de servicios, convirtiendo aquel gran casco en un mundo animado. El casco estaba ahora vacío de
vida, y yo experimenté un súbito y extraño sentimiento de simpatía hacia él. Como si estuviera dotado de vida,
comprendí que el Traveler se sentía solitario.
El planeta semejaba ante mí un brillante escudo azul con blasones de nubes y continentes girando en una ilimitada
oscuridad bajo las ardientes estrellas. Habíamos llamado Puerto a aquel mundo; el puerto al final de nuestro largo
viaje, y había pocos nombres más acertados. Puerto de descanso y paz, y un cielo encima destacándose contra el
resplandor del espacio. Era bueno llegar a casa.
Registré los cielos en busca de otra breve visión del Traveler, pero no pude hallar - su pequeña silueta entre aquella
inextricable selva de estrellas. No importa que estuviera en órbita, alrededor de Puerto o anclado en él quizá para
siempre. Me concentré en hacer aterrizar la nave espacial.
La atmósfera silbaba en torno al casco. Tras un mes entre el oscuro y venenoso frío del quinto planeta, solo entre
indígenas extrahumanos, ardía generalmente en deseos de aterrizar, y conduje mi nave con una aceleración
aumentada por los rayos gravitatorios. Pero esta vez puse un poco más de cuidado, diciéndome que era preferible
llegar tarde a cenar que no llegar nunca; o quizá era aquella breve visión del Traveler la que me hizo súbitamente
reflexivo. Después de todo, habíamos pasado buenos ratos a bordo de él.
Dirigí la nave en picado hacia la península situada en la zona templada del Norte, donde estábamos establecidos la
mayoría de nosotros. El aire rasgado silbaba tras de mí cuando choqué con la compacta tierra que nos servía de
campo de aterrizaje. Había unos cuantos almacenes y tiendas de aprovisionamiento a su alrededor, largos y bajos
edificios de gruesas vigas, usados por la mayoría de los colonizadores, y un par de casas particulares a un kilómetro
aproximadamente de distancia. Lo demás era solo alta hierba agitada por el viento, jardines y rústicas alamedas,
alumbradas por un sol que irradiaba en un cielo azul. Al saltar de la nave, el fresco y vivo perfume de la tierra me
salió al encuentro y pude oír el mar, más allá del horizonte.
Tokogama estaba de guardia en el campo. Sentado en el porche de la oficina, fumaba su pipa y observaba el navegar
de las nubes sobre su cabeza, pero me saludó con la cordialidad de viejos amigos que, conociéndose uno a otro
sobradamente, no necesitan muchas palabras.
- Así que estás de jefe de puerto - le dije -. Bueno; ahora lo que tienes que hacer es dejar esa pipa maloliente y
decirme: ¡hola!
- Así es - admitió el otro cariñosamente -. Me conservan aquí solo por mi extraordinario valor ornamental.
Aquello era casi verdad. Nuestro aparato usaba el campo sin formalidad alguna y solo conservábamos en activo esta
única nave espacial. El jefe de puerto no tenía más misión que vigilar el servicio e intervenir en un improbable caso
de emergencia o disputa. Pero ninguno de los pocos cargos públicos de la colonia, capitán, oficial de
comunicaciones y los demás, requería demasiado esfuerzo en una sociedad tan sencilla como la nuestra, y se
ejercían como ocupaciones en tiempo libre por quien lo deseaba. No había compensación, salvo el derecho al primer
turno en el uso de la maquinaria de cultivo o en el alojamiento que usábamos en común.
-¿Cómo ha ido la excursión? - preguntó Tokogama.
- Regular - respondí -. Les di nuestras máquinas y ellos me llenaron los depósitos con sus metales y aleaciones. Y
me las arreglé para tomar algunas notas más sobre sus costumbres y establecer más símbolos en el código de
comunicaciones.
- Lo que significa un sillar muy importante añadido a los muros de la ciencia; pero, en vista del hecho de que eres el
único que siempre va por allí, no importa mucho.
Los negros ojos de Tokogama me miraron con curiosidad. Y añadió:
- ¿Por qué sigues haciendo estas excursiones por allá, Erling? A algunos de los otros chicos no les importaría visitar
el Quinto de cuando en cuando. Will e Yvan me hablaron de ello la semana pasada.
- No soy un cerril - repliqué -. Si ambos o cualquiera de ellos quieren un turno en la labor comercial, que aprendan
pilotaje del espacio y pueden ir. Pero, entre tanto, a mí me gusta mi trabajo y tú lo sabes. Yo fui uno de los que
votaron por continuar la búsqueda de la Tierra.
Tokogama asintió.
- Es verdad que lo fuiste, pero ya hace tres años. Incluso tú debes de haber echado aquí algunas raíces.
- ¡Ah! Claro que sí - confesé riendo. Lo cual me recuerda que tengo hambre y que, a juzgar por el sol, es la hora
local de la comida. Por tanto, voy a tomarla en casa, si Alanna sabe que he vuelto.
- No puede menos de saberlo - sonrió él -. Todo el continente sabe cuándo estás de vuelta, por el modo como rasgas
la atmósfera al volver. Ese guiso casero debe de tener una poderosa atracción magnética.
- Un olor a asado de unos cincuenta mil gauss - repuso, volviendo la cabeza mientras marchaba -. ¿Por qué no vienes
mañana a comer con nosotros?. Invitaré a los demás muchachos y celebraremos una reunión a la antigua usanza.
- Eso es precisamente lo que estaba pensando.
* * *
Saqué mi aeroplano del cobertizo y me elevé con un murmullo de aire y el zumbido de los generadores de gravedad;
pero volaba bajo, sobre los bosques y prados, vagando a una velocidad de cincuenta kilómetros por hora y
contemplando el paisaje tranquilo en el atardecer casi exento de gentes y que mostraba una extensión de tierras
surcadas por brillantes ríos. El sol poniente matizaba las hojas de los árboles y los campos de hierba con un tono de
oro fundido, un áureo resplandor que parecía llenar el frío aire como una presencia tangible; podía oír el piar y
charlar de las grandes bandadas de pájaros que se posaban en los árboles. Sí, era bueno volver al hogar.
Mi casa estaba situada al borde mismo del mar, en una escarpadura arenosa que descendía sobre el agua. Los
frondosos árboles que crecían en sus proximidades casi ocultaban la pequeña edificación de piedra y troncos, pero
sus prados y jardines llegaban lejos, y más allá de ellos estaban los campos que servían a nuestro sustento. Abajo,
junto a ~a playa, se alzaba la caseta de los botes y el pequeño muelle que yo había construido y donde sabia que
nuestra lancha de vela me aguardaba para que la sacase. Sentí de nuevo un hambre de mar casi material, excitada
por el poderoso oleaje que llegaba hasta el salvaje horizonte, por el viento fuertemente salino y el chillido de los
pájaros blancos. Tras un mes en el estéril y confinado aire de la nave espacial, aquello era como nacer de nuevo.
Aterricé ante la casa y salí del aparato. Dos cuerpecillos volaron a mis brazos: Pinar y Miguelín. Entré en la casa con
mis dos hijos subidos a mis hombros. Alanna me esperaba bajo el dintel.
Era alta, casi tan alta como yo, delgada, pelirroja y la mujer más bella del mundo. Nos dijimos pocas palabras; eran
innecesarias. Tuvimos otra cosa que hacer en los próximos minutos.
Después me senté ante un fuego saltarín, en el que pequeñas y bailarinas llamas crepitaban lanzando un oscilante
resplandor rojizo sobre la habitación. Fuera, soplaba el viento, resonaba la puerta y el mar rugía en la oscura playa,
mientras yo contaba a mis hijos mi fabuloso viaje por el espacio, que, en realidad, fue solitario, duro y monótono,
pero que en el hogar parecía una gloriosa aventura.
Los ojos de los chicos no se apartaban de mi rostro mientras hablaba, y podía sentir la ansiedad que resplandecía en
ellos. Los despeñaderos abruptos y desolados del Uno, las húmedas selvas del Dos, las montañas desiertas del
Cuatro, la gran civilización del Cinco, la amarga desolación de los mundos exteriores y, más allá de ellos, las
estrellas. Pero ahora ya estábamos en casa, sentados en una habitación sólida y seca, oyendo al viento cantar afuera.
Yo era feliz, de un modo tranquilo, ya sin la exuberancia de mis primeros regresos. Tal vez contento.
«Bien» - pensaba yo -; aquellas giras al quinto mundo se estaban haciendo rutinarias, lo mismo que la vida en
Puerto, ahora que nuestra colonia se hallaba establecida y nuestras máquinas automáticas o semiautomáticas, con su
tranquilo funcionar, habían aquietado la primera gran oleada de trabajo, peligro y más trabajo. Aquello era progreso,
aquello era lo que habíamos procurado: suprimir la necesidad, el apuro y la inseguridad que habían perturbado
nuestros días. Lo habíamos conseguido; gradualmente llegamos a una seguridad y comodidad que, sin embargo, aún
resultaban incompletas y nos desafiaban a no permanecer inactivos. Los hombres maduros no se juegan la vida
trepando a las más altas ramas de los árboles del modo que lo hacen los chiquillos; andan por el suelo, y cuando
necesitan elevarse, lo hacen, segura y cómodamente, en aeroplanos de turismo.»
- ¿Qué ocurre, Erling? - me preguntó Alanna.
- Pues nada - respondí saliendo de mi meditación súbitamente, al advertir que los chicos estaban acostados y que
mediaba la noche -. Nada, en absoluto. Estaba meditando. Creo que estoy algo cansado. Acostémonos.
- Eres muy mal embustero, Erling - replicó suavemente -. ¿En qué pensabas, en realidad?
- En nada - repuse -. Bueno; es decir, en que, al volver hoy, vi al viejo Traveler, y se me despertaron antiguos
recuerdos.
- Eso sería - dijo ella, y, de pronto, suspiró.
La miré, algo alarmado, pero ya sonreía de nuevo al decir:
- Tienes razón; ya es tarde. Estaremos mejor acostados.
* * *
Al día siguiente di a los chicos un paseo en lancha. Alanna se quedó so pretexto de preparar la comida. Conocía su
opinión de que el desarrollo psíquico equilibrado de los niños requería iguales influencias paternas que maternas.
Como yo estaba fuera de casa tanto tiempo, ya en el espacio, ya con una de las expediciones que iban lentamente
cartografiando nuestro planeta, siempre que permanecía en casa, Alanna me situaba como centro de atracción.
Mi hijo Emar, de nueve años, a quien ya interesaban los microlibros que traíamos del Traveler (procedentes de la
Tierra), la miró y dijo:
- En el Sol no tendrías que guisar, madre; pondrías un cocinero automático y te vendrías con nosotros.
- Me gusta guisar - repuso ella, sonriendo -. Supongo que podríamos tener cocinero automático, ahora que ya se ha
conseguido fabricar casi todos los semirrobots, pero me gusta sacarle el jugo a la vida.
Sus ojos fueron más allá de la casa, playa abajo, a posarse sobre las soleadas e incansables aguas. La brisa marina le
despeinaba el rojo cabello, que fingía una llama bajo la sombra de los árboles.
Creo - siguió - que echarán muchas cosas de menos en el Sistema Solar. Tienen tantas que, por contraste, han
perdido algunas de las que aquí disfrutamos: casa que cuidar, tierras que no vieron nunca los hombres y el placer de
hacer algo con nuestras propias manos.
- Aquello podría gustarte si lo vivieras - indiqué -. Después de todo, por muy documentados que estemos sobre el
Sistema Solar, solo es de oídas.
