EL LOBO
GUY DE MAUPASSANT
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Ved ahí lo que nos refirió el viejo marqués de Arville, a los postres de la comida con que inaugurábamos aquel año la época venatoria en la residencia del barón de Rávels.
Habíamos perseguido a un ciervo todo el día. El marqués era el único invitado que no tomó parte alguna en aquella batida, porque no cazaba jamás.
Durante la fastuosa comida, casi no se habló más que de matanzas de animales. Hasta las señoras oían con interés las narraciones sangrientas, y con frecuencia inverosímiles; los oradores acompañaban con el gesto la relación de los ataques y luchas de hombres y bestias; levantaban los brazos, ahuecaban la voz.
Agradaba oír al señor de Arville, cuya poética fraseología resultaba un poco ampulosa, pero de buen efecto. Es indudable que habría referido muchas veces, en otras ocasiones, la misma historia, , porque ninguna frase le hizo dudar, teniéndolas todas ya estudiadas, muy seguro de producir la imagen que le convenía.
—Señores: yo no he cazado nunca; mi padre, tampoco; ni mi abuelo ni mi bisabuelo. Este último era hijo de un hombre que había cazado él solo más que todos ustedes juntos. Murió en mil setecientos sesenta y cuatro, y voy a decir de qué manera.
Se llamaba Juan, estaba casado y era padre de una criatura, que fue mi bisabuelo; habitaba con su hermano menor, Francisco de Arville, nuestro castillo de Lorena, entre bosques.
Francisco de Arville había quedado soltero; su amor a la caza no le permitía otros amores.
Cazaban los dos todo el año sin tregua, sin descanso y sin rendirse a las fatigas. Era su mayor goce; no sabían divertirse de otro modo; no hablaban de otro asunto: sólo vivían para cazar.
Dominábalos aquella pasión terrible, inexorable, abrasándolos, poseyéndolos, no dejando espacio es su corazón para nada más.
Habían prohibido que por ninguna causa les interrumpieran en sus cacerías. Mi bisabuelo nació mientras perseguía su padre a un zorro; y sin abandonar su pista, Juan de Arville murmuró:
—¡Recristo! Bien pudo esperar este pícaro hasta que yo terminase.
Su hermano Francisco aún se apasionaba más en su afición. Lo primero que hacía, en cuanto se levantaba, era ver a los perros y a los caballos; luego, entreteníase disparando a los pájaros en torno del castillo, hasta la hora de salir a caza mayor.
En la comarca llamábanlos el señor marqués y el señor menor; entonces los aristócratas no establecían en los títulos —como ahora la nobleza improvisada quiere hacerlo— una jerarquía descendiente; porque no es conde un hijo de marqués ni barón un hijo de vizconde, como no es coronel de nacimiento el hijo de un general. Pero la vanidad mezquina de los actuales tiempos lo dispone así.
Vuelvo a mis ascendientes.
Parece ser que fueron agigantados, velludos, violentos y vigorosos; el joven aún más que su hermano mayor; y tenía una voz tan recia, que, según una opinión popular, que le complacía, sus gritos agitaban todas las hojas del bosque.
Y al salir de caza, debieron de ofrecer un espectáculo admirable aquellos dos gigantes, galopando en dos caballos de mucha talla y brío.
El invierno de mil setecientos sesenta y cuatro fue muy crudo, y los lobos rabiaron de hambre.
Atacaban a los campesinos rezagados, rondaban de noche alrededor de las viviendas, aullaban desde la puesta de sol hasta el amanecer, y asaltaban los establos.
Circuló un rumor terrible. Hablábase de un lobo colosal, de pelo gris, casi blanco; había devorado dos niños y el brazo de una mujer; había matado a todos los mastines de la comarca; y saltando las tapias, olisqueaba, sin temor alguno, bajo las puertas. Ningún hombre dejó de sentirle resoplar; su resoplido hacía estremecer la llama de las luces. Invadió la provincia un pánico terrible. Nadie salía de casa de noche ni al atardecer. La oscuridad parecía poblada por todas partes por la sombra de aquella bestia...