- Sé que me gusta lo que aquí tenemos - respondió con un tono donde creí notar cierto desafío -. Si Sol es una
leyenda, no estoy muy segura de que me gustara la realidad. Seguro que no estaríamos mejor que en Puerto.
- Todas las pelirrojas son nacionalistas - le dije, riendo, mientras bajaba hacia la playa.
- Y todos los suecos generalizan sin razón - me replicó - cariñosa -. Debía haberme enterado antes de casarse con un
Thorkild.
Afortunadamente, señora Thorkild, no te enteraste.
Los muchachos y yo botamos el velero. Había una buena brisa, y en pocos minutos corríamos hacia el Norte,
costeando bosques y campos, aguantando la resaca de la orilla.
- Debíamos ponerle motor a la Traviesa Anita, papá - sugirió Pinar -. Supón que caiga el viento.
- Me gusta navegar a vela.. - repuse -. La probabilidad de tener que empuñar los remos aumenta la diversión.
- A mí, también - intervino Miguelín, un tanto ambiguamente.
-¿Tienen veleros en la Tierra? - preguntó Emar.
- Deben de tenerlos - respondí -, puesto que yo dibujé la Anita según un libro que trataba de ellos. Pero no creo que
hayan sido siempre iguales. Allí, el mar debe de estar siempre lleno de lanchas, la mayor parte a motor, y aeroplanos
por encima, así como ciertos edificios para poder atracar. Allí no tendrías el mar para ti solo, Emar.
- Y entonces, ¿por qué quieres seguir buscando la Tierra, cuando todos quieren quedarse aquí?
Un chico de nueve años puede hacer preguntas singularmente desconcertantes. Respondí:
- No fui yo el único que votó por proseguir buscando. Y, además, no era precisamente la Tierra, sino la búsqueda en
si, lo que me interesaba. Quería hallar nuevos planetas. Pero ahora hemos logrado una buena casa, aquí, en Puerto.
- Nunca he entendido cómo perdieron la Tierra - adujo.
- Ni tú ni nadie. El Traveler llevaba un cargamento de colonos al Alfa del Centauro (un astro próximo al Sol)
cuando aún hacía pocos años que se había descubierto el hiperimpulso y alcanzado los astros más próximos. Sea
como fuere, algo sucedió. Hubo una gran explosión de los aparatos y nos encontramos en algún sitio que no era la
galaxia, a miles de años luz de nuestra procedencia. No sé a cuánta distancia, exactamente, ya que aún no hemos
sido capaces de volver a encontrar el Sol. Pero, después de reparar la nave, invertimos más de veinte años en
buscarlo. Nunca volvimos a encontrar la patria. Hasta que decidimos establecernos en Puerto, este fue nuestro hogar.
- Yo quisiera saber cómo fue la nave a parar tan lejos.
Me encogí de hombros. Los principios del hiperimpulso son difíciles de explicar, ya que suponen la existencia de
múltiples dimensiones y de funciones discontinuas psi.
Ninguno en la nave - y cuantos tenían conocimientos de Física se habían exprimido los sesos tras el problema - pudo
descubrir qué catástrofe había aniquilado para ellos el espacio-tiempo. Las especulaciones habían abarcado incluso
la curvatura del espacio, cualquiera que fuere la extensión de tal concepto (puntos de discontinuidad infinita, campos
adimensionales (¡y quién sabe cuántas cosas!). Si hubiéramos podido descubrir lo sucedido y regular adecuadamente
el fenómeno que nos habría sobrevenido por un ciego accidente, la galaxia hubiera sido nuestra. Mientras así no
fuese, estábamos limitados a seudovelocidades de un par de años luz, y el cosmos se mofaba de nosotros con su
inmensidad. Pero ¿cómo explicar esto a un niño de nueve años? Respondí, simplemente:
- Si yo supiera eso, sería más sabio que nadie, Emar. Y no lo soy.
* * *
- Quiero ir a nadar - dijo Míguelin.
- Claro - asentí y esa era nuestra idea, ¿no? Anclaremos en la próxima bahía.
- Quiero ir a nadar a la Cueva del Aterrizaje Espacial.
Intenté oponerme; pero Emar se puso de parte de su hermano. Era solo a pocos kilómetros más arriba, y su amplia y
abrigada extensión, su dilatada playa y la selva inmediata lo hacían ideal para semejante expedición. Después de
todo, no había motivo para oponerse, salvo por la fama del lugar.
Suspiré y accedí. Iríamos allá.
Pasamos un buen rato nadando y divirtiéndonos, jugando a la pelota, paseando por la arena y volviendo a nadar. Era
bueno tenderse de nuevo al sol, con el frío y húmedo viento que soplaba del mar y murmuraba entre los árboles; y,
para los chicos, aquella atracción colmaba la jornada. Pero yo tenía que luchar contra aquella novelería. Yo no era
ya un chico que jugará a los astronautas y cosas por el estilo; era el adulto con todas sus responsabilidades.
La comunidad del Traveler había votado, por abrumadora mayoría, establecerse en Puerto, y no había nada que
decir.
Y aquí, medio ocultas entre la alta hierba, medio enterradas en la arena, estaban las señales inequívocas de algo que
habíamos dejado a un lado.
No eran muchas cosas. Unos botes de plástico para alimentos, un par de herramientas rotas de rara forma, algunos
recambios sueltos. Lo bastante para indicar que hacía tiempo, unos diez años, un grupo de astronautas había
aterrizado allí, acampado cierto tiempo, hecho algunas reparaciones y reemprendido el viaje.
No eran del quinto planeta. Aquellos indígenas nunca habían abandonado su mundo, y ni aun con los auxilios
técnicos que les estábamos proporcionando a cambio de sus metales serían capaces de hacerlo, ya que las presiones
que necesitaban para respirar eran demasiado grandes.
No venían tampoco de Sol ni aun de un mundo colonizado, pues no solo eran aquellos restos totalmente distintos de
nuestro equipo, sino que las noticias de un planeta como Puerto, casi gemelo a la Tierra, pero sin una raza indígena
inteligente, habrían atraído a él multitud de aventureros. Así, pues, en algún sitio de la galaxia alguien había
dominado el hiperimpulso y estaba explorando el espacio.
«Como estuvimos haciendo nosotros»
Hice cuanto pude por mostrarme cariñoso al regreso a casa, y creo que lo conseguí, a pesar de la desenfrenada y
romántica charla de Emar sobre aquellos desconocidos. Mas, entre tanto, no podía dejar de recordar.
En veinte años de vuelos espaciales se pueden ver muchísimos mundos y adquirir muchas experiencias. Habíamos
sido casi como dioses, mariposeando de astro en astro, explorando, comerciando, aprendiendo, interviniendo una y
otra vez en los destinos de los indígenas; habíamos luchado, sufrido, reído y admirado silenciosamente. Para la
mayor parte de nosotros, el hambre de nuestro hogar, la aventurada y poco esperanzadora búsqueda, había
ensombrecido aquel panorama de mundos que ahora rememoraba. Pero, frente al cosmos, yo había disfrutado cada
minuto en ello.
Caía en un mal humor inconsolable en cuanto metimos la Traviesa Anita en su embarcadero. Los chicos corrían
hacia la casa delante de mí, pero yo los seguí lentamente. Alanna se reunió conmigo en la puerta.
- Mejor será que os arregléis enseguida - indicó -. Los invitados estarán aquí dentro de un minuto.
- ¡Muy bien!
Ella me miró largamente y apoyó su mano en mi brazo. Bajo los largos y deslumbradores rayos del sol poniente>
sus ojos me parecieron más brillantes que nunca, y me pregunté si no había lágrimas en ellos. Murmuró tranquila:
- Estuvisteis en la Cueva.
- Los chicos quisieron ir - repuse -. Es un buen sitio.
- Erling...
Y se detuvo.
Me quedé contemplando lo hermosa que era; recordé el modo de mirarme la primera vez que la había besado.
Habíamos recorrido aquellos lugares explorando aquel pequeño mundo y negociando con los indígenas nuestros
víveres. El cielo se había oscurecido mientras un sol moribundo lanzaba su escasa y pálida luz sobre la azulosa
nieve. Todo estaba tranquilo, completamente tranquilo. El aire era como vivo fuego en nuestras fosas nasales, y el
cabello de Alanna, la única cosa que tenía color en aquel blanco horizonte que se destacaba entre la escarcha. Hacía
muchísimo tiempo ya, pero nada había cambiado entre nosotros desde entonces.
- ¿Eh? ¿Qué pasa? - anticipé yo.
Su voz me llegó muy rápidamente y muy baja para que los chicos no pudieran oírla.
- Erling, ¿eres realmente feliz aquí?
- Pues... - y al decirlo sentí como un choque casi físico, de sorpresa - claro que lo soy, querida; esa es una pregunta
tonta.
- ¿O lo es la respuesta?
Sonrió con los labios cerrados.
- Pasamos unos ratos agradables en el Traveler. Aun aquellos que protestaban más en aquella ocasión admiten que
ahora son dichosos por haber olvidado algo de la aglomeración, del peligro y del apuro. Pero tú... a veces creo que el
Traveler era tu vida.
- Me gustaba la nave, claro.
Y al decirlo sentí como una necesidad desesperada de defenderme.
- Después de todo, allí nací y allí me crié, y nunca conocí realmente otra cosa. Nuestras visitas planetarias eran tan
cortas y siempre a mundos tan distintos de la Tierra... A ti también te gustaba.
- Claro; era divertido rondar en torno a la galaxia, sin saber nunca lo que podía esperarnos al día siguiente. Pero una
mujer necesita un hogar. Y oye; Erling: muchísimos de tu misma edad, que tampoco habían conocido otra cosa, la
odiaban.
- Yo tenía suerte. Como oficial, disfrutaba de mejor alojamiento, más independencia, y también hay algo propio de
la categoría que, para mí, significaba más que para la generalidad. Pero ¡por el cosmos, Alanna! No creas ahora...
- No creo nada, Erling. Pero en la nave no estabas tan abstraído, tan propenso a soñar despierto; no pasabas sentado
todo el día en el mismo sitio; siempre trabajabas en algo.
Se mordió los labios.
- Entiéndeme bien, Erling; no me cabe duda de que siempre te estás repitiendo lo feliz que eres. Podrías ir a la
tumba, aquí en Puerto, creyendo que habías llevado una vida estupenda. Pero a veces me pregunto...
- Bueno, mira... - empecé.
- No, no; no hables más. Entra y arréglate; los invitados están a punto de llegar.
Entré con la cabeza hecha un torbellino. Mecánicamente me aseé y me puse mi traje de tarde. Cuando salí de la
alcoba, los primeros invitados estaban ya esperando. Allí vi a Angus MacTeague, el viejo primer contramaestre del
Traveler, que fue capitán en el breve tiempo que medió entre la muerte de Kane y nuestra arribada a Puerto.
También estaba mi hermano Gustavo, con quien tenía poca afinidad, salvo nuestro mutuo cariño. Hideyoshi
Tokogama, Iván Petroff, Manuel Ortega y otros dos que llegaron pocos minutos más tarde. Alanna se hizo cargo de
las esposas y los niños, y yo serví bebidas a todos.
Durante un rato se habló de asuntos locales. Estábamos dispersos en una zona muy extensa, y como no se producían
aún bastantes telepantallas para todas las casas, nuestra comunicación se limitaba al viaje directo en avión. Una
granizada en la granja de Gustavo, una ligera avería en el vehículo de la factoría regentada por Ortega, el proyecto
Petroff de crear una flota pesquera semiautomática: pequeñas murmuraciones... Pronto estuvo la comida en la mesa.
Gustavo se entusiasmó con el asado.
- ¿De qué es? - preguntó.
- De un animal indígena que maté el otro día - respondí -. Ungulado, pardo rojizo, cuernos planos y anchos...
- ¡Ah, si! He intentado domesticarlos. Tuve una suerte regular con algunos de esos glusglus.
- ¿Eh?
Y Petroff se le quedó mirando sin comprender.
- Es una especie del lugar - aclaró, riendo, Gustav -. Tenía que llamarlos de algún modo, y los llamé así por el ruido
que hacen.
- En el Traveler no teníamos de esto - dijo Ortega, sirviéndose otro pedazo de carne.
- Nunca creí que allí fuera mala la comida - protesté.
- No; comíamos verduras y frutas hidropónicas, carnes sintéticas y lo que encontrábamos en los diferentes planetas -
admitió Ortega -. Pero aquello no siempre estaba bueno. Las hidropónicas, sobre todo, no tenían el aroma del género
que se cría en la Tierra.
- Eso es cosa de la imaginación - dijo Petroff -. Puedo demostrarlo.
- Demuestres lo que demuestres, los hechos subsisten - replicó Ortega, mirándome -. Pero había sus
compensaciones.
- No las suficientes - murmuró Gustav -. Prefiero mi casa en Puerto.
- Estás siendo injusto con el Traveler - repliqué -. Solo estaba destinado a transportar unas cincuenta personas en un
corto viaje. Cuando perdió su ruta, hace veinte años, y una nueva generación quedó confinada en él, con sus padres,
no es maravilla que se amontonara la gente. Su tripulación mínima es de diez personas. Treinta (unos quince
matrimonios con sus hijos) pueden viajar en él cómoda y seguramente, con habitaciones separadas para todos.
- Y, después.. .- murmuró Tokogama con cierto temor -, nos pasamos más de veinte años luchando, sufriendo y
soportando la monotonía y la desesperanza, en búsqueda de la Tierra... Cuando en todo momento, en cualquiera de
los cien planetas afines a la Tierra, hubiéramos podido hallar... esto.
- Por lo menos - apuntó MacTeague - la mitad del tiempo nos lo pasábamos mirando a la derecha de la galaxia.
Sabíamos que Sol no estaba cerca, por lo que no había posibilidad de ser aplastados, y apenas nos parecieron
familiares las constelaciones, pensamos que éramos capaces de dar con el camino de vuelta - y encogiéndose de
hombros, añadió -: Pero el espacio es, sencillamente, demasiado grande y la información de nuestras tablas
astronáuticas demasiado pequeña.
- Los viajes estelares estaban aún en su infancia cuando iniciamos el nuestro. Un error en ellas, no más que del uno
por ciento, pudo desviarnos varios años luz en el recorrido de unos centenares de pársecs. La galaxia está plagada de
soles tipo GO, que, estadísticamente, es casi seguro que tienen un aspecto tan parecido al Sol terrestre como para
volver loco a un observador poco experto. Si nuestras tablas hubiesen dado las posiciones relativas a S Doradus, por
ejemplo, hubiésemos encontrado el camino con bastante facilidad. Pero empleaban a Sirio como punto de referencia,
y no pudimos dar con Sirio en aquel enjambre de estrellas. No pudimos hacer sino saltar de una en otra, entre las que
podían ser el Sol, y descubrir que no lo eran; seguir adelante con el morboso miedo de que nos estábamos alejando
de él cada vez más, aunque quizá lo teníamos delante de los ojos, oculto por alguna oscura nebulosa. Al fin lo
dejamos por imposible.
- Pero aún hay más - insistió Tokogama -. Todo eso se comprobó, como saben ustedes. Pero estaba por medio el
capitán Kane y su tremenda personalidad, su voluntad rectora de triunfo; y todos teníamos que fiar, más o menos
ciegamente, en él. Mientras vivió, ninguno de nosotros llegó a admitir por completo la posibilidad del fracaso.
Cuando murió, todo pareció derrumbarse de repente.
Asentí sombríamente, recordando aquellos terribles días que siguieron a la revolucionaria tentativa de Seymour para
ocupar el poder, haciéndonos sentir lo cansados que estábamos; la llegada a este astro, que podía haberlo resuelto
todo, con un desenlace feliz, si hubiera pertenecido al sistema solar; el descanso en Puerto, descanso que se había de
convertir en permanencia.
- Algo más nos mantuvo en marcha todos aquellos años - dijo Ortega tranquilamente -. Hubo un elemento entre la
joven generación que gustaba de vagar. El voto de permanencia aquí no fue unánime.
- Ya lo sé - dijo MacTeague. Su serena mirada quedó fija, pensativamente, en mí -. A menudo me pregunto, Erling,
por qué algunos de ustedes no cogen la nave y visitan los próximos astros, solo para ver lo que hay en ellos.
- No serviría de nada - advertí suavemente -. Solo haría aumentar nuestra comezón viajera y siempre habría más
astros que visitar.
- Pero ¿por qué? - Gustavo trabucaba las palabras -. ¿Por qué iba a querer nadie dedicarse a estrellear por ahí? Yo,
por mi parte, he puesto los pies en tierra, en una tierra mía propia; en mi hogar. Estoy construyendo, plantando y
viéndolo hacerse realidad ante mis ojos; y ahí quedará para mis hijos y los hijos de mis hijos. Hay aquí aire y viento,
lluvia, mar, bosques y montañas... ¡Cosmos! ¿Quién quiere más? ¿Quién lo cambiaría por ir sentado en un estéril
tanque de metal, corriendo de astro en astro, sin hogar ni esperanza.
Nadie - contesté yo apresuradamente -. Solo estaba tratando de llevar...
La más insustancial de las existencias - interrumpió alguien -. Ser, simplemente, un... espectador del Universo.
- No, exactamente - dijo Tokogama -. Hay mucho en la que hicimos que alguien tenía que hacer. Extendimos los
beneficios de la civilización a gran número de sitios, trazamos algunos mapas estelares extensos, y, si volvemos a
ver terrícolas alguna vez, encontrarán útiles nuestras tablas y observaciones. Sí; somos vagabundos; ¿y qué? ¿Le
censura usted a un pájaro el no tener cascos?
- Ahora los pájaros los tienen - dije yo - andan por la tierra - lancé una mirada a Alanna - y les gustan.
La conversación se iba poniendo al rojo. La orienté por vías más seguras hasta que nos dirigimos al cuarto de estar.
Con el café y el tabaco empezó de nuevo.
Comenzamos rememorando los pasados tiempos; los planetas que habíamos visto, las hazañas realizadas. ~.
Mundos, soles y lunas que remolineaban en un primitivo y oscuro espacio, constelado de estrellas, figuraron en
nuestra charla; razas extrañas, ciudades extranjeras, magnificencia solitaria de montañas, llanuras y mares, el
enorme universo ante nosotros... ¡Por todos los dioses, que habíamos ido lejos!
Contemplamos llamas azules, como las del Infierno, que hacían resaltar las desnudas cimas de un planeta, cuyo gran
Sol ocupaba casi todo su horizonte; navegamos con una banda de afortunados piratas, sobre un mar rojo como la
sangre recién vertida, hacia las grotescas torres de una fortaleza más antigua que la misma Historia. Habíamos visto
vivos colores y esplendentes metales de un torneo en Drangor y la inmensidad acerada de las ciudades continentales
de Alcán. Habíamos hablado de filosofía con un gran cefalópodo en uno de esos mundos, y fuimos atacados a tiros
por los extraños y bellos habitantes de otro. Nos consideraron dioses de un planeta al libertar a sus naturales de una
plaga que los diezmaba, y concurrimos, como humildes estudiantes, a las aulas y bibliotecas de otro astro. Habíamos
estado a punto de morir, a causa de una tormenta de metano ocurrida en un planeta alejado de su sol, sintiendo
entonces lo que vale la vida, y nos habíamos tendido en las playas paradisíacas de Luanha oyendo la maravillosa
canción del mar; y cabalgamos sobre centauroides que conversaban con nosotros, mientras nos encaminábamos a la
aérea ciudad de sus alados enemigos...
Más que las aventuras, salvajemente románticas - que, después de todo, habían sido hechos harto turbios y
sangrientos -, gustábamos de recordar los lugares; una fogosa puesta de sol en Hralfar; un gran río oscuro, que
surcaba la selva lluviosa de Atlang; un desierto pintado en Thyvari; el esplendoroso disco del Nuevo Júpiter, que se
hinchaba ante nuestros ojos, el frío, la inmensidad, crueldad, vacío, horror y maravilla del propio espacio abierto. Y
en nuestro reducido corrillo de vagabundos incorregibles reinaba la camaradería, el tranquilizador conocimiento
tácito de tener amigos que serían leales, un sentimiento de pertenecerles, como ellos nos pertenecían, sentimiento
que en Gustavo solo se perfeccionó a su llegada entre nosotros, y que ahora parecía que todos lo habíamos perdido.
Perdido, sí; ¿por qué no confesarlo? No nos veíamos ya con demasiada frecuencia, por hallarnos todos ocupados y
esparcidos con exceso, y cuando nos reuníamos, las charlas resultaban, a menudo, algo incoherentes. Pero aquello
no podía evitarse...
La reunión acabó tarde aquella noche. Alanna y yo vimos a nuestros invitados marchar en sus aviones. Cuando el
último vehículo desapareció en el cielo, echamos una ojeada en torno nuestro. La noche era tranquila y fría bajo un
alto y estrellado firmamento en el que se elevaba la luna, cuya luz espejeaba a nuestra vista iluminando el rocío
nocturno a nuestros pies, y danzaba incansable sobre el mar, tendiendo en la tierra un velo de plata. Miré a Alanna,
que contemplaba absorta el oscuro paisaje, como si no lo hubiese visto antes o creyera no volverlo a ver nunca.
La luz de la luna jugueteaba en sus rojos cabellos. Parecía pensar: «¿Qué pasaría si nunca volviese a ver los espacios
abiertos? ¿Qué, si me siento aquí hasta que muera?» Al fin, habló, muy despacio, como si tuviese que dar forma a
cada palabra aislada.
- Comienzo a comprenderlo. Sí, ¡estoy completamente segura!
- Segura, ¿de qué? - pregunté.
- No te hagas el tonto. Ya sabes lo que quiero decir: tú, Manuel, Juan, Hideyosi y los otros que estaban aquí (salvo
Angus y Gus, desde luego, y quizá poquisimos más), no pertenecéis a Puerto. Ninguno de vosotros.
- ¿Cómo es eso?
- Mira; de un hombre nacido y crecido en una ciudad, con una vida acomodada en ella, no se espera que la abandone
de pronto. Quizá nunca. Viviría entre sus paisanos toda su vida, preguntándose vagamente por qué no se sentía del
todo feliz.
- Nosotros... ¡No empieces ahora de nuevo, querida! - balbucí.
-¿Por qué no? Después de todo, Erling, es propia de campesinos la vida - que llevamos aquí. Más o menos
mecanizada, claro es, pero enraizada en el suelo, pegada a él, con rústica solidez y fuerza, con perspectivas
lugareñas. Pero si una nave terrestre tocase aquí mañana, no creo que ni veinte de nosotros quisieran partir en ella.