Los hermanos de Arville, resueltos a perseguir y matar al monstruo, dispusieron grandes cacerías, invitando a los nobles de la región.
Todo fue inútil; ni en los bosques ni entre las malezas lo hallaron jamás. Mataban muchos lobos; pero aquel no parecía. Y cada noche, al terminar la batida, como para vengarse, la bestia feroz causaba estragos mayores, atacando a algún caminante o devorando alguna res; pero siempre a distancia del sitio donde lo buscaron aquel día.
Entró un de aquellas noches en la pocilga del castillo de Arville; y devoró los dos mejores cerdos.
Juan y Francisco reventaban de cólera, suponiendo aquel ataque una provocación del monstruo, una injuria directa, un reto. Con sus más resistentes sabuesos, acostumbrados a perseguir temibles bestias, aprestáronse a la caza, rebosando sus corazones odio y furor.
Desde el amanecer hasta que descendía el sol, arrebolados, entre los troncos de los árboles desnudos, batieron inútilmente los matorrales.
Regresaban furiosos y descorazonados, llevando al paso las cabalgaduras por un camino abierto entre maleza, sorprendiéndose de que burlase un lobo toda su precaución y poseídos ya de una especie de recelo misterioso.
Juan decía:
—Esa bestia no es como las demás. Parece que piensa y calcula como un hombre.
Y contestaba francisco:
—Acaso conviniera que nuestro primo, el obispo, bendijese una bala, o que lo hiciese algún sacerdote de la región, rogándole nosotros que pronunciase las palabras oportunas.
Callaron, y, después de un silencio, advirtió Juan:
—mira el sol, qué rojo. La fiera no dejará de causar algún daño esta noche.
Apenas había terminado la frase, cuando su caballo se encabritó; el de Francisco giraba. Un matorral cubierto de hojas marchitas, crujió, abriendo paso a una bestia enorme y gris, que, saliendo rápidamente de su escondrijo, internóse al punto en el bosque.
Los dos de Arville articularon una especie de rugido, que demostraba su fiera satisfacción, y encogiéndose, inclinados hacia delante, pegándose al cuello de sus briosos cabellos, impulsándolos con todo el cuerpo, los lanzaron a la carrera, excitándolos de tal modo con las voces, con sus movimientos, con la espuela, que los hercúleos caballeros, como si un ímpetu gigantesco los condujera volando, parecían arrastrar entre las piernas a sus caballos, que iban a escape, tocando en el suelo con el vientre,, haciendo crujir los matorrales y salvando las torrenteras, encaramándose por escarpadas pendientes y descendiendo por angostas gargantas. Los caballeros hacían resonar las trompas con toda la fuerza de sus pulmones, llamando a sus criados y a sus perros.
De pronto, en aquella furiosa y precipitada persecución, tropezó mi abuelo con la cabeza en una rama, que le abrió el cráneo, y cayó sin sentido, mientras el caballo continuaba su carrera loca, desapareciendo en la densa oscuridad que iba envolviendo al bosque.
Francisco de Arville paró en seco y se apeó, cogiendo en brazos a su hermano; vio que por la herida, entre la sangre, asomaba también el cerebro.
Entonces, apoyándolo sobre sus rodillas, contempló el rostro ensangrentado, las facciones rígidas, inertes, del marqués. Poco a poco un miedo le invadió, un miedo extraño que no había sentido nunca. Temía la oscuridad, la soledad, el silencio del bosque; hasta llegó a temer que apareciera el fantástico lobo, que se vengaba de aquella persecución tenaz de los Arville, haciendo morir al mayor de los hermanos.
Espesaban las tinieblas; el frío, agudo, hacía crujir los árboles. Francisco se incorporó, tembloroso, incapaz de permanecer allí más tiempo, sintiéndose casi desfallecer. No se oía nada; ni ladridos de perros, ni voces de trompa; todo estaba mudo en el invisible horizonte; y aquel silencio taciturno de una helada noche tenía bastante de horroroso y extraño.