Pero tú, Erling, tú y tus amigos, crecisteis en la nave y lograsteis una satisfactoria adaptación a ella. Habéis pasado
vagando los años de vuestra formación, y ahora sois cosmopolitas. Para vosotros, una cordillera siempre
representará algo más de lo que en si es debido a lo que hay tras ella. No os basta un horizonte, después de haber
avizorado tantos como hay en el Universo. ¿Encontrar la Tierra? Pero ¡si tú mismo admites que no te importa el no
encontrarla nunca! Lo que tú sientes es el gusto de la exploración. Tú eres un gitano, Erling, y ningún gitano se liga
para siempre a sitio alguno.
Estuvimos largo rato, solos, bajo la fría y tranquila luz de la luna, solos y callados. Cuando, al fin, la miré, estaba
tratando de no llorar, pero le temblaban los labios y las lágrimas titilaban en sus ojos. Cuando hablé, el alma se me
arrancaba con las palabras. Dije:
- Tienes razón, Alanna... Temo que estás en lo cierto. Pero ¿qué le vamos a hacer?
- ¿Hacer? - y rió con extraña y desolada risa -.Es muy sencillo. La respuesta está allá arriba, girando en el cielo.
Coge el Traveler, reúne una tripulación que sienta como tú, ¡y adelante siempre!
- Pero... ¿y tú? ¿Y los niños? Nuestra casa de aquí...
- ¿No lo ves?
Y su risa sonó estrepitosa, despertando un débil eco en la noche.
- ¿No lo ves? ¡Quiero irme contigo también!
Y, casi en mis brazos, repitió:
- ¡Quiero ir contigo también!
* * *
De nada serviría narrar las largas discusiones, las conformidades a contrapelo, los lentos preparativos... hasta que
triunfamos. Dieciséis parejas con una docena de chiquillos estábamos ansiosos de partir.
Transcurrió un año antes de estar listos. Nuestro último año en Puerto. Hasta entonces no había comprendido nunca
cuánto amaba aquel planeta. Estuve a punto de desistir.
«Pero ¡el espacio, el Universo abierto ante nosotros y la nave resucitada!...»
Dejamos en la colonia una serie completa de planos para el caso, improbable, de que los que quedaban quisieran
alguna vez construir una nave espacial por si mismos y un par de lanchas espaciales, así como reproducir todos los
importantes instrumentos mecánicos que el Traveler se llevaba.
Trazaríamos tablas astronáuticas - al menos oficialmente - y, en teoría, podíamos regresar al cabo de algún tiempo.
Pero sabíamos que no volveríamos nunca. Nuestros hijos proseguirían el viaje después de nosotros, y tras ellos los
suyos, creando una civilización enteramente nueva, desarraigada, pero tremendamente viva, que crecería entre las
estrellas. Los que se cansaran de ella, siempre podrían colonizar un planeta y esparcir la especie humana por la
galaxia.
Cuando nuestros descendientes fuesen muchos, construirían nuevas naves, hasta crear una flota, una ciudad móvil,
que vagaría de astro en astro. Sería una cultura autóctona, fundada sobre lo mejor de cada raza y que se esparciría
por los mundos, representando el torrente sanguíneo de una civilización interestelar que estaba gestándose
lentamente en el Universo.
Con el paso de los días y los meses, mis muchachos se impacientaban aún más que yo por partir. Yo sonreía un
poco. En aquellos instantes, ellos solo pensaban en las aventuras que ocurrirían en románticos planetas y en las
grandes hazañas que llevarían a cabo. Bien; si así era, vivirían existencias memorables, pero pronto habrían de
aprender que la paciencia y la perseverancia eran imprescindibles y que existían el afán, el sufrimiento, el peligro...
¡y la vida!
Alanna me tenía un poco perplejo. Estando yo a su lado, se me mostraba alegre, más alegre que nunca la viera. Pero
con frecuencia salía a dar largos paseos, sola, por la playa, por los bosques moteados de sol, o se absorbía ante un
jardín cuyas flores jamás cosecharía. Bueno; así era, y yo estaba harto preocupado, por mi trabajo, para pensar
demasiado en ello.
Por fin llegó el momento y embarcamos para un largo viaje, que aún no ha concluido y espero que nunca cesará.
La noche antes invitamos a Angus y Gustavo a una fiesta de despedida, con el extraño sentimiento de decirles adiós
a sabiendas de que nunca volveríamos a verlos ni a saber de ellos. Era algo casi fúnebre.
Cuando estuvimos solos, por la mañana, corrimos en nuestra lancha hacia el lugar donde habíamos de reunirnos con
nuestros compañeros de viaje; desde allí pasaríamos al Traveler Aún no podía yo convencerme de que era el capitán
de la gran nave que fue hasta entonces, mi mundo; no me parecía real. Subí a ella despacio, invadida mi mente por la
súbita conciencia de mi responsabilidad.
Alanna tocó mi brazo, diciéndome:
- Mira en torno tuyo, Erling. Mira esta tierra nuestra que no volverás a ver.
Me sustraje a mi ensoñación y paseé la mirada por el horizonte. Era temprano; la hierba, aún húmeda, brillaba al
nuevo sol El mar bailaba cabrilleando más allá de los rojizos árboles, voceando su vieja canción a la hermosa tierra
verde, y el viento que desde él soplaba era cortante, agudo y estimulador de vida. Las hierbas del campo se
estremecían al aire, en largas olas verdes, y allá arriba, en lo alto, cantaban los pájaros.
- Es... muy hermosa - dije.
- Sí - me respondió Alanna con voz apenas audible -. Sí, lo es. Vamos, Erling.
Subimos al aparato y sesgamos, cielo arriba. Los chicos me rodearon tumultuosos, mirando hacia adelante en espera
de la primera vista del campo de aterrizaje, sin prestar atención a las selvas, prados y brillantes ríos que se
deslizaban bajo nosotros.
Alanna se sentó detrás de mí, mirando a tierra. Su brillante cabeza estaba inclinada, por lo que no pude verle el
rostro, y aunque quise saber lo que pensaba, por alguna extraña razón, no me atreví a preguntárselo.
FIN

martes, 3 de junio de 2008

BIOGRAFIA DE POE POR BAUDELAIER

POE

_
Edgar A. Poe: su vida y sus obras
_
…algún maestro desventurado a quien la
inexorable Fatalidad ha perseguido
encarnizada, cada vez más encarnizada,
hasta que sus cantos no tengan más que
un solo estribillo, hasta que los cantos
fúnebres de su Esperanza hayan adoptado
este melancólico estribillo: «¡Nunca!
¡Nunca más!»
EDGAR A. POE, El cuervo
En su trono de bronce el Destino se burla,
de amarga hiel empapando su esponja,
y la Necesidad es para ellos tenaza.
THÉOPHILE GAUTIER, Tinieblas
I
En estos últimos tiempos compareció ante nuestros tribunales un desdichado cuya
frente estaba marcada por un raro y singular tatuaje. ¡Desafortunado! Llevaba él así
encima de sus ojos la etiqueta de su vida, como un libro su título, y el interrogatorio
demostró que aquel extraño rótulo era cruelmente verídico. Hay en la historia literaria
destinos análogos, verdaderas condenas, hombres que llevan las palabras «mala suerte»
escritas en caracteres misteriosos sobre las arrugas sinuosas de su frente. El ángel ciego
de la expiación se ha apoderado de ellos y los azota con uno y otro brazo para ejemplo
edificante de los demás. En vano su vida revela talento, virtudes, gracia: la sociedad
tiene para ellos un anatema especial y acusa en ellos las lesiones que les ha causado.
¿Qué no hizo Hoffmann para desarmar al Destino, y qué no realizó Balzac para conjurar
la fortuna? ¿Existe, pues, una Providencia diabólica que prepara la desgracia desde la
cuna, que arroja con premeditación naturalezas espirituales y angélicas en medios
hostiles, como a mártires en los circos? ¿Existen, pues, almas santas y destinadas al altar,
condenadas a ir hacia la muerte y hacia la gloria a través de sus propias ruinas? La
pesadilla de las Tinieblas, ¿asediará eternamente a esas almas elegidas? En vano se
agitan, en vano se forman para el mundo, para sus previsiones y asechanzas;
perfeccionarán la prudencia, taparán todas las salidas, acolcharán las ventanas contra
los proyectiles del azar; pero el Diablo entrará por el agujero de la cerradura. Una
perfección será la falla de su coraza, y una cualidad superlativa, el germen de su
condenación.
Para romperla, el águila, desde lo alto del cielo,
sobre su frente al aire soltará la tortuga,
pues ellos deben perecer fatalmente.
Su destino está escrito en toda su contextura, brilla con siniestro resplandor en sus
miradas y en sus gestos, circula por sus arterias con cada uno de sus glóbulos
sanguíneos.
Un célebre escritor de nuestro tiempo ha escrito un libro para demostrar que el poeta
no podía encontrar buen acomodo ni en una sociedad democrática ni en una
aristocrática, no más en una república que en una monarquía absoluta o templada.
¿Quién ha sabido, pues, replicarle perentoriamente? Yo aporto hoy una nueva leyenda
en apoyo de su tesis y añado un nuevo santo al martirologio; debo escribir la historia de
uno de esos ilustres desventurados, demasiado rica en poesía y pasión, que ha venido,
después de tantos otros, a hacer en este bajo mundo el rudo aprendizaje del genio entre
las almas inferiores.
¡Lamentable tragedia la vida de Edgar A. Poe! ¡Su muerte, horrible desenlace, cuyo
horror aumenta con su trivialidad! De todos los documentos que he leído he sacado la
convicción de que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él
recorría con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado
que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o
incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de
esa atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la opinión de las sociedades
democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia, ni flexibilidad alguna en la
aplicación de sus leyes a los casos múltiples y complejos de la vida moral. Diríase que
del amor impío a la libertad ha nacido una nueva tiranía: la tiranía de las bestias, o
zoocracia, que por su insensibilidad feroz se asemeja al ídolo de Juggernaut. Un biógrafo
nos dirá seriamente —bienintencionado es el buen hombre— que Poe, de haber querido
regularizar su genio y aplicar sus facultades creadoras de una manera más apropiada al
suelo americano, hubiese podido llegar a ser un autor de dinero (a money making
author). Otro —éste un cínico ingenuo—, que, por bello que sea el genio de Poe, más le
hubiera valido tener sólo talento, ya que el talento se cotiza más fácilmente que el genio.
Otro, que ha dirigido diarios y revistas, un amigo del poeta, confiesa que resultaba
difícil utilizarle, y que se veía uno obligado a pagarle menos que a otros, porque escribía
con un estilo demasiado por encima del vulgo. «¡Qué tufo a trastienda!», como decía
Joseph de Maistre.
Algunos se han atrevido a más, y uniendo la falta de inteligencia más abrumadora
de su genio a la ferocidad de la hipocresía burguesa, le han insultado a porfía, y después
de su repentina desaparición, han vapuleado ásperamente ese cadáver; en especial, el
señor Rufus Griswold, que, para aprovechar aquí la frase vengativa del señor George
Graham, ha cometido así una infamia inmortal. Poe, experimentando quizá el siniestro
presentimiento de un final repentino, había designado a los señores Griswold y Willis
para ordenar sus obras, escribir su vida y restaurar su memoria. Ese pedagogo-vampiro
ha difamado ampliamente a su amigo en un enorme artículo mediocre y rencoroso, que
precisamente encabeza la edición póstuma de sus obras. ¿No existe, pues, en América
una disposición que prohiba a los perros la entrada en los cementerios? En cuanto al
señor Willis, ha demostrado, por el contrario, que la benevolencia y el decoro van
siempre de consuno con el verdadero talento, y que la caridad con nuestros semejantes,
que es un deber moral, es también uno de los mandamientos del gusto.
Hablad de Poe con un americano: confesará acaso su genio, y hasta puede que se
muestre orgulloso de él; pero en tono sardónico, superior, que deja traslucir al hombre
positivo, os hablará de la vida disoluta del poeta, de su aliento alcoholizado que hubiera
ardido con la llama de una vela, sus hábitos de vagabundo. Os dirá que era un ser
errante y heteróclito, un planeta desorbitado que rondaba sin cesar desde Baltimore a
Nueva York, desde Nueva York a Filadelfia, desde Filadelfia a Boston, desde Boston a
Baltimore, desde Baltimore a Richmond. Y si, con el corazón conmovido por esos
preludios de una historia desconsoladora, dais a entender que tal vez no sea solamente
culpable el individuo, y que debe de ser difícil pensar y escribir cómodamente en un
país donde hay millones de soberanos —un país sin capital, hablando con propiedad, y
sin aristocracia—, entonces veréis sus ojos desorbitarse y despedir rayos, la baba del
patriotismo doliente subir a sus labios, y América, por su boca, lanzar injurias a Europa,
su vieja madre, y a la filosofía de los antiguos días.
Repito que, por mi parte, he adquirido la convicción de que Edgar A. Poe y su patria
no estaban al mismo nivel. Los Estados Unidos son un país gigantesco e infantil,
envidioso, naturalmente, del viejo continente. Orgulloso de su desarrollo material,
anormal y casi monstruoso, ese recién llegado a la Historia tiene una fe ingenua en la
omnipotencia de la industria; está convencido, como algunos desdichados entre
nosotros, de que acabará por tragarse al Diablo. ¡Tienen allá un valor tan grande el
tiempo y el dinero! La actividad material, exagerada hasta adquirir las proporciones de
una manía nacional, deja en los espíritus muy poco sitio para las cosas no terrenas. Poe,
que era de buena casta —y que, por lo demás, declaraba que la gran desgracia de su país
era no poseer una aristocracia racial, dado, decía él, que en un pueblo sin aristocracia el
culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer; que acusaba en sus
conciudadanos, hasta en su lujo enfático y costoso, todos los síntomas del mal gusto
característico de los advenedizos; que consideraba el Progreso, la gran idea moderna,
como un éxtasis de papanatas, y que denominaba los perfeccionamientos de la mansión
humana cicatrices y abominaciones rectangulares—, Poe era allá un cerebro
singularmente solitario. No creía más que en lo inmutable, en lo eterno, en el self-same,
y gozaba —¡cruel privilegio en una sociedad enamorada de sí misma!— de ese grande y
recto sentido a lo Maquiavelo que marcha ante el sabio como una columna luminosa a
través del desierto de la Historia. ¿Qué hubiera pensado, qué hubiera escrito el
infortunado, si hubiese oído a la teóloga del sentimiento suprimir el Infierno por amor al
género humano, al filósofo de la cifra proponer un sistema de seguros, una suscripción
de cinco céntimos por cabeza ¡para la supresión de la guerra y la abolición de la pena de
muerte y de la ortografía, esas dos locuras correlativas!, y a tantos y tantos otros
enfermos que escriben, «con la oreja inclinada hacia el viento», fantasías giratorias, tan
flatulentas como el elemento que se las dicta? Si añadís a esta visión impecable de la
verdad, auténtica dolencia en ciertas circunstancias, una delicadeza exquisita de
sentidos a la que atormentaría una nota falsa, una finura de gusto a la que todo, excepto
la exacta proporción, sublevara, un amor insaciable a lo Bello, que había adquirido la
potencia de pasión morbosa, no os extrañará que para un hombre semejante la vida
llegara a ser un infierno y que haya acabado mal; os admirará que haya él podido durar
tanto tiempo.
II
La familia de Poe era una de las más respetables de Baltimore. Su abuelo materno
había servido como quarter-master-general en la guerra de la Independencia, y La
Fayette le dispensaba una gran estimación y amistad.
Este, a raíz de su último viaje a los Estados Unidos, quiso ver a la viuda del general
y testimoniarle su gratitud por los servicios que le había hecho su marido. El bisabuelo
se había casado con una hija del almirante inglés MacBride, que estaba emparentado con
las más nobles casas de Inglaterra. David Poe, padre de Edgar e hijo del general, se
enamoró perdidamente de una actriz inglesa, Isabel Arnold, célebre por su belleza; se
fugó y se casó con ella. Para unir más íntimamente su destino al de ella, se hizo actor y
apareció con su mujer en diferentes teatros, en las principales ciudades de la Unión. Los
esposos murieron en Richmond, casi al mismo tiempo, dejando en el abandono y en la
penuria más completos a tres criaturas, una de las cuales era Edgar.
Edgar A. Poe había nacido en Baltimore, en 1813. Doy esta fecha de acuerdo con su
propia afirmación, pues él se elevó contra la aseveración de Griswold, que sitúa su
nacimiento en 1811. Si alguna vez el espíritu novelesco, para servirme de una frase de
nuestro poeta, ha presidido un nacimiento —¡espíritu siniestro y tempestuoso!—,
ciertamente, presidió el suyo. Poe fue, en verdad, hijo de la pasión y de la aventura. Un
rico negociante de la ciudad, mister Allan, se entusiasmó con aquel lindo e infortunado
a quien la Naturaleza había dotado de un aspecto encantador, y como no tenía hijos, le
adoptó. El niño se llamó, pues, de allí en adelante Edgar Allan Poe. Fue así criado en
una grata holgura y con la esperanza legítima de una de esas fortunas que dan al
carácter una soberbia certeza. Sus padres adoptivos se lo llevaron en un viaje que
hicieron a Inglaterra, Escocia e Irlanda, y antes de regresar a su país le dejaron en casa
del doctor Bransby, que dirigía un importante centro de enseñanza en Stoke-Newington,
cerca de Londres. Poe ha descrito en William Wilson aquella extraña casa, construida en
el viejo estilo isabelino, y también sus impresiones de colegial.
Volvió a Richmond en 1822 y prosiguió sus estudios en América bajo la dirección de
los mejores profesores del lugar. En la Universidad de Charlottesville, donde ingresó en
1825, se distinguió no sólo por una inteligencia casi milagrosa, sino también por una
profusión casi siniestra de pasiones —una precocidad realmente americana— que fue,
por último, la causa de su expulsión. Conviene señalar de paso que Poe había
demostrado ya, en Charlottesville, una aptitud de las más notables para las ciencias
físicas y matemáticas. Más tarde la empleará con frecuencia en sus extraños cuentos, y
obtendrá de ella medios absolutamente inesperados. Pero tengo razones para creer que
no es a ese orden de composiciones a las que él daba más importancia, y que —quizá
precisamente a causa de esa aptitud precoz— las consideraba como fáciles juegos de
manos, comparándolas con las obras de pura fantasía. Unas desdichadas deudas de
juego originaron una desavenencia pasajera entre él y su padre adoptivo, y Edgar —
hecho de los más curiosos y que prueba, pese a lo que se ha dicho, una dosis de
caballerosidad muy grande en su impresionable cerebro— concibió el proyecto de tomar
parte en las guerras de los helenos y de ir a luchar contra los turcos. Partió, pues, hacia
Grecia. ¿Qué fue de él en Oriente? ¿Qué hizo allí? ¿Estudió las costas clásicas del
Mediterráneo? ¿Por qué le encontramos nuevamente en San Petersburgo, sin pasaporte,
comprometido, y en qué clase de asunto, obligado a recurrir al ministro americano,
Henry Middleton, para librarse de la sanción rusa y volver a su casa? Se ignora; existe
ahí una laguna que él sólo hubiese podido llenar. La vida de Edgar A. Poe, su juventud,
sus aventuras en Rusia y su correspondencia han sido anunciadas largo tiempo por los
periódicos americanos, pero no han aparecido nunca.
De regreso en América, en 1829, expresó el deseo de ingresar en la escuela militar de
West-Point; fue admitido, en efecto, y allí, como en otras partes, dio pruebas de una
inteligencia admirablemente dotada, pero indisciplinable, siendo, al cabo de unos
meses, expulsado. Al mismo tiempo ocurría en su familia adoptiva un suceso que debía
tener las más graves consecuencias sobre su vida entera. La señora Allan, por quien
parece él haber sentido un afecto verdaderamente filial, falleció, y el señor Allan se casó
con una mujer muy joven. Y en esta época tuvo lugar una desavenencia doméstica, una
historia rara y tenebrosa que no puedo contar, porque no ha sido claramente explicada
por ningún biógrafo. No es, por tanto, extraño que él se haya separado definitivamente
del señor Allan, y que éste, que tuvo hijos de su segundo matrimonio, le haya excluido
por completo de su testamento.
Poco tiempo después de haber abandonado Richmond, Poe publicó un pequeño
tomo de poesías; fue realmente una aurora brillante. Para quien sabe sentir la poesía
inglesa, hay ya en él un acento extraterreno, la serenidad en la melancolía, la deliciosa
solemnidad, la experiencia precoz —iba a decir, creo, la experiencia innata— que
caracterizan a los grandes poetas.
La miseria le hizo ser soldado una temporada, y es de suponer que empleó los
pesados ocios de la vida de guarnición en preparar los materiales de sus futuras
composiciones, composiciones extrañas que parecen haber sido creadas para
demostrarnos que la singularidad es una de las partes integrantes de lo Bello. Al volver
a la vida literaria, el único elemento en que pueden respirar ciertos seres déclassés, Poe
fenecía en una extrema miseria, cuando un azar feliz le hizo mejorar. El propietario de
una revista acababa de fundar dos premios: uno, para el mejor cuento; otro, para el
mejor poema. Una letra singularmente bella atrajo la mirada de Mr. Kennedy, que
presidía el jurado, y le dio deseos de examinar por sí mismo los manuscritos. Y sucedió
que Poe había ganado los dos premios, aunque sólo uno le fue entregado. El presidente
del jurado sintió la curiosidad de ver al desconocido. El director del diario le llevó a un
joven de una belleza chocante, andrajoso, abrochado hasta la barbilla, y que tenía el
aspecto de un caballero tan orgulloso como hambriento. Kennedy se portó bien.
Presentó a Poe a un señor, Thomas White, que fundaba en Richmond el Southern
Literary Messenger. El señor White era un hombre audaz, pero sin ningún talento
literario; necesitaba un ayudante. Poe se encontró así, muy joven —a los veintidós años
—, director de una revista cuyo destino descansaba por entero en él. El creó esa
prosperidad. El Southern Literary Messenger reconoció desde entonces que era a aquel
excéntrico maldito, a aquel borracho incorregible, a quien debía su público y su
fructuosa notoriedad. En ese magazine es donde aparecieron por primera vez la
Aventura sin par de un tal Hans Pfaall y otros varios cuentos que los lectores verán
ahora desfilar ante sus ojos. Durante cerca de dos años, Edgar A. Poe, con un
maravilloso ardor, asombró a su público con una serie de composiciones de un nuevo
género y con artículos críticos cuya viveza, claridad y severidad razonadas estaban
hechas realmente para atraer las miradas. Aquellos artículos se ocupaban de libros de
todo género, y la sólida cultura que el joven había adquirido le sirvió de mucho.