Alzó entre sus manos de coloso el cuerpo gigantesco de Juan, atravesándolo sobre la silla para llevarlo al castillo; montó y se puso en marcha, despacio, sintiendo una turbación semejante a la embriaguez, perseguido por espectros indefinibles y espantosos.
De pronto, una forma vaga cruzó el sendero que la nocturna oscuridad invadía. Era la bestia. Una sacudida brusca, un verdadero espanto agitó al cazador; algo frío, como una gota de agua, se deslizó sobre sus riñones; y, como un ermitaño que ahuyenta los demonios, el caballero hizo la señal de la cruz, desconcertado ante aquella temible aparición del espantoso vagabundo. Pero sus ojos refrescaron su memoria, presentándole a su hermano muerto; y de pronto, pasando en un instante del miedo al odio, rugió furiosamente, y espoleando al caballo, lanzóse tras el lobo.
Lo siguió entre los matorrales, por las torrenteras y a través de bosques desconocidos. Galopaba con la vista penetrante, clavada en la sombra que huía; tropezaban en los troncos y en las rocas la cabeza y los pies del muerto atravesado en la silla. Las zarzas le arrancaban el cabello y salpicaba con sangre los troncos, golpeándolas con la frente; las espuelas arrancaban tiras de las cortezas de los árboles.
De pronto, la bestia y el perseguidor salieron del bosque y se lanzaron a un valle cuando aparecía la luna en lo alto del monte; un valle pedregoso, cerrado por enormes rocas. No hallando fácil salida por aquella parte, la bestia retrocedió.
Francisco no pudo contener un alarido estruendoso de alegría, que los ecos repitieron como repiten el rodar de un trueno, y saltó atierra empuñando el cuchillo de monte.
La bestia, con los pelos erizados y arqueado el cuerpo, le aguardaba. Pero antes de comenzar el combate, cogiendo el cazador el cuerpo de su hermano lo apoyó entre unas rocas, y sosteniéndole con piedras la cabeza, que parecía una masa de sangre cuajada, le dijo a voces, como si hablara con un sordo:
—¡Mira Juan! ¡Mira eso!
Y se arrojó sobre la bestia. Sentíase bastante poderoso para levantar en vilo una montaña, para triturar pedernales entre sus dedos. La bestia quiso hacer presa de él, procurando arrimar su hocico al vientre del cazador; pero éste la tenía sujeta por el cuello y la estrangulaba tranquilamente con la mano, sin acordarse del cuchillo, gozándose al sentir los ahogos de su garganta y las palpitaciones de su corazón. Reía, reía más cuanto más apretaba; reía gritando: "¡Mira Juan! ¡Mira eso!" Ya no hallaba resistencia; el cuerpo del monstruo cedía con blandura. Estaba muerto.
Entonces Francisco lo alzó, y acercándose a su hermano con aquella carga inerte, dejó caer un cadáver a los pies de otro cadáver, diciendo, conmovido y cariñoso:
—Toma, Juan; tómalo: ahí lo tienes.
Después colocó en la silla los dos cuerpos, y se puso en marcha.
Entró en el castillo riendo y llorando, como Gargantúa cuando el nacimiento de Pantagruel. Pregonaba la muerte de la bestia con exclamaciones de triunfador y gritos de gozo; refería la muerte de su hermano gimiendo y mesándose las barbas.
Y, pasado el tiempo, cuando hablaba de aquella noche fatal, decía con lágrimas en los ojos:
—¡Si, al menos, hubiese podido ver el pobre Juan cómo estrangulé al otro, es posible que muriera satisfecho! ¡Estoy seguro!
La viuda educó a su hijo haciéndole odiar la caza, y ese odio se ha transmitido hasta mí, de generación en generación.
El marqués de Arville había terminado. Alguien preguntó:
—Esa historia es una leyenda; ¿verdad?
Y el marqués respondió:
—Aseguro que todo es cierto, que todo ha ocurrido
Y una señora dijo, con dulzura:
—Da igual. Es hermoso sentir pasiones semejantes...
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