Conviene saber que aquella tarea considerable la realizaba él por quinientos dólares; es
decir, por dos mil setecientos francos al año. Inmediatamente —dice Griswold, lo cual
quiere decir; «¡Se creía, pues, rico el muy imbécil!»— se casó con una muchacha bella,
encantadora, de un carácter amable y heroico, pero que no tenía un céntimo —añade el
propio Griswold en un tono de desdén—. Era la señorita Virginia Clemm, una prima
suya.
Pese a los servicios hechos a su diario, el señor White riñó con Poe al cabo de dos
años, aproximadamente. El motivo de esa ruptura estuvo, sin duda, en los ataques de
hipocondría y en las crisis alcohólicas del poeta, accidentes característicos que
ensombrecían su cielo espiritual, como esas nubes lúgubres que dan de pronto al paisaje
más romántico un aire de melancolía en apariencia irreparable. A partir de entonces,
veremos trasladar su tienda al desventurado, como un hombre del desierto, y
transportar su ligero petate a las principales ciudades de la Unión. Dirigió en todas
partes revistas o colaboró en ellas de una manera brillante. Difundió con deslumbradora
rapidez artículos críticos, filosóficos y cuentos henchidos de magia, que aparecieron
reunidos bajo el título de Tales of the Grotesque and the Arabesque, título notable e
intencionado, pues los adornos grotescos y arabescos rechazan la figura humana, y ya se
verá que por muchos conceptos la literatura de Poe es extra o sobrehumana. Sabremos,
por notas ofensivas y escandalosas insertadas en los periódicos, que Mr. Poe y su mujer
se encuentran enfermos de peligro en Fordham y en una absoluta miseria. Poco tiempo
después de la muerte de la señora Poe, el poeta sufrió los primeros ataques de delirium
tremens. Una nueva nota apareció de repente en un diario —ésta más que cruel—, en la
que se acusa su desprecio y su asco del mundo, creándole uno de esos procesos
tendenciosos, verdaderas requisitorias de la opinión, contra los cuales tuvo él siempre
que defenderse, una de las luchas más estérilmente fatigosas que conozco.
Sin duda, ganaba dinero, y sus trabajos literarios le permitían casi vivir. Pero poseo
pruebas de que él tenía que vencer sin cesar repugnantes dificultades. Soñó, como tantos
otros escritores, con una revista suya, quiso estar en su casa, y el hecho es que había
sufrido lo bastante para desear con ardor aquel cobijo definitivo de su pensamiento. A
fin de alcanzar ese resultado y conseguir una suma de dinero suficiente, tuvo que
recurrir a las lectures. Ya se sabe lo que son esas lectures, una especie de especulación, el
Colegio de Francia puesto a disposición de todos los literatos, pues el autor no publica
su lecture sino después de haber sacado de ella todos los ingresos que puede producir.
Poe había dado ya en Nueva York una lecture de «Eureka», su poema cosmogónico, que
había promovido incluso grandes discusiones. Pensó aquella vez dar lectures en su
tierra natal, Virginia. Contaba, como escribió a Willis, con hacer una gira por el Oeste y
el Sur y confiaba en el concurso de sus amigos literarios y de sus antiguas amistades de
colegio y de West-Point. Visitó, pues, las principales ciudades de Virginia y Richmond
contempló de nuevo a aquel a quien había conocido allí tan joven, tan pobre, tan
derrotado. Todos los que no habían visto a Poe desde el tiempo de su oscuridad
acudieron en masa para examinar a su ilustre compatriota. Y él apareció apuesto,
elegante, correcto, como el genio. Hasta creo que desde hacía algún tiempo había él
llevado su condescendencia al extremo de hacer que le admitiesen en una sociedad de
templanza. Escogió un tema tan amplio como elevado: El principio de la poesía, y lo
desarrolló con esa lucidez que es uno de sus privilegios. Creía, como verdadero poeta
que era, que la finalidad de la poesía es de la misma naturaleza que su principio, y que
no debe fijarse en otra cosa más que en sí misma.
La buena acogida que le dispensaron inundó su pobre corazón de orgullo y de gozo;
se mostraba de tal modo encantado, que hablaba de establecerse definitivamente en
Richmond y de acabar su vida en los lugares que su infancia le había hecho dilectos. Sin
embargo, tenía asuntos en Nueva York, y partió el 4 de octubre, quejándose de
escalofríos y de debilidad. Como siguiera sintiéndose bastante mal, al llegar a Baltimore,
el 6, por la noche, hizo llevar su equipaje al embarcadero, desde donde debía dirigirse a
Filadelfia, y entró en una taberna para tomar un excitante cualquiera. Allí, por
desgracia, se encontró con antiguos amigos y se detuvo más de la cuenta. A la mañana
siguiente, en las pálidas tinieblas del alba, fue encontrado un cadáver en la vía pública.
¿Debe decirse así? No, un cuerpo vivo aún, pero que la muerte había marcado ya con su
real sello. Sobre aquel cuerpo, cuyo nombre se ignoraba, no se hallaron ni papeles ni
dinero, y lo transportaron a un hospital. Allí murió Poe, la noche misma del domingo 7
de octubre de 1849, a la edad de treinta y siete años, vencido por el delirium tremens,
ese terrible visitante que había ya atacado su cerebro una o dos veces. Así desapareció
de este mundo uno de los más grandes héroes literarios, el hombre que había escrito en
El gato negro estas palabras fatídicas: «¿Qué enfermedad es comparable al alcohol?»
Esa muerte es casi un suicidio, un suicidio preparado desde hacía largo tiempo.
Cuando menos, provocó el escándalo. Fue grande el clamor, y la virtud dio salida a su
canto enfático, libre y voluntariosamente. Las oraciones fúnebres más indulgentes
tuvieron que dejar sitio a la inevitable moral burguesa, que se cuidó de no perder una
ocasión tan admirable. Mr. Griswold difamó; Mr. Willis, sinceramente afligido, se
comportó más que decorosamente. ¡Ay! El que había franqueado las alturas más arduas
de la estética, sumiéndose en los abismos menos explorados del intelecto humano; el
que, a través de una vida que se asemeja a una tempestad sin calma, había encontrado
medios nuevos, procedimientos desconocidos para asombrar la imaginación, para
seducir los espíritus sedientos de Belleza, acababa de morir en unas horas en un lecho
del hospital. ¡Qué destino! ¡Y tanta grandeza y tanto infortunio para levantar un
torbellino de fraseología burguesa, para convertirse en pasto y tema de los periodistas
virtuosos!
Ut declamatio fiars!

Estos espectáculos no son nuevos; es raro que un sepulcro reciente e ilustre no sea
un lugar de cita de escándalo. Por otra parte, la sociedad no ama a esos rabiosos
desventurados, y ya sea porque perturbaban sus fiestas o ya sea porque los considere de
buena fe como remordimientos, tiene ella, a no dudar, razón. ¿Quién no recuerda las
declamaciones parisienses a raíz de la muerte de Balzac, que murió, empero, de manera
correcta? Y en fecha más reciente aún —hace hoy, 26 de enero, un año justo—, cuando
un escritor de una honradez admirable, de una elevada inteligencia, y siempre lúcido,
fue discretamente, sin molestar a nadie —tan discretamente, que su discreción parecía
desprecio—, a exhalar su alma en la calle más negra que pudo encontrar, ¡qué
asqueantes homilías, qué asesinato refinado! Un periodista célebre, a quien Jesús no
enseñara nunca maneras generosas, encontró la aventura lo bastante jovial para
celebrarla con un burdo retruécano. Entre la nutrida enumeración de los derechos del
hombre que la sabiduría del siglo XIX repite tan a menudo y con tanta complacencia, se
han olvidado dos asaz importantes, que son: el derecho a contradecirse y el derecho a
marcharse.
Pero la sociedad mira al que se va como a un insolente; castigaría de buena gana
ciertos despojos fúnebres, como aquel infeliz soldado atacado de vampirismo a quien la
vista de un cadáver exasperaba hasta el frenesí. Y con todo, puede decirse que, bajo la
presión de determinadas circunstancias, después de un serio examen de ciertas
incompatibilidades, con firmes creencias en ciertos dogmas y metempsicosis; puede
decirse, sin énfasis y sin juego de palabras, que el suicidio es a veces el acto más
razonable de la vida. Y así se forma una compañía de fantasmas, ya numerosa, que nos
visita familiarmente, y en la que cada miembro viene a ensalzarnos su reposo actual y a
confiarnos sus persuasiones.
Confesemos, no obstante, que el lúgubre fin del autor de Eureka suscitó algunas
consoladoras excepciones, sin lo cual sería cosa de desesperarse y el mundo resultaría
insufrible. Mr. Willis, como ya he dicho, habló con honradez, y hasta con emoción, de
las buenas relaciones que había mantenido siempre con Poe. Los señores John Neal y
George Graham llamaron al señor Griswold al orden. El señor Longfellow —y ello es
tanto más meritorio cuanto que Poe le había maltratado cruelmente— supo alabar de
una manera digna de un poeta su elevada potencia como poeta y como prosista. Un
desconocido escribió que la América literaria había perdido su cabeza más poderosa.
Pero el corazón partido, el corazón desgarrado, el corazón traspasado por siete
puñales, fue el de la señora Clemm. Edgar era a la vez su hijo y su hija. «¡Rudo destino
—dice Willis, de quien tomo estos detalles casi textualmente—, rudo destino el que ella
velaba y protegía! Porque Edgar A. Poe era un hombre embarazoso; aparte de que
escribía con una fastidiosa dificultad y con un estilo demasiado por encima del nivel
intelectual corriente para poderle pagar caro, estaba siempre atosigado por apuros
monetarios, y con frecuencia él y su mujer enferma carecían de las cosas más precisas en
la vida.» Un día, Willis vio entrar en su despacho a una mujer, vieja, dulce, seria. Era la
señora Clemm. Buscaba trabajo para su querido Edgar. El biógrafo dice que se sintió
hondamente emocionado no sólo por el elogio perfecto, por la exacta apreciación que
hizo ella del talento de su hijo, sino también por todo su aspecto exterior, por su voz
suave y triste, por sus maneras un poco anticuadas, pero bellas y nobles. «Y durante
varios años —añade— hemos visto a esa infatigable servidora del genio, pobre y mal
vestida, de diario en diario para vender unas veces un poema, otras un artículo,
diciendo en ocasiones que estaba enfermo —única aplicación, única razón, invariable
disculpa que ella daba cuando su hijo se hallaba atacado momentáneamente de una de
esas esterilidades que conocen los escritores nerviosos—, sin permitir nunca que sus
labios soltasen una palabra que pudiera ser interpretada como una duda, como una falta
de confianza en el genio y en la voluntad de su bienamado.» Cuando su hija murió, ella
se consagró al superviviente de la destrozada batalla con un ardor maternal
acrecentado, vivió con él, le cuidó, le vigiló, defendiéndole contra la vida y contra él
mismo. «En verdad —termina Willis con una elevada e imparcial razón—, si la
abnegación de la mujer, nacida con un primer amor y mantenida por la pasión humana,
glorifica y consagra su objeto, ¿qué no dice en favor del que le inspiró una abnegación
como ésta, pura, desinteresada y santa como un centinela divino?» Los detractores de
Poe hubieran debido, en efecto, darse cuenta de que hay seducciones tan poderosas, que
no pueden ser sino virtudes.
Es de imaginar lo terrible que fue la noticia para la desdichada mujer. Escribió una
carta a Willis, de la cual son estas líneas:
«He sabido esta mañana la muerte de mi bienamado Eddie… ¿Puede usted
comunicarme algunos detalles, algunas circunstancias?… ¡Oh, no deje a su pobre amiga
en esta amarga aflicción!… Dígale al señor X que venga a verme; tengo que participarle
un encargo de mi pobre Eddie… No necesito rogarle que anuncie usted su muerte, y
que hable bien de él. Sé que lo hará. Pero recalque usted bien el hijo afectuoso que era
para mí, su pobre madre desolada…»
Esta mujer se me aparece grande y más que noble. Herida por un golpe irreparable,
sólo piensa en la reputación del que lo era todo para ella, y no basta para contestarle con
decir que era un genio; es preciso que sepan que era un hombre recto y afectuoso. Es
evidente que esa madre —antorcha y hogar encendidos por un rayo del más alto cielo—
ha sido dada como ejemplo a nuestras razas, muy poco preocupadas de la abnegación,
del heroísmo y de todo cuanto es más que el deber. ¿No era justo inscribir a la cabeza de
las obras del poeta el nombre de la que fue el sol moral de su vida? Aromará en su
gloria el nombre de la mujer cuya ternura sabía curar sus llagas, y cuya imagen volará
sin cesar por encima del martirologio de la literatura.
III
La vida de Poe, sus costumbres, sus modales, su ser físico, todo lo que constituye el
conjunto de su personalidad, se nos aparece como algo tenebroso y brillante a la vez. Su
persona era singular, seductora, y, como sus obras, estaba marcada por un indefinible
sello de melancolía. Por lo demás, él se hallaba notablemente dotado en todos los
sentidos. De joven había demostrado una rara aptitud para todos los ejercicios físicos, y
aun siendo pequeño de estatura, con pies y manos femeniles, mostrando todo su ser ese
carácter de delicadeza femenina, era más que robusto y capaz de maravillosas pruebas
de fuerza. En su juventud ganó una apuesta como nadador que supera la medida
ordinaria de lo posible. Diríase que la Naturaleza da a aquellos de quienes quiere
conseguir grandes cosas un temperamento enérgico, así como da una poderosa vitalidad
a los árboles encargados de simbolizar el duelo y el dolor. Esos hombres, de apariencia a
veces enfermiza, están forjados como atletas, son aptos para la orgía y para el trabajo,
prontos a los excesos y capaces de asombrosas sobriedades.
Hay algunos puntos relativos a Edgar A. Poe sobre los cuales existe un acuerdo
unánime, como, por ejemplo, su elevada distinción natural, su elocuencia y su belleza,
de la que, según dicen, se sentía un tanto vanidoso.
Sus maneras, mezcla singular de altivez y de dulzura exquisita, estaban llenas de
firmeza. Su fisonomía, sus andares, sus gestos, sus movimientos de cabeza, todo le
señalaba, máxime en sus días buenos, como un ser elegido. Toda su persona respiraba
una solemnidad penetrante. Estaba, en realidad, marcado por la Naturaleza, como esas
figuras de viandantes que atraen la mirada del observador y preocupan su memoria. El
propio pedante y agrio Griswold confiesa que, cuando fue a visitar a Poe y le encontró
pálido y enfermo aún por la muerte y la enfermedad de su mujer, se sintió conmovido
en alto grado no sólo por la perfección de sus modales, sino también por su fisonomía
aristocrática, por la atmósfera perfumada de su habitación, muy modestamente
amueblada. Griswold ignora que el poeta posee más que todos los otros hombres ese
maravilloso privilegio, atribuido a la mujer parisiense y a la española, de saber
adornarse con nada, y que Poe, enamorado de lo Bello en todas las cosas, hubiese
encontrado el arte de transformar una choza en un palacio de nueva clase. ¿No ha
escrito, con el talento más original y curioso, proyectos de mobiliarios, planos de casas
de campo, de jardines y de reformas de paisajes?
Existe una carta encantadora de la señora Frances Osgood, que fue una de las
amigas de Poe, y que nos da sobre sus costumbres, sobre su persona y sobre su vida
doméstica los más curiosos detalles. Esta dama, que era también un escritora
distinguida, niega valientemente todos los vicios y todas las faltas achacados al poeta.
«Con los hombres —dice a Griswold—, quizá fuese como usted le describe, y como
hombre puede usted tener razón. Pero yo afirmo el hecho de que con las mujeres era
muy distinto, y de que nunca ha habido mujer alguna que haya conocido a Mr. Poe que
no haya experimentado hacia él un profundo interés. Siempre se me apareció como un
modelo de elegancia, de distinción y de generosidad…
«La primera vez que nos vimos fue en Astor House. Willis me había dado en casa El
cuervo, sobre el cual el autor, me dijo, deseaba conocer mi opinión. La música misteriosa
y sobrenatural de ese poema extraño me penetró tan íntimamente, que, cuando supe
que Poe deseaba serme presentado, experimenté un sentimiento singular que se
asemejaba al espanto. Apareció él con su bella y orgullosa cabeza, sus ojos sombríos que
lanzaban una luz elegida, una luz de sentimiento y de pensamiento; con sus maneras
que eran una mezcla intraducible de altivez y de suavidad. Me saludó, tranquilo, serio,
casi frío; pero bajo aquella frialdad vibraba una simpatía tan marcada, que no pude por
menos de sentirme impresionada a fondo. A partir de aquel momento, hasta su muerte,
fuimos amigos…, y sé que en sus últimas palabras tuve mi parte de recuerdo, y que él
me dio, antes que su razón fuese derrocada de su trono de soberana, una prueba
suprema de su fiel amistad.
«Era, sobre todo en su interior, a la vez sencillo y poético, donde el carácter de Edgar
A. Poe se mostraba para mí bajo su mejor aspecto. Bromista, afectuoso, ingenioso; tan
pronto dócil como indómito, lo mismo que un niño mimado, tenía siempre para su
joven, dulce y adorada mujer, y para todos los que acudían, aun en medio de sus más
fatigosas labores literarias, una palabra amable, una sonrisa benévola, atenciones
graciosas y corteses. Se pasaba horas interminables ante su mesa, bajo el retrato de su
Leonora, la amada y la muerta, siempre asiduo, siempre resignado y fijando con su
admirable letra las brillantes fantasías que cruzaban su asombroso cerebro, sin cesar en
alerta. Recuerdo haberle visto una mañana más alegre y jovial que de costumbre.
Virginia, su dulce mujer, me había rogado que fuese a verlos, y me era imposible resistir
sus ruegos… Le encontré trabajando en la serie de artículos que ha publicado bajo el
título The Literature of New York. "Vea usted —me dijo, desplegando con una risa
triunfal varios pequeños rollos de papel (escribía sobre tiras estrechas, sin duda para
adaptar su copia a la justificación de los diarios)—; voy a mostrarle por la diferencia de
tamaños los diversos grados de estimación que tengo por cada miembro de su especie
literaria. En cada uno de estos papeles, uno de ustedes es vapuleado y discutido
particularmente. ¡Ven aquí, Virginia, y ayúdame!" Y los desplegaron todos, uno por uno.
Al final había uno que parecía interminable. Virginia, riendo, retrocedía hasta un
extremo de la habitación, cogiéndolo por una punta, y su marido hacia otro rincón, con
la otra punta. "¿Y quién es el afortunado —dije— que ha juzgado usted digno de esa
inconmensurable ternura?" "¿Ustedes la oyen? ¡Como si su vanidoso corazoncito no le
hubiese ya dicho que es ella!"
«Cuando me vi obligada a viajar por motivos de salud, sostuve una correspondencia
regular con Poe, obedeciendo en esto a las vivas instancias de su mujer, quien creía que
podía yo tener sobre él una influencia y un ascendiente saludables… En cuanto al amor
y a la confianza que existían entre su mujer y él, y que eran para mí un espectáculo
delicioso, no podría hablar de ellos con la convicción y el calor suficientes. No menciono
algunos pequeños episodios poéticos a los cuales le impulsó su temperamento
novelesco. Creo que era la única mujer a quien él amó de verdad…»
En las novelas cortas de Poe no hay nunca amor. Al menos, Ligeia, Eleonora, no son,
hablando con propiedad, historias de amor, ya que la idea principal sobre la que gira la
obra es otra por completo. Acaso él creía que la prosa no es lengua a la altura de ese
singular y casi intraducible sentimiento; porque sus poesías, en cambio, están
fuertemente saturadas de él. La divina pasión aparece en ellas, magnífica, estrellada,
velada siempre por una irremediable melancolía. En sus artículos habla a veces del amor
como de una cosa cuyo nombre hace temblar la pluma. En The Domain of Arnhaim
afirmará que las cuatro condiciones elementales de la felicidad son: la vida al aire libre,
el amor de una mujer, el desapego de toda ambición y la creación de una nueva Belleza.
Lo que corrobora la idea de la señora Frances Osgood referente al aspecto caballeresco
de Poe por las mujeres es que, pese a su prodigioso talento para lo grotesco y lo horrible,
no haya en toda su obra un solo pasaje que se refiera a la lujuria, ni siquiera a los goces
sensuales. Sus retratos de mujeres están, por decirlo así, aureolados; brillan en el seno de
un vapor sobrenatural y están pintados con la manera enfática de un adorador. En
cuanto a los pequeños episodios novelescos, ¿puede a uno extrañarle que un ser tan
nervioso, cuya sed por lo Bello era quizá su rasgo principal, haya cultivado a veces, con
un ardor apasionado, la galantería, esa flor volcánica, almizclada, para quien el cerebro
vehemente de los poetas es un terreno predilecto?
De su singular belleza personal, a la que se refieren varios biógrafos, el espíritu
puede, creo yo, hacerse una idea aproximada recurriendo a todas las nociones vagas,
características, contenidas en la palabra romántica, palabra que sirve generalmente para
representar los géneros de belleza que consisten sobre todo en la expresión. Poe tenía
una frente amplia, dominadora, en la que ciertas protuberancias revelaban las facultades
desbordantes que están encargadas de representar —construcción, comparación,
causalidad— y donde predominaban en un orgullo tranquilo el sentido de la idealidad,
el sentido estético por excelencia. Sin embargo, pese a esos dones, o aun a causa de esos
privilegios exorbitantes, aquella cabeza, vista de perfil, no presentaba tal vez un aspecto
agradable. Como en todas las cosas excesivas por un sentido, un déficit podía originarse
de la abundancia, una pobreza de la usurpación. Tenía unos ojos grandes, sombríos y
luminosos a la vez, de un color incierto y tenebroso, tendiendo al violeta; la nariz, noble
y sólida; la boca, fina y triste, aunque levemente sonriente; el cutis, moreno claro; el
rostro, de ordinario, pálido; la fisonomía, un poco distraída e imperceptiblemente
velada por una melancolía habitual.
Su conversación era de las más notables y con un fondo sustancioso. No era eso que
se llama un charlista presuntuoso —cosa horrible—, y, además, su palabra, como su
pluma, tenía horror a lo convencional; pero una amplia cultura, un rico vocabulario,
profundos estudios, impresiones recogidas en varios países, hacían de su palabra una
enseñanza. Su elocuencia, esencialmente poética, llena de método y moviéndose,
empero, fuera de todo método conocido, arsenal de imágenes sacadas de un mundo
poco frecuentado por la mayoría de los espíritus; un arte prodigioso para deducir de
una proposición evidente y en absoluto aceptable nociones secretas y nuevas, para abrir
sorprendentes perspectivas; en una palabra, el don de extasiar, de hacer pensar, de hacer
soñar, de arrancar las almas del fango de la rutina: tales cosas eran sus deslumbradoras
facultades, de las que muchas personas han conservado recuerdo. Pero sucedía a veces
—eso cuentan, al menos— que el poeta, complaciéndose en un capricho destructor,
arrastraba de nuevo con brusquedad a sus amigos a la tierra por obra de un cinismo
desconsolador y derrocaba, brutal, su obra, henchida de espiritualidad. Hay, por lo
demás, que señalar una cosa: que era muy poco exigente en la elección de sus oyentes, y
creo que el lector encontrará sin dificultad en la Historia otras inteligencias grandes y
originales para quienes toda compañía era buena. Ciertos espíritus, solitarios en medio
de la multitud, y que se nutren en el monólogo, prescinden de la delicadeza en materia
de público. Es, en suma, una especie de fraternidad basada en el desprecio.
De esa embriaguez —celebrada y reprochada con una insistencia que podría hacer
creer que todos los escritores de los Estados Unidos, excepto Poe, son ángeles de
sobriedad— hay que hablar, no obstante. Existen varias versiones plausibles, y ninguna
excluye las otras. Ante todo, estoy obligado a hacer observar que Willis y la señora
Osgood afirman que una cantidad muy pequeña de vino o de licor bastaba para
perturbar por completo su organismo. Es, por cierto, fácil de suponer que un hombre
tan verdaderamente solitario, tan profundamente desdichado, y que pudo considerar
con frecuencia todo el sistema social como una paradoja y una impostura; un hombre
que, acosado por un destino inexorable, repetía a menudo que la sociedad no implica
más que un tropel de miserables (Griswold refiere esto tan escandalizado como un
hombre que puede pensar lo mismo, pero que no lo dirá nunca); es natural, digo,
suponer que ese poeta, muy infantil en los azares de la vida libre, con el cerebro cercado
por un trabajo áspero y continuo, haya buscado algunas veces una voluptuosidad de
olvido en las botellas. Rencores literarios, vértigos del infinito, dolores hogareños,
insultos de la miseria.
Poe huía de todo ello en la negrura, como de una tumba preparatoria, de la
borrachera. Pero, por buena que parezca semejante explicación, no la encuentro lo
bastante amplia, y desconfío de ella a causa de su deplorable simplicidad.
He sabido que él no bebía como un ansioso, sino como un bárbaro, con una
actividad y una economía de tiempo totalmente americanas, como si realizase una
función homicida, como si tuviese algo en él que matar, a worm that would not die. Se
cuenta, además, que un día, en el momento de volver a casarse (habían corrido las
amonestaciones, y cuando le felicitaban por aquel enlace que le aportaba las más
elevadas condiciones de felicidad y de bienestar, habría él dicho: «Es posible que hayan
corrido las amonestaciones; pero fíjense bien en esto: ¡no me casaré!»), fue con una
borrachera atroz a escandalizar en la vecindad de la que debía ser su mujer, recurriendo
así a su vicio para librarse de un perjurio hacia la pobre muerta, cuya imagen vivía
siempre en él y a quien había cantado a maravilla en su Annabel Lee. Considero, pues,
en un gran número de casos el hecho infinitamente precioso de premeditación como es
sabido y comprobado.
Leo, por otra parte, en un largo artículo de Southern Literary Messenger —esa
misma revista cuya fortuna había él iniciado— que jamás la pureza y la perfección de su
estilo, jamás la claridad de su pensamiento y su ardor en el trabajo fueron alterados por
esa terrible costumbre; que la confección de la mayoría de sus excelentes trozos precedió
o siguió a alguna de sus crisis; que después de la publicación de Eureka se entregó
lamentablemente a su inclinación, y que en Nueva York, la mañana misma en que
aparecía El cuervo, cuando el nombre del poeta estaba en todas las bocas, él cruzaba
Broadway tambaleándose de un modo bochornoso. Observen ustedes que las palabras
precedido o seguido implican que la embriaguez podía servir de excitante lo mismo que
de descanso.
Ahora bien: es indudable que —parecidas a esas impresiones fugaces y chocantes,
tanto más chocantes en sus reapariciones cuanto más fugaces son, que siguen a veces a
un síntoma exterior, especie de advertencia como el sonido de una campana, una nota
musical o un perfume olvidado, las cuales son también seguidas de un suceso análogo a
otro suceso ya conocido y que ocupaba el mismo lugar en una cadena anteriormente
revelada; semejantes a esos singulares sueños periódicos que se repiten cuando
dormimos— existen en la borrachera no sólo encadenamientos de sueños, sino una serie
de razonamientos que necesitan, para reproducirse, del medio que les ha dado origen. Si
el lector me ha atendido sin repugnancia habrá adivinado ya mi conclusión: creo que en
muchos casos —no en todos, ciertamente— la embriaguez de Poe era un medio
mnemotécnico, un método de trabajo, método enérgico y mortal, pero apropiado a su
naturaleza apasionada. El poeta había aprendido a beber, como un escritor escrupuloso
se ejercita llenando cuadernos de notas. No podía resistir el deseo de hallar de nuevo las
visiones maravillosas o aterradoras, las concepciones sutiles que había encontrado en
una tempestad precedente: eran viejas amistades que le atraían, imperativas, y para
reanudar su relación con ellas tomaba el camino más peligroso, pero el más directo. Una
parte de lo que hoy produce nuestro goce es lo que le mató.
IV
De las obras de ese singular genio poco tengo que decir; el público mostrará lo que
de ellas piensa. Me sería difícil quizá, pero no imposible, esclarecer su método, explicar
su procedimiento, sobre todo en la parte de sus obras cuyo principal efecto reside en un
análisis bien manejado. Podría yo introducir al lector en los misterios de su fabricación,
extenderme largamente sobre esa porción de genio americano que le hace regocijarse de
una dificultad vencida, de un enigma explicado, de un tour de force realizado; que le
impulsa a divertirse con una voluptuosidad infantil y casi perversa en el mundo de las
probabilidades y de las conjeturas, y a crear mentiras a las cuales su arte sutil presta una
vida verdadera. Nadie negará que Poe es un prestidigitador maravilloso, y sé que
otorgaba sobre todo su estimación a otra parte de sus obras. Tengo que hacer algunas
observaciones más importantes, muy breves, en suma.
No es por sus milagros materiales, que le han dado, empero, su fama, por lo que él
conquistará la admiración de las gentes que piensan, sino por su amor a lo Bello, por su
conocimiento de las condiciones armónicas de la belleza, por su poesía profunda y
gimiente, siquiera trabajada, transparente y correcta como una joya de cristal; por su
admirable estilo, puro y singular —apretado como las mallas de una cota—,
complaciente y minucioso —y cuya más ligera intención sirve para llevar suavemente al
lector hacia un fin deseado—, y, en fin, sobre todo, por ese genio especialísimo, por ese
temperamento único que le ha permitido pintar y explicar de una manera impecable,
sorprendente, terrible, la excepción en el orden moral. Diderot, para escoger un ejemplo
entre cientos, es un autor sanguíneo. Poe es el escritor de los nervios, e incluso de algo
más, y el mejor que yo conozco.
En él, toda entrada en materia es atrayente sin violencia, como un torbellino. Su
solemnidad sorprende y mantiene el espíritu alerta. Percibe uno en seguida que se trata
de algo serio. Y lentamente, poco a poco, se desenvuelve una historia cuyo interés todo
se basa sobre una imperceptible desviación del intelecto, sobre una hipótesis audaz,
sobre una dosificación imprudente de la Naturaleza en la amalgama de las facultades. El
lector, apresado por el vértigo, se ve obligado a seguir al autor en sus atractivas
deducciones.
Ningún hombre, lo repito, ha contado con mayor magia las excepciones de la vida
humana y de la Naturaleza, los ardores de curiosidad de la convalecencia, los finales de
estación cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos,
en que el viento del Sur ablanda y afloja los nervios como las cuerdas de un
instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no provienen del corazón; la
alucinación dejando lo primero sitio a la duda, y muy pronto convencida y razonadora
como un libro; lo absurdo instalándose en la inteligencia y rigiéndola como una lógica
espantosa, la histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción asentada entre
los nervios y el espíritu, y el hombre desacorde hasta el punto de expresar el dolor con
la risa. Él analiza lo que hay de más fugaz, sopesa lo imponderable y describe en una
forma minuciosa y científica, cuyos efectos son terribles, toda esa parte imaginaria que
flota en torno al hombre nervioso y le hace acabar mal.
El ardor mismo con que se arroja a lo grotesco por amor a lo grotesco, a lo horrible
por amor a lo horrible, me sirve para comprobar la sinceridad de su obra y la unión del
hombre con el poeta. He observado ya que en varios hombres ese ardor era con
frecuencia el resultado de una amplia energía vital inocupada, a veces de una obstinada
castidad y también de una profunda sensibilidad contenida. La voluptuosidad
sobrenatural que el hombre puede experimentar viendo correr su propia sangre; los
movimientos repentinos, violentos, inútiles; los fuertes gritos lanzados al aire, sin que el
espíritu mande a la garganta, son fenómenos a situar en el mismo orden.
En el seno de esta literatura en que el aire está enrarecido, el espíritu puede
experimentar esa gran angustia, ese miedo pronto a las lágrimas y ese malestar del
corazón que residen en los lugares inmensos y singulares. Pero la admiración es más
fuerte, ¡y, además, el arte es tan grande! Los fondos y los accesorios son en ella
apropiados al sentimiento de los personajes. Soledad de la Naturaleza o agitación de las
ciudades, todo está descrito en ella nerviosa y fantásticamente. Como a nuestro Eugene
Delacroix, que ha elevado su arte a la altura de la poesía grande, a Edgar A. Poe le
complace agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en que se revelan la
fosforescencia de la podredumbre y el olor de la tormenta. La naturaleza que llaman
inanimada participa de la naturaleza de los seres vivos, y, como ellos, se estremece con
un temblor sobrenatural y galvánico. El espacio se ahonda por el opio; el opio da en él
un sentido mágico a todos los tonos, y hace vibrar todos los ruidos con una sonoridad
más significativa. A veces, lejanías magníficas, henchidas de luz y de color, se
abren de repente en sus paisajes, y se ve aparecer en el fondo de sus horizontes ciudades
orientales y arquitecturas vaporizadas por la distancia, donde el sol lanza lluvias de oro.
Los personajes de Poe, o más bien el personaje de Poe —el hombre de facultades
sobreagudizadas, el hombre de nervios relajados, el hombre cuya voluntad ardorosa y
paciente lanza un reto a las dificultades, aquel cuya mirada se clava con la rigidez de
una espada sobre objetos que se agrandan a medida que él los mira— es Poe mismo. Y
sus mujeres, todas dolientes y luminosas, muriendo de males extraños y hablando con
una voz que parece música, son él también, o, cuando menos, por sus raras aspiraciones,
por su saber, por su melancolía incurable, participan mucho de la naturaleza de su
creador. En cuanto a su mujer ideal, a su Titánida, se revela bajo diferentes retratos,
esparcidos en sus poesías demasiado escasas, retratos, o, mejor, modos de sentir la
belleza, que el temperamento del autor aproxima y confunde en una unidad vaga, pero
sensible, en la que vive más delicadamente acaso que en otra parte ese amor insaciable
de lo Bello, que es su gran título; es decir, el resumen de los títulos que él posee al efecto
y al respeto de los poetas.
Si tengo nueva ocasión, como espero, de hablar de este lírico, haré el análisis de sus
opiniones filosóficas y literarias, así como, en general, de las obras cuya traducción
completa tendría pocas probabilidades de éxito entre un público que prefiere con mucho
la diversión y la emoción a la más importante verdad filosófica.

_
CHARLES BAUDELAIRE

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